18. BOSKO REGRESA AL HOGAR

Cuando aterrizamos sobre la fría y húmeda cubierta del Dorna, mis hombres abandonaron los bancos y lanzaron las gorras al aire.

—Llevaos al prisionero y encadenadlo en las bodegas —dije a uno de mis oficiales—. El consejo decidirá lo que habrá de hacerse con él.

Chenbar me miró con furia en los ojos y apretando los puños, pero dos de mis marineros lo empujaron, con bastante rudeza, hacia las bodegas.

—Supongo que acabará en el banco de remeros de algún barco redondo del arsenal —dijo el jefe de remeros.

—¡Almirante! —gritó el vigía—. ¡La flota de Cos y Tyros huye!

La emoción no me dejaba hablar.

—Llamad a nuestros barcos —dije al cabo de unos minutos.

Mis hombres empezaron a emitir señales a los demás barcos de nuestra flota para que nos reuniéramos. El Dorna saltaba y se hundía en el mar como un eslín atrapado. Como la mayoría de los barcos de guerra era una nave larga, estrecha y de fondo plano. Miré a los barcos redondos. También ellos subían y bajaban entre las olas. No creía que el Dorna pudiera resistir mucho más aquellos embates a no ser que navegara.

—Levad anclas e izad las velas pequeñas de tempestad —ordené.

Los hombres se apresuraron a cumplir mis órdenes mientras se enviaban señales al resto de los barcos para que trataran de salvarse como fuera. Aún no estábamos en condiciones de celebrar la victoria sobre las flotas de Cos y Tyros.

Estaba sobre el puente del Dorna dando la espalda a la tempestad. Mis hombres habían traído mi capa de almirante al regresar del barco redondo donde había montado en el tarn, y me la entregaron. La eché sobre mis hombros y me envolví en ella. También me trajeron una jarra de Paga caliente.

—El trago de la victoria —dijo el jefe de remeros.

Sonreí. No me sentía muy victorioso. Tenía mucho frío pero estaba vivo. Bebí el Paga caliente que me ofrecían.

Habían levado anclas e izado la vela pequeña. Entretanto, bajo las órdenes del jefe de remeros, los remos de estribor estaban girando la nave de manera que la popa recibiera la fuerza del viento, pero durante la maniobra el aire ladeó el casco y las olas inundaron la cubierta. Afortunadamente los dos timoneles consiguieron enderezar la nave. Ahora el viento azotaba la popa y el jefe de remeros empezó a contar el ritmo hasta que la vela se hinchó. Por un momento el mástil crujió y la proa se hundió en el agua para luego elevarse chirriando hacia el cielo.

—Remad —gritó el jefe de remeros perdiéndose la voz en el viento y en el aguanieve que azotaba la nave. Ahora el gran tambor de cobre marcaba ritmo máximo. El Dorna saltaba cortando las grandes murallas de agua que trataban de interceptar su paso. Conseguiría salvarse.

No sabía si la victoria que habíamos ganado, pues victoria sin duda alguna era, sería decisiva o no, pero sabía que el veinticinco de Se’Kara, tal era el día en que la batalla se había librado, no se olvidaría fácilmente en Puerto Kar, aquella ciudad calificada de maligna y mezquina pero que había hallado su Piedra del Hogar y que en el futuro acaso resultara ser la joya del luminoso Mar de Thassa. Me preguntaba cuántos serían los hombres que pretendieran haber participado en la batalla. Aquel día sería proclamado festivo y todos aquellos que lucharon en la contienda serían declarados, en años venideros, camaradas y hermanos. Yo era inglés y recordaba otra victoria en otra época y lugar en un mundo muy lejano. Supongo que en el futuro los hombres mostrarían sus cicatrices a los esclavos y a los niños diciendo que eran recuerdos del veinticinco de Se’Kara. ¿Habría cantos celebrando esta victoria? En Inglaterra no los había, pero aquí, en Gor, sí los habría. Y no obstante, me dije, las canciones no eran más que mentiras. Además, todos aquellos que habían muerto aquel día nunca cantarían. Pero ¿de haber vivido habrían unido sus voces a los que cantaban? Pensé que era muy posible que lo hicieran. Y entonces me pregunté si no sería bueno cantar por ellos y por nosotros, y si de alguna manera que era difícil de comprender no existiría alguna verdad en aquellas canciones.

Me dirigí al tarn que me había traído al Dorna y quitándome la capa de almirante la eché sobre aquel pájaro que tiritaba de frío.

No muy lejos de mí estaba de pie el joven esclavo Pez.

Le miré a los ojos y me sorprendió ver en ellos que comprendía lo que yo tenía que hacer.

Los barcos de Eteocles y Sullius Maximus no se habían unido a la flota de Puerto Kar y los barcos redondos que habían bloqueado las naves de Sevarius habían sido retirados para participar en la batalla. Sabía que Claudius, el regente de Henrius Sevarius, había estado en contacto con los Ubares de Cos y Tyros. Estaba seguro que idéntica comunicación había existido entre Cos y Tyros y Eteocles y Sullius Maximus. Consecuentemente debían haber estado llevando a cabo actos de represalia contra el consejo. Posiblemente hubieran quemado el salón del Consejo de los Capitanes. Aquellos dos Ubares y Claudius, el regente, acaso ya hubieran establecido un triunvirato en Puerto Kar. Su poder, por supuesto, no duraría mucho. Puerto Kar no había perdido la batalla. Cuando la tempestad amainara, fuera en horas o en dos o tres días, la flota regresaría, pero entre tanto, los dos Ubares y Claudius, desconociendo el fatal desenlace de las flotas de Cos y Tyros, tratarían de eliminar a todo aquel que se interpusiera en su conquista.

Me pregunté si aún existiría mi casa.

Hice que llevaran grandes trozos de carne de tark al tarn, muslos y paletillas. Comía con avidez. También hice que trajeran agua en un cubo de cuero. El pájaro bebió.

—Iré contigo —dijo el joven esclavo.

Aún tenía en el cinturón de su túnica la espada que ordené le diera uno de mis oficiales.

—Eres un chiquillo —dije moviendo la cabeza negativamente.

—No, ya soy un hombre.

Sonreí.

—¿Por qué quieres venir a mi casa? —pregunté.

—Es algo que tiene que hacerse.

—¿Representa Vina tanto para ti?

Me miró ruborizándose. Bajó la vista mientras golpeaba la cubierta con el pie.

—No es más que una esclava, y a un hombre no le preocupan las esclavas.

—¡Por supuesto!

—Pero incluso si no existiera ella —dijo levantando la vista— también te acompañaría.

—¿Por qué?

—Porque eres mi capitán —respondió desconcertado.

—Permanecerás aquí.

—¡Inténtalo! —dijo desenvainando la espada.

Desenvainé la mía y paré el golpe que me dirigía. Me había atacado con mayor rapidez de la que esperaba.

Los hombres empezaron a hacer un círculo a nuestro alrededor.

—Están jugando —dijo uno de ellos.

Ataqué y el muchacho paró la estocada. Me impresionó, pues había tenido intención de tocarle. Durante aproximadamente un ehn o dos medimos nuestras fuerzas sobre la resbaladiza cubierta de la nave. Por fin envainé la espada.

—Podía haberte matado en cuatro ocasiones.

Dejó caer su arma y me miró desesperado.

—Pero has aprendido bien. He luchado con guerreros mucho menos rápidos que tú.

