6
Agosto de 1467
I
Olmedo: allí sería la cita donde los dos bandos en guerra se verían las caras.
No sería la primera vez que los alrededores de esa villa castellana fueran testigo de una gran batalla. El 19 de mayo de 1445 ya tuvo lugar allí un cruel enfrentamiento donde las tropas castellanas de Juan II, padre de Enrique, triunfaron sobre el ejército navarro-aragonés, que intentaba invadir Castilla.
La diferencia, más de veinte años después, era que muchos de los que entonces defendieron unidos Castilla ya no lo estaban.
Ciertamente, lo ocurrido entre las dos batallas de Olmedo era un buen resumen de lo que era Castilla. En la primera batalla, Pacheco luchó al lado de Enrique, todavía príncipe, apoyando a su padre Juan II, al que luego harían la vida imposible. Y junto a ellos, Íñigo López de Mendoza (el mejor guerrero de tan insigne familia) y Álvaro de Luna, posteriormente ejecutado gracias a las intrigas de Pacheco. Todos estaban en el mismo bando.
Tras derrotar al invasor navarro-aragonés, Enrique vio reforzada su figura ante su propio padre, que aceptó nombrar a Pacheco nuevo marqués de Villena, a instancias del entonces príncipe.
La alegría de la victoria, sin saberlo el rey Juan, impidió ver que se estaba plantando la semilla de los males que después vendrían.
Sin duda, los tiempos habían cambiado mucho las cosas. Sólo algo seguía inmutable: la ambición sin límites de Pacheco.
Una ambición que le había hecho olvidar quiénes habían sido sus compañeros de viaje. Entonces y después. Porque del mismo modo que acabó con Álvaro de Luna y arruinó el poder y la moral del rey Juan, después intentó derrocar a su principal valedor, Enrique, al observar el ascenso de Beltrán de la Cueva.
Y cuando Enrique le propuso casar a Isabel con su hermano Pedro Girón, su ambición hizo que se olvidara de todos aquellos nobles a los que había levantado en guerra obnubilado por poder entroncar su familia con la del mismísimo rey.
La muerte de Girón fue un duro golpe para Pacheco, que se aisló del mundo en su residencia de Belmonte. Pero no fue menos duro para los ejércitos rebeldes, que perdieron fuerza y cohesión. A río revuelto, ganancia de nobles, debieron pensar. Si la victoria total ya no era tan segura, ¿por qué no aprovechar para, mientras durara la algarada, beneficiarse del desorden que dominaba Castilla? Dicho y hecho, muchos de esos nobles rebeldes empezaron a ir cada uno por su lado dando prioridad a sus intereses personales, que no eran otros que ejecutar venganzas o la mera búsqueda de un botín como si de salteadores de caminos se trataran.
Ante este desbarajuste, el rey Enrique no desaprovechó la ocasión para reforzar sus ejércitos atrayendo a su bando a muchos nobles desconcertados con la situación. Y las fuerzas se nivelaron.
Carrillo se dio cuenta de que todo se venía abajo y pensó que la única solución era recuperar para su causa a Pacheco.
No fue sencillo para el arzobispo de Toledo convencer a sus correligionarios, a los que llamó a reunirse. Uno de ellos, muy querido de Carrillo, el almirante Enríquez, al saber de sus intenciones le espetó:
—¿Queréis que vuelva? ¿Sabéis lo que ha hecho Pacheco? Ha dividido Castilla en dos… Una parte cree que su rey es Enrique y la otra, que es Alfonso. El único que va de un bando a otro, según sus intereses, es Pacheco. Y mientras él se burla de nosotros, los hombres mueren en el campo de batalla.
Carrillo sabía que Enríquez tenía razón. Pero el fin justificaba los medios.
—¿Queréis ganar la guerra? Pues sólo podemos ganarla con Pacheco. Necesitamos su ejército y el de su difunto hermano. Necesitamos su liderazgo.
Enríquez calló ante estas palabras, como todos los demás. Carrillo asumió que quien callaba, otorgaba y se fue hasta Belmonte a convencer a su sobrino.
No fue fácil. Pacheco estaba especialmente triste y sombrío por haber perdido la posibilidad de emparentar con la familia del rey.
—¡Los tenía comiendo de mi mano! Al rey, a Isabel, a Alfonso… ¡A todos! Y ahora sólo tengo a mi hermano muerto. Quiero saber quién lo asesinó. Tengo que saberlo.
Carrillo, hábilmente, aprovechó el camino que Pacheco le señalaba.
—Pensad quién se beneficia de la muerte de Pedro. ¿Permitiría la reina una boda así cuando se duda si su hija es hija del rey? ¿Le gustaría a Beltrán de la Cueva ver a uno de nuestra sangre como uno más en la familia real al casar con Isabel? La boda de vuestro hermano con Isabel no fue más que un truco de Enrique para ganar tiempo y recuperar fuerzas. —Y tras una pausa añadió—: Volved a nuestro bando, y Enrique y los suyos se arrepentirán de lo que han hecho.
Pero Pacheco no se decidía, recordando aún la pérdida de su hermano, el fracaso de su plan…, lo que obligó a Carrillo a prometer lo que todavía no sabía si podía cumplir.
—Volved y el Maestrazgo de la orden de Santiago será vuestro.
Pacheco le miró extrañado.
—¿Ese niñato de Alfonso estaría dispuesto a concedérmelo?
Carrillo sintió que había dado en la diana y prosiguió:
—Eso me dijo —mintió—. Puede ser un niño, pero no es tonto. Sabe que sin vos perderemos la guerra.
Ser maestre de la principal Orden de Castilla y sentirse imprescindible complementaban una oferta que la vanidad de Pacheco no podían rechazar. Y aceptó.
Lo hizo sin saber que su tío le había mentido (de tal palo, tal astilla): nunca había hablado con Alfonso de ceder el Maestrazgo y su emblema, la Cruz de la Orden de Santiago.
Y cuando se lo propuso después a Alfonso, se encontró con una respuesta impropia de un niño influenciable.
—¿Nos traiciona y hemos de premiarle? No. Ni hablar.
