15. TRIUNFAL REGRESO DE BOSKO A PUERTO KAR
El regreso a Puerto Kar fue realmente triunfal.
Vestía el púrpura que corresponde al almirante de la flota con gorra y borla de oro y ribetes dorados en los bordes de las mangas y de la túnica. La capa hacía juego con el resto del atuendo.
De mi costado pendía una espada engarzada en joyas. Ya no era la que usara años atrás cuando servía a los Reyes Sacerdotes. Aquella espada, poco después de mi llegada a Puerto Kar, había sido arrinconada. Había comprado muchas otras. Sentía que no podía usar la vieja espada puesto que representaba muchas cosas para mí y su acero estaba impregnado de muchos antiguos recuerdos. Me hablaba de una antigua vida, de la vida de un estúpido que yo, ahora sensato, había dejado atrás. Además, y eso era muy importante, era demasiado sencilla, ya que el puño y la hoja carecían de adornos, para un hombre de mi posición, uno de los más importantes hombres de uno de los mayores puertos de Gor. Yo era Bosko, aquel sencillo pero astuto hombre que había salido de los pantanos para asombrar a Puerto Kar, para deslumbrar y alarmar a las ciudades de Gor por su sagacidad y por su espada y, ahora, por su poder y por su riqueza.
Los diez barcos que había enviado a buscar a los siete redondos que habían logrado escapar, capturaron a cinco de ellos. Cuatro habían intentado insensatamente llegar a Telnus en Cos. El mundo estaba lleno de insensatos. El mundo se dividía en insensatos y sensatos y ahora, acaso por vez primera, podía considerarme como uno de los componentes de esta última categoría.
Me mantenía erguido sobre la proa del largo barco color púrpura, aquel barco que había sido el insignia de la flota del tesoro. Los tejados y las ventanas de los edificios estaban llenos de gente apiñada que me vitoreaba, y de vez en cuando levantaba el brazo en agradecimiento a sus gritos de bienvenida. Los barcos se deslizaban espléndidos uno tras otro a mis espaldas. El Dorna era el primero, seguido por los barcos de guerra y tras ellos los redondos. Todos avanzaban lentos, solemnes por el circuito triunfal del gran canal pasando, incluso, ante el salón del Consejo de los Capitanes.
Habían echado flores en el canal y muchas fueron las que arrojaron sobre los barcos en su lento y solemne avance.
Los gritos de bienvenida y los vítores eran ensordecedores.
Había hecho saber que de la parte que me correspondía en el reparto del botín, cada trabajador del arsenal recibiría una pieza de oro y que a cada ciudadano se le entregaría un disco de plata.
Sonreía y levantaba una mano agitándola en saludo a la multitud.
Muy cerca de mí se hallaba el más preciado de mis trofeos. Atada por las muñecas, los tobillos, el cuello y la cintura, sobre el mascarón de proa se veía a la gran Vivina, aquella que hubiera sido Ubara de Cos. Pensé que pocos hombres habían conseguido un triunfo como el mío.
Y, por mezquino que parezca, estaba ansioso por presentarme ante Mídice, mi esclava favorita, con mis nuevas vestiduras y tesoros. Ahora podía regalarle vestidos y joyas que serían la envidia de muchas Ubaras. Podía imaginar la admiración en su mirada al comprender la grandeza de su amo y la alegría y languidez con que se entregaría a mí en el futuro.
Estaba satisfecho de mí mismo. Qué sencillo resultaba convertirse en un hombre poderoso. Sólo era necesario apartar las dudas y trabas que atormentan a los débiles y estúpidos. Nunca me había sentido libre hasta mi llegada a Puerto Kar.
Saludé de nuevo a mis aclamadores. Las flores caían sobre mí. Miré a la chica atada al mascarón, mi trofeo. Aceptaba complacido los vítores de aquella enloquecida multitud.
Era Bosko, aquel que podía hacer lo que quisiera y apoderarse de cuanto le apeteciera.
Lancé una carcajada.
Traía cincuenta y ocho barcos: el barco insignia de la flota enemiga con Vivina atada a su mascarón; el Dorna y veintinueve barcos que habían compuesto mi flota original y, como recompensa, tesoros que podían haber servido de rescate de muchas ciudades; veintisiete de los treinta barcos redondos de la flota de Cos y Tyros. Y sobre la proa de los primeros cuarenta barcos una distinguida dama destinada a ser el séquito de la Ubara de Cos que en el futuro, como su señora, luciría la marca y el collar de esclava.
Otra vez saludé a la multitud.
—Esto es Puerto Kar —dije a Vivina.
Ella guardó silencio.
La multitud continuaba gritando y echando flores al canal y sobre nuestros barcos. Al deslizarnos entre los edificios que daban al canal, el ariete del barco insignia iba apartando las flores que esperaban nuestro paso.
—Si decido enviarte a una taberna de Paga, sin duda cientos de estas personas esperarán a la puerta una oportunidad de ser servidas por la que en otro tiempo fuera destinada a ser Ubara de Cos.
—Mátame —suplicó.
Continué saludando a la gente.
—¿Y las chicas que venían conmigo? —preguntó.
—Esclavas —respondí.
—¿Y yo?
—Esclava.
Cerró los ojos.
Durante los cinco días en que habíamos tardado en llegar a Puerto Kar había ordenado que sacaran a Vivina y a sus damas de los mascarones, pero antes de alcanzar el puerto las había colocado allí de nuevo en señal de victoria.
Ahora recordaba cómo la primera noche, y a la luz de las antorchas, había hecho traer a Vivina a mi presencia.
La había recibido en la cabina del almirante del barco insignia.
—Si no recuerdo mal —dije mientras me ocupaba de algunos papeles oficiales—, en el salón del trono del Ubarato de Cos me dijiste que nunca habías visitado los bancos de los remeros en los barcos redondos.
Me miró. Los hombres que me rodeaban rieron. Por norma general, las damas viajan en cabinas especiales colocadas sobre la popa de los barcos de guerra o redondos. Ella había disfrutado de una lujosa cabina en aquel mismo barco.
—En aquella ocasión pregunté si habías visitado tal parte de los barcos.
Tampoco respondió.
—Aquel día me respondiste que no lo habías hecho, y yo dije que acaso alguna vez tuvieras la oportunidad de hacerlo.
—Por favor, no me hagas eso —suplicó.
Me dirigí a algunos de mis hombres:
—Llevadla en uno de los botes al mayor de los barcos redondos, aquel en que los remeros son los oficiales capturados, y encadenadla con los demás tesoros junto a los bancos de los remeros.
—¡Por favor! —volvió a suplicar.
—Confío en que encuentres tu nuevo acomodo satisfactorio.
—Estoy segura que así será —dijo levantando la cabeza con altivez.
—Podéis conducir a la dama a sus aposentos —ordené al marinero responsable de ella.
—¡Vamos, chica! —ordenó.
Giró con la dignidad de una Ubara para seguirlo, pero antes de salir de la cabina volvió a mirarme.
—Tengo entendido que solamente encadenan a las esclavas bajo los puentes en los barcos redondos.
—Correcta suposición.
Abandonó la cabina haciendo un esfuerzo por controlar la ira.
