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El fenómeno Podemos: ¿por qué nadie supo verlo?

Anna Grau

Analizar por qué algo nos ha dejado de piedra es fácil. Bastante más difícil es verlo venir. Doctores le sobrarán ahora a Pablo Iglesias para calibrar el porqué del para muchos inesperado éxito de Podemos en las elecciones europeas del 25 de mayo de 2014. Pero las elecciones, como las pistolas, mejor calibrarlas antes de disparar y no después, si queremos que sirva de algo.

¿Por qué los cinco eurodiputados obtenidos por esta formación resultan tan chocantes, en primer lugar? ¿Es que para empezar son tantos? Tampoco estamos hablando de la vuelta de campana que Barack Obama dio a las elecciones presidenciales norteamericanas de 2008, las que en un largo primer momento parecía imposible que pudiera no ganar Hillary Clinton. Obama consiguió romper todas las apuestas sobre la candidatura demócrata primero y sobre la elección nacional después, valiéndose precisamente de algunos de los trucos, atributos o gracias electorales que muchos elogian ahora en Pablo Iglesias: ego y convicción en el propio carisma a prueba de bomba, maestría en el manejo de las redes sociales y de la penetrante capilaridad de los mensajes, habilidad para eludir las zancadillas de los más poderosos o, incluso, para utilizarlas a su favor.

Pero no perdamos la perspectiva. Obama hizo historia porque entró en la Casa Blanca. Pablo Iglesias ha entrado en el Parlamento Europeo con cuatro colegas a escasos meses de inventarse y de registrar unas siglas políticas (a cuyo carro ni siquiera él se subió en un primer momento), y ese mérito no se lo quita nadie. Pero tampoco saquemos las cosas de quicio. El millón y cuarto de votos obtenidos por Podemos está muy bien. Pero en parte luce tanto debido a la abstención, que por mucho que se minimice sigue siendo brutal (54 por ciento), y sobre todo debido a la extraordinaria fragmentación del voto. Sin el bipartidismo tambaleándose y sin la proliferación de pequeñas formaciones ávidas de entrar en la brecha, cinco eurodiputados tampoco parecerían, con perdón, la hostia.

Lo que más ha puesto los pelos de punta a ciertos analistas es que en tan poco tiempo Podemos haya logrado hacerle algo más que cosquillas a Izquierda Unida y equipararse, y hasta sacarle una cabeza, a opciones minoritarias pero de recorrido mucho más largo, acreditado y sólido, como Unión Progreso y Democracia de Rosa Díez o el Movimiento Ciudadano de Albert Rivera. Pero si se tiene en cuenta que en estas elecciones los dos partidos mayoritarios, sintiéndose más amenazados que nunca, pusieron especial empeño en blindarse ante los pequeños, decretando verdaderos apagones informativos de todo lo que no fuese Partido Popular, Partido Socialista Obrero Español y compañía, puede haberse dado la curiosa paradoja de ponérselo más fácil a quien menos tuviese que comunicar o que ofrecer. Experiencia y complejidad pueden haber contado menos que un inagotable desparpajo.

¿Es o pretende ser esto despectivo para Podemos? En absoluto. Es un mero intento de acotar la cuestión, de tratar de descifrar por qué nos sorprende lo que nos sorprende. Por qué se supone que nadie podía ver venir a Podemos y sobre todo por qué se supone que eso tiene que descolocarnos tanto.

Recapitulemos. Hace tres años este país vibró, o creyó vibrar por primera vez en mucho tiempo, con el estallido del movimiento del 15-M. Después de años y décadas de apoltronamiento político directamente proporcional al boom económico y el apogeo consumista y del quedar a deber (algún día se podrían analizar los paralelismos entre el cómodo desarrollismo de los años sesenta en el franquismo y la cultura del pelotazo de los noventa y primeros 2000), de pronto la crisis vaciaba bolsillos, truncaba buenos rollos y abría conciencias o por lo menos malas uvas en canal. De pronto la Puerta del Sol era como la plaza Tahrir en Egipto, primavereaba todo el mundo de la Ceca a La Meca pasando por Badajoz, la calle y las redes sociales bullían en un infinito pícnic beligerante.

Pasado el primer momento de desconcierto y hasta el primer susto, se lanzaron a jalearles, desde el presidente de Coca-Cola en España hasta toda la progresía profesional, particularmente la mediática. Un extraterrestre que hubiese aterrizado en aquel momento en cualquier quiosco de España se habría quedado con la impresión de que aquí acababan de estallar la Revolución francesa, el Mayo del 68 y el Verano del Amor, todo en uno. Bueno, esto último, quizás no tanto.

