11. EL AIRÓN DE CERDAS DE ESLÍN

Los capitanes, gritando, abandonaron sus asientos. Muchas de las grandes sillas curiales rodaron escaños abajo. El escriba sentado a la mesa ante los tronos se había levantado y vociferaba gesticulando. Ahora muchos papeles y documentos yacían sobre el suelo. Todos corrían hacia la gran puerta doble que daba a la gran sala que conducía a la plaza con su bello suelo de mosaicos. Los pajes con sus túnicas rojas y amarillas corrían de un rincón a otro del salón. Con todas aquellas correrías, aquel ir y venir sin rumbo, habían vertido la tinta sobre la gran mesa ante los tronos.

Fue entonces cuando me di cuenta que Lysias, el capitán con el airón de cerdas de eslín, aún permanecía en su sitio. También vi que el escriba que generalmente ocupaba el asiento junto al quinto trono, el de Henrius Sevarius, había desaparecido. A través de la gran puerta doble, que ahora estaba abierta de par en par, llegaban al salón los gritos de alarma y el entrechocar de las armas.

Por fin, Lysias se levantó y colocándose el casco sobre el cabello atado con aquella cinta roja, desenvainó la espada. También yo desenvainé la mía.

Pero Lysias, con el arma lista, retrocedió unos pasos y luego girando huyó por una puerta lateral.

Mi vista recorrió el salón. En una de las esquinas había un pequeño fuego, debido a que con las prisas por abandonar el salón una de las lámparas con vela había sido derribada. Muchas eran las sillas volcadas y algunos muebles incluso rotos. El suelo estaba cubierto de papeles y documentos. El escriba que ocupaba la mesa central ante los tronos parecía totalmente desconcertado. Otros escribas acudieron a su lado mirándose unos a otros sin saber qué habían de hacer. Los pajes, ahora, se hallaban reunidos en otro de los rincones.

En aquel momento, uno de los capitanes penetró tambaleándose, sangrando y con el extremo de una saeta de ballesta sobresaliendo del emblema bordado sobre el pecho de su túnica de terciopelo. Se apoyó sobre el brazo de uno de los sillones curiales, pero por fin cayó. Tras él entraron grupos de cuatro o cinco capitanes gimiendo, sangrando, algunos de ellos aún blandiendo sus armas.

Avancé hasta colocarme ante los tronos vacíos y señalé el lugar donde la lámpara volcada había iniciado el fuego.

—¡Apagadlo! —ordené a los atemorizados pajes mientras envainaba mi espada.

Se apresuraron a obedecerme.

—Reunid y proteged los Libros del Consejo —ordené al escriba que estaba ante la gran mesa.

—Sí, capitán —dijo apresurándose a cumplir mi orden.

Entonces, tirando papeles y tinta por los suelos, levanté aquella enorme mesa sobre mi cabeza.

Hubo gritos de asombro.

Me giré, y paso a paso sosteniendo aquella gran mesa, avancé hacia la puerta. Varios capitanes, de espaldas al salón, luchaban retrocediendo. Por encima de sus cabezas lancé la mesa. Los hombres que con casco, escudo y espadas hacían retroceder a los capitanes lanzaron gritos de horror al ser atrapados por la gran mole. Vi ojos desorbitados a través de las ranuras de los cascos.

—¡Traed sillas curiales! —ordené a los capitanes.

Aunque muchos de ellos estaban heridos y todos apenas podían sostenerse, se apresuraron a traer las sillas y amontonarlas a la entrada del salón.

Los ballesteros ahora lanzaban sus saetas, que se clavaban en los respaldos y costados haciendo saltar astillas de ellas.

—¡Más mesas! —grité.

Capitanes, escribas e incluso pajes traían mesas que añadíamos a la barricada.

Algunos de los hombres al otro lado de la barricada intentaron escalarla, pero en la cima encontraron a Bosko con la espada de acero Korobano empuñada.

Cuatro fueron los hombres que cayeron de espaldas sobre sus compañeros.

Ahora eran muchas las flechas de ballesta que pasaban cerca de mi cabeza. Lancé una carcajada y de un salto caí de nuevo en el salón. Los atacantes habían cesado de intentar escalar la barricada.

—¿Seréis capaces de defender esta entrada? —pregunté a los capitanes, escribas y pajes.

—Lo haremos —respondieron a una.

Señalé la puerta lateral por la que Lysias, y suponía que el escriba de Henrius Sevarius también, había escapado.

—Asegurad aquella puerta —dije a cuatro capitanes.

Inmediatamente se dirigieron a ella llamando a escribas y pajes para que ayudaran.

Con dos capitanes me dirigí a un rincón donde por una escalera de caracol se ascendía hasta el tejado. No tardamos en alcanzarlo. Protegidos por parapetos decorativos divisamos, iluminado por los últimos rayos del sol, el humo de los muelles y del arsenal al oeste de la ciudad.

—No hay barcos de Cos ni de Tyros en el puerto —dijo uno de los capitanes que estaba junto a mí.

Ya me había apercibido de este hecho.

—¿Aquéllos son los muelles de Chung y de Eteocles? —pregunté.

—Sí —respondió.

—¿Y ésos deben ser los de Nigel y Sullius Maximus? —pregunté señalando algo más al sur.

Podíamos ver los barcos ardiendo.

—Sí —respondió otro capitán.

—Deben estar luchando allí —dijo el primer capitán.

—En todos los muelles, por supuesto —dijo el segundo.

—Al parecer el único muelle no dañado es el de Henrius Sevarius, el patrón de Lysias —comenté.

—Así parece —confirmó el primer capitán a través de dientes apretados.

En la calle sonaban trompetas acompañadas por gritos de hombres.

Vimos estandartes con el diseño de la casa de los Sevarius. Estaban intentando sacar hombres a la calle para apoyar su pretensión.

—Henrius Sevarius, Ubar de Puerto Kar —gritaban.

—Sevarius trata de proclamarse Ubar —dijo el primer capitán.

—O Claudius, el Regente —comentó el segundo.

A nosotros se unió otro de los capitanes.

—Ahora todo está tranquilo abajo —informó.

—Mirad —dije, señalando a algunos de los canales entre los edificios.

Algunos barcos avanzaban con lentitud hacia el salón del consejo.

—Y allá —dijo uno de los capitanes.

