9. PUERTO KAR
Miraba a la bailarina que se retorcía en el cuadrado de arena intentando escapar de los latigazos que los amos trataban de emplazar sobre su cuerpo. Estaba en una de las tabernas de Paga en Puerto Kar.
—Tu Paga —dijo la esclava que me servía, desnuda excepto por las cadenas que sujetaban sus muñecas—. Está caliente como lo pediste.
Cogí la copa sin mirar a la chica y la apuré. Se había arrodillado junto a la mesa que ocupaba.
—Más —dije devolviendo la copa y sin dirigirle la mirada.
—Sí, amo —respondió ella levantándose para ir a rellenar la copa.
Me gusta el Paga caliente porque hace hervir la sangre en las venas. La bailarina continuaba con la Danza del Látigo. Vestía una túnica delicada con una cadena haciendo de cinturón que había sido adornada con pedacitos de metal brillante. También tenía aros en los tobillos y brazaletes de esclava con colgantes de metal brillante y un collar que hacía juego con los demás adornos. Bailaba bajo linternas que colgaban del techo de la taberna que estaba ubicada en los muelles próximos al gran arsenal. Escuchaba el chasquido del látigo y sus gritos.
Se dice que las bailarinas de Puerto Kar son las mejores del planeta y que muchas son las ciudades que vienen aquí a buscarlas. Son esclavas hasta la médula; viciosas, traicioneras, astutas, seductoras, peligrosas, adorables.
—Tu Paga —dijo la chica que me servía.
—Vete, esclava —dije, cogiendo la copa todavía sin mirarla.
Bebí un sorbo de Paga.
Ya estaba en Puerto Kar. Había llegado a los canales hacía cuatro días, por la tarde, después de navegar dos días por el pantano. Habíamos llegado a uno de los canales que lo bordeaba y vimos que estaba protegido por pesadas puertas de metal cuyos barrotes se sumergían en el agua.
Telima había mirado a la puerta aterrada.
—Cuando huí de Puerto Kar no había esas puertas.
—¿Habrías podido escapar de haber tales puertas entonces? —pregunté.
—No, habría sido imposible —susurró asustada.
Las puertas se cerraron tras nosotros tan pronto las cruzamos.
Las chicas, nuestras esclavas, lloraban mientras manejaban las pértigas y avanzábamos por el canal. Mientras pasábamos las ventanas que daban a él algunos hombres asomados a ellas nos gritaban ofertas por las chicas. No me enojaba su interés, pues eran realmente bellas. También tenían en su haber el hábil manejo de la pértiga, cualidad que sólo posee una verdadera hija de los pantanos. Bien podíamos felicitarnos por la captura de las cuatro. Ya no las teníamos atadas en forma de reata, pero ahora sus gargantas mostraban cinco vueltas de fibra que hacían las veces del collar de esclava. Sólo una fibra atada al tobillo derecho de cada una de ellas las mantenía unidas. Telima ya ostentaba la marca de esclava sobre uno de sus muslos desde hacía tiempo, pero los de Mídice, Thura y Ula aún eran vírgenes.
Continuaba mirando a la bailarina de Puerto Kar.
Mañana marcaría a las tres chicas y compraría collares para todas.
Hubo un gran revuelo a la entrada de la taberna cuando un hombre de aspecto feroz, feo, de ojos pequeños y al cual le faltaba una oreja, penetró en ella seguido de unos veinte o treinta marineros.
—¡Paga! ¡Paga! —gritaban, volcando las mesas que querían ocupar y ahuyentando a los que las habían ocupado, para luego enderezarlas y, sentados a ellas, golpearlas y gritar.
Las chicas se apresuraron a llevar Paga a sus mesas.
—Es Surbus —dijo un hombre próximo a mi mesa a su compañero.
El hombre feroz a quien le faltaba una oreja y que parecía ser el jefe de aquella pandilla agarró a una de las chicas por el brazo arrastrándola hacia una de las alcobas. Me pareció que era la que me había servido, pero no podía estar seguro de ello. Otra chica corrió tras él llevándole una copa de Paga. Cogió la copa y de un solo golpe echó el contenido a su garganta para continuar arrastrando a la chica, que ahora gritaba desesperada.
La bailarina había interrumpido su danza y estaba acurrucada en un rincón del cuadrado de arena. Otros de los hombres de Surbus apresaron a otras chicas y empuñando sus copas las arrastraban hacia las alcobas, en ocasiones sacando de ellas a los que ya las ocupaban. Sin embargo, la mayoría de ellos permanecieron sentados a las mesas golpeándolas en señal de demanda de bebidas.
Ya conocía a Surbus de nombre. Era famoso entre los piratas de Puerto Kar, la escoria del luminoso Mar de Thassa.
Bebí otro sorbo del ardiente Paga.
Era un verdadero pirata, recaudador de esclavos, asesino, ladrón y cruel. Un hombre que nada bueno tenía en su haber. Un ser representativo de Puerto Kar. Le despreciaba, pero luego recordé mi propia ignominia, mis crueldades y mi cobardía. También yo era un ser representativo de Puerto Kar. Había aprendido que bajo la piel del hombre había un corazón de tharlarión, y que su moral e ideales no eran más que una capa tras la que se ocultaban las garras y los dientes. Por vez primera reconocía la codicia y el egoísmo. Pensé que acaso en Puerto Kar hubiera más sinceridad que en las demás ciudades de Gor. Aquí los hombres no trataban de ocultar sus garras. Sólo en esta ciudad los hombres reconocían la verdad de la humanidad: que sólo existe el oro, el poder, el cuerpo de las mujeres y el acero de las espadas. Aquí uno se ocupaba de uno mismo. Aquí se comportaban con crueldad y sin misericordia tomando para sí cuanto les apetecía. Y era a esta ciudad, que había escogido como mía, a la que pertenecía, puesto que había preferido la esclavitud a una muerte honrosa.
Volví a beber de mi copa.
Se oyó un grito, y de la alcoba donde Surbus había arrastrado a la chica, ésta apareció sangrando mientras el pirata la seguía por entre las mesas completamente bebido.
—¡Protegedme! —gemía la chica, pero sólo hubo risas y manos que intentaban apoderarse de ella.
Vino hacia mi mesa y cayendo de rodillas me rogó:
—Por favor, protegedme —lloraba, y había sangre en sus labios. Extendió las muñecas encadenadas hacia mí.
—No —respondí.
