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3 de mayo de 1461

I

Ese día, como tantos otros, jugaba Gonzalo Chacón con Isabel al ajedrez. Y, como tantas veces, Isabel tardaba una eternidad en mover pieza.

—Isabel…

Habían pasado casi ocho años desde la muerte de Álvaro de Luna. Y siete desde que Gonzalo Chacón asumió con gusto (y algo perplejo) el mandato del rey Juan de enseñar a sus hijos, de cuidar de ellos… Nunca olvidaría sus palabras.

—Quiero que os encarguéis de que nunca se olviden que son hijos de reyes. Preparadles por si algún día tienen que serlo.

Ya flaqueaba la salud del rey y los problemas se le amontonaban. Sabía que su fin estaba cerca. Y quería dejar arreglado lo poco que podía en lo personal, ya que en lo político la muerte de don Álvaro dejó vía libre a las maniobras de su hijo, lideradas por Pacheco.

Chacón pensó que era lógica la decisión de buscar tutor para sus hijos, pero no tanto que el elegido fuera él. Por eso se atrevió a preguntar a don Juan.

—¿Por qué yo, majestad?

Buscaba saber si era una muestra de respeto hacia don Álvaro… O un reconocimiento a sus servicios, heredado ahora por él. Pero el rey, escueto, no quiso aclarar sus dudas ni reconocer sus culpas.

—Porque yo os lo mando, don Gonzalo.

Chacón pensaba en todo eso mientras Isabel seguía intentando hipnotizar a peones y alfiles, con su mirada a la altura de las piezas y la cabeza reposando sobre sus brazos cruzados y apoyados en la mesa.

Tras de ellos, Beatriz de Bobadilla, dama de compañía de Isabel, había dejado de coser, expectante.

—Isabel… Os toca mover pieza.

La insistencia de Chacón consiguió por fin que Isabel reaccionara.

—Lo siento, don Gonzalo, pero es que hay algo que no entiendo de este juego: ser reina… es algo muy importante, ¿no?

—Lo es. Bien puede hablaros de eso vuestra madre, que lo fue.

—Entonces, ¿por qué en el ajedrez la reina sólo puede moverse de cuadro en cuadro? ¡Si hasta los alfiles y las torres tienen más lustre y movimiento!

Chacón sonrió ante la agudeza de Isabel.

—Buena pregunta —apostilló Beatriz desde el fondo.

La entrada a la carrera de un niño vestido con ropas que algún día lejano fueron estrenadas, evitó una posible respuesta.

—¿Has vuelto a perder otra vez, hermana?

Isabel le miró enfadada.

—Alfonso, ¿cuántas veces os he dicho que ésas no son maneras de un infante?

—Dejad, don Gonzalo, que mi hijo antes de infante sea un niño.

Los presentes se pusieron en pie como muestra de respeto a quien entraba: Isabel de Portugal, madre de Isabel y Alfonso. Elegante, bella pese al paso del tiempo.

—¿Qué tal juega mi hija al ajedrez, don Gonzalo?

—Aprende rápido, señora.

—Me alegro… —dijo acariciando la cabeza de Isabel—. Si viviera tu padre estaría orgulloso… Acompañadme, hijos. Es hora de ir a misa.

Hacia ella fueron obedientes sus hijos, Isabel más entusiasmada que Alfonso, dejando a Chacón y Beatriz solos.

—¿Qué tal ha pasado la noche doña Isabel?

—Bien —respondió Beatriz—. Aunque nunca se sabe con ella. Está tan feliz y de repente…

—Y de repente llama a don Álvaro —culminó Chacón con tristeza.

—Sí… Es como si le viera… Como si pudiera hablar con él. ¿Puedo preguntaros una cosa?

Chacón asintió.

—¿Por qué recuerda a don Álvaro y no a su marido? En todos estos años nunca la he oído llamar al rey Juan, que en paz descanse.

—Es una larga historia —dijo mientras observaba coser a Beatriz—. ¿Qué hace la dama de compañía de la infanta cosiendo uno de sus trajes?

—Porque alguien tiene que hacerlo… Y no hay dinero ni para costureras.

—He enviado mensaje de ello al arzobispo Carrillo, a ver si con su influencia puede conseguir algo.

—¿Carrillo? ¿No debería ser cosa del rey Enrique?

—Enrique no ha respondido a mis cartas ni a mis súplicas.

—No lo entiendo; Isabel y Alfonso son sus hermanos…

—Parece que tiene cosas más importantes que hacer que cuidar de sus hermanos.

II

En efecto, el rey Enrique, cuerpo grande con mirada de niño, parecía más preocupado por otros temas. Esencialmente, la necesidad de tener un hijo que asegurara el futuro de la Corona… y de que acabaran así de una vez los rumores acerca de su impotencia.

En un intento desesperado por conseguirlo, contrató a un médico castellano, ya anciano, que había ido a Münster a estudiar cómo fecundar a una mujer sin necesidad de copular con un hombre. El método consistía en inseminar el semen del hombre a través de una cánula de oro. Y se decía que alguna vez había tenido éxito.

—¿Creéis que puede funcionar este artilugio?

—Tendréis un hijo, ya lo veréis, majestad —respondió con la cánula en la mano—. He rezado para que así sea.

—Mal asunto que la ciencia de un médico necesite de oraciones.

—No os desaniméis, majestad. Funcionará… Vuestro problema es el ayuntamiento, nada más. Si fuera otro, esta cánula no tendría vuestra semilla. Ahora se trata de simular la acción amorosa con este invento, que al introducirlo en…

—¡¿Queréis dejar de hablar y hacer lo que tengáis que hacer, por Dios?!

La súplica desgarrada era de Juana de Avis, la reina, que esperaba, con las piernas abiertas, la inserción.

—Sí, mi señora… —respondió azorado el médico.

Se aprestó a introducir la cánula en el sexo de Juana, mientras Enrique acariciaba con cariño el cabello de su esposa.