En las calles, pegados a los muros de las casas, algunos hombres con ballestas al hombro intentaban escapar. A ellos se unía algún que otro armero.

—Parece ser que Henrius Sevarius no es aún Ubar de la ciudad —dijo uno de los que estaban a mi lado.

Al borde de la plaza, en uno de los canales que la limitaban, podíamos ver una nave de segunda clase con ariete intentando amarrar en uno de los embarcaderos. El mástil estaba sobre el puente e indudablemente las velas habían sido bajadas a la bodega. Éstas son las condiciones impuestas cuando las galeras navegan los canales atravesando la ciudad, pero también lo son para entrar en batalla. En el castillo de proa ondeaba una bandera blanca con rayas verticales verdes sobre las que resaltaba la negra cabeza de un bosko. Pude ver cómo el gran Thurnock, con su arco amarillo, y Clitus, con su red y tridente, saltaban a la plaza y se dirigían corriendo hacia él edificio del Consejo de los Capitanes. A ellos se unió Tab con sus hombres.

—¿Podéis calcular los daños causados en el arsenal? —pregunté.

—Al parecer se trata del almacén de madera y los astilleros —respondió uno de ellos.

—Creo que también han incendiado los almacenes y el de los remos —añadió otro.

—Sí, es muy posible —dijo el primero.

—Afortunadamente no sopla el viento —comentó un tercero.

Esto me complacía, puesto que confiaba que los hombres del arsenal, si se les presentaba la ocasión, conseguirían controlar el fuego. Siempre se ha considerado el fuego como un gran peligro en el arsenal y consecuentemente la mayoría de sus edificios y almacenes están construidos en piedra con tejados de pizarra o chapa. Los edificios de madera, como cobertizos o tinglados tienden a estar separados entre sí. Dentro del arsenal hay muchos pilones junto a los que pueden verse grandes cajas pintadas en rojo en cuyo interior se guardan varios cubos de cuero plegado destinados a acarrear agua para sofocar incendios. También hay pilones que semejan estanques que pueden conectar con el sistema de canales del arsenal con dos entradas en el Golfo de Tamber y otras que se unen al sistema de canalización de la ciudad. Cada uno de estos puntos de conexión está protegido por grandes puertas con barras de hierro. Estos grandes pilones son de dos tipos: unos sin cubrir, que se usan para almacenar el agua que desciende subterráneamente desde los bosques de Tur; y los otros, protegidos por una techumbre, son los utilizados en los trabajos de carpintería para los barcos, así como reparaciones que no es preciso realizar en los muelles secos.

Me parecía que el humo y el fuego disminuían en el área del arsenal. Por las llamas que divisábamos en los muelles de Chung, Eteocles, Nigel y Sullius Maximus supuse que no saldrían muy bien parados.

Supuse que los fuegos en el arsenal habían sido inicialmente una diversión para atraer a los capitanes de Puerto Kar a la emboscada que habían preparado a la salida del edificio del consejo. Era de suponer que Henrius Sevarius no deseaba realmente perjudicar el arsenal ya que de conseguir su objetivo, convertirse en el Ubar de la ciudad, éste representaría un considerable elemento de riqueza para él.

—Voy al arsenal —dije volviéndome a uno de los capitanes—. Haced que los escribas investiguen e informen de la extensión de los daños. Que los capitanes se aseguren de la situación militar de la ciudad y doblad las patrullas hasta un perímetro de cincuenta pasangs.

—Pero Cos y Tyros…

—Doblad las patrullas hasta un perímetro de cincuenta pasangs —repetí.

—Así se hará.

Me dirigí a otro de los hombres.

—El consejo volverá a reunirse esta misma noche —ordené.

—No puede…

—A la hora vigésima —dije en tono autoritario.

—Enviaré pajes con antorchas.

Mis ojos recorrieron la ciudad, el arsenal y los muelles al sur y al oeste iluminados por las llamas.

—Y ordenad la presencia de Chung, Eteocles, Nigel y Sullius Maximus.

—¡A los Ubares! —exclamó el capitán.

—Sí, a los cuatro. Enviad a buscarlos por un solo paje con su antorcha y la guardia correspondiente. Ordenad su presencia en el consejo como capitanes, no como Ubares.

—Pero es que ellos son Ubares —comentó el capitán casi en un susurro. Levanté una mano señalando a los muelles.

—Decidles que si no acuden al consejo, éste dejará de considerarles capitanes.

Los tres capitanes me miraban atónitos.

—Ahora, el único poder en Puerto Kar lo tiene el consejo.

Se miraron entre sí y movieron la cabeza afirmativamente.

—Tenéis razón —dijo uno de ellos.

El poder de los capitanes no había resultado muy mermado, puesto que el ataque destinado a acabar con ellos había fracasado al conseguir muchos de ellos defenderse dentro del edificio del consejo. Otros habían escapado, ya que no se presentaron en la reunión. Los barcos de los capitanes por norma general se amarraban dentro de la ciudad en los lagos próximos a sus hogares. Aquellos que hacían uso de los muelles abiertos no parecían haber sufrido daño alguno ya que, por lo visto, los únicos muelles que habían ardido eran los de los cuatro Ubares.

Mi vista pasó por encima del puerto y las lodosas aguas del Tamber llegando hasta el vasto y brillante mar, mi Thassa.