Surbus saltó sobre ella y asiéndola por el pelo la curvó hacia atrás.
Me miró retador.
Sorbí mi copa. Aquello no era asunto mío.
Vi lágrimas en los ojos de la chica y sus manos suplicándome. Luego, con un grito de dolor, Surbus la arrastró por el pelo hasta la alcoba.
Varios hombres rieron.
Tomé otro sorbo.
—Hiciste bien. Es Surbus —dijo un hombre mal afeitado que estaba junto a mí.
—Es uno de los mejores espadachines de Puerto Kar —dijo otro.
—¡Oh! —exclamé.
Puerto Kar, la nefasta ciudad de Puerto Kar, la escoria del brillante Mar de Thassa, Tarn del Mar, es una vasta y disgregada masa de edificios, cada uno de ellos casi una fortaleza, dividida y cruzada por cientos de canales. De hecho es una ciudad amurallada, aunque sus muros no sean los convencionales. Los edificios que miran hacia el delta o el Golfo de Tamber carecen de ventanas en aquella dirección, y dichos muros son de varios metros de espesor, y los tejados acaban en un parapeto en forma de almenas. Los canales que acaban en el delta del golfo que forma el Tamber, en los últimos años han sido protegidos por grandes puertas de hierro con gruesos barrotes que penetran en el agua. Habíamos entrado en la ciudad por una de aquellas puertas. Por cierto, en Puerto Kar no hay una sola torre. Que yo sepa es la única ciudad en Gor que no ha sido construida por hombres libres, sino por esclavos bajo el azote de sus amos. Normalmente, en Gor no se permite a los esclavos participar en la construcción de edificios pues dicho privilegio se reserva para hombres libres.
Desde el punto de vista político, Puerto Kar es un caos regido por varios Ubares conflictivos, cada uno de ellos con sus adeptos, que tratan de atemorizar y gobernar y cobrar impuestos a medida de su poder. Simbólicamente, bajo todos estos Ubares, pero en realidad completamente independiente, existe una oligarquía de príncipes mercaderes; capitanes, como se denominan a sí mismos, que en consejo, mantienen y dirigen el gran arsenal y el alquiler de naves controlando de este modo la flota del grano, la del aceite, la de los esclavos y todas las demás.
Se rumorea que Samos, el Primer Recaudador de Esclavos de Puerto Kar, es agente de los Reyes Sacerdotes además de miembro de dicho consejo. Yo debía ponerme en contacto con Samos, pero ahora, por supuesto, tal cosa era imposible.
Hay en Puerto Kar una conocida casta de ladrones, la única que sé que exista en Gor, que en los canales inferiores y en la periferia de la ciudad disfruta de gran poder. Son denominados Ladrones de la Cicatriz debido a la diminuta estrella de tres picos que les ha sido quemada justo sobre el pómulo y bajo el ojo derecho.
Uno podría pensar que debido a las existentes divisiones que hay en Puerto Kar, la ciudad era apta para caer en poder de imperialistas u otras ciudades, pero tal cosa es casi imposible, pues cuando la ciudad se ha sentido amenazada sus hombres se han defendido con el desespero y la tenacidad de los urts acorralados. Además, resulta difícil llevar grandes ejércitos a través del Vosk o por los pantanos con el fin de asediar la ciudad.
El delta, en sí, es acaso la más inabordable muralla de Puerto Kar.
La más próxima tierra firme, a excepción de algunas áreas en los pantanos, se encuentra a varios pasangs. Esta zona, supongo, podría utilizarse como área para almacenar provisiones y armamento de un ejército que atacase la ciudad en barcazas, pero la perspectiva militar de tal empresa, obviamente, no era muy prometedora. Dicha zona se hallaba a cientos de pasangs de cualquier otra ciudad, excepto Puerto Kar. Era territorio abierto. Era fácil de atacar por los ejércitos aéreos de tarns de Puerto Kar por el oeste, por las naves en los pantanos, así como por el este o el norte. Para empeorar las cosas, podía ser también atacado por las caballerías de tarns mercenarias, de las que no escaseaba Puerto Kar. Conocía a uno de aquellos capitanes mercenarios, Ha-Keel, sicario una vez en Ar, al que había encontrado en Turia en casa del mercader Saphrar. Ha-Keel disponía e un ejército de mil hombres montados en tarns. E incluso si un ejército conseguía llegar hasta los pantanos, no era seguro que días después alcanzara las murallas de la ciudad, puesto que podía ser destruido en los mismos pantanos. Y en el caso de llegar a las murallas, las posibilidades de éxito eran muy limitadas, puesto que el suministro de provisiones y armamento sería rápidamente cortado por la caballería de tarns.
Tomé otro sorbo de Paga.
Los hombres que habían venido a la taberna continuaban fanfarroneando pero, hasta cierto punto, el orden había sido restablecido. Habían roto dos de las linternas y los trozos de cristal se habían esparcido por el suelo mezclándose con el Paga vertido y los restos de dos mesas rotas. Pero los músicos tocaban de nuevo y otra vez bailaba la esclava en el cuadrado de arena, aunque esta vez no era la Danza del Látigo. Las esclavas desnudas con cadenas en las muñecas iban de una mesa a otra mientras el dueño del local, sudoroso, llenaba y rellenaba copas para los clientes. De vez en cuando se oía algún grito procedente de las alcobas, cosa que provocaba risotadas entre los parroquianos.
Me pregunté si ahora que los canales tenían aquellas puertas de hierro era posible que algún esclavo escapara de la ciudad. La más próxima tierra firme se encontraba a unos cien pasangs hacia el norte, pero era sin protección, y donde había alguna que otra avanzadilla de cazadores de esclavos y eslines entrenados en tal menester. El maligno eslín de seis patas, que semeja una lagartija peluda, es un incansable cazador de esclavos. Es capaz de rastrear su olor varios días después de su huida, destrozando a la víctima en pedazos tan pronto la descubre. Suponía que el esclavo que huía en tal dirección no tenía grandes posibilidades de triunfo. Sólo quedaba el delta con sus interminables pantanos, la sed y los tharlariones. También los tuchuks del sur, recordé, usaban eslines para perseguir a los esclavos y, por supuesto, para proteger a sus rebaños.
Estaba bastante borracho y mis pensamientos empezaban a deshilvanarse.
El mar, pensé en el mar. ¿Sería posible atacar a Puerto Kar por el mar?
La música empezaba a calentar mi sangre. Miré a las chicas que repartían copas de Paga.