—Tranquila, Juana…

Sin embargo, la cara de Juana, lejos de tranquilizarse, mostraba sufrimiento y rabia. Jamás hubiera imaginado vivir esa situación. A sus veinticuatro años, era una mujer sana. Y todos los hombres se giraban con disimulo al verla. Se giraban por su belleza. Con disimulo, porque era su reina. Todos lo hacían, menos su marido, que prefería conciertos, poesías y —sobre todo— escaparse a su coto de caza en Madrid, antes que yacer a su lado.

Siete años, siete, llevaba así. Ya ni recordaba la felicidad que sintió cuando le dieron la noticia de que iba a casarse con un rey, allá en su querida Sintra. Ni las fiestas de la boda. Sólo recordaba lo sola que se sentía.

«¡Si hubiera sabido esto!», pensaba muchas veces, mientras notaba la frialdad del metal dentro de ella. Pero inmediatamente caía en la cuenta de que si lo hubiera sabido, su situación sería la misma.

Porque aunque princesa, era mujer. Y ésos no eran tiempos en los que una mujer pudiera decidir que su vida era suya.

No. Ella no se imaginaba lo que le esperaba. Pero su hermano Alfonso, el rey de Portugal, sí lo sabía cuando accedió a la petición de Castilla de casar a su hermana con Enrique. Por eso pidió una cuantiosa suma como dote. Suma que aumentaba aún más si su hermana era repudiada por no tener hijos… como ocurrió con la anterior esposa de Enrique, Blanca de Navarra.

Blanca… Pobre Blanca. El rey de Castilla no podía olvidarla. Ni a ella ni su noche de bodas. Dos jóvenes de apenas dieciséis años, que casi no se conocían, obligados a hacer el amor ante un notario, que esperaba tras unos cortinajes en la misma alcoba. ¿Cómo se podía consentir tal desatino?

Familiares, algún noble y hasta un obispo esperaban fuera a que el notario mostrara una sábana manchada de la sangre de la virginidad rota de Blanca. Todos esperaban expectantes para vitorear la hombría de Enrique. Y no hubo sábana que mostrar porque no hubo mancha de sangre. En ella, sólo había huellas del sudor propio de los nervios y la ansiedad.

Si pudiera, Enrique olvidaría esa noche. Las ventajas de ser rey le habían permitido abolir el rito de la sábana. Pero olvidar esa noche, nunca pudo conseguirlo.

Había logrado divorciarse de Blanca, con el consentimiento de Roma, y ahora ésta era repudiada por su propia familia.

Blanca, pobre Blanca… Había sido acusada hasta de estar embrujada, señalada como culpable de no tener hijos. Rumor, sin duda alguna, propagado por orden de don Juan Pacheco, especialista en estos menesteres.

Pero Pacheco ya no sabía qué hacer; la historia se repetía y se le estaban acabando las estratagemas. Y de ello hablaba, en su despacho de palacio con el eminente arzobispo de Toledo, don Alfonso Carrillo, a la sazón tío suyo, acompañados por dos copas de vino.

—Os veo preocupado, sobrino… ¿Beltrán de la Cueva otra vez?

—El rey parece que sólo tiene ojos para ese advenedizo… Pero ya me encargaré de arreglar eso.

Pacheco bebió un sorbo de vino y, serio, confesó el motivo de sus agobios.

—El verdadero problema es el de siempre: sigue sin nacer un heredero. Hasta en las plazas se hacen chanzas sobre el tema. Dicen que es cien veces más fácil estafar a un judío a que el rey tenga un hijo.

Carrillo liquidó su copa de un trago y volvió a servirse de la jarra.

—Si no tiene hijos, ya sabemos quién heredaría la corona.

—Sí… El infante Alfonso.

Carrillo le miró extrañado.

—¿Alfonso? Por edad le corresponde a Isabel.

Pacheco empezó a reírse.

—¿Una mujer reina de Castilla? Ruego a Dios que nunca permita tal barbaridad, Carrillo.

—Y yo ruego a Dios que la reina Juana quede embarazada. Sería la solución más sencilla para el bien de este reino.

III

Pero no parecía que el ruego de Carrillo fuera fácil de cumplir, ni siquiera para Dios. Porque ciertas cosas siempre dependían de la voluntad de los hombres.

Y la voluntad del rey parecía ser la de dejar en manos de la ciencia lo que naturalmente él podía resolver como hombre. Tal vez el cariño y la cercanía pudieran obrar el milagro de copular, por fin, con su esposa. Pero no estaba muy por la labor cuando esa misma noche, en la cena, anunció a Juana sus planes inmediatos.

—¿A cazar? ¿A Madrid? —exclamó airada Juana de Avis—. ¿No podéis acompañarme en estos momentos tan difíciles?

El rey la miró incómodo: no le gustaban las discusiones… Y menos en presencia de criados y de su nuevo favorito, don Beltrán de la Cueva.

—Calma, os lo ruego. El médico os recomendó reposo…

—¡No hago más que reposar en mi alcoba! —Y añadió rogando a su marido—: Enrique, no quiero estar sola…

—No lo estaréis… —respondió despreocupado el rey—. Están vuestras damas. Y cualquier cosa que necesitéis llamad a don Beltrán, que como mayordomo de la Casa Real, os la conseguirá.

Beltrán hizo una inclinación casi sumisa dando a entender que así era, pero como respuesta sólo encontró la mirada hostil de Juana, cuyo enfado iba en aumento.

—Hay asuntos en los que sólo puede ayudar un esposo. Disfrutad con vuestros animales, ya que parece que os placen más que yo.

Juana se dirigió a la puerta, enrabietada, seguida de dos de sus damas. Pero ni a ellas quería tener cerca.

—¡Y vosotras dejad de seguirme…! —les vociferó—. Hoy no necesito más sombra que la mía.

Y Juana salió al pasillo, camino de su alcoba.

Cuando estaba a punto de llegar, se detuvo en seco al oír unos jadeos que venían de una de las estancias. Sin reparo, Juana abrió la puerta y descubrió a otra de sus damas haciendo el amor con un caballero.