Alfonso arrojó al suelo sus útiles de entreno, pues estaba obsesionado con el manejo de la espada y de la lanza.
—¡Esa Cruz era de mi padre! ¡Durante años la tuvo Beltrán en su poder! Y ahora que por fin la tengo, ¿queréis que la entregue a quien me traicionó?
—No. Quiero que la entreguéis a quien puede hacernos ganar la guerra. A quien puede hacer que seáis rey.
Ser rey… Esas palabras mágicas hacían posible cualquier reconsideración en Alfonso que, tras pensar unos segundos, cedió.
—Está bien… Firmaré un documento otorgándole la Cruz.
Carrillo se retiró feliz: había conseguido sus objetivos.
Ganar la guerra era, otra vez, posible.
II
La vuelta de Pacheco al bando rebelde no tardó en llegar a oídos del rey Enrique. Fue Diego Hurtado de Mendoza quien dio la noticia.
—Volvió a mudar de piel la serpiente —dijo la reina.
—¿Acaso alguien lo dudaba? —añadió rápido Beltrán.
El rey calló, preocupado. Sin duda, esa noticia empeoraba las cosas… Pero no se podían quejar: tenían la guerra perdida y ahora podían ganarla.
De hecho, en las últimas refriegas, el ejército enemigo, antes invencible, se retiraba al ver las fuerzas del rey.
Enrique, pese a que perder a Pacheco le causó un evidente golpe, prefirió ordenar a Mendoza y De la Cueva que siguieran elaborando una estrategia ante la gran batalla de Olmedo.
Mendoza, antes de ello, avisó de sus temores.
—Majestad, os aconsejo que durante la batalla hagáis que vigilen de cerca a la infanta Isabel. Podrían aprovechar un descuido de nuestros hombres para llevarla junto a su hermano. Y si tienen ya una baza, mejor que no tengan dos.
El rey asintió.
—Ordenaré a Cabrera que refuerce la guardia.
Juana reaccionó rápida.
—Tranquilo, yo misma la vigilaré. Ordenaré que la traigan otra vez a mi lado.
El rey pensó que su esposa no lo haría peor que muchos de sus soldados en batalla, tal era su predisposición por la causa, que era la de su hija. Luego añadió:
—Perfecto, pero si me permitís ya daré la orden yo. —Miró a los presentes—. ¿Algo más que decir?
—Sí —respondió Mendoza, que inmediatamente miró a su yerno—. Y se refiere a vos, Beltrán. Pacheco ha puesto precio a vuestra cabeza. Jura que os buscará en el campo de batalla.
—Entonces, no tengo nada que temer.
—Sabéis que él no será quien se enfrente a vos. —Y su suegro le aclaró—: Ha prometido pagar un buen precio a quien os dé muerte. En Olmedo muchos de sus hombres estarán más pendientes de acabar con vos que de ganar la batalla.
—¿Y qué queréis que haga? ¿Huir?
Enrique, cariñoso, puso su mano diestra sobre el hombro de su querido Beltrán.
—No portéis vuestros escudos familiares. Pasad inadvertido. Os lo ruego.
Beltrán sonrió.
—Gracias, majestad, pero no seré yo el que se oculte. El cobarde es él, no yo —dijo irónico—. Probablemente ni veremos al marqués de Villena en Olmedo… Es de los que nunca dan la cara y prefiere los despachos.
Beltrán no sabía lo atinado de su comentario. Porque, a menos de cien kilómetros de Segovia, Pacheco acababa de leer la carta por la que Alfonso le cedía el Maestrazgo de la Orden de Santiago. Y no era lo esperado. De ello daba fe una copa de vino que salió disparada de su mano y se estrelló contra la pared.
—¿Qué clase de burla es ésta? ¿A su muerte? ¿Heredaré la Cruz de la Orden de Santiago a su muerte? ¿Para esto me habéis hecho venir a Ávila? —dijo Pacheco indignado.
Alfonso los había engañado: la carta prometida era ni más ni menos que su testamento (curiosa escritura para un muchacho de catorce años). Ahí, por fin, Pacheco heredaría su título, no ahora.
Pacheco hizo ademán de lanzar el documento al fuego, pero Carrillo se lo impidió, agarrándole el brazo.
—¡Ni se os ocurra! ¡Es el testamento de un rey!
Pacheco se rio.
—¿De qué rey?
—¡Del rey por el que luchamos!
—¡No es por él por lo que luchamos!
Carrillo le miró a los ojos, serio.
—Sé por lo que luchamos… Pero no habrá nada por lo que luchar si no defendemos un rey… Muchos nobles, el pueblo… yo mismo… no entenderíamos una nueva Castilla sin un nuevo rey. Y ése es Alfonso, no lo olvidéis.
—Podríais haberme dado esa homilía cuando me rogasteis que volviera con mi ejército.
Carrillo empezó a preocuparse.
—¿Estáis pensando en volver a cambiar de bando?
Pacheco, sabedor de que tenía bien cogida la cazuela por sus asas, le amenazó:
—Sabéis que podría hacerlo perfectamente… Esto no es lo que acordamos. ¡Lo sabéis! La Cruz era ahora, no en herencia.
Carrillo insistió:
—¿Estáis de nuestro lado o no?
Pacheco, tras pensárselo unos segundos, respondió como si un plan le hubiera venido de repente a la cabeza.
—Lo estoy. Seré leal a Alfonso mientras viva.
—¿Mientras viva… el rey o vos?
Pacheco ya no pudo evitar una sonrisa.
—Yo siempre sobrevivo a los reyes. No sé por qué. Será porque soy sobrino del arzobispo de Toledo.
Y el arzobispo de Toledo no pudo evitar reírse. Pero lo hacía, más que por la chanza, aliviado por el hecho de que su sobrino aceptaba seguir con la Liga de Nobles.
—Será. ¿Partís conmigo, entonces?
—No. A Olmedo irán mis tropas y con ellas, las de mi difunto hermano, a las que he pagado lo que se les debía para que vuelvan a combatir.
—¿Y vos dónde estaréis?
