13. BOSKO EL PIRATA

Hacía ya cuatro meses que había arribado al puerto de Telnus, capital del Ubarato de Cos. Hay cuatro grandes ciudades en Cos, siendo Telnus la mayor de todas ellas. Las otras tres son Selnar, Temos y Jad.

Había llegado en el más rápido de los tres barcos con ariete escoltados por los cinco barcos del arsenal. Ordené que me llevaran a tierra en una de las barcas largas, que hice regresar a la galera ya que deseaba presentarme ante los Ubares de Cos y Tyros sin escolta. Aquello formaba parte de mi plan. Recuerdo mi entrada en el gran salón del trono de Cos. Expuse, tan bien como pude, la propuesta del Consejo de los Capitanes de Puerto Kar para llegar a un acuerdo que permitiera relaciones comerciales entre los dos Ubaratos y la ciudad en el delta del río Vosk.

Mientras hablaba, Lurius de Jad, el Ubar de Cos, y Chenbar de Kasra, el Eslín del Mar, Ubar de Tyros, permanecieron callados en los tronos. Me miraban fijamente pero no hacían preguntas.

A un lado, envuelta en un velo de seda y ricamente enjoyada, estaba sentada Vivina, la pupila de Chenbar. No era mera coincidencia que le acompañara a Cos. Había sido traída a la isla para que Lurius la viera y, en el caso de complacerle su belleza, convertirla en su futura Compañera de Estado. Su cuerpo serviría para sellar la amistad de los dos Ubaratos. Su velo era diáfano y pude apreciar que era bella y muy joven. Mi mirada pasó a la del corpulento y descuidado Lurius, Ubar de Cos, quien como un gran saco de carne descansaba entre los brazos de su trono. Así son los asuntos de Estado. Chenbar, por el contrario, era enjuto, de grandes ojos y manos nerviosas. Estaba seguro de que aquel hombre era muy inteligente y hábil en el manejo de las armas. Tyros tenía un eficiente y peligroso Ubar.

Ambos escucharon con paciencia mi discurso. Cuando terminé, Chenbar, mirando a Lurius, abandonó el asiento.

—Prended sus naves —ordenó.

—Comprobaréis que mis barcos han abandonado ya el puerto de Telnus —dije.

El corpulento Lurius saltó del asiento amenazándome con el puño.

—¡Tharlarión! ¡Tharlarión de Puerto Kar! —gritó.

—¿Supongo que nuestras condiciones de paz han sido rechazadas? —pregunté sonriendo.

Lurius escupió.

—Tu suposición es correcta —dijo Chenbar, que había vuelto a sentarse en el trono.

—En tal caso, me retiro.

—Creo que no será tan fácil —comentó Chenbar sonriendo.

—¡Encadenadlo! —gritó Lurius.

—Reclamo la inmunidad del heraldo.

—¡Denegada!

Extendí los brazos en cruz y sobre mis muñecas se cerraron los grilletes.

—Recordad que se os ha ofrecido la paz.

—¡Y nosotros la hemos rechazado!

Vivina rió. Parecía divertida. Varios de los presentes se unieron a su risa.

Lurius se sentó de nuevo en el trono. Respiraba con dificultad.

—Llevadlo al mercado y vendedlo en el muelle de los esclavos. Cuando estés encadenado en el banco de los remeros, mi elegante capitán de Puerto Kar, quizá descubras que no eres tan listo y valiente como te crees.

—Ya lo veremos, Ubar —respondí. Sentí que tiraban de las cadenas y me volví para abandonar el salón.

—Espera.

Había hablado Chenbar. Di media vuelta para mirar a los Ubares.

—¿Puedo presentarte a la dama Vivina? —dijo, señalando a la mujer cubierta con el velo de seda.

—No quiero ser presentada a un tark de Puerto Kar —siseó la joven.

—No olvidemos los modales, querida —dijo Chenbar sonriendo.

