4
Enero de 1465
I
«Por el interés de Castilla», ésa fue la frase que más se oyó durante los meses que se sucedieron.
Por el interés de Castilla, el rey Enrique y los suyos se negaban a negociar con los rebeldes.
Por el interés de Castilla y por un rey digno de ella, Pacheco y los nobles rebeldes intrigaron hasta llevar al reino a una situación límite. Como planeó Pacheco, él y los suyos fueron tejiendo una tela de araña que atrajo como las moscas a la miel a muchos otros nobles.
Se les prometieron nuevas posesiones, cargos, prebendas… hasta tal punto que se hubieran necesitado tres Castillas para satisfacer tanta ambición. Los que no quisieron ser sobornados, recibieron amenazas suficientes como para ceder en su dignidad.
Cada noble que iba sumándose a la causa no lo hacía solo: añadía su ejército personal, por lo que las fuerzas rebeldes se duplicaron y superaron a las del propio rey.
Enrique, al verse en inferioridad, reaccionó potenciando el poder popular de villas y ciudades y reforzando, a través de éstas, a las hermandades, que se convirtieron en policía de caminos y perseguidoras de todo delito, aunque a veces no resultaba fácil su tarea porque los mismos nobles actuaban como salteadores de caminos, robando ganado, atracando a los viajantes y quemando bienes ajenos.
En otras ocasiones, las propias hermandades actuaban de forma tan cruel, que el pueblo llano quedó en medio de la violencia de unos y de otros, indefenso.
Los castellanos de a pie, los que no tenían más ambición que ver crecer sus cosechas y criar a sus terneras y ovejas, quedaron desamparados. Precisamente ellos, que debían alimentar gratis a nobles, ricos hacendados y hasta a la propia Casa Real, sin a veces quedarse con lo suficiente para alimentar a sus propias familias.
Todo esto pasaba por el bien de Castilla, decían quienes la habían hecho ingobernable.
Pobre Castilla.
II
Violencia, miedo, insatisfacción, miseria… Todos los ingredientes del guiso de Pacheco estaban dispuestos. Sólo faltaba que empezara a hervir la olla.
Pero antes, en un gesto de soberbia, volvió a enviar una carta al rey para avisarle de lo que se le venía encima. Quería volver a negociar para evitar lo inevitable. Curiosa manera de llamar negociación a lo que era, en realidad, mera imposición. Porque cuando Pacheco negociaba sólo podían pasar dos cosas: que triunfara él o que perdiera su oponente.
Enrique lo sabía y, por ello, estaba indeciso. Por un lado, ir a la guerra era una temeridad dada la desigualdad de fuerzas. Por otro, aceptar las propuestas de los rebeldes supondría un descrédito de su poder y de su imagen difícil de superar.
Por eso volvió a reunir a sus más allegados para tomar una decisión. Diego Hurtado de Mendoza había recabado información y la comunicó serio a los presentes.
—Pacheco ha doblado sus adhesiones en villas y ciudades. Y su ejército es ya superior al nuestro…
Beltrán, pese a los datos evidentes, se negaba a darse por vencido: sabía que si lo hacía supondría la vuelta de Pacheco a la Corte y su expulsión de la misma.
—No podéis ceder, majestad: el marqués de Villena os volverá a traicionar una y mil veces. Mejor luchar con dignidad que vivir arrodillado.
—Las guerras sólo se hacen si se pueden ganar, Beltrán —espetó prudente don Diego.
La reina dio en el clavo:
—Si hubierais actuado cuando os lo dijimos, esto no habría pasado.
Hubo un silencio largo e incómodo, que por fin rompió Beltrán con una temerosa pregunta al rey:
—¿Qué haréis?
—Dejadme solo. Necesito pensar.
Todos se fueron y le dejaron en la soledad de su despacho. El primero, Beltrán, inquieto: su honor no podía aguantar esa afrenta.
Más lentamente, tras él, la reina y Mendoza, que —ya en el pasillo, donde nadie podía oírles— susurró a Juana al oído:
—Debemos hablar. Ahora mismo.
—¿De qué? —respondió amarga Juana—. ¿De que mi hija nunca heredará la corona?
—Precisamente debemos hablar para evitar que eso ocurra.
Estaba claro que alguien debía pensar cómo salir del atolladero en el que se encontraban… pero que ese alguien no podía ser Enrique.
Esa misma noche, ajeno a todo, Enrique seguía pensando. O, por lo menos, intentándolo: porque era tal el dolor que sentía que su cabeza no tenía la claridad necesaria para hacerlo.
Ya era de madrugada y no había ido a dormir. Últimamente lo hacía con su mujer, para evitar más comentarios que reforzaran las acusaciones públicas de Pacheco de que apenas yacía con ella.
Pero esa noche, no podía ir: le avergonzaba ver a Juana. Era consciente de la vida de sufrimiento que le había dado, de su abandono. Y cuando parecía que las cosas se arreglaban, ocurría aquello.
Al rey, esa noche, no le hubiera importado que le llamaran impotente por su archisabida poca predisposición a las mujeres. Le dolía más que eso otra impotencia: no poder defender a su hija ante la encrucijada en la que se encontraban. Saber que muy probablemente nunca sería reina.
En esos pensamientos estaba cuando la puerta se abrió y apareció la reina.
—¿No dormís tampoco?
—No puedo.
Enrique suspiró.
—¿A qué habéis venido? ¿A criticar mis errores?
La reina se acercó firme a él.
—No. He venido a daros consejo para que no cometáis ninguno más.
El rey se sorprendió. Y su sorpresa fue en aumento ante la siguiente orden de Juana:
—Negociad.
—¿Vos me pedís que negocie? ¿Ahora?
—Sí. Negociad. Pero no cedáis en todo… Que no os vean vencido. Nuestros enemigos tienen más fuerza… Pero saben que derrocar a un rey nunca trae buenas consecuencias. No os quieren derrocar: os quieren convertir en su títere.
Enrique la miró esperanzado: tenía razón. Pero lo importante no es que la tuviera, sino que estaba a su lado. Juana prosiguió:
—Asegurad el futuro de mi hija ofreciéndola como esposa de Alfonso. Si mis planes salen mal, por lo menos tendremos eso.
—¿De qué planes habláis?
—De ganar tiempo para disponer de un ejército que doblegue al suyo. El de mi hermano Alfonso, rey de Portugal.
El rey no salía de su asombro.
—Pero tendréis que ser hábil, que crean que negociamos de buena fe. Tenéis que darles algo importante a cambio.
—¿El qué?
—A Beltrán de la Cueva. Pacheco le odia sobre todas las cosas. Expulsad a Beltrán de la Corte, quitadle el cargo de maestre de la Orden de Santiago y os creerá.
Enrique se apenó de Beltrán.
—Beltrán siempre me ha sido leal.
—No hay triunfo sin sacrificio.