Al ver a la reina, la joven apartó rauda al hombre de encima suyo y cubrió sus vergüenzas con una sábana.

—Perdón, majestad.

Pero Juana seguía mirando sus cuerpos desnudos.

—Continuad. No paréis por mi presencia.

La pareja se miró sin entender nada, superada por lo insólito de la circunstancia.

—¡He dicho que continuéis! —ordenó la reina.

Y obedecieron, creyendo que la reina iba a marcharse. Pero Juana no se movió, atenta a cada caricia, a cada gemido de placer; preguntándose por qué ella, la reina, no podía conseguir lo que tenía cualquiera de sus damas: el calor de un hombre.

IV

Isabel adoraba a su madre. Pero odiaba el latín. Por eso, cuando ésta la instruía, tenía una extraña sensación. Se esforzaba por ser una alumna perfecta, para hacer especialmente feliz a su madre… Pero nunca lo conseguía. Y, lo que era peor, su hermano Alfonso mostraba más destreza que ella.

—«Corrumpunt bonos mores colloquia mala…» —leyó Alfonso despacito y tras pensárselo un poco, tradujo hábil—: «Las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres…».

Su madre le sonrió encantada.

—Perfecto. —Miró a Isabel—. Ahora tú, hija…

Isabel, incómoda, empezó a leer su manuscrito.

—«Gra… Gravis malae conscien… Conscientiae lux est…».

—¿Y qué quiere decir eso en castellano, Isabel?

Isabel no tenía ni idea… Otra vez la misma sensación: no iba a estar a la altura, no iba a agradar a su madre. Sus ojos se dirigieron, como pidiendo ayuda, a Beatriz que estaba detrás de Isabel de Portugal, cosiendo junto a Clara, la esposa de don Gonzalo Chacón. Beatriz le sonrió con dulzura: no podía ofrecerle más ayuda que ésa.

Isabel tragó saliva y se encomendó a Dios para que la ayudara, tanta fe tenía en Él.

—«Las malas conciencias…» —dijo improvisando rápidamente—. «Las malas conciencias necesitan de una luz que las guíe…».

Isabel madre sonrió.

—¿No es eso? —preguntó azorada la niña.

—No, hija. «La luz es insoportable para la mala conciencia…». Parece que el ajedrez se te da mejor que el latín —respondió cariñosa.

—Lo siento, madre —dijo Isabel compungida.

De repente, una voz se oyó en la sala.

—«Gutta cavat lapidem…».

Era Chacón. Clara y Beatriz sonrieron, le habían visto pasar con sigilo, pero callaron obedeciendo un gesto del hombre.

—«… non vi sed saepe cedendo», Isabel —completó Chacón la frase, mirando a Isabel—. ¿Qué os he dicho?

Isabel calló avergonzada: no tenía ni idea y no era cuestión de equivocarse otra vez, que el silencio es más digno que la torpeza.

—Don Gonzalo os acaba de dar un gran consejo, hija mía. —Y su madre tradujo—: «La gota atraviesa la piedra no por su fuerza, sino por su constancia». Eso es lo que nunca te debe faltar, Isabel: constancia y fuerza de voluntad.

—Jamás me faltará, madre.

Tras acariciar cariñosamente a su hija, Isabel de Portugal se puso en pie y se dirigió a Chacón.

—Don Gonzalo, os dejo con mis hijos para que sigan estudiando. —Miró a las mujeres—. Yo me llevo a vuestra esposa y a Beatriz de paseo, que deben de estar fatigadas de tanto coser.

—Gracias, señora —dijo Clara sonriendo.

A solas ya con su tutor, Isabel, como buena alumna, empezó a preguntar con curiosidad a Chacón.

—¿De qué nos daréis hoy clase, don Gonzalo? ¿De gramática? ¿De filosofía?

—¿Con el buen tiempo que hace? No, no… ¿Qué os parece si vamos a cazar?

A Alfonso e Isabel se les abrieron los ojos como platos, encantados con la idea.

—¿Y podré montar a caballo?

—Por supuesto —respondió sonriente Chacón.

Los niños dejaron sus sillas y le abrazaron contentos. Porque cosas como éstas hacían que, pese al respeto que imponía, Isabel y Alfonso adoraran a Chacón.

Para ellos, desde que murió el rey Juan cuando Isabel tenía apenas tres años y Alfonso uno, don Gonzalo era como su verdadero padre. Y a veces así le llamaba Isabel.

Motivos tenía, no sólo porque era quien cuidaba de ellos: Clara, su esposa (también portuguesa y primera dama de su madre), fue quien la amamantó de recién nacida, porque a su verdadera madre no le manaba leche.

Duro en sus lecciones e inflexible en las tareas, Chacón alternaba las clases con salidas al campo y, sobre todo, con lo que los niños llamaban «aventuras». Dichas aventuras eran viajes a pueblos, incluso a ciudades como Toledo o Ávila, en los que Chacón se hacía pasar por un comerciante y los infantes por sus hijos, ocultando su condición real.

Para su maestro, aparte de aventuras, esos viajes suponían —sin los niños saberlo— una parte esencial de su educación: ver a los castellanos de a pie, vendedores del mercado, labradores… era necesario, según él, para que no se olvidaran de que por muy regia que fuera su sangre, eran seres humanos.

Chacón pretendía que por unas horas los niños fueran tratados como uno más sin que nadie supiera que eran hijos de reyes. De esta manera, algún día, si Dios disponía que uno de ellos llegara a tener sobre su cabeza la corona, supieran a quién gobernaban y le gobernaran con respeto.

Pero hoy tocaba caza. Y al cabo de una hora ya habían preparado sus arcos y buscaban un lugar propicio… aunque Alfonso no parecía muy contento.

Porque montaba a caballo… Pero en el mismo que Chacón y sujeto por éste. Isabel cabalgaba sola… pero en un burrillo. Ambas monturas iban al paso, guiadas por las bridas por sendos criados.

