13

Octubre de 1469

I

A pocos días de la celebración de los esponsales, eran muchos los preparativos pendientes. Carrillo se encargaba de ellos como si le fuera la vida en cada detalle: invitados, ceremonia, celebraciones… No importaban los gastos ni las críticas de Chacón, que veía cómo el arzobispo de Toledo daba órdenes a diestro y siniestro.

Hasta tal punto de autoridad llegó Carrillo que, a la salida de una reunión, Cárdenas comentó a Chacón:

—No os equivoquéis: la novia de esta boda es Carrillo.

Palencia tomaba nota de todo lo que veía y había empezado a escribir una crónica no ya de lo relacionado con la boda, sino con la figura de Fernando, su llegada a Valladolid y la habilidad política de Carrillo, que después de todo era quien pagaba.

Isabel quedó en segundo plano, para desencanto de Chacón y de Cárdenas. Pero no era momento de alzar la voz. Al fin y al cabo, sin Carrillo y sus intervenciones en Segovia, en Ocaña, sus negociaciones con Aragón… muy probablemente no se hubiera llegado a aquello.

Chacón, preocupado por los temores de Isabel a su noche de bodas, hizo llamar a su esposa Clara. Dado que la verdadera madre de Isabel no estaba en su sano juicio, nadie mejor que ella, que fue su nodriza y en muchos momentos su segunda madre, para ayudarla. No avisó a Isabel de esto: quería que fuera una sorpresa.

Fernando observaba todo con atención. Sociable por naturaleza, parecía haberse adaptado a su nueva situación sin gran esfuerzo. Además, como príncipe de Aragón, estaba acostumbrado a tratar con culturas e idiomas diferentes desde niño. Sin duda, la educación de su madre y los años de infancia en Cataluña le sirvieron de ayuda.

Pero pese a compartir lengua y otras muchas costumbres, y pese a que su madre era castellana, Fernando no tardó mucho tiempo en cerciorarse de que Castilla y Aragón tenían sus diferencias.

Sobre todo, le llamó la atención el poder de nobles y prelados. Personajes como Pacheco o Carrillo no tendrían cabida en la Corte de Aragón. Su padre, el rey, los habría echado a patadas de palacio.

Amante de estudiar a las personas, analizó a quienes le rodeaban y rápidamente hizo un retrato mental de ellos.

Por ejemplo, apreciaba la elegancia de Chacón, más pendiente de atender a los demás que de ser protagonista, aunque nunca le veía sonreír y siempre desconfiaba de quienes no lo hacían.

Cárdenas le parecía un tipo de fiar, noble y con un sentido de la ironía que mostraba su inteligencia. Además, tenía virtudes muy apreciadas por Fernando: era discreto, nunca levantaba la voz cuando hablaba y jamás tomaba la palabra antes que las personas de mayor posición y edad. Y, sobre todo, no tenía doblez.

Alonso de Palencia le gustaba: era de frases ingeniosas y críticas afiladas. Sin duda, era un hombre difícil de engañar y experto en intrigas; se notaban los muchos años que había pasado cerca del poder. Pero desconfiaba de él por los continuos halagos que recibía de su parte.

Carrillo le aturdía. Le veía demasiado ansioso de poder para no ser un rey. Sabía de sus desvelos con Isabel y de su lealtad. Conocía la larga amistad que unía al arzobispo con su padre… Pero le sacaba de quicio su obsesión por mandar, por hacer alarde de lo importante que era delante de todo el mundo.

De Gonzalo no se había formado una opinión: se mostraba esquivo y todavía no había hablado con él. Sólo sabía que era de su edad, un buen soldado, y que estaba demasiado pendiente de Isabel.

Pero quien más le había impresionado en esos pocos días que llevaba en Valladolid era precisamente Isabel. Tenía que dar la razón a Carrillo y a Peralta, al que sonsacó antes de viajar a Castilla: se parecía a su madre, doña Juana Enríquez. No era, ni de lejos, tan bella como ella, pero tenía un cuerpo bien formado, unos ojos preciosos y una bonita cabellera rubia. Se parecía a ella en comportamiento y carácter.

Nunca decía una palabra de más, pero sus ojos hablaban. Tenía obsesión por aprender de todas las cosas. E intuía, como le había dicho Cárdenas, que tenía una fuerza de voluntad que ya quisiera Fernando para muchos de sus soldados.

Sólo había dos aspectos que no le gustaban de ella. El primero, que no la había visto reír en los tres días que llevaba allí. Y eso le hacía mostrar tensión y un sentido excesivamente trascendente de la vida. Aunque la justificaba: sabía de los años tan difíciles que había pasado.

Pero lo que más le disgustaba de Isabel era su obsesión por evitar el contacto corporal. Eludía que la cogieran del brazo, que le dieran la mano; procuraba mantenerse a cierta distancia y cuando se acercaba cualquiera a ella, sobre todo si era un hombre, notaba que se le erizaba el vello como a un gato cuando siente el peligro.

Fernando podía entender que lo hiciera con cualquier otro, pero no con él, que iba a ser su esposo. Era algo que debía corregir.

Por ello, esa mañana, dedicaba toda su sapiencia acerca de las emociones humanas y derrochaba su famoso encanto para ver si lograba cambiar la situación.

Habían salido a pasear y Fernando se sintió optimista cuando, por primera vez, fue Isabel quien inició la conversación.

—¿No echaréis de menos vuestra tierra?

—Siempre. Pero hay un deber que cumplir. Además, no habléis de Aragón como si fuera sólo mi tierra… Porque también será la vuestra cuando nos casemos.

—Como de vos será Castilla.

Isabel dijo esta frase esbozando una leve sonrisa, algo que aumentó todavía más la moral de Fernando para afrontar el paso que quería dar.

—¿Y vos, Isabel, echáis de menos algo?

—Desde luego. Arévalo… Mi madre… Beatriz, mi amiga… Mi hermano Alfonso…

A Isabel, según iba dando nombres, se le hizo un nudo en la garganta. Fernando lo notó, emocionado.

—Sois una mujer más valiente que muchos hombres. Os habéis negado a contraer matrimonio con quien no queríais. Defendéis Castilla como yo Aragón. Nos parecemos, Isabel. Mucho… Incluso nuestras vidas han andado parejas sin darnos cuenta.

—¿A qué os referís?

—Yo también peleé contra mi hermano mayor por los derechos que quería usurparnos a mi padre y a mí.

Fernando acarició su cabello… Isabel no se apartó, por lo que Fernando continuó en su discurso:

—Por nuestras venas corre la misma sangre. Y mi padre ya quiso prometernos cuando éramos niños. ¿Os imagináis que hubiera tenido éxito?

Isabel sonrió. Fernando acercó despacio su cara a la de ella.

—Por fin una sonrisa.

Y puso sus labios levemente sobre los de ella. Pero Isabel se apartó al instante, con el gesto alterado y tensa ante tal atrevimiento.

—Tengo que volver.

Y salió corriendo de regreso a palacio.

Fernando maldijo su suerte. Sin duda había ido demasiado rápido.

Acostumbrado a llegar y besar el santo con tantas y tantas mujeres, sintió que no había sabido manejar la situación.

Sin duda, Isabel era distinta a todas ellas, pensó. Y debería ser tan humilde como le aconsejó Aldonza para conseguir que Isabel le abriera las puertas de su cuerpo y de su alma.

II

Corrían malos tiempos para Pacheco. Sus continuos fracasos en relación a Isabel le habían hecho perder el favor de Enrique. Además, en su vida familiar tampoco reinaba la felicidad. Su hija Beatriz no había superado el disgusto por su frustrada boda con Fernando y, sobre todo, la delicada salud de su esposa le tenía francamente preocupado.

María Portocarrero sufría de asma y de fiebres continuas que la tenían tan debilitada que apenas se levantaba ya de la cama.

Pero Pacheco era un animal político y sentía pasión por su trabajo. Pese a la evidente crisis familiar, sólo tenía una obsesión: recuperar el favor del rey. En pos de ello pasaba la mayor parte del día encerrado en su despacho, esbozando en su mente estrategias e intrigas con las que pudiera recuperar su prestigio.

Tras mucho pensar, sólo encontró una posibilidad, ya que Enrique se negaba a usar la fuerza: volver la mirada hacia Francia.

Si Isabel y Fernando se casaban, siempre cabía la posibilidad de que Aragón cediera su ejército en apoyo contra Enrique si las cosas iban mal dadas. Aragón tenía muchos frentes abiertos, pero no se podía despreciar esta posibilidad. En ese caso, y con el apoyo de Carrillo, Enríquez y muchos de los que conformaron la Liga de Nobles, sería un ejército imbatible para Enrique.

Por el contrario, Francia quería anexionarse parte de Cataluña, perteneciente al reino de Aragón, y quién sabía si entrar con sus tropas hasta el mismo Aragón. Pero, pese a la grandeza del ejército francés, Aragón le hacía frente con numerosos éxitos militares conseguidos por la habilidad de Fernando.

¿Por qué no llevar a la práctica la idea de Diego Hurtado de Mendoza de crear una alianza francocastellana? Sólo habría que ofrecer a Luis de Valois otra novia para su hermano, el duque de Guyena, tras el rechazo de Isabel.