—Supongo que no será el único. No creo que vuestro hermano traiga su ejército por nada. ¿Qué le daremos a cambio?
—A Isabel.
—Estoy asombrado de vuestras estrategias…
—Llevo pensando en una solución desde que perdonasteis a Pacheco. ¿Lo habéis hecho vos?
La pregunta de la reina no esperaba respuesta. Juana salió dejando tras ella a un estupefacto Enrique.
Poco después, daba parte a Mendoza de lo ocurrido. Lo hacía en una estancia apartada, donde nadie pudiera verles.
—¿Creéis que le habéis convencido, majestad?
—Sí, don Diego.
—Perfecto. Sabéis que es la única solución posible.
—Lo sé… ¿Cómo reaccionará Beltrán?
—Mal. Aunque si supiera que estoy detrás de ello, sería todavía peor.
Miró a Juana.
—Pero el interés de Castilla está por encima de cualquier persona. Aunque esa persona sea el marido de mi hija.
III
No fue plato de gusto para Enrique dar la noticia a Beltrán.
—Lo siento. Nadie me ha sido tan leal como vos, pero no tengo otra salida.
Beltrán calló, hundido. Sólo fueron unos segundos de silencio, pero fue demasiado tiempo para el rey, que estalló nervioso.
—¡Por Dios, decid algo! ¡No hagáis esto todavía más difícil!
—Está bien, os lo diré. Gracias a vos, tengo títulos con los que nunca soñé. Me he casado con una Mendoza. Poca gente en Castilla tiene más que yo. Pero todo eso, y hasta mi vida, daría por una sola cosa.
Enrique le miró esperando el final del acertijo.
—Que nunca hubiera llegado este día…
Beltrán sacó una carta y se la dio al rey.
—Pero sabía que llegaría… Es mi renuncia al maestrazgo de Santiago. Prefiero renunciar antes que ser desposeído de ello.
Beltrán, dicho esto, se dirigió hacia la puerta ante la mirada de un triste Enrique. Antes de salir, se giró.
—Despedidme de Pacheco.
Todos los pasos marcados por Juana se estaban dando. Ahora sólo faltaba lo más importante: volver a encontrarse con Pacheco.
Ocurrió apenas una semana después. Como la vez anterior, Pacheco llegó con sus inseparables Carrillo y Girón.
El rey sólo llegó acompañado de Diego Mendoza, lo cual ya hizo sonreír al marqués de Villena.
—Parece que fue ayer.
Diego Hurtado de Mendoza, al ver su actitud, quiso poner un punto de autoridad a la reunión.
—Precisamente por lo reciente de vuestra indignante última visita, rogaría que abandonáramos ironías y cuestiones personales.
Carrillo miró a Pacheco, que recompuso su actitud, asintiendo.
El rey aprovechó el momento para comenzar el acto.
—Bien… os hemos convocado para poner fin a nuestra disputa. Para ello, es necesario que todos cedamos un poco. Como muestra de buena voluntad, aquí tenéis…
Enrique colocó dos documentos sobre la mesa.
—Ésta es la carta de renuncia de don Beltrán de la Cueva como maestre de la Orden de Santiago… Y éste es un edicto redactado ante notario en el que restituyo a mi hermano Alfonso como poseedor de tal título.
A continuación, Enrique sacó un paño rojo que envolvía uno de los cargos más preciados de Castilla: el collar que debía colgar del cuello del maestre de la Orden de Santiago.
—Os hago entrega de esta joya.
Carrillo y Pacheco cruzaron sus miradas disimulando su sorpresa, pero claramente satisfechos. Y así lo dejó claro el arzobispo de Toledo.
—Es una buena oferta, sin duda.
—Ahora os toca ceder a vos —dejó claro Mendoza a Pacheco.
—¿Qué queréis?
—Sólo son dos asuntos. Limitar la expulsión de moros y judíos. Serán excluidos de dicha norma aquellos que se hayan convertido al cristianismo.
Carrillo miró a Pacheco, que asintió. Luego tradujo su gesto.
—Aceptamos. ¿Cuál es la otra condición?
—Salvaguardar la dignidad del rey y de su hija —exigió Mendoza—. No es posible la convivencia con un rey humillado e insultado. Debemos evitar que eso ocurra y por ello os hacemos una propuesta.
Pacheco no hizo aquí ningún gesto. Carrillo, ante el silencio, comentó casi en voz baja a su sobrino:
—Están en lo cierto. —Y dirigiéndose a Mendoza añadió—: Continuad, por favor, ¿qué proponéis?
—La boda del infante Alfonso con la princesa Juana.
Pacheco frunció el ceño.
—¿Alfonso pasa a estar bajo nuestra custodia?
Enrique tuvo ganas de sonreír, pero se contuvo; el plan estaba surtiendo efecto. Y disfrutó ayudando a que Pacheco mordiera aún más el anzuelo.
—No habrá problema. Si no, no os habría entregado el collar de la Orden de Santiago para que vos mismo se lo deis.
—De acuerdo, entonces… En cuanto a Isabel, solicitamos que tenga casa propia en Segovia lejos de vuestra esposa. Y que su futura boda sea consensuada por todos nosotros.
Enrique consideró que ya había conseguido lo que quería.
—Aceptamos. Redactad los acuerdos y de aquí a unos treinta días con sus noches nos reunimos y firmamos para que se hagan oficiales… Elegid lugar neutral.
—En Medina del Campo, al mediodía.
—Que así sea. Señores… hasta ese día.
Pacheco y Carrillo se levantaron. El primero se despidió del rey.
—Hasta ese día. Agradezco vuestra voluntad de diálogo. Podríamos haberla tenido antes. —Sonrió—. Vos os habríais ahorrado disgustos y nosotros dinero.
Luego, marchó con Carrillo, feliz de haber conseguido casi todo lo que quería. Y lo que faltaba, ya lo conseguiría, pensaba. Tiempo al tiempo.
Curiosamente, el rey y Mendoza pensaban lo mismo.
—Todo ha ido según nuestros deseos, majestad.
—Sí… Sólo falta que no nos falle la baza portuguesa.
IV
Portugal no falló.
El rey Alfonso respondió afirmativamente a la propuesta de su hermana Juana: se casaría con Isabel. A cambio, ponía a disposición de Enrique mil quinientos hombres a caballo y tres mil peones. Era sólo el principio. Si hacía falta, aportaría aún más refuerzos.
Todo se hizo en el mayor de los secretos. Ni Pacheco ni Carrillo podían sospechar nada. La Liga de Nobles se sentía triunfadora de la negociación y preparaba planes que encorsetaran a Enrique hasta dejarle sin poderes… ignorando que el monarca, con la ayuda de Portugal, estaba preparando un ejército con el que hacerles frente. Cuando lo consiguiera (y por la carta del rey Alfonso de Portugal, iba camino de ello), la negociación y sus acuerdos serían una anécdota, un mal trago ya pasado.