Ahora, en mi entrada y travesía por la ciudad de Puerto Kar, volví a mirarla.
Había abierto los ojos de nuevo. Atada sobre la proa, pasaba un poco por debajo de los hombres, mujeres y niños que aclamaban desde los tejados. Algunos se burlaban de ella y otros la insultaban.
Cogí dos talendros que habían caído sobre mi hombro y los coloqué sobre las cuerdas que sujetaban su garganta al mascarón. Esto encantó al público que dio gritos de placer.
—No, no me pongas talendros encima —musitó.
—Sí, sí, talendros.
El talendro es una flor que en la mente de los goreanos está asociada a la belleza y la pasión. En las fiestas de la Libre Unión generalmente los participantes coronan su cabeza con talendros. En ocasiones, las esclavas que han decidido someterse a la voluntad de su amo colocan talendros entre sus cabellos. El colocar talendros en el collar de una joven atada al mascarón de un barco no era más que una burla en que se insinuaba que su destino, con toda seguridad, sería el de esclava de placer.
—¿Qué piensas hacer conmigo? —preguntó.
—Pasarán cuatro o cinco semanas antes de que los tesoros hayan sido controlados y valorados. Tú y tus damas, con las cadenas de esclavas, seréis presentadas, con el resto de los tesoros, ante el Consejo de los Capitanes.
—¿Se nos considera parte del botín?
—¡Por supuesto!
—Al parecer, disfrutarás de todo un mes triunfal, capitán —comentó con voz fría como el hielo.
—Sí —dije saludando a la multitud—, lo que has dicho es verdad.
—¿Y que harás con nosotras una vez nos hayas mostrado ante el Consejo de los Capitanes?
—Tendrás que esperar a que llegue ese momento para saberlo.
—Comprendo —dijo apartando el rostro.
La gente continuaba tirando flores sobre nosotros y burlas e insultos sobre la joven atada al mascarón.
¿Hubo alguna vez triunfo como éste en Puerto Kar? Jamás. Sonreí, ya que sabía que aquello no era más que el principio. El cenit tendría lugar en cuatro o cinco semanas durante la presentación oficial ante el Consejo de los Capitanes, cuando se me concedería el más alto rango de capitán de Puerto Kar.
—¡Viva Puerto Kar! —grité.
—¡Viva! —gritó la multitud—. ¡Y viva Bosko, el almirante de Puerto Kar!
—¡Viva Bosko! ¡Viva Bosko, almirante de Puerto Kar! —gritaban mis partidarios.
Habían transcurrido cinco semanas desde mi entrada triunfal en la ciudad. Aquella misma tarde se había hecho la presentación oficial del informe de la victoria en el salón del Consejo de los Capitanes. Me puse en pie y levanté la copa de Paga, agradeciendo los gritos de mis seguidores. Las copas chocaron y bebimos.
Estas cinco semanas habían sido días de diversión, de fiestas, de banquetes, de honores. Las riquezas que habíamos conquistado superaban todo cuanto habíamos imaginado. Y aquella misma tarde, después de conocer el consejo el informe de la victoria y el total del botín, se me había otorgado la más alta dignidad a que un capitán de Puerto Kar puede aspirar. Incluso ahora, en que celebrábamos mi reciente nombramiento, pendía de mi cuello la cinta escarlata con el medallón de oro en que se distinguía el diseño de las jarcias de un barco de guerra y las iniciales del Consejo de los Capitanes de Puerto Kar en forma de media luna al pie del dibujo. Bebí más Paga.
Sin duda alguna era un capitán digno de Puerto Kar.
Sonreí. Mientras las bodegas de los barcos redondos iban vaciándose y el contenido valorado y registrado oficialmente, cientos de hombres, cuyo nombre ni tan siquiera conocía, habían solicitado formar parte de mi clientela. Me habían ofrecido docenas de sociedades a las que podía unirme con fines especulativos o comerciales. Innumerables hombres habían conseguido llegar a mis aposentos con el fin de venderme sus planes, sus ideas. Mi guardia había tenido que echar de mi casa a aquel loco y medio ciego Tersites con su fantástica recomendación de mejorar los barcos de guerra, como si aquellas rápidas y hermosas naves precisaran mejora alguna.
Mientras yo había estado jugando a piratas, las actividades políticas y militares del consejo habían procedido de manera excelente. Habían creado la Guardia del Consejo, con su llamativo uniforme, que fue reconocida como la policía de la ciudad. La Guardia del Arsenal, quizá por razones tradicionales, continuaba constituyendo un cuerpo separado que controlaba el arsenal y sólo tenía jurisdicción dentro de sus murallas. Por otro lado, los cuatro Ubares: Chung, Eteocles, Nigel y Sullius Maximus, que habían perdido gran parte de su poder en el golpe llevado a cabo por Henrius Sevarius, se habían resignado a la supremacía del consejo, y ahora existía un solo soberano en Puerto Kar: el consejo. Su palabra era ley. También, por supuesto, se habían unificado los impuestos, las condenas, las leyes y los juicios. Por vez primera, desde hacía años, se sabía que la misma ley regía a ambos lados de un canal.
Por último, las fuerzas de Henrius Sevarius, a las órdenes del Regente Claudius, de Tyros, habían sido expulsadas de sus propiedades, excepto una enorme fortaleza cuyas murallas penetraban en el mismo Tamber donde se refugiaban unas dos docenas de barcos que aún eran de su propiedad. Esta fortaleza podría ser asaltada, pero los gastos que ocasionaría tal empresa no valían el riesgo. Consecuentemente el consejo había decidido levantar una doble muralla alrededor de las tierras que circundaban a la fortaleza y bloquear la entrada marítima con barcos del arsenal. Era cuestión de esperar. El tiempo que pudieran resistir dependía de la reserva de agua y de los peces que se filtraran a través de las rejas que cerraban los canales del mar, o de los mendrugos de pan que hubieran conseguido almacenar en las torres. El consejo hacía caso omiso de aquella fortaleza puesto que, de hecho, no era más que la cárcel para aquellos que hubieran sido atrapados dentro. El consejo suponía que uno de aquellos prisioneros era el joven Ubar, Henrius Sevarius.
Levanté la cabeza. El joven esclavo Pez acababa de salir de la cocina llevando sobre su cabeza una enorme fuente en la que había un tark asado, reluciente bajo la luz de las antorchas, con una larma en la boca y adornado con suls y tur-pah.
Mis adeptos llamaban a gritos al muchacho para que acudiera a sus mesas. Pez colocó la fuente con el tark entero sobre una de las mesas. Sudaba. Vestía una sencilla túnica de rep y un collar de metal alrededor de cuello. Le había hecho marcar como esclavo.
Los hombres le ordenaron traer otro tark de los que habían estado asándose durante toda la tarde. Se apresuró a obedecer.
No había sido un esclavo fácil de domar. El jefe de cocina se había visto obligado a azotarlo con frecuencia.
Hacía ya tres semanas que formaba parte de mi servicio en la cocina cuando un día, inesperadamente, la puerta de mi sala de audiencias se abrió de golpe y el muchacho irrumpió en el salón, jadeando y perseguido por el jefe de cocina, que sostenía una vara en las manos.
—¡Perdonad! —exclamó el jefe de cocina.
