3
Abril de 1464
I
Isabel miraba el cielo ensimismada como si acabara de despedir a Amadís. Pero, desgraciadamente, no era así: ya habían pasado casi tres años.
Pocas cosas habían cambiado para ella: seguía sin tener la libertad de poder ver a su madre. Continuaba sometida a las nefastas influencias de la reina Juana de Avis. Se sentía desgraciada y como si estuviera detenida en el tiempo.
Pero el tiempo transcurría. Y, a su alrededor, se empezaron a tejer acontecimientos que pronto iban a transformar su vida.
Tras el nacimiento de Juana, el rey Enrique logró —ese mismo año— mejorar su imagen. Hizo incursiones en Aragón y Navarra y hasta llegó a ser nombrado por los catalanes su legítimo rey, como estrategia contra Aragón. Si bien este cargo fue efímero, su prestigio crecía. Y siguió creciendo al año siguiente cuando reconquistó Gibraltar.
En realidad eran fuegos de artificio, porque igual que leve fue su reinado catalán, la tierras poseídas no tardaron en ser perdidas. A veces, las hostilidades con los reinos fronterizos (y en ocasiones con los propios nobles castellanos en sus predios) eran una eterna partida de ajedrez, en la que unos se comían piezas a los otros y viceversa. Batallas sin guerra. Ejercicios de caballeros mostrando su fuerza y, de paso, su habilidad para el pillaje.
Sin embargo, los cronistas de la época lograban dar tal aura a estos asuntos que convertían en grandes hazañas estas pequeñeces. La táctica habitual era engrandecer lo bueno, por nimio que fuera, y obviar derrotas y afrentas.
Al igual pasaba con el sueño de reconquistar Granada: una misión que enardecía a quienes soñaban con una Castilla que ya no era y que nunca se llevaba a cabo.
Para la toma de Granada y la expulsión de los árabes de la Península se recaudaban grandes impuestos. Pero nadie sabía adónde iban a parar, porque batalla no hubo ninguna. Todo lo más, leves escarceos. El rey se conformaba con cobrar impuestos a los reyes moros a cambio de no intervenir. O simplemente, intercambiaba presos de disputas pasadas.
Gracias a Dios, la peste no atacaba con la furia de tiempos anteriores, sin embargo la falta de higiene siempre amenazaba con nuevos brotes.
Afortunadamente, el comercio de la lana —del que Castilla era primera potencia— iba viento en popa, aunque su manufacturado solía caer en manos extranjeras que manipulaban la materia prima castellana.
La ausencia de conflictos bélicos hacía que los campos no fueran arrasados, el ganado robado y los hombres permanecieran cerca de sus familias, trabajando en vez de guerreando, lo que redundaba en mejores cosechas y una cría más abundante de animales.
En definitiva, la economía sustentaba una paz social que no propiciaba intrigas.
Por eso, Pacheco seguía guardando como oro en paño, en espera del momento oportuno, aquel juramento que hizo ante notario acerca de que Juana, la hija del rey, en realidad era hija de la reina y de don Beltrán de la Cueva.
No tuvo que esperar mucho.
En primer lugar, una nueva acuñación de moneda con valores de media blanca, blanca y un maravedí, supuso una distorsión económica propia de cuando el valor no tiene que ver con el precio.
Por otro lado, crecía el malestar popular (alimentado por intereses netamente políticos) ante el cada vez mayor peso de los judíos en la economía castellana. Lejos quedaba el Primer Estatuto de Limpieza de Sangre que emitió el alcalde de Toledo en 1449. Pero muchos querían que se aplicara con toda su dureza quince años después. Entonces, don Álvaro de Luna, cuyo apoyo a los judíos fue la clave de su caída, logró convertirlo en papel mojado. Ahora Pacheco estaba dispuesto a revitalizarlo.
Sobre todo cuando el rey, tantos eran los cargos y ocupaciones de don Beltrán de la Cueva (ya casado con Mencía, entroncando con los poderosos Mendoza), tuvo que buscarle sustituto como mayordomo de palacio.
Y eligió a don Andrés Cabrera, hombre cabal y de eficacia probada en todo lo que se le encomendaba. Tranquilo y reacio a cualquier intriga. Sabio en asuntos de finanzas (no tardaría el rey en hacerle responsable del tesoro real), exquisito en el trato y educado, características todas ellas raras en Castilla, donde se valoraba más una espada que un libro.
Ninguno de esos méritos eran suficientes para Pacheco y los suyos por una sola razón: Cabrera era judío. Se había convertido de niño, como parte de su familia, a la fe cristiana, pero eso no significaba nada para sus enemigos.
Poco a poco se empezaba a conformar la situación necesaria para que Pacheco diera un golpe sobre la mesa. Sólo faltaba que algo más sucediera. Y sucedió.
Esta vez la afrenta tenía nombre propio: cómo no, el de Beltrán de la Cueva, su íntimo enemigo.
El favoritismo del rey hacia Beltrán pasó de ser evidente a escandaloso.
Había acudido a su boda y colaboró en unos fastos que parecían más los de un príncipe que los de un recién llegado a la nobleza.
Después le cedió la reconquistada Gibraltar. Como punto final (nunca mejor dicho) arrebató a Alfonso, el hermano de Isabel, el título de maestre de la Orden de Santiago, para concedérselo a Beltrán. Corría el mes de mayo.
Ésa fue la gota que colmó la copa.
Quitar al hijo de un rey lo heredado de su padre rayaba lo inmoral. Pero, sobre todo, lo que era motivo de escarnio fue que, mientras Alfonso era maestre de la Orden de Santiago, no llegó a las menguadas arcas de su familia en Arévalo ni una moneda de los muchos beneficios que ese cargo generaba. Sin duda, por culpa de Enrique que, ahora, no parecía poner impedimento alguno para el enriquecimiento de su favorito Beltrán.