Si Carrillo hubiera sabido todo esto, probablemente se hubiera esfumado de su boca la sonrisa con la que acudió a Segovia a informar a Isabel y Alfonso de los logros que la Liga de Nobles había conseguido para ellos.
Alfonso sería el futuro rey de Castilla e Isabel se liberaría de la tiranía de la reina Juana… Y, quién sabe, tal vez pronto podría negociarse una boda ventajosa para ella y, sobre todo, para Castilla. Sin duda, una situación mucho mejor que la que habían vivido hasta ahora, desde que fueron raptados en Arévalo.
Carrillo, haciéndose valer de su papel de protector de los infantes durante sus primeros años en Segovia, tomó la iniciativa de hablar con ellos. Pero quiso asegurarse de que todo iría bien y llamó al propio Gonzalo Chacón, para que los infantes se sintieran más tranquilos ante el giro que iban a dar sus vidas.
Isabel y Alfonso se alegraron en un principio de ver a Chacón. De saber que su madre estaba mejor… Y se sorprendieron de que incluso pudieran ir a verla en breve. Pero tanta novedad y tanta sonrisa de Carrillo tenía desconcertada a Isabel, que sospechaba acertadamente que había algo más detrás de todo ese cambio tan drástico.
Carrillo lo notó.
—No parecéis muy alegre, Isabel.
—No sé si estarlo. En esta Corte gustan de dar un plato frío después de una sopa caliente. ¿Qué tendremos que hacer a cambio?
—Podéis estar tranquila —aseveró Carrillo—. Vuestro futuro es excelente.
Miró a Alfonso.
—Vos seréis heredero del rey, al casaros con vuestra sobrina Juana…
Alfonso se quedó boquiabierto.
—¿Con mi sobrina? ¿Tendré que casarme con mi sobrina? ¡Yo no quiero casarme con esa niña!
Chacón, por fin, decidió apoyar a Carrillo: no en vano que uno de sus tutelados pudiera llegar a rey era el objetivo de tantos años de trabajo.
—No siempre lo será, Alfonso. Además, pensad que seréis rey de Castilla.
Isabel empezó a preocuparse aún más: ¿qué sería de ella?
Según fue hablando Carrillo, la mezcla de alegría con sentirse juguetes de otros dejó paso a la estupefacción. Sobre todo cuando Carrillo le comunicó a Alfonso que dejaba esa misma tarde la Corte para vivir en Ávila. Allí sería tutelado por Pacheco, algo que no agradaba demasiado a Chacón.
Isabel se atrevió por fin a avisar de que ella también estaba presente en aquella reunión, aunque apenas le hacían caso.
—¿Y yo? ¿Podré ir con mi madre o tendré que seguir aquí con mi cuñada?
—No. Vos abriréis casa propia en Segovia —respondió Chacón.
—¿Mi propia casa?
Isabel no podía creerlo. Chacón sonrió.
—Sí… No tenéis que vivir con la reina… Para eso he venido, para quedarme con vos. Y no he venido solo. ¡Pasad! —dijo alzando la voz.
Quien apareció fue Beatriz de Bobadilla, la principal dama de Isabel desde niña, para ella una hermana mayor.
—¡Beatriz! ¿Vais a vivir conmigo?
—Sí, alteza… Vuestra madre insistió en que viniera. A mí y, sobre todo, a Chacón.
Alfonso las miró con envidia.
—¿Y yo? ¿Tengo que irme solo con Pacheco?
El silencio de Chacón y Carrillo auguraba que así sería. Isabel, rápida, intentó consolarle:
—Solo no. Llevaos a vuestro doncel.
Alfonso, por fin, sonrió.
Las palabras de Isabel no eran de simple consuelo. Con el transcurso de los meses, Gonzalo pasó de estar a veinte pasos a estar cerca de ellos. Y la infanta supo que era leal. Sobre todo cuando un criado (tal vez por orden de la reina) hizo un desplante a Alfonso y Gonzalo le hizo ponerse de rodillas y pedirle perdón.
O tal vez por aquel día en que un guardia de palacio les ordenó, con un tono inapropiado, que volvieran a sus aposentos. Gonzalo se plantó delante de él y recordó el trato de altezas que se les debía dar a los infantes.
El guardia respondió desenvainando la espada. No le duró tres segundos en la mano, tras un golpe de Gonzalo que, empuñando su daga, le apuntó al cuello. Sólo la intervención de Cabrera hizo que la cosa no fuera a más.
A partir de ese día, nadie les faltó nunca al respeto. Y Gonzalo generaba a su alrededor miradas de admiración. Hasta el propio jefe de la Guardia Real, que supo de lo ocurrido, quiso reclutarle tras pedir permiso a Beltrán de la Cueva. Pero Gonzalo, tras dar las gracias, se negó: no aceptaría abandonar a los infantes a no ser que ellos se lo pidieran.
Y Gonzalo, a base de tratarla, notó que se sentía inexplicablemente atraído por Isabel.
Pero esa misma tarde todo se acabaría: los hermanos debían despedirse. A su lado, como siempre, estaba Gonzalo.
Alfonso, como había aprendido de su hermana, ocultaba su tristeza.
—Es la primera vez que nos decimos adiós.
Isabel, maestra en esos menesteres, apenas dejaba traslucir su dolor.
—Piensa en las ganas con que nos saludaremos la próxima vez que nos veamos.
—No sé si voy a acostumbrarme a vivir sin tus regañinas, la verdad.
Estas palabras consiguieron que Isabel se riera.
—Dentro de poco regañarás tú a quien te apetezca.
—¿Cuándo sea rey?
Isabel, un tanto amarga, asintió.
—Cuando seas rey.
—No sé si seré rey… Pero lo que siempre seré es tu hermano.
Los dos hermanos se abrazaron. Al separarse, Isabel notó que Alfonso estaba a punto de llorar. Rápida, le sonrió y con su mano cazó la primera lágrima que caía por la mejilla de su hermano.
—Vaya, se te ha metido algo en el ojo…
Alfonso le devolvió la sonrisa.
—Sí, debe de ser eso…
Isabel se giró hacia Gonzalo.
—Prometedme que cuidaréis de él.
—Sabéis bien que lo haré, alteza.
La llegada de Cabrera puso fin a la despedida.
—Todo está preparado. El arzobispo Carrillo os espera en las caballerizas.
Gonzalo y Alfonso se encaminaron a emprender viaje. Ya sin que Isabel le viera, Alfonso rompió a llorar. Avergonzado, pidió excusas a su doncel.
—Lo siento. Debéis de pensar que soy un niño.
—No, alteza. Un hombre debe llorar por lo que ama —dijo pensando él mismo en Isabel—. Si no lo hace, o no es hombre o no ama. Y no sé qué cosa es peor.
