12
Septiembre de 1469
I
Fernando esperaba noticias de Castilla. Mientras tanto, procuraba estar el máximo tiempo con Aldonza.
No sabía qué tenía aquella mujer. Hasta ahora había disfrutado de muchas amantes. Incluso tenía un hijo de una de ellas, pese al enfado de su padre. Aunque el rey Juan no era el más indicado para hacer reproches de este tipo: había engendrado cuatro fuera de sus dos matrimonios.
Pero Aldonza era diferente. Como amante, no había conocido otra igual. Como amiga siempre le escuchaba y siempre sabía dar al príncipe el consejo adecuado.
Y de vez en cuando, también le daba alguna sorpresa. Como ahora, cuando ambos reposaban tras hacer el amor.
—¿Por qué no me habéis dicho nada de Isabel de Castilla? —le preguntó de repente.
—No quería enredaros con los líos de palacio.
Aldonza sonrió.
—No es por eso. Isabel tiene sangre real como vos. No entendíais perderme por alguien que no la tuviera, como yo… Pero con Isabel, es distinto, ¿verdad?
Fernando se sintió incómodo al oír estas palabras.
Aldonza le revolvió el pelo, cariñosa.
—No os preocupéis. Los dos sabíamos que esto pasaría. Vos gustáis de las mujeres… Mucho… pero hay algo que os gusta lo mismo o más: el poder.
Luego le besó levemente en los labios.
—¿Cuándo marcháis?
—No lo sé… Supongo que pronto.
—Entonces habrá que aprovechar el tiempo.
Aldonza volvió a besarle. Pero esta vez el beso fue largo y profundo. Fernando contestó abrazándola.
II
En Valladolid, Isabel no se ocupaba en distracciones tan mundanas como su futuro esposo, ni parecía tan contenta. Por mucha entereza que quisiera demostrar, todo tenía un límite: su cara demacrada y su mirada cansada así lo indicaban.
Chacón se preocupó por ella. En primer lugar, puso a su servicio una dama de compañía que estuviera junto a la princesa en esos momentos previos a la boda y que, de paso, informara a Chacón de las cuitas de Isabel. La elegida fue Catalina, una mujer cercana a los cuarenta años. Pero no dio resultado: Isabel seguía sin explicar las causas de sus desvelos.
Sin duda, una de esas causas era todo lo sufrido por culpa de su hermano Enrique. Isabel tenía la obsesión de que lo ocurrido no pasara al olvido. Por eso decidió escribirle una carta al monarca. En ella, le decía:
Muy alto príncipe y muy poderoso rey y señor: Sabéis que tras la muerte del rey don Alfonso, hermano vuestro y mío, pude retener la corona que él obtuvo en vida. Pero por vos, por el bien del reino, la paz y el sosiego, opté por respetaros como rey, y ser vuestra legítima sucesora y heredera. Sin embargo, vuestra majestad quebrantó los acuerdos de Guisando. Dilató lo prometido y, sin consultar conmigo, quiso casarme con el rey de Portugal. Luego, me prometió con el duque de Guyena, excelente y noble príncipe, pero que me alejaría de mi patria. Consulté a grandes, prelados y caballeros, súbditos vuestros y servidores de Dios con quién debía desposarme, por el bien de Castilla. Y todos loaron y aprobaron mi matrimonio con Fernando, príncipe de Aragón y rey de Sicilia, con quien tanto vos como yo compartimos estirpe y lazos. Vuestra majestad dio entonces orden de apresarme. Mandó a los vecinos de Madrigal que me prendieran. Por ello debí llegar a Valladolid con la ayuda del muy reverendo en Cristo padre Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo. Por mi parte, os aseguro que tanto yo como el rey de Sicilia os prometemos obediencia como nuestro señor. Os suplico, rey y señor, cesen ya estos agravios.
Añadió la fecha de envío, 8 de septiembre, y firmó: «Yo, la princesa».
Antes de enviar la misiva, en cuya redacción fue ayudada por Cárdenas, la mostró a Chacón y a Carrillo. El primero avaló su decisión pero no así Carrillo.
—¡Por el amor de Dios, esta carta es una pérdida de tiempo! ¿Qué creéis que harán cuando la lean? La echarán junto con la leña para que prenda fuego. Hay que atacar.
—¿Por qué?
—Porque si no lo hacemos nosotros, lo harán ellos. La guerra sólo la ganará quien dé el primer golpe. Y Pacheco forzará al rey a darlo.
—No lo haremos, Carrillo. Pacheco no es el rey. Y vos, tampoco.
La carta de Isabel llegó a su destino, Segovia. Allí, el monarca hizo que Cabrera la leyera en voz alta delante de Hurtado de Mendoza y de Pacheco. Éste, como preveía Carrillo, instó al rey a atacar a Isabel en Valladolid.
Pero el rey, al igual que la princesa, se negó a cualquier tipo de acción bélica.
—Estoy harto de guerras… Si el problema es Fernando, para eso os tengo a vos y a vuestros espías: para ganarlas sin combatir. Vigilad las fronteras y los caminos. Fernando no debe llegar a Castilla.
Diego Hurtado de Mendoza preguntó entonces, señalando la carta enviada por Isabel:
—¿Responderéis a esta misiva?
—No tengo por qué hacerlo.
Tras estas palabras, el rey arrojó la carta al fuego.
III
Era hora de avisar a Fernando. Y el elegido por Isabel para esa misión fue Cárdenas.
Pero Carrillo impuso un compañero de viaje: se trataba del cronista Alonso de Palencia.
El arzobispo de Toledo quería tener a uno de los suyos en cada acontecimiento importante. Por eso hizo llamar a Palencia ante el desagrado de Isabel y de Chacón, que no olvidaban el incidente con el cronista Enríquez en la toma de Segovia y rescate de Isabel.
Entonces, sólo la decisión del difunto Alfonso evitó que condenaran a muerte a Enríquez, el cronista del rey, valorado en toda Castilla por su ecuanimidad.
Palencia, al contrario, era bien conocido por ser experto en contar mil veces una mentira hasta que pareciera verdad.
Otras características suyas eran el descrédito del contrario a través de la difamación, la exageración de las victorias y el olvido de las derrotas.
Todo estos defectos le convertían, a ojos de Isabel y de Chacón, en un mal compañero de viaje. Pero para Carrillo dichos defectos eran virtudes, así que no pudieron convencerle de que prescindiera de Palencia. El arzobispo sabía que la propaganda era tan necesaria como un buen ejército. Y Palencia, en eso, sin duda era el mejor.
Así que los dos hombres, Cárdenas y Palencia, viajaron juntos para encontrarse con Fernando. Durante el trayecto tuvieron que esquivar numerosas patrullas del rey.
Al llegar a Aragón, el rey les recibió, junto a Peralta, para informarles de que su hijo había viajado a Barcelona, cuyos condes se habían levantado en pie de guerra. No tenían bastante con los franceses que ahora debían enfrentarse a los catalanes.