Se levantó y apoyando su pequeña mano enguantada en la de Chenbar, descendió los peldaños de la tarima sobre la que estaban los tronos, y se paró ante mí.

—¿Puedo presentarte, capitán, a la dama Vivina? —repitió Chenbar.

Ella bajó la cabeza y luego la levantó de nuevo.

—Es un honor —respondí.

—¡Tharlarión! —exclamó ella.

La joven se volvió y fue conducida a su asiento por Chenbar. Cuando hubo ocupado su silla me permití comentar:

—Tu extraordinaria belleza, gran señora, que el velo apenas consigue ocultar, es digna del Ubar de Cos…

Lurius hizo una mueca que quería ser una sonrisa. La joven se atrevió a levantar ligeramente la comisura de sus labios.

—O de un collar en Puerto Kar —terminé diciendo.

Lurius se puso en pie de un salto levantando el puño contra mí. Los ojos de la joven relampagueaban bajo el velo de seda. También ella había abandonado su asiento. Señalándome con un dedo ordenó:

—¡Matadlo!

Dos espadas se desenvainaron detrás mío.

Chenbar rió e hizo una señal a los dos hombres que estaban a mi espalda. Lurius, furioso, volvió a sentarse en el trono. También la joven ocupó de nuevo su asiento.

—Sin duda, desnuda resultarías incluso más bella —añadí con osadía.

—¡Matadlo!

—¡No! —dijo Chenbar con la sonrisa en los labios.

—Sólo quería decir que tu belleza me recuerda las esclavas, desnudas y con cadena doble, que sirven en las tabernas de Paga en Puerto Kar. Algunas de ellas son muy hermosas.

—¡Matadlo! ¡Matadlo! —suplicaba.

—No, no —gritó Chenbar.

—No me hables como si fuera una esclava —dijo la joven.

—¿Acaso no lo eres? —pregunté.

—¡Qué osadía!

Con la cabeza señalé a Lurius hundido en el trono.

—Tengo esclavas que son más libres que tú.

—¡Tharlarión! ¡Seré Ubara! —gritó.

—Te deseo mucha felicidad.

La furia le impedía hablar.

—Aquí, serás Ubara. En mi casa no serías más que una esclava de la olla.

—¡Matadlo!

—Calla —ordenó Chenbar.

La joven obedeció.

—La dama Vivina, como ya debes saber, es la prometida de Lurius, Ubar de Cos.

—No sabía que el compromiso había sido sellado.

—Esta misma mañana —aclaró Chenbar. Lurius sonrió. La joven me miró con furia.

Hubo algunos corteses golpecitos en el hombro izquierdo con la mano derecha, que es la manera general de aplaudir en Gor, a excepción de los guerreros, que chocan sus armas.

Chenbar sonrió levantando la mano para acallar los aplausos.

—Esta unión servirá de lazo a los dos Ubaratos. Después de la ceremonia nuestras flotas se unirán con el fin de visitar Puerto Kar.

—¿Y cuándo piensan hacerlo?

—Alrededor del sexto pasaje.

—Eres muy generoso con la información.

—Estamos entre amigos.

—O esclavos —dijo la joven, señalándome con el dedo.

—O esclavos —dije yo, mirándola fijamente.

Sus ojos volvieron a lanzar chispas.

—¿Habéis tenido tratos con el Ubar Henrius Sevarius?

—Con su regente Claudius —rectificó Chenbar sonriendo.

—¿Por qué no con Henrius Sevarius?

—No es más que un niño.

—¿Y eso qué importa?

—Es un niño. No tiene poder.

—¿A quién obedecen sus hombres?

—A Claudius.

—Comprendo.

—Recuerda el nombre de Claudius, capitán —dijo Chenbar—, puesto que será el Ubar de Puerto Kar.

—¿Como agente de Cos y Tyros?

—Sin duda alguna —dijo Chenbar riendo.

—Acaso ignores que Claudius y las fuerzas de Henrius Sevarius no se hallan en condiciones de dirigir en Puerto Kar.