Tras saber la noticia, Pacheco empezó a organizar encuentros y a desplegar maledicencias e intrigas que exageraban las afrentas (algunas de ellas ya de por sí evidentes).
Viajó tanto de un sitio a otro que rara vez se le veía en palacio. Envió mensajeros que galopaban por la noche para no ser vistos. Su objetivo era reunir un número considerable de nobles a su lado para plantar cara al mismísimo rey.
Todo estalló antes de que el rey y los suyos se dieran cuenta.
Lo hizo mientras Isabel seguía mirando el cielo azul, deseando volver a casa y sin tener ni idea de lo que estaba pasando.
Diego Hurtado de Mendoza, sospechando lo que ocurría, fue recabando pruebas de los manejos de Pacheco. Cuando tuvo suficientes, dio parte al rey.
—¿Estáis seguro de lo que decís, don Diego?
—Sí, majestad.
Y leyó un pergamino en el que figuraban los que iban a amotinarse con Pacheco. No eran pocos ni insignificantes: el almirante Enríquez, el conde de Plasencia, el de Benavente, el de Alba, el de Paredes, el de Miranda, el arzobispo Carrillo, don Pedro Girón…
El rey iba desmoralizándose por momentos. Beltrán, que estaba presente, también.
Enrique no quería escuchar más nombres; los leídos ya eran suficientes para entender el tamaño de la afrenta. Muchos de esos nobles que ahora se rebelaban habían gozado de sus favores.
—Dejad de leer, os lo ruego.
Se levantó del trono preguntándose en voz alta cómo era posible que hicieran eso contra él. Pero aún le quedaba por enterarse de lo peor; Mendoza le avisó de que había otra mala noticia.
—¿De qué se trata?
—Es un acta notarial. Tiene la misma fecha que cuando juramos lealtad a vuestra hija Juana. En ella, don Juan Pacheco da fe de que juró lealtad por la fuerza y de que…
Don Diego, de repente, calló.
—Continuad, por favor —se atrevió a decir un alarmado Beltrán.
—Es tan grande la infamia que me cuesta decirla.
Enrique no aguantó más misterios.
—¿De qué da fe ese traidor?
—De que vuestra hija es hija de la reina, pero no vuestra, sino de don Beltrán de la Cueva.
El rey, rabioso, dio un golpe con su puño sobre la mesa.
—Hijo de puta mentiroso… Ha estado preparando esto todo este tiempo.
Beltrán no podía ocultar su desasosiego, pero había que hacer algo, sobreponerse. Ésa era su costumbre: no darse nunca por vencido.
—¿Se sabe cuáles son los planes de los rebeldes?
—Todavía no —respondió un cariacontecido don Diego.
No tardarían en saberlo, pero ya era demasiado tarde.
II
—¡Es hora de decir basta!
El marqués de Villena arengaba a sus fieles en Burgos.
—¡Estamos hartos de un rey que, en lugar de hacer la guerra a los moros, se viste como ellos! ¡Un rey que come en el suelo, como los infieles!
Los presentes, no excesivos pero sí de gran relieve dentro de la nobleza de Castilla, aclamaron vociferantes estas palabras. El verano estaba llegando a su fin, pero por el acaloramiento de los hombres, nadie lo hubiera dicho.
Pacheco, enardecido, siguió proclamando sus tesis, modelándolas para que el público que tenía delante escuchara lo que quería oír.
—¡Éste es Enrique, no os engañéis! ¡Un rey que permite a los judíos robar nuestra riqueza! ¡Que permite a los conversos llegar a cargos de poder!
Se escucharon nuevos vítores.
—¿Es ésta la Castilla por la que tanto hemos luchado?
Como era de esperar, la palabra «no» surgió coral entre el auditorio.
Ya antes de que se oyera, Pacheco, sabedor de que ésa iba a ser la respuesta, empezó a sacar un pliego de peticiones que comenzó a leer, no sin antes levantar la mano derecha para callar a los presentes.
Carrillo sonrió: nadie en Castilla poseía la labia de su sobrino ni sus dotes de persuasión.
Pedro Girón, sencillamente, estaba boquiabierto admirando el discurso de su idolatrado hermano.
—¡Hemos escrito aquí nuestras exigencias! ¡Y habrán de ser aceptadas!
El asentimiento fue general. Pero una voz se alzó preguntando lo que muchos ya pensaban:
—¿Y si el rey se niega?
Pacheco reaccionó rápido:
—Entonces… ¡tenemos derecho a decir que Enrique no es nuestro rey!
Los aplausos que empezaron a prorrumpirse demostraban que no sólo era él quien pensaba eso.
—¡Porque el rey es más que cualquiera de nosotros… pero no es más que todos nosotros juntos! ¡Porque nosotros somos Castilla!
Las últimas palabras de Pacheco, casi un alarido, provocaron el enardecimiento general. Y pronto provocarían el dolor de cabeza del rey.
Había nacido la Liga de Nobles de Castilla. Y entre sus objetivos, aparte de purificar la raza y apartar a judíos y árabes de sus puestos de poder o comercio, estaban los de defender a los infantes Alfonso e Isabel del atropello al que estaban siendo sometidos. En realidad, era una defensa egoísta: necesitaban otro rey ya que Enrique no les valía.
Y Pacheco y Carrillo siempre habían pensado en Alfonso.
III
Algo sucedía, no cabía duda. Pero Alfonso e Isabel no sabían el qué.
Tampoco imaginaban las razones por las que su vigilancia había pasado de dos guardias a seis. Los mismos que, encabezados por Beltrán de la Cueva, los obligaban a recluirse en sus respectivas alcobas.
Se trataba de evitar a toda costa aquello que tanto temía la reina: que fueran utilizados contra su hija. Que fueran secuestrados por los insurgentes para ser mascarón de proa de sus ambiciones, algo que no era imposible porque Pacheco tenía grandes contactos en palacio.