—¿Yo? Estaré ocupado. Me reuniré con un notario para que levante acta de esto —dijo señalando el testamento de Alfonso—. Si el rey no tiene prisa en concederme la Cruz, supongo que tampoco la tendrá en que me juegue la vida por él.
Carrillo simplemente asintió: se conformaba con lo que ya había conseguido de Pacheco.
III
Estaba amaneciendo, pero Isabel no tenía sueño. Sabía que las cosas iban de mal en peor para el bando de su hermano Alfonso. Temía que si el rey doblegaba a la Liga de Nobles, su futuro y el de su hermano serían igual que su pasado, cuando llegaron a Segovia: un infierno avivado diariamente por la reina Juana.
Pero prefería no hablar de ello. Y menos a Beatriz, feliz esposa ya de don Andrés Cabrera. Pese a ser la mujer del mayordomo de palacio y tesorero real, Beatriz pidió a su marido seguir siendo dama de compañía de la infanta, petición a la que Cabrera accedió amablemente sin poner pega alguna.
Isabel, cuando más triste estaba, le pedía a Beatriz que volviera con su marido. Porque prefería estar sola. Y esa noche era uno de esos momentos.
—Está amaneciendo… Deberíais estar con vuestro marido.
—No os preocupéis por eso. Él apoya mis decisiones.
Isabel sonrió, sacando fuerzas de su desmoralización.
—¿Cabrera os apoya o no tiene más remedio que aceptar vuestro parecer?
Beatriz respondió pícara:
—¿Y qué es el amor sino aceptar los deseos de la amada?
Isabel se quedó pensativa y un tanto melancólica.
—Vuestra boda fue preciosa.
—Gracias a vos, que me ayudasteis en todo…
—No fue preciosa por eso… Lo fue porque bastaba veros a los dos para saber lo mucho que os amáis.
Beatriz no pudo evitar sonrojarse.
Desde el exterior, se oyeron rumores de hombres, relinchos de caballos y chirriar de carros.
Isabel se levantó hacia un ventanuco a ver el motivo de tanto ruido. Beatriz se puso a su lado.
—¿Qué pensáis, señora?
—Que uno de esos hombres puede ser el que hoy mate a mi hermano.
Beatriz no supo qué responderle. Y aunque lo hubiera sabido se lo habrían impedido los golpes que sonaron en la puerta.
Las dos muchachas se miraron extrañadas. Isabel dio orden de pasar a quien llamaba: era Chacón, flanqueado por dos soldados armados.
—Señora, la reina os manda acudir a su presencia.
Isabel miró a Chacón, que con un gesto le reafirmó que había de ser así. Luego, cogió su rosario y acarició cariñosa la cabeza de Beatriz al pasar junto a ella. Beatriz se puso en pie.
—Voy con vos.
—No. Volved con vuestro marido, por favor.
La reina la esperaba.
Cuando llegó a sus aposentos, Chacón no pudo entrar con ella. Parecía que volvían los viejos tiempos cuando parecía más una presa que una infanta. Aunque Isabel tenía claro que, con casa propia o no, mientras compartiera el cielo de Segovia con Juana de Avis siempre sería una simple cautiva.
La reina le sonrió con cinismo al entrar en la habitación. Luego siguió cantando a su hija en portugués para que durmiera.
Isabel ni la saludó. Se sentó en una esquina y empezó a rezar en voz baja.
—Per Signum Crucis, de inimicis nostris liberanos, Deus noster. In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen.
Juana dejó de cantar. Isabel detuvo sus rezos y se giró hacia ella, que la miraba atenta.
—¿Qué ocurre, majestad? ¿Nunca habéis visto rezar el rosario?
—Sí. Muchas veces aunque no lo creáis.
—Entonces, ¿por qué me miráis?
—Me preguntaba por quién lo rezáis. Supongo que lo hacéis por vuestro hermano Alfonso, y no por mi marido.
Isabel la miró ofendida.
—Rezo por ambos. Y también rezo por Castilla.
Después, Isabel volvió a sus rezos, sin hacer más caso a quien tanto odiaba.
IV
20 de agosto. Olmedo. Sobre una loma, Beltrán, Enrique, Íñigo López de Mendoza y su hermano Diego podían escuchar el rumor de voces y miedos que surgía del grupo de aquellos que iban a entrar en batalla.
Estaban todos montados a caballo. Junto a ellos, clavadas en el suelo, banderolas estandarte del rey y de sus seguidores.
El monarca estaba incómodo: no era amante del espectáculo de la guerra.
Beltrán, por el contrario, parecía ansioso por intervenir.
—Mis hombres están a punto de entrar en combate, mi señor. Solicito permiso para unirme a ellos.
El rey le miró agradecido.
—Permiso concedido, Beltrán. Pero cuidaos, no llamad la atención: os recuerdo que os están buscando.
Con gallardía, Beltrán observó al rey, luego a los hermanos Mendoza, bajó la celada de su casco y enarboló su estandarte antes de alejarse a caballo hacia el combate. En su escudo, en su estandarte, en cada lugar donde podían ser vistos, Beltrán cuidó de no eliminar ni una sola señal de que era él quien luchaba. El que quisiera buscarle, que lo hiciera… si tenía agallas.
Íñigo, dándose cuenta de la preocupación del rey y de su hermano Diego, musitó:
—Es la hora.
Enrique asintió. Volvió a mirar la campa donde los dos ejércitos en liza iban a encontrarse. Como Diego Hurtado de Mendoza predijo, el enemigo iba a cortarles en Cuéllar y Medina del Campo, llevándoles hasta allí. Lo que no sabían los rebeldes era que las tropas del rey estaban avisadas de ello.
Y comenzaron las primeras escaramuzas. Por el bando enriqueño, Íñigo López de Mendoza, Beltrán de la Cueva y los leales hermanos Velasco, con Pedro a la cabeza, lideraban las tropas.
En el bando alfonsino, Carrillo y los condes de Plasencia y Ribadeo empezaron a dar las primeras órdenes. Se les había unido el ejército de Girón y el de Pacheco a las órdenes del clavero de la Orden de Calatrava.