—Nuestra información es mucho mejor de lo que piensas. Puedo asegurarte que liberaremos a Claudius de su actual situación.

—Pareces bien informado de lo que ocurre en Puerto Kar.

—Así es —dijo Chenbar—. ¿Acaso te complacería conocer a nuestro principal informador? Será él quien guíe nuestras naves hasta allí.

—El placer sería inmenso.

Un hombre se adelantó de entre los dignatarios que rodeaban los tronos. Había permanecido todo el tiempo oculto entre las sombras. Su largo cabello negro estaba sujeto con una tira de color escarlata. Había esperado encontrarme frente a frente con Samos.

—Bosko, soy Lysias. Supongo que no me has olvidado.

—Sí, te recuerdo acaso mucho mejor que tú a mí.

—¿Qué quieres decir? —preguntó intrigado.

—¿No eras tú quien en el delta del río Vosk fuiste atacado por un gran número de cultivadores de rence, viéndote obligado a abandonar barcos, mercancía y esclavos?

—Este hombre es peligroso. Aconsejo que se acabe con él cuanto antes —dijo Lysias dirigiéndose a Chenbar.

—No. Lo venderemos. Haremos un buen negocio vendiéndolo.

La joven echó la cabeza hacia atrás y rió alegremente.

—Insisto en que es peligroso —volvió a decir Lysias.

Chenbar me miró.

—El dinero que consigamos vendiéndote lo emplearemos en equipar nuestras flotas. No será una gran cantidad, pero de esa manera tendrás la satisfacción de haber contribuido a la gloria de Cos y Tyros. Y espero que no seas el último de los capitanes de Puerto Kar que se siente en los bancos de los remeros.

—Al parecer tengo asuntos a los que debo atender. Si no te parece mal, pido permiso para abandonar el salón —dije con ironía.

—Una cosa más.

—¿Qué es?

—¿No olvidas despedirte de la dama Vivina? Sin duda, no volverás a verla.

—Por lo general no visito los bancos de los remeros —dijo ella.

El salón se llenó de carcajadas.

—¿Nunca has paseado entre ellos?

—¡Claro que no!

Las mujeres de alto rango generalmente viajan en cabinas montadas en la popa de las galeras.

—Puede que algún día tengas la oportunidad de hacerlo.

—¿Qué quieres decir?

—No es más que una broma —comentó Chenbar.

—¿Cuándo beberás el vino de la Libre Unión con Lurius, el noble Ubar de Cos? —pregunté.

—Primero iré a Tyros para prepararme. Luego volveré a Cos con los barcos llenos de tesoros. Entonces tomaré el brazo de Lurius y beberemos la copa de la Libre Unión.

—¿Puedo desearte un buen viaje y mucha felicidad en el futuro?

Afirmó con la cabeza y sonrió.

—Creo haber oído mencionar barcos con tesoros.

—Así es.

—Al parecer, tu bello cuerpo no es suficiente para el noble Lurius.

—¡Tark! —siseó.

Chenbar rió.

—¡Lleváoslo! —gritó Lurius golpeando los brazos del sillón con los puños.

Sentí que las cadenas tiraban de mis muñecas.

—¡Adiós, gran señora!

—¡Adiós, esclavo!

Me arrastraron fuera del salón a empujones.

Las calles de la ciudad estaban casi desiertas cuando al amanecer de la mañana siguiente me sacaron del palacio de Lurius de Jad, Ubar de Cos, atado y escoltado por la guardia. La noche anterior había llovido y aún quedaban charcos entre las piedras de la calle. Las tiendas todavía estaban cerradas con una barra de madera sobre sus puertas, ennegrecida debido a la humedad. De vez en cuando podía verse alguna luz en las ventanas. Recuerdo haber visto acurrucada cerca de la entrada del palacio de Lurius a una tosca figura que había venido demasiado temprano a vender sus verduras. Parecía medio dormido y casi no se fijó en nosotros. Era un hombre de gran tamaño, en ropas de agricultor. Junto a él, envuelto en cuero para protegerlo de la humedad, había un gran arco. Su cabello era amarillo y crespo. Sonrió cuando pasamos ante él.