—¿Por qué nos encierran en nuestros aposentos? —se quejó Isabel.
—Es por vuestra seguridad, alteza —respondió amable, pero firme, Beltrán.
Habían llegado a la puerta. Beltrán la abrió para que entraran. Alfonso suplicó:
—¿Puedo quedarme con mi hermana?
Beltrán miró al infante con una mezcla de pena y dulzura, ante el tono de la petición.
—Por supuesto… Si es lo que queréis…
Alfonso entró con Isabel en la alcoba de ésta. Nerviosos, oyeron cómo Beltrán daba órdenes a los guardias reales de que no se apartaran de la puerta hasta nueva orden. Luego, sólo hubo silencio.
Alfonso se derrumbó, sentándose en la cama, cabizbajo.
—¿Por qué nos hacen esto? No aguanto más…
—Deja de quejarte, Alfonso. —Isabel miró hacia la puerta—. ¿Quieres que toda la Corte sepa de nuestra amargura?
Alfonso, por primera vez, se rebeló contra las habituales órdenes de su hermana.
—Siempre estás mostrando fortaleza… pero en el fondo estás igual de atemorizada que yo. ¿No te das cuenta? Lo hemos perdido todo, Isabel. Lo que heredamos de padre y a nuestra madre… Todo…
Isabel iba poniéndose cada vez más nerviosa al oír a su hermano. Pero más se puso cuando oyó la nueva queja de éste.
—Si es para esto, no merece la pena nacer hijo de rey…
Isabel ya no pudo contenerse y abofeteó a su hermano, que se quedó pálido: nunca le había hecho eso.
—¿Qué… qué haces?
Isabel le miró fijamente a los ojos.
—¡Somos quienes somos! ¿Entiendes? ¡Nunca podemos perder nuestra dignidad ni nuestro orgullo! Eso es lo que quiere la reina… ¿Vas a regalárselo?
Alfonso calló. No le quedaba otro remedio. Mientras, Isabel se preguntaba a sí misma qué estaría pasando ahí fuera.
IV
A unos pasos de esa alcoba, Enrique acababa de leer, para sí, las peticiones de los nobles sublevados.
Junto a él, en una especie de gabinete de crisis, estaban la reina, Beltrán de la Cueva, el obispo Fonseca y Diego Hurtado de Mendoza, que pidió nervioso al rey que contara lo expuesto en la misiva de los rebeldes. Enrique prefirió resumir lo leído que volver a sus puntos y sus comas.
—La Liga de Nobles exige que me deshaga de todos los judíos y musulmanes que están a mi servicio, se hayan convertido a la fe católica o no. —Miró a Beltrán—. También me ordenan que prescinda de vos y os aleje de la Corte. Dicen que tenéis secuestrados a mis hermanos.
Beltrán quedó tocado. Y sorprendido.
—Los trajimos a Segovia precisamente para que no los secuestraran Pacheco y sus aliados.
—No piensan así… Dicen que intrigáis para procurar la muerte de los infantes y así la sucesión de estos reinos recaerá en la princesa Juana —dijo el rey tras hacer una dolida pausa—. Vuestra hija y de la reina, que no mía, según está escrito aquí.
Juana se dio cuenta, asustada, de lo que verdaderamente se escondía detrás de tales peticiones.
—Pretenden arrebatarle el trono a nuestra hija Juana…
Hubo un silencio.
Por fin, alguien dijo algo. Fue Fonseca, el obispo de Sevilla, siempre leal al rey, que gritó entre escandalizado e implorante:
—¡No debéis consentir esta osadía!
—No hace falta que chilléis, eminencia… Dejadme pensar.
Enrique estaba abrumado. Juana ya no pudo aguantarse más.
—Niegan que nuestra hija tenga derecho legítimo a heredar el trono… ¿Qué tenéis que pensar más?
Pero el rey siguió en silencio. Beltrán insistió, no en vano entre las peticiones de los rebeldes estaba la de que él fuera apartado de la Corte.
—Es preciso una respuesta inmediata. Si permitís que os ofendan una vez sin castigo, ya nada les detendrá.
El rey seguía callado, la cabeza baja, perdido en sus pensamientos. No acostumbraba a tomar decisiones y menos bajo presión. Por fin, levantó la mirada hacia los presentes, dubitativo.
—Creo que… creo que debería hablar con ellos.
Diego Hurtado de Mendoza resopló y tomó la palabra.
—¿Vais a negociar? El pueblo espera de su rey autoridad y mando, majestad.
Enrique se puso en pie, aparentando firmeza.
—Y yo mando que habrá negociación. —Y dirigiéndose a Beltrán añadió—: Convocad a Pacheco. Le conozco bien y sabré manejar la situación.
El obispo Fonseca dijo lo que todos pensaban y callaban.
—¡Quedaréis como el más cobarde de los reyes! ¡Hay que ir a la guerra!
—¿Y vos? ¿Iréis a la guerra? —El rey sonrió irónico a Fonseca—. Ah, no… Vos estaréis en vuestra iglesia, rezando… Qué fácil os resulta enviar a los hijos de los demás a morir en el campo de batalla.
Enrique abandonó la Sala Real y se dirigió a su despacho.
Todos se quedaron mirando decepcionados. Todos menos don Diego, cuyo gesto era de rabia contenida.
—No convoquéis todavía a Pacheco… Voy a ver si puedo convencer al rey de que esto es una locura —comentó a Beltrán.
Luego, aceleró el paso en busca del rey, al que encontró ya en su despacho y le rogó una entrevista privada.
Enrique mostraba cara de pocos amigos.
—¿Por qué queréis hablar conmigo a solas?
—Hay asuntos en los que la discreción y el tacto son importantes, majestad.
El rey sonrió con cinismo.
—Los Mendoza siempre tan diplomáticos… Tomad asiento y explicaos…
Y así hicieron los dos, acomodarse en sendas sillas.