—Más Paga —vociferé, y una de aquellas desdichadas se apresuró a servirme.
Pero solamente Cos y Tyros tenían flotas capaces de enfrentarse con las de Puerto Kar. Por supuesto, estaban las islas del norte, que eran numerosas pero pequeñas y que en conjunto formaban un archipiélago en forma de cimitarra al noroeste de Cos, que se hallaba a unos cuatrocientos pasangs de Puerto Kar. Pero estas islas no estaban unidas, y el gobierno de la mayoría de ellas no era más que un consejo pueblerino. En general, no disponían más que de algunos esquifes y algún que otro barco de cabotaje.
La chica en el cuadrado de arena bailaba ahora la Danza del Cinto. La había visto bailar una vez en Ar, en casa de Cernus, el mercader de esclavos.
Solamente Cos y Tyros tenían naves capaces de enfrentarse a las de Puerto Kar. Y aquellas islas, casi por tradición, no deseaban hacer tal cosa. Sin lugar a dudas ambas partes, incluso Puerto Kar, consideraban tal situación demasiado peligrosa; sin duda todos ellos estaban conformes con aquella estable y frecuentemente beneficiosa situación de casi constante lucha, pero en pequeña escala, entremezclada con tratos comerciales y algún que otro contrabando, que durante largos años había caracterizado sus relaciones. Ataques con algunas docenas de barcos entre unos y otros eran frecuentes tanto en las costas de Puerto Kar como en las islas de Cos y de Tyros, pero acciones mayores involucrando centenares de galeras de estas dos potencias navales no habían tenido lugar en un lapso superior a un siglo.
No, me dije, la ciudad está a salvo de un ataque desde el mar. De repente lancé una carcajada, pues estaba considerando las posibilidades de destruir la que ahora era mi ciudad.
—Más Paga —pedí a gritos.
Los tarnsmanes podrían molestarla desde el aire con sus flechas y fuego, pero no lograrían perjudicarla gravemente, a no ser que vinieran miles y miles, y ni siquiera Ar, la Gloriosa Ar, disponía de tan enorme caballería. Y aun así, ¿cómo podría Puerto Kar ser vencida, siendo una masa de edificios individualmente defendibles separados entre sí por canales que dividían y cruzaban la ciudad?
No, me dije, Puerto Kar podría defenderse durante cientos de años.
E incluso en el caso de perder la batalla, sus hombres sólo habían de embarcar en sus naves y cuando lo desearan regresar, ordenando de nuevo a los esclavos construir en el delta una nueva ciudad llamada Puerto Kar. En Gor, me dije, así como acaso en todos los mundos, siempre había un Puerto Kar.
Tarnsmanes, pensé, tarnsmanes.
Alguien volcó una mesa a mi derecha y dos de los hombres de la tripulación de Surbus cayeron al suelo enzarzados en una pelea, en tanto otros pedían látigos con púas en la punta.
Recordé con añoranza a mi propio tarn, aquel monstruoso Ubar de los Cielos.
Extendí la mano y llenaron mi copa de nuevo.
También recordé con amargura a Elizabeth Cardwell, Vella de Gor, que tanto me había ayudado en Ar en pro de los Reyes Sacerdotes. Mientras la llevaba a Sardar había pensado extensamente en su seguridad. No podía permitir, aunque la amaba como ahora no me era posible amarla, ya que no era merecedor de su amor, que siguiera corriendo los infinitos peligros existentes en Gor.
Indudablemente ya era conocida por los Otros, que retarían a los Reyes Sacerdotes de este mundo y a la Tierra. Su vida siempre estaría expuesta al peligro. Había corrido grandes riesgos conmigo y yo, egoístamente, lo había permitido. Cuando por fin la llevé a salvo a Sardar, le dije que lo prepararía todo para que Misk, el Rey Sacerdote, la enviara de nuevo a la Tierra.
—¡No! —gimió ella.
—Ya lo he decidido —respondí—. Serás devuelta a la Tierra, por tu bien, por tu seguridad. Allí no tendrás que temer los peligros que se corren en este mundo.
—Pero éste también es mi mundo. Es tan mío como tuyo. Además, lo amo y no puedes alejarme de él —protestó.
—Serás devuelta al planeta Tierra —insistí.
—También sabes que te amo —dijo quedamente.
—Lo lamento. No me resulta fácil cumplir con mi deber puesto que también yo te amo, pero has de alejarte de aquí. Has de olvidarme y olvidar todo esto —dije con lágrimas en los ojos.
—¡No, tú no me amas! —gimió.
—Lo que dices no es verdad. Sabes que te amo.
—No tienes derecho a alejarme de este mundo. Es tan mío como tuyo —protestó.
Le sería duro abandonar este hermoso y verde mundo, aunque peligroso, para regresar a la Tierra y respirar su aire contaminado, habitar en aquellos pequeños nichos y moverse entre aquella multitud despreocupada. Sí, sería difícil integrarse en aquella gris materialidad mercantil, a aquella insensibilidad, a aquel tedio; pero, no obstante, todo aquello era preferible a esto. Allí sería de nuevo un ser anónimo, estaría a salvo y acaso conociera a alguien que le ofreciese un matrimonio ventajoso que le permitiera vivir en una gran mansión, con servidumbre y todas las comodidades de la Tierra.
—No dejaré que me arrebates este mundo —protestó.
—Ya lo he decidido. Lo lamento.
Levantó la mirada y la fijó en mí.
—Mañana regresarás a la Tierra. Tu trabajo aquí ha terminado —añadí.
Intenté besarla pero, sin una sola lágrima, giró y se alejó dejándome solo.
Mi pensamiento volvió al gran pájaro, al Tarn de la Guerra, al Ubar de los Cielos. Había matado a cuantos intentaron montarlo, pero aquella noche había permitido que Elizabeth Cardwell, una mujer, lo montara para llevarla a la Tierra. Cuatro días después regresó solo y yo, en un rapto de ira, lo había echado de mi lado.
También había perdido a Talena que consintió ser mi Compañera Libre. Había amado a dos mujeres y a las dos había perdido. Me di cuenta de que lloraba. Bebí más Paga. Empezaba a delirar.