Y esa novia tenía que ser Juana, la hija de Enrique y Juana de Avis.

Estaba seguro de que a los Mendoza, que tanto defendían los derechos de Juanita, les agradaría esta opción. De hecho, aún la invitaban a pasar largas estancias en sus mansiones de Trijueque y Buitrago.

Con esta idea en mente, pidió audiencia a Enrique. Tras pedir excusas por su comportamiento en su última reunión, donde Pacheco había perdido las formas, contó su plan con todo lujo de detalles.

Pero la reacción del rey no fue la esperada por Pacheco.

—¡Dejaos de intrigas por una vez en vuestra vida! Todos vuestros planes sólo han servido para que hagamos el ridículo con Portugal y con Francia. Sólo nos queda el Papa, esperemos su decisión sobre la bula de Isabel.

Pacheco quedó hundido. Enrique lo notó y no pudo evitar sentir pena por él. Al fin y al cabo fue su mejor amigo, su compañero de tantos años. Y no olvidaba que le debía haber llegado al trono.

Por eso se preocupó por el marqués.

—Tengo entendido que vuestra esposa está enferma.

—Sí, majestad…

—Id con ella. Allí tenéis ahora más que hacer que aquí. Os mandaré a mi mejor médico para que la visite.

—Gracias. Será bien recibido en mi casa.

Pacheco salió de palacio doblemente herido por el rechazo a su oferta y por la piedad del rey.

Nada más llegar a casa, fue a ver a su esposa. Ahora el que se apiadó fue él: cada día que pasaba la encontraba más débil.

Tras ayudarla a beber un poco de agua, le comentó que el rey había preguntado por ella y que le había ofrecido a su mejor galeno.

María no se mostró demasiado ilusionada.

—Os lo ruego… No quiero más médicos…

Lo dijo con el hilo de voz que le quedaba. Pacheco la miró triste. Su esposa, pese a ser ella la enferma, se preocupó por él.

—No traéis buena cara.

—El rey me está dando la espalda.

—Siempre dije que os pasaría algún día.

—Enrique es un necio. Espera que Roma no permita la boda de Isabel. ¡Cómo si eso parara la tormenta que se avecina!

—Supongo que ya estaréis tramando algo para que escampe.

—Sí. Pero no quiere escucharme.

—No tenéis remedio, esposo. Siempre intrigando.

Pacheco se sintió ofendido.

—Por eso seguramente hemos alcanzado la fortuna de la que disponemos.

—¿Y de qué nos sirve? No hemos disfrutado ni de un paseo juntos en meses.

Pacheco sabía que su mujer decía la verdad. Amable, le prometió:

—Cuando os encontréis mejor, pasearemos todos los días.

—No habrá más paseos, Juan. Ya es demasiado tarde.

III

Palencia ya había empezado a escribir sus crónicas y dio cuenta de ello a Carrillo, que le pidió que le leyera lo escrito.

El cronista empezó a leer, pomposo:

—Dos mil invitados, la flor y nata de Castilla…

Carrillo le interrumpió, corrigiéndole:

—Perdón, Palencia, pero los invitados no llegarán a mil.

—Pongamos entonces tres mil. Dará más grandeza a la ceremonia. Y quienes lean mi crónica en años posteriores lo creerán. —Sonrió—. Porque no estuvieron aquí, como yo, para contar los invitados.

El que sonrió entonces fue Carrillo.

—Me encanta vuestra manera de contar la historia… y a los invitados de las bodas. Continuad.

Palencia retomó la lectura:

—Tres mil invitados, la flor y nata de Castilla, fueron testigos del nacimiento de una nueva era auspiciada por el excelentísimo don Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo y canciller mayor de Castilla.

Carrillo disfrutaba oyendo los títulos que poseía… y el que el cronista anticipaba: el de canciller mayor del reino. Palencia continuó leyendo:

—Un nuevo amanecer ilumina las tierras castellanas con la vida de los príncipes Fernando e Isabel… Aragón y Castilla unen sus fuerzas.

De repente unos golpes en la puerta interrumpieron la lectura. Carrillo ordenó pasar.

—Tenéis visita, excelencia —anunció un criado.

El criado hizo entrar a un hombre encapuchado. Carrillo intuyó quién era. Palencia tuvo que esperar a que se quitara la capucha: era De Véneris.

Carrillo preguntó al criado:

—¿Alguien sabe de su presencia aquí?

—No, monseñor.

—Bien… —Miró a Palencia—. Dejadnos a solas.

El criado y el cronista salieron del despacho. Entonces Carrillo preguntó ansioso a De Véneris si había bula.

El nuncio papal negó con la cabeza, preocupado.

—¡Maldita sea! —rugió Carrillo—. ¿De qué ha servido tanto dispendio con vos y con el propio Papa?

—Pensad que concedió bula a Isabel para desposarse con Alfonso de Portugal. Y que Francia la solicitó para casarla con el duque de Guyena. No puede conceder tres bulas para una misma princesa… Abriría una crisis diplomática sin precedentes.

De Véneris notó que Carrillo, muy inquieto, se había quedado sin habla e intentó ayudarle.

—Si queréis, yo mismo podría hablar con Isabel para explicarle la situación: sé que será duro decirle que no puede casarse.

Carrillo despertó de su letargo al oír esas palabras.

—¡Ni se os ocurra hablar con ella! ¡Esta boda se celebrará!

—Pero ¿cómo? Si no hay bula…

—Si no hay bula, tendremos que inventárnosla. Cubríos y acompañadme.

De Véneris, atónito, obedeció.

IV

No tardó en llegar a Segovia la noticia de que no había bula. La decepción de Pacheco fue grande. Tanto como la alegría de Enrique, que pensó que Isabel jamás se casaría sin autorización papal, tal era su fe en Dios y la Santa Madre Iglesia.

Sin duda, tanta alegría habría menguado si hubieran sabido de los planes de Carrillo: falsificar la bula. Para eso había abandonado la residencia de Vivero y se había ocultado con De Véneris en una casa apartada, lejos de Isabel y los suyos.

La bula falsa que redactó era la que el papa Pío II había negado al rey de Aragón en su día, cuando le pidió una bula general para su hijo Fernando. Para no comprometer al papa Paulo II, se falsificó la firma del difunto Pío II y se puso la fecha de tres meses antes de muerte del mismo.

De Véneris no estaba de acuerdo en falsificar la bula.

—¿Qué necesidad había de mentir?

—Mucha. Sin esa mentira, Isabel nunca habría aceptado la boda y estaría ahora en París con el duque de Guyena. Esperaba que consiguierais una nueva para decirle que era muestra expresa del apoyo renovado de Roma a nuestra causa. Pero donde no hay pan tierno se come el duro.

Miró la bula.

—Nos está quedando perfecta. Conseguir un pergamino avejentado no es tan fácil.

Carrillo derramó polvo secante encima de la tinta, esperó un instante y sacudió la bula en el aire.

De Véneris insistió:

—¿Creéis que Isabel lo aceptará si sabe de esto?

—No, por eso no hay que decírselo.

Carrillo quemó la vela de lacre hasta que unas gotas rojas cayeron al pie del documento

—Sello.

De Véneris sacó un anillo de una bolsita y se lo dio a Carrillo. Éste lo cogió y lo imprimió en la cera.

Habemus bula. —Miró a De Véneris—. Mañana al mediodía vendrá gente de mi confianza y os llevaran a palacio… Recordad que debéis decir que llegáis de Roma para dar una buena noticia.

V

Beatriz de Bobadilla ya había salido de cuentas, para su preocupación y la de su marido. Pero cuando Cabrera le dio la noticia de que el Papa no había concedido la bula a Isabel, fue tal su indignación que, por un momento, hasta se olvidó de su embarazo.

—¿Estás seguro de lo que dices?

—Sí. Don Diego de Mendoza dio fe de ello. Vamos, salgamos fuera, necesitas pasear.

Beatriz fue hacia una mesa.

—Más tarde. Tengo que escribir a Isabel.

—Olvídate de ese asunto.

—¡No puedo! ¡Es mi amiga! ¡Y piensa casarse sin bula!

—El rey opina que no se atreverá.

—Lo dudo. De momento ya se ha atrevido a mentirme y a escaparse a Valladolid.

Así pues, Beatriz escribió la carta. En ella se quejaba a su amiga Isabel de cómo la había engañado haciéndole creer que se casaría con el duque de Guyena y no avisándola de su huida de Ocaña. También le decía que sabía que no tenía bula, pues don Diego Hurtado de Mendoza leyó al rey delante de su esposo el mensaje del Papa. Por último, le recordó a Isabel su juramento de que la política no le cambiaría. Beatriz acabó la misiva con esta frase: «Siento deciros que sí habéis cambiado. Habéis engañado a vuestra mejor amiga y no obedecéis los designios de la Iglesia, vos que sois tan creyente».

Cuando terminó de escribir la carta, se la dio a leer a su esposo.

—¿Qué te parece?

—El rey Enrique suscribiría lo que le dices punto por punto.

—No sé si eso es bueno o malo, la verdad. Él también tiene culpa de todo lo que ha pasado.

Luego, miró a Cabrera de esa manera que, cuando lo hacía, él no podía negarle nada.