Isabel los miraba alejarse, triste y con los ojos humedecidos, delante de un Cabrera que intentó poner solución al problema.
—Os noto triste, alteza… ¿Qué tal si hacemos algo para arreglar eso? Por ejemplo, puedo enseñaros vuestra casa.
Isabel forzó una sonrisa y se sobrepuso como pudo.
—Por mí, encantada.
V
Una hora después, Cabrera enseñaba su nueva casa a Isabel, aún a medio instalar… Los acompañaban Chacón y Beatriz de Bobadilla. La casa estaba situada en un edificio anexo al propio palacio y pese a no ser excesivamente grande a Isabel le parecía más hermosa que el propio palacio.
—¿Os gusta? —preguntó Cabrera a Isabel.
—Sí, no me quejo.
—Me alegro. Ahora a ver si encuentro todo lo que don Gonzalo Chacón me ha pedido para amueblarla…
—No es cosa mía —se defendió irónico Chacón—. Su madre fue quien hizo la lista… Como reina que fue, cuida hasta el más mínimo detalle.
Isabel, cariñosa, puso su brazo en el de Cabrera.
—No os importe si no cumplís con todo: no soy de muchos lujos.
Beatriz, bulliciosa, de un lado para otro, metió baza, fiel a su carácter alegre.
—Pero yo sí… Y voy a vivir con vos…
Todos sonrieron. Especialmente, y para su propia sorpresa, don Andrés Cabrera. Beatriz, sin saber el efecto que causaba, siguió exhibiendo su simpatía. De repente, quedó quieta y olisqueó en el aire, como un perro olfatea a su presa.
—¡Cristo bendito! ¿No lo notáis? Ese olor a mantecadas…
Cabrera, solícito, explicó el porqué de ese aroma:
—El olor viene del horno de la esquina. —Y dirigiéndose a Chacón le preguntó—: ¿Creéis que estaría fuera de lugar si voy a comprar unos dulces para celebrar la inauguración de la casa de la infanta?
Chacón sonrió.
—No estaría fuera de lugar en absoluto.
Cabrera se dirigió tímido a Beatriz.
—Permitidme que yo mismo os invite.
Beatriz miró a Chacón, como pidiendo permiso.
—Podéis ir, no hay problema.
Beatriz y Cabrera fueron a por los manjares… El mayordomo de palacio abrió galante la puerta a Beatriz, que no pudo evitar sonrojarse.
A solas con Chacón, Isabel no lograba ocultar su tristeza. Chacón lo notó enseguida.
—Contadme… Os pasa algo, os conozco como si fuera vuestro padre.
Isabel intentó evadirse, pero tras la insistencia de Chacón, cedió y confesó lo que le atormentaba.
—Está bien, os lo diré…
Cogió aire; le preocupaba pecar de soberbia y quería medir sus palabras.
—Durante todo este tiempo he tenido que sostener a Alfonso y apoyarle como hermana mayor que soy… —admitió infinitamente triste—. No he podido ni llorar mi pena, porque sólo he tenido tiempo para enjugar sus lágrimas… para enseñarle a guardar sus emociones, a tener orgullo.
Chacón la miró preocupado.
—Isabel…
Pero Isabel no le escuchó, tenía la mirada perdida lejos de su tutor y cerca de sus propias penas.
—Y ahora, mientras mi hermano pequeño se prepara para ser rey algún día, aquí estoy yo montando una casa de muñecas. Esperando que alguien decida cuál es mi destino.
Levantó la mirada hacia Chacón.
—¿Por qué una mujer ha de ser menos que un varón?
—Es la tradición. Cada uno ha de cumplir con sus obligaciones.
—Las tradiciones injustas hay que cambiarlas. Porque las injusticias no pueden ser eternas.
—Isabel, debéis cumplir con vuestras obligaciones aunque os duela.
Isabel suspiró con tristeza.
—Y las cumpliré. Mi madre y vos me habéis educado para ello. Y apoyaré a mi hermano en todo lo que sea necesario… Pero ¿tengo permiso para estar triste aunque sea sólo el día de hoy?
Chacón acarició comprensivo la cabeza de Isabel, como un padre lo haría con su hija.
VI
Poco a poco, Isabel fue haciéndose a la idea de su destino; de que, como mujer, nunca llegaría a ser reina porque para eso había que nacer hombre. No importaba que se demostrara mejor formación y carácter. Eso no era suficiente si eras mujer.
No… Nunca sería reina. Y si lo fuera, sería como la reina del ajedrez que según las reglas de la época no podía apenas moverse del tablero.
O algo peor, podría ser reina pero porque la casaran con un príncipe o con el rey de un reino extranjero, con lo que debería dejar Castilla, su amada tierra.
Sin saber que esto último ya estaba siendo organizado y que ese reino extranjero tenía el nombre de Portugal, Isabel se consoló disfrutando del día a día lejos de la reina Juana, lo cual ya era un alivio para ella.
Esto y la presencia de Chacón y de Beatriz hicieron que su vida fuera, por fin, más agradable. Volvió a sus costumbres de Arévalo, donde cada noche, antes de ir a dormir, cotilleaba con Beatriz de lo ocurrido durante el día.
Se reía cuando Beatriz le decía, como aquella mañana paseando por Segovia, que sentía que Cabrera la miraba de una manera «especial».
—¿Cabrera? Pobre don Andrés… Con aguantar a los reyes ya tiene bastante lío como para cortejar a nadie.
—Pues no tendrá tanto lío cuando viene a vernos todos los días.
—Nos está ayudando a montar la casa, Beatriz —respondió Isabel cariñosa—. No le busquéis tres pies al gato… Además, Cabrera es un caballero y es de los pocos que se preocuparon por Alfonso y por mí estos desgraciados años.
—Pues me alegro, porque como mi esposo no le veo, la verdad.
En ese momento pasó junto a ellas un apuesto y joven caballero al que Beatriz se quedó mirando obnubilada.
—A este mozo, en cambio, sí me lo imaginaría encantada siendo el padre de mis hijos.
—¡No seáis descarada! —dijo riéndose Isabel.
Y así pasaban los días, regateando añoranzas con la alegría de volver a estar con Beatriz, con la vuelta a las enseñanzas de Chacón… Y acabando de instalarse en su nueva casa.
Cuando ésta quedó al gusto de Isabel y de Chacón, llegó la hora de acometer otra tarea que le hacía especialmente feliz: volver a ver a su madre.
En ello estaba Isabel cuando, una vez más, los planes de los demás anularon los suyos: a Segovia llegó un mensajero de Sintra con la aceptación de la boda entre Alfonso, rey de Portugal, e Isabel.
Y, lo que era más importante, su apoyo militar si era necesario, con un ejército que cambiaría el equilibrio de fuerzas en Castilla.
El encuentro con su futura esposa sería en el monasterio de Guadalupe, en Cáceres, evitando así el largo viaje del rey portugués hasta Castilla.