El chico sonrió. Algunos de mis hombres golpeaban el hombro izquierdo con el puño derecho. Pez era un gran favorito entre aquellos hombres. De no ser así, ¿cómo le hubieran consentido tener un remo en la barca larga que me llevó al Consejo de los Capitanes, o estar a bordo del Dorna, o haber sido uno de los que me llevó al barco redondo en busca del tarn? También yo sentía simpatía por él. Veía en él, a pesar del collar y de la marca de esclavo y la túnica que le delataba como miembro de las cocinas, a un joven Ubar.

—No vendrás conmigo porque eres demasiado joven para morir.

—¿A qué edad está el hombre listo para morir? —preguntó.

—Ir a donde voy y hacer lo que voy a hacer es el acto de un estúpido.

—¿No es verdad que todo hombre tiene derecho a hacer un acto estúpido cuando lo desee?

—Traed una capa para este estúpido —dije a uno de mis marineros—. Y un cinto y vaina para la espada.

—Sí, capitán.

—¿Crees que podrás sostenerte a una de esas cuerdas con nudos durante horas?

—¡Por supuesto, capitán! —exclamó el muchacho.

No tardó el tarn en extender las alas y empujado por el viento salió disparado del Dorna. Empezó a girar alrededor del barco y a elevarse cortando el viento y la lluvia. El chico, con los pies en una especie de lazada formada en la soga y los dedos de la mano incrustados en la fibra, se columpiaba bajo la silla de mi tarn. Vi el Dorna subiendo y bajando las crestas de las olas. Desperdigados vi los demás barcos de mi flota, los buques de guerra, las naves redondas, las velas pequeñas usadas durante las tempestades, los remos; todos ellos siendo empujados por la furia de la tempestad.

No podía ver ninguno de los barcos de las flotas de Cos y Tyros.

Terence de Treve, el capitán mercenario de los tarnsmanes, se había negado a regresar a Puerto Kar antes que la flota. La ciudad podría estar ahora llena de otros tarnsmanes mercenarios contratados por los Ubares rebeldes o por Claudius, el regente de Henrius Sevarius.

—Nosotros, los de Treve, somos valientes pero no estamos locos —me había dicho.

Debido a la fuerza del viento el ave no podía volar directamente a Puerto Kar, de manera que lo hacíamos de forma oblicua apartándonos de la flota. De vez en cuando el pájaro, cansado, mojado, frío, cubierto de aguanieve, caía de manera alarmante pero, con gran esfuerzo, remontaba la altura medio arrastrado por el viento medio volando.

Y por fin, el aguanieve se convirtió en lluvia y la lluvia cesó para no quedar más que un viento cruel, y la crueldad del viento amainó hasta no ser más que ráfagas de aire frío. Y de pronto teníamos a nuestros pies el Mar de Thassa, con el frío sol de Se’Kara y el pájaro había dejado atrás la tempestad y podíamos ver en la lejanía las costas rocosas, hierba y los bosques de tur y Ka-la-na.

Buscamos un claro entre los árboles para que el aterido pájaro pudiera reposar. Dejé que el tarn diera unas vueltas mientras Pez conseguía soltar los pies y dejarse caer sobre el suelo. También yo abandoné la silla tan pronto como el ave aterrizó. Quité la silla de sus espaldas para que pudiera sacudir el agua de sus plumas; luego eché sobre él mi capa de almirante. El chico y yo hicimos un buen fuego con el fin de secar nuestra ropa y calentarnos.

—Regresaremos a Puerto Kar cuando haya oscurecido —dije al muchacho.

—Es lo más lógico —repuso él.

Pez y yo estábamos en la penumbra del salón de mi casa, donde la noche anterior había celebrado la fiesta de mi victoria. La única luz procedía de un brasero a través de cuyo cuenco de hierro se veían brillar algunas ascuas aún encendidas. Nuestras pisadas resonaban sobre las baldosas del gran salón.

Habíamos dejado al tarn en el paseo que conducía al estanque donde atracaban mis barcos. No vimos ningún tarnsman en toda la ciudad. En realidad apenas había luz alguna en la ciudad. Mientras volábamos sobre ella habíamos observado la oscuridad que se extendía por casi todos los edificios y el reflejo de las tres lunas de Gor en los canales.

Pudimos llegar a mis aposentos sin hallar obstáculo alguno, y ahora, estábamos en el oscuro salón uno al lado del otro. Teníamos las espadas en la mano. De pronto oímos un sonido apagado que parecía proceder de un rincón de aquel oscuro salón.

Eran dos jóvenes arrodilladas sobre las baldosas con las manos atadas a la espalda y sujetas a una argolla de esclavas en la pared. Podíamos distinguir sus ojos llenos de terror mirándonos por encima de la mordaza. Agitaban la cabeza con desespero. Vestían las túnicas de las esclavas de las cocinas. Eran Vina y Telima.

Pez hubiera corrido hacia ellas, pero lo retuve a mi lado. Sin hablar le indiqué que se colocara a uno de los lados de la entrada del salón desde donde no pudieran verle.

Avancé enojado hacia las dos chicas. No intenté soltarlas de su cepo. Habían sido tan tontas como para dejarse coger y servir de cebo. Vina era muy joven pero Telima debía haber sido más cauta.

—Estúpida criatura —dije revolviendo su cabello con mi mano.

Sus ojos intentaban decirme que había hombres ocultos a punto de atacarme.

Examiné la mordaza. Tiras de cuero habían sido atadas sobre la boca sujetando una bola de tejido de rep en el interior. La mordaza había sido muy bien hecha y, con toda seguridad, no debía resultar muy cómoda.

—Veo que por fin alguien ha aprendido la manera de hacer callar a las hijas de los cultivadores de rence.

Las lágrimas brillaban en los ojos de Telima. Retorcía y encorvaba el cuerpo debido al terror y a la furia.

Di unas palmaditas sobre su cabeza con indulgencia. Me miró llena de ira y desesperación. Me aparté ligeramente de ellas pero manteniéndolas a mi espalda.

—Bueno, supongo que habré de liberar a estas mozuelas —dije elevando el tono de mi voz.

En aquel preciso instante sonó un silbato en el pasillo e inmediatamente el ruido de varios pies corriendo y el reflejo de las antorchas.

—A por él —gritó Lysias luciendo el casco con el airón de eslín en la cabeza. Pero Lysias no se dignó enfrentarme. Varios hombres avanzaron hacia mí. Algunos llevaban antorchas. Posiblemente eran unos cuarenta los que habían entrado en la habitación.

Me enfrenté a ellos moviéndome rápido y sin cesar. A veces los atraía hacia mí para luego hacerlos retroceder. Me mantenía, en lo posible, cerca de las dos chicas de manera que las espaldas de los hombres estuvieran siempre dando a la entrada del salón.

Podía ver, aunque ellos no lo hicieran, una sombra moviéndose detrás de ellos con rapidez. Cambiaba de posición constantemente entre las sombras, la confusión y la luz de las antorchas, pero siempre se mantenía en el punto más alejado, como si de una sustancia amorfa se tratara, pero con una hoja de acero entre las manos. De pronto aquella forma adquirió un casco como los que usaban aquellos que luchaban ante él. Los que caían ante aquella sombra lo hacían sin percatarse de su existencia, sin gritar, pues la hoja cortaba sus gargantas como un susurro en la oscuridad.

Yo había eliminado a nueve guerreros.

Oí más gritos y vi aproximarse más antorchas.

Ahora la habitación estaba plenamente iluminada. Incluso podían verse las pesadas vigas en el techo.

Habiendo sido descubierto, Pez vino a colocarse a mi lado de manera que luchando uno junto al otro pudiéramos protegernos. Procurábamos que nuestros ataques fueran rápidos y no demasiado profundos con el fin de recuperar el arma cuanto antes mejor.