En el muelle de los esclavos me unieron a la cadena de los que esperaban ser vendidos con poca ceremonia.

A la hora octava llegaron varios capitanes de los barcos redondos y empezaron a charlar de precios con el jefe de los esclavos. Éste, en mi opinión, pedía demasiado por su mercancía, ya que no éramos más que simples remeros, pero no deseando ser apaleado, frené mi impulso de calificarlo de abusivo en los precios; además, existía la posibilidad de que le hubieran ordenado recaudar el máximo con el fin de incrementar el erario destinado al equipamiento de las flotas. Me irritó un poco que me manosearan y ordenaran mostrar los dientes, pero en total estas humillaciones no fueron peores que las de mis compañeros de infortunio. Es más, considerando que iba a ser vendido a las galeras, mi estado de ánimo no era demasiado malo.

Apoyado contra uno de los postes que soportaban la estructura del muelle de los esclavos había un pescador remendando sus redes. Trabajaba con esmero sin prestar atención a cuanto le rodeaba. Junto a él estaba su tridente. Su cabello era negro y largo y los ojos grises.

—Déjame probar tu pulso. Sólo quiero hombres fuertes en mi barco —dijo uno de los capitanes.

Extendí el brazo. Al instante lanzó un grito de dolor.

—Para, esclavo —ordenó el jefe de los esclavos, golpeándome con el mango del látigo.

Solté la mano del capitán, ya que no tenía intención de romperle el brazo. Me miró incrédulo, colocando la mano bajo el sobaco izquierdo.

—Perdóname, amo —dije consternado.

Con paso inseguro continuó su camino inspeccionando a los otros.

—Si vuelves a hacerlo te cortaré el pescuezo —dijo el jefe de los esclavos.

—Dudo que Chenbar y Lurius aprueben tal cosa.

—Quizá tengas razón.

—¿Cuánto quieres por ese esclavo? —preguntó un capitán alto con una barba muy cuidada.

—Cincuenta discos de cobre.

—Es demasiado.

—Ése es el precio.

—Está bien —confirmó el capitán, haciendo un gesto a uno de los escribas mientras sacaba una bolsa para pagar.

—¿Puedo preguntar el nombre de mi amo y el de su barco? —inquirí.

—Soy Tenrik. Tenrik de Temos, y mi barco es el Rena de Temos.

—¿Y cuándo zarparéis?

—Esclavo, haces más preguntas que un pasajero —respondió riendo.

Sonreí.

—Zarparemos con la marea —añadió al cabo de un instante.

—Gracias, amo —dije inclinando la cabeza.

Tenrik, seguido por el escriba, giró y se alejó.

Observé que el pescador había acabado de remendar sus redes y estaba recogiéndolas. Una vez dobladas las echó sobre el hombro, cogió el tridente y se alejó sin tan siquiera dirigir una mirada al muelle de los esclavos.

El jefe de los esclavos estaba contando los cincuenta discos de cobre.

—Demasiado —dije agitando la cabeza.

—Hay orden de pedir el máximo —dijo encogiendo los hombros y sonriendo.

—Sí, supongo que tienes razón.

No me disgustó el Rena de Temos. Era un barco redondo y pude apreciar su anchura y la profundidad de su quilla. Era lento. No me gustaron demasiado los mendrugos de pan, de cebollas y los guisantes que nos dieron para comer, pero no esperaba mantener aquella dieta demasiado tiempo.

—No te resultará fácil remar en este barco —dijo el jefe de remeros mientras ponía las cadenas alrededor de mis tobillos.

—El destino de un esclavo no es muy halagüeño —comenté.

