3. HO-HAK
Los cultivadores habitan sobre unas islas hechas con cañas de rence. Miden de sesenta a setenta y cinco metros de longitud y están confeccionadas con juncos entretejidos de manera que puedan flotar por el pantano. Tienen un grosor de dos metros y medio a tres metros, siendo tan sólo visible un metro o algo menos. Cuando las cañas de rence se pudren bajo el agua extienden nuevas capas en la superficie de manera que después de varios meses la capa superior de la isla se convierte en la inferior.
Para evitar que las islas naveguen a la deriva hay varias maromas confeccionadas con plantas trepadoras de pantano que están atadas fuertemente a las raíces vecinas a la orilla del canal. Es peligroso introducirse en el agua para sujetar las maromas a las raíces debido a los voraces visitantes que merodean por los pantanos, pero procuran alejarlos introduciéndose varios hombres en el agua, y mientras uno de ellos sujeta las maromas los otros le protegen con lanzas o golpeando sobre metal o varas de madera, a fin de alejarlos o aturdirlos.
Cuando una comunidad desea trasladar su isla a otro lugar, simplemente cortan las maromas y los ocupantes se dividen en dos grupos: los que utilizan las pértigas para hacerla avanzar y los que preceden a la isla en esquifes abriendo un camino a través de la maleza. La mayoría de aquellos que utilizan la pértiga se reparten por la orilla de la isla, pero en el interior de la misma hay cuatro pozos rectangulares a través de los cuales se puede crear un impulso adicional por medio de las largas pértigas. Estos profundos pozos son en realidad agujeros recortados en la isla que permiten un lento avance sin arriesgar a sus habitantes a tomar posiciones en la orilla, donde pueden ser fácilmente atacados por sus enemigos. En momentos de emergencia se ocultan tras una empalizada de juncos entretejidos levantada alrededor de los pozos. Cuando tales emergencias tienen lugar las cabañas son derribadas para evitar que el enemigo se oculte tras ellas, y el agua y alimentos adquiridos en la parte del este del delta, donde el agua es fresca, son llevados al centro de la isla creándose así una especie de fuerte, especialmente como protección de las lanzas de sus atacantes. Por supuesto, esta defensa es prácticamente inútil cuando son atacados por un bien organizado ejército de guerreros como los que proceden de Puerto Kar. Rara vez una comunidad de cultivadores de rence ataca a otra. Según me habían informado, hacía más de cincuenta años que no había habido hostilidades entre las comunidades, ya que tenían suficientes quebraderos de cabeza tratando de esquivar a los recaudadores de impuestos de Puerto Kar, sin amargarse más aún la existencia peleándose entre ellos. Cuando la isla se halla sitiada, dos o tres habitantes descienden por los pozos y buceando intentan abrir un camino hacia la salvación, pero estos buceadores son con frecuencia víctimas de los voraces merodeadores del pantano o de las lanzas de los enemigos. Algunas veces prenden fuego a la isla y sus habitantes tratan de escapar por el pantano en sus pequeños esquifes. Cuando se consideran a salvo reúnen varios esquifes y sobre ellos empiezan una nueva isla.
—¿De manera que vas camino de Puerto Kar? —preguntó Ho-Hak.
Estaba sentado sobre una concha gigante que semejaba una especie de trono.
Yo estaba atado de manos y pies, arrodillado ante él. Dos sogas hechas con trepadoras del pantano habían sido atadas a mi cuello y a cada uno de mis costados había un hombre sosteniendo el otro extremo. Las cuerdas de mis tobillos habían sido desatadas lo suficiente para que pudiera salir tropezando de la canoa y pasar con dificultad a través de vociferantes mujeres, hombres y niños hasta llegar al trono de Ho-Hak. Me habían hecho caer de rodillas y ligado mis tobillos nuevamente.
—Sí —dije—. Mi intención era llegar a Puerto Kar.
—No nos placen los hombres de Puerto Kar —comentó Ho-Hak.