Mientras sus hombres luchaban, Enrique observaba desde la loma: era el rey y sólo entraría si fuera necesario; no era cuestión de perder tan valiosa vida.
Alfonso, sin embargo, imbuido por su ardor guerrero, se trasladó hasta Olmedo con los ejércitos que por él, al menos eso creía el pobre infante, luchaban. Carrillo se negó repetidas veces, pero el hermano de Isabel insistió: debía estar al lado de sus soldados.
Viendo que cuanto más se lo prohibían, más insistía en ir, Carrillo dio el caso por perdido, no sin antes ordenar a Gonzalo Fernández de Córdoba que velara por su vida.
Una hora después de iniciada la batalla, ambos se encontraban en el interior de una tienda de campaña a falta de colocarse la coraza. Alfonso intentaba mantener la compostura, pero la cercanía de la batalla, ésta de verdad, lejos de ejercicios de aprendiz, parecía haber empezado a cuestionar su valentía.
—¿Sabemos algo, Gonzalo?
—Las fuerzas están parejas, señor. —Hizo una pausa—. Os ruego no os expongáis…, yo estaré a vuestro lado.
—Soy el rey. Y debo ganarme el respeto, como rey y como hombre.
Valerosas palabras que hasta el mismo Alfonso se dio cuenta de que eran sólo eso: palabras, dado lo temblorosa de su voz al pronunciarlas.
De pronto, unos gritos desgarradores sonaron en el exterior. Alfonso y Gonzalo salieron a ver qué pasaba.
Un soldado era traído por dos compañeros en volandas mientras gritaba. Un cirujano —cuyas vestimentas denotaban su origen judío— ordenó habilitar una tabla: la pierna derecha del herido colgaba sin vida de rodilla para abajo y de una herida por la que podía caber una mano la sangre manaba hasta mezclarse con la tierra.
El cirujano ordenó poner al herido en la tabla.
—¡Agarradlo, que no se mueva!
El cirujano sacó una esponja y echó sobre ella algo de un frasco. Luego colocó la esponja sobre la boca y la nariz del herido.
—El opio y la mandrágora le atontarán algo… —Y dirigiéndose a un soldado añadió—: Sostenedla en su cara.
El cirujano necesitaba sus manos libres para coger con fuerza una sierra y la calentó en una hoguera. Alfonso se asustó.
—¿Vais a cortarle la pierna?
El cirujano miró de reojo a Alfonso sin saber quién era.
—Como no corte rápido, lo único que se le podrá dar a este hombre es la extremaunción.
El herido se convulsionaba y el cirujano ordenó:
—¡Sujeto, lo quiero sujeto!
Como los dos soldados que estaban no podían con el herido, el cirujano ordenó a Alfonso:
—¡Ayudad a sujetarlo también vos! ¡Así seréis más útil que hablando!
Alfonso ni se movió, tan afectado estaba. Gonzalo se enfrentó al cirujano:
—¡Cuidado con lo que decís, judío! ¡Estáis hablándole al rey!
—¡Pues él será rey, pero yo soy cirujano! ¡Y callaos vos también y sujetad a este pobre hombre!
Ante lo incuestionable de la respuesta, Gonzalo calló y obedeció. El cirujano, una vez estuvo quieto el paciente, miró a los soldados, afirmó con la cabeza y, con su sierra al rojo vivo, empezó a cortar.
Los alaridos del soldado al que estaban amputando la pierna hicieron que por unos segundos dejara de oírse el fragor de la batalla. Y, también, que Alfonso volviera en sí: al ver la escena, se descompuso y vomitó.
Luego corrió hacia su tienda. A sus espaldas, el herido se desmayó.
El cirujano hizo un gesto a Gonzalo.
—Marchad con él… Os necesita más que yo.
Cuando entró en la tienda, Gonzalo vio apenado a un Alfonso que apenas podía tenerse en pie, desvalido y tembloroso… que aún aferraba su casco apretándolo en sus manos, como un náufrago agarra un tablón de madera.
Gonzalo le quitó el casco de las manos. Alfonso se extrañó.
—¿Qué… qué hacéis…?
Gonzalo, firme, le ordenó a su señor lo que debía hacer:
—No salgáis de la tienda, ni dejéis que nadie entre hasta que yo vuelva.
Gonzalo le arrebató el casco regio y se lo puso. Luego hizo lo mismo con el escudo con las armas reales, y salió de la tienda.
Alfonso sólo le observó. Su ataque de pánico era tal que no consiguió que ni una palabra saliera de su boca.
Montado en el caballo de Alfonso, lo que encontró Gonzalo al llegar al campo de batalla fue una carnicería. Acostumbrado a pequeñas escaramuzas en su Andalucía natal, hasta alguien tan valeroso como él no pudo evitar que se le congelara el ánimo. Pero no podía estar quieto o era hombre muerto…
A lo lejos divisó a Beltrán luchar a pie contra dos hombres mientras otro yacía muerto a sus pies. A su alrededor, los gritos con los que los caballeros se daban ánimos a sí mismos, se confundían con los alaridos de quienes eran heridos. O de quienes, sabiéndose heridos de muerte, también gritaban para quitarse el miedo de su paso al otro mundo. Otros rezaban en el suelo, moribundos, intentando ponerse en paz con Dios con la esperanza de que éste existiera y les acogiera en su seno.
Gonzalo vio todo esto en segundos… Y dejó de contemplar el panorama: un guardia real se dirigía hacia él a pie por la derecha. Y un caballero del ejército real galopaba ansioso para derribar a Alfonso, el rey de los rebeldes, sin saber que no era Alfonso, sino Gonzalo Fernández. Un joven cordobés que había tenido el valor de suplantar a su señor para salvarle de una muerte segura.
Un soldado de honor que agarró fuerte las bridas de su caballo, respiró hondo y sacó su espada. Era hora de matar o morir.
V
Horas después, siglos para Gonzalo, éste había perdido la cuenta de los hombres que había derribado. Notaba dolor en el brazo izquierdo: estaba herido… Pero no podía parar, no debía… Y menos ahora que los ejércitos alfonsinos estaban retrocediendo levemente.