—¡Capitán! —suplicó el chico.
El jefe de cocina, furioso, agarró al muchacho por el cabello y levantó la vara con intención de descargar una tanda de palos sobre el esclavo.
Con un gesto ordené que frenara sus impulsos.
El jefe de cocina retrocedió unos pasos, enojado.
—¿Qué quieres? —pregunté al chico.
—Quería veros, capitán —dijo el joven.
—¡Amo! —corrigió el jefe de cocina.
—¡Capitán! —repitió el muchacho.
—Por norma, las peticiones de un esclavo de cocina para hablar con su amo se llevan a cabo a través del jefe de cocina expliqué al joven.
—Lo sé.
—En tal caso, ¿por qué no seguiste el curso normal?
—Lo hice muchas veces —respondió con agresividad.
—Y yo he negado tal petición —dijo el jefe de cocina.
—¿Qué solicita de mí?
—Se niega a decírmelo.
—Si es así, ¿cómo creías que el jefe de cocina iba a consentir que te presentaras ante mí? —pregunté al muchacho.
—Deseaba hablar a solas —comentó él, bajando la cabeza.
No tenía objeción a tal petición, pero como amo de la casa, por supuesto, no tenía intención alguna de ignorar las prerrogativas del jefe de cocina, quien en la cocina representaba la autoridad de mis deseos.
—Si quieres hablar conmigo habrás de hacerlo en presencia de Tellius.
El muchacho dirigió una mirada de ira al jefe de cocina. Bajó la cabeza y apretó los puños.
—Quiero aprender el manejo de las armas —dijo en tono suplicante.
Estaba aturdido. Incluso Tellius parecía haber perdido el habla.
—Quiero aprender el manejo de las armas —repitió el chico, ahora con mayor osadía.
—Los esclavos no aprenden el manejo de las armas —comenté.
—Vuestros hombres, Thurnock, Clitus, y otros, han prometido enseñarme si dais vuestro consentimiento —dijo, volviendo a bajar la mirada.
—Más vale que aprendas el trabajo de la cocina —comentó Tellius con un resoplido.
—¿Trabaja bien? —pregunté.
—No. Es muy perezoso, lento y estúpido. He de azotarlo con frecuencia.
—No soy estúpido —protestó el joven con energía.
Miré al chico como desconcertado, como si no recordara de quién se trataba.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
Me miró fijamente.
—Pez —dijo al cabo de un momento.
Hice como si recordara el nombre.
—¡Ah…! Sí… Pez. ¿Te gusta ese nombre?
—No —respondió.
—¿Cómo te llamarías, si pudieras escoger uno?
—Henrius.
El jefe de cocina dejó escapar una carcajada.
—Es un nombre demasiado orgulloso para un chico de cocina —comenté.
Había orgullo en sus ojos al mirarme.
—Incluso podría ser el nombre de un Ubar.
El muchacho bajó la mirada para ocultar su ira.
Sabía que Thurnock, Clitus y algunos otros habían tomado cariño al chico. Me habían dicho que, con frecuencia, escapaba de la cocina para observar los barcos o a los hombres mientras hacían prácticas con las armas. El jefe de cocina tenía grandes problemas con aquel muchacho y merecía toda mi compasión.
Estudié el rubio cabello y los suplicantes y sinceros ojos azules del joven. Era delgado, de brazos y piernas fuertes y con un buen entrenamiento acaso llegara a dominar el uso de la espada.
Solamente tres, en mi casa, conocíamos su verdadera identidad. Thurnock y Clitus lo sabían, pero el muchacho, por supuesto, ignoraba que lo supiéramos. Tenía excelentes razones para ocultarse, ya que el consejo había puesto precio a su cabeza. En realidad, no era otra cosa que Pez, un esclavo, y como tal no tenía más identidad que la que su amo quisiera darle. Según las leyes goreanas un esclavo no es más que un animal; carece de todo derecho y depende de su amo no sólo para el nombre, sino también para la vida; el amo puede deshacerse de él cuando quiera y como quiera.
—El esclavo Pez se ha presentado ante mí sin que su presencia hubiera sido previamente anunciada o solicitada, por lo que en mi opinión ha mostrado poco respeto hacia el jefe de cocina.
El muchacho me miraba tratando de ocultar las lágrimas.
—Por lo tanto, considero justo que sea severamente azotado. Ahora bien, a partir de mañana si su trabajo en la cocina mejora y complace a su jefe, solamente en tales condiciones, se le permitirá entrenarse, tan sólo un ahn al día, en las armas.
—¡Capitán! —exclamó el chico.
—Y ese ahn habrá de recuperarlo en trabajos extras por la noche.
—Sí, capitán, así se hará —dijo el jefe de cocina.
—Trabajaré para ti, Tellius, mejor que nadie —prometió.
—Está bien, chico. Ya lo veremos —dijo Tellius.
—Gracias, capitán —dijo el joven, mirándome.
—Amo —corrigió Tellius.
—¿Puedo llamaros capitán? —preguntó suplicante.
—Si así lo deseas —contesté.
—Gracias, capitán.
—Y, ahora, sal de mi presencia, esclavo.
—Sí, capitán —dijo, alejándose seguido por el jefe de cocina.
—¡Esclavo! —llamé.
El joven se volvió.
—Si muestras aptitud en el manejo de las armas, acaso me decida a cambiarte el nombre.
—¡Gracias, capitán! —exclamó con alegría.
—Quizá te llame Publius… o Tellius —sugerí.
—¡Por favor! —protestó el jefe de cocina.
—… o Henrius.
—Gracias, capitán.
—Pero recuerda que éste es un nombre muy ambicioso, y que para que te lo dé habrás de ser muy bueno en el manejo de las armas.
—Lo seré, lo seré —dijo, y abandonó la habitación corriendo alegremente.
El jefe de cocina me miró y sonrió.
—Nunca había visto a un esclavo correr tan alegremente a recibir una buena tunda de palos.
—Yo tampoco —admití.
Ahora, mientras bebía Paga en mi fiesta, me dije que haber consentido a aquel chico entrenarse en el manejo de las armas no había sido otra cosa que un signo de debilidad. Esperaba que en el futuro no tuviera más momentos como aquél. Estudié al chico mientras traía otro tark asado a la mesa. No, dar tal licencia a un esclavo era algo imperdonable. Tal momento de debilidad no debía repetirse.
Mis dedos acariciaban la cinta escarlata y el medallón que pendía de mi cuello. Era Bosko, el pirata, el almirante de Puerto Kar y acaso uno de los hombres más ricos y poderosos de Gor.
No, no habría más momentos de debilidad.
Extendí mi copa de plata con incrustaciones de rubíes y Telima, que estaba junto a mi silla en forma de trono, la llenó. Ni tan siquiera la miré.
Contemplé el extremo de la mesa, donde Thurnock, con su esclava Thura, y Clitus, con Ula, bebían y reían. Thurnock y Clitus eran hombres buenos, pero algo tontos. Eran débiles. Recordé cómo se habían encaprichado con aquel jovenzuelo Pez y le habían ayudado en el manejo de las armas. Hombres como ellos eran débiles. Jamás llegarían a ser capitanes.