—Te suplico que se la hagas llegar a Valladolid. ¿Puedes hacerlo sin que el rey te llame la atención?

Cabrera sonrió.

—Qué remedio me queda… Temo más tu ira que la del propio rey.

VI

Isabel seguía mostrándose tensa, y en su cara se podían adivinar sus pocas horas de sueño. Chacón, cariñoso, le preguntó por ello.

—¿Algún problema, Isabel?

Ocultando sus cuitas personales, Isabel habló de otras cosas que no le preocupaban menos.

—Vos me diréis si no los hay. ¿Y Carrillo?

Cárdenas, que se hallaba presente, intervino:

—Anda desaparecido. Uno de sus criados me ha dicho que tenía que ver a carpinteros para las tablas de las mesas y a ganaderos para que nos provean de carne para el banquete.

—¿También va a probarse el traje de la novia? —dijo irónica Isabel—. Porque parece que quien se casa es él.

Chacón temía que las tensiones pudieran romper la unidad que había entre ellos. Y Carrillo, aun a su pesar, era necesario.

—Sed benevolente, Isabel. Carrillo ha luchado mucho para que pudiéramos llegar hasta aquí.

—Sí. Pero está asumiendo todo el poder de decisión. Los gastos de los esponsales, las relaciones con el Papa de las que no sabemos absolutamente nada, Palencia… ¡Por Dios! ¿Qué hace ese hombre con nosotros?

—Es seguro que Pacheco montará propaganda en vuestra contra —justificó Chacón—. Y Carrillo piensa que Palencia os defenderá de ella mejor que nadie.

Isabel reaccionó punzante.

—¿Porque es tan mentiroso como Pacheco?

A Chacón se le acababan los argumentos y miró a Cárdenas, que recogió el guante.

—Os prometo que vigilaré a Palencia bien de cerca, alteza.

—Conseguid también sus textos. Quiero leerlos.

Cárdenas salió de la sala. Ya a solas, Chacón preguntó a Isabel:

—Isabel, aparte de estos asuntos, ¿hay algún problema más que queráis contarme?

Isabel negó, mintiendo.

En ese momento se abrió la puerta: Catalina, sonriente, asomó por ella.

—Señora, ya ha llegado la primera invitada de la boda —anunció.

Era Clara, su nodriza, a todos los efectos su segunda madre. Y esposa de Chacón. A Isabel le cambió la cara al verla.

—¡Clara!

Y corrió a sus brazos. Chacón guiñó un ojo, cómplice, a Catalina. Ella era la que había insistido en que viniera una hermana, una amiga o su progenitora. Como Isabel no tenía hermanas, a su amiga Beatriz de Bobadilla le era imposible desplazarse hasta allí y su madre no gozaba de buena salud, sólo quedaba Clara. Y bien que valdría para levantar la moral a Isabel, pensaba Chacón. También a él mismo, pues apenas veía a su esposa.

Isabel quiso mostrarle a Clara la casa donde ahora vivía y sus aposentos. Cuando se aproximaban a su alcoba, vieron a Fernando esperando a la princesa en la puerta.

Isabel miró a Clara preocupada.

—¿Qué hace aquí?

Clara sonrió.

—Esperarme a mí, no, desde luego.

Al llegar hasta donde estaba Fernando, Isabel hizo las presentaciones. Tras éstas y discretamente, Clara se metió en la alcoba con la excusa de preparar su cama. Isabel le suplicó con la mirada que no la dejara, pero Clara le sonrió y la dejó a solas con Fernando. Éste no tardó un segundo en hablar, serio y casi tan tenso como Isabel.

—Isabel, quiero hablar con vos. Siento esperaros aquí, pero no os he podido encontrar en todo el día.

La princesa no podía ocultar su incomodidad.

—Os escucho.

—No sé qué os pasa, aunque supongo que los nervios de la boda son los que os hacen ser tan huidiza… Sea lo que sea, quiero dejaros algo claro.

Isabel le escuchaba muy atenta. Sentía que Fernando la estaba tratando de otra manera.

—Pensaba que no tendría la suerte de casarme con alguien que me gustara de verdad —continuó Fernando—. Pero estoy contento de haberme equivocado, porque vos me gustáis, Isabel. Mucho.

Fernando aguardaba alguna respuesta, pero Isabel, turbada, calló. El rey de Sicilia insistió, con una humildad impropia de un monarca.

—¿Yo os gusto a vos?

Isabel quiso responder que sí. Pero no se atrevió. Al final, sólo pudo decir:

—Buenas noches.

Y se metió en la alcoba, dejando a Fernando desanimado, sin saber cómo llegar hasta su corazón.

Nada más entrar en la habitación, Clara se permitió dar a la novia su primer consejo, ya que antes nadie había podido hacerlo.

—Isabel, no podéis huir de él siempre. Dentro de nada será vuestro esposo. Algún día tendréis que complacerle.

—Eso depende.

Clara la miró perpleja.

—¿De qué depende?

—Del día. Lo tengo todo controlado… Durante la cuaresma y el adviento no se debe complacer al marido. Ni en las otras fiestas de guardar, ni en las vigilias.

—Lo tenéis bien estudiado…

Isabel continuó:

—Ni los lunes, en honor a los santos difuntos; ni los jueves, en memoria de la Última Cena; ni los viernes, en recuerdo de la Crucifixión. Los sábados, tampoco, en honor de la Santísima Virgen y los domingos, en honor de la resurrección de Cristo.

Clara estaba sorprendida: qué pocas ganas de estar con su esposo debía de tener Isabel cuando había planeado tantas excusas.

—¿Y los martes y miércoles?

—Sólo si no caen entre Pascua y Pentecostés, ni en los cuarenta días después de Navidad, ni tres días antes de recibir sacramento. Es lo que dice la Iglesia.

Clara acarició con afecto a Isabel.

—Pero mi niña, con ese calendario, ¿cómo pensáis tener descendencia? Os aseguro que hay cosas entre marido y mujer en las que la Iglesia no debe mediar.

—Decidme una.

—La atracción entre un hombre y una mujer existe antes del primer Papa, Isabel. ¿A vos os atrae Fernando?

Isabel se sonrojó, avergonzada.

—Sí…, mucho. Y que Dios me perdone.

Clara, enternecida, le dio un beso en la frente.

—Tranquila, mi niña. Dios tiene asuntos más difíciles de perdonar que eso.

VII

Esa misma noche, Clara pudo acostarse con su marido, algo que hacía mucho tiempo que no pasaba.

Chacón apagó la vela y le dio las buenas noches. Clara quedó decepcionada. ¿Tanto tiempo sin verse y se iba a dormir con sólo un buenas noches? Pero prefirió no decir nada.

Sin embargo, pronto notó que su marido no podía conciliar el sueño.

—¿No podéis dormir…?

—Hace días que me cuesta pegar ojo.

—¿Qué os preocupa? Si es Isabel, dejadla de mi cuenta: hay cuestiones que mejor tratarlas sólo entre mujeres. —Y tras una pausa añadió—: ¿Qué más os turba el sueño?

Chacón se sinceró.

—Carrillo. No consulta, no pregunta, decide todo por su cuenta… Sé que sin él hubiera sido imposible llegar hasta aquí. Pero si continúa así…

Clara le animó.

—Vos lo sabréis manejar.

—Eso espero… Además, aún no ha llegado la bula del Papa y temo que Isabel se eche atrás. Tenemos que llevar esta boda a buen puerto. Como sea.

—Así será. Pero ahora, dejad de pensar en problemas y relajaos.

Clara empezó a hacerle arrumacos.

—¿Sabíais que sólo hay treinta y siete días al año en los que se puede hacer el amor sin ofender al Altísimo?

Chacón sonrió.

—¡Qué cosas decís!

—Es lo que dice la Iglesia. Y los he contado.

Clara le besó en la boca.

—Y resulta que estamos en octubre… y vamos muy atrasados.

Chacón la correspondió y empezaron a hacer el amor.

No eran los únicos que no dormían. Fernando estaba empezando a inquietarse por su relación con Isabel. Le gustaba, se iba a casar con ella… Pero si todo seguía así, su matrimonio sería un infierno. Necesitaba nuevos puntos de vista: por eso llamó a Gonzalo, al que recibió junto a una jarra de vino y dos copas.

Gonzalo acudió a la cita alarmado.

—¿De qué queréis hablar conmigo?

—Os seré franco: desde que he llegado a Castilla no tengo a nadie al que dar parte de mis cuitas. Carrillo está demasiado interesado por el poder. Chacón está demasiado ocupado en controlarle y Cárdenas demasiado afanado en obedecer a Chacón…

Fernando bebió relajado un sorbo de vino e invitó a Gonzalo a sentarse y a beber con él. Lo que éste no quisiera decir, el vino haría que lo dijera.

—El resto son mujeres y no frecuento mucho a los curas, así que sólo os tengo a vos para confesar mis tribulaciones.

Gonzalo estaba desconcertado.

—Os agradezco la confianza.

—Y yo agradecería que me dierais la vuestra. Habladme de vos…

—¿Qué os puedo contar de mí? —dijo cortante Gonzalo—. Yo soy un simple soldado. Y vos sois rey.

—Un rey no deja de ser hombre nunca… Os lo juro. —Le miró pícaro—. Ni un soldado tampoco.