Había un collar de hierro oxidado rodeando su cuello del cual pendía un trozo de cadena. Supuse que los cultivadores carecían de herramientas para quitarle aquel collar, que era de suponer le había acompañado durante muchos años. Sin duda había sido esclavo y posiblemente escapó de las galeras y fue protegido por los cultivadores del pantano. Ahora, después de largos años, había alcanzado una posición de respeto entre ellos.
—Yo no soy de Puerto Kar —dije.
—¿Cuál es tu ciudad? —preguntó.
No respondí.
—¿Por qué quieres ir a Puerto Kar? —preguntó de nuevo.
Tampoco di respuesta. Nadie debía saber quién era yo, ni mi misión, ni que estaba al servicio de los Reyes Sacerdotes de Gor. Procediendo de Sardar sólo sabía que tenía que llegar a Puerto Kar y ponerme en contacto con Samos, el tratante de esclavos más importante de dicha ciudad y de quien se decía que era hombre de confianza de los Reyes Sacerdotes.
—Eres un proscrito —dijo, como ya había dicho la chica antes que él.
Alcé ligeramente los hombros.
Era verdad que el escudo y la ropa que me habían quitado no tenían insignia alguna.
Ho-Hak miró hacia el casco, el escudo y la espada de guerrero, así como al arco de flexible madera Ka-la-na, envuelto por pedazos de cuero, y el haz de flechas. Todo aquello había sido colocado entre nosotros.
Un espasmo contrajo la oreja derecha de Ho-Hak. Sus orejas eran muy grandes y los lóbulos largos y colgantes aún más alargados debido a los grandes y pesados pendientes que colgaban de ellos. Era obvio que había sido esclavo, pero también podía apreciarse que había sido un esclavo muy especial, un esclavo exótico, destinado, según los cánones de la esclavitud, a un destino más elevado que a ocupar un lugar en los bancos de las galeras.
Gor produce varios tipos de esclavos exóticos y todos ellos están destinados a ocupar lugares superiores a los criados para ser esclavos de pasión o esclavos de telar. Se crean exóticos para muy diversos usos, algunos, desgraciadamente, por el mero hecho de producir algo llamativo o vistoso. Ho-Hak bien podía ser uno de aquéllos.
—Eres un exótico —dije.
Esta vez las dos orejas de Ho-Hak se contrajeron, pero no parecía enojado. Su cabello era castaño, así como sus ojos, y lo llevaba largo sujeto a la nuca por una tira de tejido de rence. También su túnica, sin mangas, era de rence, como las de la mayoría de los cultivadores.
—Sí —respondió—. Me criaron para un coleccionista.
—Comprendo.
—Le rompí el cuello y escapé. Más tarde me capturaron de nuevo y me enviaron a las galeras —añadió.
—Y de nuevo escapaste.
—Al hacerlo —dijo mirando a sus grandes y fuertes manos—, maté a seis hombres.
—Y entonces te ocultaste en los pantanos.
—Sí, vine a ocultarme en los pantanos.
Me miró contrayendo ligeramente las orejas.
—También traje a los pantanos el recuerdo de muchos años en las galeras y el odio que siento por todo aquello que sea de Puerto Kar.
Nos rodeaban varios cultivadores de rence sosteniendo sus lanzas en actitud amenazadora. La chica que había servido de cebo para mi captura se hallaba casi a mi costado. Se mantenía erguida, orgullosa, como una mujer libre ante un esclavo desnudo y arrodillado. Sentía que su muslo casi rozaba mi mejilla. Sobre uno de sus hombros pendían los cuatro pájaros que había cazado. Los había matado y atado las patas de modo que colgaran dos sobre su pecho y dos a la espalda. También había otras mujeres y, tratando de mirar por entre los adultos, algunos chiquillos.
—Es de Puerto Kar —dijo la chica, moviendo las aves que colgaban del hombro—, o tenía intención de ser de Puerto Kar, si no ¿qué otra razón podía llevarle allí?
Nada dijo Ho-Hak durante un rato. Su cabeza era grande y su rostro mostraba gran calma.
