7. EMPRENDO LA CAZA
Perdidos entre matas y juncos en la oscuridad del pantano, a más de cincuenta metros de las islas de rence, dos de las cuales ardían, Telima, atada, y yo con una corona de flores ensangrentadas sobre la frente mirábamos el movimiento de las antorchas y escuchábamos los gritos de los hombres y las mujeres y el llanto de los niños.
Los guerreros de Puerto Kar habían incendiado las dos islas empezando por los extremos más alejados con el fin de hacer salir a cualquiera que se hubiera escondido en ellas, acaso perforando el rence u ocultándose en los pozos de donde tendrían que salir y cruzar los puentes para llegar a la isla central, donde estaba el poste al cual Telima me había atado. Aquellos que se habían ocultado en las dos islas se verían obligados a escoger entre morir abrasados, el pantano o las redes de los traficantes de esclavos. Vimos a varios cultivadores que chillando cruzaban los puentes para luego ser azotados hasta alcanzar el centro de la isla, donde les esperaban los guerreros de Puerto Kar iluminados por las antorchas. Por fin las cuerdas que unían las dos islas a la principal fueron cortadas por espadas y, envueltas en llamas, se deslizaron errantes por el pantano.
Más tarde, acaso un ahn antes del amanecer, también prendieron fuego a las otras dos islas aún atadas a la principal, y los fugitivos de las llamas fueron igualmente apresados por las redes de los guerreros de Puerto Kar. También estas dos islas fueron separadas de la principal y dejadas a la deriva en los pantanos.
Cuando los grises cuchillos del amanecer cortaron las aguas del pantano, el trabajo de los hombres de Puerto Kar había concluido. Sus esclavos, las antorchas ahora extinguidas, cargaban las naves estrechas con el botín adquirido. Habían colocado largos tablones desde los bordes de las naves hasta el borde de la isla y por ellos cruzaban los esclavos cargados con papel de rence o cualquier otro objeto de valor que hubiera caído en sus manos. Supuse que la mayor parte del papel de rence había sido sacado de las otras islas antes de que les prendieran fuego. Por la cantidad de rollos de papel que cargaban en sus naves comprendí que era imposible que tal cantidad perteneciera a una sola isla. Lo cargaban con cuidado para que no se estropeara. Los esclavos, como si se tratara de pescado, eran arrojados entre los asientos de los remeros o en la popa, ante el timón, amontonados unos sobre otros hasta formar tres capas con ellos. Seis eran las naves. Sobre cada uno de los mascarones habían atado una de aquellas bellas muchachas para que al regreso a Puerto Kar los habitantes supieran que la captura había sido magnífica. No me sorprendió que la chica atada al mascarón de la nave insignia de aquella flota fuera la de las bellas piernas. Supuse que de haber sido Telima apresada le hubiera correspondido tal honor. Al mascarón de la segunda y tercera nave vi atadas otras dos de mis torturadoras; la rubia de ojos grises y la morenita que llevara la red sobre los hombros.
Mientras las naves iban hundiéndose en el agua con el peso de la carga, miré a Telima. Estaba sentada a mi lado. Aún estaba atada pero yo rodeaba sus hombros con mi brazo. Miraba a las naves, pero su vista tenía una expresión vacua. Me pertenecía.
En el centro de la isla, cerca de donde estaba el poste al que me habían atado, podía verse un grupo de desdichados prisioneros envueltos por las dos enormes redes. Algunos de ellos tenían los dedos agarrotados a las mallas y miraban a cuanto les rodeaba. Algunos guerreros con lanzas hacían guardia a corta distancia y, ocasionalmente, los pinchaban con el fin de mantenerlos quietos y callados. Dentro de aquellas redes había hombres, mujeres y niños. Algo más alejados esperaban guerreros con ballestas. No muy distante del lugar vi a Henrak con la bufanda cruzando su pecho y la cartera de oro en la mano. Hablaba con el oficial alto de las insignias en el casco. Los cultivadores que había dentro de las grandes redes debían ser los últimos capturados, pues todavía estaban vestidos. Acaso hubiera un centenar de ellos. Los fueron sacando uno a uno. Los desnudaban, los ataban de pies y manos y luego los esclavos encargados de cargar el botín los llevaban a una de las naves echándolos sobre los demás.