—Has aprendido tus lecciones bien, esclavo.

—Gracias, amo.

Otro de los hombres que le atacaban cayó al suelo. Yo eliminé dos que me atacaban por la derecha.

Más hombres avanzaban por el pasillo. De pronto, por la puerta que daba a las cocinas, penetraron muchos hombres con espadas y antorchas.

Estábamos perdidos. Ya no había escapatoria posible.

Me enfureció ver que estos últimos iban dirigidos por Samos.

—No me equivoqué al pensar que estabas unido a los enemigos de Puerto Kar —le grité con odio.

Pero para sorpresa mía vi que mataba a uno de mis atacantes. Entonces me fijé y vi que algunos de los hombres que le acompañaban eran los que yo había dejado en la casa para protegerla. Desconocía a muchos de los otros.

—Retirada —gritaba Lysias desesperado en medio de la refriega.

Sus hombres se retiraban luchando y nosotros y aquellos que habían venido a ayudarnos los perseguíamos incluso cuando escapaban por la gran puerta del salón.

Al llegar a la entrada dejamos de perseguirles y cerramos la puerta colocando Samos y yo, juntos, la barra que la atrancaba.

Samos sudaba. Habían rasgado una de las mangas de su túnica y había sangre en el lado izquierdo de su rostro.

—¿Cómo está la flota? —preguntó.

—La victoria es nuestra —respondí.

—Excelente —dijo envainando la espada—. Estamos defendiendo el torreón cerca del muro del delta. Seguidme.

Al llegar cerca de las dos chicas se paró.

—¡Ah, estáis ahí! —exclamó. Luego volviéndose a mí añadió—: Se nos escabulleron para ir a buscarte.

—Y lo consiguieron —confirmé.

Corté la fibra que las había unido a la argolla. Se pusieron en pie pero continuaban teniendo las muñecas unidas a la espalda y aún tenían la mordaza. Vina, llorando, corrió hacia Pez y ocultó el rostro contra el hombro izquierdo del muchacho. Él la rodeó con los brazos.

Telima se acercó a mí, tímida y con la cabeza gacha, pero luego me miró sonriendo con los ojos. Apoyó la cabeza sobre mi hombro derecho. También yo la abracé.

Al atardecer del día siguiente Samos y yo estábamos juntos, resguardados por el parapeto del torreón. Sobre nuestras cabezas se habían tendido alambres sujetos a postes en los que descansaban planchas de madera con el fin de protegernos de las flechas que disparaban sobre nosotros los tarnsmanes. Tenía al alcance de la mano mi largo arco amarillo. Había sido muy útil para mantenerles a distancia, pero ahora quedaban muy pocas flechas.

Antes de que yo llegara a mi hogar, Samos, con sus hombres y los míos, habían repelido once asaltos al torreón tanto por tarnsmanes como por infantería. Desde mi llegada había repelido otros cuatro. Sólo disponíamos de treinta y cinco hombres.

—¿Por qué viniste a defender el torreón y mi morada? —pregunté a Samos.

—¿No lo sabes?

—No.

—Bueno, ahora ya no importa.

—De no haber sido por ti y tus hombres mi casa habría sido conquistada.

Samos encogió los hombros.

Miramos por encima del parapeto. El torreón está en el muro que da al delta. Desde los baluartes podíamos ver los pantanos extendiéndose por el vasto y bello delta del Vosk a través del cual había llegado a aquella ciudad hacía ya tanto tiempo.

Nuestros hombres, ya exhaustos, descansaban abajo. Cada ehn de sueño que lograban disfrutar era algo precioso para ellos. Aquellas horas de espera, luego la lucha, nuevas horas de espera y otras luchas, estaba resultando demasiado pesado para todos nosotros.

También abajo estaban las cuatro chicas. Vina, Telima, Luma, la jefe contable de mi casa, y la bailarina Sandra que no había huido por temor a abandonar la casa. Casi todos habían huido tanto si eran hombres como mujeres, esclavos o libres. Incluso Thurnock y Thura, y Clitus y Ula habían huido. No podía reprochárselo puesto que demostraban haber sido sensatos. Había sido una locura quedarse en la casa. Después de todo era yo y no ellos el que estaba loco pero, no obstante, en estos momentos, no existía otro lugar en todo Gor en el que deseara estar, aquí en lo alto del torreón de mi propio hogar en Puerto Kar.

Miré a Samos. No llegaba a comprender a aquel recaudador de esclavos. ¿Por qué había venido a defender mi casa? Aquel edificio era mío, nada tenía que ver con él.

—Estás muy cansado —dijo Samos—. Ve abajo, ya vigilaré yo.

Afirmé con la cabeza. Ya no existía razón alguna para no confiar en él. Su espada había vertido mucha sangre en la defensa de mi casa. Había arriesgado su vida, tanto como yo la mía, en aquel parapeto del torreón, y si servía a los Ubares o a Claudius o a los Ubaratos de Cos o Tyros o a los Otros o a los Reyes Sacerdotes había dejado de importarme. En realidad ya nada me importaba.

Me introduje en la trampilla y descendí por la escalera de mano hasta el primer piso del torreón. Allí había suficiente comida y bebida para una semana más, pero estaba seguro que no la consumiríamos. Antes de que anocheciera habría otro ataque y si no era en éste sería en el siguiente o en el otro cuando no podríamos continuar resistiendo.

Mi vista recorrió la habitación. Los hombres estaban dormidos. En un rincón vi al joven Pez dormido con Vina entre los brazos. Pensé que después de todo no le había ido tan mal al muchacho.

—Amo —dijo una voz.

Me sorprendió ver en otro rincón de la habitación a Sandra vestida con ricas sedas y aplicándose cosméticos. Estaba bellísima.

Me acerqué a ella. De rodillas ante un espejo de bronce retocaba una de sus cejas con un pincel.

—¿Cuando vengan, crees que matarán a Sandra? —preguntó muy asustada.

—No lo creo. Estoy seguro que la encontrarán tan hermosa que la permitirán continuar viviendo.

Su cuerpo pareció relajarse y se volvió hacía el espejo para estudiar cuidadosamente su aspecto.

La besé en el cuello junto a la oreja y abandoné la habitación para ir al piso de abajo. Me siguió con la mirada.

Allí encontré a Luma sentada contra la pared y con las piernas encogidas.

Me acerqué a ella. Se levantó y rozó mi mejilla con los dedos. En sus ojos había lágrimas.

—Me gustaría quitarte el collar de esclava, pero creo que matarán a todas las mujeres libres, si es que encuentran alguna aquí. Si tienes el collar es posible que no te maten.

Ahora lloraba con la cabeza apoyada sobre mi hombro. Mis brazos rodearon su cuerpo.

—Mi valiente pequeña Luma —susurré.

La besé y apartándola suavemente de mí bajé al siguiente piso.

Aquí Telima cuidaba de dos hombres que habían sido heridos.

Me dirigí a un rincón donde habían echado una capa sobre el suelo y me senté en ella ocultando el rostro entre las manos.

Telima se arrodilló sentándose sobre los talones, al estilo goreano, a mi lado.

—Supongo que dentro de unas horas llegará la flota y nos salvará —dijo después de un largo silencio.

Sabía igual que yo, que la tempestad había arrastrado la flota hacia el sur y que no conseguiría regresar a Puerto Kar antes de tres o cuatro días.

—Sí, dentro de unas horas la flota estará aquí y nos salvará.

Colocó una mano sobre mi cabeza y, luego, su rostro estaba junto al mío.

—No llores —susurré. Rodeé su cuerpo con los brazos y lo sujeté contra el mío.