Aparentemente Puerto Kar era soberana en Thassa. Nadie osaba enfrentarse a sus marinos. Quizás fueran los mejores en Gor. Borracho como estaba, me enojó pensar que aquellos malvados habitantes fueran tan diestros navegando. Pero luego sonreí, pues tal arte debía enorgullecerme ya que yo era de Puerto Kar. ¿No era cierto que podíamos hacer cuanto quisiéramos con la misma facilidad que conseguíamos a las hijas de los cultivadores de rence, simplemente atándolas y llevándonoslas para que nos divirtieran? Lancé otra carcajada, puesto que había estado considerando la caída de Puerto Kar, mi propia ciudad.
Los dos marineros borrachos se estaban destruyendo con los látigos de púas. Luchaban sobre el cuadrado de arena y entre las mesas, y la bailarina y los músicos se hallaban apartados en una de las esquinas. Los hombres a las mesas gritaban y hacían apuestas.
El látigo con púas en las puntas es un instrumento delicado que suele usarse con elegancia y refinamiento. Que yo sepa, sólo se encuentra en Puerto Kar.
Entre aquel vocerío, a la luz de las linternas vi un pedazo de la mejilla de uno de aquellos marineros saltar por el aire. Los ojos de la bailarina brillaban de emoción y gritaba animando a los luchadores. Sin embargo, el comportamiento de aquellos dos borrachos parecía ofender a algunos de los clientes que protestaban ante el burdo empleo de tan sutil arma. De repente uno de los dos hombres cayó de rodillas vomitando su propia sangre.
—¡Mátalo! ¡Mátalo! —vociferaba la bailarina.
Pero su contrincante, borracho y sangrando, se tambaleó y cayó al suelo, inconsciente. Esto provocó la risa de los espectadores.
—¡Mátalo! ¡Mátalo! —seguía gritando la bailarina.
Pero el otro marinero, aún sangrando, meneó la cabeza mientras se arrastraba fuera del cuadrado de arena para caer inconsciente bajo unas mesas.
—¡Mátalo! ¡Mátalo! —continuaba vociferando la bailarina. Acabó lanzando un grito cuando el látigo goreano de cinco colas cruzó su espalda.
—¡Baila, esclava! —ordenó el dueño del local, su amo.
Aterrada, saltó al centro del cuadrado acompañada del sonido de sus joyas. Cuando levantó los brazos sobre su cabeza había lágrimas en sus ojos.
—¡Tocad! —gritó el propietario a los músicos a la vez que hacía chasquear el látigo.
Empezaron a tocar y la chica de nuevo danzaba. La miré y luego paseé la vista por el local, mirando a todos aquellos rostros a la luz de las linternas. Todas aquellas caras me recordaban el rostro de algún animal. Y yo, quienquiera que fuera o hubiera sido, era partícipe de aquella orgía. Me uní a sus risas.
—Más Paga —volví a pedir a gritos.
Mientras miraba los movimientos del cuerpo de la esclava, cuyas joyas brillaban a la luz de las linternas, en mi interior fue naciendo una gran furia. La danzarina abandonó la arena y ahora se contoneaba sinuosa por entre las mesas. Juré que jamás volvería a perder a otra mujer. La mujer, me decía, es esclava por naturaleza.
Y ahora, aquella esclava bailaba ante mi mesa.
—Amo —susurró.
Nuestros ojos se encontraron. Ella lucía el collar de esclava, pero yo era libre. Su atuendo no era más que un adorno, pero de mi cintura pendía una espada. Al instante que nuestras miradas se cruzaron comprendí que aquella mujer, de haber tenido la ocasión, hubiera hecho de los hombres esclavos. Pero en el mismo instante ella comprendió por una mirada que los hombres son más fuertes, son los que poseen el poder y que ella nunca sería otra cosa que una esclava.
—¡Lárgate! —ordené apartando el deseo de mí.
Se alejó dirigiéndose a otra mesa, enojada y asustada a la vez.
Mis ojos la siguieron.
—Eso es la mujer —me dije, y mientras estudiaba sus movimientos, veía el reflejo de sus pequeñas joyas a la luz de las linternas y escuchaba el tintineo de las mismas.
Era dolorosamente deseable, pero todo aquel oropel no era realmente suyo sino de su amo, quien momentos antes la había castigado con el látigo, pues no era otra cosa que un desecho humano que como todo lo que nos rodeaba pertenecía a un hombre. Reí. Tenía que admitir que los hombres de Puerto Kar sabían tratar a las mujeres. Es más, sabían guardar a sus mujeres. Hacían de ellas esclavas, solamente esclavas. De todos modos, ¿para qué otra cosa servían? Había amado a dos mujeres y las había perdido. De nuevo me juré que jamás volvería a perder a otra mujer.
Me levanté, inseguro debido a la borrachera, y aparté la mesa de un manotazo. No recuerdo con claridad lo que ocurrió el resto de aquella noche, pero algunos momentos de la misma han quedado grabados en mi mente. Lo que mejor recuerdo es que me sentía muy borracho, que estaba furioso, desdichado y lleno de odio hacia el resto de la humanidad.
—Soy de Puerto Kar —grité, lanzando una moneda de plata de las que habíamos encontrado en los barcos, y me apoderé de una gran botella de Paga al salir de la taberna para encaminarme, por la estrecha acera que bordea los canales, hacia el alojamiento donde esperaban mis hombres, Thurnock y Clitus, y las esclavas.
—¡Paga! ¡Paga! ¡Traigo Paga! —había gritado mientras golpeaba la puerta del alojamiento.
Thurnock franqueó la entrada.
—¡Paga! —exclamó al ver la enorme botella.
Mídice me miró alarmada desde el rincón en que, arrodillada, pulía el bronce que adornaba mi escudo. Aún rodeaban su garganta los cinco círculos de fibra que proclamaban su esclavitud, pero lucía una túnica de seda más corta que la que llevara cuando bailó ante mí cuando estaba atado al poste.
—¡Excelente, mi capitán! —exclamó Clitus, que estaba reforzando los nudos de una red. Hizo una mueca al ver el tamaño de la botella—. Bien me vendrá un trago de Paga —añadió.
Había comprado la red y un tridente aquella misma mañana. Eran las herramientas tradicionales del pescador de la costa oeste y de sus islas. También de rodillas y muy próxima a él estaba la pequeña Ula, que le proporcionaba cuerdas y fibra. Como Mídice, lucía una reducida túnica de seda y el improvisado collar de esclava.