Vio a Carrillo ordenando retirada, pero su única respuesta fue degollar a un pobre soldado enemigo que, inexperto, con la mirada perdida, intentó derribarle del caballo. Y siguió luchando como si no tuviera suficiente con tanta sangre.
Entonces ocurrió lo inesperado: el ejército de Enrique empezó a retroceder también.
No tenía sentido hacerlo cuando la batalla apuntaba a su victoria… pero los soldados de las huestes alfonsinas creyeron que era sin duda por el ardor del rey por el que luchaban. Ese joven montado a caballo y que remataba a espadazo limpio a todo aquel que se le acercaba. No sabían que no era Alfonso, pero creyendo que así era, le siguieron enloquecidos pese a estar en desigualdad. Abandonados por la caballería que se retiraba a las órdenes de Carrillo, pusieron sus vidas a disposición de quien arriesgaba la suya al lado de ellos.
Un joven, al que la coraza le quedaba grande y que había perdido el casco en la batalla, se acercó hasta el lugar en que las tropas reales habían abandonado su estandarte. Lo arrancó de donde permanecía clavado y se aproximó a su valeroso rey; ignoraba que sólo era su doncel.
Gonzalo puso pie en tierra, cogió el estandarte y le abrazó: la batalla estaba ganada. Algo difícil de entender cuando al alzar su mirada, Gonzalo vio al ejército que se retiraba y se dio cuenta, por su cantidad y calidad (número de lanceros y caballeros en sus monturas), de que si hubieran seguido luchando, probablemente la victoria hubiera sido suya.
Y no entendió nada.
Tampoco lo entendía Íñigo López de Mendoza, con todo su cuerpo ensangrentado por los hombres que había matado. Subió airado a la loma desde donde el rey divisaba la batalla y allí encontró a un Enrique angustiado y a su hermano Diego y a Beltrán cariacontecidos por la situación.
—¿Quién diantres ha ordenado retirada?
El rey se giró soberbio hacia Íñigo.
—Yo, el rey.
Íñigo no podía creerlo.
—¡No podemos retirarnos, majestad! ¡El enemigo estaba empezando a retroceder! ¡La victoria era nuestra!
Enrique miró a su alrededor y vio el paisaje de devastación y muerte. Se oían los gemidos agónicos de los heridos. La cara del rey era de desolación.
—Si se puede llamar victoria a una carnicería… ¿A cuántos hombres he llevado a la muerte en esta batalla? ¿Quinientos? ¿Mil?
Beltrán decidió intervenir: pese a estar herido, se negaba a retirarse.
—La historia dirá que han muerto por una buena causa… Los juglares harán canciones en homenaje a estos héroes.
—Sí. Pero ellos no las oirán —musitó Enrique—. Y sus hijos cada vez que las oigan recordarán el día que perdieron a sus padres en una guerra absurda. Nos retiramos. No quiero ver un muerto más.
El rey, dichas estas palabras, azuzó su caballo y abandonó el campo de batalla.
Beltrán insistió, desesperado.
—¡Señor! ¡Debéis proclamar la victoria! ¡Señor! ¡Por Dios, no abandonéis la plaza! ¡Majestad!
Pero el rey siguió su camino.
En el otro bando, mientras todo esto ocurría, Alfonso estaba encogido como un ovillo en el suelo de su tienda: quería que se lo tragara la tierra. Comido por el remordimiento y la vergüenza, esperaba las peores noticias… pero de repente, empezó a escuchar vítores a su nombre.
—¡Viva el rey Alfonso!
Alfonso se enderezó, sorprendido, cuando la puerta de la tienda se abrió y entró Gonzalo, aún cubierto con el yelmo del infante y portando su casco. Estaba sucio de sangre y barro. Y en la mano derecha llevaba el estandarte de Enrique.
Rápidamente, Gonzalo se quitó las ropas de armas de su señor.
—¡Deprisa, señor! ¡Tomad y vestíos! Enrique ha abandonado el campo de batalla. Debéis salir y proclamar la victoria…
Alfonso seguía sin reaccionar. Gonzalo le colocó él mismo el yelmo mientras los vítores se multiplicaban en el exterior.
—¡Salid!
Gonzalo le dio el estandarte del ejército vencido por su retirada y luego empujó a Alfonso fuera de la tienda.
Allí, un aturdido Alfonso fue acogido entre aclamaciones que le dejaron tan estupefacto como lo estaba Carrillo contemplando la escena.
—¡Viva Alfonso! ¡Viva el rey!
Los caballeros hincaron rodilla en tierra y bajaron levemente sus cabezas en señal de obediencia y admiración.
Primero tímidamente, pero luego con orgullo, Alfonso levantó su escudo victorioso. Era el reconocimiento que siempre había soñado… pero sabía que el mérito no era suyo.
Lo era de Gonzalo, su doncel, que, dentro de la tienda, vomitaba como antes lo había hecho Alfonso.
Todo el miedo que no había podido mostrar antes, afloraba en él ahora, después de la batalla.
Porque nunca había asistido a un espectáculo de muerte y sufrimiento como el que acababa de contemplar.
Y daba gracias a Dios por seguir vivo.
VI
Cuando Pacheco volvió a Ávila y se encontró con Alfonso convertido en héroe y a su bando como ganador en Olmedo, a duras penas pudo disimular su sorpresa.
Estaba preparado para beneficiarse de Olmedo, fuera quien fuera quien consiguiese la victoria. Si ganaba Enrique, ya se apañaría para que volviera a abrir las puertas de palacio para él.
Si ganaba Alfonso, se adjudicaría el mérito de haber aportado ejércitos suficientes para conseguir la victoria tras volver a la Liga de Nobles ante la insistencia de su tío, el arzobispo de Carrillo.
Pero la evolución de Alfonso como nuevo héroe, como líder de la rebelión, dando una imagen de valor que nada tenía que ver con la de Enrique en el bando enemigo, dejaba a Pacheco en una situación incómoda.
Tenía que demostrar que el líder era él. Y volver a actuar de inmediato.