Cárdenas mostró su indignación:
—¡Lo pactado no era esto! Nos hemos jugado la vida para llegar hasta aquí…
El rey le miró despectivo.
—Estoy harto de tanta exigencia. ¿No os bastó con todas las capitulaciones? ¡Aragón está en guerra! ¡Mi hijo es el jefe de mis ejércitos y está donde debe estar! ¡Fuera de aquí!
Cárdenas ni se movió. Pero Palencia, cogiéndole del brazo, le aconsejó en voz baja:
—Será mejor que nos vayamos.
Ya a las afueras del palacio, sin nadie alrededor, Cárdenas le preguntó a Palencia el porqué de la retirada.
—Debimos habernos quedado hasta que nos dieran una explicación.
—Os la darán, Cárdenas. Pero no en público.
El sobrino de Chacón le miró extrañado.
—Dudo que el rey de Aragón no cumpla sus compromisos, se juega mucho en esto. —Y Palencia añadió—: Tendremos noticias. Vayamos a nuestros alojamientos y esperemos.
Palencia tenía razón: esa misma noche, mientras cenaban en una posada, apareció Peralta vestido con ropas de campesino.
—Al amanecer, id a la Seo —se limitó a decirle a Cárdenas.
Cárdenas quedó estupefacto: sin duda Palencia tenía un don para el arte del espionaje y las intrigas.
IV
Pacheco informó al rey de que Cárdenas, acompañado de Palencia, había llegado a Aragón.
—¿Palencia? ¿No trabajaba para vos?
—Palencia trabaja para quien más le pague, majestad. Y Carrillo debe de pagarle más de lo que se merece.
El marqués de Villena dijo todo esto relajado y sonriente, para perplejidad del rey y de Diego Hurtado de Mendoza.
—No veo el motivo para esa sonrisa en vuestro semblante.
—Porque Fernando no se va a reunir con él. Los nobles catalanes vuelven a darle guerra al rey Juan… Ha enviado a su hijo al mando de sus tropas.
Enrique suspiró.
—Me tranquiliza saber que no soy el único monarca con problemas. ¿Y cómo os habéis enterado de eso?
—Tengo oídos en la corte aragonesa —aclaró Pacheco.
—No esperaba menos de vos.
Al oír este halago del rey a Pacheco, Mendoza se incomodó. El rey siguió hablando:
—Con un poco de suerte, Cárdenas habrá hecho el viaje en balde…
Pacheco pensó entonces en su hija Beatriz, que era quien debía haberse casado con Fernando.
—Con un poco de suerte, tal vez alguna espada catalana nos dé una alegría.
Enrique se levantó con aire relajado.
—Es un disparate. Todo esto, la boda de Isabel y Fernando… una auténtica locura. Los aragoneses lo saben: han pinchado hueso y ahora reculan. ¿Qué van a hacer, enemistarse con Castilla, con Francia más todavía, con Roma? No…
—Estando detrás mi tío, Carrillo, yo no estaría tan tranquilo.
Enrique intentó transmitirle confianza:
—Vuestro tío es arzobispo, pero la bula que necesitan para esa boda sólo la puede conceder el Papa. No la dará nunca. Sus buenos dineros se lleva. Y si duda, tenemos a alguien que le recordará lo que nos debe.
Miró a Mendoza sonriente. Pacheco no sabía de qué estaba hablando Enrique. Diego Hurtado de Mendoza le sacó de dudas:
—Mi hermano Pedro está al lado del Papa. Yo también tengo mis espías, Pacheco.
V
Tal y como le había indicado Peralta, Cárdenas se encaminó hacia la iglesia. Lo hizo solo: el mismo Palencia le dijo que sería más discreto.
Sin duda le estaba sorprendiendo ese Palencia. Tenía ínfulas de grandeza y una verborrea inaguantable que soportó a duras penas durante el viaje. Pero poseía la intuición y la picardía de los que llevan años cerca del círculo de poder de palacio. Una experiencia de la que él carecía.
Al entrar en la iglesia, Cárdenas miró alrededor… Estaba prácticamente vacía. Apenas algunos clérigos dedicados a sus labores que se quedaron extrañados al ver a un hombre pío tan madrugador.
Cárdenas, tenso por la situación, optó por acercarse a un banco y arrodillarse. Pero aunque simulaba rezar, no dejaba de mirar con el rabillo de ojo, alerta ante la posibilidad de que se le hubiera tendido una trampa.
Un clérigo, con la capucha puesta, se aproximó a él. Cárdenas, sin abandonar su posición, tendió la mano derecha a su daga.
Pero la mano del clérigo le detuvo.
—Tranquilizaos.
A continuación, el clérigo se arrodilló a su lado.
—Esperaba ver al rey.
—Pues tendréis que conformaros con su hijo.
Cárdenas, sorprendido, giró la cabeza y miró al clérigo. Éste también le miró: era Fernando de Aragón.
—Os hacía en Cataluña…
—Vos y todo el mundo, a excepción de mi padre, Peralta y los hombres que me han de acompañar a Castilla. Nadie más debe saber cómo pienso llegar allí.
—¿Vuestro padre sabe que os estáis viendo conmigo?
Fernando asintió.
—Siento tener que hablar con vos de esta manera, pero vuestro rey parece tener ojos y oídos en nuestra mismísima Corte.
—Esos ojos y oídos son de Pacheco.
—Menos mal que no me casaré con su hija. Sabría de mí hasta dónde tengo los lunares.
Cárdenas, pese a lo tenso que estaba, no puedo evitar sonreír. Luego, preguntó al príncipe:
—¿Cómo pensáis llegar hasta Valladolid? Nunca he visto la frontera tan vigilada.
—Mejor que no lo sepáis. Vos regresad a Castilla… regresad ofendido por el feo que se os ha hecho aquí…
—¿Y vos? ¿Cuándo iréis?
—Pronto. Tranquilo…, os juro que allí estaré. Confiad en mi estrategia.
Fernando se levantó y se santiguó.
Cárdenas se quedó mirando cómo el príncipe se marchaba. Lo hizo sólo unos instantes. De inmediato, volvió a simular que rezaba.
Fernando no tardó en quitarse el traje de clérigo. No cuadraba con su siguiente misión: despertar a Aldonza. Quería dedicar su último día antes de dejar Aragón a estar con ella.
Aldonza se sorprendió al verle.
—Os hacía en Cataluña, guerreando espada en mano… y al final vos y vuestra espada habéis venido a guerrear aquí.
—Lo de Cataluña era un engaño. Salgo mañana, pero para Castilla. Voy con dos hombres de confianza: ellos se harán pasar por comerciantes y yo por su mozo de mulas.
Aldonza suspiró: le hubiera gustado mucho estar en el lugar de Isabel.