Thura, la rubia de ojos grises se encontraba junto a un montón de virutas de madera, puesto que Thurnock había conseguido hallar un gran pedazo de madera de Ka-la-na y estaba haciéndose uno de los arcos grandes. Sabía que también había encontrado algunos pedazos de cuerno de bosko, cuero, esparto y seda, y estaba seguro que en dos o tres días tendría en su poder el arco. Había pedido a un herrero que le hiciera algunas púas, y Thura, bajo sus órdenes, había cazado un vosk con su bastoncillo, de manera que las flechas fueran debidamente equipadas con las necesarias plumas. Había pasado toda la tarde y parte de la velada mirándole confeccionar el arco.
—Saludos, capitán de mi amo —dijo al entrar yo en el aposento, y luego bajó la cabeza. También llevaba el collar alrededor del cuello y una túnica de seda. Observé que Thurnock había puesto una flor en su cabello. Arrodillada ante él levantó los ojos para mirarle y él sacudió su cabeza suavemente, dejando algunas virutas enredadas en el cabello. Ella bajó los ojos riendo.
—¿Dónde está la esclava de la olla? —pregunté.
—Aquí, amo —respondió Telima, entrando en la habitación y dejándose caer de rodillas ante mí. El tono de su voz era desagradable.
Alrededor de su cuello también se veían las cinco vueltas de fibra que demostraban que era una esclava, pero ella no lucía una túnica de seda puesto que no era más que la esclava de la olla. Su túnica era de reps y ya estaba tiznada de grasa y salpicaduras de la cocina. No había peinado su cabello y tenía las rodillas y la cara sucia. Su rostro, enrojecido debido al calor del fuego en la cocina además de manchado, mostraba señales de cansancio. Había ampollas y quemaduras en sus manos. Sentí gran satisfacción al ver a mi antigua ama tan humillantemente marcada.
—¿Amo? —preguntó.
—Prepara una fiesta, esclava de olla —ordené.
—Sí, amo.
—Thurnock, ata a las esclavas —ordené.
—Sí, mi capitán —retumbó su voz en la habitación.
Mídice, con timidez, se puso en pie. Tenía una mano sobre los labios.
—¿Qué harás con nosotras? —preguntó.
—Vamos a llevaros para que os marquen y os pongan un collar.
Las tres chicas se miraron aterradas.
Thurnock ya estaba formando la reata, atando la muñeca derecha de cada una de las chicas. Antes de salir de la casa abrimos la botella de Paga y los tres hombres vaciamos nuestras copas llenas de aquel ardiente licor. Luego obligamos a las chicas a beber, lo que las hizo toser, ahogarse y escupir. Aún recuerdo a Mídice de pie con su túnica, la correa alrededor de su muñeca, tosiendo, con los labios húmedos de Paga y temblando de miedo mientras me miraba.
—Luego regresaremos y tendremos una fiesta.
Thurnock, Clitus y yo vaciamos otra copa y, a continuación, guiando a Mídice, la primera de la reata, tropecé con la puerta antes de bajar las escaleras en busca de un herrero. Hay vacíos en mi memoria, pero recuerdo que encontramos un herrero que las marcó y a quien también compramos collares. En el de Ula grabó «Soy propiedad de Clitus», mientras que Thurnock pidió que grabaran «Thura, esclava de Thurnock». Yo pedí dos collares, uno para Mídice y otro para Telima. En los dos hice grabar «Pertenezco a Bosko».
Recuerdo que marcaron el muslo de Mídice mientras me daba la espalda y yo colocaba el collar alrededor de su garganta. Sujetándola la besé en el cuello. Giró el rostro. En sus ojos había lágrimas y sus dedos acariciaban el brillante acero. Acababan de marcarla y obviamente el muslo aún ardía debido al contacto con el ardiente hierro. Sabía que era esclava y que como un animal llevaba la marca de su amo y el elegante collar símbolo de la esclavitud.
Había lágrimas en sus ojos cuando extendió los brazos hacia mí. La tomé en los brazos y girando regresé a nuestro aposento. Thurnock me seguía con Thura en los brazos, y tras él marchaba Clitus con Ula llorando entre los suyos. Mídice descansó su cabeza sobre mi hombro izquierdo y pronto sentí la humedad de sus lágrimas calar mi túnica.
—Mídice, parece ser que te he vencido.
—Sí, me has ganado. Soy tu esclava —respondió.
Eché la cabeza hacia atrás y reí. Me había humillado cuando estaba atado al poste, pero ahora era mi esclava. Seguía llorando sobre mi hombro.
Aquella noche, con las chicas en nuestros brazos, bebimos muchas copas de Paga.
Clitus, después de volver a nuestro aposento, había salido regresando con cuatro músicos. Estaban cansados, pero habían accedido a tocar para nosotros hasta la madrugada debido al brillo de dos monedas de plata. No tardaron en estar completamente borrachos, lo que no contribuyó a mejorar sus interpretaciones pero sí a animar la fiesta. Clitus también había traído dos botellas de vino de Ka-la-na, una angula, queso del Verr y un saco de aceitunas rojas de Tyros.
Le recibimos con grandes gritos de alborozo.
Telima nos había preparado un tark asado relleno de pimientos de Toc. También había grandes cantidades de pan amarillo de Sa-Tarna.
Nos servía la esclava de la olla. Llenaba las copas de los hombres con Paga y las de las mujeres con vino de Ka-la-na, cortaba el pan y el queso y repartía tiras de angula y trozos de tark. Atendía a todos, incluso a los músicos, sin descanso puesto que no cesábamos de pedir esto o aquello. También las mujeres solicitaban su servicio, ya que siendo tan sólo esclava de la olla todas eran superiores a ella. Es más, creo que su belleza y arrogancia en las islas no habían sido muy populares y ahora se complacían humillándola.
Estaba sentado ante la mesa con las piernas cruzadas y un brazo alrededor de los hombros de Mídice, quien de rodillas descansaba su cuerpo contra el mío.
En un momento, cuando Telima nos servía, la cogí por la muñeca. Me miró.
—¿Cómo es que una esclava de la olla tiene un brazalete de oro en su poder?
Mídice levantó la cabeza y me besó en el cuello.
—Dale a Mídice el brazalete —dijo con dulzura.
En los ojos de Telima asomaron las lágrimas.
—Quizá más tarde, si me complaces.
—Te complaceré, amo —afirmó besándome. Luego, mirando con desdén a Telima, ordenó—: Esclava, dame más vino.
Y mientras Mídice me besaba sujetando mi rostro entre sus manos, Telima, con lágrimas en los ojos, llenó su copa.