Juana de Avis estaba exultante tras leer la carta del rey de Portugal.
—Sabía que no nos fallaría… —Miró a su marido—. Sólo os pido una cosa. Dejadme a mí la negociación de las capitulaciones matrimoniales. Conozco muy bien la forma de pensar de mi hermano.
—¿Quién se lo dirá a Isabel?
—Yo ya me he encargado de mi hermano… Encargaos vos de vuestra hermana.
Enrique asintió e inmediatamente hizo llamar a Chacón. Éste frunció el ceño cuando Enrique le contó sus planes para Isabel.
—¿Algún problema? —le preguntó Enrique al ver su seriedad.
—Con todo el respeto, majestad, dudo que la boda sea del agrado de la infanta.
—Sois su tutor, ¿no?
Chacón asintió.
—Entonces deberíais haberle explicado ya que la vida no se parece en nada a las novelas de caballerías. Y que como infanta tiene un compromiso con Castilla que debe cumplir.
Chacón contuvo su malestar ante las palabras del rey, pero no las dejó sin respuesta.
—Os puedo asegurar que esa lección ya la sabe sin que se la tenga que haber explicado. Como tutor de los infantes me preocupan otras cosas.
—¿El qué? —respondió molesto el rey.
—Que estéis utilizando a Isabel en contra de lo pactado con la Liga de Nobles.
El rey se levantó iracundo.
—¿Pertenecéis vos a ella?
Chacón, pese a tener al rey ya a dos palmos de él, no se arredró.
—No. Pero no me agradaría ver a Isabel en el bando contrario al que está su hermano.
Enrique no podía soportar tanta soberbia. Y menos ahora que parecía haber encontrado una solución al grave problema de mantener su poder en Castilla, amenazado por los rebeldes.
—Se acabó la conversación… ¿Quién os creéis que sois, Chacón?
Enrique cogió aire y atravesando con su mirada a Chacón, le dejó claro lo que tenía que hacer:
—Os ordeno que le comuniquéis la noticia a mi hermana. Y aún más, que la convenzáis de ir a la boda de buen grado. Procurad no decepcionarme.
VII
La reacción de Isabel fue la esperada por Chacón.
—No me casaré, don Gonzalo. Os lo dije y os lo repito: no aceptaré un marido que yo no quiera… ¿Cuántos años tiene?
—Veinte más que vos.
—Razón de más para no casarme.
Chacón sabía que poco podían hacer para evitarlo.
—Señora, lo ordena el rey.
Isabel se giró nerviosa hacia su tutor.
—¿Otra vez vais a hablarme de tradiciones?
—No, os lo juro… —respondió serio—. Os entiendo, Isabel… Pero queréis dar muchos pasos a la vez y hemos de ir de uno en uno.
—¡Pocos pasos daré en Castilla si vivo en Lisboa! —estalló Isabel—. ¿No lo veis? A su hija la casa con Alfonso para que sea la reina de Castilla y a mí me casa con el rey de Portugal que me lleva veinte años… Si no tuviéramos un hijo, ¿quién heredaría el trono de Portugal? Mi sobrina Juana… ¿Es posible que no lo veáis?
Chacón quedó aturdido por un análisis tan clarividente: en realidad era lo que él pensaba. Y no podía expresarse mejor ni más contundentemente.
—Lo veo, Isabel. Lo que me sorprende es que vos os hayáis dado cuenta.
—¿Por qué decís eso? ¿Porque soy mujer?
—No, porque sois muy joven.
La llegada de Beatriz hizo que la conversación se acabara. Con gesto adusto, Chacón salió a que le diera el aire; lo necesitaba.
Una rara sensación le invadía: había educado a los infantes para que fueran reyes y, ganara quien ganara en la confrontación de los nobles con el rey, uno de ellos lo sería seguro. Isabel, si triunfaba la estrategia de Enrique, sería reina de Portugal… Alfonso, si prevalecían las tesis de Pacheco y la Liga de Nobles, lo sería en un futuro de Castilla.
Pero Isabel sería reina lejos de Castilla.
Alfonso, si llegaba a rey, lo sería bajo el influjo de Pacheco, que a buen seguro le estaría educando para crear un nuevo Enrique, débil y dependiente de él.
Y antes de que lo fueran uno u otro, una confrontación segura estaba servida con ambos hermanos en bandos distintos.
No era eso lo que quería Chacón ni para sus adorados infantes ni para Castilla, necesitada de un gobierno fuerte y un rey que impidiera que campara por sus respetos la ambición de sus nobles. Un rey que mandara de verdad e impusiera cordura y justicia, lejos de las intrigas que zarandeaban en esos tiempos al reino, al borde de una guerra civil.
Chacón paseaba pensando todas estas cosas y de repente se dio cuenta de que algo más le desconcertaba. Era Isabel.
Porque sí, era mujer. Pero poseía un orgullo y una intuición superior a la de Alfonso y a la del propio rey. Incluso aún mayor que la de su padre, el fallecido rey Juan.
Isabel, siguió pensando, era voluntariosa, disciplinada, sabía escuchar y quería aprender… Era consciente de que por sus venas corría sangre de reyes y del ejercicio de dignidad que ello implicaba.
Y ahora, esa semilla que él sembró y que empezaba a germinar estaba a punto de marchitarse prematuramente como las cosechas atacadas por el granizo. Isabel iba a casarse con el rey de Portugal, a mayor gloria de unos intrigantes cuyas luchas de poder asolaban periódicamente Castilla.
¿Cuál era su culpa para padecer tal tropelía, para no poder ser reina? Ser mujer y, como tal, mero objeto de intercambio. Ser mujer y, como estaba mandado, tener como único destino parir príncipes.
Y Chacón se preguntaba si había sido justo con Isabel. ¿Para qué instruirla tanto si su futuro sería ése?
¿Para qué alentarla a mejorar y tener ambición y orgullo si el resultado sería una boda no deseada y el alejamiento de la tierra que la vio nacer?
Porque un buen maestro ha de alentar a sus alumnos a poseer conocimiento, pero ¿y si ese conocimiento sólo sirve para traer la infelicidad? Porque de infelices es trabajar para aprender y no poder hacer uso de lo que se ha aprendido.
Sin duda, en ese caso, eran de envidiar los tontos, porque nunca se amargarían por no conseguir lo que jamás se habrían propuesto.
No habían mejorado las cosas, no. Habían cambiado, pero a peor.
«¡Qué injusticia!», se repetía a sí mismo Chacón en su cabeza.
Iba a perder a Isabel…
Y empezaba a darse cuenta de que temía que también la perdiera Castilla.
VIII
Gonzalo Fernández observaba con gesto serio cómo Alfonso acariciaba las telas que Pacheco había extendido sobre la mesa. Debían de ser caras, pensaba el de Córdoba, como lo eran las comidas y los lujos con los que Pacheco rodeaba a Alfonso desde el mismo día que pisó Ávila.