—Parece una novela de caballerías —dijo a Fernando—. Vos seréis el caballero disfrazado para ocultar su verdadera identidad. El que correrá peligros y aventuras para conseguir a su dama, una princesa virtuosa que está en peligro. Sólo falta que sea rubia y de larga cabellera.
—Rubia es.
Aldonza sintió haber hecho el símil de las novelas de caballerías, tanto se parecía a la realidad.
Fernando sonrió sin darse cuenta de lo afligida que empezaba a estar Aldonza.
—Tenéis razón: todo es como en las novelas. Sólo faltan los monstruos.
Aldonza intentó, orgullosa, imaginar un papel para ella en la supuesta novela.
—Cierto… pero dejadme recordaros algo de esas novelas. En ellas, el héroe nunca obtiene la pasión y los placeres en la dama rubia. Los encuentra en otras mujeres que nunca serán su esposa.
Fernando la miró con seriedad: mucho se temía que fuera así. Que nunca encontrara a nadie como Aldonza.
Y decidió que era el momento de dejar de hablar y hacer el amor.
VI
Isabel seguía sin dormir por las noches. Y, cuando conseguía conciliar el sueño, pronto era atormentada por pesadillas.
Por fin se atrevió a decírselo a Catalina, con la que paseaba por una arboleda. La dama le preguntó cuáles eran esas pesadillas, pero Isabel no quiso responder a esa cuestión.
Catalina mostró su inquietud:
—No es bueno que durmáis tan mal, señora. Necesitáis descanso para los días que vienen. Debéis hablar de vuestras penas con alguien, sacarlas fuera…
—No me pasa nada, no os preocupéis.
De súbito, unas risas llamaron la atención de la princesa. Al mirar hacia el lugar de donde provenían, puso un gesto de desagrado: una pareja de jóvenes sirvientes coqueteaban creyendo no ser vistos.
Él la acarició con deseo y ella volvió a reír nerviosa. Cuando él estaba a punto de arrancar a la joven un beso, ésta se dio cuenta de que les miraban. Y reparó que, quien les estaba contemplando, no era un cualquiera, sino la princesa, su señora.
Isabel se encaminó hacia ellos, pese a los intentos de Catalina de evitarlo. Al llegar junto a la pareja, la princesa les amonestó.
—¿No tenéis trabajo que realizar? ¡Marchad ahora mismo a vuestros quehaceres!
La pareja inclinó la cabeza y huyó avergonzada. Isabel, viéndoles irse, dio una orden a Catalina:
—No quiero volver a verlos en esta casa. ¡Se comportan como animales!
Catalina le respondió con cariño:
—Perdón, señora, pero se comportan como recién casados.
Isabel la miró incómoda: recién casados, como pronto lo estaría ella con alguien a quien nunca había visto.
Catalina intuyó en ese momento qué tipo de pesadillas eran las que padecía Isabel. E intentó preparar a la princesa para lo que no tardaría mucho en vivir ella:
—Acaban de contraer nupcias, están enamorados, son jóvenes…, están en ese momento en que no desean otra cosa que la presencia de su amado. Ese deseo debería durar siempre. Vos lo entenderéis pronto, señora.
Isabel no quiso hablar más del asunto.
—Sigamos paseando.
Tras el paseo, Catalina fue llamada por Chacón.
La dama de compañía se alegró: porque si no la hubiera convocado él, ella misma le habría solicitado una entrevista.
Cuando se sentó frente a Chacón, éste no tardó en hacerle una pregunta:
—¿Hay algo entre la princesa y Gonzalo?
Catalina pensó en la capacidad que tienen los hombres, incluso los que eran tan cultos e inteligentes como Chacón, para no entender los sentimientos de las mujeres.
—Señor, si lo hubiera yo ya os lo habría contado… Vos sabéis lo agradecida que estoy por haberme hecho entrar al servicio de la princesa. Gonzalo está enamorado de ella…, eso lo ve hasta un ciego.
Chacón insistió preocupado:
—¿Y ella de él?
—Le tiene afecto, sin duda…, pero no de la clase que vos teméis. Al contrario. Ése no es el problema de Isabel, os lo aseguro.
Alarmado, Chacón preguntó que cuál era el origen de los desvelos de la princesa. Catalina respondió con discreción:
—No hay ninguna obligación como reina que le aterre más que sus deberes como esposa.
Chacón se quedó pensativo: sin duda ése tampoco era un problema menor. Y era uno de los pocos, casi el único, en el que él no podía aconsejar a Isabel.
VII
A última hora de la tarde, ya prácticamente de noche, una mujer entró en una humilde iglesia casi vacía. Miraba de un lado a otro y un velo tapaba su rostro para evitar que nadie la reconociera. Observó los dos confesonarios. Uno estaba vacío; en el otro, había una feligresa que parecía estar acabando su confesión.
Cuando ésta se levantó y salió de la iglesia, la mujer apartó el velo de su rostro: era Isabel. Nerviosa, se acercó al confesonario que había quedado libre y se arrodilló.
—Ave María Purísima.
El sacerdote correspondió a su saludo.
—Sin pecado concebida.
Por su voz, el cura parecía de avanzada edad, algo que tranquilizó a Isabel.
—Padre, me confesé esta mañana.
—Pues no os habrá dado tiempo a cometer muchos pecados…
—Espero no haberlos cometido, pero no es por eso por lo que acudo a vos. Vengo a pedir consejo. —A Isabel le costaba seguir hablando—. Padre… próximamente voy a contraer matrimonio…
—Enhorabuena, hija.
—… pero hay algo que… algo inherente al sacramento que… Padre, temo la consumación.
Tras un breve silencio, el sacerdote le hizo una pregunta:
—¿Amáis a vuestro futuro esposo?
—No se trata de eso. La sola idea de compartir… lecho, de dejar que un hombre haga… haga conmigo…
El confesor acabó su frase:
—… lo que hacen los esposos con las mujeres…
—Sólo pensarlo me resulta insoportable. Conforme se aproxima mi boda, y se aproxima ese momento, yo… no puedo soportarlo.
El silencio que vino entonces fue aún más largo. Y acabó con otra pregunta del cura:
—¿Habéis pensado en tomar los hábitos?
—Lo he pensado muchas veces, padre…, pero debo casarme. Os ruego no preguntéis por qué. —Tras una pausa añadió—: Padre, ¿qué he de hacer?
—Hija, os deberéis a vuestro esposo. Seréis su mujer, y no debéis negarle el uso del matrimonio tantas veces como os lo requiera.
—¿Por mucho que me repugne?
—No es algo que debáis hacer por placer, sino por obligación. No olvidéis que sois mujer. ¿Qué os preocupa?
Isabel se levantó y se dirigió a toda prisa hacia la salida.
El sacerdote, al no recibir respuesta, salió del confesonario a ver quién era la mujer que no se había atrevido a acabar la confesión.