Tras rendir cínicamente honores a Alfonso, fijó el siguiente objetivo de la Liga de Nobles: Segovia.
Allí estaba el tesoro real. Allí estaba Isabel, a la que su hermano quería liberar cuanto antes del yugo de la reina. Sería una manera de congraciarse con el nuevo héroe.
—¿No tenéis ganas de volver a ver a vuestra hermana?
—Nada me agradaría más.
—Dejadlo de mi cuenta, majestad.
Alfonso sonrió. Pacheco también: Dios le había dado el don de jugar con príncipes y reyes como los niños lo hacían con una peonza.
Esa batalla la ganaría él, pensó Pacheco. Y lo haría a su manera. Lo primero que sugirió en la reunión de la Liga de Nobles fue enviar un mensaje a Enrique de que se rindiera, exigiendo la custodia de Isabel y de su hija Juana. Así, heredase quien heredase la corona (Alfonso, Isabel o la propia Juanita si el destino lo quisiera), estarían bajo el control de los nobles y no del rey. Si no aceptaba, atacarían Segovia.
Cuando Enrique supo de estas exigencias comprendió, demasiado tarde como siempre, del error de no haber luchado hasta el final en Olmedo.
Íñigo López de Mendoza, ofendido, reprochó al rey su actitud:
—El problema no es Segovia: su alcázar resistirá. El problema ha sido Olmedo… El enemigo tiene ahora la moral alta y eso es más peligroso que mil lanceros.
El monarca, incómodo ante la crítica, dejó claro quién era:
—Pensemos en el ahora y no en el pasado, señores… Si alguien de los aquí presentes duda de mi autoridad, le doy dispensa para abandonar mi causa.
Íñigo fue a contestar airado, pero su hermano Diego le hizo un gesto para que se mantuviera callado. Él era el hermano mayor y a él le tocaba tomar la palabra. Lo hizo con suavidad en las formas pero con dureza en el contenido de su mensaje.
—Majestad… Vos sabéis que los Mendoza siempre somos leales al rey, pero desde esa lealtad he de deciros que os estáis equivocando.
Enrique se quedó mirándolo extrañado. Diego Hurtado de Mendoza continuó:
—El bando rebelde va siempre un paso por delante de nosotros. Tienen la iniciativa que nosotros no tenemos.
Enrique empezó a ponerse nervioso:
—Entonces, ¿qué sugerís?
Don Diego respondió resumiendo el sentir de los presentes:
—Tomad el mando de la situación, tomad la iniciativa… tomad decisiones. Para eso sois el rey y por eso os obedecemos.
Enrique, abatido y agobiado, abandonó la sala sin responder.
Los hermanos Mendoza y Beltrán se quedaron sumidos en la desesperanza.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Beltrán.
—Preparar el ejército para ir a Segovia de inmediato —contestó Íñigo López de Mendoza—. Si el rey no ordena nada, ya es hora de que lo hagamos nosotros.
Pese a la dureza de sus palabras, Íñigo miró a su hermano buscando la aprobación. Diego asintió.
—Estoy de acuerdo. Vamos a Segovia. Y quiera Dios que cuando lleguemos no sea demasiado tarde.
VII
Fue demasiado tarde. Cuando las tropas de Enrique aún estaban a una jornada de Segovia, las de Alfonso ya habían sitiado la ciudad.
En sus afueras, Carrillo, Pacheco y Alfonso, a caballo, divisaban la ciudad que iba a ser suya. Los soldados esperaban expectantes junto a ellos. Gonzalo, a pie, sujetaba las bridas del caballo de Alfonso.
Carrillo dudó del éxito del ataque a Segovia.
—Conozco esta ciudad. Es infranqueable.
Alfonso mostró su preocupación a Pacheco.
—¿Tenéis algún plan, Pacheco?
Pacheco sonrió: lo tenía todo atado.
—Os puedo asegurar que esta noche cenaréis en palacio con vuestra hermana.
Todos le miraron incrédulos. Pacheco se dirigió cariñoso a Alfonso:
—Descansad en vuestra tienda. Os mandaré llamar en cuanto llegue el momento.
Alfonso obedeció y se marchó acompañado de Gonzalo, que no comprendía cómo iban a poder entrar en una ciudad amurallada y, por si fuera poco, coronada por un alcázar diseñado para resistir al más poderoso de los ejércitos. Pero no dijo nada; él era un simple doncel.
Ya solos, Carrillo siguió poniendo en duda la operación.
—¿Cómo lograremos derribar las puertas?
—No hará falta —respondió misterioso Pacheco—. Esas puertas se abrirán desde dentro, no desde fuera.
Carrillo comenzó a reír.
—¡Ya me extrañaba que vuestro plan se basara en el arte de la guerra! ¿A quién habéis sobornado para que las abran?
—¿Sobornar? No hizo falta. Los hermanos Pedrarías lo harán de buen grado.
Carrillo se sorprendió.
—¿Los Pedrarías? ¿Pedro el Valiente y su hermano Juan, el obispo? ¡Eso es imposible! ¡Los Pedrarías siempre han sido fieles a Enrique!
—No es eso lo que cree Enrique.
Carrillo miró a Pacheco, ansioso por saber el resto de la historia que su sobrino hábilmente le dosificaba. Pacheco continuó:
—El rey oyó que Pedro le traicionaba. Mandó que le emboscaran a las puertas del Alcázar, y medio muerto, le hizo encerrar en la torre. Muchos nobles hicieron falta para rogarle que le soltara. —Hizo una pausa—. Pero ahora los Pedrarías recuerdan aquella humillación y ya no son tan fieles.
—Pero ¿cómo pudo creer Enrique semejante bulo?
—Porque yo se lo conté. Creedme: fue más fácil de lo que pensaba.
Carrillo estaba perplejo.
Se escuchó un ruido, como un reclamo de ave. Pacheco alzó la mano, pidiendo silencio. El sonido se repitió varias veces.
Pacheco respiró hondo.
—Es la señal… —Sonrió a Carrillo—. Como a Pedro, guiado por el ángel, las puertas de la ciudad se nos abren por sí mismas… Vamos, Carrillo, Segovia nos espera.