Hasta mí llegaron los gritos de un tark doméstico y el sonido de sus pies pisoteando la alfombra de rence entretejido que formaba la isla. Un niño lloriqueaba persiguiéndolo. También oí el grito de algunas aucas domésticas que se paseaban libremente por la isla, que la abandonaban para buscar su propio alimento y regresar más tarde a su refugio. Las aucas salvajes no pueden ser domesticadas aun cuando sean jóvenes en el momento de su captura. No obstante, si se capturan sus huevos y se llevan a la isla sin permitir que al nacer vean a uno de sus hermanos durante la primera semana de su existencia, adoptan la isla como hogar y no muestran temor hacia los seres humanos. Van y vienen a placer pero siempre regresan a la isla. Si ésta es destruida se vuelven salvajes. En su estado doméstico, permiten que los humanos las toquen e incluso que las cojan entre sus brazos.
Entre quienes nos rodeaban destacaban algunos individuos de aspecto superior que resultaron ser los cabecillas de otras comunidades vecinas. Una isla normalmente alberga de cincuenta a sesenta habitantes. En mi persecución y captura habían colaborado hombres de varias islas. Por norma general, como ya he mencionado, estas comunidades se hallan distanciadas unas de otras, pero nos encontrábamos próximos al equinoccio de otoño y el mes de Se’Kara iba a comenzar, y para los cultivadores de rence aquellas fiestas significaban un gran festival. Para entonces el rence ya había sido cortado y grandes cantidades de rollos de papel rence ya estaban preparadas para la venta.
Hasta el solsticio de invierno, el rence se vendería en distintas ciudades en las orillas del delta, o los mercaderes vendrían en sus estrechos barcos en busca de la mercancía.
También el primero de Se’Var era festivo, aunque esta vez solamente para algunas islas y de forma limitada e individual. Una vez vendido el rence, las comunidades no desean estar próximas las unas a las otras puesto que representarían una meta propicia para los recaudadores de impuestos de Puerto Kar. Ciertamente, considero que debe ser un gran riesgo reunirse aun cuando tan sólo sea para celebrar la llegada de Se’Kara, ya que las grandes cantidades de rence almacenado en las islas debían representar un tesoro y, sin lugar a dudas, muy voluminoso.
Comprendí que algo extraño estaba sucediendo ya que junto a Ho-Hak había cinco o seis jefes de islas, cosa que rara vez ocurre incluso en época del festival. Normalmente, sólo son dos o tres los jefes que se reúnen para beber cerveza de rence, fabricada con las semillas de la planta, para bailar, jugar, llevar a cabo competiciones y galantear, ya que los jóvenes de las islas tienen pocas ocasiones de conocerse. ¿Cuál sería la razón de que tantas islas estuvieran allí reunidas? Con toda seguridad, la captura de un extraño en el delta no podía despertar todo aquel interés. Además, las islas debían haberse reunido antes de mi llegada al lugar.
—Es un espía —dijo uno de los hombres que estaba junto a Ho-Hak. Era alto y de fuerte aspecto. Tenía una lanza en la mano y sobre su frente ostentaba una banda de perlas de sorps del río Vosk.
Me pregunté qué podía haber en las islas de rence para espiar.
Ho-Hak no habló. Miraba a mis armas que yacían ante él.
Me moví un poco debido al dolor que las ataduras me producían.
—No te muevas, esclavo —masculló la chica que estaba junto a mí.
Al instante, las dos cuerdas atadas a mi cuello se tensaron y la mano de la chica asió mi cabello tirando de mi cabeza hacia atrás.
—Es de Puerto Kar, o al menos tenía intención de ser de Puerto Kar —dijo, mirando a Ho-Hak como si solicitara una respuesta.
Pero Ho-Hak continuó sin contestar y sin prestar atención a la chica.
Enojada, soltó mi cabello y empujó mi cabeza hacia un lado.
Ho-Hak continuaba mirando fijamente mi arco de Ka-la-na.