Pero no encontró a nadie.
VIII
Fernando ya había iniciado su viaje hacia Valladolid. Le acompañaban dos hombres: Ramiro y Martín. El primero tenía treinta años y era fuerte como un roble, aunque de baja estatura. Martín era delgado y fibroso y de una altura que destacaba sobre los que se pusieran a su lado.
El mismo príncipe los había elegido de entre sus mejores soldados. Ahora habían cambiado las tornas: eran sus señores y él su mozo. Por eso, los dos soldados vestían ropas más lujosas que el humilde atavío de Fernando.
De esta guisa entraron en una posada, donde Fernando había decidido hacer noche. Acababan de sentarse a una mesa, cuando Ramiro hizo ademán de levantarse al ver al posadero.
—Habrá que preguntar si nos puede dar alojamiento…
Fernando se lo impidió, agarrándole del brazo.
—Seguid sentado. Recordad que el criado soy yo.
Fernando se levantó y, con discreción, habló a sus soldados:
—Supongo que querréis una jarra de vino.
Ramiro volvió a mostrar que no se adaptaba bien al papel que se le había requerido.
—Señor…
Fernando le fulminó con la mirada y en voz baja le amenazó:
—¡Ramiro, recordad: soy vuestro criado!
Ramiro intentó corregir sus formas.
—Sí…, una jarra de vino estaría bien…
—¿Así le pediríais algo a un criado? ¿Para eso hemos ensayado?
Ramiro negó con la cabeza y, luego, espetó a gritos:
—¡Y traed una jarra de vino, inútil!
Fernando respondió también en voz alta:
—¡Sí, señor! —Luego, en voz baja, le dijo—: Tampoco hace falta insultar.
Fernando se alejó en busca del posadero. Eso permitió que Ramiro pudiera mostrar su incomodidad a su compañero Martín.
—Algo me dice que llegaremos a Castilla y no me acostumbraré a tratarle como a un criado…
—Somos soldados, no cómicos… —se quejó su compañero—. Cualquier día nos pedirán que vistamos faldillas.
En la mesa de al lado, un joven no había perdido ripio de lo sucedido y se acercó hasta los dos soldados vestidos de comerciantes.
—No parece muy eficiente vuestro mozo. Creo que necesitáis otro sirviente más.
Ramiro y Martín le miraron extrañados. El más espigado observó el aspecto del joven: bajo, delgado, con ropas demasiado grandes y el pelo cortado a trasquilones.
—¿Y dice eso un alfeñique como vos? No, con éste nos basta…
El alfeñique insistió:
—El dinero no será problema… Puedo dormir con vuestro sirviente.
En ese momento volvió Fernando con una jarra de vino y vasos. Al ver al joven se quedó perplejo.
—¿Aldonza?
—Llamadme Alonso.
Fernando dejó todo lo que llevaba en la mesa y, ante la sorpresa de sus hombres, agarró al «muchacho» por la pechera y se lo llevó aparte, donde nadie les oyera.
—Pero ¿qué creéis que estáis haciendo? ¡Volved a casa ahora mismo!
—Me apartaré de vos cuando lleguéis junto a vuestra princesa… pero ni una noche antes. ¡Volveré antes de que entréis en Valladolid! ¡Seré un mozo como vos! —Sonrió—. Bueno, menos por las noches…
Fernando calló, ¿qué podía hacer?
Aldonza señaló a Ramiro y a Martín, que si hubieran visto un ángel bajar del cielo no estarían menos impresionados pues ya habían reconocido a la muchacha.
—Pobres…, nunca dos señores tuvieron peores sirvientes…, una dama y un rey.
Fernando les miró y…, al ver su expresión de pánico, empezó a reír.
Los soldados, al oír las carcajadas, comprendieron que Aldonza viajaría con ellos. Ramiro sirvió vino en dos vasos.
—Santa Engracia nos asista…
Martín negó con la cabeza, superado por la situación.
—Este hombre necesita de mujer como de respirar…
Luego observaron cómo Fernando hablaba con el posadero, acompañado de Aldonza. Su «criado» estaba negociando alojamiento. Y lo hizo a buen precio.
Por la noche, Fernando y Aldonza dormirían en un pajar mientras los dos «señores» compartirían una habitación.
Al llegar al pajar, Fernando bromeó:
—No, si al final nos confundirán con dos desviados y nos colgarán de nuestras partes.
Aldonza rio.
—En caso de necesidad, puedo mostrar en público las mías.
Justo cuando Fernando iba a besarla, apareció Martín.
—Majestad, Ramiro y yo habíamos pensado que en nuestra alcoba estaríais más cómodos.
Fernando reaccionó tirándole su hatillo.
—¡Maldita sea, Martín! ¡Que somos vuestros criados!
El soldado marchó raudo antes de recibir una bronca de su señor.
Ahora sí, Fernando y Aldonza se besaron. Él acarició su cabello, cortado a trasquilones.
—Dios mío, qué destrozo… Es para matar al barbero que lo hizo.
Aldonza sonrió.
—Pues matadme, porque fui yo.
IX
Esa misma noche, Pacheco interrumpió al rey Enrique durante la cena. Se alegró de que ningún Mendoza estuviera compartiendo viandas con el monarca: las noticias que traía no eran buenas.
—Cárdenas y Palencia ya han entrado en Castilla.
El rey le miró sin dejar de comer.
—¿Solos o con Fernando?
—Solos y con mala cara.
—Entonces, ¿por qué la vuestra no es buena?
—Porque quien comanda las tropas aragonesas en Cataluña no es Fernando. Mis contactos catalanes dicen que nadie le ha visto por allí.
Enrique dejó de comer alarmado.
—¿Dónde está entonces?
—No lo sabemos, majestad. Pero dejadme insistiros: mandad tropas a Valladolid antes de que sea demasiado tarde.
—No. ¡Por Dios, vigilad las fronteras! ¡Sólo tenéis que detener a un hombre!
Pacheco optó por no responder a eso e inclinó la cabeza.
—Como ordenéis, señor.
Enrique intentó meterse un dátil en la boca, pero lo escupió: ya no tenía hambre. No paraba de preguntarse dónde estaría Fernando, el maldito príncipe de Aragón.
Fernando, en esos momentos, se encontraba en un pajar con una mujer que había decidido hacerse pasar por un muchacho. Y que quería saber cómo era esa tal Isabel.
—Habladme de ella.
—Poca cosa sé. No la conozco.
—Algo sabréis.
—Pues… al parecer es muy beata…
Aldonza contuvo a duras penas la risa pensando en cómo podría vivir Fernando con una beata.
—Según me dicen, es inteligente —continuó Fernando—. Y tiene mucho carácter y mucho genio… Cosa que no sé si me agrada, pero ya me encargaré yo de eso. ¿Os sirve para haceros una idea?
Aldonza ya no tenía ganas de reír.