Apoyé la espalda sobre la gran silla, con la copa de Paga en la mano, y dejé que mis ojos recorrieran la habitación. Estaba llena de mesas donde mis adeptos reían y bebían. A un lado había un grupo de músicos.
Habían dejado un gran espacio vacío ante mi gran mesa en el que de vez en cuando se organizaba alguna sencilla diversión, como tragafuegos, tragasables, acróbatas, magos y esclavos cabalgando unos sobre otros, golpeándose con cuchillas hechas con huesos de tarks.
—¡Bebamos! —grité.
Se alzaron las copas de nuevo.
Miré al extremo derecho de mi larga mesa. Sola en un largo banco estaba Luma, mi esclava y principal escriba. Pobre y escuálida Luma, en su traje de escriba. ¿Cómo había sido posible que trabajara en una taberna de Paga? ¡Pero si tenía una mente despejada para las cuentas y los negocios! Ella había conseguido aumentar en mucho mi fortuna. Le estaba tan agradecido que había consentido que estuviera presente en la fiesta y se sentara al extremo de la gran mesa. Por supuesto, ningún hombre libre se sentaría junto a ella. Además, para que mis otros escribas no se enojaran, le había puesto los brazaletes de esclava y alrededor del cuello una cadena que la sujetaba a la mesa por medio de un candado. Y así era como Luma, acaso la persona más importante de mi casa excepto yo, se hallaba presente en mi fiesta, sola y atada a un extremo de mi mesa.
—Más Paga —grité extendiendo la copa.
Telima la llenó.
—Hay uno que sabe cantar —dijo uno de mis hombres.
Esto me molestó, pero nunca me he entrometido en las diversiones de los que me rodean.
—Es un cantante de verdad —dijo Telima a mis espaldas.
El que hablara aumentó mi irritación.
—Ve a la cocina a buscar uvas de Ta —ordené.
—Por favor, mi Ubar, deja que me quede —rogó.
—No soy Ubar tuyo, soy tu amo.
—Por favor, amo, deja que Telima permanezca en el salón —rogó de nuevo.
—¡Está bien! —contesté.
Poco a poco los hombres a las mesas dejaron de chillar.
Sullius Maximus había hecho cegar a aquel hombre porque creía que la ceguera aumentaba la calidad del cantante, y nadie osaba contradecir las opiniones de Sullius Maximus, puesto que era un hombre de gran cultura que escribía versos y conocía gran variedad de materias venenosas. De todos modos, fuera esto verdad o no, el cantante ahora estaba solo en la oscuridad con sus canciones. Aquello era lo único que le quedaba.
Posé mis ojos sobre él. Vestía los hábitos de su casta, la de los cantores, pero se desconocía la ciudad de su procedencia. Son muchos los cantantes que vagan de un lugar a otro vendiendo sus canciones por un pedazo de pan y un poco de cariño. Hacía ya muchos años también yo había conocido a un cantor, se llamaba Andreas de Tor.
Ahora podía oírse incluso el chisporrotear de las antorchas. El cantante empezó a tocar la lira.
Canto al asedio de Ar,
a la luminosa Ar.
Canto a las lanzas y a las murallas de Ar,
a la Gloriosa Ar.
De los largos años de asedio de la ciudad,
del asedio de Ar,
de las agujas y de las torres,
de la intrépida Ar,
de la Gloriosa Ar,
canto yo.
No deseaba escuchar aquella canción. Fijé mi mirada en el fondo de mi copa de Paga. El cantante continuó.
Canto de Talena, la de los cabellos negros,
de la ira de Marlenus,
Ubar de Ar,
de la Gloriosa Ar.
No quería escuchar esta canción. Me enojaba ver que mis amigos la escuchaban en éxtasis, prestando máxima atención a los insignificantes sonidos que procedían de la garganta de aquel ciego.
Y canto de aquel
cuyo cabello era como un larl de sol,
de aquel que llegó a las murallas de Ar,
de la Gloriosa Ar,
aquel que llamaban Tarl de Bristol.
Miré a Telima, que estaba junto a mi gran sillón. Sus ojos estaban húmedos bebiendo en la canción. No era más que la hija de unos cultivadores de rence y con toda seguridad jamás había oído a un cantante, a un trovador. Pensé que sería mejor enviarla a la cocina, pero no lo hice. Sentí una de sus manos posarse sobre mis hombros. No di muestras de ser consciente de ello.
Y mientras las antorchas se iban extinguiendo, el ciego seguía cantando de Pa-Kur, el jefe de los asesinos, jefe de las hordas que cayeron sobre Ar después del robo de su Piedra del Hogar; y cantó de sangre, de estandartes y de cascos negros, del sol brillando sobre las espadas y las lanzas, de altas torres sitiadas, de grandes actos heroicos, de catapultas fabricadas de Ka-la-na, del atronador tharlarión de la guerra, y de tambores y trompetas, el chocar de las armas y los lamentos de los hombres; y también cantó del amor de los hombres a su ciudad, y conociendo tan poco a los seres humanos cantó sobre su valor y su lealtad, y sobre los duelos, los duelos que se batieron incluso en las murallas de Ar, y de los tarnsmanes luchando a muerte sobre las agujas y torres de Ar, y sobre otro gran duelo que tuvo lugar en el gran cilindro de la justicia en Ar, entre Pa-Kur y aquel llamado Tarl de Bristol.
—¿Por qué llora mi Ubar? —preguntó Telima.
—¡Calla, esclava! —dije irritado, quitando la mano que descansaba sobre mis hombros. Ella la apartó asustada, como si no hubiera sido consciente sobre lo que reposaba.
El cantante había acabado su canción.
—¿Cantante, existe realmente ese hombre que llamas Tarl de Bristol? —pregunté.
El viejo volvió la cabeza hacia mí, intrigado.
—No lo sé. Quizá no sea más que una canción.
Lancé una carcajada. Extendí mi copa de Paga y Telima volvió a llenarla.
Me puse en pie y levanté la copa. Mis adeptos me imitaron.
—Lo que sí sé es que hay oro y acero.
—¡Oro y acero! —repitieron mis amigos.
Bebimos.
—Y también, hay canciones —dijo el ciego.
Ahora todos guardaban silencio.
Miré al cantante.
—Sí —dije levantando la copa—, y también hay canciones. Cuando me senté de nuevo dije a mis esclavos:
—Festejad al cantante. —Y volviéndome a Luma, esclava y contable de mi casa encadenada al extremo de mi larga mesa, dije—: Mañana darás al cantor una copa de oro antes de que continúe su camino.
—Sí, amo —respondió Luma.
—¡Gracias, capitán! —exclamó el cantante.
Mis adeptos daban gritos de placer ante mi generosidad, muchos de ellos golpeándose el hombro izquierdo con el puño derecho de acuerdo con el saludo goreano.
Dos esclavas ayudaron al ciego a bajar del taburete donde había estado sentado mientras cantaba, y lo condujeron a una mesa en un rincón alejado del salón.
Bebí más Paga. Estaba furioso, Tarl de Bristol sólo vivía en las canciones. Tal hombre no existía. Sólo existían el oro y el acero y acaso también el cuerpo de las mujeres y alguna que otra canción que podía oírse en los labios de algún ciego.