—Un rey puede ser infeliz sin ningún motivo. Pero un hombre siempre tiene algún motivo para ser desdichado.

Fernando le miró serio.

—¿Y vuestro motivo para ser infeliz cuál es?

Gonzalo calló, pero Fernando no era de los que soltaban la presa fácilmente y sirvió más vino.

—Venga, Gonzalo… Sé cuando un hombre sufre penas de amor. Y vos las tenéis. Contadme vuestras penas y yo os contaré las mías. ¿Quién es esa mujer que os ha llegado tanto al corazón?

Gonzalo le miró. Notó que Fernando quería que cayera en una trampa y recurrió a la mentira para escabullirse.

—Está lejos… Muy lejos de mí.

Fernando le pidió con la mirada más detalles. Gonzalo lo notó y zanjó con otra mentira.

—Se quedó en Córdoba cuando vine a servir a la Corte, hace casi cuatro años.

—Mucho tiempo es ése. ¿Queréis mi consejo? Olvidadla. Y buscad alegría y placer con otras. Un clavo quita otro clavo, os lo aseguro.

—No es tan fácil.

—Porque no lo habéis probado. Una mujer hace olvidar a otra… Salvo que sea vuestra esposa y madre de vuestros hijos. Entonces es sagrada. —Le miró fijamente—. Como lo será Isabel para mí.

Gonzalo le observó. Fernando notó que había pasado la primera barrera y siguió hablando:

—Mi problema es que no sé cómo llegar a ella. Me esquiva. Os juro que nunca he encontrado tanta resistencia en mujer alguna. Quiero saber qué debo hacer para tenerla de mi lado, para hacerla feliz en todo. ¿Podéis darme algún consejo?

Gonzalo sonrió. Fernando pensó que la segunda barrera ya había sido traspasada.

—En ese caso, intentaré ayudaros —dijo amablemente Gonzalo—. Nunca prometáis nada que no podáis cumplir: la vi discutir incluso con su hermano por ser débil de espíritu… Y eso que le amaba sobre todas las cosas. Si estáis a su lado, nunca os fallará. Poneos en su contra y será el peor enemigo.

Fernando sonrió.

—Eso es bueno saberlo, sin duda. ¿Algo más?

—Respetad su fe en Dios. Y amad a Castilla porque os lo agradecerá tanto como que la améis a ella.

Gonzalo hablaba de Isabel embelesado. Sin saberlo, había caído en la trampa. Fernando supo esa noche que los sentimientos de Gonzalo por la que iba a ser su esposa sin duda eran algo más que mera lealtad.

VIII

A la mañana siguiente, Carrillo reunió a todos: había llegado la bula papal.

—Aquí está por fin. —Mostró el documento falsificado—. Gracias a Antonio Giacomo de Véneris hemos conseguido que el papa Paulo II avale la bula concedida por Pío II al príncipe Fernando de Aragón para casarse, tan pronto cumpliese los dieciocho, con una princesa de sangre real consanguínea en tercer grado.

Chacón y Cárdenas observaban al legado papal y al arzobispo con algo de prevención. Y notaron que De Véneris no se encontraba a gusto con la ceremonia.

Isabel preguntó a De Véneris:

—¿Y qué opina Paulo II de esta bula antigua? ¿Os ha dicho algo?

De Véneris vaciló un instante y Carrillo se le adelantó en la respuesta.

—La acepta, por supuesto. Ningún Papa desdice lo firmado por el Papa anterior.

Isabel aún no estaba convencida.

—Entiendo, pero Paulo II me concedió dispensa para casarme con el rey de Portugal. —Miró a De Véneris—. ¿Le parece bien que mi prometido sea otro?

Carrillo, aunque bromeando, lanzó una pulla a Isabel.

—Parece que ponéis más impedimentos en la boda que el propio Papa.

Isabel se quedó contrariada con el comentario. Fernando lo notó: era lo que le faltaba por ver de Carrillo, que fuera un insolente con su futura esposa.

—Toda novia que se precie está nerviosa antes de ir al altar. Os rogaría que no hicieseis chanzas con la que va a ser mi esposa.

Isabel agradeció a Fernando el gesto con una mirada. Carrillo suavizó el tono inmediatamente.

—Lo siento, majestad. —Miró a Isabel—. No estéis nerviosa. La dispensa para desposar al rey de Portugal llevaba vuestro nombre, pero ésta fue concedida a Fernando. Y, como ya os he dicho, Paulo II jamás daría un paso en falso negando la legalidad de esta bula. —Y preguntó a De Véneris—: ¿Verdad, monseñor?

—Sí, excelencia.

Chacón, suspicaz, se dirigió a De Véneris.

—De Véneris, hoy os veo menos locuaz que de costumbre.

—Es el cansancio del viaje.

En realidad, Chacón no necesitaba que De Véneris le dijera nada: sabía que la bula era falsa. Y así se lo hizo saber a su leal Cárdenas en cuanto estuvieron a solas.

—¿Estáis seguro de que la bula es falsa?

Chacón le dijo lo que sabía.

—El propio Carrillo me lo reconoció cuando habló de ella delante de Peralta. Y ahora aparece como por arte de magia.

Cárdenas no salía de su asombro.

—¿Y De Véneris, como nuncio papal, se ha prestado al juego?

—De Véneris ha intentado conseguir una nueva bula por encargo del rey de Aragón. Pero no debe de haber tenido suerte, y lo entiendo… Si el Papa la hubiera concedido, tendría en contra a Castilla, Francia y Portugal. Demasiados frentes abiertos.

Tras un silencio, Cárdenas hizo la gran pregunta:

—¿Se lo vais a decir a Isabel?

—No.

Cárdenas le miró sorprendido. Chacón se explicó:

—Si denunciamos esa bula, Isabel no querrá casarse… Y que se celebre la boda es esencial para nuestros intereses.

—Las mentiras son malas compañeras de viaje, don Gonzalo.

Chacón frunció el ceño.

—Lo sé… Pero a veces hay que convivir con la mentira para acabar consiguiendo tus objetivos. Y mientras Isabel y Fernando no sepan nada, seguiremos la corriente.

IX

Ya que el rey no daba el visto bueno a su idea de proponer en matrimonio a su hija Juana con el duque de Guyena, Pacheco decidió saltarse las normas y el protocolo.

No era algo nuevo para él: Enrique era tan laxo en sus obligaciones que, en tiempos pasados y más felices para el marqués de Villena, muchas veces debía decidir por él. Sonreía recordando cómo, en ocasiones, llegó a falsificar su firma, algo de lo que el monarca ni se daba cuenta.

Tocaba volver a hacerlo. Por eso escribió una carta al obispo Jouffroy, favorito del rey de Francia, haciéndole la proposición de boda en nombre de Enrique. En la misma misiva, pedía excusas por su mala experiencia cuando vino a Castilla a preparar las capitulaciones de boda del duque francés con Isabel. Y por supuesto, Pacheco mintió a Jouffroy diciendo que esta carta la mandaba en nombre del rey Enrique de Castilla. Si no tenía éxito, la respuesta sólo la sabría él. Y si lo tenía, ya se lo agradecería Enrique.

Apartado de la Corte y sabiendo que su mujer estaba en sus últimos momentos, esta nueva intriga mantuvo vivo a Pacheco entre tanta amargura.

Otro acontecimiento que le animó fue la llegada de Diego, su hijo primogénito, que había venido a ver a su madre. El mismo Pacheco le avisó de su estado crítico, pero no le hizo desplazarse desde Toledo sólo por eso. Tras abrazar a su madre y llorar por ella, Diego fue llamado por su padre para una reunión privada.

—Necesito que dejéis nuestros asuntos de Toledo en manos de gente de confianza y que os quedéis aquí conmigo. Me siento demasiado solo. Temo que todo mi trabajo sea en balde si no tiene heredero que lo continúe. Tendréis que estar atento: aprended de mí… Fijaos en cada detalle. Con el tiempo habréis de ser como yo.

Diego le miró sobrepasado por la confianza que depositaba en él su padre.

—Dudo que llegue a tanto, padre.

—Ni se os ocurra dudar: sois mi hijo. —Agarró el brazo de su hijo y se expresó con vehemencia—: Vamos a dejar claro al rey que a un Pacheco no se le humilla… ¡nunca!

No dijo estas palabras en vano. Pacheco ya tenía preparado el siguiente paso a dar: visitar a Diego Hurtado de Mendoza. Enemigo tantas otras veces, ahora necesitaba tenerle como aliado.

Y tenía en sus manos algo con lo que lograrlo: un borrador de la lista de invitados a la boda de Isabel.

Pacheco tenía contactos y gastaba más su dinero en estos menesteres que en ostentar posesiones y riqueza. Por eso consiguió esa lista de invitados tan valiosa. Con ella viajó, acompañado de su hijo, hasta Buitrago a ver a Diego Hurtado de Mendoza. Tras presentarle a su hijo («Observa y aprende», le había dicho Pacheco a su primogénito antes de entrar), dejó caer en la mesa de su anfitrión un legajo.

—Leed esta lista. Me ha llegado de Valladolid.

Don Diego leyó y le cambió el semblante.

—Por la Virgen de los Remedios… —Levantó su mirada hacia Pacheco—. ¿Todos estos irán a la boda de Isabel?