En la isla eran visibles los restos del festín, así como lo que quedaba de las chozas destruidas. También había cajas rotas, sacos destrozados, lanzas destrozadas, garrafas hechas añicos y semillas esparcidas. Y cuerpos, cuerpos inmóviles.
Dos aucas salvajes se posaron sobre la isla lejos de los hombres y de los prisioneros y empezaron a picotear entre los escombros de las chozas, acaso buscando semillas o restos de tartas de rence.
Un pequeño tark gruñía y olisqueaba entre los desperdicios. Uno de los esclavos que llevaba sobre la cabeza una especie de casco cónico lo llamó y el animal acudió a su lado. El esclavo le acarició detrás de las orejas. De pronto lo agarró y lo lanzó al pantano. Hubo un movimiento rápido en el agua y el tark desapareció.
También vi un ul, el tharlarión alado, volando a gran altura hacia el este.
Al cabo de largo rato el último de los esclavos fue colocado en una de las naves. Los esclavos recogieron y doblaron cuidadosamente las redes y las llevaron a las naves. Retiraron los tablones y tomaron asiento en los bancos destinados a los remeros, donde sin ofrecer resistencia fueron atados, uno a uno, por los tobillos. Los dos últimos en subir fueron Henrak y el oficial con las insignias doradas en el casco. Suponía que Henrak ahora sería un hombre rico en Puerto Kar, pues siendo los traficantes de esclavos sensatos rara vez traicionaban al que les trataba bien, o de lo contrario pocos Henraks encontrarían en los pantanos.
Las naves de alta proa llevan dos anclas, una a cada extremo. Semejan arpones tridentes y son mucho más ligeras que las de las galeras. No tardaron en ser izadas por dos guerreros de cada nave. El oficial de pie ante el puente del timonel levantó la mano. En estos barcos nadie llevaba el ritmo de los remos; eran los mismos remeros, uno de los cuales se encargaba de ir contando. Se sentaba ante los demás y en un nivel ligeramente superior al resto de sus compañeros. Él miraba hacia la popa mientras los otros lo hacían hacia la proa.
El oficial ante el timón, con Henrak a su lado, dejó caer el brazo. Hasta mí llegó el grito del remero que había de contar para mantener el ritmo y los remos se alzaron y mantuvieron paralelos al agua iluminados por el naciente sol. Observé que sólo distaban del agua unos treinta centímetros debido a la enorme carga que transportaban. El esclavo gritó de nuevo y todos los remos se introdujeron en el agua para luego salir dejando una pequeña cascada de plata deslizarse de las palas.
La nave empezó a despegarse de la isla. A unos cuarenta y cinco metros de distancia viró y enderezó la proa hacia Puerto Kar. Seguía oyendo la voz del esclavo contando cada vez más lejana, hasta casi desaparecer. Entonces la segunda nave repitió las previas operaciones y tras ella todas las demás, hasta no quedar ninguna junto a la isla.
Me erguí sobre la balsa de rence y miré hacia las lejanas naves. A mis pies, medio cubierta por los juncos que nos habían ocultado, yacía Telima. Alcé una mano y me quité la corona de flores que había llevado durante el festival. Estaba manchada con la sangre de la herida que recibiera durante la huida. Miré a Telima, que apartó la vista para no mirarme. Tiré la corona ensangrentada al pantano.
Ahora estaba de pie sobre la isla de rence y miraba a cuanto me rodeaba. Ya hacía rato que había unido algunos de los juncos sobre la balsa para confeccionar con ellos una especie de remo para así poder regresar a la isla. No tenía deseos de meter las piernas en el agua, especialmente por aquella zona aunque, tenía que reconocer, de momento parecía limpia y despejada. Había atado la balsa a un extremo de la isla y dejado, de momento a Telima sobre ella. Trepé como pude hasta el borde de la isla y me encaramé en ella. Todo parecía tranquilo.
Un grupo de aucas salvajes se asustó al verme y revolotearon en círculo sobre mi cabeza, pero comprendiendo que no era intención mía atacarlas regresaron a la superficie, no obstante algo alejadas de mi persona.