En todo momento la mayoría de los barcos de Puerto Kar se hallan navegando. Cinco de los míos estaban surcando las aguas de Thassa. Solamente dos se encontraban en la ciudad en espera de cargamento. El regreso de las naves serviría para garantizar el poder de los capitanes, ya que la tripulación podía ser destinada a menesteres al antojo de los capitanes. Tampoco había de olvidar que muchos de los barcos de los Ubares estaban navegando, lo que me sugería que aun cuando los cuatro Ubares, Chung, Eteocles, Nigel y Sullius Maximus, hubieran reducido en una mitad su flota, continuarían disponiendo, entre ellos, de unas ciento cincuenta naves. No obstante, no creía que los Ubares cooperasen entre sí. Es más, si fuera necesario, el Consejo de Capitanes podría, imponiendo su poder, interceptar estos barcos cuando regresaran uno a uno. Hacía tiempo que consideraba que cinco Ubares en Puerto Kar y la anarquía resultante de tanta división de poder era insoportable desde el punto de vista político debido a las incalculables extorsiones, impuestos y decretos pero, sobre todo, porque consideraba que perjudicaba a mis propios intereses. Pretendía acumular fortuna y poder en la ciudad, pero con el desarrollo de mis proyectos no deseaba padecer opresiones debido a no haber ofrecido mis servicios a uno u otro de los Ubares. No tenía intención de resguardarme bajo la protección de cualquiera de aquellos cinco hombres fuertes, ya que prefería ser independiente. Mi deseo era que el consejo consolidara su poder sobre la ciudad, y ahora, debido al fracaso de aquel golpe organizado por Henrius Sevarius, y la merma del poder de los Ubares, el consejo bien podía aprovechar la ocasión. Éste, compuesto por hombres similares a mí, estaría capacitado para proveer una estructura política en la que mis ambiciones y proyectos pudieran prosperar. Nominalmente, bajo su égida podría sentirme libre para aumentar la prosperidad de la Casa de Bosko. Yo, personalmente, saldría en defensa del consejo.

Estaba seguro que muchos hombres que, como yo, deseaban progresar, apoyarían esta idea y también podía contarse con la colaboración de todos aquellos que sólo piensan en un gobierno más saneado y eficiente para la ciudad.

Me giré para mirar a los capitanes.

—Hasta la hora vigésima —dije.

Sintiéndose despedidos abandonaron el tejado del edificio.

Quedé solo mirando las llamas en los muelles. Un hombre como yo podía llegar muy alto en una ciudad como aquélla.

Abandoné el tejado para dirigirme al arsenal y comprobar por mí mismo lo que allí sucedía.

Era la hora decimonovena.

En el salón del Consejo de los Capitanes, resonaban pisadas sobre la madera y el arrastrar de las sillas curiales. Todos los capitanes habían acudido a la reunión, excepto aquellos íntimamente asociados a la Casa de Sevarius. Incluso se decía que los cuatro Ubares estaban a punto de ocupar sus tronos.

El hombre en el potro de tormentos gemía de dolor. Era uno de los que habíamos capturado.

—Éstos son los informes de los daños causados en los muelles de Chung —dijo el escriba entregándome unos documentos.

Sabía que los muelles de Chung continuaban ardiendo y que debido al viento las llamas habían prendido los muelles libres al sur del arsenal, por lo tanto aquellos informes eran incompletos. Miré fijamente al escriba.

—Tan pronto recibamos nuevos informes os los entregaré.

Hice un gesto afirmativo con la cabeza y el hombre se apresuró a abandonar el lugar.

Los fuegos en las propiedades de Eteocles, Nigel y Sullius Maximus estaban casi extinguidos, aunque un almacén de este último, donde se guardaba el aceite de tharlarión, continuaba siendo devorado por las llamas, y toda la ciudad estaba envuelta por su olor y humo. Colegí que Chung había sido el más afectado por los incendios, habiendo perdido acaso hasta treinta de sus barcos. Al parecer los Ubares no habían perdido la mitad de sus posesiones, pero sí gran parte de ellas. Los daños causados al arsenal, que yo mismo había comprobado y cuyos informes los escribas ya me habían entregado, no resultaban ser de demasiada importancia. La zona cubierta donde se almacenaba madera de Ka-la-na había quedado totalmente destrozada y otra zona, también cubierta, sólo destruida parcialmente; un pequeño almacén de resinas, entre muchos otros, había desaparecido, así como dos diques secos; una tienda de remos, próxima al lugar donde éstos se almacenaban, había sido dañada pero el almacén, incomprensiblemente, no había sufrido daño alguno.

Algunos de los que habían iniciado los fuegos habían sido capturados, y ahora, bajo el salón del Consejo de los Capitanes gemían su desventura en el potro de tortura. Otros, protegidos por los ballesteros, habían conseguido escapar y ocultarse en la propiedad de Henrius Sevarius.

Los dos esclavos que estaban junto a mí se inclinaron sobre el molinete del potro. La madera restalló, luego el golpe de los dientes saltando de una ranura a la siguiente y el escalofriante grito de la víctima.

—¿Se han doblado las guardias? —pregunté a uno de los capitanes.

—Sí, y el perímetro extendido a cincuenta pasangs.

El hombre en el potro volvió a gritar.

—¿Qué puedes decirme de la situación militar? —pregunté al oficial.

—Los hombres de Henrius Sevarius se han retirado a sus posesiones. Sus barcos están bien defendidos por los hombres de los capitanes. Aún quedan otros en reserva. En caso de que salgan de la posesión, tendrán que enfrentarse con nuestras espadas…

—¿Y la ciudad?

—No ha secundado a Sevarius. Los hombres que hay en la calle gritan «poder para el consejo».

—¡Excelente! —exclamé.

Uno de los escribas entró en el aposento y se colocó a mi lado.

—Un mensajero de la Casa de Sevarius solicita permiso para dirigirse al consejo —informó.

—¿Es capitán? —pregunté.

—Sí. Es Lysias.

Sonreí.

—Está bien. Enviad un paje y un hombre con una antorcha para iluminar el camino hasta aquí. Y guardias para evitar que lo maten por el camino.

El escriba hizo una mueca que quería significar una sonrisa.

—Así se hará, capitán.

Uno de los capitanes que estaba próximo a mí agitó la cabeza.

—Pero Sevarius es un Ubar —comentó.

—El consejo adjudicará sus pretensiones —respondí.

El capitán me miró y sonrió.

—¡Bien! ¡Muy bien! —murmuró.

Hice una señal a los dos esclavos que estaban junto al molinete para que hicieran avanzar los dientes a una nueva posición. De nuevo restalló la madera y se oyó el choque de la madera contra la madera al saltar los dientes. El hombre atado al potro sacudió la cabeza hacia atrás, gritando solamente con los ojos. Una nueva vuelta al molinete y los brazos y piernas de aquel hombre serían arrancados del tronco.

—¿Qué ha dicho? —pregunté al escriba que estaba junto al potro con una tablilla y el estilo.

—Lo mismo que los otros. Fueron alquilados por hombres de Henrius Sevarius, unos para matar a los capitanes y otros para prender fuego al arsenal y en los muelles. —El escriba me miró, luego continuó diciendo—: Sevarius sería esta noche Ubar de Puerto Kar y cada uno recibiría una piedra de oro.