Pacheco asintió.

—Sí. Cerca de mil invitados. Clero, nobles, caballeros… Cuando organicé la rebelión contra Enrique no conseguí tantos apoyos.

Mendoza guardó un inquietante silencio.

—Hay que solucionar este problema, don Diego.

—¿Y qué proponéis? ¿Que el ejército tome Valladolid?

—Ya es demasiado tarde para eso. Habría que haberlo hecho cuando lo avisé. Ahora, llegaríamos en plena boda, entre los festejos y las verbenas. Sólo serviría para convertir a Fernando e Isabel en mártires a los que el pueblo adoraría. —Hizo una pausa y continuó—: La única solución es Francia.

—¿Francia?

—Sí. Casar a la hija del rey con el duque de Guyena. He enviado carta a Jouffroy planteándole el asunto.

Mendoza no podía creerse lo que estaba oyendo.

—¿Sin pedir permiso al rey?

—Si hubiera tenido que pedirle permiso para todas las cosas desde que se coronó, Castilla sería un desgobierno. A Enrique le gusta cazar, tocar el laúd… Pero llevar las riendas del reino, poco.

Pacheco tenía razón, pensó don Diego. Por lo menos en eso la tenía. Así le iba a Castilla.

—Hemos manejado mal el problema —continuó el marqués de Villena—. Todos, y yo el primero. No hemos sabido entender lo que supone unir dos personalidades como la de Fernando y la de Isabel. Son jóvenes, suponen la unión de dos reinos, un cambio… Si no tienen bula ahora, la tendrán… Y ni Enrique ni nadie podrá hacer nada contra ellos.

Mendoza torció el gesto.

—Isabel… Sólo oír su nombre me da dolor de muelas.

—Apoyadme y no os dolerán más. Si logramos casar a Juanita con el hermano del rey de Francia, apretaríamos a Aragón. Luego, habría que desheredar a Isabel por no cumplir los pactos de Guisando al contraer nupcias por su cuenta y sin bula. De esta manera…

Prueba de que había entendido el plan, Mendoza acabó la frase:

—De esa manera, la hija de Enrique también pasaría a ser la heredera de la Corona de Castilla.

Pacheco sonrió asintiendo. Luego observó de reojo a su hijo Diego: éste estaba boquiabierto por la exhibición de su padre.

X

En Valladolid, Fernando seguía buscando un mayor acercamiento con Isabel, con la que ahora paseaba.

—Curiosa nuestra boda. No estará mi padre, no estará vuestra madre… Es extraño.

Isabel le miró melancólica.

—Cierto.

—La gente llana nos envidia muchas veces… Y les entiendo. Ellos pasan penalidades que nosotros no sufrimos. Pero a cambio, ellos no tienen sobre sus espaldas el futuro del reino… Y en sus bodas no faltan padres ni gente querida, como nos sucede a nosotros.

La princesa se sentía emocionada por la sensibilidad que le estaba mostrando Fernando y decidió corresponderle.

—Os agradezco cómo me habéis defendido ante Carrillo.

Fernando dejó de caminar, obligando a hacer lo mismo a Isabel.

—Yo os defenderé siempre, Isabel…

Isabel le miró emocionada. Fernando cogió sus manos y siguió hablando:

—Juro que os seré leal, que vuestras causas serán las mías. Y que nunca me temblará el pulso en luchar por Castilla como no me ha temblado jamás por defender Aragón.

—Sabéis que yo no lucho con la espada… Pero que mi voluntad es la misma.

—Lo sé. Vuestro sacrificio os ha costado…

—Y costará. Nos queda un camino difícil por recorrer, Fernando.

—Es cierto. Pero hay algo que lo hará menos difícil.

Isabel miró atenta a Fernando, que culminó su discurso.

—Que estaremos juntos.

Se quedaron mirando unos segundos. Fernando, tímido, acercó sus labios a los de Isabel. Y, por fin, la besó.

XI

Esa misma noche, Carrillo organizó una cena para celebrar la obtención de la bula, en la que un buen número de criados y criadas no dejaban de servir bebidas y viandas.

De Véneris no comió mucho: aún estaba dando vueltas al lío en que se habían metido.

Cárdenas y Chacón estaban, como siempre, más atentos a lo que hablaban los demás que a hablar ellos.

Isabel ya no podía evitar que sus ojos buscaran la mirada de Fernando. Y éste, al notarlo, sonrió satisfecho.

Carrillo se sentía tan feliz como el padre que reúne a sus hijos después de años sin verles.

Y Palencia no paraba de hablar. Ahora el tema elegido por el cronista eran los festejos de la boda.

—Echo de menos la organización de justas y torneos con motivo de las nupcias.

Fernando interrumpió la perorata del cronista.

—Yo mismo me negué. No son de mi gusto.

Palencia insistió, adulador.

—Pero sería una oportunidad para que Castilla conociese de primera mano vuestra habilidad con la espada y con la lanza.

—Mis habilidades con las armas prefiero que no las conozca nadie más que mis enemigos en el campo de batalla, Palencia. No es algo que me guste exhibir en público. Las armas son para hacer la guerra, no para celebrar bodas.

Chacón alabó el sentido común de Fernando.

—Sabias palabras. —Miró a Palencia—. Espero que las transcribáis palabra por palabra.

—Siempre lo hago —respondió Palencia, molesto—. Sabéis que la verdad ilumina mi camino.

Isabel replicó irónica al cronista.

—Por si acaso, llevad una vela, no sea que os quedéis a oscuras.

Carrillo puso orden dirigiéndose a todos.

—Por favor, dejad las discusiones a un lado. Hoy estamos de celebración. —Miró a Palencia y añadió—: Y dejad de molestar a Palencia. Que un buen cronista puede hacer caer reyes y ganar batallas tanto como un buen ejército.

Después, Carrillo pidió que se sirviera más comida, cuando en la mesa sobraba para dar de comer al doble de personas que en ella estaban.

Mientras Carrillo hablaba, ocurrió algo que nadie notó.

Isabel vio que Fernando miraba a una de las criadas, la más hermosa. Y que ella le devolvía la sonrisa.

Isabel sintió como un pinchazo en el pecho. Pero lo disimuló como pudo.

Sin embargo, al día siguiente, el pinchazo se convirtió en indignación cuando contempló a Fernando y a la criada hablar sonrientes en los jardines de palacio.

Al verlo, pensó que no valía la pena ilusionarse si el premio era ése.

Fernando no se dio cuenta de que Isabel los estaba mirando y siguió hablando con la muchacha hasta que apareció Palencia. Entonces, la despidió.

Al ver a la dama, Palencia sonrió.

—Vaya, veo que es cierta la fama de que tenéis éxito con las mujeres.

Fernando le respondió con gravedad:

—No es lo que pensáis, os lo puedo asegurar…

Fernando empezó a andar y Palencia lo acompañó.

—Bien, Palencia, ¿de qué queréis hablar conmigo ahora?

—De vuestro viaje desde Aragón… Un viaje digno de una novela de caballerías que debe perdurar en la historia de Castilla.

—No fue para tanto. Apenas recibí una pedrada en la cabeza. Os aseguro que he tenido viajes peores.

—No me extraña… Os vi bien acompañado.

El príncipe detuvo su camino y se encaró con Palencia.

—No es cierto tal rumor, os lo juro.

—¿Rumor? —contestó un ufano Palencia—. Pero si yo lo vi con mis propios ojos…

—Es rumor, porque de ahí no pasará… Porque nunca se contará esta historia como cierta. Y porque no escribiréis de ello si queréis conservar mi amistad. ¿Entendido?

Palencia estaba atribulado.

—Entendido, alteza.

—Perfecto. Sabía que podía confiar en vos.

Fernando retomó el paseo y Palencia le siguió.

—Olvidaos de frivolidades. Por lo menos, conmigo. Si merezco que la historia hable de mí, que sea por ganar batallas o por dictar leyes… —Le miró de soslayo—. Y por ser un buen rey, no por ser un buen amante.

Palencia se quedó tan admirado como decepcionado. Lo primero, por las palabras que acababa de oír. Lo segundo, porque vive Dios que esa historia era digna de ser contada y ya no se atrevería a escribirla.

Fernando, príncipe de Aragón y rey de Sicilia, le estaba ofreciendo su amistad. Y Palencia no iba a perderla por un asunto de faldas.

XII

Isabel cosía concentrada en su alcoba, cuando entraron Catalina y Clara.

Catalina se extrañó de verla allí.

—Perdonad, alteza… Pensábamos que estabais de paseo con el príncipe.

—Pues ya lo veis, no lo estoy.

Clara empezó a preocuparse al verla tan seria… Y cosiendo.

—¿Qué estáis haciendo?

—Un chal para el hijo de Beatriz. Tiene que estar a punto de parir…

—Isabel, ¿qué os ocurre? A mí no podéis engañarme. Sois como vuestra madre, que siempre que tenía un problema sólo se tranquilizaba con la costura.

Isabel, por fin, levantó la cabeza casi llorosa.

—No puedo fiarme de él. Creía que todo iba bien entre nosotros… Estaba rompiendo mi cerrazón. Y cuando he ido a buscar a Fernando, le he visto coquetear con una criada…

Clara y Catalina se miraron preocupadas. Isabel siguió con su letanía.