—¡Esto no es lo que yo quería!

—No te quejes, Alfonso, que yo voy en burro —le respondió Isabel, tampoco muy feliz con la situación.

—Sois pequeños para ir a caballo, os podríais caer —les respondió serio Chacón.

—Será por lo deprisa que vamos —volvió a quejarse Isabel.

—Disfrutad del día y no os quejéis tanto… a no ser que queráis volver y estudiar filosofía.

Los niños, al oír estas palabras, cesaron en sus quejas.

De repente algo se movió rápido entre los ramajes.

—¡Mirad! ¡Un conejo! —avisó Alfonso.

—Pues aquí nos quedamos —ordenó Chacón a los criados—. Es hora de afinar la puntería.

Al descabalgar de su montura, Isabel, de repente, vio un pájaro herido en tierra.

—¡Mirad! ¡Un pájaro herido!

Y lo cogió con sus manos. Chacón se acercó a ella, para que se lo mostrara.

—No parece grave.

—¿Puedo llevármelo? Si lo dejamos aquí, se lo pueden comer las alimañas.

—Algo tendrán que comer, ¿no? —masculló enfurruñado Alfonso—. Hemos venido a cazar, ¿no?

—¿Tú, cazar? Pero si no le darías con una flecha ni a un ciprés.

Chacón, para evitar más discusiones, decidió que había que zanjar rápido la disputa.

—Os lo podéis llevar, Isabel. Pero con la condición de que cuando se cure, debéis soltarlo.

Isabel sonrió.

—Gracias. Le pondré de nombre Amadís.

V

Isabel de Portugal, acompañada por Beatriz de Bobadilla y Clara, caminaba por la vereda del río, disfrutando del paseo prometido.

La primavera daba sus últimos suspiros y, gracias a que había sido un buen año de lluvias, los árboles tenían un verde brillante y las flores lucían, coquetas, sus mejores colores, como si se acabaran de acicalar sabiendo que iban a visitarlas.

Isabel se inclinó a contemplarlas admirada. Beatriz la miró contenta porque veía que disfrutaba del día y, señalando las flores, le preguntó:

—¿Os gustan esas flores?

—Son preciosas.

—Pues no se hable más.

Y acto seguido se agachó a cortarlas.

—¿Qué hacéis arrancándolas, Beatriz?

—Son para vos, majestad —dijo improvisando un ramo.

A quien un día fue reina le cambió la cara al oír la palabra «majestad».

—No me deis ese trato: ya no soy reina, Beatriz —protestó secamente.

—Para mí lo seréis siempre.

—Y para mí… Y para la gente de Arévalo, también —añadió Clara.

En buena hora. La cara de Isabel de Portugal perdió toda su dulzura y se transformó en tensión y rabia.

—Yo no debí ser reina nunca. ¿Entendéis? ¡Nunca! Quiero volver a mis aposentos.

Y, tirando al suelo el ramo que Beatriz le había ofrecido, comenzó a andar deprisa, de vuelta a palacio.

—¿Qué le pasa ahora? —preguntó Beatriz a Clara.

Pero Clara no le respondió. Bastante tenía con caminar apresurada tras la que siempre sería su reina. Y Beatriz fue detrás de ella. Y juntas contemplaron, aliviadas, que Isabel de Portugal se detenía… Pero sólo era el inicio de algo peor. Se dieron cuenta nada más escucharla.

—¡Don Álvaro!

Parecía como si se dirigiera a alguien al otro lado de un pequeño riachuelo. Clara y Beatriz, ya casi detrás de ella, miraron al mismo lugar sin ver a nadie.

Pero para Isabel, don Álvaro la esperaba, impasible al otro lado del agua. Y decidió cruzar el pequeño río, implorando atención.

—¡Dejadme hablar con vos! ¡Tenéis que perdonarme!

Ya estaba empapada cuando Clara y Beatriz, a duras penas, lograron sacarla del agua. Y justo en ese momento, Isabel de Portugal se desmayó.

—Señora, ¿estáis bien? ¡Señora!

A duras penas lograron llevarla a palacio, ayudada por unos labriegos que pasaban por allí.

Esta vez no había sido una pesadilla. Ni se había despertado sonámbula por la noche. Había sido a plena luz del día y acompañada, mientras mantenían una conversación. La cosa parecía más grave.

Tan grave como para que avisaran a Chacón de que interrumpiera la cacería y volviera a palacio con los infantes, a los que ordenó que se recluyeran en sus habitaciones.

Pero Isabel sabía que algo pasaba. Y quería saber qué era. En silencio, salió de su alcoba y llegó hasta la puerta, entreabierta, de los aposentos de su madre.

Desde allí, escondida, escuchó a Beatriz explicar lo sucedido.

—Llamaba a don Álvaro como si éste estuviera en la otra orilla del riachuelo… Nosotras no veíamos nada y… ella se metió en el agua y…

Isabel, al oír los sollozos de Beatriz, asomó curiosa la cabeza y vio que Chacón abrazaba a Beatriz consolándola. En la cama, dormida, estaba su madre.

Chacón vio abrirse la puerta un poco. Alarmado, rompió su abrazo con Beatriz y la abrió de golpe.

—¡Isabel! ¿Qué hacéis aquí?

—Es mi madre. Y quiero estar con ella.

—Señora, ahora está descansando —alegó Beatriz mirando de reojo a Chacón.

Isabel empezó a llorar.

—Quiero estar con mi madre… os lo suplico…

Pero Chacón había dado una orden. Y debía ser obedecida.

—¡Os dije que no salierais de vuestro cuarto! ¡Obedecedme!

Isabel, rabiosa y dolida, escapó por los pasillos con lágrimas en los ojos.

Beatriz, angustiada por la situación, suplicó con la mirada a Chacón, intentando que cediera.

Pero Chacón, triste, no estaba para cesiones.

—Es una niña. Y hay cosas que los niños nunca deben saber si no queremos que sufran en vano.