El infante estaba atónito: su vida siempre había sido austera y no estaba acostumbrado a ser el centro de ningún mimo. Miraba las telas, que le deslumbraban por sus colores y estampados, por el tacto de las sedas y los rasos…
—¿Puedo elegir una?
Pacheco sonrió: su objetivo era buscar las debilidades de quien luego sería rey, dándole todo tipo de caprichos. Cuando Alfonso llegara al trono, él le exigiría que le concediera los suyos.
—No tenéis que elegir, son todas para vos. Un heredero de la corona debe vestir como tal.
Alfonso se volvió hacia Gonzalo.
—¿Has oído, Gonzalo? ¡Todas! ¡Me puedo hacer mil trajes!
Gonzalo forzó una sonrisa y asintió. No le gustaba cómo Pacheco trataba a su señor, desconfiaba de él.
El marqués de Villena, ignorando a Gonzalo, abrió ante Alfonso un paño de terciopelo en donde se encontraban varias gemas talladas.
—Aquí sí que os pediré que elijáis una para que mi orfebre os la engarce en un anillo.
Alfonso, boquiabierto, se decantó por la más grande. La cogió y la mostró a Gonzalo.
—¿Os gusta ésta? ¿Qué decís?
—Lo mayor no es necesariamente lo mejor.
Pacheco plegó el terciopelo y lo apartó de la vista de los jóvenes.
—Si al infante le place, nosotros no somos nadie para contradecirle. Sea.
Gonzalo torció el gesto.
Sin llamar, fiel a su mala educación, Pedro Girón entró en la sala. Su cara de preocupación no le pasó inadvertida a Pacheco.
—¿Qué ocurre?
—Malas noticias. Vienen de Portugal.
Inmediatamente fueron convocados Enríquez, almirante de Castilla, y Carrillo. La preocupación era máxima: uno de sus hombres de confianza en Portugal (Pacheco tenía espías hasta en el mismo infierno) les había mandado mensaje informando de los manejos de Enrique con Alfonso de Portugal. El encuentro de ambos reyes y sus comitivas, para pactar la boda entre el rey portugués y la infanta Isabel, sería en Cáceres.
Pacheco y Carrillo escucharon la noticia sentados. Pedro Girón caminaba de un lado a otro como una fiera enjaulada En una esquina, Alfonso no comprendía lo que pasaba.
A su lado, Gonzalo, vigilaba por lo que pudiera pasar… hasta que al oír la noticia supo que Isabel iba a casarse con el rey de Portugal. Una sensación de amargura, que ni él mismo alcanzaba a comprender, le invadió.
—¿El rey Enrique ha pactado la boda de la infanta con el rey de Portugal? —dijo Carrillo aturdido.
Pacheco, enrabietado, dio otro dato no menos hiriente.
—Sí… Y por las fechas, lo ha hecho mientras negociaba con nosotros. Enrique está faltando a lo pactado: acordamos que Isabel no se desposaría con nadie sin contar con nuestra aprobación. El rey nos ha engañado.
Pacheco miró a Alfonso.
—¿Os había dicho algo vuestra hermana?
—No, excelencia…
Pedro Girón se encaró con el infante, grosero.
—¿Estáis seguro?
Gonzalo se interpuso entre Alfonso y Girón.
—Lo está.
—Vaya, el paje se hace el valiente…
—Don Pedro, dejaos de disputas. Creo a Alfonso —mandó callar Carrillo y mirando a Pacheco, añadió—: ¿Qué hacemos?
—Hay que evitar esa boda. Si el rey de Portugal pone sus tropas al servicio de Enrique, todo lo que hemos hecho no servirá para nada.
Alfonso, aturdido, quiso ganarse a sus nuevos mentores.
—Estoy seguro de que Isabel no sabía nada. Y dudo que acepte el matrimonio con gusto.
Pedro Girón le miró con desprecio.
—Da igual. La forzarán a que acepte.
—No conocéis a mi hermana.
Carrillo vio una posibilidad tras escuchar a Alfonso.
—Tal vez deberíamos apoyar a Isabel… Hacerle ver que estaríamos de su lado si no acepta la boda.
—¿Y a quién enviamos? —inquirió Girón—. No será fácil llegar hasta ella.
Gonzalo dio un paso al frente.
—Con vuestro permiso, yo podría darle la noticia.
Todos se quedaron mirándolo. Girón sonrió.
—Al muchacho no se le puede negar que es valiente. Lo que no sé es si podemos confiar en él.
Alfonso salió en ayuda de su paje.
—Yo confío en Gonzalo. E Isabel también. Si queréis llegar hasta mi hermana, nadie mejor que él.
Pacheco asintió.
—Confiaré en vos, Alfonso… —dijo el marqués de Villena y dirigiéndose a Gonzalo añadió—. Partid de inmediato. Pedro, dadle los dos mejores caballos y que varios hombres le escolten hasta las afueras de Cáceres.
Miró a Gonzalo.
—Una vez allí deberéis actuar solo. Las medidas de seguridad serán extremas y sólo así podréis pasar inadvertido.
—Lo sé —respondió Gonzalo, decidido.
Girón se llevó a Gonzalo camino de las caballerizas.
—Marchad a desear suerte a vuestro paje, Alfonso.
Sin duda, el marqués de Villena quería estar a solas con Carrillo. Alfonso, tras mirar a Carrillo, que asintió, también abandonó la sala.
Pacheco quería hablar con Carrillo del futuro.
—Si Isabel se niega a casarse, el rey de Portugal no traerá su ejército a Castilla. Entonces será el momento de dar el siguiente paso.
—¿En qué estáis pensando?
—Enrique no puede continuar siendo rey de Castilla.
—¿Habláis de derrocar al rey?
Pacheco se frenó en su paseo. Puso su mirada en Carrillo y, medio sonriendo, dejó claras sus intenciones.
—¿Por qué no?
IX
Cuentan que, huyendo de la invasión árabe, en el año 714, unos clérigos que escapaban de Sevilla portaban consigo una imagen de la Virgen de Guadalupe y que la escondieron cerca del río Guadalupe… Y que allí la encontró un vaquero cuando buscaba una de sus vacas, que se había apartado de las demás. La vaca había muerto y cuando el pobre pastor hizo la señal de la cruz, el animal resucitó. En ese momento, la Virgen se le apareció y le encomendó dos tareas: excavar hasta encontrar su imagen y construir una ermita.
Una ermita que fue el cimiento espiritual de lo que luego sería el magno monasterio de Guadalupe, a poco más de un centenar de kilómetros de Cáceres. Allí estaban citados los reyes de Castilla y Portugal para sellar el acuerdo de la boda entre este último e Isabel, la infanta de Castilla.