Y sus caballos, al paso, sin prisas, se encaminaron a las puertas de la ciudad. Carrillo no superaba su estupefacción.
—Sobrino, a veces me dais miedo…
—No hay razón, si me tenéis de vuestro lado.
VIII
En el interior de palacio, Cabrera se enteró de la traición demasiado tarde.
Como mayordomo de palacio y también guarda de sus tesoros, Cabrera iba haciéndose con las riendas de la ciudad poco a poco. El recelo que su origen judío despertaba seguía sin ayudarle. No ser un hombre de Pacheco, tampoco le beneficiaba. Y habían sido tantos y tantos años de poder del marqués de Villena en la Corte que siempre tenía mecanismos, gente de confianza que hacían que, aún estando lejos de ella, Pacheco manejara los hilos de la ciudad sin que Cabrera todavía pudiera percatarse de ello.
Su origen judío, sin embargo, era paradójicamente un contrapeso a esos problemas. Cabrera pensaba desde niño que el hecho de abrazar el cristianismo le convertiría en un extraño para la comunidad judía. Bien al contrario, ésta le respetaba y mantenía sus lazos familiares con una permisividad ante su cambio de fe que los cristianos viejos jamás hubieran tenido.
Concretamente, su tío, Abraham Seneor, era el líder judío en Segovia. Banquero a la luz del día y político en la sombra, Seneor estaba siempre bien informado y logró avisar a Cabrera en cuanto supo de la traición de los Pedrarías por un criado de éstos.
Cabrera quiso cortar de raíz la traición, pero no pudo: las patrullas que vigilaban las afueras de la ciudad le avisaron del movimiento de tropas enemigas.
Así las cosas, Cabrera no tuvo tiempo más que para avituallar el Alcázar con el fin de resistir allí el tiempo suficiente hasta que llegaran los ejércitos del rey.
Luego, ordenó a la Guardia Real escoltar a la reina y a su hija y las llevó al Alcázar. También intentó llevarse a Isabel, pero la infanta no quiso ir: escogió esperar a su hermano aun corriendo riesgos.
Su esposa Beatriz prefirió acompañar a Isabel antes que refugiarse en el Alcázar pese a que Isabel la presionó para que no lo hiciera. Cabrera no tuvo más remedio que aceptar la voluntad de Beatriz: sabía que por mucho que insistiera su mujer no iba a dar su brazo a torcer.
Ahora, con las tropas de los nobles entrando en la ciudad, mientras Cabrera estaba en el Alcázar, ya cerrado a cualquier ataque, Beatriz e Isabel rezaban frente al pequeño altar de la alcoba. Lo hacían en voz baja, apenas se oía un murmullo. Junto a ellas, de pie y tenso, estaba Chacón. No tuvieron que esperar mucho para escuchar fuertes golpes en la puerta y, después, y sin pedir permiso, soldados de Alfonso entraron en la sala de la casa de Isabel.
Chacón desenfundó la espada por lo que pudiera ocurrir… Los soldados se pusieron en guardia, pero la entrada de Carrillo hizo que todo volviera a la calma.
—¡Guardad las armas! —ordenó.
Luego enfundó su propia espada y saludó ceremonioso a Chacón, que le devolvió el saludo guardando la suya.
—¡Majestad, aquí! —avisó Carrillo.
En unos segundos, por la puerta apareció Alfonso.
Isabel, nada más ver a su hermano, corrió hacia él. Iba a abrazarlo, pero de repente, se frenó respetuosa y, como mandan las reglas de trato a un rey, se arrodilló ante él.
—Majestad…
Alfonso la tomó de las manos y la alzó.
—Isabel… levántate, por favor…
Luego, se fundieron en un abrazo. Los dos estaban a punto de llorar, emocionados. Isabel musitó:
—Te he echado tanto de menos…
—Y yo a ti. —Y dirigiéndose a Chacón añadió—. Y a vos también.
Carrillo, contento de presenciar la escena, se acercó a Chacón.
—¿Y la reina y su hija? —inquirió.
—En el Alcázar. Os aviso que es inútil que intentéis entrar allí.
—Lo sé. Como ella sabrá que es inútil que intente salir.
Beatriz se preocupó al escuchar estas palabras.
—¿Qué va a pasar con los que están dentro del Alcázar?
Carrillo avanzó sus planes.
—Mandaremos recado a Enrique: hay mucho de lo que hablar.
Isabel, ajena a todo lo que no fuera estar con su hermano, le abrazaba y besaba.
—Estás más delgado…
Alfonso rio, divertido.
—Deben de ser las preocupaciones…
En ese momento entró Gonzalo, al que Isabel miró con cariño.
—Mi buen Gonzalo…
Pero no había tiempo para más saludos. Carrillo avisó a Alfonso de que era necesario controlar el palacio y que se quedara con su hermana. Alfonso se negó.
—Yo siempre estaré al lado de mis soldados.
Luego dio orden a Gonzalo de que se quedara con Isabel y media docena de soldados para su protección. Y marchó.
Isabel se acercó entonces a Gonzalo.
—Veo que habéis cuidado bien de mi hermano.
Gonzalo sonrió tímido.
—Vos me lo ordenasteis: era mi obligación hacerlo.
Entonces sí, rompiendo el protocolo, Isabel dio un sentido abrazo a Gonzalo.
El de Córdoba, notando el calor de esa mujer a la que tanto admiraba, pensó en ese momento que todo lo sufrido había merecido la pena.
IX
Pasaron los días y la situación permanecía enquistada: la reina y su hija estaban protegidas en el Alcázar.
Carrillo y Pacheco enviaron un mensaje al rey para reunirse con él y pactar una salida a la situación. Pese a la insistencia de Alfonso para permanecer con ellos, le liberaron de esa tarea, recomendándole que descansara.
Alfonso no lo aceptó de buen grado, pero Isabel acabó de convencerle: era hora, tras tantos años, de volver a ver a su madre. De volver a Arévalo, el lugar donde tan felices habían sido de pequeños hasta que fueron raptados para ser llevados a la Corte.