VI

Enrique ya había regresado a Segovia, tras su viaje a Madrid. Y cenaba, ajeno a lo que les pasaba a sus hermanos. En realidad no les solía visitar: se podían contar con los dedos de una mano las veces que había ido a verles tras morir su padre.

Recién coronado, expulsó a la viuda y a sus hijos y los hizo llevar a Arévalo. Lo hizo amablemente, como siempre. Como amablemente se había despreocupado de ellos hasta el punto de no pagar lo pactado para su mantenimiento. Incluso, pese a haber heredado el pequeño Alfonso el título de maestre de la Orden de Santiago, sin duda el que más réditos económicos generaba, apenas llegaba capital alguno a su legítimo dueño. El dinero parecía llegar a la Corte y allí se quedaba.

Simplemente, sus hermanos no le eran útiles. Y más que en Arévalo, para él vivían en el olvido.

Enrique cenaba sentado en el suelo, a la manera mora. Como moros eran sus gustos en la comida. Como árabe era su guardia. Algo que no estaba muy bien visto por los castellanos viejos, que vivían apegados a las tradiciones y que soñaban con la pureza de raza que habían perdido al mezclarse con judíos y moros.

En vez de ver cumplido su sueño, tenían que aguantar que los árabes camparan a sus anchas por la misma Corte, y debían soportar que los judíos manejaran la economía del reino. O compraran terrenos baldíos y los hicieran productivos porque ellos —nunca lo reconocerían— no habían sabido trabajarlos. Y lo que es peor: que después contrataran campesinos castellanos (muchos de ellos los dueños anteriores del terreno) a los que les pagaban una mísera soldada.

Incluso, curiosa humillación, debían asumir la necesidad de llamar a un médico judío o árabe para no morir de un leve catarro o un rasguño.

Enrique vivía también ajeno a estas preocupaciones. Lo que le gustaba, le gustaba. Y cuando necesitaba algo, lo cogía, como Adán antes del pecado original. Igual que hacía ahora con un dulce de miel para llevárselo a la boca.

—Probad esto, Beltrán; es exquisito.

—Gracias, majestad… Pero ya he comido demasiado.

—¿No vais a obedecer a vuestro rey?

Y Beltrán, sumiso, tomó otro dulce y lo introdujo en su boca. Si el rey lo decía, había que hacerlo: ése era su lema. No podía tener otro porque se lo debía todo, desde que le conoció cuando el rey visitó Úbeda, su tierra natal, hacía ya casi cinco años.

El rey, preocupado por las ansias de poder de Pacheco, intentaba reclutar nueva gente de confianza para que estuviera a su lado en la Corte: quería liberarse de ataduras del pasado. Por ello, pidió al padre de Beltrán que le dejara llevarse a su hijo mayor, Juan. Pero Diego Fernández de la Cueva, regidor de la villa jienense, se negó: el hijo mayor era su mano derecha y, para él, sin duda, el más capaz e inteligente. Y le propuso que se llevara a su otro hijo, Beltrán.

El azar y, en parte, el desprecio paterno, hizo que Beltrán llegara a la Corte. Allí fue recibido como un extraño y así se sentía ahora: como un pez fuera del río, sólo apoyado en la confianza de un rey. Pero penas con pan son menos y, ya al año de llegar, el rey le concedió su primer señorío: la villa de Jimena. Y luego fue nombrado comendador de Uclés. Y después le fueron donadas las fortalezas de Carmona y Ágreda…

Esto sin contar su cargo de mayordomo de palacio, lo que le convertía en un poder fáctico al controlar todo lo que en la Corte ocurría, organizar los viajes reales y, además, supervisar sus audiencias.

Tanto regalo le había hecho ganar la envidia y rencor de los nobles de la Corte (sobre todo de Pacheco), pero también la admiración de las damas, que eran presa fácil de un hombre de cuerpo armonioso y bien ejercitado. Además de rico y soltero…

Beltrán, por su parte, tenía el don de no pasar inadvertido y lucía siempre un aspecto acicalado hasta la exageración, poblando sus dedos de anillos, enjoyando su calzado y hasta engalanando con oro la cincha tripera de su caballo.

Enrique no estimaba tal ostentación: no gustaba de anillos ni collares. Prefería la soledad al público. Odiaba pleitesías y besamanos. No era lo único que le diferenciaba de Beltrán: tampoco (desgraciadamente para el reino, visto lo visto) gustaba de galantear y, pese a no ser mal soldado, aborrecía la guerra.

Pero algo unía a ambos hombres: la lealtad.

Enrique tenía claro que podía confiar en Beltrán hasta la muerte en tiempos de paz por su nobleza natural: era incapaz de cualquier intriga, tal era su devoción por el rey.

Y, en tiempos de guerra, Beltrán de la Cueva ya le había demostrado que era el más valiente de sus soldados.

Por eso le convirtió en su mejor amigo, para despecho de un Juan Pacheco que, justo en ese momento, entraba en la Sala Real.

—Con vuestro permiso, majestad.

—Pasad, pasad, don Juan… Por favor, comed con nosotros.

El marqués de Villena miró serio a Beltrán y luego al rey: nunca como hasta ahora, con los dos sentados en el suelo, había tenido una imagen tan clara de su amistad. Sospechaba de ella, pero no hasta ese grado. Y se sintió tan agraviado como el novio que ve a su prometida con otro hombre.

—No, gracias, majestad… Sabéis que no soy de costumbres morunas.

—¿Qué queréis?

—Hablar con vos —respondió mirando a Beltrán—. A solas.

Beltrán hizo ademán de levantarse, pero el rey se lo impidió.

—Quieto… Pacheco, si tenéis que decir algo, decidlo delante de don Beltrán de la Cueva.

Tras un breve y tenso silencio, Pacheco se atrevió a dejar claros sus pensamientos.

—No hablo delante de este advenedizo.

Beltrán se levantó airado.

—¿Cómo os atrevéis a insultarme?

—¿Acaso no lo sois? Ocupáis cargos que por linaje otros merecerían más que vos.