—Te he hecho tanto daño —dijo.

—No, no —protesté.

—Todo es tan extraño —continuó susurrando.

—¿Qué es lo que resulta tan extraño? —pregunté.

—Que Samos esté aquí.

—¿Por qué?

—Porque hace años él era mi amo —respondió mirándome.

Me sobresalté.

Me cogieron en el pantano a la edad de siete años y Samos me compró. Durante años me trató bien y se preocupó mucho por mí. Hizo que aprendiera cosas que los esclavos rara vez aprenden. Como tú ya sabes me enseñó a leer. Y me enseñó muchas cosas más. Incluso llegué al Segundo Conocimiento.

Esta categoría de enseñanza estaba reservada en Gor a las castas altas.

Me educaron en su casa con cariño, y Samos era casi como un padre para mí a pesar de no ser yo más que una esclava. Se me permitía hablar y aprender de los escribas, de los cantantes, de los mercaderes y de los viajeros. Tenía amistad con otras chicas de la casa que disfrutaban de mucha libertad, pero ninguna de ellas era tan libre como yo. Toda la ciudad estaba a mi disposición y la guardia me acompañaba para que nada malo me ocurriera.

—¿Y luego qué ocurrió? —pregunté.

—Me habían dicho que todo aquello cambiaría al cumplir los diecisiete años —su voz era dura ahora—. Había imaginado que me daría la libertad, e incluso que me adoptaría.

—¿Pero qué ocurrió?

—Aquella mañana, al amanecer, el jefe de esclavos vino a buscarme. Me llevaron a los sótanos donde, como una nueva esclava, me rasgaron las vestiduras, calentaron el hierro y me marcaron. Luego colocaron mi cabeza sobre un yunque y soldaron un collar de una sola pieza alrededor de mi cuello. Ataron mis muñecas a argollas en la pared y me azotaron. Cuando me soltaron, llorando, el jefe de esclavos y sus hombres abusaron de mí. Después me pusieron cadenas de esclava y me encerraron en una jaula con otras esclavas. Éstas solían golpearme porque sabían que había disfrutado de gran libertad hasta entonces y que a pesar de ser todas ellas también hijas de los cultivadores de rence yo las había considerado inferiores a mí; como simple mercancía. Pensé que alguien había cometido algún grave error y rogué al jefe de los esclavos que me llevara ante Samos. Por fin, desnuda, con el collar al cuello y golpeada, fui arrojada de rodillas ante él.

—¿Qué dijo?

—Simplemente, «Quitad esta esclava de mi vista». Me enseñaron las obligaciones de una esclava en la casa y las aprendí bien. Las chicas con las que había estado encerrada, al principio no se dignaban a dirigirme la palabra. La guardia que antes me había protegido ahora me tomaba en sus brazos cuando les apetecía y había de complacerles o ser golpeada.

—¿Hizo uso de ti Samos en alguna ocasión?

—Nunca. Me asignaban las tareas más humildes y con frecuencia no permitían que llevara tan siquiera una sencilla túnica. Me golpeaban y usaban con crueldad cuando les apetecía. Por la noche no me encadenaban, sino que me encerraban en una jaula tan pequeña que casi era imposible moverse. —Me miró con rabia—. En mi interior empezó a crecer un gran odio contra Puerto Kar, contra Samos, contra los hombres y contra los esclavos de los que yo era una más. Vivía tan sólo para alimentar mi odio soñando conseguir escapar y vengarme de los hombres.

—Bueno, lograste escapar.

—Sí; un día mientras limpiaba la habitación del jefe de esclavos encontré la llave de mi collar.

—¿Ya no llevabas el collar de una sola pieza?

—Casi desde el principio se me entrenó para esclava de placer —continuó diciendo Telima—. Un año después de aquella fecha fatal la esclava que entrenaba a las nuevas certificó que estaba preparada para mis obligaciones como esclava de placer. Fue entonces cuando me cambiaron al collar de siete clavijas.

El collar de esclava de siete clavijas es el más corriente en Gor, que corresponde a la palabra de siete letras goreanas «Kajira» que significa esclava femenina.

—Parece muy descuidado por parte del jefe de esclavos dejar que una esclava encuentre la llave de su collar.

Telima encogió los hombros.

—También encontré muy cerca el brazalete de oro. Me apoderé de él pensando que quizá me sirviera para que la guardia me dejara escapar. Pero no tuve gran dificultad para salir de la casa. Dije que era un heraldo y no pusieron impedimento a mi salida. Ya había hecho algunos recados fuera de la casa con anterioridad. Lejos del edificio me quité el collar para poder desenvolverme con mayor facilidad. Encontré trozos de madera, sogas y una pértiga y me construí una balsa y escapé por uno de los canales que aún no tenía la verja de hierro que ahora los cierran. En mi infancia había vivido en el pantano y no temía regresar a él. Me encontraron los hombres de Ho-Hak y me aceptaron en su comunidad. Ho-Hak incluso permitió que me quedara con el brazalete de oro.

—¿Continúas odiando a Samos?

—Pensé que era así, pero ahora que está aquí, ayudándonos, me doy cuenta de que no le odio. Todo esto me parece tan extraño.

Me sentía muy cansado y tenía ganas de dormir, pero me complacía que Telima me hubiera contado aquella parte de su vida. Había algo que no llegaba a comprender y que ella tampoco entendía, pero estaba demasiado cansado para descifrar aquel enigma.

—Sabes que el torreón será conquistado y que la mayoría de nosotros, al menos los hombres, seremos asesinados.

—La flota llegará a tiempo —insistió.

—¿Dónde está el collar que te quité la noche de la fiesta?

—Lo traje al torreón porque no estaba segura si me querías como esclava o como mujer libre —dijo sonriendo.

—Los hombres que asalten el torreón traerán armas. ¿Dónde está el collar?

—¿Tengo que ponérmelo? —preguntó mirándome.

—Sí —respondí.

No quería que aquellos hombres la mataran. Si pensaban que era una mujer libre, y que era mía, la matarían o la torturarían y luego la empalarían. Me enseñó el collar.

—Póntelo.

—¿Hay tan poca esperanza? —preguntó.

—Póntelo —repetí.

—Si he de llevar collar, que sea la mano de mi Ubar el que lo coloque alrededor de mi cuello.

Se lo puse y la besé. Bajo la túnica, oculto, había un pequeño puñal.

—¿Piensas luchar con esto? —pregunté.

—No quiero continuar viviendo sin ti —respondió.

Lancé el puñal al otro extremo de la habitación. Ahora lloraba en mis brazos.

—No, lo que realmente importa es vivir. La vida es lo más importante de todo.

Ella, con el collar de esclava en el cuello, continuaba llorando en mis brazos.

Estaba tan cansado que me dormí.

—Ya vienen —gritaba alguien.

De un salto me puse en pie y sacudí la cabeza.

—Mi Ubar, traje esto al torreón —dijo Telima.

Ante mi sorpresa me entregó la espada que yo había traído originalmente a Puerto Kar, la que usara en el sitio de Ar y con los pueblos del Carro.

La miré. Tiré a un lado la espada de almirante.

—Gracias —dije.

Nuestros labios se rozaron mientras la apartaba para dirigirme a la escalera. Coloqué la espada en la vaina y empecé a subir al piso superior. Podía oír a los hombres corriendo en el piso sobre mi cabeza.

Luchábamos en lo alto del torreón. Las cuatro últimas flechas habían sido disparadas derribando a cuatro enemigos que habían intentado escalar el muro que daba al delta.