Volvía a ser Bosko, el de los Pantanos, el pirata, el almirante de Puerto Kar. Mis dedos acariciaban de nuevo el medallón que pendía de mi cuello.
—¡Sandra! —grité—. ¡Traed a Sandra!
Los hombres volvieron a gritar de alegría.
Miré a mi alrededor. Aquélla era una verdadera fiesta para celebrar una victoria. Me molestaba que Mídice no estuviera presente, pero se había sentido indispuesta y me había rogado que la excusase. Tampoco Tab se hallaba presente.
Se oyó el tintineo de las campanillas de la esclava y Sandra, la bailarina que viera en una taberna de Paga en Puerto Kar y que más tarde comprara para divertir a mis hombres, apareció ante su amo.
La miré divertido. Aquella chiquilla se esforzaba por complacerme. Quería convertirse en primera esclava, pero yo la destinaba a divertir a mis hombres porque Mídice, bella, esbelta, de cabello negro y piernas maravillosas, era mi esclava favorita. Así como Tab era mi primer capitán.
Sin embargo, Sandra era interesante. Tenía pómulos altos, ojos negros que brillaban como ascuas y cabello negro como el carbón que, ahora, recogía sobre la cabeza. Estaba envuelta en un tejido de seda opaco color amarillo. Al aproximarse escuché el tintineo de las campanillas que rodeaban sus muñecas y tobillos, y de las que colgaban de su collar.
No iría mal que Mídice tuviera competencia. Dirigí una sonrisa a Sandra.
Me miró y el placer transformó su rostro.
—Puedes bailar, esclava —dije.
Sería la Danza de las Siete Correas.
Dejó caer la seda que la envolvía y se arrodilló ante la gran mesa y mi silla con la cabeza gacha. Llevaba cinco piezas de metal sobre su cuerpo. El collar y los aros que rodeaban sus tobillos y muñecas. De todos ellos pendían pequeñas campanitas. Levantó la cabeza y me miró. Los músicos empezaron a tocar. Seis de mis hombres, cada uno con una correa, se aproximaron a la bailarina. Mantenía los brazos bajos y un poco hacia los costados. Las seis tiras se ataron a sus muñecas y tobillos, y las dos restantes a la cintura. Los hombres, cada uno de ellos sujetando una tira, se apartaron a unos dos metros de ella. Tres a cada lado. Estaba aprisionada entre ellos.
Miré a Thura que había sido apresada por los laceros en la isla de rence. Miraba entusiasmada, como todos los demás.
Sandra, con movimientos felinos, como una mujer desperezándose, extendió los brazos. Los hombres reían. Era como si no supiera que estaba atada. Cuando intentó bajar los brazos a su costado, por un breve instante no lo consiguió; frunció el entrecejo; parecía desconcertada, luego se la permitió moverse a placer.
Dejé escapar una carcajada. Estaba soberbia.
Aún de rodillas, echó la cabeza hacia atrás y con insolencia levantó la mano para quitarse una de las horquillas. De nuevo la correa impidió el movimiento de su brazo durante un instante, a pocos centímetros del cabello. Frunció el entrecejo. Los hombres volvieron a reír. Por fin, unas veces al instante, otras impidiéndoselo, logró soltarse el cabello, aquel hermoso, espeso, largo y negro cabello que estando arrodillada la cubría hasta los tobillos. Luego lo levantó sobre la cabeza, pero las correas apartaron sus brazos y cayó de nuevo, espléndido, sobre su cuerpo. Enojada, luchó por sujetar el cabello sobre la cabeza, pero las correas se lo impedían. Aquel cabello había de caer suelto sobre su cuerpo.
Entonces, aterrada, como si por vez primera comprendiera que era una esclava, se puso en pie de un salto y luchó contra las correas al son de la música.
Me dije que nadie podía superar a las bailarinas de Puerto Kar: eran las mejores en todo Gor.
Negra y dorada, temblando y llorando, bailaba al ritmo de la música y de las campanillas de sus muñecas, tobillos y collar a la luz de las antorchas. Giraba, se retorcía, saltaba. A veces parecía libre, pero, en realidad, siempre atrapada por aquellas correas, siempre prisionera. De pronto saltaba hacia uno de los hombres, pero los demás no permitían que llegara a él. Trataba de escapar de aquella tela de araña de correas que la atrapaba, pero no lo conseguía.
Por fin, cuando el terror alcanzaba límites incalculables, los hombres tensaron las correas puño a puño hasta que de pronto liaron sus pies y manos con ellas, levantando sobre sus cabezas el arqueado cuerpo de la esclava capturada.
Los hombres gritaban o golpeaban su puño derecho sobre el hombro izquierdo mostrando su complacencia. Había estado realmente sensacional.
Luego, los hombres la llevaron atada ante mi mesa.
—Una esclava —dijo uno de ellos.
—Sí, una esclava —murmuró la joven.
La música acabó con gran estrépito. Los hombres parecían locos lanzando gritos y aplaudiendo. Yo estaba realmente satisfecho.
—Soltadla —dije a los hombres.
Lo hicieron, y ella corrió con movimientos felinos hasta alcanzar mi trono quedando arrodillada a mis pies. Levantó la mirada, el rostro sudoroso, jadeando, pero los ojos brillantes como luceros.
—Tu baile ha sido muy interesante —comenté.
Apretó su mejilla en mis rodillas.
—¡Ka-la-na! —pedí.
Alguien me entregó una taza llena de aquel vino. Agarré a Sandra por el pelo y tirando de su cabeza hacia atrás, vertí el líquido por su garganta haciendo que parte de él resbalara por el rostro y cuerpo de la joven.
Me miró con los labios teñidos por el vino.
—¿Te he complacido? —preguntó.
—Sí.
—No me mandes otra vez a complacer a tus hombres. Quédate con Sandra —suplicó.
—Ya veremos.
—Sandra quiere complacerte, amo. Sólo usaste a Sandra en una ocasión y no es justo —insistió—. Sandra es mejor que Mídice.
—Mídice es muy buena.
—Sandra es mejor. Prueba a Sandra y te convencerás.
—Todo es posible —dije, sacudiendo su cabeza pero permitiendo que continuara arrodillada junto a mi silla. Observé cómo otras esclavas lanzaban miradas de odio en su dirección, pero ella semejaba un gato satisfecho a los pies de mi sillón.
—El oro, capitán —dijo uno de mis guardas del tesoro.
Había preparado una pequeña sorpresa para aquellos que festejaban conmigo mi victoria.
Había colocado sobre la tarima en que descansaba mi sillón y la larga mesa, un gran saco lleno de discos de oro de Cos, de Tyros, de Ar, de Puerto Kar, incluso de las lejanas Thentis y Turia. Sólo unos pocos podían verlo.
—Traed a la esclava de Tyros —ordené.
Los hombres reían a carcajadas.
Extendí la copa de Paga pero no la llenaron. Miré a mi alrededor enojado.
—¿Dónde está la esclava Telima? —pregunté a una que pasaba cerca de mi silla.
—Estaba aquí hace un segundo —respondió.
—Creo que ha ido a la cocina —dijo otra de las esclavas.
No le había dado permiso para que abandonara su sitio.
—Yo te serviré Paga —dijo Sandra.