—¿Por qué los hombres rompen reglas que no dejan romper a las mujeres? Un hombre tiene hijos en pecado y es signo de buena semilla… Pero si en la noche de bodas no se muestra la sangre en la sábana, pobre de aquella mujer que no haya llegado al matrimonio virgen. No es justo, Clara, no es justo…

—Calmaos… Puede haber sido un equívoco.

—No. Vi cómo la miraba ayer durante la cena… —Fijó la vista en el chal que estaba cosiendo—. Cuánto echo de menos a Beatriz, a mi madre…, mi infancia en Arévalo.

Clara se sentó junto a ella y le pasó con dulzura su mano por el hombro.

—No digo que no tengáis razón en preocuparos. Pero no miréis hacia atrás…

—¿Por qué no? Entonces era feliz.

—Isabel, erais feliz porque hay cosas que no se les cuentan nunca a los niños… Pero pasaron muchas cosas malas mientras vuestro hermano y vos jugabais.

—¿Qué queréis decir?

La que fuera su nodriza la miró con ternura pero le habló con dureza:

—Que no añoréis el pasado y que luchéis por vuestro presente y por vuestro futuro. Y el de Castilla.

—Pero ¿cómo puedo estar tranquila si después de pasar la noche conmigo a la mañana siguiente puede coquetear con cualquiera de mis damas?

Catalina intervino con rapidez.

—Para eso hay un remedio muy fácil. ¿No teníais hoy que elegir damas para después de casada?

Isabel asintió.

—Dejad que me ocupe de ello.

Esa misma tarde, Catalina eligió las damas de Isabel junto a Clara.

Ya había acabado la selección cuando Fernando pasó a visitar a la princesa y vio cómo cuatro muchachas de gran belleza salían serias de la alcoba de Isabel.

Fernando no pudo evitar mirar a las jóvenes. Al salir Catalina, le preguntó:

—¿Son ésas las damas de mi esposa?

—No, majestad, son éstas.

Por la puerta de la alcoba salieron en ese momento cuatro muchachas sonrientes y felices. Eran tan jóvenes como las anteriores, pero la que no era gorda, era fea. La que no era fea, era tan flaca que podría quebrarse con un abrazo. Y la que no era ni fea, ni gorda ni flaca, cojeaba de manera ostensible.

Sin duda, pensó Fernando al comparar la hermosura de unas y la fealdad de otras, Dios no repartía la belleza a todos por igual.

Isabel salió acompañada de Clara tras las elegidas. Contempló la cara estupefacta de Fernando. Y no pudo evitar sonreír.

XIII

Aprovechando los muchos momentos que Palencia pasaba conversando con Fernando, Cárdenas logró hacerse con sus crónicas. Antes de enseñárselas a Isabel, se las dio a Chacón, que ahora se las leía en voz alta.

—«Al saber los temores de su amada prometida Isabel, que temía perder su libertad y hasta su vida, Fernando me llamó a solas y me preguntó si creía conveniente que para ampararla cuanto antes, debía ir él a Valladolid para celebrar la boda… Y lo hizo, no importándole poner en riesgo su vida por la angustiada doncella…».

Cárdenas no podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Habló con él a solas? Pero si yo estaba allí y juro que no le vi. Y, por Dios, qué frases tan largas. No sé cómo no os falta el aire para acabarlas.

Chacón siguió leyendo:

—«Isabel esperaba deseosa de cumplir su destino como mujer. Obedecer y apoyar a su marido y salvador: Fernando».

Chacón no leyó más: tiró las crónicas al suelo.

—Bien poco conoce Palencia a Isabel —dijo Cárdenas—. Si la princesa leyera esa bazofia, sería capaz de tirarle a la cabeza lo primero que encontrara a mano.

Un criado interrumpió la conversación: había llegado carta de Beatriz de Bobadilla.

Chacón ordenó a Cárdenas que le llevara la misiva a Isabel.

—Le alegrará saber de ella…

Efectivamente, al darle Cárdenas la carta, Isabel mostró su contento.

—Seguro que ya ha dado a luz… —Rompió el sello—. A ver si ha sido niño o niña… Si es niña le iba a poner mi nombre…

Pero todo cambió cuando empezó a leer la carta. Cárdenas, al ver cómo la alegría de Isabel mudaba en seriedad, quiso saber qué sucedía.

Isabel le miró enojada.

—¡Quiero veros a todos juntos ahora mismo!

No tardó mucho Cárdenas en reunir a Chacón, De Véneris, Carrillo y Fernando.

Les leyó la carta de Beatriz a todos: en ella se daban pruebas de que no había bula papal. Isabel les gritó:

—¿Quién miente aquí? ¿Hay bula o no la hay?

Tras un silencio, Chacón decidió desvelar la verdad.

—No la hay.

Fernando se sorprendió.

—¿No la hay?

—No, no la hay —afirmó un De Véneris que parecía haber recuperado la voz—. Ni la ha habido. La bula que tenemos es una falsificación.

Isabel se vino abajo.

—¿Una bula falsificada? ¿Queréis que me case con una bula falsificada?

Carrillo intentó justificar la situación.

—Alteza, lo importante es celebrar la boda ahora. Es el momento… Si no, puede ser demasiado tarde. La bula se puede conseguir con tiempo… Entendedlo, por favor.

La princesa no parecía muy de acuerdo.

—Lo que no comprendo es que todo un arzobispo de Toledo engañe a un reino y a la Santa Madre Iglesia. —Miró a Chacón—. No me esperaba esto de vos… —Se dirigió a Cárdenas—: Ni de vos… Cuando gobierne, si eso ocurre algún día, espero que mi gente de confianza me diga la verdad.

Fernando tomó la palabra.

—Dejemos los reproches para otro momento… Ahora lo importante es decidir qué hacemos, Isabel.

—Lo siento pero no me casaré con una bula falsa…

—Pues yo sí —le replicó Fernando.

La sorpresa fue general, pero en el caso de la princesa fue mayúscula.

Isabel no quiso escuchar más: salió de la sala. Fernando, decidido, se levantó y fue tras ella. Pero antes de llegar a la puerta, se giró hacia los presentes para dejar las cosas claras:

—Voy a convencer a Isabel. Porque no dudéis ninguno de que nos casaremos. Como no dudéis tampoco de que jamás volveré a admitir componendas como ésta.

Luego fue al encuentro de la princesa. La encontró llorando, pero no de pena, sino de rabia.

—Creedme, Isabel… Casarnos es la mejor solución.

—¿Por qué?

—Porque a veces la grandeza del fin justifica la vileza de los medios.

—¿Estáis seguro de eso?

—Lo estoy… Tanto como de que no debo fallar a Aragón ni a mi padre… —Se acercó cariñoso—. Además, no he llegado aquí para ver a una mujer tan bella como vos y pasar de largo.

—Poco debe de ser eso para vos cuando coqueteáis con la primera mujer que se cruza en vuestro camino… Y no me lo neguéis: yo misma os he visto con una criada.

Fernando sonrió: Isabel estaba celosa. Eso era señal de que le quería.

—¿Acaso creéis que he hecho un viaje jugándome el pescuezo para venir a cortejar a una criada?

Isabel, por respuesta, miró hacia la arboleda que, frente a ellos, era testigo mudo de tan crucial conversación.

—No estaba cortejándola, Isabel. Os lo juro.

—¿Y de qué hablabais? ¿De la comida de la boda?

—Estaba organizándole una cita a vuestro amigo Gonzalo.

Isabel se giró sorprendida hacia Fernando, que siguió explicándose.

—Hablé con él. Es un buen hombre. Es humilde. Sabe servir y no llamar la atención, como buen soldado. Y os es leal… como lo estoy siendo yo ahora. Me contó que tiene penas de amor.

Isabel empezó a ponerse nerviosa, pero disimuló.

—¿Añora a una dama?

—Sí, una antigua novia que dejó en Córdoba.

Isabel se tranquilizó: Gonzalo había sido discreto. Fernando la miró; estaba seguro de que Isabel no estaba enamorada de Gonzalo. También pensó que ella jamás se haría una idea de lo mucho que la amaba el joven cordobés. Y que lo que estaba haciendo era para que Gonzalo borrara de su mente a la princesa… o tendría que ordenar su marcha.

—Hablé con la criada para ver si podía consolarle… —continuó, pícaro—. De alguna manera. Sé que no os parecerá moral, pero os juro que es cierto.

Isabel le creyó, aunque no osó decírselo. Fernando volvió a la carga.

—Quiero ser vuestro esposo, Isabel. Somos jóvenes y tendremos tiempo de conseguir esa maldita bula. Y mientras tanto tendremos hijos… Y tendrán unos ojos azules tan preciosos como los vuestros. ¿Os casaréis conmigo, Isabel?

Isabel volvió a mirar a Fernando. Sus ojos mostraban que la tenacidad de él había logrado sus frutos.

—Sí, me casaré con vos.

Fernando no pudo evitar abrazarla.

Isabel sintió que cuando él la abrazaba sentía una seguridad que nunca había tenido.

Pero también notaba un hormigueo en su estómago que era nuevo para ella. No sabía si eso era pecado. Pero le gustaba.