—Hay datos que debéis tener en cuenta antes de tomar la decisión de negociar. El pueblo ha perdido la cosecha por el mal tiempo y…
—¿También tengo yo la culpa del granizo?
—No, majestad… Pero el pueblo está hambriento y necesita descargar su ira… Y ve cómo los judíos son cada vez más ricos y ellos más pobres…
Enrique meneó la cabeza, aburrido por el tema.
—Los judíos compran tierras baldías y las hacen productivas. Y contratan a muchos campesinos sin trabajo…
Don Diego, en vez de responder, siguió sumando cuestiones a la conversación.
—El pueblo sueña con reconquistar Granada y se escandaliza de que vuestra guardia sea mora…
—No conozco mejores guerreros que ellos. Y me serán leales hasta la muerte.
Hubo un momento de silencio. Mendoza pensó en lo difícil que resultaba que el rey lograra ver la realidad, entrar en razón… No sabía cómo hacerlo. Pero volvió a intentarlo.
—Majestad, no dudo que lo que decís sea verdad… pero, en política, valen más las apariencias que la verdad. Y los rebeldes se aprovechan de ello… hasta para decir que no sois el padre de vuestra hija…
Enrique se tensó al máximo.
—¡Es mentira! Hice traer a los mejores médicos…
—Eso es tan cierto como que cuando volvisteis a casaros, prohibisteis que hubiera testigos en la alcoba —continuó Mendoza decidido—. Y Su Majestad dio orden de no mostrar la sábana manchada de la sangre de vuestra esposa.
—¡Son costumbres bárbaras! —estalló Enrique gritando.
—¡Pero que de haberlas cumplido ahora serían de gran ayuda!
Mendoza había gritado casi tanto como el rey. De hecho, éste le contemplaba entre atónito y asustado.
—Lo siento, majestad, pero tenía que decirlo.
—¿También dudáis vos de mi paternidad?
—Yo nunca dudo de lo que diga mi rey.
—Entonces, ¿adónde queréis llegar con tanta palabrería?
Mendoza tomó aire: por fin había conseguido la atención de Enrique y no podía desaprovecharlo.
—La táctica de Pacheco es la de contar mil mentiras, para que alguna acabe pareciendo verdad. Si negociáis con él, acabará pareciendo que dice mil verdades.
Enrique se quedó pensando. Luego, habló.
—¿Y qué proponéis?
—Que uséis la fuerza. Un rey fuerte siempre es respetado. El pueblo verá que vuestra indignación es justa ante tanta calumnia.
—Lo siento, pero negociaré. Tengo que evitar la guerra…
—¿Calculáis las consecuencias de esa decisión?
—¿Y vos podéis calcular cuántos hombres morirían en el campo de batalla? ¿Podéis imaginar cuántos niños y mujeres morirían de hambre si se pierden las cosechas? Mi dignidad vale menos que tanta muerte, Mendoza.
Mendoza se levantó derrotado y serio.
—Como gustéis… Yo ya no tengo nada más que decir.
Y se dirigió hacia la puerta. Pero Enrique le llamó antes de que saliera.
—¡Mendoza!
Don Diego se giró hacia Enrique, que le miraba especialmente serio.
—¿Cuento con vuestra lealtad?
Mendoza le miró a su vez y masticó cada una de las palabras que salieron de su boca.
—Un Mendoza nunca traiciona a su rey… Ni siquiera cuando éste se equivoca.
Luego, por fin, abandonó la estancia, dejando atrás a Enrique pensativo.
V
Beltrán estaba desconsolado. ¿Cómo podía negociar el rey con quienes le traicionaban? ¿No sabía que la naturaleza de Pacheco era la de engañarle una y otra vez para su propio beneficio?
Se sentía inseguro. La Liga de Nobles exigía su alejamiento de la Corte a más de cien kilómetros. Le trataban como a un delincuente… ¡a él que siempre había sido leal al rey!
Hubiera querido batirse cara a cara con Pacheco, como dos caballeros. Pero sabía que el marqués de Villena nunca accedería: él hubiera mandado a unos secuaces a eliminarlo por la espalda en cualquier calle de Segovia. Ése era su estilo: traicionero y por la espalda.
Así se lo contó Beltrán a don Andrés Cabrera, quien le había sustituido como mayordomo de palacio, y con el que tejió una leal amistad. Probablemente era la primera persona con la que Beltrán podía confesar sus temores desde que llegó a la Corte. Y se lo agradecía profundamente.
—El rey eligió bien al nombraros mi sustituto.
Cabrera, humilde, esbozó una sonrisa.
—Hay quien no le perdona que alguien de origen judío como yo haya llegado a tan alto rango. En palacio, para muchos soy un advenedizo.
—Si os sirve de ayuda: lo mismo me pasaba a mí sin ser judío… En la Corte, lo nuevo siempre resulta sospechoso.
Al fondo, Isabel y Alfonso paseaban con un par de guardias al lado. Cabrera les señaló con la mirada.
—¿Es necesaria tanta vigilancia? Son apenas unos niños.
—Es por su seguridad… —Y después de una pausa, añadió—: Pero os lo aseguro: me dan tanta pena como a vos.
De repente, llegaron hasta Beltrán y Cabrera dos hombres. Uno era un criado de confianza del primero. El otro, un joven de aspecto humilde, pese a que seguro llevaba sus mejores ropas.
Iba limpio, su atuendo no tenía el más mínimo descosido… Parecía un campesino preparado para ir a la boda de su hermana. Pero ese traje de villano no le pegaba a su fornido cuerpo. Le hubieran sentado mejor mallas de soldado.
El criado se dirigió a su señor, don Beltrán.
—Excelencia, este joven quiere hablar con vos. Trae carta de los señores de Aguilar, de Córdoba.
Beltrán miró al joven.