—¿Qué han dicho de Cos y de Tyros?

El escriba me miró desconcertado.

—Ninguno de ellos mencionó a Cos ni a Tyros.

Esto me enojaba, ya que estaba seguro que tras aquel ataque debía haber más de uno de los cinco Ubares. Había esperado durante todo el día y la noche recibir noticias del avance de las flotas de Cos y Tyros hacia las costas de Puerto Kar. ¿Era posible que las dos islas no estuvieran implicadas en aquel golpe?

—¿Qué puedes decirme de Cos y de Tyros? —pregunté al desdichado que estaba atado al potro. Era uno de los que había disparado con una ballesta contra los capitanes al salir del consejo. Los ojos habían abandonado las órbitas, una enorme vena cruzaba su frente; tenía los pies y manos completamente blancos; las muñecas y los tobillos sangraban; su cuerpo era poco más que una bola de sebo; estaba manchado por sus propios excrementos.

—¡Sevarius! ¡Sevarius! —susurró.

—¿Van a atacar Cos y Tyros? —pregunté.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

—¿Y Teletus, Tabor y Scagnar?

—¡Sí! ¡Sí!

—¿Y Puerto Kar?

—¡Sí! ¡También Puerto Kar! ¡También Puerto Kar!

Asqueado, hice señas a los esclavos para que lo sacaran del potro.

Se oyó el sonido de cadenas y la rueda comenzó a girar. El hombre empezó a farfullar, a gemir y a reír. Antes de que los esclavos lo desataran del potro había perdido el conocimiento.

—Poco más se conseguiría sacar de él —dijo una voz casi a mi lado. Podía haber sido el graznido de un cuervo.

Me giré. Ante mí, con rostro carente de toda expresión, estaba aquel que era bien conocido en Puerto Kar.

—No estabas en el consejo esta tarde —dije.

—No —respondió. Me miraba con la somnolencia de una bestia.

Era un hombre de gran talla. Sobre su hombro izquierdo ostentaba la insignia de las dos sogas de Puerto Kar que, por norma, solamente se usa fuera de la ciudad. Su atuendo era de un tejido tupido con capucha que en aquel momento reposaba sobre sus hombros. El rostro era ancho y pesado y atiesado por el viento y sal del mar. Los ojos eran grises y el cabello blanco casi cortado al rape. En los lóbulos de las orejas usaba dos aros de oro.

Si un larl se hubiera transformado en hombre conservando su instinto, su corazón y su astucia, aquel hombre hubiera sido muy similar a Samos, el Primer Recaudador de Esclavos de Puerto Kar.

—Saludos, noble Samos —dije.

—Saludos —respondió.

En aquel instante cruzó mi mente el pensamiento que aquel hombre no podía servir a los Reyes Sacerdotes. Ese pensamiento me hizo estremecer, pero conseguí controlarme para no traicionarme. Aquel hombre sólo podía servir a los Otros, no a los Reyes Sacerdotes. Sí, a los Otros, en aquellos lejanos mundos, que con crueldad y subrepticiamente luchaban para dominar Gor y la Tierra para provecho propio.

Samos paseó la vista por la habitación, mirando a los potros sobre algunos de los cuales aún quedaban atados prisioneros. La luz de las antorchas creaba extrañas sombras sobre los muros.

—¿Están Cos y Tyros mezclados en el asunto? —preguntó.

—Estos hombres confesarían lo que quisiéramos —respondí con sequedad.

—¿Pero al parecer no es verdad? —insistió.

—No.

—Pero yo sospecho de Cos y de Tyros —dijo, mirándome fijamente.

—Yo también.

—Pero estos mercenarios no pueden saber la verdad del asunto.

—Así parece.

—¿Tú revelarías tus planes a gente como ésta? —preguntó Samos.

—No.

Movió la cabeza afirmativamente y dio media vuelta. Se paró y por encima del hombro preguntó:

—¿Tú eres ése que se hace llamar Bosko?

—Sí. Soy yo.

—Hemos de agradecerte el haber asumido el mando esta tarde. Hiciste un buen servicio al consejo.

No respondí.

—¿Sabes quién es el decano del Consejo de Capitanes? —me preguntó.

—No —respondí.

—Yo —dijo Samos.

Callé.

Samos se dirigió al escriba que estaba junto al potro.

—Sácalos de los potros, pero mantenlos encadenados. Es posible que queramos interrogarlos mañana —dijo, señalando a los demás prisioneros.

—¿Qué pensáis hacer con ellos una vez acabe todo esto? —pregunté.

—Nuestros barcos redondos precisan remeros —respondió Samos.

Afirmé con la cabeza.

Serían esclavos.

—Noble Samos —dije.

—¿Sí?

Recordaba la nota que había recibido antes de que Henrak irrumpiera en el salón del consejo gritando que el arsenal estaba ardiendo. Había metido la nota en la faltriquera que llevaba al cinto.

—¿Me envió esta tarde el noble Samos una nota diciendo que deseaba hablar conmigo?

—No —respondió mirándome.

Incliné la cabeza.

Samos se giró y abandonó la habitación.

—Samos amarró su barco esta noche a la hora decimoctava. Procedía de Scagnar —me dijo uno de los escribas.

—Entiendo —respondí.

¿Quién podía haber escrito aquella nota? Al parecer otros también deseaban tener relación conmigo.

Estaba a punto de sonar la hora veinte.

Lysias, capitán adepto a Henrius Sevarius, habló ante el consejo. Lo hizo ante los tronos de los Ubares, incluso ante la gran mesa que ahora mostraba señales de deterioro debido a las flechas de las ballestas.

El salón del consejo se hallaba rodeado por los hombres de los capitanes, que también vigilaban los tejados y las aceras de los canales un pasang a la redonda.

El salón estaba iluminado por gran número de lámparas con velas sobre mesas colocadas entre las sillas curiales.

Lysias hablaba paseándose de un lado a otro, haciendo voltear la capa a su espalda mientras sostenía el casco con el airón de cerdas de eslín en el hueco del brazo.

—Así pues, os ofrezco a todos el perdón en nombre de Henrius Sevarius, Ubar de Puerto Kar —dijo, concluyendo su discurso.