—Es más, tampoco encontrarás en mí a un jefe fácil —dijo riendo.

Cerró el candado con la llave y marchó a ocupar su asiento en la popa del barco. Siendo una nave grande, ante él se sentaba un hombre fuerte con correas alrededor de las muñecas cuya misión era la de llevar el ritmo de los remos por medio de un enorme tambor de cobre al que golpearía con unas mazas de madera.

—Remos fuera —ordenó el jefe de remeros.

Sobre nosotros podía oír los gritos de los marineros llevando a cabo las maniobras necesarias. Las velas no serían desplegadas hasta que hubiéramos abandonado el puerto. Sentí que empezábamos a mecernos. Esto suponía que habían soltado las amarras. Los ojos del barco estarían girando hacia la entrada del puerto. Todos los barcos en Gor tienen ojos pintados en la proa, como en los barcos de guerra, o en la popa, como en los redondos. Estos ojos representan la creencia de los hombres de mar de que un barco es un ser viviente que precisa tales órganos para ver el camino.

—Remos listos.

Los remos tomaron posición.

—¡Remad!

Resonó el gran tambor y los remos, todos a una, penetraron en el agua. Apoyé los pies sobre el tablero que había sobre la cubierta y forcé los brazos para mover el mío. Lento, como un pájaro pesado y gordo, el barco empezó a moverse hacia las dos torres altas que guardaban la entrada del puerto de Telnus, capital de la isla de Cos, sede del Ubar Lurius.

Llevábamos dos días en el mar. Hacíamos una pausa comiendo una de nuestras cuatro raciones diarias de pan, cebollas y guisantes. Nos pasábamos botas de agua. Los remos habían sido recogidos. El Rena de Temos era un barco de dos mástiles fijos y velas latinas. Para ser una nave pesada nuestro avance había sido rápido, pero ahora el viento había dejado de favorecernos. Habíamos remado durante varios ahns aquella mañana y ahora, era casi un ahn pasado el mediodía.

—Tengo entendido que eras capitán —dijo el jefe de remeros mirándome fijamente.

—Sí, soy capitán en Puerto Kar —afirmé.

—Pero esto no es Puerto Kar.

Le miré.

—Puerto Kar está donde ejerza su poder —respondí.

Me devolvió la mirada.

—Observo que el viento ha amainado —comenté.

Palideció.

En aquel momento, sobre nuestras cabezas y desde el puesto del vigía, se oyó un grito:

—¡Dos barcos a babor!

—¡Remos fuera! —vociferó el jefe corriendo hacia su silla.

Coloqué mi cazo con el pan, las cebollas y los guisantes bajo el banco. Podría hacerme falta más tarde. Saqué el remo y me coloqué en posición.

En el puente los hombres corrían y gritaban.

Hasta mí llegó la voz del capitán Tenrik que gritaba:

—¡Todo a estribor!

El barco empezó a girar.

—Otros dos barcos por estribor —avisó el vigía.

—Rumbo original —gritó Tenrik—. A toda vela. Velocidad máxima.

Tan pronto el Rena de Temos giró a su rumbo original el jefe de remeros ordenó «¡Remad!», y los mazos golpearon con fuerza sobre el gran tambor de cobre. Dos marineros bajaron de la cubierta superior asiendo látigos que pendían a espaldas del jefe de remeros. Sonreí. Aunque los remeros fueran azotados no podían remar con mayor rapidez y por rápidos que fueran no conseguirían escapar.

—Otros dos barcos a la vista. Por la popa —volvió a gritar el vigía.

Las mazas golpeaban una y otra vez sobre el gran tambor. Medio ahn más tarde oí a Tenrik llamar al vigía.

—¿Puedes distinguir las banderas?

Blancas con rayas verdes y la cabeza de un bosko.

Uno de los esclavos encadenado ante mí susurró por encima del hombro:

—¿Cómo te llamas, capitán?

—Bosko —respondí remando con fuerza.

—¡Jaiiii! —gritó.