Al otro lado de la mesa vi cómo Ula, tímidamente, ofrecía sus labios a Clitus. Él no rechazó la oferta y luego, dulcemente la acarició. Thurnock asió a Thura y presionó sus labios sobre ella, que luchó inútilmente entre sus brazos. Pero cuando reí, con un grito de desesperación, empezó a ceder a sus caricias. No pasó mucho tiempo antes de que fuera ella la que ávidamente buscara los labios de su amo.
—Mi amo —susurró Mídice con ojos brillando como centellas.
—¿Recuerdas —dije quedamente mirándola a los ojos— cómo bailaste ante mí cuando estaba atado en aquel poste?
—¡Amo! —exclamó con ojos alarmados.
—¿Has olvidado cómo bailaste ante mí? —continué.
Se apartó de mí.
—Amo, por favor —susurró con los ojos llenos de terror.
Me giré hacia los músicos.
—¿Conocéis la Danza del Amor de la Esclava con su Nuevo Collar?
—¿La de Puerto Kar? —preguntó el jefe de los músicos.
—Sí.
—Por supuesto.
Cuando estuvimos en casa del herrero había adquirido muchas otras chucherías, además de los collares de esclava.
—Levántate —ordenó Thurnock a Thura.
Obedeció asustada. Ahora estaba en pie sobre la mullida alfombra. A un gesto de Clitus también Ula se puso en pie.
Puse aros y brazaletes de esclava en los tobillos y brazos de Mídice y arranqué la pequeña túnica de seda que cubría su cuerpo. Toda ella era una máscara de terror.
La levanté del suelo y permanecí erguido ante ella.
—Tocad —ordené a los músicos.
Hay muchas variantes de la Danza del Amor de la Esclava con su Nuevo Collar, pero el tema común es que la muchacha baila ante el gozo de ser poseída por su fuerte conquistador.
Los músicos empezaron a tocar, y a las palmas y gritos de Thurnock y Clitus las dos chicas empezaron a bailar ante ellos.
—Baila —ordené a Mídice.
Aterrada y con lágrimas en los ojos, Mídice levanto los brazos.
Volvía a bailar ante mí, con aquellos deliciosos tobillos y muñecas juntos, como encadenados, pero, en esta ocasión, llevaba aros y brazaletes de esclava que representaban las cadenas de su condición. Estaba seguro que no acabaría el baile escupiéndome al rostro.
Temblaba.
—Di que te complace mi danza —me rogaba.
—No la tortures de esa manera —me dijo Telima.
—Vete a la cocina, esclava de la olla —ordené.
Telima, con la túnica de reps tiznada, dio media vuelta y abandonó la habitación como había ordenado.
La música era cada vez más rápida.
—¿Dónde has dejado tu insolencia, tu desprecio? —pregunté a Mídice.
—Sé cariñoso con Mídice —gimió.
La música había adquirido un ritmo salvaje.
De pronto Ula, plantándose ante Clitus, rasgó su túnica de seda y continuó bailando con los brazos extendidos hacia su amo.
Clitus se levanto de un salto y tomándola en los brazos la llevó hasta su habitación.
Solté una carcajada.
Pero casi al instante Thura fue quien me sorprendió. Ella, una de las hijas de los cultivadores de rence, se ofreció de modo similar a Thurnock, un humilde labrador. El gigante, lanzando una sonora carcajada, la tomó en sus fuertes brazos y se retiró a su habitación.
—¿He de bailar por mi vida? —preguntó Mídice.
—Sí —respondí desenvainando la espada goreana.
Bailó con todas las fibras de su ser tratando de complacerme mientras miraba constantemente a mis ojos, intentando leer en ellos su destino. Por fin, cuando agotó todas sus fuerzas, cayó a mis pies ocultando el rostro en mis sandalias.
—¿Os he complacido, mi amo? —preguntó suplicante.
Ya había tenido suficiente distracción. Envainé la espada.
—Enciende la lámpara del amor —ordené.
Levantó el rostro con gesto agradecido, pero al ver la expresión de mis ojos comprendió que la prueba aún no había concluido. Temblando, cogió el pedernal y el acero y empezó a golpearlos para que las chispas encendieran las virutas que había en el suelo, mientras yo tiraba en un rincón del cuarto las Pieles del Amor.
Los músicos abandonaron uno tras otro la habitación.
Aproximadamente un ahn antes de amanecer, la lámpara del amor estaba agonizando. Mídice yacía entre mis brazos.
—¿Te ha complacido Mídice? ¿Está mi amo contento con Mídice? —susurró mirándome.
—Sí —respondí mirando hacia el techo—. Mídice me ha complacido.
Pero me sentía vacío.
—Estás contento con Mídice, ¿verdad?
—Sí, estoy contento con Mídice.
—Mídice es primera chica, ¿no es así?
—Sí, Mídice es primera chica —respondí.
Me miró y luego susurró:
—Telima no es más que la esclava de la olla; entonces, ¿por qué ha de tener ella un brazalete de oro?
La miré y, aburrido, me levanté y me puse la túnica. Volví a mirar a Mídice, que yacía con las largas piernas encogidas sin apartar los ojos de mí. A la escasa luz de la lámpara vi brillar su collar de esclava. Ajusté alrededor de la cintura el cinto con la espada goreana. Salí de la habitación en dirección a la cocina.
Allí encontré a Telima acurrucada junto a la pared con el rostro oculto entre las rodillas. Tan pronto entré en la cocina levantó la cabeza y me miró. Apenas podía verla a la luz de las ascuas.
Saqué el brazalete de oro de su brazo, pero no protestó.
Desaté las fibras que rodeaban su cuello y se las quité, y luego, sacando de mi bolsa el collar de esclava, se lo enseñé. A la tenue luz del fogón leyó la inscripción: «Pertenezco a Bosko».
—No sabía que podías leer —dije.
Mídice, Thura y Ula eran analfabetas, como todas las hijas de los cultivadores de rence.
Telima se limitó a bajar la cabeza.
Coloqué el collar alrededor de su cuello.
—Ha pasado mucho tiempo desde que llevé un collar de acero —dijo mirándome.
Me pregunté cómo había conseguido quitarse el collar, y si había sido al escapar o después en la isla. Ho-Hak aún tenía alrededor del cuello el pesado collar de las galeras, ya que los cultivadores de rence no disponen de herramientas para tales menesteres. Telima, siendo una chica inteligente, había conseguido hallar un medio para hacerlo, o había robado la llave del collar.