—Henrius Sevarius, el capitán, el muy amable —dijo Samos, desde la silla curial, en representación del consejo.

Lysias bajó la cabeza.

—Posiblemente Henrius Sevarius, el capitán, llegue a enterarse de que el consejo no es tan condescendiente como él —continuó diciendo Samos.

Lysias levantó la cabeza alarmado.

—¡Su poder es mayor que el vuestro! —gritó. Giró para enfrentarse con los Ubares, que sentados en los tronos estaban rodeados por sus hombres—. ¡Mucho más grande que el vuestro!

Fijé los ojos en los Ubares; Chung, rechoncho, brillante; Eteocles, alto, con cabello largo; Nigel, como un Señor de la Guerra; y Sullius Maximus, de quien se decía que escribía poesía y dominaba las propiedades de varios venenos.

—¿Cuántos barcos posee? —preguntó Samos.

—Ciento dos —repuso Lysias con orgullo.

—Los capitanes del consejo —comentó Samos con sequedad— disponen de unos mil barcos. Es más, el consejo es interventor en cuanto a la disposición y aplicación de los barcos de la ciudad, que en total suman aproximadamente otros mil.

Lysias permanecía ante Samos frunciendo el ceño.

—Por lo tanto, el consejo dispone de dos mil naves.

—¡Hay muchos más barcos! —vociferó Lysias.

—¿Acaso te refieres a los de Chung, Eteocles, Nigel y Sullius Maximus? —preguntó Samos.

Hubo risas desagradables por parte del consejo.

—¡No! Me refiero a los que pertenecen a los capitanes menores, que en total ascienden a unos dos mil quinientos —respondió Lysias.

—Por las calles he oído gritar «poder para el consejo» —comentó Samos.

—Proclamad a Henrius Sevarius Ubar único y se os perdonará la vida —dijo Lysias desconcertado.

—¿Es ésta vuestra propuesta? —preguntó Samos.

—Lo es —respondió Lysias firmemente.

—Ahora escucha la propuesta del consejo. Que Henrius Sevarius y su regente, Claudius, depongan las armas, renuncien a todos los barcos, hombres, posesiones y enseres, y se presenten ante el consejo desnudos y con cadenas de esclavos, donde se les juzgará.

Lysias, con el cuerpo rígido por la furia y la mano en el pomo de la espada, permanecía ante Samos sin conseguir pronunciar palabra alguna.

—Quizá perdonemos sus vidas si consienten en tomar asiento en los bancos de los barcos públicos redondos —añadió Samos.

Los miembros del consejo daban gritos de aprobación a la vez que agitaban los puños.

—Reclamo la inmunidad del emisario —dijo Lysias mirando a su alrededor.

—Así será —dijo Samos. Luego, volviéndose a uno de los pajes, ordenó—: Conducid al capitán Lysias a la morada de Henrius Sevarius.

Lysias, volteando la capa, siguió al paje hasta abandonar la habitación.

Ahora Samos se puso en pie ante la silla curial.

—¿Puedo afirmar que ante el consejo Henrius Sevarius ya no es Ubar ni capitán de Puerto Kar?

—¡Así es! ¡Así es! —vociferaban los miembros del consejo. Creo que nadie superaba los gritos de los cuatro Ubares en sus tronos.

Cuando el vocerío amainó, Samos se volvió hacia los Ubares. Éstos le miraron con recelo.

—Gloriosos capitanes… —empezó Samos.

—¡Ubares! —gritó Sullius Maximus.

—Ubares… —corrigió Samos con una sonrisa en el rostro y una inclinación de cabeza.

Los cuatro hombres, Chung, Eteocles, Nigel y Sullius Maximus descansaron las espaldas sobre los respaldos de sus tronos.

—Sabed, Ubares, que Samos, Primer Recaudador de Esclavos de Puerto Kar, ahora propondrá al consejo asumir plenamente el gobierno de la ciudad, con plenos poderes políticos, de tasas, leyes y los pertinentes a la administración.

—¡No! —gritaron los cuatro Ubares abandonando los tronos de un salto.

—¡Habrá guerra civil! —exclamó Eteocles.

—Poder para el consejo —comentó Samos con una reverencia.

—¡Poder para el consejo! —gritaron los hombres sentados en las sillas curiales. Incluso los pajes, los escribas, y los capitanes menores al fondo del salón se unieron a estos gritos. Yo permanecía inmóvil en mi silla, sonriendo.

—Debo añadir que propongo, asimismo, que todo vínculo con adeptos y patrones en Puerto Kar sea anulado, para ser establecido de nuevo por mutuo acuerdo y contrato explícito por ambas partes, de cuyo documento será entregada copia al consejo.

—No permitiremos que recortes nuestros poderes —dijo Sullius Maximus, levantando un puño cerrado contra Samos.

—Y también se acordará que todo aquel que no acepte las resoluciones tomadas por dicho consejo, o actúe contra el mismo, será distinguido con las sanciones que el consejo considere pertinentes.

Hubo gritos de entusiasmo en las gradas.

El Ubar Chung echó la capa sobre sus hombros y abandonó el salón seguido de sus hombres. Nigel, con un gesto de desdén en el rostro, lo imitó.

—Ahora pido al escriba de la mesa que pase la lista de los capitanes —dijo Samos.

—Antisthenes.

—Antisthenes acepta la propuesta —dijo un hombre sentado en la tercera fila, muy alejado de mi asiento.

Eteocles, furioso, volteando la capa a su espalda y la mano en el puño de la espada, avanzó hasta la mesa del escriba. Desenvainó la espada y clavó la hoja en la mesa atravesando los papeles.

—Éste es el poder en Puerto Kar —exclamó gritando.

Samos, sin apresurarse, desenvainó su acero colocándolo sobre sus rodillas.

—También aquí hay poder.

Casi todos los capitanes del consejo sacaron sus armas de la vaina y las colocaron sobre las rodillas.

También yo desenvainé mi espada y me puse en pie mirando a Eteocles. Él me miró fijamente y con un grito de rabia arrancó la hoja de la mesa, la envainó y girando sobre los talones abandonó el salón.

Volví a ocupar mi asiento.

Sullius Maximus, lentamente y sin dar muestra de emoción, abandonó el asiento. Uno de sus hombres le ayudó a ajustarse la capa de manera que cayera como él deseaba, desde el broche dorado. Otro de sus hombres sostenía su casco.