—Perfectamente. Y no es como las mujeres a las que estáis acostumbrado, os lo aseguro.
—¿Importa eso?
—Mucho. Por lo que me decís, ella es religiosa, seguramente virgen, probablemente poco sensual… pero también inteligente, recta y orgullosa.
—Vaya, parece que la conocéis…
—Conozco a muchas como ella… pero hay una diferencia. Isabel tiene un reino detrás. Y ella lo sabe. Aprovechad para aprender humildad en este viaje, ahora que sois criado.
—Me da igual lo orgullosa y decidida que sea, pronto será mi esposa y yo su marido, y habrá de hacerse lo que yo diga. Soy hombre, soy rey e hijo de reyes. Ninguna mujer me va a decir lo que debo hacer… Será mejor que durmamos: nos espera un viaje muy duro, Aldonza.
Luego, Fernando se dio la vuelta pensando que ya había recibido demasiados consejos por esa noche.
X
Juan de Aragón había mandado mensaje a De Véneris: quería hablar con él urgentemente. El nuncio papal acudió en cuanto pudo; el rey aragonés siempre había sido buen pagador.
Al llegar a palacio, se encontró al rey y a Peralta delante de una mesa donde había extendidos unos planos.
—Bienvenido, excelencia… Llegáis en el momento oportuno. ¿Conocéis mis planes para el monasterio de Santa Engracia?
—No, pero estaría encantado de que me los contarais, majestad.
—Como sabéis, la milagrosa curación de mi vista obedeció a la intercesión de la mártir…
Peralta siguió el juego al rey:
—Explicadle dónde irán las reliquias de santa Engracia y san Lupercio.
El rey señaló un punto del rudimentario plano.
—Aquí, irán aquí. Para mayor gloria de dos santos tan ilustres de la Santa Madre Iglesia… —Miró a De Véneris—. Que espero que atienda mis peticiones de una vez por todas. No tengo suerte yo con Roma, nada de lo que solicito se me concede… pero en esta ocasión tenéis que hacer que se firme esa bula.
A De Véneris le cambió la expresión de la cara. El rey dejó de atender a los planos y fue directo al grano:
—Espero que Carrillo haya sido suficientemente generoso… Por lo menos tanto como yo. Nuestros intereses son los mismos. Y los vuestros, con lo que cobráis, no deberían ser otros.
—Le dije lo que os digo a vos, majestad, que haré lo que pueda… Pero no va a ser fácil.
—Pues os digo yo lo que seguramente él os respondió: que sea como sea habrá de hacerse.
De Véneris sintió que la voz del rey no era la del que pide algo, sino la de quien lo ordena.
Nada más volver a Roma, De Véneris se puso manos a la obra y solicitó audiencia con el Papa, quien le citó en los jardines de la Santa Sede.
Allí se encontró con Paulo, que contemplaba extasiado cómo un pavo real desplegaba su plumaje. Con menos exuberancia que el ave, De Véneris hizo otro gesto ceremonioso: se arrodilló ante el Papa y besó su anillo.
—Levantaos, levantaos… ¿Cuál es el motivo de vuestra visita?
—Santidad, os traigo el saludo de Su Eminencia el arzobispo de Toledo y de Su Majestad el rey de Aragón.
—¿Carrillo y Juan? Vaya, vaya… ¿Y qué quieren?
—Ofreceros todo su apoyo en vuestra cruzada… Un apoyo financiero inigualable, que muestra su compromiso de expulsar definitivamente al infiel de la Península.
Un joven jardinero trabajaba a escasa distancia. La mirada del Papa se concentró en él, sin dejar de hablar —ajeno y no muy impresionado— con De Véneris.
—Ya, ¿y qué piden a cambio?
«Viejo zorro», pensó De Véneris: como si no supiera lo que querían. Pero, evidentemente, había que guardar las formas.
—Una bula para que Isabel de Castilla case con Fernando de Aragón. Como sabéis, les unen lazos de parentesco.
Paulo giró su mirada hacia De Véneris.
—Lo sé, lo sé…, pero el rey Enrique ya me solicitó una bula para que Isabel pudiera contraer matrimonio con el rey Alfonso de Portugal. Y la concedí. Y el rey de Francia me ha pedido otra para casar a Isabel con su hermano… Como comprenderéis, no puedo otorgar a la misma dama tantas bulas para casarse con pretendientes distintos.
—Santidad, si hay algo que os puedo asegurar, es que doña Isabel no va a desposarse con el rey Alfonso. Por ello, me permito humildemente pediros que…
Paulo no le dejó continuar y alzó la mano para que De Véneris callara, cosa que éste hizo.
—Lo meditaré —dijo el Papa—. No puedo prometeros más.
De Véneris dedujo que no iba a poder sacar más de la audiencia e inclinó la cabeza en señal de sumisión y agradecimiento.
El Papa volvió a mirar atentamente al jardinero. Y no precisamente por su habilidad con las plantas.
XI
Ramiro y Martín estaban hablando con un hombre de elegante vestimenta cuando llegaron Fernando y Aldonza.
Tras despedir al hombre, Ramiro y Martín se acercaron a ellos.
—¿Quién era ése? —preguntó Fernando.
—Un comerciante de paños —respondió Ramiro—. Viene de Soria y dice que jamás vio a tantos hombres armados en la frontera. No podemos pasar por Calatayud… Sería una auténtica locura.
Martín se unió a la conversación.
—¿Cuál puede ser el camino más seguro?
Ramiro mostró su preocupación.
—Seguro no va a ser ninguno.
—No seáis tan negativo… —apuntó Fernando—. Hay uno que puede servirnos… El del puerto de Bigornia… Entre Berdejo y Gómara…
—¿Bigornia? ¿Con este tiempo que hace? —respondió el pesimista—. Además, está plagado de salteadores…
—Pues ése es el camino, amigos. —Fernando miró a Aldonza—. Pero no es travesía para una mujer.
A Aldonza no le gustaron nada esas palabras, pero no tuvo prácticamente tiempo de responder pues Fernando empezó a ejercer de criado.
—Ahora mismo traemos vuestro desayuno, señores.
Aldonza se le adelantó:
—Ya me encargo yo de eso.
Y fue donde estaba el posadero a hacer el encargo. Fernando la contempló preocupado mientras se alejaba.
—No sé qué es más peligroso, si el puerto de Bigornia o esta bendita mujer.
Los dos soldados no osaron aclarar esta duda a su señor. Pero ambos no tenían ninguna duda: Bigornia. Porque pese a ser octubre, hacía un frío de enero y eso haría aún más difícil la travesía.
Pronto se confirmaron sus temores. Pese a llegar allí al mediodía, apenas había luz y la ventisca arreciaba.
Ramiro y Martín iban a caballo mientras que Fernando se ocupaba del carro tirado por una mula. Sobre él, iba sentada Aldonza.