Protegidos por las maderas que descansaban sobre los alambres atacábamos a los tarnsmanes con lanzas y espadas que caían de las cuerdas que colgaban de los pájaros.

Oíamos los garfios que lanzaban para agarrarse al parapeto, y cómo trataban de fijar grandes postes contra los muros del torreón, y las trompetas y pies que corrían, y cómo intentaban escalar sujetando sus armas y los gritos de todos aquellos hombres.

Luego aparecieron cascos con la «Y» descansando sobre la nariz, y guanteletes y botas y hombres al borde del muro.

Salté del madero donde había estado batiéndome y me precipité al muro. Oía el acero de Samos y gritos de hombres a mi espalda. Vi al joven Pez con una lanza asida con las dos manos sobre su cabeza y oí el terrible grito y el choque del cuerpo al caer sobre las rocas al pie del torreón.

—Procurad que no consigan entrar —grité a mis hombres.

Todos corrían a defender el muro.

Sobre el parapeto combatíamos contra aquellos que habían conseguido escalar a la cima del torreón.

Vi a uno de los invasores saltar al suelo y dirigirse hacia el interior, pero antes de conseguirlo lanzó un grito y cayó.

A la entrada estaba Telima con la daga entre los dientes y la espada de almirante en su mano derecha.

—Márchate —grité.

Luma y Vina subían tras ella. Cogieron piedras del suelo y corrieron hacia el parapeto para lanzarlas con furia sobre los que intentaban escalar hasta la cima.

Telima, como un salvaje, atacaba con la espada asida con las dos manos. Golpeó a uno de los hombres sobre la nuca y el hombre cayó al recibir el impacto. Perdió la espada cuando uno de los invasores se la arrebató de las manos e intentó matarla con su propia espada, pero yo intervine antes que pudiera asestar el golpe.

Otro hombre en el parapeto cayó hacia atrás lanzando un grito de terror al recibir una piedra tan grande como su propia cabeza, lanzada por las diminutas manos de Luma. Vina, con un escudo cuyo peso casi no podía soportar, trataba de cubrir al joven Pez. Vi cómo derribaba a un hombre y se giraba buscando un nuevo enemigo.

Samos introdujo su espada en la «Y» del casco de uno de los asaltantes, desvió una lanza dirigida contra su cuerpo e hizo frente a la espada que le atacaba.

Oímos la trompeta que ordenaba la retirada y aún conseguimos matar a seis de nuestros enemigos que intentaban escapar saltando el parapeto del muro.

Jadeando y cubiertos de sangre nos miramos.

—El próximo ataque será el último —dijo Samos con indiferencia.

Sólo quedábamos Samos y yo, Pez, las tres chicas y Sandra, la bailarina que había permanecido abajo en el torreón, y cinco hombres: tres de los que habían venido con Samos y dos de los míos, uno de ellos un mercenario que había sido esclavo.

Dirigí la mirada hacia el delta. Podíamos oír el movimiento de los hombres y el entrechocar de las armas. Esta vez la espera no sería tan larga.

Me acerqué a Samos.

—Te deseo lo mejor —le dije.

Aquel rostro pesado y mezquino con expresión voraz me miró intensamente; luego apartó la mirada.

—También yo te deseo lo mejor, guerrero.

Parecía turbado por haber dicho aquello. También a mí me sorprendió que me llamara guerrero.

Abracé a Telima.

—Cuando vuelvan escóndete en el interior del torreón. Si luchas aquí arriba te matarán. Cuando te encuentren sométete a su voluntad. —Luego miré a Luma y a Vina—. Vosotras haced lo mismo. Esto es cosa de hombres.

Vina miró a Pez.

—Sí, tenéis que quedaros abajo —dijo afirmando con la cabeza.

—Yo encuentro la atmósfera muy sofocante allí abajo —dijo Telima.

—Yo también —dijo Luma.

—Yo también la encuentro demasiado sofocante para mí —dijo Vina.

—En tal caso, nos veremos obligados a ataros al pie de la escalera en el piso de abajo.

—Creo que no habrá tiempo para ello —dijo Samos mirando por encima del parapeto.

Oímos las trompetas anunciando un nuevo ataque y el ruido de cientos de pies corriendo sobre las rocas.

—Id abajo —ordené.

Permanecieron donde estaban en sus túnicas de esclavas, con los pies separados y expresión rebelde.

—Somos vuestras esclavas y si no os place nuestro comportamiento podéis azotarnos —dijo Telima.

La saeta de una ballesta pasó por encima de nuestras cabezas.

—Vete abajo —ordenó Pez a Vina.

—Si no te place mi comportamiento puedes azotarme o matarme —gritó la chica.

La besó apresuradamente y se alejó para defender el parapeto.

Las chicas asieron piedras y espadas y se colocaron a nuestro lado.

—Adiós, mi Ubar —dijo Telima.

—Adiós, Ubara —murmuré.

Cientos de hombres gritaban al pie del torreón. De nuevo oímos cómo colocaban los postes contra los muros y los garfios trataban de asir el borde del parapeto. Y al otro lado del torreón, sobre el muro del delta, los ballesteros se mantenían erguidos sin temor alguno puesto que sabían que habíamos terminado nuestras existencias de flechas y dardos. Los hombres se aproximaban, pues ya oíamos el roce de sus espadas sobre las paredes del torreón.

Podía ver al jefe de los ballesteros sobre el muro del delta dando órdenes a sus hombres. Y de repente, vi cómo un haz de luz aparecía por detrás del muro del delta y el jefe de los ballesteros se desplomaba.

Cientos de garfios con maromas aparecieron por encima del muro del delta enredándose en las almenas y contemplé cómo se tensaban con el peso de los hombres que trepaban por aquellas sogas. Uno de los ballesteros se giro para mirar al otro lado del muro y cayó de espaldas tratando de asir su cabeza con las manos. De su frente, habiendo atravesado el metal de su casco, sobresalía una larga flecha que sólo podía proceder del arco amarillo de los campesinos.

Ahora los ballesteros huían del muro, pero los hombres que escalaban el torreón estaban cada vez más próximos.

De pronto centenares de hombres aparecieron sobre el muro del delta.

—Son cultivadores de rence —grité.

Pero todos aquellos hombres llevaban a la espalda el largo arco de los campesinos. Cientos de flechas fueron colocadas ante el arco, éste se tensó y al grito de Ho-Hak, que se hallaba en lo alto del muro, una cascada de flechas salió disparada hacia el torreón. También vi, próximo a Ho-Hak, a Thurnock con su arco y a Clitus con su red y tridente. Ahora los que habían estado escalando el torreón lanzaban gritos de muerte y terror cayendo de espaldas y arrastrando consigo a quienes trepaban tras ellos. Una y otra vez caía aquella lluvia de flechas sobre los atacantes al torreón, que huyeron en desbandada, pero los arqueros los perseguían y pocos de ellos consiguieron hallar refugio y escapar de su puntería. Ahora los arqueros corrían a lo largo del muro y saltaban a tejados próximos de manera que pudieran controlar cada tramo del muro y que nadie consiguiera escapar de sus proyectiles. Las chicas y los pocos hombres que quedaban lanzaban rocas sobre los que trataban de escapar dando vuelta al torreón. De pronto algunos invasores desperdigados empezaron a correr hacia mi casa. Por un instante vi el blanco y desencajado rostro de Lysias con su casco adornado con el airón de eslín y a su lado a Henrak, el que traicionó a los cultivadores de rence por el oro de Puerto Kar. Y tras ellos, en una hermosa capa de piel blanca con adornos de eslín y espada en mano, corría otro hombre que no conocía.

—¡Es Claudius! —gritó el joven Pez.