—No —dije, apartando la copa de Paga. Volviéndome a una de las esclavas ordené—: Haz que golpeen a Telima y luego que venga a servirme Paga.
—Sí, amo —dijo la esclava apresurándose a cumplir la orden.
Sandra bajó la cabeza con un gesto de enojo.
—No te enfades, o haré que también te azoten a ti.
—Es que deseo tanto poder servirte.
—¿Paga? —pregunté riendo.
Levantó la mirada; ahora sus ojos brillaban y los labios estaban ligeramente entreabiertos.
—No, vino.
—Comprendo.
Hubo animación general cuando tras el ruido de cadenas la dama Vivina fue llevada a mi presencia. Me apercibí de un movimiento a mi lado y vi que Telima estaba de nuevo junto a mi sillón. Había lágrimas en sus ojos. Estaba seguro de que tres o cuatro marcas procedentes del látigo del jefe de cocina cruzarían su espalda, pues el tejido de rep ofrece muy poca protección. Extendió el brazo y llenó mi copa de Paga.
Fijé mi mirada en la dama Vivina. Todos estaban pendientes de ella. Incluso algunos esclavos entre los que se encontraba Pez. Aquella mujer había sido mi máximo trofeo. Aquella misma tarde la había presentado, con sus otras damas, ante el Consejo de los Capitanes. Habían destacado por su belleza, con collares de plata al cuello y las muñecas atadas a las espaldas con brazaletes de oro, arrodilladas entre joyas, oro y montones de sedas y toneles de especias. Aquella que pudo ser Ubara de Cos en Puerto Kar no era más que parte del botín.
—Saludos, dama Vivina.
—¿Acaso es ése el nombre que has escogido para mí? —preguntó.
Aquella misma tarde, al regresar del consejo, había hecho que la marcaran y pusieran el collar de esclava. Ahora, ante mí, sólo llevaba el collar de esclava, la marca en el muslo y los brazaletes de esclava en las muñecas. Estaba realmente bella.
—Quitadle los brazaletes —ordené a uno de mis hombres.
Obedeció.
—Soltad su cabello.
Así se hizo, y el cabello se deslizó sobre los hombros. Hubo gritos de placer por parte de los hombres.
—Arrodíllate.
Obedeció.
—Eres Vina.
Bajó la cabeza en señal de conformidad. Luego me miró.
—Debo felicitarte, amo. Es un nombre excelente para una esclava.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—Vina.
—¿Qué eres?
—Esclava.
—¿Cuáles son tus obligaciones, esclava?
—Aún no he sido informada por mi amo.
También había marcado y puesto collares a sus damas, y ahora estaban encadenadas en algún lugar de mi casa en espera de que asignara obligaciones para ellas. Podía distribuirlas entre mis oficiales o entregarlas a mis hombres. O podrían servir de premio en competiciones y juegos, o como aliciente para que mis hombres rindieran mejor servicio. Incluso barajé la posibilidad de abrir una taberna de Paga en el centro de Puerto Kar con el nombre de «Las Cuarenta Doncellas». Pocos resistirían la tentación de ser servidos por bellas y altas damas de Tyros.
Pero en aquel momento mi atención se centraba en Vina, la que hubiera sido Ubara de Cos, y se había convertido en esclava de Bosko, de Puerto Kar.
—¿Qué atuendos hemos de pedir para ti? —pregunté.
Me miró, pero nada dijo.
—¿Qué te parece la túnica de esclava que efectúa la limpieza de casa?
Su mutismo no fue interrumpido.
—¿O he de pedir campanitas, sedas y perfumes para que seas esclava de placer?
—¿Se me destinará a ser esclava de placer? —preguntó con una sonrisa en los labios, pero con tono totalmente gélido.
Del saco que había junto a mi asiento, casi lleno de oro, saqué una pequeña prenda doblada y la tiré a sus pies.
La recogió y la miró.
—¡No! —exclamó.
—Póntelo —ordené.
—¡No! ¡No! —gritó con ira. Se puso en pie de un salto, sosteniendo aquel terrible tejido entre las manos. Intentó escapar, pero fue acorralada por mis hombres. Se volvía una y otra vez a mí repitiendo—: ¡No! ¡No!
—Póntelo.
Hizo lo que le ordenaba, pero sin ocultar su furia.
Hubo un coro de grandes risotadas.
La dama Vivina estaba ante mí vistiendo la túnica de la esclava de la olla.
—En Cos hubieras sido Ubara, pero en mi casa no serás más que una esclava de la olla.
La ira y la vergüenza habían enrojecido su rostro.
Los hombres no cesaban de reír y burlarse de ella.
—Jefe de cocina —llamé.
—Aquí, capitán —contestó Tellius desde más allá de las mesas.
—Ven.
El hombre se aproximó.
—Aquí tienes una nueva chica para la cocina —dije señalando a la joven con un gesto.
Con el látigo en la mano, giró en torno a ella sonriendo.
—Es una belleza —comentó.
—Tenla atareada todo el día. No quiero que sea perezosa.
—No lo será —prometió.
La dama Vivina apenas podía controlar su ira.
—¡Pez! ¿Dónde está ese esclavo que se llama Pez?
—Aquí —dijo, pasando de detrás de las mesas, donde había estado observando lo que acontecía, hasta situarse ante mí.
Con la cabeza indiqué a la esclava.
—¿Encuentras de tu gusto a esta esclava? —pregunté.
—Sí —respondió desconcertado.
—Muy bien. —Luego, volviéndome a ella, añadí—: El esclavo Pez te encuentra de su gusto, así que serás suya.
—¡No! ¡No! —gritó ella horrorizada.
—Harás uso de ella cuando lo desees —dije al muchacho.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡No! —volvió a gritar.
Se arrodillo ante mí, llorando y con los brazos extendidos.
—Es un esclavo y yo hubiera sido Ubara de Cos.
—Serás usada por él.
Gemía ocultando el rostro con las manos. Todos reían. Miré a mi alrededor. Me sentía feliz. Pero mi mirada se cruzó con la de Luma. No reía. Las lágrimas brillaban en sus ojos. Me enojó. Mañana haría que la azotaran.
Sandra reía alegremente a mi lado. Revolví su cabello con rudeza. Ella besó mi mano izquierda, pero la aparté de un golpe con la derecha. Al cabo de un momento había pegado su mejilla a mi brazo izquierdo.
Pez miraba a Vina con compasión. Eran tan jóvenes los dos. Él, apenas contaba diecisiete años y ella quince o dieciséis. Se agachó y la puso en pie obligándola a mirarle.
—Soy Pez.
—No eres más que un esclavo —protestó.
Trataba de esquivar sus ojos, pero él la obligó cogiendo el collar con sus manos y haciéndolo girar.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Soy la dama Vivina de Kasra.
—No, eres una esclava —corrigió él.
—¡No! —gritó ella, agitando la cabeza.
—Sí, y también yo soy un esclavo.
Y luego, para sorpresa de todos, le sujetó la cabeza con sus manos y la besó suavemente en los labios.
Ella le miró a través de las lágrimas.