—Vos debéis de ser Gonzalo…
—Fernández, señor. Gonzalo Fernández —respondió servicial el muchacho.
Beltrán mandó retirarse al criado y Cabrera, siempre ocupado, también le dejó con su visita.
Beltrán observó de arriba abajo al joven. Éste no sabía hacia dónde mirar. Por fin, Beltrán habló.
—Muchacho, mal momento has elegido para venir aquí. Son tiempos difíciles.
—En el sur, de donde vengo, tampoco hay muchos días tranquilos, señor.
Beltrán sonrió.
—Lo sé —dijo el noble, cariñoso—. Por quienes me avisaron de vuestra llegada hace un tiempo, creo que os manejáis bien con la espada.
—Me defiendo, excelencia —respondió tímido—. Sin duda quien os dijo eso de mí me apreciaba demasiado como para ser tenido en cuenta.
—Entonces, vamos a comprobar si vuestra habilidad es cierta o no.
Caminaron hasta una campa donde la Guardia Real se ejercitaba. Beltrán pidió dos espadas. Lucharon tres veces y las tres ganó Beltrán, no sin dificultad. Algo que hablaba del valor y el oficio con las armas de Gonzalo.
Tras el combate, aún sudorosos y con la respiración entrecortada, Beltrán preguntó a Gonzalo:
—Lucháis bien para ser un muchacho. ¿Qué edad tenéis?
—Pronto cumpliré trece años.
Beltrán le miró estupefacto.
—¿Trece años? ¡Os echaba dieciocho! ¡Sí que sabéis luchar entonces!
Gonzalo le miró esperanzado.
—Gracias, excelencia. ¿Podré quedarme entonces en la Corte? No quisiera volver a Córdoba diciendo que no me habéis aceptado. Antes me quedo por el camino trabajando el campo.
Beltrán estaba sorprendido de lo que oía y se quedó pensando. Gonzalo, ansioso, le preguntó si le pasaba algo… Le pidió perdón si sus palabras le habían ofendido o le habían parecido muestra de debilidad.
—No tengo que perdonaros por nada —le explicó Beltrán—. ¿Sabéis? Me recordáis a mí cuando tenía vuestra edad. Sois del sur, como yo… Vine a la Corte como vos, asustado, sin tener amigos… Pero dispuesto a todo por quedarme. Y aquí estoy… Aunque la verdad es que todavía no he hecho muchos amigos.
—Amigos, los justos. Lo decía mi madre, que en paz descanse.
Beltrán no pudo evitar la risa ante esa salida tan espontánea.
—Tu madre tenía más razón que un santo.
Beltrán se alzó del suelo y ofreció su mano para ayudar al muchacho a levantarse.
—Anda, pregunta por don Andrés Cabrera. Dile que vas de mi parte y que te dé alcoba y ropa nueva.
Gonzalo sonrió feliz.
—Creo que ya sé qué tarea te voy a encomendar.
La tarea no era otra que proponerle como paje del infante Alfonso. Ya que, desgraciadamente, el rey había decidido negociar, pronto se relajaría la vigilancia sobre los infantes. Tener un paje que fuera de la confianza de Beltrán y poco mayor que Alfonso, podría evitar que parecieran presos a la hora de paseo.
Sí, era una buena idea, pensaba Beltrán. Probablemente la reina se opondría, pero ya se encargaría él de arreglar el asunto con el rey.
Lo que nunca pensó Beltrán fue que el problema no iba a ser la reina. Ni el rey. Sino la propia Isabel.
VI
—¡Ni hablar! ¡No queremos a nadie a nuestro lado! —exclamó Isabel tras la propuesta de Beltrán.
Alfonso la miraba descorazonado: a él le parecía una buena idea.
No menos descorazonado estaba Gonzalo, que veía peligrar su estancia en la Corte.
Cabrera, que también estaba presente en la alcoba de Isabel, escuchaba y buscaba una solución al problema. Como siempre.
—Isabel, recapacitad… —insistió Beltrán—. Gonzalo será un buen paje para vuestro hermano.
—¿Paje? Espía, querréis decir.
Cabrera decidió mediar, pausado y convincente.
—Alteza, Gonzalo es un muchacho como vos… —dijo mirando a Alfonso—. Además, creo que vuestro hermano tendrá algo que decir. Es su paje, no el vuestro.
Isabel, inflexible, no cedía.
—Y Alfonso es mi hermano y no el vuestro.
Alfonso se acercó a su hermana, con el fin de convencerla para que aceptara la propuesta.
Pero Isabel le impidió hablar con una mirada en la que se podía leer: «Ni se te ocurra».
Beltrán, negando levemente con la cabeza, estaba molesto por la situación… Y decidió zanjarla.
—Da igual. He convencido al rey para que no os vigilaran por palacio a cambio de que tuvierais un paje. Y lo vais a tener. No conseguiréis hacerme quedar en ridículo.
—Es vuestro problema —le espetó la infanta—. Vamos, Alfonso.
Y salieron de la alcoba dejando a los demás estupefactos. El que más lo estaba era Gonzalo.
—¿Y ahora qué hago?
—Ganad su confianza —respondió severo Beltrán—. Ya tenéis vuestra tarea. Cumplidla.
—Como ordenéis, excelencia… —asintió dubitativo Gonzalo.
Y, temblándole las piernas más que si tuviera que combatir con el enemigo, salió en busca de los infantes.
Cabrera sonrió a Beltrán.
—Difícil lo tiene el cordobés.
—No os preocupéis —respondió Beltrán—. Poco tiempo le conozco, pero tengo la certeza de que situaciones más difíciles ha vivido.
Tal vez si Beltrán hubiera contemplado minutos después a Gonzalo con los infantes, habría dudado de sus palabras. Porque cuando Gonzalo llegó corriendo acelerado donde estaban Isabel y Alfonso, ella se giró y le dio una orden que frenó al cordobés en seco.