Enrique IV, viendo la discusión que se avecinaba, decidió intervenir. Y tras ordenar a los criados que se retiraran, ya solo con los dos gallos de la pelea, les mandó callar y ordenó a Beltrán que desnudara su torso.

Beltrán le miró azorado. Pero el rey insistió, repentinamente histérico.

—¡Desnudadlo, por Dios! ¿Cuántas veces ha de dar una orden un rey?

Beltrán obedeció delante de un incómodo Pacheco. Al desnudarse, dejó ver una cicatriz que nacía en su costado derecho y llegaba hasta el pecho. Cicatriz que, acercándose, el rey señaló con el índice de su mano izquierda.

—Mirad esta cicatriz, Pacheco… —Y añadió escrutando a Beltrán—: ¿Cuánto hace que la tenéis, Beltrán?

—Más de dos años, majestad.

—¿Dónde sufristeis la herida?

—Cerca de Sevilla.

Enrique se giró hacia el marqués de Villena.

—¿Estabais vos allí, Pacheco?

—No.

—Pues yo sí… Y a punto de morir mientras todos mis nobles miraban sin hacer nada. Sólo uno se jugó su vida por mí. Y a cambio, recibió esta herida. Miradla, Pacheco. Recordadla cuando faltéis el respeto a quien mi propia vida le debo.

—La recordaré… Pero vos recordad otras muchas cosas. ¿Puedo retirarme, majestad?

—Como queráis —respondió señalando la comida—. Vos os perdéis estos dulces…

Pacheco, airado, ni respondió y salió a paso ligero de la estancia. Nada más hacerlo, Enrique ordenó a Beltrán que volviera a tapar su torso, algo que apresuradamente hizo, superado por la situación.

—Con vuestro permiso, majestad… Pacheco no es santo de mi devoción y menos yo de la suya, pero toda Castilla sabe que os ha acompañado hasta el trono.

—Sí. Pero no sé si lo ha hecho para quedarse con él.

Enrique volvió a reclinarse en busca de un poco de requesón.

—Es una nueva época, Beltrán. Castilla necesita hombres nuevos y leales. Los necesita tanto como yo necesito un hijo para que cesen tantos rumores e intrigas.

Tras probar un bocado, displicente, Enrique miró fijamente a su nuevo elegido.

—Beltrán, ¿estaríais dispuesto a hacer cualquier cosa por vuestro rey?

Beltrán no entendía el verdadero significado del discurso que estaba escuchando, pero Enrique ya sabía su respuesta.

Sería la misma de siempre:

—Por supuesto, majestad.

VII

Pacheco, fuera de sí, hizo llamar a Carrillo para desahogarse. El arzobispo de Toledo acudió a la cita. Y allí estaba, sentado, observando deambular nervioso a su sobrino, hecho una furia.

—¡Cómo se atreve a faltarme así! ¡Y más delante de ese petimetre afeminado! ¡Seguro que le gusta más que su esposa y por eso no la preña!

—No os creáis los rumores que vos mismo lanzáis. Recordad que vuestros enemigos decían lo mismo de vos y el rey.

—No me cambiéis de tema… ¡Yo he educado a Enrique! ¡He eliminado a todo aquel que se interponía entre él y la Corona! Y ahora, así me paga.

—Calmaos, os lo ruego.

—¿Por qué habría de hacerlo? Maldita la necesidad que tenemos de reyes si son como éste. No le gusta su cargo. Todo lo tengo que hacer yo. Porque el señor prefiere tocar el laúd, hablar con poetas y poblar sus reservas de animales exóticos. —Hizo una pausa para tomar aire—. ¿Sabéis qué le regaló el embajador de la India? ¿Oro? No. ¿Especias? ¿Para qué? No. Le regaló un puto leopardo.

Carrillo le miró extrañado.

—¿Un qué?

—Un leopardo. Una especie de lince pero con menos bigotes.

Carrillo no pudo evitar reírse de la descripción y, con sus carcajadas, logró el milagro de que por fin Pacheco se quedara quieto.

—No le veo la menor gracia al asunto. Esto se hunde, Carrillo, y a vos os da por reír.

—Tranquilo, aún tenemos una baza importante.

Pacheco se quedó mirándolo extrañado.

—¿Recordáis cuando hablamos de su posible heredero, el infante Alfonso?

—Perfectamente.

El arzobispo de Toledo sacó una carta.

—He recibido esta carta de su tutor, don Gonzalo Chacón, al que bien conocéis. Parece ser que el rey Enrique no cumple con lo pactado a la muerte de su padre, Juan II. Y tiene a su madrastra y a sus hermanos a dos velas. Tal vez, por si «algo» le pasara a nuestro rey, debamos pensar en el siguiente…

El marqués de Villena le miró pensativo.

—¿Qué planeáis?

—He pensado que si vos colaborarais con algún dinero que añadir al mío, tal vez el infante Alfonso y su preceptor, Chacón, nos lo agradecerían en el futuro.

—Buena idea. Yo mismo se lo llevaré.

—Pensaba hacerlo yo… —Carrillo estaba receloso—. Vuestras relaciones con Chacón no son buenas. No se habrá olvidado de lo que hicisteis a su buen amigo, don Álvaro.

—El tiempo lo cura casi todo. Y lo que no, lo cura el dinero.

VIII

Pese a ser llamado Amadís, el pájaro herido que recogió Isabel parecía tener menos labia y fuerza que el famoso caballero de las novelas.

Más bien le podrían haber bautizado Benito, como el santo que hizo norma el hablar lo estrictamente necesario.

Y Amadís, el pájaro rescatado de la muerte, no se sabe si impresionado por ello, no cantaba ni lo necesario, ni nada.

Pero Isabel no se iba a dar por vencida y allí estaba silbando para ver si el pajarillo encerrado en su jaula la imitaba.

A su lado, Beatriz de Bobadilla… Y un Gonzalo Chacón, que se había acercado a ver a la infanta, preocupado por lo distante que estaba ésta tras su último encontronazo.