Las mujeres de los cultivadores de rence cuando están en los pantanos no se cubren el rostro con velos, como es práctica general de las mujeres de Gor, especialmente en las ciudades. Es más, son capaces de cortar el rence, prepararlo, cazar y, si lo desean, subsistir por sí mismas. Hay pocas cosas en las comunidades de rence que no sean capaces de realizar con igual destreza que los hombres. Su inteligencia y sus manos son requeridas por las comunidades y consecuentemente padecen pocas inhibiciones en cuanto se refiere a expresar sus propias opiniones.
Ho-Hak asió el arco y lo sacó de las pieles protectoras. Las flechas se esparcieron sobre la alfombra que formaba la superficie de la silla.
Dos o tres de aquellos hombres soltaron exclamaciones. Supuse que conocían los arcos pequeños pero que jamás habían visto uno como aquél.
Ho-Hak se puso en pie. El arco sobrepasaba la cabeza de varios de aquellos hombres.
Entregó el arco a la chica de ojos azules que había sido instrumento para mi captura.
—Ténsalo —ordenó.
Enojada, tiró las aves que colgaban de su hombro y tomó el arco.
Lo hizo con la mano izquierda y apoyó el extremo inferior contra el empeine de su pie izquierdo, asiendo la cuerda trenzada con seda con la mano derecha. Estuvo a punto de caer. Más enojada, si tal cosa era posible, devolvió el arma a las manos de Ho-Hak.
Éste bajó la mirada hacia mí. Sus orejas se agitaban casi imperceptiblemente.
—Éste es el arco de los campesinos, ¿verdad? —preguntó—. ¿El llamado gran arco o arco largo?
—Lo es —respondí.
—Hace años, en un pueblo en la falda de las montañas de Thentis, oí alabanzas sobre este arco.
Callé.
Entregó el arco al hombre que llevaba la banda adornada con perlas y le dijo:
—Ténsalo.
El joven entregó la lanza a uno de sus compañeros y asió el arco con mano segura. Al instante la seguridad le abandonó. Enrojeció y las venas de la sien parecían a punto de estallar. Con un gemido de disgusto devolvió el arco a Ho-Hak.
Ho-Hak lo miró de nuevo y luego, colocando el extremo inferior contra el empeine de su pie izquierdo, asió el arco con la mano izquierda y la cuerda con la derecha.
Un coro de exclamaciones escapó del círculo al ver cómo lo tensaba.
Le admiré. Tenía fuerza, mucha fuerza, pues había tensado el arco con suavidad. Acaso fuera adquirida en las galeras, pero era una fuerza extraordinaria.
—Muy bien —dije.
A continuación, Ho-Hak recogió de entre las flechas la correa de cuero y la sujetó a su antebrazo para que el cordel no lo lacerara, se colocó los pequeños dedales en el primero y segundo de sus dedos para evitar que el cordel cortara la carne hasta el hueso y, seguidamente, tomando una de las desperdigadas flechas, para admiración mía, la ajustó perfectamente.
Sujetaba el arco apuntando al cielo en un ángulo de cincuenta grados. Se oyó el limpio y rápido latigazo del cordón y la flecha salió disparada.
De todas las gargantas escaparon gritos de sorpresa, pues nadie creía que tal cosa fuera posible.
La flecha parecía haberse perdido entre las nubes y a tal distancia que su punto de caída era totalmente invisible.
Luego el grupo permaneció en silencio.
Ho-Hak soltó el arco.
—Los campesinos defienden sus posesiones con este arco —dijo, mirando al rostro de cuantos nos rodeaban.
Luego colocó el arco con sus fechas sobre el cuero que estaba extendido sobre el suelo. Me miró.
—¿Has matado con él? —preguntó.
—Sí —respondí.
—Cuidad que no escape.
Sentí la punta de dos lanzas sobre la espalda.
—No escapará —dijo la chica, metiendo una de sus manos entre las cuerdas que rodeaban mi cuello. Podía sentir sus nudillos a un costado de mi garganta. Agitó las cuerdas. Aquella chica me irritaba. Actuaba como si fuese ella quien me había capturado.