Una vez más, esto no pretende ser ni falta de respeto ni exceso de ironía hacia el 15-M y sus seguidores, sino, más bien, hacia algunos de sus intérpretes, analistas y afanosos exégetas. Es que había que ver lo que se dijo y lo que se escribió en algunos sitios. Que si la «placenta de la rebelión», que si una nueva aurora democrática, que si esto, que si lo otro… Cualquier acampado con don de lenguas o al menos de gentes devenía un disputado comunicador al que muchas tribunas políticas y de opinión hacían extravagantemente la pelota. Hubo hasta quien se construyó un chiringuito la mar de apañado convirtiéndose a toda pastilla en quinceemólogo.

Dio encima no sólo la casualidad de que a los egipcios les diera por amotinarse casi al mismo tiempo, sino que se acabara de publicar un breve opúsculo del intelectual francés Stéphane Hessel, Indignaos, que por supuesto nadie o casi nadie en el 15-M se había leído, pero que quizás por eso mismo no hubo ningún problema en adoptar como manifiesto fundacional e indiscutible semilla teórica de todo el tema. Ya teníamos de todo, hasta inoportunas y ocasionalmente estúpidas cargas policiales contra los acampados, para crear ambiente.

Lo genial de la «indignación» era su ambigüedad esencial. Lo mucho que molaba y lo poco que en el fondo exigía o comprometía, su capacidad de colarse por los intersticios menos explorados entre la política y la realidad. Se alumbraba así una forma de rebeldía que trascendía el aparente bloqueo del sistema para dar soluciones o al menos respuesta a muchos problemas. La Indignación no era tampoco una solución, de hecho, no se hacía responsable de ofrecer ninguna. Su función no era ésa. Se trataba más de denunciar que el emperador andaba desnudo que de vestirle.

Quien más, quien menos, en la izquierda tradicional se lanzaron a hacer la pelota al quinceemismo, a tratar de proclamarse sus asideros políticos, su correlato político e institucional. Cuando lo cierto es que si algo evidenciaba lo que estaba pasando era una alarmantísima ruptura de fondo y de forma entre el alma progre y sus sucesivas encarnaciones ideológicas.

De un lado teníamos a una socialdemocracia arteriosclerótica y caduca, incapaz de la más elemental autocrítica, enrocada no ya en el sostenella y no enmendalla, sino en la sistemática contradicción sangrante. Instalada en un permanente blanco y decir negro, en parte por no saber cómo adaptar los viejos ideales a las nuevas realidades —económicas, sociales, demográficas—, en parte por una arrogante negativa profunda a firmar acuse de recibo de este legítimo desconcierto (si fuese honrado), pero también, y quizás sobre todo, por la temeraria convicción de que eran ellos o el caos. Que siempre es mejor una mala izquierda que una derecha regular.

Ese punto de vista tiene su razón de ser, o mejor dicho, tiene su corazón hecho de muchas tripas. En este país hay mucha gente que no está emocionalmente preparada para no ser de izquierdas. Que experimenta una intensa necesidad de sentirse progre (en el sentido de que el sentimiento anteceda al pensamiento y casi lo supla), porque no concibe otro lado bueno de la vida y de la Historia. Esto no es ningún sentimiento ridículo en mi opinión. No es algo para burlarse o reírse. Si acaso encierra una tragedia sutil, que es cierta inextirpable necesidad colectiva de utopía, lo cual es un impulso noble. Pero que a poco que se adultere deviene en hambre de caudillaje, cuando menos de pastoreo. Cuán pocos son los que a estas alturas se atreven a enfrentarse con el mundo a pecho descubierto y con ideas propias, que no tienen por qué ser las mismas cada día: a distintos problemas pueden caber distintas soluciones. Pero para muchos eso no es signo de independencia de criterio sino de falta de coherencia. De espantosa falta de previsibilidad y de fiabilidad.

¿Insinúo que tiene la izquierda el monopolio del adoctrinamiento mientras que la derecha carece de él? No es tanto eso como que, por lo menos en nuestro país, la derecha carece y ha carecido casi siempre de encanto y de verdadera ambición de seducción. Sólo la izquierda se ha preocupado de llenar el hueco de las necesidades de liderazgo emocional, del apetito de conducción utópica que en muchos espíritus han dejado vacantes el desprestigio y desuso de la religión y la tradición, que digan lo que digan no han sido sustituidas por nada demasiado parecido ni a la ilustración ni a la razón. A una oscuridad más o menos conocida y segura, le ha seguido un intratable vacío. En la boca de las ideas y en la del estómago.