Vi el poste al que me habían atado, las chozas destrozadas, los desperdicios, los objetos rotos y desperdigados y los cuerpos inertes.
Regresé a la balsa y cogí a Telima entre los brazos llevándola así a la isla donde no lejos del poste la deposité en la superficie. Me incliné sobre ella y se apartó temerosa. La coloqué sobre su estómago y la desaté.
—Libérame —ordené.
Se levantó inmediatamente y desanudó el collar de enredaderas que aún rodeaba mi cuello.
—Ya eres libre —susurró.
Me aparté de su lado. Tenía que haber algo comestible en la isla aunque tan sólo fueran semillas de rence. Tenía la esperanza de hallar también agua.
Divisé los restos de una túnica de rence y me la puse atándola por la cintura. Durante todos estos movimientos había mantenido el sol a mis espaldas, de manera que por medio de las sombras sobre la superficie de la isla pudiera controlar los movimientos de la chica. Vi cómo se inclinaba y cogía los restos de una lanza cuya punta no había sido destrozada.
Me giré y la miré. Se sobresaltó. Luego, agachándose, me amenazó con la lanza. Empezó a girar a mi alrededor, pero yo también giraba de manera que siempre le diera la cara. Sabía lo que pensaba hacer. De repente, con un grito se abalanzó sobre mí con la lanza ante ella. Agarré la lanza y se la quité de las manos arrojándola lejos de su alcance. Llevándose la mano a la boca retrocedió.
—No intentes matarme otra vez —mascullé.
Movió negativamente la cabeza.
—Anoche —dije mirándola fijamente— me pareció comprender que no tenías muchas ganas de ser esclava.
Hice señas para que se acercara. Cuando la desataba había observado en su muslo izquierdo la señal de la primera letra de la palabra Kajira, que significa esclava en goreano. Siempre, a la tenue luz de la choza, había mantenido aquel lado alejado de mí y durante el día, con la túnica, no era posible verla. La noche anterior, en la oscuridad y con el tumulto, no me había fijado en ella y, luego, en la balsa los juncos la habían cubierto.
Se había acercado como ordenara y estaba al alcance de mi mano si así lo deseaba.
—Has sido esclava, ¿verdad? —pregunté.
Cayó de rodillas cubriéndose el rostro con las manos. Sollozaba.
—Por lo que veo, de una u otra forma, conseguiste escapar.
—En una balsa. Con ayuda de una pértiga conseguí llegar a los pantanos desde los canales —dijo entre sollozos.
Se aseguraba que ninguna esclava había escapado de Puerto Kar, pero por lo visto aquello no era verdad. Sin embargo la huida de una esclava o esclavo no podía ser cosa fácil puesto que los canales de Puerto Kar estaban protegidos por un lado por el Golfo de Tamber y el reluciente Mar de Thassa, y por el otro por los interminables pantanos llenos de tharlariones y tiburones. También Ho-Hak había escapado de Puerto Kar y seguramente había algunos otros.
—Tienes que ser una chica muy valiente —dije.
Me miró con ojos enrojecidos por las lágrimas.
—Tuviste que odiar mucho a tu amo.
Aparecieron chispas de odio en su mirada.
—¿Cómo te llamaba?
Bajó los ojos y agitó la cabeza. Se negaba a hablar.
—Te llamaba Esclava Linda, ¿no es así?
Me miró con los ojos enrojecidos y gimió. Bajó la cabeza hasta tocar la superficie con la frente. Los sollozos agitaban sus hombros.
—Sí… sí… sí… —dijo con voz entrecortada.
Me alejé para inspeccionar. Me encaminé hacia los restos de su choza. La choza en sí había sido destrozada, pero bajo los restos encontré la mayoría de sus pertenencias. Con gran placer hallé el tazón medio lleno de agua. También estaba la faltriquera que llevara atada a la cintura mientras cortábamos el rence y, entre otras cosas, vi las estacas con que cazaba pájaros y la túnica que dejara caer a los pies de su estera la noche anterior, poco antes de que los guerreros asaltaran la isla. Con todo aquello entre los brazos regresé al lugar donde ella aún permanecía con la frente sobre la superficie de la isla. No había cesado de llorar.