—Si vais a seguirnos, nunca os acerquéis más de veinte pasos, ¿entendido?
Gonzalo asintió atemorizado:
—Sí, alteza.
Alfonso le miró entre apenado y solidario: él también tenía que aguantar últimamente a una Isabel cada día más fuera de sí, cansada de tanto encierro y tantas humillaciones. Le hubiera encantado tener el valor de decirle al aspirante a ser su paje: «Mi hermana es así, ¡qué se le va a hacer!».
Pero no se atrevió. Y siguió andando junto a su hermana.
Tras ellos, un disciplinado Gonzalo Fernández respetaba la distancia ordenada por Isabel.
Y lo hizo, obediente, mucho tiempo, como si esa muchacha rubia fuera su reina y él el capitán de sus ejércitos.
Al andar solo, sin poder hablar con nadie, a veinte pasos de toda conversación, Gonzalo soñaba.
Su tía, que le cuidó tras la muerte de sus padres, siempre que las cosas iban mal dadas, le decía antes de irse a dormir que soñara cosas buenas para olvidarse de las penas. Y eso hacía ahora.
Sí, soñar era necesario para alguien como Gonzalo, un joven que vino de Córdoba para hacer carrera en la Corte.
Como le dijo tantas veces su tía: «Si no sueñas, Gonzalo, ¿cómo vas a saber si tus sueños se hacen realidad?».
VII
Carrillo también soñaba. Soñaba con que el rey los llamara para reunirse y discutir sobre las condiciones que la Liga de Nobles exigía.
Compartía con Pacheco la idea de que algo había que hacer. Y lo habían hecho declarando su rebeldía, él el primero; no se arrepentía de eso.
Pero en el fondo, temía que si el rey no negociaba, las consecuencias de la rebelión acabarían convirtiéndose en guerra.
Y tenía por la figura del rey algo de lo que su sobrino carecía: respeto.
Delante de un plato de jamón y otro de queso, además del buen acompañamiento de un vino de la tierra, el arzobispo de Toledo estaba nervioso. No podía comprender cómo Pacheco tenía apetito y comía tan tranquilo.
—¿Cómo podéis tener hambre con lo que nos estamos jugando?
—Tranquilo. La fruta madura cae por su propio peso…
—Muy optimista os veo, sobrino. Aún no sabemos nada del rey.
—Tened fe… —dijo antes de beber un sorbo de vino—. Pardiez, tanto tiempo a vuestro lado me hace hablar como un cura.
Carrillo no estaba para bromas.
—¡Dejaos de chanzas! ¿Y si Enrique no quiere negociar?
Pacheco, sin dejar de comer, le miró parsimonioso.
—Negociará. Yo me he inventado a Enrique, le hice rey, sé de sus debilidades… Es pan comido.
Carrillo se atrevió por fin a confesar su temor.
—También os inventaréis a Alfonso, supongo.
—Por eso le pedimos en custodia, Carrillo… Para que sea «nuestro» rey. —Suspiro—. Algún día, la historia dejará de ser la de los reyes, esos imbéciles que se creen más por haber nacido en un palacio.
—A veces pienso que luchamos por intereses distintos.
Pacheco dejó de comer, serio.
—¿Os interesa ganar esta partida?
Carrillo asintió.
—Pues jugadla conmigo y la ganaréis. Dejaos de remordimientos.
—Sabéis que guardo vuestras espaldas como ninguno lo hace. Pero no hagáis nunca nada que yo no sepa —respondió Carrillo ofendido—. Os dejo el protagonismo, pero esta canción se canta a coro o no se canta.
De pronto, se abrió la puerta dando entrada a un Girón eufórico por la noticia que venía a dar.
—¡El rey negociará! ¡Nos han convocado a una reunión en la Corte!
Pacheco sonrió a Carrillo.
—¿Vais a comer algo ahora?
Carrillo, por fin, cogió una loncha de jamón y se la metió en la boca.
Mientras masticaba, no paraba de dar vueltas en su cabeza a la idea de que lo que hacían era necesario. Pero también, que no se fiaba de su sobrino Pacheco.
VIII
Llegó el día del encuentro entre el rey y los rebeldes.
La noche anterior, el rey, para evitar más maledicencias, durmió con su esposa. A buena hora, pensó Juana.
La reina temía que una mala negociación la condenara al ostracismo como a la anterior esposa del rey, Blanca de Navarra: que fue apartada y había muerto sola, encerrada, como esa misma semana habían sabido por noticias llegadas a palacio.
Ni se le ocurrió hablar del tema con su esposo, que tampoco quiso mencionarlo.
Beltrán no pudo dormir, enrabietado, mientras su esposa Mencía lo hacía plácidamente. Sin duda, ser hija del principal de los Mendoza ayudaba a dormir tranquilo. Él, pese a ser su yerno, no las tenía todas consigo. Probablemente porque no nació en una familia tan poderosa. Porque hasta su padre se deshizo de él cuando el rey solicitó a su hermano mayor allá en Úbeda.
La sensación de provisionalidad, de que algún día su suerte se iba a acabar, era continua en Beltrán. A fuerza de que todos le consideraran un advenedizo, él mismo se sentía como tal. La prueba era que el rey, al que tanto amaba, había aceptado negociar cuando una de las condiciones de los rebeldes era su exilio.
La noche pasó con los temores de cada uno. A la mañana siguiente, Pacheco y Carrillo llegaron con su séquito, entre el que se encontraba el inefable Girón.
Beltrán tuvo que tragarse el sapo de recibirles, de aguantar las sonrisas despectivas de Pacheco, que se sentía seguro como nunca de que iba a recuperar su poder.
¿Dónde estaría el rey? ¿Por qué no acudía para acabar cuanto antes con aquella humillación?
El rey no tenía prisa por ir. Sabía (se lo había enseñado Pacheco) que hacer esperar a los contrincantes ayudaba a ponerles nerviosos.