XIV

Tras saber que Isabel aceptaba casarse, Chacón respiró tranquilo. Conseguido aquello, pensó que ya era hora de hablar con Carrillo, al que fue a ver a su despacho. Nada más entrar le devolvió las crónicas de Palencia, robadas por Cárdenas.

Carrillo le miró enfadado.

—¿Fuisteis vos quien ordenó robarlas? ¿Con qué derecho…?

—Con el derecho que me otorga la verdad. En estas crónicas sólo se habla de vos y de Fernando. Isabel parece una joven afligida a la que salva un apuesto caballero. ¿Es ésa la imagen que queréis dar de Isabel a la posteridad?

—Cambiad el tono, Chacón. No os olvidéis las veces que he tenido que intervenir para que nuestro plan siga en pie. Incluso para que, probablemente, Isabel siga con vida.

—Y vos no os olvidéis de que con vuestros apaños habéis estado a punto de conseguir que no hubiera boda.

Carrillo le miró harto.

—Hablad claro y no me hagáis perder el tiempo: qué cargo queréis cuando lleguemos al poder.

Chacón quedó tan sorprendido como asqueado al escuchar estas palabras.

—No habéis entendido nada, Carrillo. ¿Creéis que estoy aquí para disputarme el poder con vos? ¿Que lo único que pretendo es un cargo? Estáis ciego. Esta boda no es el final del cuento. Es el principio… Y si acaba bien porque Isabel llega a ser reina, ese día me retiraré con mi mujer a Arévalo y no me veréis más. Así que guardaos los cargos para algunos de vuestros invitados. Podéis engordar de felicidad ostentando influencia o poder… Pero en realidad os estáis quedando solo, ¿no os dais cuenta?

—Si tanto me criticáis, ¿por qué me habéis apoyado hasta ahora?

—Por todo lo que habéis hecho por Isabel… y porque la boda con Fernando es la única solución. Pero todo tiene un límite: el honor de Isabel. No quiero que cuando pasen los años y se lean estas crónicas nadie sepa su esfuerzo, su lucha y sus valores como mujer y como reina, si llega a serlo. Si respetáis eso os apoyaré en todo lo que propongáis.

Altivo y seguro de sí mismo, Carrillo le espetó:

—¿Y si no? ¿Qué haréis?

Chacón respondió con una sonrisa a tanta prepotencia.

—Nada. No hará falta. Vos mismo os condenaréis: sois vuestro peor enemigo.

—¿Habéis acabado, Chacón?

Chacón asintió.

—Entonces, dejadme a solas, tengo cosas más importantes que hacer que oír vuestras tonterías.

No cabía duda, pensó Chacón mientras abandonaba el despacho: pedirle humildad a Carrillo era tan inútil como esperar que hubiera cosecha tras un pedrisco.

XV

Isabel había aceptado casarse sin bula papal. O mejor dicho: con una bula falsa. Pero por lo menos sabía la verdad del asunto.

Todo se lo debía a Beatriz de Bobadilla y a su carta. Cuando apenas faltaban dos días para casarse, Isabel decidió que tenía que recuperar la fe de Beatriz: su primera dama, su amiga de siempre.

Tenía que decirle, pues tantas vueltas habían dado las cosas en tan poco tiempo, que sí, que contraía matrimonio sin bula. Pero que lo hacía por razones de peso.

Para hacérselo saber, nadie mejor que Cárdenas, al que llamó para encargarle la misión de ir a Segovia.

—No podría casarme sin que Beatriz sepa mis razones para hacerlo sin bula, para mentirle como le mentí… Mañana, cuando haya dado el sí, me gustaría que vos se las hubieseis explicado… Y llevadle esto.

Le dio el precioso vestidito que había cosido para el niño y una cadena con un pequeño crucifijo.

Cárdenas le preguntó por el mensaje que le debía dar, pensando que lo tendría por escrito.

—No necesito escribir nada, Cárdenas. Sois bueno con las palabras… Y me conocéis bien. Tenéis mi confianza, porque sabéis lo que siento.

Luego le rogó que tuviera cuidado de no ser visto: no era buen momento, siendo alguien tan cercano a Isabel, para ir a Segovia.

Si Enrique hubiera sabido del viaje de Cárdenas, hubiera dado órdenes de prenderle de inmediato, tal era su ira.

—¡Se van a casar! ¿Isabel va a atreverse a casarse sin bula? —dijo el rey alterado.

Diego de Mendoza le pasó la lista de invitados que le había facilitado Pacheco.

—Sí. Y lo hará con muchos testigos. Mirad la alcurnia de los mismos.

Enrique la leyó desolado. Tras ello, preguntó a don Diego:

—¿De dónde habéis sacado esta lista?

—Me la ha dado Pacheco. Tiene espías hasta en el infierno.

—Probablemente allí tenga más que en ningún sitio ese hijo de puta.

—Ese hijo de puta tal vez tenía más razón de lo que pensábamos. Tal vez su plan con Francia no sea ninguna locura…

Enrique pensó que por mucho que luchara contra ello era inútil: su destino siempre estaría ligado al de Pacheco.

XVI

Llegó el día de la boda. Pero Cárdenas no acudiría a ella: estaba en Segovia. Lamentaba no estar, pues se sentía especialmente implicado en ella. Había convencido a Isabel de que se casara con Fernando, había presentado a los novios.

Pese a todo, sabía lo importante que era para Isabel la misión que estaba cumpliendo. Y eso le hacía feliz.

Logró llegar hasta Beatriz con la ayuda de Cabrera, que le acompañó en secreto hasta la alcoba donde dormía con su esposa. Nadie osaría entrar allí.

Cuando Cárdenas intentó darle los regalos de Isabel, Beatriz se negó a cogerlos.

—No quiero nada de ella. Lo siento, Cárdenas… sabéis del aprecio que le tengo a vuestro tío y a su esposa, pero os pido que cojáis estos regalos y os vayáis de vuelta a Valladolid ahora mismo.

Cabrera intercedió:

—Escúchale, Beatriz… Este hombre ha cruzado Castilla a caballo sólo para hablar contigo.

—Está bien… —accedió Beatriz—. ¿Qué quiere Isabel? ¿Mi perdón?

—No quiere vuestro perdón, señora. Alguien que va a ser reina sólo puede pedir perdón a Dios. La princesa sólo quiere vuestra comprensión. Quiere que sepáis que os engañó porque si os hubiera dicho la verdad, todo se habría venido abajo… Y no por vuestra indiscreción, sino porque los espías del rey la vigilaban a todas horas en Ocaña.

Beatriz miró a su marido, que asintió: lo que decía Cárdenas era verdad.

—De acuerdo —convino Beatriz—. Pero casarse con una bula falsa no es de recibo.

—Hay ocasiones en que no se puede ir por el camino más recto para llegar a destino. Vos sabéis de sus duelos cuando la quisieron casar a la fuerza… ¿No tiene derecho Isabel como mujer y como princesa a casarse con quien ella acepte como marido? Escuchó al rey cuando éste le propuso al duque de Guyena, pero no podía esperar hijos sanos de quien está enfermo y tullido. ¿Estaríais más feliz si hubiera bula pero esperarais con temor el nacimiento de un hijo que heredara las taras de su padre? Vos vais a ser madre… ¿Os podéis imaginar tal tormento?

Beatriz quedó impresionada ante la noticia, que desconocía.

Cárdenas prosiguió: sabía que iba por buen camino.

—Por eso eligió a Fernando. Es joven y sano. Unirá Aragón con Castilla, si Dios lo quiere. Y vuestro hijo y los hijos de vuestros hijos se alegrarán de ello. Porque vivirán en una Castilla mejor. Una Castilla donde sus reyes no sean títeres de los intereses de unos pocos.

Cabrera, que escuchaba atento, pensó que ojalá así fuera.

Cárdenas culminó su improvisado discurso:

—Éste es el mensaje de Isabel. ¿Cuál es vuestra respuesta?

Beatriz miró a Cárdenas emocionada.

—Decidle que le deseo que sea feliz… Y que sus deseos se conviertan en realidad.

XVII

Isabel estaba a punto de vestirse para la ceremonia nupcial cuando fue llamada urgentemente por Carrillo. Al llegar a su despacho se sorprendió de ver que Fernando también estaba allí, no menos extrañado que ella.

Carrillo, una vez reunidos los tres, dijo con voz grave:

—Debemos hablar de asuntos importantes.

Isabel no entendía a qué se refería.

—Si tan importantes son, ¿por qué no está aquí Chacón?

—Porque son asuntos que sólo nos atañen a nosotros tres.

Isabel y Fernando se miraron aturdidos. Carrillo les dio un documento.

—Leed.

Fernando tomó el documento y leyó:

—«Todos tres de un mismo acuerdo, haremos y gobernaremos como si de un cuerpo y un alma fuésemos y seguiremos vuestro consejo y no haremos nada sin vuestro consentimiento…».

Levantó la cabeza indignado.

—¿Qué es esto, Carrillo?

—Un contrato que espero selléis con vuestras firmas.

Isabel se encaró con Carrillo.

—¿Y por qué habríamos de hacerlo?

—A veces siento que tengo que recordar asuntos que nunca deberían ser olvidados… Yo os he hecho llegar hasta aquí, Isabel. Os protegí a vos y a vuestro hermano de niños. Y, en los momentos difíciles, ¿quién estaba allí para salvaros?