Se detuvo ante la mesa del escriba y recorrió con la vista a los capitanes del consejo.

—Escribiré un poema lamentando la caída de los Ubares dijo sonriendo antes de abandonar la habitación.

Éste es el más peligroso de todos los Ubares, me dije mientras envainaba de nuevo la espada.

—Bejar —dijo el escriba.

—Bejar acepta la propuesta de Samos —habló un capitán de tez oscura y cabello largo que ocupaba un asiento en la segunda fila, dos sillas más abajo de la mía y a mi derecha.

—Bosko.

—Bosko se abstiene.

Samos y muchos otros capitanes fijaron sus ojos en mí.

—Abstención —escribió el escriba en el informe.

No veía razón alguna para comprometerme en el programa de Samos y del consejo. Estaba claro que la propuesta iba a ser aceptada; es más, estaba seguro que repercutiría en favor de mis intereses, pero al abstenerme mis intenciones y lealtad quedarían muy útilmente en la ambigüedad. La abstención me parecía ofrecer mayor posibilidad de acción; además, era algo precipitado prever sobre qué sillas curiales los tarns del poder iban a posarse.

Como había supuesto, las resoluciones presentadas por Samos fueron aceptadas casi por unanimidad. Hubo algunas abstenciones y algún que otro «no» de aquellos que temían las represalias de los Ubares, pero el resultado era evidente: el entronamiento del Consejo de los Capitanes como soberanos de la ciudad.

El consejo volvió a reunirse aquella noche y muchas fueron las decisiones tomadas. Antes del amanecer ya se erigían muros alrededor de las propiedades de Henrius Sevarius y sus muelles eran bloqueados por barcos del arsenal, mientras se mantenía una estrecha vigilancia en las casas de los otros Ubares. Se crearon varios comités, generalmente dirigidos por escribas que informarían al consejo, con el fin de realizar varios estudios sobre la ciudad, especialmente de interés militar y comercial. Uno de ellos era un censo de barcos y capitanes cuyo resultado sería de uso privado para el consejo. Otros estudios, que igualmente serían secretos, trataban de la defensa de la ciudad, sus provisiones en madera, grano, sal, piedra y aceite de tharlarión. Otros puntos de interés, aunque no se llegó a acuerdo alguno aquella noche, eran los impuestos, unificación y revisión de los códigos de los cinco Ubares, nuevas leyes que reemplazaran las impuestas por los Ubares, y la adquisición de soldados profesionales directamente a las órdenes del consejo; de hecho, una especie de pequeño consejo de policía o ejército. Tal cuerpo, en realidad, ya existía en número reducido y de jurisdicción limitada, en el arsenal. La guardia del arsenal, con toda seguridad, se convertiría en una rama de aquel nuevo ejército, si es que llegaba a convertirse en realidad. Hay que recordar que el consejo ya controlaba un gran número de barcos y tripulaciones pero aquéllas eran fuerzas navales por naturaleza. El consejo ya tenía su fuerza naval, pero los hechos acaecidos aquella tarde demostraban que no estaba de más que también dispusiera de una pequeña infantería permanente. No se podía depender de una rápida leva de hombres de los capitanes independientes para proteger al consejo, como fuera el caso aquella tarde. Además, si el consejo había de llegar a ser verdaderamente soberano en Puerto Kar, tal y como se había proclamado a sí mismo, lo lógico era que dispusiera de su propia fuerza militar dentro de la ciudad.

Mencionaré otro incidente acaecido en esta reunión del consejo. Ocurrió poco después del amanecer, cuando la luz gris de la mañana penetraba a través de las altas y estrechas ventanas del salón. Había sacado la nota que Samos negara enviarme, quemándola con la llama de la vela que había junto a mi mesa.

Ahora apenas era un pequeño cabo de cera cuya llama estaba próxima a extinguirse. Después de quemar la nota aplasté el pabilo con la mano. Había amanecido.

—Sospecho que Cos y Tyros están implicados en el ataque de la Casa de Henrius Sevarius —estaba diciendo Samos.

Yo mismo consideraba tal posibilidad como probable.

Los capitanes mostraron conformidad con sus sospechas.

No parecía posible que Sevarius osara poner en práctica tal acción sin contar con el apoyo de Cos y Tyros.

—Hablando por mí, debo confesar que estoy harto de estas interminables luchas con Cos y Tyros —continuó diciendo Samos.

Los capitanes intercambiaron miradas.

—Y ahora que el consejo es soberano en Puerto Kar, ¿no podría haber paz entre nosotros? —dijo Samos, presionando las manos en el brazo de la silla curial.

Aquellas palabras me desconcertaban. Uno o dos capitanes enderezaron la espalda.

—Siempre hubo guerra entre nosotros y las islas —dijo otro capitán, reclinándose en la silla.

Sentía curiosidad por conocer su plan y la motivación de aquellas palabras.

—Ya sabéis que Puerto Kar no es la ciudad más querida, respetada ni honrada de Gor —comentó Samos en tono carente de toda emoción.

Estas palabras provocaron risas entre los miembros del consejo.

—¿Hemos sido acaso mal interpretados? —preguntó.

Había cierto tono entre divertido y desagradable en la pregunta. Sonreí. Las demás ciudades de Gor comprendían perfectamente las intenciones de Puerto Kar.

—Pensad en nuestro comercio —continuó Samos—. ¿No conseguiríamos triplicarlo si lográsemos convencer a las demás ciudades de Gor de que somos buenos y pacíficos?

Todos los capitanes dejaron escapar sonoras risotadas, e incluso hubo quien golpeó fuertemente sobre los brazos de la silla curial. Ya no había una sola persona adormecida en el salón. Incluso los pajes y escribas reían.

Cuando las risas cesaron, el silencio fue inesperadamente interrumpido por Bejar, el capitán de tez morena y largo cabello lacio.

—Tus palabras, sin duda alguna, serían ciertas.

Ahora el silencio se hizo sobrecogedor. Creo que todos retenían la respiración para escuchar las palabras de Samos.

—Propongo que el consejo ofrezca condiciones de paz a las islas de Cos y Tyros.

—¡No! ¡No! —protestaron los capitanes.

Cuando el tumulto amainó, Samos retomó la palabra.