Dejé caer la túnica de tela de rence ante ella.
La miró desconcertada, luego levantó la vista para mirarme.
—Vístete —ordené.
—¿No soy esclava tuya? —preguntó.
—No —respondí.
Se puso la túnica, pero sus dedos tuvieron dificultad al anudar el cordón a la cintura. Luego le entregué el tazón con agua y bebió. Sacudí la faltriquera y su contenido se esparció ante nosotros. Había pasta de rence seca, algunos pedazos de pescado y algunos trozos de tartas de rence.
Nos repartimos aquella comida. Nada dijo, pero se arrodilló ante donde yo estaba sentado con las piernas cruzadas.
—¿Te quedarás conmigo? —preguntó al cabo de un rato.
—No.
—¿Te irás a Puerto Kar?
—Sí.
—¿Por qué? No creo que seas de Puerto Kar.
—Tengo asuntos allí.
—¿Puedo saber cómo te llamas?
—Mi nombre es Bosko —respondí.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
No había razón alguna para decirle que me llamaba Tarl Cabot. Mi verdadero nombre era conocido en varias ciudades de Gor, y cuantos menos supieran que Tarl Cabot intentaba entrar en Puerto Kar mejor para todos.
Me haría una barca y llevaría conmigo algo de rence y enredaderas del pantano. Quedaban muchos remos en la isla. No sería difícil llegar a Puerto Kar. La chica no corría peligro. Era inteligente, valiente y fuerte, además de hermosa. Era una verdadera hija de los cultivadores de rence. También se haría una barca y buscaría una pértiga para trasladarse a cualquier otro lugar del delta. Indudablemente sería aceptada por alguna otra comunidad de cultivadores.
Antes de que acabara la comida que habíamos compartido, Telima se puso en pie y empezó a mirar lo que la rodeaba. Yo aún mascaba un pedazo de pescado.
Vi que cogía uno de los cadáveres por un brazo y lo arrastraba al borde de la isla.
Me levanté limpiándome las manos en la rasgada túnica que llevaba puesta y me acerqué a ella.
—¿Qué haces? —pregunté.
—Somos del pantano —respondió fríamente—. Los cultivadores de rence hemos nacido en el pantano y hemos de volver a él.
Afirmé con la cabeza.
Empujó el cuerpo hasta que cayó al agua. Un tharlarión apareció de debajo de la isla y se dirigió a él.
La ayudé. Muchos fueron los viajes que hicimos al borde de la isla.
Cuando separaba unos pedazos de la superficie de la isla que había sido rasgada encontré el cuerpo de un niño. Me arrodillé a su lado y lloré.
Telima vino hacia mí y permaneció a mi lado.
—Es el último —dijo.
Nada contesté.
—Se llamaba Eechius —dijo.
Se agachó para cogerlo. Aparté su mano.
—Es uno de los cultivadores —me dijo—, y como tal debe regresar al pantano.
Cogí al niño en los brazos y con él me encaminé al borde de la isla. Miré hacia el oeste, la dirección que las naves cargadas de esclavos habían tomado. Bajé la cabeza y besé al niño.
—¿Lo conocías? —preguntó Telima.
Lancé el pequeño cuerpo al pantano.
—Sí —respondí—. Una vez fue muy bueno conmigo.
Era el niño que me había dado un trozo de tarta de rence mientras estaba atado al poste y a quien su madre había amonestado.
Miré a Telima.
—Busca mis armas —ordené.
Me miró.
—Tardarán en llegar a Puerto Kar, puesto que van muy cargados.
—Sí —respondió sorprendida—, tardarán en llegar.
—Trae mis armas —ordené de nuevo.
—Hay más de cien guerreros —dijo con una voz que había adquirido ligereza.
—Trae mis armas —ordené de nuevo—. Y sobre todo, trae el arco grande con sus flechas.
Dejó escapar una exclamación de alegría y se alejó de mí rauda como el viento.
Volví a mirar hacia donde las naves habían desaparecido y luego bajé la vista al pantano. Ahora todo estaba tranquilo.
Empecé a recoger juncos largos de la alfombra que formaba la superficie de la isla amontonándolos a mi lado para hacer la barca que me llevara a Puerto Kar.