Carrillo también tenía cosas que decir a Fernando

—Y a vos os recuerdo que fui yo quien ideó esta boda que tan grandes beneficios puede dar a vuestro padre y al reino de Aragón. Creo que lo que pido es justo.

—Lo siento —dijo Fernando—, pero…

Isabel no le dejó continuar.

—Firmaremos.

El príncipe la miró atónito.

El arzobispo sonrió y sacó una pluma. Isabel firmó. Fernando seguía reticente, pero una mirada de su novia acabó convenciéndole y firmó.

—Seréis reyes de Castilla… —dijo feliz Carrillo—. Y haremos que sea más grande que nunca lo fue.

Cuando salieron camino de sus respectivas alcobas para engalanarse para su boda, Fernando no pudo contener su ira.

—Muchos reyes de Castilla se han hundido por hacer caso de lo que decían otros. A mí no me pasará lo mismo, os lo juro… ¿Por qué habéis aceptado?

Isabel se detuvo para dar sus razones a Fernando.

—Porque ahora lo prioritario es que esta boda se lleve a cabo. Y para eso necesitamos a Carrillo. Porque Aragón y Castilla se merecen un futuro mejor… ¿Recordáis? Son vuestras propias palabras.

Fernando estaba embelesado escuchándola. Isabel continuó:

—Al final llegaremos a donde queremos ir, Fernando. Porque lo importante es que por fin estamos juntos. Y que tenemos la misma idea: quien reina no recibe órdenes de nadie. Y entonces, este documento servirá para avivar el fuego de nuestra chimenea.

Fernando sonrió.

—Vamos a firmar este contrato que vos me proponéis.

—¿Cómo?

—Casándonos.

Y fueron a engalanarse para la boda, que comenzaría en apenas un par de horas.

La sala grande del palacio de Vivero acogía a cientos de personas a duras penas. Era la consecuencia lógica de la filosofía de Carrillo: caballo grande, ande o no ande. Había sido tan exagerado en la organización de los esponsales que los criados no daban abasto para atenderlos. Chacón se multiplicaba como podía, ayudando a Carrillo a recibir a los invitados de más alcurnia. Pero, pese a los apuros, todo estaba preparado.

La entrada de Fernando, rey de Sicilia y príncipe heredero del reino de Aragón, fue acogida con murmullos. Mucha era su fama, pero casi ninguno de los allí presentes le había visto nunca.

Como requisito previo, Carrillo preguntó a Fernando si juraba el cumplimiento de las leyes, fueros, cartas, privilegios, buenos usos y buenas costumbres del reino de Castilla y de León.

Fernando así lo hizo.

Ya podía celebrarse la ceremonia. Isabel entró acompañada de Chacón; un velo cubría la cara de la princesa.

Al llegar hasta donde estaba Fernando, Chacón ocupó un sitio en primera fila, junto a su esposa Clara, que lloraba emocionada: era como si fuera a casarse su hija. Chacón no mostraba sus sentimientos, pero eran los mismos que los de su esposa.

Carrillo comenzó con el ritual.

—Nos encontramos aquí reunidos delante de Dios para unir en sagrado matrimonio a doña Isabel, princesa de Castilla y León, con don Fernando, rey de Sicilia y príncipe de Aragón.

Fernando observó a Isabel con embeleso. Ella, más tímida, sonrió y miró al novio con el rabillo del ojo.

Carrillo continuó. Lo hizo con aplomo, ya que lo que venía a continuación lo requería:

—Lectura de la bula papal por don Antonio Giacomo Venier, nuncio pontificio y embajador plenipotenciario del Santo Padre.

Miró a De Véneris, que se acercó y comenzó a leer:

—«Pío II, obispo siervo de los siervos de Dios, concede a don Fernando, príncipe legítimo heredero sucesor de los reinos de Aragón, la dispensa pontificia de casarse, cumplida la mayoría de edad, con princesa de sangre real consanguínea en tercer grado».

Miró a los presentes y pensó que nunca una mentira había tenido tanto público. Y acabó la faena:

—«Roma, 28 de mayo, año del nacimiento del nuestro Salvador Jesucristo de 1464. Firma y sella: Pío II, obispo de la Santa Iglesia Católica».

De Véneris mostró al público la bula, mientras Carrillo le hablaba:

—Si alguno de los presentes conoce impedimento para la boda, puede y debe hablar ahora o callar para siempre.

Evidentemente, nadie dijo nada, por lo que Carrillo sentenció:

—Por autoridad de la Santa Sede Apostólica queda autorizada esta boda.

Y la ceremonia se celebró con los respectivos «sí, quiero». Fernando besó a la novia y luego los recién casados se giraron hacia los presentes, que empezaron a lanzar vítores en su honor.

Entre el ruido, Fernando comentó al oído de su ya esposa:

—¿Quién pagará tanto gasto y oropel? ¿Serán todos estos? Pero sean quienes sean, los que paguen esta boda están equivocados si creen que les debemos algo.

Isabel, mientras saludaba, tuvo que contener la risa ante la chanza de Fernando.

Luego salieron al balcón a saludar al pueblo, que también les vitoreó, de forma más apasionada. Porque, para el pueblo, la juventud de los príncipes y su fama de virtud y gallardía eran la esperanza de una nueva Castilla.

Isabel comentó en voz baja a Fernando:

—Éstos son nuestros verdaderos invitados.

XVIII

Cuando llegó la noche, Isabel estaba rodeada de sus damas, con Catalina y Clara a la cabeza. La acicalaban para su noche de bodas.

Isabel estaba muy nerviosa. Tanto que Clara pidió quedarse a solas con ella antes de un momento tan especial.

La princesa preguntó a Clara:

—¿Qué he de hacer ahora, Clara? ¿Qué he de hacer?

—Tranquila, Isabel… La naturaleza os llevará a hacer lo que tenga que hacerse.

Isabel no parecía muy convencida por la respuesta. Clara intentó ser de más ayuda:

—¿Qué sentís cuando estáis al lado de Fernando?

Las mejillas de Isabel se sonrosaron.

—Calor.

Clara sonrió.

—Pues por estas fechas, de noche, en Valladolid ya empieza a hacer frío, cariño.

Catalina apareció por la puerta avisando de que ya venía Fernando. Antes de salir, Clara besó a Isabel como una madre besaría a su hija.

Cuando se vio sola, Isabel suspiró… Cuando Fernando entró contuvo la respiración. Luego notó que el corazón le latía más fuerte y más rápido que de costumbre.

Fernando se sentó en el lecho y cogió sus manos.

—No estéis nerviosa, os lo ruego.

—No puedo dejar de estarlo, Fernando… Yo…

Fernando puso un dedo en los labios de su esposa para que guardara silencio.

—Tranquila, dejaos llevar.

Fuera de la alcoba, en la sala contigua, un notario esperaba.

Y junto a él las criadas, las damas de Isabel, Carrillo, Palencia y, más apartados, unos preocupados Chacón y Clara.

Chacón preguntó a su esposa por cómo se encontraba Isabel.

—Nerviosa, muy nerviosa… Pero todo saldrá bien, ya lo veréis…

Isabel había decidido recuperar la costumbre abolida por su hermano Enrique de mostrar la sábana manchada de la esposa, prueba de virginidad y de que el matrimonio se había consumado.

Porque era virgen y porque no podía permitir que ocurriera con ella lo que con su hermano y sus dos esposas: que nadie supiera si alguna vez habían consumado el acto. Aunque la virilidad de Fernando ya estaba probada, pues tenía un hijo fruto de una de sus aventuras.

Clara, de tan nerviosa que estaba, necesitaba hablar. Y preguntó por Gonzalo, al que no había visto en todo el día.

—Yo tampoco —respondió su marido—. No deben de ser momentos fáciles para él.

No lo eran, evidentemente. Pero si Fernando hubiera sabido que Gonzalo estaba en esos momentos durmiendo con la dama con la que el príncipe hizo de celestina, no hubiera evitado sonreír, pese a estar cumpliendo con sus deberes conyugales.

De repente, se oyó la voz de Fernando que avisaba al notario y a una dama de que podían pasar a recoger la sábana. Catalina se encargó de ello.

Así lo hicieron. No tardaron en salir sonrientes con la sábana manchada de la sangre de Isabel, que fue acogida con vivas a los príncipes. Luego, Carrillo se ocupó de que se mostrara la sábana al pueblo desde el balcón que, entre verbenas y banquetes pagados por el arzobispo, celebraba la boda.

Se repitieron los vítores y las campanas de las iglesias empezaron a repicar.

En la habitación, ajenos a tanto escándalo, Fernando e Isabel estaban abrazados en silencio.

Fernando acarició a su esposa.

—¿Estáis bien? —le preguntó.

—Sí…

—Ahora, dormid tranquila… Yo vigilaré vuestro sueño.

Ella se acurrucó junto a él, relajada y satisfecha.

En ese momento, no pensaron en el futuro de Castilla. Ni en el de Aragón. Ni tampoco ella pensó en el rey Enrique. Ni él en si Francia habría vuelto a entrar con sus tropas en Cataluña.

En ese momento, eran sólo una pareja de recién casados.