—Telima ¿por qué se afectó tanto Ho-Hak cuando hablamos de Eechius?
No respondió a mi pregunta.
—Supongo que lo conoció en la isla.
—Era su padre —dijo Telima.
—¡Oh! —exclamé.
Miré el brazalete de oro sobre la palma de mi mano y luego lo dejé en el suelo. Con los brazaletes de esclava que había quitado de los tobillos de Mídice sujeté a Telima a la anilla de las esclavas junto al fogón. Primero sujeté su brazo izquierdo, y pasando la cadena por la anilla, el derecho. Recogí el brazalete y la miré.
—Es extraño que una mujer de las islas de rence tenga un brazalete de oro.
Telima no dio explicación.
—Descansa, esclava de la olla; mañana, sin duda, tendrás mucho que hacer.
Al llegar a la puerta de la cocina me volví para mirarla. Durante largo tiempo nos miramos sin hablar y luego preguntó:
—¿Está mi amo satisfecho?
No respondí.
Cuando llegué a la otra habitación lancé el brazalete de oro a Mídice, que lo cogió y deslizó por su brazo con un grito de alegría, y luego lo alzó para admirar la joya.
—No me ates —rogó.
Pero con los aros de los tobillos que le había quitado después del baile la encadené. Pasé un aro por la anilla de esclava junto al lecho que habíamos ocupado y el otro alrededor de su tobillo izquierdo.
—Duerme, Mídice —dije cubriéndola con las Pieles del Amor.
—¿Amo?
—Descansa. Duerme.
—¿Os he complacido?
—Sí, me has complacido. —Acaricié su cabeza apartando su cabello negro—. Y ahora, duerme, duerme encantadora Mídice.
Se acurrucó entre las pieles.
Abandoné la habitación. Bajé las escaleras y salí a la calle. Estaba solo en la oscuridad. Calculé que faltaba aproximadamente un ahn para que se hiciera de día. Deambulé por la estrecha acera bordeando el canal. Súbitamente, cayendo de rodillas, vomité en las negras aguas del canal. Abajo se oyó el movimiento de uno de los grandes urts. Volví a vomitar y luego me puse en pie sacudiendo la cabeza. Había bebido demasiado Paga. Podía oler el mar pero no lo veía.
Los edificios a ambos lados del canal estaban a oscuras, pero de trecho en trecho, próxima a alguna ventana, había una que otra antorcha. Miré al muro de piedra estudiando el juego de sombras sobre la pared.
Desde alguna parte del canal llegó a mis oídos el agudo grito y golpear de dos enormes urts peleándose entre las basuras del canal.
Mis pasos me llevaron de nuevo a la taberna en que había empezado la noche. Me sentía solo y triste, y además tenía frío.
Nada valía la pena en Puerto Kar o los otros mundos del sistema solar.
Abrí la puerta de la taberna. Los músicos y la bailarina habían abandonado el local hacía ya tiempo. No quedaban muchos hombres, y los que había parecían amodorrados. Algunos estaban echados sobre los bancos con las túnicas manchadas de Paga; otros se habían acurrucado junto a las paredes envueltos en capas marineras. Dos o tres permanecían sentados mirando con aturdimiento a sus copas medio vacías. Las chicas, excepto aquellas que aún estaban en las alcobas, habían desaparecido, seguramente para ser encadenadas por el resto de la noche. El dueño levantó la cabeza del mostrador; tras él había una barrica inclinada para facilitar su tarea de servir.
Lancé un tark de cobre sobre el mostrador y me llenó una copa. La llevé a una de las mesas y me senté, cruzando las piernas, sobre el asiento. En realidad no deseaba beber, pero quería estar solo. No quería ni pensar. Mi único deseo era estar solo.
Alguien lloraba en una de las alcobas. Me molestó, pues no quería que interrumpiera el silencio que me rodeaba. Metí la cabeza entre las manos apoyando los codos sobre la mesa. Odiaba Puerto Kar y cuanto había en aquella ciudad. Y me odiaba, puesto que era de allí. Lo había confirmado aquella misma noche, una noche que jamás olvidaría. Todo cuanto había en Puerto Kar estaba podrido, nada bueno había allí.
En una de las alcobas alguien corrió la cortina y en el quicio de la puerta apareció Surbus. Le despreciaba. En sus brazos sostenía el cuerpo de una de las esclavas. Era la que me sirviera antes que él y sus secuaces entraran en la taberna. No me había fijado en ella. Ahora lo hice. Estaba muy delgada y no era muy bonita. Su cabello era rubio y los ojos, si no recordaba mal, eran azules. Recordé que me había suplicado protección y yo, por supuesto, me había negado.
Surbus se echó la chica al hombro y se dirigió al mostrador.
—No ha sabido complacerme —dijo al dueño.
—Lo lamento, noble Surbus. Haré que la azoten —dijo el propietario.
—No me ha complacido en absoluto.
—¿Deseas que sea destruida? —preguntó el hombre tras el mostrador.
—Sí, quiero que sea destruida —dijo Surbus.
—Su precio es cinco tarks de plata.
De la bolsa sacó cinco monedas y las colocó, una a una, sobre el mostrador.
—Te doy seis por ella —dije al propietario.
Surbus frunció el ceño al mirarme.
—La he vendido a este noble caballero. Te ruego que no intervengas, forastero, pues este hombre es Surbus —dijo el dueño del local.
Surbus echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.
—Sí, soy Surbus.
—Y yo soy Bosko, de los Pantanos.
Surbus me miró y volvió a reír. Se apartó del mostrador. Bajó a la chica del hombro y la sostuvo en los brazos. Estaba despierta y tenía los ojos rojos debido al llanto, pero parecía enajenada.
—¿Qué vas a hacer con ella? —pregunté.
—Voy a echarla a los urts —replicó Surbus.
—Por favor, Surbus, por favor —musitó la muchacha.
—¡A los urts! —dijo riendo, mientras bajaba la cabeza para mirarla.
La chica cerró los ojos.
Los urts gigantes, sedosos y con ojos que parecen llamas, se alimentan principalmente de los desperdicios que la gente tira a los canales, pero no desprecian cualquier cuerpo, vivo o muerto, que sea lanzado al agua.
—¡A los urts! —volvió a exclamar Surbus riendo.
Le miré. Aquel hombre era todo maldad y sólo podía sentir odio por él.
—No, no lo harás.
Me miró sorprendido.
—No, no lo harás —repetí, desenvainando la espada.