—¿Eres campesino? —me preguntó Ho-Hak.
—No —respondí—. Soy guerrero.
—No obstante —dijo la chica— ese arco pertenece a los campesinos.
—Pero yo no soy campesino.
Ho-Hak miró al hombre que llevaba la banda adornada con perlas.
—Con arcos como ése —le dijo— podríamos vivir libres en los pantanos, libres de los que viven en Puerto Kar.
—Es arma de campesinos —dijo el que no pudo tensar el arco.
—¿Y eso importa? —preguntó Ho-Hak.
—Soy cultivador de rence, no campesino.
—Tampoco lo soy yo —dijo la chica.
Los demás también protestaron.
—Además —dijo otro de los hombres—, no tenemos metal para las puntas de las flechas y el Ka-la-na no crece en los pantanos. Tampoco tenemos cordel suficientemente fuerte para los arcos.
—Y carecemos de cuero —añadió otro.
—Podríamos matar tharlariones —dijo Ho-Hak— para conseguir el cuero y, quizás, los dientes de los tiburones nos sirvan para hacer puntas para las flechas.
—Pero no tenemos madera de Ka-la-na, ni corcho, ni madera para las flechas —añadió otro.
—Podríamos cambiar el rence por tales cosas —dijo Ho-Hak—. Hay campesinos en algunas ciudades del delta, especialmente al este.
El hombre con la banda adornada con perlas y que no había sido capaz de tensar el arco rió.
—Tú, Ho-Hak, no naciste para cultivar el rence.
—No, eso es verdad.
—Nosotros sí. Nosotros somos cultivadores de rence.
Hubo un murmullo de aprobación.
—No somos campesinos —dijo el hombre de la banda bordada con perlas—. Somos cultivadores de rence.
Se oyeron nuevos gritos de confirmación.
Ho-Hak volvió a ocupar su asiento en la concha que le servía de trono.
—¿Qué haréis conmigo? —pregunté.
—Torturémosle en el festival —dijo el hombre con la banda en la frente.
Las orejas de Ho-Hak estaban planas sobre los lados de su cabeza. Miró fijamente al hombre de la banda.
—No somos de Puerto Kar.
El hombre encogió los hombros y miró a su alrededor. Observó que su sugerencia no había sido acogida con entusiasmo. Esto no le disgustó. Volvió a encoger los hombros y luego miró al suelo.
—Entonces —pregunté de nuevo—, ¿cuál será mi sino?
—No te invitamos que vinieras aquí —dijo Ho-Hak—. No te invitamos a que pasaras la señal de color sangre.
—Devolvedme mis pertenencias y no os proporcionaré preocupaciones.
Ho-Hak sonrió.
La chica a mi lado rió y también lo hizo el hombre con la banda sobre la frente, el que no había podido tensar el arco. A ellos se unieron algunos más.
—Tenemos por costumbre —dijo Ho-Hak— dar a aquellos que capturamos de Puerto Kar una elección.
—¿Y cuál es esa elección? —pregunté.
—Serás arrojado atado a los tharlariones del pantano.
Palidecí.
—La elección es sencilla —dijo Ho-Hak mirándome fijamente—: O te echamos vivo a los tharlariones, o te matamos antes. Lo que prefieras.
Luché inútilmente por escapar de mis ligaduras. Los cultivadores de rence, sin mostrar emoción alguna, me miraban. Luché durante un ehn. Luego dejé de hacerlo. Me habían atado fuertemente y sabía que no podía escapar. Estaba en poder de aquellos hombres. La chica volvió a reír y también lo hicieron el hombre con la banda en la frente y algunos más.
—Así nunca queda huella alguna del hombre que capturamos —dijo Ho-Hak.
Le miré.
—Nunca.
Nuevamente traté de romper las ligaduras, pero fue en vano.
—Resulta demasiado fácil que muera tan rápido —dijo la chica—. Es de Puerto Kar o iba a serlo.