—Remad —vociferó el jefe de remeros.

Los marineros con los látigos ahora corrían por entre los bancos, pero ninguno de los encadenados perdía el ritmo.

—Están alcanzándonos —chilló uno de los marineros del puente.

—Más rápidos —gritó otro desde la cubierta superior.

Era imposible golpear el gran tambor con mayor rapidez, además los remeros no podrían mantener aquel ritmo durante mucho más tiempo.

No habría pasado un cuarto de ahn cuando llegó a mis oídos lo que estaba esperando desde hacía ya tiempo.

—Otros dos barcos —gritó el vigía.

—¿Dónde? —preguntó Tenrik.

—¡Justo ante nosotros!

—¡Timón a estribor!

—¡Izad los remos! ¡Remos de babor! ¡Remad!

Izamos los remos y a continuación sólo los de babor cortaron el agua. Inmediatamente el Rena giró ocho puntos a babor en el compás de Gor.

—¡Todos los remos! ¡Remad! —ordenó ahora el jefe de remeros.

—¿Qué hemos de hacer? —preguntó el esclavo que se sentaba ante mí.

—Remar —contesté.

—¡Silencio! —chilló uno de los marineros, azotándonos. Luego, perdiendo el control, empezaron a azotar las sudorosas espaldas de los remeros. Dos de los esclavos perdieron los remos y obstaculizaron el ritmo de los restantes.

El jefe de los esclavos se precipitó entre los bancos arrancando los látigos de las manos de los marineros y ordenándoles que subieran al puente.

Aquél era un buen jefe de remeros.

—¡Izad remos! ¡Preparados! ¡Remad!

De nuevo remábamos a ritmo y el Rena avanzaba sobre las aguas.

—¡Más rápido! —gritó un hombre que bajaba del puente.

El jefe de remeros miró a sus hombres. Apenas podían mantener aquel acelerado ritmo.

—Reduce cinco puntos el ritmo —ordenó al hombre que estaba sentado ante el tambor.

—¡Idiota!

Un oficial bajó apresuradamente las escaleras y de un golpe derribó al jefe de los esclavos de su silla. Volviéndose al hombre sentado ante el tambor ordenó:

—¡Ritmo máximo!

De nuevo los remos se movían a máxima velocidad. El oficial, con un grito de rabia, giró y subió corriendo las escaleras que conducían al puente.

Ritmo máximo.

No había pasado un ahn cuando uno de los esclavos no consiguió mantenerlo, luego fueron dos y los restantes empezaron a perder el compás. No obstante, el hombre ante el tambor continuaba golpeándolo con fuerza. Luego remos y tambor perdieron el compás y no había manera de coordinar los movimientos.

El jefe de remeros, con el rostro ensangrentado, se levantó del suelo.

—Izad los remos —ordenó. Luego, volviéndose al hombre sentado ante el tambor, añadió—: Diez puntos por debajo del ritmo máximo.

Volvimos a coger el ritmo y de nuevo el Rena avanzó.

—¡Más rápido! —gritó el oficial desde arriba.

—¡Éste no es un barco de guerra! —contestó el jefe de los esclavos.

—¡Morirás por esto! ¡Morirás!

Mientras el hombre del tambor mantenía el ritmo, el jefe de los remeros, temblando y con la boca ensangrentada, avanzó por entre los bancos hasta colocarse ante mí. Me miró fijamente.

—Yo soy quien manda aquí —informé.

—Ya lo sé —respondió.

En aquel instante el oficial volvió a bajar las escaleras. Llevaba la espada desenvainada en la mano y sus ojos eran los de un loco.

—¿Quién es el capitán de Puerto Kar? —preguntó.

—Yo —respondí.

—¿Eres el llamado Bosko?

—Así es.

—Voy a matarte.

—Yo no lo haría.

Detuvo el brazo.

—Si me ocurre algo, a mi gente no le gustará.

El brazo cayó a su costado.