—Por supuesto, nuestras condiciones serán rechazadas —dijo dulcemente.

Los capitanes se miraban desconcertados; luego empezaron a sonreír, algunos incluso a reír. También yo sonreía. Samos era muy astuto. Aquella fachada de magnanimidad sería muy valiosa para un Ubarato marítimo. Es más, muchos hombres estarían dispuestos a creer que al pasar el poder al consejo, la ciudad reformaría su proceder. ¿Y qué mejor gesto para convencerles que esta oferta de paz a sus eternos enemigos? Si Cos y Tyros insistían en mantener una situación conflictiva, era muy posible que algunos de sus incondicionales aliados traspasaran sus simpatías a Puerto Kar. Tampoco podían olvidarse todas aquellas ciudades y puertos neutrales. Una vez conocida la noticia, no era probable que se aliaran con Cos y Tyros, sino todo lo contrario. Al menos, en tal situación, nuestros barcos serían mucho mejor recibidos en puertos que hasta ahora nos desairaron. ¿Y cómo era posible saber qué barcos mercantes atracarían en Puerto Kar si sus dueños pensaban que la ciudad era ahora honrada y cordial?

—¿Qué ocurriría si la oferta de paz fuera aceptada? —pregunté a Samos.

Los capitanes me miraban incrédulos. Algunos incluso rieron. No obstante, enseguida las miradas se centraron en Samos.

—No creo que tal cosa ocurra —respondió sonriendo.

Varios capitanes volvieron a reír.

—Pero, ¿y si ocurriera? —insistí.

Samos frunció el entrecejo y sus ojos grises, carentes de toda expresión, se clavaron en los míos. No era posible leer lo que encerraba su corazón. Sonrió y extendió las manos.

—Si tal fuera el caso, llegaríamos a un acuerdo.

—¿Y lo mantendríamos? —insistí—. ¿Habría verdaderamente paz entre Puerto Kar y las islas de Cos y Tyros?

—Eso siempre quedaría por ver en una futura reunión del consejo.

Nuevas risotadas recorrieron el salón.

—El momento es oportuno —continuó diciendo Samos—, puesto que el consejo acaba de asumir el poder. Por otro lado, he sido informado por mis espías de que el Ubar de Tyros visitará Cos la próxima semana.

Los capitanes murmuraron entre sí con enojo. Nada bueno presagiaba para Puerto Kar tal viaje. Ahora más que nunca parecía posible o probable que los Ubares de las dos islas estuvieran conspirando contra nosotros. ¿Para qué, si no, iban a encontrarse? Normalmente se odiaban tanto entre sí como odiaban a Puerto Kar.

—De ser así, es que tienen intención de enviar sus flotas contra nosotros —dijo uno de los capitanes.

—¿Quizás los miembros de una misión de paz puedan saber mucho más de la situación? —interrogó Samos.

Hubo murmullos de aprobación por parte de los capitanes.

—¿Qué dicen tales espías, que al parecer se hallan tan bien informados? ¿Es seguro que si saben el itinerario del Ubar de Tyros, será difícil ocultarles el hecho de una concentración de las dos flotas? —pregunté.

La mano de Samos instintivamente asió el puño de la espada, pero luego la cerró y, sin precipitación, la colocó sobre el brazo de su silla.

—Para ser nuevo en el Consejo de los Capitanes, eres rápido con la palabra.

—Al parecer mucho más rápido que tú en contestar, noble Samos.

Me preguntaba qué interés podía tener Samos en Cos y Tyros.

—Las flotas de las islas aún no se han unido —repuso, arrastrando las palabras.

Me daba cuenta de que no deseaba continuar hablando de aquel tema. Respiré profundamente. Varios miembros del consejo me miraban asombrados.

—No, aún no se han unido —insistió Samos negando con la cabeza.

Si lo sabía, ¿por qué no lo dijo antes?

—Y ahora, ¿piensa Samos proponer que retiremos nuestras patrullas del Mar de Thassa?

Me miró y su mirada era fría y dura como el acero de Gor.

—No, no pienso proponer tal cosa.

—¡Excelente! —exclamé.

Los capitanes se miraban unos a otros.

—Haya paz en el consejo —dijo el escriba sentado ante la larga mesa frente a los cinco tronos vacíos.

—Tengo menos interés en la piratería que cualquiera de mis colegas, puesto que mis negocios se basan exclusivamente en el comercio. Por lo tanto, la paz con Cos y Tyros sería muy de agradecer por mi parte. También me parece razonable que estos dos poderes estén fatigados de tantas luchas, tal y como Samos ha confesado estar. La paz me abriría los puertos de Cos y Tyros, así como los de sus aliados, al igual que a todos vosotros. La paz, capitanes, podría ser un gran beneficio para todos. —Miré fijamente a Samos—. Si hemos de hacer una oferta de paz a Cos y Tyros, espero que ésta sea sincera.

Me miró de manera extraña.

—La oferta será sincera.

Los capitanes continuaban murmurando entre sí. La respuesta de Samos me desconcertaba.

—Bosko habla bien sobre las ventajas de la paz. Consideremos sus palabras con cuidado y en forma favorable. Creo que pocos de los que estamos aquí no nos sentimos más atraídos por el oro que por la guerra.

Muchos acogieron estas palabras con grandes risotadas.

—Si llegáramos a un acuerdo de paz, ¿quién de vosotros rompería el acuerdo? —preguntó en son de reto.

Miró uno a uno a todos los hombres allí reunidos. Para sorpresa mía, ninguno de ellos se negó a mantener las condiciones si la paz llegaba a firmarse. Me pareció tan sencillo el que por vez primera existiera una posibilidad de paz entre las tres grandes potencias de Thassa. Empezaba a creer las palabras de Samos. Me sorprendía, pero la actitud de aquellos hombres me hacía presentir que de llegarse a un acuerdo, Puerto Kar mantendría su palabra. ¡Habían luchado durante tantos años! Ahora nadie reía. Me sentí anonadado: no sabía cómo interpretar a Samos. Era un hombre extraño. Era como un larl hecho hombre. No conseguía entenderlo.

—No obstante, creo que la oferta de paz será rechazada —insistió Samos—. Necesitaremos un portador de nuestra oferta de paz a Cos, donde es posible que halle reunidos a los dos Ubares.