Pese al temor de no saber cómo encontrarían a su madre, Alfonso cedió de buena gana. Y empezaron a preparar el viaje, ayudados por Beatriz de Bobadilla.
Cuando llegó la hora de partir, recién cerrado el último arcón con sus enseres, Beatriz se alegró de que por fin pudieran volver a estar juntos los tres y así se lo hizo saber a Isabel.
—¡Qué alegría se va a llevar vuestra madre cuando os vea llegar! Bien, vuestro equipaje ya está listo. No tardaré en tener preparado el mío.
Isabel la miró seria.
—No va a hacer falta, Beatriz. Vos no venís a Arévalo.
Beatriz se sorprendió.
—Pero, señora, mi lugar está junto a vos.
—No. Vuestro lugar está junto a vuestro marido. Ya os he separado demasiado. No debéis permanecer más tiempo alejada de él.
—Pero él está en el Alcázar, rodeado de soldados…
Isabel la tranquilizó.
—Mi hermano ha ordenado que os escolten hasta allí. Vuestra seguridad está garantizada. Cuando empiecen las negociaciones podréis salir sin peligro.
Beatriz intentó decir algo, pero no encontraba las palabras adecuadas.
—Señora… yo…
Isabel abrió sus brazos. Beatriz la abrazó sin poder contener las lágrimas.
—Siento como si os traicionara…
—No digáis tonterías —dijo al ver sus lágrimas—. No lloréis, por favor.
Pero Beatriz no paraba de llorar.
—Desde ahora estaremos en bandos enemigos.
Isabel sabía que era cierto lo que su amiga decía. Beatriz, desconsolada, preguntó:
—¿Volveremos a estar juntas alguna vez?
Hubo un silencio.
Ninguna de las dos mujeres estaba segura de que eso pudiera ocurrir.
X
Isabel y Alfonso anhelaban tanto como temían el encuentro con su madre.
Chacón sabía que su estado no había mejorado a través de los mensajes que le enviaba su esposa Clara, principal dama de Isabel de Portugal.
Sin duda eso hizo del viaje a Arévalo un trayecto lleno de silencios y emociones ocultas.
Cuando la encontraron, su madre estaba sentada, mirando a través de la ventana. Estaba ensimismada, fijando sus pupilas en ninguna parte, tal vez buscando fantasmas que la guiaran en su extravío.
Ni siquiera se dio cuenta de que sus hijos, sus adorados niños a los que no veía desde hacía años, acababan de entrar en su habitación acompañados por Chacón.
Isabel se acercó hasta ella.
—Madre…
Isabel de Portugal se giró, mirando al grupo, escrutando a cada uno de ellos e intentando reconocerlos.
Isabel tomó, como siempre, la iniciativa.
—¿Sabéis quiénes somos?
Chacón intervino entonces:
—Señora, son vuestros hijos… Y yo soy Gonzalo Chacón, su tutor.
Las palabras suaves de Chacón surtieron efecto en la memoria de Isabel de Portugal.
—Isabel… Alfonso…
Y se levantó a abrazarlos. No estaba emocionada, más bien aturdida. Pero a Isabel y Alfonso ya les valía para besarla y acariciarla con lágrimas en los ojos.
Su madre siguió intentando recomponer sus recuerdos.
—¿Cuánto tiempo… cuánto tiempo ha pasado…?
—Seis años, madre —respondió Alfonso.
—Seis años… Vaya… Contadme, ¿qué habéis hecho? Habréis estado siempre juntos, como os dije, ¿verdad?
Isabel y Alfonso se miraron sin saber qué responder. Chacón entró presto al quite.
—Por supuesto, señora.
La mujer le miró agradecida.
—Siempre puedo confiar en vos…
Chacón inclinó la cabeza, agradecido.
Alfonso, nervioso, le dijo lo que tantas ganas tenía de que supiera:
—Madre, soy rey.
Isabel de Portugal, lejos de impresionarse por la noticia, miró a Chacón.
—Decidle a vuestra esposa que venga a peinarme. Tengo unos pelos horribles.
Alfonso se quedó hundido ante la reacción. Isabel lo notó e intervino:
—Es rey, madre… Alfonso es rey… ¡Y en unos días cumple años! ¡Por eso estamos aquí, para celebrarlo juntos!
Por fin la madre sonrió feliz y, como era propio de ella, alternó olvidos con una memoria matemática.
—¡Catorce años ya!, ¿no?
Alfonso sonrió feliz al fin.
—Sí, madre.
—¡Ya eres casi un hombre!
—Madre… ¡soy un hombre! ¡Soy el rey!
Pero su madre, sin hacerle caso, miró a su hija.
—¿Y tú, mi niña? ¿Casaste ya?
Isabel, sorprendida, balbuceó como pudo:
—Eh… no… claro que no…
—¡Pues deberías! —la reprendió su madre—. Ya tienes edad…
Isabel miró a Chacón, que se encogió de hombros en principio. Pero luego decidió poner fin a la visita, prometiendo a Isabel de Portugal que pronto vendría su esposa Clara a peinarla.
Al salir al pasillo, Alfonso, derrumbado, dejó caer su espalda sobre una pared.
—Ni nos conoce… Tantos años de lucha para esto…
Y empezó a llorar. Isabel acarició su mejilla con ternura. Su mirada era seria: si su hermano lloraba ella debía mantener la compostura.
—Calma, hermano… Lo importante es que estemos juntos…
Alfonso se limpió las lágrimas como pudo.
—Juro que haré pagar a Enrique y a Juana por esto. Yo nunca volveré a recuperar mi infancia… Estos años perdidos con madre…
Rompió a llorar otra vez… Chacón miró preocupado a Alfonso, pero Isabel se le anticipó para intentar reconducir la rabia de su hermano:
—Tranquilo, Alfonso. Llegará el día en que se arrepientan por todo lo que nos han hecho.
Alfonso, entonces, se abrazó a su hermana desconsolado. Necesitaba tenerla cerca. Porque cuando todo se venía abajo, era ella quien le daba fuerzas.
Ahora, por fin, estaban juntos otra vez. Y sintió que eso era lo verdaderamente importante.