Habiendo crecido en los aposentos del palacio de Tyros en Kasra, suponía que aquél era el primer beso que había recibido. Indudablemente había esperado recibir tal beso envuelta en sedas y a la luz de las lámparas del amor en el lecho del Ubar de Cos, pero lo había recibido en Puerto Kar, en casa de su enemigo y bajo la luz de las antorchas.
Nos sorprendió ver que no ofrecía resistencia a aquel beso. Él la rodeó con sus brazos.
—Soy tan sólo un esclavo —comentó el muchacho.
No podía creer lo que ocurría ante nuestros ojos. Ella, en su desdicha y soledad, levantó tímidamente los labios para que, en caso de complacerle, pudiera besarlos de nuevo. Él los rozó dulcemente con los suyos.
—También yo soy esclava. Me llamo Vina.
—Mereces ser una Ubara —dijo, aún sujetando su cabeza entre las manos.
—Y tú mereces ser un Ubar —susurró ella.
—Creo que encontrarás los brazos de Pez mucho más acogedores que los del gordo Lurius, en su lecho de pieles.
Volvió a mirarme a través de las lágrimas.
—Por la noche encadénalos juntos —dije al jefe de cocina.
—¿Con una sola manta? —preguntó.
—¡Por supuesto!
Aquellas palabras le hicieron perder seguridad y volvió a romper en lágrimas, pero Pez, con sumo cuidado, la cogió en brazos y la sacó del salón.
Lancé una sonora carcajada y mis amigos la corearon.
¡Qué broma haber hecho prisionera a la futura Ubara de Cos y ponerla de esclava en mi cocina y entregarla a un joven esclavo! Aquella historia no tardaría en conocerse en todos los puertos de Thassa y todas las ciudades de Gor. ¡Qué vergüenza para Tyros y Cos, enemigas de Puerto Kar! ¡Qué satisfacción ver la derrota y humillación del enemigo! ¡Qué maravilloso es el poder, el éxito y el triunfo!
Tambaleándome, metí la mano en el saco de monedas de oro y empecé a echarlas a puñados por la habitación. Por los suelos rodaban monedas de Ar, de Tyros, de Cos, de Thentis, de Turia y de Puerto Kar. Los hombres gritaban enloquecidos intentando atraparlas.
—Paga —grité extendiendo la copa, y Telima la colmó.
Lamentaba que Mídice y Tab no estuvieran a mi lado para compartir mi triunfo. Asiendo el borde de la mesa conseguí ponerme en pie. Derramé el líquido de la copa.
—Paga —grité de nuevo, y Telima llenó mi copa otra vez.
Enloquecido, gritando y chillando volví a lanzar monedas a todos los rincones del salón. Reía con desenfreno viendo a aquellos hombres saltar unos sobre otros, e incluso golpearse, por hacerse con las monedas que repetidas veces lanzaba de un extremo a otro del salón. Todos reían y gritaban.
—¡Viva Bosko! ¡Viva Bosko, almirante de Puerto Kar! —gritaban.
Lancé más monedas de oro, bebí. Aquello no tenía fin.
—Sí, ¡viva Bosko! —grité echando más monedas al aire.
—¡Viva Bosko! ¡Viva Bosko, almirante de Puerto Kar!
De pronto, oí un grito de terror. Procedía de la derecha. Me volví y miré con dificultad, debido a la borrachera, al extremo de la mesa. Luma, encadenada a ella me miraba con expresión de terror.
—La cara, la cara —repetía una y otra vez.
Estaba desconcertado. De pronto la habitación quedó en silencio.
—Ha desaparecido —dijo Luma sacudiendo la cabeza.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—La cara —respondió.
—¿Qué ocurre con la cara? —insistí.
—Nada, nada —respondió bajando la cabeza.
—¿Qué ocurría con la cara?
—Por un instante… pensé… que era la cara de Surbus.
Lancé un grito de rabia, y asiendo la mesa, volcando fuentes, platos y copas, la lancé fuera de la tarima. Thura y Ula gritaban. Sandra también gritaba mientras huía de mi lado haciendo sonar sus pequeñas campanitas. Luma, al estar encadenada a la mesa, fue arrastrada hasta quedar tendida sobre las baldosas del salón.
Furioso, giré y medio cayendo medio tropezando abandoné el salón.
—Almirante —gritaba alguien a mis espaldas.
Así fuertemente el medallón que colgaba de mi cuello. Tropezando y llorando de rabia me encaminé a mis habitaciones. Aún podía oír el alboroto causado por mi inesperada reacción. Furioso, me apresuraba, a veces cayendo otras chocando contra las paredes. Abrí las puertas de mi aposento de un solo golpe. Mídice y Tab se apartaron de un salto. Rugí, golpeando los muros con mis puños, y luego, arrancándome la capa, me giré llorando para enfrentarme a ellos. Había desenvainado la espada.
—Haré que te torturen y te empalen por esto, Mídice —grité.
—No —gritó Tab—. Yo soy el culpable. He sido yo quien ha forzado la entrada en la habitación.
—¡No! ¡No! —gemía Mídice—. La culpa es mía. La culpa es mía.
—Haré que te torturen y te empalen —dije mirando a Mídice. Luego miré a Tab—. Has sido un hombre bueno, Tab, de modo que te ahorraré el tormento. —Le hice un gesto con la espada—. Defiéndete.
Encogió los hombros. No desenvainó el arma.
—Es inútil. Sé que me matarás.
—Defiéndete —rugí.
—Está bien —dijo, sacando el arma.
Mídice, llorando, se arrodilló entre nosotros.
—Mata a Mídice —gemía.
—Te mataré lentamente ante sus ojos y luego la entregaré a la tortura.
—Mata a Mídice, pero déjale a él en libertad. Deja que se vaya.
—¿Por qué me has hecho esto? ¿Por qué? ¿Por qué? —preguntaba yo llorando.
—Le quiero —respondió también llorando.
Reí.
—No puedes amarle. Eres Mídice. Eres mezquina, egoísta y vana. En ti no hay amor alguno.
—A él sí que le quiero —continuó diciendo entre lágrimas.
—¿No me quieres a mí? —pregunté con súplica en la voz.
—No —susurró mirándome a través de las lágrimas—, no.
—Pero te he dado muchas cosas —gemí—. ¿No te he dado gran placer?
—Sí, me has dado muchas cosas.
—¿Y no te he dado placer? —insistí.
—Sí —admitió.
—¿Entonces, por qué?
—Porque no te amo.
—Sí, sí que me amas —grité desesperado.
—No, no te amo… y nunca te he amado.
Lloraba. Coloqué la espada en el cinto.
—Llévatela. Es tuya —dije a Tab.
—La amo —dijo él.
—¡Llévatela! —rugí—. Y márchate de mi casa. Que no vuelva a verte jamás.
—Mídice —dijo Tab con voz ronca.
Ella corrió hacia él, que colocó un brazo alrededor de su cuerpo; luego, abandonaron la habitación. Él no había envainado su espada.
Anduve lentamente por la habitación y sentándome sobre las pieles del lecho oculté mi cabeza entre las manos.
Ignoro cuánto tiempo permanecí en aquella posición. Oí un tenue sonido en la entrada. Levanté la cabeza. En el umbral de la puerta estaba Telima. La miré.
—¿Has venido a fregar el suelo?