—Quítame las cadenas —ordené.

—¿Dónde está la llave? —preguntó al jefe de remeros.

Cuando hubo abierto los grilletes, abandoné el remo. Los esclavos estaban alarmados pero mantenían el ritmo.

—Liberaré a todos aquellos que estén conmigo —dije.

Los esclavos vitorearon a coro.

—De ahora en adelante, seré yo quien dé las órdenes. Haced lo que os diga.

Hubo más gritos de alegría.

Extendí la mano y el oficial me entregó la espada ofreciéndome el puño.

Con un gesto ordené que ocupara mi asiento. Rojo de ira obedeció.

—Se preparan para romper los remos —gritó alguien desde el puente.

—Retirad remos —ordenó el jefe de remeros por instinto.

Los esclavos empezaron a recoger los remos.

—Remos fuera —ordené.

Obedeciendo a mi orden volvieron a ocupar su posición. De pronto, por todo el lado de estribor se oyó un gran crujido. Los esclavos chillaron, saltaron astillas. El ruido era ensordecedor. Algunos remos fueron arrancados de las manos de los remeros, otros medio partidos o rotos; las vigas que corrían paralelas a los costados y que sujetaban las cadenas de los esclavos saltaron derribándolos de los bancos. Hubo gritos de dolor, más de una costilla y brazo había sido roto. Por un instante el barco se decantó hacia estribor y el agua penetró por los toletes, pero otro barco arremetió contra el Rena destrozando los remos del otro costado, enderezando, a la vez, la nave. Ahora se mecía lisiada sobre el agua.

Desde mi punto de vista, la batalla había concluido. Dirigí una mirada al oficial.

—Toma la llave y suelta a los esclavos.

El capitán Tenrik daba órdenes a sus hombres para repeler el abordaje.

El oficial empezó a soltar a los esclavos.

Miré al jefe de remeros.

—Eres un buen jefe, pero ahora hay hombres heridos a los que debes atender.

Metí mi mano bajo el banco que había ocupado. Mi cazo había sido abollado y su contenido flotaba en dos o tres dedos de agua, pero me senté sobre el banco para acabar lo que quedaba. De vez en cuando miraba por los toletes. El Rena estaba rodeado por ocho barcos, y dos galeras del arsenal se aproximaban a sus costados. No había intercambio de flechas o lanzas. El capitán Tenrik ordenó no ofrecer resistencia a los invasores.

Alguien saltó sobre la cubierta del Rena, luego dos más, y a continuación fueron muchos los que lo hicieron.

Habiendo terminado el contenido del cazo lo dejé sobre el banco y subí las escaleras empuñando la espada.

—¡Capitán! —exclamó Thurnock.

Junto a él estaban Clitus y Tab, sonriendo.

Hubo gritos de alegría procedentes de los barcos de Puerto Kar. Levanté la espada agradeciendo el saludo. Me dirigí al capitán Tenrik.

—Gracias, capitán.

Bajó la cabeza en señal de saludo.

—Por lo que he visto, eres un excelente capitán —comenté.

Me miró sorprendido.

—La tripulación es diestra y la nave es buena.

—¿Qué piensas hacer con nosotros? —preguntó.

—El Rena precisa reparaciones que sin duda podrán realizarse en Cos o en Tyros.

—¿Nos dejas en libertad? —preguntó sin dar crédito a mis palabras.

—Si así no fuera, pagaría mal la hospitalidad brindada. Creo que es deber mío devolver el bajel que se me ha prestado. Los esclavos, por supuesto, quedan libres. Vendrán con nosotros. La tripulación, a vela o a remo, sin duda conseguirá llegar a buen puerto.

—Nos las arreglaremos.

—Llevad a los esclavos, tanto si están heridos como si no, a nuestros barcos. Quiero partir para Puerto Kar antes de un ahn.

Clitus empezó a dar órdenes a mis hombres.

—Capitán —dijo una voz a mi espalda.