Todos estaban al tanto de la fe en Dios de Isabel, que no deseaba tal enlace. Pero pese a dicha fe, ella misma sabía que era casi más difícil evitarla que lograr que la Virgen volviera a resucitar una vaca.
Alfonso de Portugal llegó al lugar antes que Enrique y su comitiva. Con él viajaron nobles, damas y criados en un séquito donde todo era boato y lujo. A su lado, más de cien soldados preparados para, cuando se concretara la boda, seguir el viaje hasta Castilla como anticipo de la promesa de refuerzos militares que el monarca de Portugal había hecho a Enrique.
Cuando el rey de Castilla llegó, la solemnidad del monasterio dio paso a fiestas menos solemnes. En ellas, Alfonso de Portugal abrazó con cariño a su hermana, a la que envió a Castilla a casarse con un rey al que todo el mundo daba por impotente. Por eso le impuso una dote desorbitada para aceptar la boda de su hermana Juana.
Ahora, jugaba con su sobrina, Juanita, admirado del milagro de que Enrique hubiera podido engendrarla. Sin duda, Castilla era tierra de milagros.
Isabel, la novia a su pesar, estaba enclaustrada en sus aposentos en espera de la ceremonia donde conocería a su esposo portugués. Y rezaba todo lo que podía para que Dios la ayudara a evitar esa boda.
Como quien deshoja los pétalos de una flor para tomar una decisión, Isabel pasaba, insegura, de decidir no casarse a asumir su triste destino.
Atribulada y herida en lo más profundo de su alma, a sus casi catorce años había sido despojada de su madre, su hermano, su infancia… Y ahora estaba a punto de ser desterrada a otro reino, intercambiada como una pieza de ganado. Enrique, su hermano, la cedía como esposa para tener el ejército que deseaba.
Mientras padecía tanto como cuando la apartaron de su madre y sin dejar de preguntarse si volvería a verla algún día, Isabel miraba el edificio del monasterio embelesada. Le parecía de una belleza innegable, un paraíso construido por la fe de los hombres en la Virgen. Una joya arquitectónica que siempre recordaría como el lugar desde donde se disponía a viajar al infierno de un matrimonio que aborrecía.
La flor se quedó sin pétalos e Isabel seguía indecisa mientras Beatriz la peinaba para acudir a la irremisible cita.
—¿Qué pensáis hacer, Isabel?
—No lo sé, Beatriz… Mi alma me pide que me niegue a esta boda, pero…
—Pero tenéis miedo.
Isabel la miró, efectivamente aterrada.
—¿Se me nota mucho?
—No más que a mí.
Alguien llamó a la puerta e Isabel ordenó que pasara. Era Chacón. Entró serio, como era su costumbre, pero también apresurado, haciendo un gesto a la persona que venía detrás de él.
—Tenemos visita, Isabel…
Por la puerta apareció Gonzalo, el paje de su hermano Alfonso. Iba vestido de criado de la corte portuguesa, sabría Dios cómo había hecho para conseguir el disfraz.
Isabel no daba crédito a lo que veían sus ojos.
—¡Gonzalo! ¿Qué hacéis aquí?
Gonzalo la miró embelesado: pese a vestir un traje sencillo (o tal vez precisamente por eso), Isabel le parecía la más hermosa de las mujeres… pero ese tema no tocaba tratarlo ahora. Ni, probablemente, nunca. Por eso, Gonzalo se limitó a informar de su misión.
—Traigo un mensaje para vos.
Chacón le dio una palmada en la espalda, admirado.
—Y lo ha traído a riesgo de su vida. Entre castellanos y portugueses hay más de dos centenares de soldados custodiando este lugar.
Isabel se levantó a contemplar a Gonzalo más de cerca y no menos admirada. ¿Quién iba a decirle a ella que el paje al que denostó se jugaría la vida por verla?
—¿Cuál es el mensaje que me traéis, Gonzalo?
Gonzalo miró a Beatriz y a Chacón.
—Es privado. Sólo podéis escucharlo vos, alteza.
—Lo que tengáis que decirme lo pueden escuchar ellos.
Chacón estaba empezando a ponerse nervioso, algo inusual en él.
—Sí… Y daos prisa. Están esperándonos. Nunca es bueno hacer esperar a un rey y menos a dos.
Gonzalo asumió que no le quedaba más remedio que comunicar el mensaje.
—Vengo a deciros que vuestro hermano Alfonso y la Liga de Nobles os hacen saber que no apoyan vuestra boda, porque supone un incumplimiento de lo pactado con el rey. —Tomó aire y continuó—: Y que ponen a vuestra disposición todas sus fuerzas si fueran precisas con tal de que este enlace no se celebre, si es eso lo que deseáis.
Isabel sonrió.
—No sabéis la alegría que me dais. Ahora me siento más fuerte para negarme a esta boda.
Chacón, tenso, quiso avisarla de que no todo era tan fácil.
—Alteza, hasta que vuestro hermano consiga ayudaros, pueden ocurrir cosas muy desagradables para vos.
En ese momento, Chacón descubrió algo más de Isabel: su entereza. Con una tranquilidad pasmosa no dudó en reafirmarse.
—Tranquilo, Chacón. Asumo personalmente los posibles peligros. Y lo hago con gusto.
Luego volvió su rostro, de repente alegre e iluminado, hacia Gonzalo.
—Decid a mi hermano que no me casaré. Y Dios sabe que cuando tomo una decisión, nadie me aparta de ella ni con amenazas ni con castigos.
Gonzalo casi tartamudeó al responder, impresionado por esa imagen y esas palabras.
—Os aseguro que este mensaje llegará a vuestro hermano.
Se oyeron golpes en la puerta. Cundió la alarma entre los presentes. Si veían a Gonzalo, su vida podría correr peligro. Beatriz reaccionó la primera:
—¡No podéis pasar! ¡La infanta está vistiéndose!
Al otro lado de la puerta, un desesperado Cabrera avisó de que se dieran prisa o de lo contrario el rey enviaría guardias para llevarla por la fuerza.
—¡Decid a mi hermano que ahora mismo voy! —respondió Isabel ante la amenaza.
Cabrera dejó de incordiar y se marchó a dar el recado.
Isabel miró cariñosa a Gonzalo.
—Debo irme… pero antes he de daros algo.
Isabel se acercó a Gonzalo y le abrazó sentidamente.
—Este abrazo que os doy, dádselo vos a mi hermano.
Pese a la difícil situación que debía afrontar, Isabel estaba firme y tranquila.
Por el contrario, Chacón estaba profundamente preocupado; sabía de la trascendencia de la decisión tomada.
Beatriz se sentía tan nerviosa y atemorizada que, al acompañar a Isabel a la puerta, notó que trastabillaba porque las piernas no la sostenían.
Gonzalo, simplemente, pensaba que era un honor servir a una mujer como Isabel, aunque tuviera que jugarse la vida, como en unos minutos haría huyendo de allí camino de Ávila.