Por eso, Enrique se encontraba visitando a su hija.
La princesa jugaba con su madre en presencia de dos de sus damas. La reina, tras la noche en vela y casi sin cruzar palabra, se extrañó de la llegada de Enrique. Y más cuando las primeras palabras del rey fueron para avisar de que los rebeldes ya estaban esperando en la mesa de negociaciones.
—¿Habéis venido sólo a darme la noticia?
—No. He venido a ver a mi hija… Para recordar que no le puedo fallar.
Enrique se acercó a su hija y la abrazó. Luego sacó de sus ropajes una peonza dorada y se la dio.
—Para ti, hija… Brilla como el sol, pero mucho menos que tus ojos.
La niña aceptó el regalo encantada mientras su madre miraba la escena sorprendida.
El rey se encaminó al lugar de la reunión.
Cuando llegó allí, Cabrera anunció en voz alta su entrada en la sala. Sólo se levantaron Diego Hurtado de Mendoza y el obispo Fonseca. Como era de ley.
Pacheco se quedó sentado, sonriente. Como lo hizo Pedro Girón. Carrillo casi se puso en pie, tal era su hábito de levantarse ante la llegada del monarca. Pero recordó rápidamente de qué lado estaba y tampoco se alzó.
Beltrán de la Cueva se indignó ante esa actitud.
—Cuando el rey entra, todo el mundo se pone en pie.
Pacheco definió claramente la intención de los rebeldes:
—Nuevos tiempos, nuevas costumbres.
El obispo Fonseca reaccionó amenazando al marqués de Villena.
Pedro Girón se levantó por si la amenaza llegaba a más.
Beltrán, en alerta, puso su mano en la empuñadura de su espada.
El rey intervino para serenar los ánimos:
—Calma, señores, calma. Hemos venido a negociar civilizadamente y así lo haremos.
Luego, sonrió. A Pacheco se le borró la sonrisa de su boca: le conocía desde niño. Había un Enrique tímido, asustadizo y fácil de moldear, como el barro. Otro, capaz puntualmente de manejar la ironía y los buenos modos… mientras era un hervidero de rabia. Este último era el más peligroso. Y era el que tenía enfrente, tranquilo, relajado. Imponiendo el orden del día.
—Bien, ¿cuál es el primer tema a tratar?
Carrillo tomó la palabra.
—La moneda. La nueva acuñación de vuestra moneda ha traído consigo problemas de economía que afectan a…
Enrique ni le dejó acabar.
—Acepto vuestra decisión sea la que fuere. Siguiente tema.
Carrillo y Pacheco se miraron extrañados. El primero siguió con sus peticiones.
—Proponemos eliminar los privilegios de los judíos usureros.
—Aceptado.
Carrillo aceleró.
—Proponemos que musulmanes y judíos vivan en zonas restringidas y se les distinga con marcas en su ropaje.
El rey le miró serio.
—Acepto también tamaña injusticia.
Carrillo miró a Pacheco, atónito. Y calló. El marqués de Villena le ordenó que siguiera leyendo. Pero Enrique ni dio tiempo a que el arzobispo de Toledo volviera a mirar el documento que tenía en sus manos.
—Ahorremos tiempo, caballeros… Pacheco sabe que me aburren las reuniones largas. En vuestras algaradas decís que os rebeláis por el bien de Castilla. Y por el bien de Castilla debemos llegar a un acuerdo para que las espadas no sustituyan a las palabras.
Su mirada fue pasando, retadora, por la cara de todos sus enemigos.
—Estáis de acuerdo en ello, supongo…
Carrillo asintió, pero Pacheco puso una mano en su hombro, dejando claro quién mandaba en la Liga de Nobles.
—No tan rápido… Las palabras suelen guardar dobles discursos.
—Vos sois maestro en ese juego —respondió el rey—. Pero no es el caso: mis palabras sólo buscan un acuerdo que impida que nuestros campos se tiñan de sangre. Aceptaré todas vuestras condiciones.
Los murmullos se apoderaron de la sala. Enrique sobrepuso su voz sobre ellos, firme.
—Todas, menos una: no desheredaré a mi hija.
—¿Vuestra hija? ¿La Beltraneja? —contraatacó Pacheco, hiriente.
Beltrán se levantó, ofendido.
—Salgamos fuera, a ver si sois tan atrevido con la espada como con vuestra lengua.
Pero Diego Hurtado de Mendoza le ordenó que se sentara y le instó a que dejara hablar al rey.
Enrique miró agradecido a Mendoza y habló dejando clara su única condición, la que sabía que jamás aceptarían.
—Escuchad mis palabras porque no las repetiré dos veces. Juana es mi hija y mi heredera. Esto es innegociable.
Pacheco, entonces, se levantó y ordenó a los suyos que lo hicieran. Luego miró al rey y a sus hombres.
—Señores, se acabó la función.
Inmediatamente, los rebeldes abandonaron la sala malhumorados.
Al instante, los leales al rey le felicitaron por su actitud. Todos menos uno: Beltrán de la Cueva, que no podía ocultar su decepción.
Esa noche, en la alcoba real, Juana se lo agradeció también, susurrándole al oído:
—Hoy es el día que más orgullosa estoy de vos.
Enrique ni la oyó; ya estaba dormido.
Quien no durmió fue Beltrán de la Cueva, encerrado en una sala de palacio rodeado de jarras de vino como única compañía. Avisado de ello por los criados de palacio, Cabrera acudió, como buen amigo que era, a saber de sus penas. Porque las tenía, pues no era costumbre de Beltrán darse a la bebida.
—¿No estáis bebiendo demasiado, amigo?
Beltrán levantó la mirada hacia quien le había sustituido como mayordomo de palacio.