Fernando mandó parar.
—No parece haber nadie…
Ramiro vio lógica la ausencia de gente.
—¿Quién va a haber en este sitio perdido de la mano de Dios, majestad?
Fernando se preocupó por Aldonza:
—¿Tenéis frío?
—¿Vos no?
Fernando sonrió y ordenó a todos que comieran. Era la mejor manera de aguantar el frío.
Tras la comida, Aldonza, maravillada, se apartó para mirar desde lo alto tan extraño paisaje.
Fernando se acercó donde estaba ella. Aldonza le sonrió con cariño.
—¿Os dais cuenta de que hoy estáis cruzando de uno a otro reino pero que mañana reinaréis sobre ambas tierras?
Fernando esbozó una sonrisa pero Martín, que había oído a Aldonza, le devolvió a la realidad:
—Eso será mañana, señor, porque lo que es hoy… como nos pillen por aquí, lo vamos a pasar muy mal.
Fernando se giró hacia Martín y le dio la razón. Había que llegar cuanto antes a una villa afín a Carrillo.
La elegida fue Burgo de Osma.
XII
La bajada del puerto fue aún más dura que la subida. La lluvia parecía querer tan poco como el rey de Castilla que Fernando llegara a Valladolid.
Pero, tras pasar una noche a la intemperie, ateridos de frío, el sol decidió hacer su viaje más llevadero. Eso animó a Fernando y a sus compañeros de viaje, que empezaron a creer en el éxito de la aventura.
Eso hacía que viajaran día y noche, con jornadas de seis o siete leguas diarias, siempre por los caminos menos transitados en dirección a Burgo de Osma, que apenas en tres días desde que salieron de Zaragoza, ya estaba casi a su alcance.
Aldonza se había contenido de seguir dando consejos a Fernando. Habían sido tantas las atenciones del príncipe en los momentos más duros del viaje que no se atrevió a molestar a quien la arropaba y mimaba en los momentos más fatigosos.
Pero ante la cercanía del final de trayecto, Aldonza volvió a las andadas.
—Sé que no os gustan mis recomendaciones, pero permitidme que os dé un consejo: tened paciencia con Isabel, no pretendáis que sea como no es. Amadla como es y, si no conseguís amarla, respetadla.
Fernando se molestó por el consejo.
—Pero ¿vos sois familia de Isabel o ha sido ella quien os ha enviado para ablandarme?
Aldonza, esta vez, no calló:
—Creedme. Hasta ahora bastaba que expresarais vuestros deseos para que las mujeres se afanaran en cumplirlos.
Fernando sonrió pícaro.
—No os engañéis, muchas de ellas los cumplieron sin saber que era el hijo del rey. Nunca me gustó jugar con ventaja en determinadas lides. Y menos en las del amor.
La joven, al darse por aludida, no supo qué decir. Fernando continuó:
—Porque, si lo que consiga de una mujer es por llevar una corona, mal rey sería, por aprovechado. Y aún peor hombre, por débil. Así que dejad de darme lecciones, Aldonza. Os las agradezco y sabéis lo que os aprecio tanto que, si no tuviera obligaciones, nadie me apartaría de vos.
Aldonza le miró enamorada.
—Pero he tenido grandes maestros —añadió Fernando—. Y el mejor de todos fue una mujer: mi madre.
—Yo sólo quiero ayudaros.
Fernando la miró con afecto.
—Lo sé. Pero podéis estar tranquila. En el amor como en la guerra, nunca se vence por la fuerza sino por la estrategia.
—Pues por lo que contáis, vais a Castilla obligado a cumplir mil condiciones por Isabel.
—Dadme tiempo y veréis quién es el que tiene que cumplir tanta obligación… Si ella o yo.
No pudieron continuar la conversación: un pedrusco de considerable tamaño golpeó en la frente de Fernando.
De repente, un grupo de salteadores surgió del bosque cerrándoles el paso y la retaguardia. Eran seis en total y todos con un aspecto desharrapado.
Quien parecía ser su jefe tomó la palabra:
—¡Dadnos todo lo que llevéis! ¡Todo! La carreta, la mula… —Miró a Ramiro y a Martín—. Vosotros, bajad de los caballos y dadnos también vuestras ropas.
Fernando y sus hombres, lejos de ponerse nerviosos, escrutaban como buenos soldados las armas del enemigo. Y parecían satisfechos: eran utensilios primitivos como garrotes y hondas… Sólo el jefe empuñaba espada.
Fernando les avisó de lo que podía ocurrir:
—De verdad, no queréis hacer lo que vais a hacer.
Los salteadores rieron y su cabecilla se burló de Fernando.
—Vaya, salió respondón el criado… ¿Qué queréis, que os dejemos atados a un árbol hasta que vengan los lobos?
Fernando negó lentamente con la cabeza dándoles por imposibles.
—De acuerdo, pero no digáis que no os advertí…
De repente, Fernando sacó su espada, que tenía escondida entre paños en la carreta. Ramiro y Martín empezaron a hacer giros con su montura y blandiendo sus armas. Los salteadores quedaron boquiabiertos. Y Aldonza no lo estaba menos.
Fernando, espada en mano, se acercó lentamente al jefe… Que no esperó a tenerle más cerca para salir corriendo como alma que lleva el diablo. Todos sus hombres le siguieron en la huida.
Los soldados de Fernando hicieron ademán de perseguirles, pero Fernando lo impidió con un gesto.
Eso sí, cogió la piedra que le había herido en la cabeza y, tras mirar a los que huían, la lanzó apuntando al jefe de los salteadores ya a cierta distancia.
Le dio de lleno, obligando a sus compañeros a recogerle del suelo y llevárselo.
Fernando se volvió hacia Aldonza.
—¿Os encontráis bien?
Aldonza no pudo ni responder. Todavía no había salido de su estupor.
XIII
No sería ésta la última peripecia del viaje de Fernando.
Cuando estaban a pocas millas de Burgo de Osma se toparon con un grupo de soldados que bloqueaban el camino. Aldonza dormía en el carro.
Ramiro se dejó alcanzar por Fernando y, en voz baja, le preguntó:
—Señor, ¿damos media vuelta?
Era demasiado tarde: uno de los soldados ya levantaba la mano en señal de alto.
—No… Nos han visto —dijo Fernando—. Seguid… y que sea lo que Dios quiera.
Fernando y sus hombres se prepararon para lo peor. Martín y Ramiro pusieron con disimulo sus manos diestras en la empuñadura de sus espadas.
Fernando decidió no mostrar la suya para no anticipar malos acontecimientos. Pero no pudo evitar, en un acto reflejo, palpar su daga.
En ese momento, Aldonza se despertó y vio el panorama.
—¿Qué sucede? —inquirió.
—Tranquila —respondió un tenso Fernando—. Pase lo que pase, no os mováis.