Guadalupe estaba asistiendo a otro milagro.
X
Todos sonrieron aliviados en la gran sala cuando hizo su aparición Isabel.
Alfonso de Portugal incluso disfrutó soñando futuras noches de amor con la joven que acababa de entrar.
Pero sonrisas y sueños se desvanecieron cuando Isabel, tras los parabienes y presentaciones iniciales, dejó clara su intención mirando al que nunca sería su esposo:
—Lamento que hayáis hecho un viaje tan largo para nada. Porque no está en mi ánimo casarme con vos.
Surgieron murmullos entre los numerosos presentes, miembros de ambas comitivas. Murmullos que Enrique acalló con una frase que más que una orden fue un alarido:
—¡Os casaréis con quien yo diga!
Isabel, sin alzar el volumen de su voz, logró que su respuesta se oyera igual de nítida y clara.
—No. Me casaré con quien yo quiera.
Y se retiró de la sala, acompañada de Chacón y Beatriz. El primero, miraba de reojo por si el rey ordenaba rápidamente que fueran encarcelados. Beatriz, en realidad, ya no sabía ni dónde mirar: bastante tenía con seguir con sus temblorosas piernas el paso firme de su señora.
Tan atónitos quedaron los que vivieron la escena, entre ellos don Diego de Mendoza y Cabrera, que en las horas siguientes no hubo reacción alguna contra Isabel.
Juana de Avis tuvo que despedir a su hermano Alfonso de regreso a casa. El rey portugués no le dirigió la palabra a su hermana. Ni se despidió del mismísimo rey de Castilla, al que nunca nadie había visto tan airado.
Después de tan amarga despedida, la reina fue inmediatamente a visitar a Isabel a sus aposentos.
Su aparición fue la de una mujer furiosa: su plan había fracasado. Entró sin llamar y dando voces.
—Sois una niña insolente y malcriada. ¿Cómo os atrevéis a rechazar al rey de Portugal?
Isabel la miraba tranquila y en silencio. Conocía bien sus ataques de histeria y no la intimidaban.
Juana siguió increpándola fuera de sí.
—¿Creéis que ser infanta no incluye obligaciones? ¿Es que no sabéis qué es lo que se espera de una mujer de la familia real?
—Más dignidad que la que tenéis vos —respondió Isabel al fin.
La reina no pudo contenerse y la abofeteó. Chacón fue a ponerse en medio entre la reina e Isabel para que ésta no sufriera un nuevo ataque, pero antes de llegar se oyó una voz que, firme, puso calma desde la puerta. Era don Diego Hurtado de Mendoza.
—Ya está bien, majestad.
Juana de Avis se giró y vio a don Diego, que le hizo un gesto que indicaba que se calmara.
La reina se encaminó hacia la puerta, pero antes de salir logró herir en lo más profundo a Isabel.
—Estáis loca… Como vuestra madre.
Cuando se quedaron a solas Chacón, Beatriz e Isabel, el silencio reinó en la estancia. Al cabo, Isabel lanzó una pregunta, no se sabe si a Chacón o a sí misma… o a Dios incluso.
—¿Qué pasará ahora?
—Hay que prepararse para lo peor —respondió Chacón.
XI
Un tablado estaba montado a las afueras de Ávila, al lado de sus murallas. En el centro, un monigote sentado en una silla señorial representaba al rey. No podía ser a otro cuando portaba una corona, un estoque y un bastón.
Era el 5 de junio de 1465. En pocos meses, y tras la negativa del rey de Portugal a ceder tropas al rey, el camino quedaba limpio de obstáculos para Pacheco.
Ya no había que negociar Juntas que limitaran al rey su poder en la justicia y en la legislación. No era necesario discutir cupos sobre judíos y musulmanes. Ni cómo marcar sus ropas para que todo el mundo al verlos supiera de su origen y de su fe. Todo eso se haría sin necesidad de reuniones inútiles.
En ese momento, había que ir más lejos: había que derrocar al rey. Y, si éste no se rendía, ir a una guerra que se ganaría con total seguridad, pues tal era la desproporción de fuerzas.
Por eso se organizaba esa farsa. Para que el pueblo, congregado delante de las murallas de Ávila, supiera que el rey no era más que un monigote. Y que había que expulsarle del trono para poner en su lugar a otro: ese niño de apenas once años que llegaba allí acompañado de Carrillo, Pacheco, Girón, el conde de Palencia, el de Benavente y algún noble más de quien el propio Alfonso no recordaba ni nombre ni título.
Todos subieron al estrado ante el vocerío general. Alfonso notó que todas las miradas se centraban en él.
Pacheco tomó la palabra para dirigirse a los presentes, casi a voz en grito.
—¡Castellanos! ¡Es un deber doloroso proclamar la traición de nuestro monarca! Dios es testigo que nuestro antes bien amado rey no ha sabido hacer honor a su cargo. Por eso… ¡deja de ser nuestro rey!
Carrillo se acercó al monigote, cogió la corona y la mostró al pueblo. El público observaba con gesto perplejo. A continuación, Carrillo lanzó la corona al aire, provocando muchos vítores y aplausos.
Luego, el conde de Plasencia quitó al monigote su espada, símbolo de la administración de la justicia.
Después, el conde de Benavente le arrancó el bastón, símbolo del buen gobierno.
La multitud, a esas alturas, gritaba entusiasmada.
Pedro Girón, por fin, cogió el muñeco y lo tiró al suelo, insultándolo:
—¡Al suelo, puto!
Girón la emprendió a patadas con el monigote. Lo hizo hasta que Pacheco le pidió que se calmara, de tan enardecido como le vio por las aclamaciones de un pueblo que ya se había transformado en populacho.
Entonces, Pacheco pidió silencio. Cuando la gente calló, lanzó su proclama:
—¡Castilla con el rey don Alfonso!
Todos se volvieron a mirar a Alfonso, que no sabía qué hacer, aturdido.
Carrillo, que notó su estado de ánimo, se le acercó cariñoso y cogiéndole por los hombros le llevó a primera fila de la tarima y también gritó:
—¡Viva el rey Alfonso!
Todos respondieron con un rugido:
—¡Viva!
Conseguida la unanimidad, Pacheco le invitó a sentarse en el trono.
—Majestad…
Alfonso, nervioso y sobrepasado, pero cada vez más borracho de vítores, se sentó.
Gonzalo Fernández observaba la escena, muy preocupado. Le daba la sensación que, aunque Alfonso era de carne, sangre y hueso, era tan monigote como el de trapo que acababan de tirar a tierra.
Pero había una diferencia: el de trapo no sonreía como empezaba a hacer, halagado, Alfonso cuando los nobles le besaron la mano uno detrás de otro.
Castilla tenía dos reyes, pero sólo había una corona.
Eso únicamente podía significar una cosa: la guerra.