—A veces, beber ayuda a superar las penas. Si gustáis…
Cabrera no aceptó la invitación. Pero sí se acercó a él y, con cariño, apartó la única jarra que aún tenía vino para que Beltrán dejara de beber.
—Hablar con un amigo sin duda os ayudará más.
Beltrán se quedó con la mirada perdida.
—¿Qué os pasa? —insistió Cabrera—. Me han llegado noticias de que el rey ha estado a la altura…
—Sí. Lo estuvo.
—Pues no parecéis muy contento.
Beltrán, por fin, decidió sacar lo que llevaba dentro.
—Enrique aceptó todas sus condiciones menos una: que no se cuestionara a su hija como heredera de la corona. A cambio cedía en todo. En que se llevaran a Alfonso, en encerrar en barrios a judíos y moros… En todo… Incluso en mi expulsión de la Corte.
Cabrera le miró serio: no eran buenas noticias. Pero se ciñó a su papel de buen amigo, dejando a un lado otras preocupaciones.
—¿Se llegó a hablar de ese tema en la negociación?
—No. Enrique no dio tiempo a ello.
—¿Y cómo sabéis que exigían eso?
—Releed el manifiesto de Burgos: soy el origen de todos los males. Si Pacheco vence, no permitirá que siga al lado de Enrique. Me odia.
—No le deis vueltas al tema. El rey sabía que negándose a lo de su hija ellos iban a rechazar cualquier pacto… Pura estrategia, don Beltrán.
Beltrán no parecía animarse con las palabras de Cabrera.
—Dios quiera que estéis en lo cierto, Cabrera… Es hora de dormir, si es que puedo hacerlo.
Beltrán se levantó, tambaleándose.
—Dejad que os ayude, Beltrán. Apoyaos en mi hombro.
Y le acompañó a sus aposentos. De camino, Beltrán, amargo, confesó su terrible decepción.
—Nunca soñé que tendría tantas posesiones, ni fortuna, Cabrera… Y todo se lo debo al rey… Pero cambiaría lo que tengo por una sola cosa: la lealtad de Enrique.
Cabrera le consoló diciéndole que no dudara de que el rey le era leal. Pero ni él mismo se creía sus propias palabras: sabía que en palacio, la lealtad valía poco cuando entraban en acción las maledicencias y las intrigas.
IX
En Arévalo, cada rumor era una puñalada para Chacón. Le llegaban informaciones de lo que estaba sucediendo y sabía que Castilla, una vez más, estaba a punto de estallar en mil pedazos.
Como patriota, estaba preocupado.
Como tutor de Isabel y Alfonso, y por lo tanto obligado a cuidar de ellos, estaba desesperado.
Sólo había una buena noticia: Isabel de Portugal parecía mejorar, por fin, de sus achaques.
—¿Qué tal ha pasado la noche?
La pregunta de Chacón, repetida cada día como una oración obligada, generó en esta ocasión una sonrisa de alegría en Beatriz de Bobadilla.
—Bien… Muy bien… Pero no me fío. Cuando menos te lo esperas, le da un ataque de los suyos, pero es fuerte como un roble…
Chacón terminó la frase de Beatriz:
—… Y se niega a rendirse antes de volver a ver a sus hijos.
Beatriz asintió en silencio: ella también sabía que así era.
—Me pregunta todos los días por ellos. Y no sé qué decirle.
—Decidle que están bien. Que viene alguna vez un mensajero de la Corte que nos da noticia de ello.
—Mentir se me da muy mal. ¿Sabéis algo de ellos, don Gonzalo?
—Si lo supiera os lo habría dicho…
—¿Aunque fueran malas noticias?
Chacón respiró hondo y contó lo que verdaderamente sabía.
—Castilla está dividida en dos y mucho me temo que Alfonso e Isabel están justo en medio. No sé si puede haber peores noticias, Beatriz.
¿Sabrían Isabel y Alfonso todo lo que estaba pasando?, se preguntaba Beatriz angustiada. Porque a veces es mejor no saber la verdad si eso supone doble sufrimiento.
Evidentemente, los infantes no sabían nada. Pero no porque nadie quisiera ahorrarles padecimientos, sino por puro menosprecio. Aislados en palacio como estaban, nadie se dignó a explicarles nada.
Isabel y Alfonso seguían solos… Bueno, acompañados a veinte pasos de distancia por un fiel y obstinado Gonzalo.
No sabían nada de la alegría de la reina Juana. Ni de la decepción de Beltrán. A Enrique, ni le veían siquiera.
No sabían que, en Burgos, lejos de amilanarse, Pacheco preparaba el siguiente paso, que en esos momentos explicaba a un Carrillo defraudado por la fallida reunión con Enrique y que se atrevió a preguntar en voz alta lo que había callado durante todo el viaje de regreso:
—¿Qué haremos ahora, Pacheco?
—Seguir como si nada hubiera pasado. Sólo que ahora nos costará más dinero.
Con un gesto, hizo que su hermano Pedro Girón le sirviera solícito más vino.
—Tenemos que llamar a todos los nobles aún indecisos y ofrecerles cargos en el futuro… Sobornarles si es necesario… Debemos duplicar nuestro ejército.
Bebió un sorbo y continuó:
—Quemaremos las cosechas que el buen tiempo haya hecho germinar. Castilla será ingobernable y al rey no le bastará con tener a Mendoza a su lado… Y finalmente cederá. —Miró a Carrillo—. ¿Estáis dispuesto?
—Lo estoy.
—Entonces no recordemos este suceso como un fracaso… Sino como el inicio de nuestro éxito final. Brindemos.
Los tres levantaron sus copas. Pacheco brindó.
—Por Castilla.
Carrillo repitió el brindis.
—Por Castilla.
Pedro Girón sonrió antes de chocar su copa con la de los otros.
—Por Castilla… y por nosotros también, ¿no?
Pacheco sonrió.
—Por eso también, no os quepa duda.
Chocaron sus copas y bebieron.