Así que aquél era Claudius, el regente, que había intentado eliminar al joven Henrius Sevarius del Ubarato.

Los puños de Pez se cerraron y golpearon sobre el parapeto.

Aquellos tres hombres, con algunos otros, consiguieron introducirse en mi morada.

Sobre el muro, Thurnock agitó el gran arco.

—Capitán —gritó llamando mi atención.

También Clitus levantó una mano en señal de saludo.

Correspondí a los saludos y también reconocí a Ho-Hak, el cultivador de rence. Me alegró ver todos sus hombres conocían el arte de aquel arma. Casi hubiera asegurado que habiendo aprendido las posibilidades del gran arco como arma de defensa no duraría en adoptarlo cuando al ser liberado de los barcos regresara una vez más a los pantanos. Estaba seguro que aquellos hombres no se conformarían con depender en el futuro de los caprichos de los de Puerto Kar. Ahora por primera vez eran realmente libres.

—¡Mirad! —exclamó Samos.

Desde el tejado del torreón podíamos ver el canal y la verja de entrada y el estanque donde amarraba mis barcos. Algunos hombres huían de mi morada, pero mucho más importante era, que por el canal avanzaba un barco de guerra al que seguía otro.

—¡Es el Venna! ¡Y el Tela! —exclamé.

Tab estaba en pie sobre el puente de proa con el casco, el escudo al brazo y la lanza en la mano. Aquellos dos barcos habían desafiado la tempestad arriesgando las vidas de todos sus ocupantes con el fin de no alejarse demasiado de Puerto Kar, y tan pronto amainó el temporal arreciaron la marcha para llegar cuanto antes a su destino. El resto de la flota aún debía hallarse a algunos cientos de pasangs hacia el sur.

Vimos a los dos barcos cortar las aguas del canal mientras los arqueros disparaban contra aquellos que huían de mi hogar. Vimos hombres que tiraban las armas y se arrodillaban para ser atados como esclavos.

Abracé a Telima que lloraba y reía a la vez.

Agarré una de las maromas que pendía de uno de los garfios y me deslicé por ella para llegar al pie del torreón. Samos y Pez bajaban a la zaga. Los hombres ayudarían a las chicas y luego ellos se unirían al grupo.

Al llegar al pie encontré a Thurnock, Clitus y Ho-Hak esperándome. Nos abrazamos.

—Has aprendido bien el uso del gran arco —dije a Ho-Hak.

—Tú nos enseñaste su valor, guerrero.

Thurnock y Clitus, con Thura y Ula, habían ido en busca de los cultivadores de rence para pedir ayuda, y aquellos hombres que tradicionalmente eran enemigos de Puerto Kar habían arriesgado sus vidas para salvarme.

En mi interior decidí que conocía muy poco al hombre en general.

—Gracias —dije a Ho-Hak.

—No hay por qué darlas guerrero.

—Hay tres acorralados en el interior de la casa —dijo uno de los marineros.

Samos, yo, Pez, Thurnock, Clitus, Ho-Hak y unos cuantos más penetramos en el edificio.

En el gran salón, rodeados por ballesteros, había tres hombres: Lysias, Claudius y Henrak.

—Saludos, Tab —dije a mi capitán al entrar en el salón.

—Saludos, capitán —respondió.

Las tres mujeres habían sido bajadas del torreón y venían siguiéndonos.

Lysias se abalanzó sobre mí. Hice frente al ataque. El encuentro fue terrible pero pronto cayó a mis pies rodando por el suelo, el casco con el airón de eslín ensangrentado.

—Soy rico y puedo pagar un buen rescate —suplicaba Claudius.

—El Consejo de los Capitanes de Puerto Kar tiene una cuenta pendiente contigo —dijo Samos.

—Pero yo tengo otra que es mucho más urgente —dijo una voz.

Nos giramos y vimos al joven esclavo Pez avanzar espada en mano.

—¡Tú! ¡Tú! —gimió Claudius.

Samos miró al muchacho con curiosidad. Luego se dirigió a Claudius.

—Al parecer la visión de un mero esclavo te perturba.

Recordé que la cabeza del joven Ubar, Henrius Sevarius, tenía un precio. Y allí estaba aquel joven esclavo en su túnica, con el collar alrededor del cuello y la marca de mi pertenencia en el muslo, con la espada en la mano y el porte de un joven Ubar. Pero aquel joven ya no era un muchacho. Había amado y había luchado. Ahora era todo un hombre.

Claudius, con un grito de ira, se lanzó sobre él arrastrando la hermosa capa de piel blanca a sus espaldas y dando tajos con la espada.

El joven, con valentía, paraba y desviaba los golpes del enemigo.

—Como ves, ahora domino el arte de las armas. Pues bien, luchemos.

Claudius se quitó la capa y la arrojó a un lado. Se aproximó al muchacho, amenazador. Era un excelente espadachín, pero en pocos minutos el joven Pez se apartó de su enemigo y limpió la hoja de su espada con la capa que había sido arrojada al suelo. Claudius permaneció unos segundos inseguro en el centro del salón y luego cayó sobre las losas.

—¡Sorprendente! —exclamó Samos—. Claudius ha muerto y lo ha matado un joven esclavo.

Pez sonrió.

—Éste es un cultivador de rence y me pertenece —dijo Ho-Hak señalando a Henrak.

Henrak palideció mientras Ho-Hak le miraba.

—Mataron a Eechius en la isla, y Eechius era mi hijo.

—No te atrevas a hacerme daño —gritó Henrak.

Intentó escapar, pero no había salida posible.

Ho-Hak se despojó de las armas dejándolas caer sobre el suelo. Aún rodeaba su cuello aquel pesado collar de hierro con el trozo de cadena colgando. Tenía las orejas completamente pegadas a los costados de su cabeza.

—Tiene un cuchillo —gritó Luma.

Ho-Hak se aproximó lentamente a Henrak, que le esperaba empuñando el puñal. Cuando Henrak trató de asestar una puñalada, Ho-Hak asió su muñeca. Aquella gran mano, reforzada durante largos años a los remos de las galeras, se cerró sobre la muñeca como un garfio y el cuchillo no tardó en caer al suelo. Luego Ho-Hak levantó a Henrak sobre su cabeza y mientras éste gritaba y se retorcía entre sus garras, salió lentamente del salón. Le seguimos y vimos cómo con gran solemnidad ascendía las escaleras laterales que daban al muro del delta hasta que alcanzó la cima del parapeto. Recortándose contra el cielo subió al mismo parapeto y desde allí lanzó a Henrak a las aguas del pantano, donde con toda seguridad había algún tharlarión esperándole.

La noche ya estaba muy entrada.

Habíamos cenado y bebido de las provisiones que trajeron del Venna y del Tela.

Telima y Vina, que aún vestían las túnicas de esclava de la olla, nos habían servido. El joven Pez se había sentado con nosotros y también había sido servido por las chicas. Igualmente habían ayudado a servirnos Mídice, Thura y Ula, aunque sin collares de esclavas. Cuando nos hubieron servido se sentaron con nosotros y compartieron la comida.

Mídice procuraba evitar mis ojos. Estaba muy bella. Se arrodilló junto a Tab.

—Nunca pensé que llegaría a interesarme por una mujer libre —dijo Tab mientras rodeaba el cuerpo de Mídice con un brazo.

—El campesino por lo general consigue mejor trabajo de una mujer libre que de una esclava —dijo Thurnock tratando de justificar el haber liberado a Thura.

—Por mi parte soy un hombre pobre y me sería imposible mantener el coste de una esclava —dijo Clitus. Ula rió y apoyó la cabeza sobre su hombro mientras sujetaba su brazo.