—Trina, por favor, Amadís… Canta un poquito…

Beatriz de Bobadilla movió la cabeza ante la tozudez de Isabel.

—No insistáis… Este pájaro o es tímido o nació mudo. Lo que tenéis que hacer es dejar en libertad al pobrecillo.

Isabel se revolvió rápida.

—No… Amadís se queda conmigo… Con lo pequeñito que es no duraría vivo ahí fuera ni unos minutos…

—Pero un pájaro no lo es, si no vuela, Isabel —objetó con amabilidad didáctica Chacón.

—Si queréis que lo suelte lo haré, don Gonzalo, pero con una condición.

—¿Cuál?

—Que me digáis quién es ese don Álvaro a quien llama mi madre.

Chacón suspiró dándose por vencido.

—Está bien… Os lo diré… Don Álvaro de Luna era la mano derecha de vuestro padre, el rey Juan. Él fue quien le presentó a vuestra madre. Era muy querido por muchos de nosotros.

—¿Y de qué murió?

Chacón, que esperaba salir del lance con tan parca explicación, quedó tocado por la pregunta, algo que no pasó inadvertido para Isabel… Y Beatriz acudió en ayuda de Chacón con su habitual desparpajo.

—Del último mal, como todos los que se van.

—¿Y no tenéis nada más que contarme?

—No —cerró la conversación una resuelta Beatriz—. ¿Ahora soltaréis al pájaro?

Isabel no se sentía muy satisfecha del intercambio.

—No. Es mi amigo.

—¡Pero si no canta!

Pero en ese momento, el pájaro empezó a trinar.

—¡Será posible!

—Hay que tener constancia, Beatriz. Gutta cavat lapide non vi sed saepe cedendo —dijo mirando a Chacón—. Como veis, os hago caso en todo, maestro.

Chacón la miró emocionado. Isabel se alzó y le dio un beso en la mejilla. Pero rápidamente, volvió con su juguete y cogió la jaula.

—Y ahora, Amadís y yo nos vamos de paseo.

Dicho y hecho, Isabel abandonó la alcoba, dejando a un Chacón impactado y a una Beatriz atónita.

—La quiero como a una hermana, pero ¡qué carácter, por Dios!

De repente, alguien llamó a la puerta: era Clara, que traía una carta para su esposo.

—Acaba de llegar de la Corte.

—Gracias, esposa.

Chacón abrió el sello y empezó a leer. Su cara mostraba un gesto serio.

—¿Son malas noticias? —preguntó Clara al notarlo.

—Viniendo de quien vienen, no espero nada bueno.

La firma de la carta era la clave del pesimismo de Chacón. En ella, se podía leer: «Don Juan Pacheco, excelentísimo marqués de Villena».

IX

¿Cómo mostrar calma cuando cenas al lado de quien intrigó para matar a tu mejor amigo?

¿Cómo anteponer los intereses de los tuyos por encima de las ganas de venganza?

Estas preguntas se estuvo haciendo Gonzalo Chacón los días que pasaron hasta la llegada de Juan Pacheco. Y no encontró respuestas claras en su alma.

Pero su cerebro le decía que debía mantener las formas. Que su interés y su odio no podían pesar más que el posible beneficio de sus queridos Isabel y Alfonso.

Y que, al fin y al cabo, la presencia de Pacheco era debida a la carta que envió a su tío, Carrillo, el arzobispo de Toledo.

Por eso esa noche, Chacón era el perfecto anfitrión de don Juan Pacheco, acompañado —como tantas veces— por su hermano Pedro Girón.

El primero, excesivamente halagador y sociable. El segundo, incontinente en la comida y la bebida, lejos de la sobriedad que exigía su cargo de maestre de la Orden de Calatrava.

Serio pero amable, respetuoso con el protocolo como si estuviera dando una clase a sus niños, Chacón se consolaba pensando que, al fin y al cabo, la venganza, para saborearla, debía servirse en plato frío.

Y contemplaba, impasible, tanta amabilidad y tanta cháchara. Sobre todo por parte de un Pacheco especialmente activo.

—Gracias por vuestras atenciones. Hacéis nuestro viaje doblemente agradable. Primero, porque es grato volver a ver a personas tan queridas. Segundo, por…

Isabel de Portugal, para quien la cena se estaba haciendo tan dura como para Chacón, decidió dar por acabada la función.

—No tenéis nada que agradecer, excelencia. En esta casa se atiende bien hasta a los mendigos. ¿Qué no íbamos a hacer con quien viene de la Corte?

Pedro Girón no dejaba de observar encantado a Isabel de Portugal, especialmente bella para la ocasión. Y por fin abrió la boca para otra cosa que no fuera masticar o beber.

—Gracias, alteza… —dijo mirando—. Veo que vuestra hija es digna heredera de la belleza de su madre.

Isabel, la niña, se ruborizó. Chacón, harto de palabrería, decidió que ya era hora de ir al grano.

—Gracias por los cumplidos, caballeros. Pero ardemos en deseos de saber el motivo de vuestra presencia aquí.

—En primer lugar —respondió Pacheco—, hemos venido para dar fe al rey nuestro señor de la salud de los infantes —giró la cabeza hacia Alfonso—, que ya veo es excelente, así como su compostura y educación. No dudo, señora, que Castilla os lo agradecerá en un futuro muy próximo.

—Con ese fin trabajamos… aunque los medios no son muchos —matizó Chacón.

—Lo sé. Por eso estoy aquí, para solucionar ese problema.

Isabel de Portugal vio que la puerta estaba abierta para abandonar el lugar y se levantó… Y con ella, todos los comensales.

—Sentaos de nuevo, os lo ruego… Que sabiendo ya la buena nueva, creo que es hora de que negocien los hombres. Niños, es hora de ir a dormir —dijo mirando a su consejero—. Chacón, ya sabéis que gozáis de toda mi confianza.