Al llegar donde estaban los soldados, Ramiro les dio los buenos días. El jefe de la patrulla respondió preguntando adónde iban.
—Acudimos a Burgo de Osma, a la feria.
Tras la respuesta de Ramiro, y sin hacerle mucho caso, el jefe se dirigió a Fernando.
—¿Podéis enseñarme las manos?
Fernando obedeció. Todos los soldados le miraban a él. Tras ver sus manos, el jefe de la patrulla le preguntó:
—¿Sois mozo de estos hombres?
—Sí, lo soy.
—No veo callos en vuestras manos. Dudo que vos sirváis a nadie; más bien, parece que os sirven. Vuestro aire no es el de mozo, ni tampoco el de estos…
—Preguntad a mis señores.
El jefe se le encaró:
—No, os lo pregunto a vos… porque si sois quien creo que sois, no tenéis más señor que un rey… y no el de Castilla.
Fernando miró a sus hombres, que se mentalizaron para lo que parecía inevitable.
Esta acción no pasó inadvertida al el jefe de la patrulla, que continuó hablando:
—Y si sois quien creo que sois, no deberíais pasar por Almazán camino a Burgo. Almazán está en manos de los Mendoza, señor.
Fernando se extrañó de estas palabras, pero pronto salió de dudas.
—Somos hombres del arzobispo de Toledo, así que no es necesario que saquéis vuestras armas.
Fernando suspiró aliviado, aunque no más que sus hombres ni, mucho menos, que Aldonza.
—¿Sois hombres de Carrillo?
—Así es. Suponíamos que os dirigiríais a Burgo y que pasaríais por Almazán… y que si no lo impedíamos os apresarían allí. Hasta llegar a vuestro destino, es mejor que sigáis siendo mozo de mulas. No sabéis la suerte que habéis tenido de que os haya reconocido a tiempo…
Fernando fue ahora el que se le encaró. Calmado, sin levantar la voz y sonriendo, le contestó:
—No menos que vos por no haber empuñado vuestra espada.
XIV
Tras saber que Fernando había llegado a Burgo de Osma, Carrillo informó a todos de la noticia. Estaba feliz por el éxito de la operación que él mismo había diseñado. Se sentía la piedra angular del proyecto de Isabel.
Todos se alegraron de la buena nueva, aunque Chacón notó que la alegría de Isabel no era completa. Sabía que ya estaba cerca la hora de su matrimonio y tenía pánico a ese momento.
El 9 de octubre, Fernando llegó de Burgo de Osma a Dueñas, ya cerca de Valladolid. Allí le protegió Buendía, hombre de Carrillo.
Y allí le esperaban Cárdenas y Palencia que tenían la misión de recoger al príncipe y acompañarle hasta Valladolid.
Cuando vieron llegar a Fernando y a sus hombres, no pudieron evitar la sonrisa. Aún fingían ser lo que no eran: Fernando tiraba del carro y Ramiro y Martín iban a caballo.
Las ropas de todos estaban en un estado lamentable, pero las de Fernando, humildes ya de origen, ya eran auténticos harapos.
Fernando se dirigió a Cárdenas:
—¿Podemos dar por acabado el teatro?
—Supongo que lo estaréis deseando.
A continuación, Fernando les espetó a Ramiro y Martín:
—¡Ya os estáis bajando del caballo, bribones!
Ramiro y Martín bajaron de sus monturas… y Aldonza, sobre la carreta, también dio por concluido su papel.
Cuando la vio, Palencia soltó un codazo cómplice a Cárdenas, que no se había dado cuenta de la presencia de la muchacha.
Cárdenas, al verla, se quedó con la boca abierta por la sorpresa.
Fernando, recobrada su verdadera identidad, preguntó:
—¿Podréis proporcionarnos ropas más adecuadas, Cárdenas?
Cárdenas no podía dejar de mirar a Aldonza.
—Por supuesto. Aunque no creo que estén a la altura de un príncipe. Y supongo que al otro mozo le vendrán mejor ropajes de mujer…
Fernando sonrió, entre pícaro y pillado en falta.
—Sí, ropajes de mujer y, si fuera posible mañana, un transporte para Zaragoza.
—Por supuesto. Haremos noche aquí, y mañana partiremos para Valladolid. Allí os esperan para presentaros a la princesa.
—Perfecto. Y con respecto a esto…
Fernando señaló sutilmente con la cabeza a Aldonza. Cárdenas entendió lo que le pedía, aunque a medias.
—Descuidad. La discreción será máxima.
—No sólo os pido discreción… La quiero de vuelta en Aragón sana y salva. Preparad las medidas que sean necesarias.
Fernando le dio una palmadita en la espalda a Cárdenas, saludó a un admirado Palencia (¡cuánto podría escribir de esto si le dejaran!) y marchó a descansar con sus hombres y con la que no lo era.
XV
No tardó mucho el rey Enrique en saber de la llegada de Fernando a Castilla. La propia Isabel le escribió para darle la noticia. Había ganado y quería saborear la victoria.
En la misma carta, Isabel le invitaba a su boda con Fernando.
Enrique ordenó a Cabrera que hiciera venir a Pacheco a palacio. Nada más llegar el marqués, el rey desahogó su amargura con él.
—Os doy mi enhorabuena. Fernando de Aragón ya está en Castilla. Un hombre… ¡un solo hombre! ¡Debíais evitar que tan solo un hombre cruzara nuestras fronteras! ¡Y no habéis sido capaz!
Pacheco le recordó sus consejos:
—Majestad, os aconsejé una y mil veces que enviarais vuestro ejército a Valladolid…
—¡Y mil veces os dije que no! ¡Para iniciar guerras no os necesito, os necesito para evitarlas!
El marqués de Villena no pudo aguantar más y se encaró con el rey.
—¡Me necesitáis para ver el futuro porque vos sois incapaz!
Las palabras de Pacheco resonaron por toda la sala y dejaron a Enrique perplejo.
Cabrera intentó que Pacheco se calmara: sabía las consecuencias que podía tener gritarle al rey como si de un posadero se tratase. Pero fue inútil: nada podía parar ya la ira de Pacheco.
—¡Yo os dije que todo era un plan de Carrillo, os avisé que ni el Papa ni nadie le iba a detener, os previne que esto no era sino un golpe contra vos y el trono! ¿Y me escuchasteis? ¡No! Preferisteis andaros con medias tintas, como siempre. ¡Actuad, haced algo! ¡Repudiad a Isabel, nombrad heredera a Juana! ¡Comportaos como un rey por una vez!
El rey le miró con odio.
—¿Ahora queréis declarar legítima heredera a mi hija…, después de haber proclamado a los cuatro vientos que ni siquiera era hija mía? Fuera, Pacheco… ¡Fuera de aquí!
Pacheco salió sin hacer reverencia alguna, dejando a sus espaldas un silencio tan denso como incómodo.