—No, ya lo hice mucho antes para poder quedarme hasta tarde en la fiesta —respondió sonriendo.
—¿Sabe el jefe de cocina que estás aquí?
—No.
—Te azotarán.
Me di cuenta que en el brazo izquierdo llevaba el brazalete de oro que había regalado a Mídice.
—Tienes el brazalete.
—Sí.
—¿Cómo lo has conseguido?
—De Mídice.
—¿Lo robaste?
—No.
La miré a los ojos.
—Mídice me lo devolvió.
—¿Cuándo? —pregunté.
—Hace ya más de un mes.
—Fue muy amable con la esclava de la olla.
—Sí —dijo Telima con una sonrisa, a pesar de las lágrimas que brillaban en sus ojos.
—No he visto que lo llevaras puesto.
—Lo guardaba entre la paja de mi colchón.
La miré. Estaba junto a la puerta y parecía muy tímida. Estaba descalza y llevaba la manchada túnica de la esclava de la olla. Tenía alrededor del cuello un sencillo collar de acero. Pero lucía el brazalete de oro en el brazo izquierdo.
—¿Por qué te has puesto el brazalete de oro? —pregunté.
—Es lo único que tengo.
—¿Por qué has venido a esta hora?
—Mídice.
Lancé un grito y oculté mi cabeza entre las manos. Lloraba. Telima avanzó tímidamente.
—Te quería —dijo.
Negué con la cabeza.
—Pero le era imposible amarte —susurró.
—¡Vete a la cocina! —gemí—. Vete ahora mismo o de lo contrario te mataré.
Telima se arrodilló a pocos centímetros de mí. En sus ojos brillaban las lágrimas.
—¡Vete, o te mataré!
No se movió. Continuó arrodillada donde estaba. Negó con la cabeza.
—No, no lo harías. No podrías hacerlo.
—¡Soy Bosko! —grité, poniéndome en pie.
—Sí, eres Bosko. Fui yo quien te dio ese nombre —dijo sonriendo.
—¡Fuiste tú quien me destruyó!
—Si alguien se destruyó, ese alguien fui yo.
—¡Tú me destruiste! —sollocé.
—Tú no has sido destruido, mi Ubar.
—Sí, tú me destruiste y ahora yo te destruiré.
Me levanté de nuevo de un salto y desenvainado la espada levanté la hoja sobre su cabeza. Aún de rodillas, alzó los ojos llenos de lágrimas para mirarme.
Enfurecido, arrojé la espada contra las piedras de la pared. También yo me arrodillé ocultando el rostro entre las manos.
—Mídice, Mídice —gemí.
En una ocasión había jurado que jamás volvería a perder a otra mujer, ya que anteriormente había perdido a otras dos. Y ahora Mídice me había dejado. Le había dado las sedas más costosas, las más preciadas joyas. Había alcanzado la fama. Me había hecho poderoso, rico. Me había hecho grande. Pero ella se había ido. Ahora nada importaba. Se había ido, perdiéndose en la noche. Ya no era mía. Había elegido a otro hombre y yo la había perdido.
—¡Mídice! —gemí.
Me levanté, agité la cabeza y con la manga de la túnica limpié las lágrimas de mi rostro; luego me encaminé a los pies del lecho y me senté en él con la cabeza baja.
—Es duro amar y que no te amen —dije a Telima.
—Lo sé.
La miré. Se había peinado el cabello.
—Te has peinado.
—Una de las chicas de la cocina tiene un peine roto. Ula lo tiró hace tiempo —dijo sonriendo.
—Te deja usarlo.
—Trabajé mucho para ella a fin de que me lo dejara la noche que yo quisiera.
—Puede que la chica nueva también quiera usarlo para complacer a Pez.
—También ella tendrá que hacer mucho trabajo si quiere usarlo —dijo Telima sonriendo.
También yo sonreí.
—Ven aquí —dije.
Obediente, se levantó y vino a arrodillarse ante mí.
Extendí las manos y así su cabeza.
—Mi orgullosa Telima, mi antigua ama —dije mirándola arrodillada ante mí con los pies descalzos, el collar de acero en la garganta y la corta y sucia túnica de la esclava de la olla.
—Mi Ubar —susurró.
—Amo —corregí.
—Amo —repitió.
Saqué el brazalete de oro de su brazo y lo miré.
—¿Cómo te atreves, esclava, a llevar esto ante mí?
—Quería complacerte —susurró sobresaltada.
Tiré el brazalete a un lado del lecho.
—Esclava de la olla —dije.
Bajó la cabeza y una lágrima descendió por su mejilla.
—Pensabas que me conquistarías viniendo aquí a estas horas.
Levantó la cabeza.
—No.
—Pero el truco no te ha salido bien.
Negó con la cabeza.
Puse mis manos en el collar, forzándola a mirarme fijamente.
—Mereces llevar un collar.
En sus ojos aparecieron chispas. Era la Telima de hacía ya tiempo.
—¡También tú llevas un collar!
Arranqué de mi cuello la cinta escarlata con el medallón del Consejo de los Capitanes.
—¡Esclava arrogante! —grité.
Nada dijo.
—Has venido para atormentarme —acusé.
—¡No! ¡No!
Me levanté y la tiré sobre las baldosas del suelo.
—Has venido porque quieres convertirte en la primera chica.
Ella se levantó pero mantuvo la mirada baja.
—Ésa no fue la razón por la que vine aquí esta noche.
—¡Pero quieres ser la primera chica! —grité.
Súbitamente me miró. Estaba muy enojada.
—Sí, quiero serlo.
Reí. Me complacía oír la confesión de su propia boca.
—No eres más que una esclava de la olla. ¡Primera chica! Irás a la cocina para que te azoten.
—¿Quién será la primera chica? —preguntó con lágrimas en los ojos.
—Supongo que ahora lo será Sandra.
—Es muy hermosa.
—¿La viste bailar?
—Sí, es muy hermosa.
—¿Puedes bailar como ella? —pregunté.
—No —respondió sonriendo.
—Sandra tiene mucho interés en complacerme.
—Yo también quisiera poder complacerte —susurró.
Me hizo reír ver cómo la orgullosa Telima se humillaba ante mí.
—Recurres a la astucia de las esclavas.
Telima bajó la cabeza.
—¿Son las cocinas tan desagradables? —pregunté en tono burlón.
—Puedes ser odioso —dijo con lágrimas en los ojos.
Me alejé de ella.
—Puedes volver a la cocina.
Me di cuenta de que se alejaba hacia la puerta.
—¡Espera! —grité girándome; y ella, junto a la puerta, también se giró.
Y entonces las palabras que salieron de mi boca no parecían haber salido de mí, sino de un lugar muy profundo de mi ser. Nunca, desde que estuve arrodillado ante Ho-Hak en la isla de rence, había pronunciado palabras tan atormentadas.
—Soy muy desdichado y me siento muy solo.
—También yo… También yo me siento sola —murmuró llorando.
Nos acercamos y extendimos las manos, y nuestras manos se tocaron y yo retuve las suyas entre las mías. Y luego, llorando, los dos nos abrazamos.
—Te amo —gemí.
—Y yo te amo, mi Ubar. ¡Te he amado desde hace tanto tiempo!