—Bueno, me encanta saber que aún queda alguna que otra esclava en Puerto Kar —dijo Samos mordisqueando el ala de un vulo.

Telima y Vina, en sus túnicas y collares, bajaron la mirada y sonrieron.

—¿Dónde está Sandra? —pregunté a Thurnock.

—La encontramos en la habitación de tus tesoros en el torreón —dijo Thurnock.

—Muy propio de ella —dijo Telima con cierta ironía.

—No seamos desagradables —recomendé. Luego volviéndome a Thurnock pregunté—: ¿Qué hiciste?

—La encerramos allí. Gritó y aporreó la puerta, pero está bien presa.

—Cuando la saques de allí, ¿por qué no la vendes? —dijo Telima.

—¿Te gustaría que lo hiciera? —pregunté.

—Sí.

—He comprobado que en mis brazos es una verdadera esclava —dije para mortificarla.

—En tus brazos yo seré mucho más esclava de lo que Sandra pueda ser —dijo Telima bajando la vista.

—Quizá sea buena la idea de que compitáis la una con la otra.

—Está bien. Competiré con ella pero, a la larga, ganaré.

Reí y Telima me miró desconcertada. Extendí la mano y la atraje hacia mí.

—En dos días, cuando libere a Sandra de la sala del tesoro, le daré su libertad y oro y joyas para que vaya a donde quiera y haga cuanto desee —dije mirando a Telima a los ojos.

Me devolvió la mirada sobresaltada.

—Es a Telima a la que no voy a liberar.

Tenía los ojos muy abiertos y se retorcía entre mis brazos. Rió y levantó sus labios hasta los míos. Nuestro beso fue largo.

—Mi antigua ama besa bien.

—Tu esclava está contenta de saber que te complace —dijo Telima.

—Creo que es hora de que algunas esclavas sean enviadas a las cocinas —dijo el joven Pez.

—Así es —dije volviéndome hacia Pez y Vina—. Esclavos, id a las cocinas y que no os vea hasta que haya amanecido.

Pez cogió a Vina en sus brazos y abandonó la mesa. A la entrada del pasillo que conducía a las cocinas el joven paró y la dama Vivina, que debía haber sido Ubara de Cos, en una sencilla túnica con el collar de esclava alrededor del cuello rió y le besó dulcemente. Estoy seguro que la dama Vivina no hubiera hallado tan acogedor el lecho del Ubar de Cos como aquel rincón en la cocina junto al joven Pez en casa de Bosko, el capitán de Puerto Kar.

—Veo que aún llevas el brazalete de oro —le dijo Ho-Hak a Telima.

—Sí.

—Tenía que reconocerte por este brazalete cuando huiste hacia el pantano.

Telima le miró desconcertada.

—¿Cómo crees que procederán las cosas en la ciudad? —preguntó Samos dirigiéndose a Tab.

—Los Ubares Eteocles y Sullius Maximus han huido llevándose sus barcos y hombres. Las posesiones de Henrius Sevarius han sido abandonadas. El salón del consejo, aunque en parte quemado, no ha sido destruido, y la ciudad parece estar a salvo. Es casi seguro que la flota esté aquí en cuatro o cinco días a más tardar.

—En tal caso puede decirse que la Piedra del Hogar de Puerto Kar está segura —dijo Samos levantando la copa.

Todos brindamos por el futuro de la ciudad.

—Si mi capitán lo permite es tarde y debo retirarme —dijo Tab.

—Puedes retirarte.

Abandonó su asiento e inclinó la cabeza en señal de despedida. Mídice también se levantó y le acompañó.

—Creo que no es aconsejable que los cultivadores de rence permanezcamos mucho tiempo en Puerto Kar. Sería mejor que al amparo de la oscuridad abandonáramos la ciudad —dijo Ho-Hak.

—Te doy las gracias a ti y a tu gente —dije.

—Las islas de rence se han confederado y están a tu servicio.

—Te lo agradezco, Ho-Hak.

—Nunca podremos pagarte por haber salvado a tantos de nosotros de las garras de Puerto Kar y por habernos enseñado a usar el arco largo.

—Ya habéis pagado cuanto hice por vosotros.

—Entonces, no existe deuda entre nosotros.

—No existe deuda alguna.

—En tal caso, seamos amigos —dijo Ho-Hak alargando el brazo.

Nos dimos las manos.

Ho-Hak giró y vi la amplia espalda de aquel ex remero de galeras atravesar la puerta. Aún pude oír su potente voz llamando a sus hombres. Regresarían a las barcas de rence que esperaban al pie del muro del delta.

—Con tu permiso, capitán, es bastante tarde —dijo Thurnock mirando a Thura.

Afirmé con la cabeza y levanté la mano para que Thurnock y Thura, y Clitus y Ula pudieran abandonar la habitación.

Ahora sólo quedábamos Samos, Telima y yo en el gran salón.

—No tardará en amanecer —dijo Samos.

—Quizás un ahn más o menos —dije.

—Cojamos nuestras capas y subamos al tejado del torreón.

Desde allí podíamos ver a los hombres de Tab vigilando la ciudad. La gran puerta que daba al mar había sido cerrada para que nadie penetrara en Puerto Kar. Los cultivadores de rence continuaban bajando el muro del delta para buscar las naves que esperaban su regreso. Ho-Hak fue el último en saltar el muro. Agitamos nuestras manos en señal de despedida y él agitó la suya antes de desaparecer de nuestra vista. A la luz de las tres lunas de Gor el pantano parecía estar lleno de pequeñas luces chispeantes.

Telima miró a Samos.

—En resumen, se me permitió escapar de tu casa.

—Sí, y dejamos que llevaras el brazalete para que Ho-Hak te reconociera cuando llegaras a los pantanos.

—Me encontraron a las pocas horas.

—Te estaban esperando.

—No llego a comprenderlo.

—Cuando te compré siendo niña ya tenía todo esto en mente —dijo Samos.

—Me criaste como si fuera tu hija y luego al cumplir diecisiete años…

—Sí, te tratamos con gran crueldad y luego, pasados unos años, consentimos que escaparas.

—¿Pero por qué? —preguntó ella.

—Samos, ¿era tuyo aquel mensaje que recibí en el Consejo de los Capitanes diciendo que querías hablar conmigo? —le pregunté.

—Sí.

—Pero lo negaste.

—Aquel sótano no era lugar adecuado para hablar de los Reyes Sacerdotes.

—No, supongo que no —dije sonriendo—. Pero cuando me entregaron el mensaje tú no estabas en la ciudad.

—Es cierto, en tal caso sería más fácil negar cualquier conexión con el mensaje si tal cosa fuera necesaria.

—Nunca intentaste ponerte en contacto conmigo —reproché.

—No estabas preparado. Y Puerto Kar te necesitaba.

—¿Estás al servicio de los Reyes Sacerdotes?

—Sí —respondió.

—¿Fue debido a que yo había servido a los Reyes Sacerdotes por lo que viniste a ayudarme?

—Sí, pero también porque habías hecho mucho por Puerto Kar. Gracias a ti tenemos Piedra del Hogar.

—¿Significa eso tanto para ti? —pregunté mirando a aquel hombre que era recaudador de esclavos, cruel, e incluso asesino.

—Naturalmente.

Volvimos a mirar a nuestro alrededor. En el pantano, a la luz de las tres lunas de Gor, podríamos ver desaparecer cientos de pequeñas barcas de rence.

Samos me miró fijamente.

—Vuelve al servicio de los Reyes Sacerdotes.