Giré y vi ante mí al jefe de remeros.

—Mereces ser jefe de remeros en un barco con ariete —dije.

—Era enemigo tuyo.

—Si lo deseas, puedes venir conmigo.

—Lo deseo —respondió.

Me dirigí a Thurnock y Tab.

—Ofrecí paz a Cos y a Tyros, y por ello me condenaron a las galeras.

—¿Cuándo las atacaremos? —preguntó Tab.

Reí.

—Creo que cuanto antes mejor, puesto que os han ofendido —dijo Tab riendo.

—Sí, me han ofendido y ahora podremos atacarles.

Mis hombres gritaron de alegría, pues pensaban que los barcos de Bosko se habían sometido demasiado tiempo al dominio marítimo de Cos y de Tyros.

—El Bosko se ha enojado —gritó Thurnock riendo.

—Así es —dije.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Clitus.

—Regresar a Puerto Kar. Si no recuerdo mal, hay una galera pesada esperándome que será muy útil cuando ataquemos a Cos.

—Sí que lo será —comentó Thurnock.

—¿Y cuando estemos en Puerto Kar, qué haremos? —preguntó Tab.

Le miré fijamente.

—Pintaremos los barcos de verde —respondí.

El verde, en Thassa, es el color de los piratas. Casco, velas, remos, jarcias… todo verde. Un barco verde en el reluciente Mar de Thassa puede resultar casi invisible.

—Así se hará —dijo Tab.

Los hombres que nos rodeaban volvieron a lanzar gritos de alegría. Al ver al oficial cuya espada empuñaba, reí y lancé el arma clavándola en la cubierta a sus pies.

—Tu espada —grité.

Salté por encima de la borda y alcancé la cubierta de la galera del arsenal. Mis hombres me siguieron soltando los garfios y maromas que unían nuestro barco al Rena.

—Y ahora, rumbo a Puerto Kar.

Antes de finalizar un mes las naves de Bosko, una galera ligera, dos de clase media y otra pesada, hicieron sus primeros estragos en Thassa.

Hacia los últimos días del segundo mes, la bandera de Bosko era conocida desde landa hasta Torvaldsland y desde el delta del río Vosk hasta los salones del trono en Cos y Tyros.

Mis tesoros no tardaron en aumentar considerablemente, así como el número de mis barcos. Con el oro que conseguí por mis actos de piratería compré extensos muelles y almacenes en el borde oeste de Puerto Kar. Sin embargo, para facilitar el amarre de mis barcos y reducir los impuestos, decidí vender algunos de los redondos que había atrapado, así como algunos de los largos de inferior calidad. Siempre que me era posible dedicaba a mis barcos redondos al comercio, asesorados por Luma, la esclava, mientras que los barcos con ariete, o de guerra, los enviaba a luchar contra Cos y Tyros, en grupos de dos o tres. Normalmente yo dirigía una flota de cinco barcos con ariete y pasaba grandes temporadas en el mar buscando importantes víctimas.

No había olvidado aquel tesoro que iba a zarpar de Tyros con destino a Cos, con la bella Vivina destinada a ocupar el lecho del Ubar de esta última isla.

Envié espías a Tyros, Cos y muchos otros puertos de Thassa. Creo que llegué a conocer el movimiento de los barcos de aquellos dos Ubaratos mejor que muchos de los miembros de sus consejos. Por consiguiente no fue por accidente que yo, Bosko el de los Pantanos, en el Quinto Pasaje del año 10120 desde la fundación de Ar y cuatro meses después del fallido golpe de Henrius Sevarius, estuviera sobre el puente de mi buque insignia, el Dorna de Thassa, al mando de una flota de dieciocho de mis barcos, más doce pertenecientes al arsenal, a una hora y lugar determinado del luminoso Mar de Thassa.

—Flota por el costado de babor —gritó el vigía.

—Desmontad mástiles y arriad velas. Todo listo para atacar —ordené.