Ahora no prestaba atención a sus palabras.

—Ha de ser un capitán miembro del consejo, para que la autenticidad de la oferta sea manifiesta.

Estaba de acuerdo con esta sugerencia.

—Además, ha de ser alguien que ha demostrado ser capaz de actuar con rapidez y que haya servido con lealtad al consejo.

Arañaba con una uña la cera, rompiendo los pedazos de la nota que me habían enviado y que a la luz de la vela había quemado. Ahora la cera era amarilla y se había endurecido. Había amanecido y estaba cansado. El salón estaba inundado de luz grisácea.

—Y —continuaba diciendo Samos—, ha de ser alguien que no tenga miedo de hablar, alguien digno de representar al consejo.

Me pregunté si acaso estaba cansado, puesto que en realidad no estaba diciendo nada nuevo.

—Sería preferible que no fuese demasiado conocido en Cos y Tyros, uno que no se hubiera enfrentado a ellos, que no le consideraran como a un enemigo.

De pronto olvidé mi cansancio. Estaba plenamente despierto, en tensión, alerta. Sonreí. Samos no era un estúpido. Era el decano de los capitanes del consejo. Me había marcado y quería acabar conmigo.

—Ese hombre sólo puede ser Bosko… Aquel que llegó desde el pantano. Sea él quien lleve nuestro mensaje de paz a Cos y Tyros. ¡Que sea Bosko el hombre elegido!

Nadie habló.

Aquel silencio me complacía. No había comprendido hasta aquel instante el aprecio que los capitanes sentían por mí.

Habló Antisthenes:

—Creo que no debe ser uno de nuestros capitanes, puesto que sería sentenciarlo al banco de los esclavos.

Hubo un murmullo de aprobación.

—Es más, recomendaría enviar a uno que no ostente las insignias de Puerto Kar. Hay mercaderes de otras ciudades, viajeros y capitanes que todos conocemos, que por una gratificación se prestarían a hacernos tal servicio.

—¡Que así sea! —exclamaron varias voces. Todos me miraban. Sonreí.

—Por supuesto, es un gran honor que el noble Samos haya pensado en mí, siendo como soy el menos indicado de todos, para llevar el mensaje de paz de Puerto Kar a sus eternos enemigos.

Los capitanes cambiaron miradas sonriendo.

—¿Rehúsas hacerte cargo de tal misión? —preguntó Samos.

—Me parece que el honor de una misión de tal peso debe recaer en alguien más digno que yo; es más, creo que debe recaer en el más augusto de todos nosotros, aquel que está en posición de negociar la paz en iguales condiciones de los Ubares de Cos y Tyros.

—¿Tienes acaso alguien en mente? —preguntó el escriba sentado ante la mesa larga.

—Samos —respondí.

Muchos de los capitanes dejaron escapar carcajadas.

—Agradezco tu nominación, pero no me parece bien que en estos difíciles momentos deba el decano de los capitanes del consejo abandonar la ciudad para buscar una paz, cuando en ella existe una posible amenaza de guerra.

—Tiene razón —dijo Bejar.

—¿Así pues, rehúsas hacerte cargo de tal misión? —pregunté a Samos.

—Sí, rehúso —respondió.

—No enviemos a un capitán. Enviemos a uno de Ar o de Thentis que pueda hablar por nosotros —dijo Antisthenes.

—Antisthenes es juicioso —dije—, y comprendo los riesgos que tal misión encierra; pero muchas de las palabras de Samos me parecieron sensatas y sinceras, y muy en especial el hecho que sea un capitán el portador de la oferta, pues de otro modo, ¿cómo sería posible probar la sinceridad de nuestra oferta, no sólo a Cos y a Tyros, sino también a sus aliados y a todos los puertos y ciudades en las islas y costas de Thassa y del interior?

—¿Pero quién de nosotros irá? —preguntó Bejar.

Nuevas carcajadas, luego silencio.

—Yo, Bosko, podría ir —respondí.

Los capitanes cambiaron miradas.

—¿Pero no rechazaste la misión? —preguntó Samos.

—No —contesté sonriendo—. Me limité a sugerir que alguien más digno que yo la llevase a cabo.

—No vayas —dijo Antisthenes.

—¿Cuál será tu precio? —preguntó Samos.

—Una galera. Un barco con ariete. Un barco pesado.

Yo no disponía de un barco como el que pedía.

—Tuyo será.

—… Si consigues regresar para reclamarlo —musitó uno de los capitanes.

—No vayas —repitió Antisthenes.

—Tendrá, por supuesto, la inmunidad del heraldo —añadió Samos.

Todos los capitanes callaron. Sonreí.

—No vayas, Bosko —insistió Antisthenes.

Ya había forjado un plan. De no tenerlo, no me habría presentado voluntario para tal misión. La posibilidad de paz en Thassa me atraía, puesto que era mercader. Si Cos y Tyros llegaban a aceptarla y se mantenía, mi fortuna podría aumentar considerablemente. Ambos eran importantes mercados, sin mencionar a sus aliados y los puertos y ciudades afiliadas o favorecidas. Además, si fracasaba habría conseguido un barco con ariete, la más codiciada arma naval en el luminoso Thassa. Era lógico que hubiera riesgos, pero ya contaba con ellos. No pensaba ir sin tomar precauciones.

—Exijo una escolta de cinco barcos con ariete de clase media o pesada, que serán capitaneados y tripulados por hombres escogidos por mí.

—¿Dichos barcos serán devueltos al arsenal una vez hayas cumplido la misión? —preguntó Samos.

—¡Por supuesto!

—Los tendrás.

Nos miramos. Me preguntaba si creía que podía deshacerse de mí con tanta facilidad. Sí, estaba seguro que así lo creía. Sonreí.

—No vayas, Bosko —volvió a decir Antisthenes.

Me levanté.

—Antisthenes, capitán, agradezco tu interés —dije agitando la cabeza y estirando mis entumecidos miembros. Luego me giré hacia los capitanes en los estrados—. Continuad sin mí. Regreso a mi casa. La noche ha sido larga y he perdido muchas horas de sueño.

Recogí la capa y el casco, en el que ahora había el airón de cerdas de eslín, y abandoné el salón.

Al salir del edificio me uní a Thurnock, Clitus y muchos de mis hombres.