Aparté la vista.

—No me es posible. Ya no puedo hacerlo. No merezco trabajar para ellos.

—Todos los hombres y las mujeres tenemos cosas despreciables en nuestro interior. Hay crueldad, cobardía, vicio, gula, egoísmo y muchas otras cosas que ocultar en todos nosotros.

Samos, con gran ternura, puso una mano sobre el hombro de Telima y otra sobre el mío.

—El ser humano es un caos de crueldad y nobleza, de odio y de amor, de resentimientos y respeto, de envidia y admiración. Contiene en su interior mucho que lo rebaja y mucho que lo ennoblece. Hay muchas grandes verdades, pero son pocos los que las comprenden plenamente.

Miré hacia los pantanos.

—No fue un accidente que interceptaran mi camino en los pantanos, ¿verdad?

—No —respondió Samos.

—¿Sirve Ho-Hak a los Reyes Sacerdotes?

—Sin que él lo sepa. Hace tiempo, cuando escapó de las galeras, le escondí en mi casa. Más tarde le ayudé a llegar a los pantanos. Ahora, de vez en cuando me ayuda.

—¿Qué le dijiste?

—Que sabía que alguien de Puerto Kar iba a atravesar los pantanos.

—¿Nada más?

—Sólo que Telima había de ser el cebo.

—Los cultivadores de rence odian a los de Puerto Kar.

—Tenía que correr el riesgo.

—Eres muy liberal con la vida de los demás.

—Capitán, se trata de la salvación de mundos.

Afirmé con la cabeza.

—¿Sabe Misk, el Rey Sacerdote, todo esto? —pregunté.

—No —contestó Samos—. De haberlo sabido no lo hubiera permitido. Pero los Reyes Sacerdotes a pesar de su sabiduría saben poco acerca de los hombres. Hay hombres que en coordinación con los Reyes Sacerdotes también se oponen a los Otros —añadió mientras miraba a los pantanos.

—¿Quiénes son los Otros? —preguntó Telima.

—No hables, mujer con collar de esclava —dijo Samos.

Telima enderezó la espalda.

—Ya hablaremos de esas cosas en otra ocasión —dije.

—Calculamos que tu humanidad se reforzaría. Que si habías de enfrentarte con una muerte ignominiosa e inútil suplicarías por tu vida.

—Lo hice —contesté sintiendo que se me rompía el corazón.

—Lo que hiciste es lo que todo guerrero hace: escoger una esclavitud ignominiosa ante la libertad de una muerte honorable.

—Deshonré a mi espada y a mi ciudad. Traicioné todos los códigos por los que había vivido —dije con lágrimas en los ojos.

—Pero encontraste la humanidad —dijo Samos.

—Traicioné todos mis códigos —repetí.

—Es en tales momentos que el hombre descubre que toda la verdad y toda la realidad no han sido escritas en nuestros propios códigos.

Le miré fijamente.

—Sabíamos que si no le mataban sería un esclavo. De acuerdo con esta teoría durante años habíamos preparado a alguien, alimentando sus odios y frustraciones, que le enseñaría a un guerrero, un hombre cuyo destino era Puerto Kar, todas las crueldades, las miserias y las degradaciones propias de la esclavitud.

—Me preparasteis bien —dijo Telima bajando la cabeza.

—No, Samos, no puedo volver a servir a los Reyes Sacerdotes —dije—. Hiciste tu trabajo demasiado bien. Como hombre he sido destruido. He perdido todo cuanto era.

—¿Crees que este hombre se ha perdido? ¿Crees que ha sido destruido? —le preguntó Samos a Telima.

—No, mi Ubar no se ha destruido ni se ha perdido.

Agradecí que hablara de aquel modo.

—He cometido muchos actos crueles y despreciables —confesé a Samos.

—Todos los hemos cometido, todos los cometeríamos y todos los cometeremos —dijo Samos sonriendo.

—Soy yo la que se ha perdido, la que se ha destruido —susurró Telima.

—Pero le seguiste incluso a Puerto Kar —dijo Samos con cariño.

—Porque le amo.

Rodeé sus hombros con mi brazo.

—Ninguno de vosotros se ha destruido y ninguno se ha perdido —insistió Samos sonriendo—. Los dos estáis enteros y sois más humanos.

—Muy humanos, demasiado humanos —añadí.

—Cuando se lucha contra los Otros nunca se es demasiado humano.

Aquellas palabras me intrigaron.

—Ahora los dos os conocéis mucho mejor que antes, y al conoceros podréis conocer mejor a los demás, tanto en su fuerza como en su debilidad.

—Está a punto de amanecer —dijo Telima.

—Solamente hubo un obstáculo y ninguno de los dos lo habéis comprendido plenamente.

—¿Qué era? —pregunté.

—Vuestro orgullo —dijo sonriendo—. Cuando perdisteis vuestra imagen y aprendisteis acerca de la humanidad, abandonasteis vuestros mitos, vuestros cantos y solamente aceptasteis el alimento de los animales, como si alguien tan excelso como vosotros sólo pudiera ser o Rey Sacerdote o bestia. Vuestro orgullo exigía la perfección del mito o la más villana renunciación. Si no erais los mejores habíais de ser los peores, si ya no existía el mito ya nada existía. —Samos ahora hablaba muy quedamente—. Existe algo entre las fantasías del poeta y el mordisco y el hurgar de la bestia.

—¿Qué es? —pregunté.

—El hombre.

Volví a mirar, pero esta vez no hacia los pantanos sino sobre la ciudad de Puerto Kar. Vi el Venna y el Tela en el muelle de mi casa, y la puerta que daba al mar, los canales y los tejados de los edificios.

El día estaba a punto de romper.

—¿Por qué me trajeron a Puerto Kar? —pregunté.

—Para prepararte para tu misión.

—¿Qué misión? —pregunté.

—Puesto que ya no quieres servir a los Reyes Sacerdotes no hay razón para que hablemos de ello.

—¿Cuál es la misión? —insistí.

—La construcción de nuevo barco. Un barco completamente distinto de todos los demás.

Le miré.

—Un barco que pueda navegar más allá del fin del mundo —añadió.

Esta expresión se refería al Primer Conocimiento, ya que los barcos no pasan de algunos pasangs al oeste de Cos y Tyros, y si lo hacen jamás regresan.

Samos, al igual que yo, sabía las limitaciones del Primer Conocimiento. Sabía, tan bien como yo, que la forma de Gor es esferoide pero no sabía por qué los barcos no surcaban los mares al oeste de Cos y Tyros. También Telima sabía, por haber sido iniciada en la Segunda Educación en casa de Samos, que la palabra «fin» en goreano es una expresión figurativa. Sin embargo, en cierto sentido el mundo de Gor terminaba allí, como terminaba en las montañas Voltai por el este. Eran los límites del mundo conocido en Gor. Al sur y al norte, según se sabía, sólo había los vientos y la nieve.

—¿Quién será capaz de construir tal barco? —pregunté.

—Tersites —respondió Samos.

—Está loco.

—Es un genio.

—Pero yo ya no sirvo a los Reyes Sacerdotes.

—Muy bien —dijo Samos, disponiéndose a salir del torreón—. Te deseo fortuna —añadió hablando por encima del hombro.

—También yo te deseo lo mejor.

Aunque Telima tenía su propia capa abrí la mía de almirante y la envolví con ella para que los dos pudiéramos compartir su calor. Y entonces, en lo alto del torreón mirando por encima de la ciudad, vimos cómo el amanecer más allá del cenagoso Golfo de Tamber lentamente tocaba las frías pero luminosas aguas del Mar de Thassa.