Cabrera no se atrevía a abrir la boca. Sólo contempló cómo Enrique se levantaba y se servía vino en una copa. Tras dar un trago, le miró y, por fin, dijo:
—¿Soy un incapaz como rey, Cabrera?
Cabrera se quedó atónito.
—¿Disculpad, majestad?
—Me habéis oído perfectamente.
—No, señor… No sois un incapaz.
—¿Sois sincero o decís eso por obediencia?
—Soy sincero.
Cabrera lo decía de verdad: creía en la capacidad de Enrique, pero no en su constancia… Ni en la elección de sus compañías.
—Me alegra oíroslo decir —repuso Enrique—. Porque no es sólo Pacheco el que piensa eso, no… Don Diego Mendoza sólo sabe darme consejos… ¿Y por qué me los da? Porque cree que soy un pusilánime.
Volvió a beber de su copa antes de continuar.
—Hasta yo mismo he dudado de si soy un buen rey… Y sabe Dios que quiero lo mejor para mi pueblo y que siempre que he podido he evitado derramamientos de sangre… —Estalló ya gritando—: ¡Pero no! ¡No debo de ser un buen rey cuando hasta mi propia hermana me engaña para casarse con Fernando de Aragón!
—Calmaos, señor…
—¡No quiero calmarme! A veces…, a veces sale de dentro de mí una ira que no es natural en mí… Una sensación de que tengo que ser violento, fuerte…, injusto si es necesario, para mantener a tanta gente a raya. Ésa es la única manera de gobernar que entiende la gente… Y me he dado cuenta tarde.
Cabrera no pensaba lo mismo, pero no era el momento de decírselo.
—Todo saldrá bien —lo confortó—. Ya lo veréis…
—Sí. ¿Y sabéis por qué saldrá bien? Porque pago tanto dinero al Papa de Roma que no le concederá la bula a Isabel para su boda. No le saldría rentable. El dinero mueve el mundo, Cabrera… No lo mueve la justicia, ni el amor, ni el respeto, ni la fe en Dios, cualquiera que éste sea… Todo lo mueven la violencia y el dinero.
En eso, pensó Cabrera, al rey no le faltaba la razón.
XVI
También acertaba Enrique en sus previsiones. El Papa no concedió la bula a Isabel: no podía perder el favor de Castilla.
Pero eso, en Valladolid, nadie lo sabía. Sólo esperaban la llegada de Fernando, que no se hizo esperar. Antes debía despedirse de Aldonza, con la que se citó en una posada de Dueñas.
La muchacha ya vestía de mujer, cosa que hizo sonreír a Fernando.
—¡Vaya! Aldonza ha vuelto. ¿Qué pasó con el mozo Alonso?
Aldonza, pese a su tristeza, forzó una sonrisa.
—Se fue con el otro mozo. Dicen que el hábito no hace al monje… pero la verdad, yo no comparto ese dicho.
Una posadera, joven y muy atractiva, les trajo las viandas. Fernando no pudo evitar mirarla y sonreírle… Cuando la muchacha se alejó, Fernando se encontró con la mirada reprobatoria de Aldonza.
—Deberíais aprender a controlar esas miradas.
—¿Ni mirar podré cuando me case?
Fernando dijo estas palabras con una sonrisa. Aldonza, ya seria, le aconsejó:
—No, si sois listo. No siempre conseguiréis el perdón con vuestra sonrisa.
Pero Fernando seguía sonriéndole… y ella acabó sonriendo también.
—Bueno, no siempre.
Pese a que en la mesa había comida y bebida, ninguno de los dos estaba pendiente de ello. Sabían que habían llegado al final del viaje en todos los sentidos y que alguien debía atreverse a decir adiós.
Aldonza tomó la iniciativa.
—El señor Cárdenas aconseja que salgamos esta misma noche. Esto es nuestra despedida, Fernando.
El príncipe la miró apenado.
—Gracias por todo, Aldonza.
—Os deseo que seáis feliz con vuestra esposa…
Aldonza se levantó presta para marchar, pero Fernando la agarró suavemente de la muñeca.
—¿Volveremos a vernos?
—Si alguna vez lo deseáis, no podré rechazaros…
Tras soltar Fernando su muñeca, Aldonza salió de la posada, lista para emprender el viaje de regreso a Zaragoza.
Lo hizo con el convencimiento de que aquélla no sería la última vez que vería a Fernando.
«Y lo desearé», pensó para sus adentros.
XVII
Fernando marchó apenas una hora después a Valladolid. Por fin iba a encontrarse con Isabel.
Para tan importante momento, Carrillo había dispuesto que se organizara un ágape de bienvenida en la casona palaciega de Juan de Vivero, donde se alojaba Isabel.
Todos se encontraban allí: Carrillo, Cárdenas, Gonzalo, Palencia y el almirante Enríquez, que abrazó a su sobrino Fernando con cariño tras tanto tiempo sin verlo.
Ramiro y Martín no paraban de observar la belleza de las mujeres que también asistían al acto.
—Me parece que nuestro príncipe lo va a pasar muy mal aquí, Ramiro…
—O muy bien.
Gonzalo no podía dejar de escrutar todo lo que hacía Fernando: quería ver cómo era el hombre que iba a tener la suerte de casarse con Isabel.
Pero Isabel no aparecía y Carrillo se impacientaba. Sobre todo cuando Fernando preguntó dónde estaba su futura esposa.
Antes de que la cosa fuera a más, Chacón pidió a Cárdenas que fuera a buscarla. La encontró, sola, en su despacho.
—Señora… Don Fernando pregunta por vos.
Isabel miró tensa a Cárdenas.
—¿Qué debo hacer?
—Pues…, como princesa y anfitriona, recibirle.
—¿Y como futura esposa?
Cárdenas se quedó en blanco.
—Ahí, señora, me declaro incompetente.
Isabel asintió preocupada con la cabeza. Luego se levantó y, acompañada por Cárdenas, llegó a la sala donde todos esperaban.
En el agasajo cada uno seguía a lo suyo, menos Chacón, que la miraba tan cariñoso como tenso. Isabel estaba visiblemente nerviosa y Cárdenas intentó animarla.
—Señora, habéis afrontado situaciones mucho más complicadas que ésta.
—Lo dudo.
Isabel buscó con la mirada intentando adivinar quién de los presentes era Fernando. Pero entre los nervios y que no había visto nunca al príncipe de Aragón, finalmente pidió ayuda a Cárdenas.
—¿Dónde está Fernando?
Cárdenas con un sutil gesto señaló al príncipe, que hablaba en esos momentos con Palencia.
—Ése es.
Isabel tragó saliva y encaminó sus pasos hacia él.
Fernando recibió un leve codazo cómplice de Carrillo y miró a Isabel.
Sonrió sorprendido: no esperaba que fuera tan atractiva. Sin duda, la aventura había merecido la pena.