—Eso es verdad —dijo el hombre con la banda en la frente—. Torturémosle en el festival.
—No —dijo la chica con furia—. Es mejor que sea un miserable esclavo.
Ho-Hak la miró.
—¿No es acaso ésa una venganza más dulce? —dijo siseando como una serpiente—. Que sirva a los cultivadores de rence como bestia de carga.
—Será mejor echarlo a los tharlariones —dijo el de la banda—. De ese modo nos desharemos de él.
—Es mejor avergonzarle —dijo ella—, y así, a la vez, avergonzaremos a los de Puerto Kar. Que trabaje y sea azotado durante el día y atado durante la noche. Cada hora del día trabajo y latigazos, que sepa de nuestro odio hacia Puerto Kar y hacia todos los de aquella ciudad.
—¿Por qué razón odiáis tanto a los de Puerto Kar? —pregunté a la chica.
—¡Silencio, esclavo! —gritó introduciendo los dedos entre las cuerdas que rodeaban mi cuello y retorciéndolas. No podía tragar ni respirar. Empecé a perder la visión de los rostros que me rodeaban. Luché por no perder el conocimiento.
Por fin retiró la mano.
Traté de recuperar el aliento. Devolví sobre la alfombra que formaba la superficie de la isla. Hubo gritos de asco y de protesta. Sentí la punta de las lanzas sobre mi espalda.
—Insisto en que sea echado a los tharlariones —repitió el de la banda.
—¡No! ¡No! —gemí.
Ho-Hak me miró. Parecía sorprendido.
También yo estaba sorprendido. Aquellas palabras no parecían mías.
—¡No! ¡No! —repetí.
Las palabras parecían ser de otro, no mías. Empecé a sudar. Tenía miedo.
Ho-Hak me miraba con curiosidad. Sus orejas se movían como si quisieran interrogarme.
No quería morir.
Sacudí la cabeza tratando de despejar la vista y, a la vez, luché por introducir aire en mis pulmones. Le miré a los ojos.
—¿Y tú eres de los guerreros? —me preguntó.
—Sí. Ya sé, pero lo soy.
Deseaba, desesperadamente, el respeto de aquel hombre fuerte y tranquilo, el suyo sobre todo. El que había sido esclavo y que ahora estaba sentado en aquella concha gigante que era su trono.
—Los dientes del tharlarión son rápidos, guerrero —dijo.
—Lo sé —respondí.
—Si lo deseas, podemos matarte antes.
—No quiero morir —dije bajando la cabeza avergonzado.
En aquel momento parecía que había olvidado todos los códigos del honor, era como si los hubiera traicionado. Ko-ro-ba, mi ciudad, había sido deshonrada, así como mi escudo. No podía mirar a los ojos de Ho-Hak de nuevo. Ante sus ojos, al igual que ante los míos, no podía ser otra cosa que un esclavo.
—De ti había esperado otra cosa —dijo Ho-Hak—. Había pensado que realmente eras de los guerreros.
Era incapaz de responderle.
—Veo ahora que eres uno de los de Puerto Kar —continuó diciendo.
No podía levantar la cabeza debido a la vergüenza que sentía. Jamás volvería a levantarla.
—¿Suplicas entonces que te deje ser esclavo?
La pregunta era cruel pero justa.
Miré a Ho-Hak con lágrimas en los ojos. Solamente vi desprecio en aquel tranquilo rostro.
—Sí —respondí bajando la cabeza—, suplico que me hagas esclavo.
Oí grandes risotadas de los que me rodeaban, las del hombre que llevaba la banda adornada con perlas y, la más amarga, las de la chica que estaba a mi lado y cuyo muslo casi rozaba mi mejilla.
—¡Esclavo! —exclamó Ho-Hak.
—Sí… amo —respondí.
La palabra tenía un sabor amargo para mis labios. Todo esclavo en Gor se dirige a un hombre libre calificándole de amo y a toda mujer libre como ama, aun cuando sólo pertenezca a una persona.