—Es mía.
—Surbus con frecuencia destruye a las chicas que no le han complacido —comentó el propietario.
Miré a los dos hombres.
—Es mía —repitió Surbus.
—Lo que dice es verdad. Tú has sido testigo de la venta. Es suya y puede hacer con ella lo que le plazca.
—Es mía —insistió Surbus—. Además, ¿con qué derecho interfieres en mis actos?
—Con el derecho que tiene todo hombre de Puerto Kar a hacer cuanto quiera.
Surbus soltó a la chica y con un rápido movimiento desenvainó la espada.
—Forastero, estás loco. Surbus es la mejor espada de Puerto Kar —dijo el dueño del local.
Nuestro cruce de espadas resultó breve. Después de unos segundos, con un grito de rabia y odio, blandiendo la espada en posición horizontal, atravesé su cuerpo. Con un pie lo aparté de mi espada ensangrentada.
El dueño del local me miraba con ojos desorbitados.
—¿Quién eres? —musitó.
—Bosko. Bosko de los Pantanos.
Varios de los hombres se habían despertado al oír el entrechocar del acero. Ahora miraban aterrados. Blandiendo aún la espada giré en semicírculo para enfrentarme a ellos, pero ninguno se movió. Corté un trozo de la túnica de Surbus con el que limpié la hoja de mi espada. Yacía sobre la espalda y de las comisuras de sus labios manaban hilos de sangre. Le miré de nuevo. Había sido guerrero y comprendí que no le quedaba mucha vida, pero no sentí compasión por él puesto que era un malvado.
Me encaminé hacia la esclava y corté las ligaduras de sus manos y tobillos. Las cadenas que tuviera mientras servía Paga habían desaparecido. Habían sido del tipo de brazaletes usados por esclavas que trabajan en tabernas repartiendo bebidas, con dos cadenas de unos treinta centímetros cada una que los unía entre sí.
Recorrí el local con la vista. El dueño retrocedió hasta situarse tras el mostrador. Ninguno de los hombres había abandonado su asiento, aunque algunos de ellos pertenecían a su tripulación.
Volví a mirar a Surbus.
Sus ojos estaban fijos en mí, y con dificultad levantaba una mano. En sus ojos se reflejaba la agonía. Tosió. Un borbotón de sangre salió de su boca. Parecía querer hablar pero no podía. Aparté la vista. Envainé la espada. Era bueno que Surbus muriera puesto que había sido un malvado.
Miré a la esclava. Era una pobre chica. Escuálida, de rostro demacrado, hombros estrechos y ojos de azul pálido. El cabello fino y lacio. Sin duda alguna era una pobre chica.
Me sorprendió verla ir hacia Surbus, arrodillarse a su lado y sujetarle la cabeza. Él seguía mirándome e intentaba hablar.
—Por favor —dijo la chica mientras sujetaba la cabeza del moribundo.
Miré a los dos sin comprender lo que sucedía. Él había sido un malvado y ella debía de estar loca. ¿No se daba cuenta que la hubiera echado al canal atada para que los urts acabaran con ella?
La mano de Surbus, cada vez más débil, se extendió hacia mí. Movía los labios pero no salía ningún sonido de ellos. La chica me miró.
—Por favor, estoy demasiado débil.
—¿Qué quiere? —pregunté con impaciencia. Era un pirata, un ladrón y un asesino. Había sido malo, completamente malo y sólo podía sentir desprecio por él.
—Quiere ver el mar —dijo la chica.
Permanecí callado.
—Por favor, estoy demasiado débil.
Me incliné y pasé el brazo del moribundo por mis hombros y levantándolo con ayuda de la chica, marché hacia la cocina subiendo uno a uno los escalones que me llevaban hasta el tejado del edificio.
Una vez allí sujetamos entre los dos a Surbus al borde del parapeto. Esperamos. La mañana era fría y húmeda. Estaba a punto de amanecer.
Y de pronto el cielo se iluminó y por encima de los edificios de Puerto Kar, más allá del fangoso Tamber donde el río Vosk vierte sus aguas, vimos, yo por vez primera, el luminoso Thassa, el Mar.
La mano derecha de Surbus se deslizó sobre su pecho hasta llegar a tocarme. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Sus ojos no mostraban dolor o felicidad. Movió los labios, pero la tos le impidió hablar; tuvo otro vómito de sangre, se enderezó y la cabeza cayó sobre uno de los hombros. Ya no era más que un peso en nuestros brazos.
Lo extendimos sobre el tejado.
—¿Qué dijo? —pregunté.
—Gracias. Dio las gracias —dijo la chica sonriendo.
Me enderecé. Estaba cansado. Miré hacia el mar, hacia el luminoso Thassa.
—Es muy hermoso —dije.
—Sí. Sí —confirmó la chica.
—¿Los hombres de Puerto Kar aman el mar? —pregunté.
—Así es.
La miré.
—¿Qué harás ahora? ¿Dónde irás?
—No lo sé —dijo, bajando la cabeza—. Iré a alguna parte.
Extendí una de mis manos y acaricié su mejilla.
—No hagas eso. Sígueme.
—Gracias —dijo con lágrimas en los ojos.
—¿Cómo te llamas?
—Luma.
Seguido por mi esclava Luma abandoné el tejado descendiendo por la larga y estrecha escalera. Encontramos al dueño del local en la cocina.
—Surbus ha muerto.
Hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Sabía que se desharía del cuerpo lanzándolo al canal.
Señalé el collar de Luma.
—La llave.
Buscó la llave. Quitó el acero que rodeaba la garganta de la chica. Ella pasó los dedos por el cuello que quizás durante mucho tiempo no había sido libre de su peso. Podía comprarle otro en el que se proclamara mi propiedad. Salimos de la cocina.
Nos paramos en el centro de la taberna. Coloqué a la chica a mis espaldas.
Nos esperaban unos setenta u ochenta hombres armados. Eran marineros de Puerto Kar. Reconocí a algunos de ellos. Habían venido con Surbus a la taberna. Eran miembros de su tripulación.
Desenvainé la espada.
Uno de aquellos hombres se adelantó. Era alto, enjuto y joven, pero en su rostro había signos de Thassa. Tenía ojos grises y sus manos eran grandes y fuertes.
—Soy Tab. Era el lugarteniente de Surbus.
Nada dije.
—¿Le dejaste ver el mar? —preguntó.
—Sí —respondí.
—Entonces, somos tuyos —dijo Tab.