Y salió, con los niños y Beatriz, dejando a los tres hombres, que pronto serían dos por las excusas de Girón.

—Creo que yo también os dejaré. Soy hombre de acción. Y las palabras me marean más que el vino.

Una vez solos Pacheco y Chacón, un tenso silencio dominó la sala del palacio de Arévalo. Un silencio que rompió, irónico y seguro, Pacheco.

—La de vueltas que da la vida. Otra vez estamos frente a frente los dos.

—Sí. Espero llevarme mejor recuerdo de esta ocasión que de la última vez que nos vimos.

—Seré sincero con vos, Chacón. Sé que hay cosas que jamás me perdonaréis. Pero antes que nada está el bien del reino.

—Para mí, lo primero es el bien de los infantes. Y lucharé por ellos sin que me duela el pasado.

—Me alegra oír esas palabras. Porque es muy probable que nuestros intereses sean pronto los mismos.

Pacheco dio una palmada y, a la señal, un hombre del marqués de Villena entró en la sala llevando un pequeño pero pesado arcón que dejó sobre la mesa.

Chacón miró extrañado la escena.

Pacheco, tras ordenar la retirada de su hombre, levantó la tapa del arcón… Y la extrañeza de Chacón se convirtió en asombro, tal era la cantidad de monedas que refulgían en su interior.

—Mi tío, el arzobispo de Toledo, y yo hemos dispuesto adelantaros todo aquello que os debe el rey… Espero que sea suficiente.

—Lo es y sobra… —repuso sorprendido—. Pero ¿me estáis diciendo que este dinero no viene del rey Enrique?

—El rey Enrique tiene otras tribulaciones que espero no perjudiquen al reino.

—Supongo que querréis algo a cambio.

—Sólo que sigáis cuidando de los infantes… Y que les hagáis saber a ellos y a su madre quién les defiende en la Corte.

De repente, una voces de socorro interrumpieron la conversación: sin duda la voz que pedía auxilio era la de Isabel de Portugal.

Corrieron rápidos por los pasillos y cuanto más se acercaban, más preocupante era la situación: a la voz suplicando auxilio de la madre de Isabel, le respondía otra exigiendo respeto. Era la voz de Pedro Girón, que perdidas las formas, forcejeaba con su anfitriona.

—¿Por qué chilláis? No os voy a hacer ningún mal…

—¡Apestáis a vino! ¡Apartaos de mí, os lo ordeno!

—Apesto al mismo vino que vos habéis bebido. Engreída… Creéis que no merezco ni pisar por donde vos pisáis, ¿verdad? Os recuerdo que ya no sois reina y que si lo fuisteis se debe a que os metieron en la cama de un rey, como a una furcia.

Aparecieron en el lugar de los hechos Chacón y Pacheco que, alarmados ante la gravedad de la situación, no se dieron cuenta de la presencia de la pequeña Isabel, asustada por los gritos de su madre.

Chacón, sin apercibirse de su presencia, apartó violentamente a Girón de Isabel de Portugal.

—¿Qué hacéis, malnacido?

Girón, tras trastabillar, se rehízo, girándose hacia Chacón y desenvainando su espada.

—Nadie que me haya dicho eso ha seguido viviendo.

Pacheco se interpuso entre los dos.

—¡Alto, hermano! ¡Guardad vuestra espada! —Y al ver que tardaba, añadió—: ¡Ahora mismo!

A Girón no le quedó otra opción que obedecer. Tras suspirar, Pacheco intentó consolar a una temblorosa Isabel de Portugal.

—Lo siento, señora… Ya hablaré yo con mi hermano para corregir este malentendido.

Ella aún aturdida, ni respondió. Chacón la cogió del brazo, amable, dándose cuenta en ese momento de la presencia de la pequeña Isabel y de Beatriz.

—Será mejor que descanséis, señora…

Isabel de Portugal entró en su alcoba, no sin antes mirar de reojo con odio a Girón.

Chacón se plantó cara a cara con Pacheco.

—Si queréis que colaboremos, atad bien corto a vuestro mastín.

Y se dirigió hacia Isabel y Beatriz.

—Tranquilas… Todo ha pasado…

Pacheco aguantó justo el tiempo de verles desaparecer por los pasillos para encararse con su hermano.

—¿Se puede saber qué intentabais?

Repentinamente, el fiero Girón pasó a ser un niño amedrentado.

—Nada, os lo juro… Estaba siendo amable… pero me despreció. ¿Quién se cree esta gente que es, Juan? ¡No son mejores que nosotros!

—Lo sé, lo sé… —Le tomó la cabeza con cariño—. Pero es mucho lo que nos jugamos, Pedro. Si Enrique no tiene descendencia, el heredero de la corona es Alfonso… Y conviene llevarnos bien con su madre.

—¿Y si el rey tiene descendencia, Juan? ¿De qué habrá servido humillarnos?

—¿Creéis que Enrique es capaz de preñar a su esposa? —bromeó Pacheco—. Como no le ayude el Espíritu Santo…

XI

Pero no era el Espíritu Santo quien llamaba esa misma noche a la puerta de una sobresaltada Juana de Avis.

—¿Quién anda ahí? —preguntó la reina.

No hubo respuesta. Simplemente, la puerta se abrió dando paso a Enrique.

—No os asustéis, soy vuestro marido… Sólo quería saber si os encontrabais bien… Y desearos buenas noches.

El rey abrió la puerta del todo: ahí estaba Beltrán, evidentemente nervioso.

Tras estas palabras, el rey marchó y les dejó solos. Tan solos como sorprendidos, atónitos.

Esta escena la contó alguien que juró haber visto llegar al rey y a Beltrán a la alcoba de la reina… y que vio cómo inmediatamente Enrique salía de ella dejando a los otros dos solos.

Algunos contaron que fue un criado quien dio esta noticia… Otros, que una dama de la Corte… Incluso un borracho juró que el propio Beltrán se lo confesó, no menos borracho que él.

Mentira o verdad, sólo quedó constancia de una cosa: el milagro se produjo.