Oí nuevas risotadas.
—Quizá aún te echaremos a los tharlariones —dijo Ho-Hak.
Bajé la cabeza y oí risas de nuevo.
En aquel momento no me importaba si me echaban a los tharlariones o no. Me parecía haber perdido todo aquello que me era más querido aún que la propia vida. ¿Cómo podría mirarme a la cara o mirar a los otros? Había escogido una servidumbre ignominiosa antes que la libertad de una muerte con honor.
Sentía asco, sentía vergüenza. Era verdad que ahora podían arrojarme a los tharlariones puesto que, de acuerdo con las costumbres de Gor, un esclavo no es más que un animal y, como él, uno puede disponer de su existencia a su antojo. Pero ya no me importaba porque sentía asco, porque estaba avergonzado.
—¿Hay alguien que quiera este esclavo? —oí preguntar a Ho-Hak.
—Dámelo.
Era la cristalina voz de la chica que estaba a mi lado.
Más risas y un fuerte resoplido del hombre que llevaba la banda de perlas en la frente.
Me sentía pequeño e insignificante junto a aquella chica que mantenía el cuerpo erguido y lleno de vigor. Y qué desdichada era aquella bestia, aquel esclavo que se arrodillaba, desnudo y atado, a sus pies.
—Tuyo es —oí decir a Ho-Hak.
Todo mi cuerpo ardía de vergüenza.
—¡Traed pasta de rence! —ordenó—. Ahora desatadle los tobillos y quitadle las cuerdas del cuello.
Una mujer abandonó el grupo para traer pasta de rence y dos hombres me libraron de las cuerdas que ataban mis tobillos y rodeaban mi cuello, pero mantuvieron aún atadas mis manos a la espalda.
Un momento más tarde regresó la mujer portando un puñado de pasta de rence húmeda en cada mano. Cuando se deja secar sobre piedras planas forma una especie de tarta que luego sazonan con semilla de rence.
—Abre la boca, esclavo —dijo la chica.
Hice lo que me ordenaba y ella forzó la pasta dentro de mi boca. Aquello resultó divertido para el grupo que nos rodeaba.
—Cómetelo. Trágalo —ordenó de nuevo.
La garganta me dolía pero hice lo que me ordenaba.
—Tu ama te ha alimentado —dijo la chica.
—Mi ama me ha alimentado —repetí.
—¿Cuál es tu nombre?
—Tarl —respondí.
Con fuerza salvaje golpeó mi boca haciendo que mi cabeza se ladeara de uno a otro lado.
—Un esclavo no tiene nombre.
—No tengo nombre —dije.
Empezó a dar vueltas a mi alrededor.
—Tienes los hombros anchos y eres fuerte, aunque estúpido —rió—. Te llamaré Bosko.
—Soy Bosko.
Hubo más risas.
—Mi Bosko —dijo ella riendo.
—Pensaba —dijo el hombre con la banda sobre la frente— que hubieras preferido tener un hombre como esclavo, uno que fuera orgulloso y no temiera a la muerte.
La chica me cogió por el pelo y tiró mi cabeza hacia atrás. Me miró a la cara.
—¡Cobarde y esclavo! —Me escupió.
Bajé la cabeza. Lo que había dicho era verdad. Había tenido miedo de morir y había escogido la esclavitud. Ya no podía ser un hombre. Me había perdido.
—Sólo sirves para ser esclavo de una mujer —dijo Ho-Hak.
—¿Sabes qué voy a hacer contigo? —preguntó la chica.
—No —respondí.
—Dentro de dos días tendrá lugar el festival y te subiré a la tarima como recompensa para las chicas —dijo riendo.
Hubo más risas y gritos de placer.
Mi cabeza y hombros se desplomaron hacia delante. Temblaba de vergüenza. La chica giró y ordenó con orgullo:
—Sígueme, esclavo.
Luché hasta conseguir ponerme en pie, para diversión de todos los cultivadores de rence. Tambaleándome seguí a la chica que era mi ama y a la que pertenecía.