Por eso a la izquierda en general se le toleran errores garrafales, mentiras clamorosas y una general impermeabilidad a la evidencia que jamás se le perdonarían a la derecha. Porque la izquierda, tal y como aquí la entendemos, aspira mucho menos a arreglar el país o el mundo que a hacernos sentir buenos, e incluso mejores de lo que somos. A devolvernos una imagen idealizada de nosotros mismos. A consolarnos de todo lo fallido y mezquino que muy a nuestro pesar contenemos.

Volvamos al paralelismo, así sea un tanto traído por los pelos, con Barack Obama. Yo estaba allí, en Estados Unidos, cuando su figura empezó a agigantarse, a resoplar como posible ganador de las elecciones… contra toda lógica. Yo me tiraba fascinada de los pelos, trataba por todos los medios de razonar. ¿Cómo podían preferir la radical inexperiencia de este joven senador por Illinois a la dilatada y acreditada ejecutoria de Hillary Clinton? ¿Cómo se podía acusar a Sarah Palin de no tener experiencia política cuando al fin y al cabo venía de gobernar un estado, así fuese el de Alaska, mientras que Obama no tenía en su bagaje ejecutivo ni siquiera el gobierno de una comunidad de vecinos? ¿Cómo no se daban cuenta de que por un lado acusaba a George W. Bush de tener la culpa de la crisis, y por otro lado le daba todo el apoyo en el Congreso (mucho más que los sectores liberales del Partido Republicano) a la hora de rescatar el sistema bancario y financiero con los impuestos de la gente? (Por cierto, ¿les suena esta medida? Pues en Estados Unidos tuvo tanto éxito como el que andado el tiempo tendría aquí, y les ha dado homologables satisfacciones).

Resumiendo, que a mí Obama me parecía un perfecto advenedizo, un parvenu total sin otro mérito que el de la indiscutible labia y el ser negro, y no podía entender, de verdad que no podía entender, ni harta de bourbon, el porqué del entusiasmo ciego que era capaz de inspirar en tantísimas personas. «Es que me inspira», era todo lo que sabían decirme, cuando les preguntaba. Les daba igual que vendiera humo. Lo que querían era emocionarse votándole. Sentirse bien. ¿Han visto ustedes la película Matar a un ruiseñor, con Gregory Peck interpretando al inolvidable blanco bueno, al abogado defensor de los negros en pleno y profundo Sur, a Atticus Finch? Bueno, pues votando a Obama muchos se encaramaban a ser eso.

Todo este largo rodeo responde, sí, en parte a que le prometí al editor que este texto alcanzaría los 30 000 caracteres —por una vez que me dejan explicarme sin resumir horriblemente—, pero, por otro lado, también creo que no se puede entender el fenómeno ni del 15-M ni de Podemos sin insistir hasta la saciedad en que aquí la izquierda, cuanto más temperamental mejor, cubre necesidades emotivas, no políticas. Y subrayo la adversativa, la contraposición, porque si algo demuestra la historia reciente es que, puestos a elegir entre unas necesidades y otras, muchas personas de este país priorizan sus necesidades emotivas sobre las políticas. Votan (o acampan) a favor de su sentimiento, incluso si eso va o puede acabar yendo en contra de sus intereses.

Me recuerdo cruzando de madrugada la Plaça Catalunya de Barcelona el domingo 22 de mayo de 2011, después de celebrarse unas elecciones autonómicas en las que, como era de esperar, el PSOE se llevó algún que otro varapalo. Recuerdo el campamento quinceemero extrañamente sosegado bajo la luz de la luna. Pasé junto a unas chicas que sentadas en el suelo fumaban cadenciosamente unos porros. Y una de ellas dijo: «Vale, ya la hemos liado y mira lo que hemos conseguido, que las elecciones las gane la derecha». Proféticas, no sé si tanto como divinas, palabras.

Bueno, el resto es Historia. Andado el tiempo (no mucho) el PSOE perdió las elecciones generales, fue sustituido en el poder por el PP, y se desató una guerra interna en la familia socialista que todavía dura. El éxito de Podemos en las elecciones parece haberle dado la puntilla definitiva a Alfredo Pérez Rubalcaba en el momento de escribir estas líneas.

Es curioso el movimiento de dientes de sierra que la relación entre izquierda institucional e izquierda callejera, izquierda oficial y real (o al menos autoproclamada como tal) ha ido siguiendo a lo largo de este tiempo. A la quinceememanía de hace tres años siguió una especie de repelús que es quizás una de las razones que explican que el éxito de Podemos haya pillado a tantos con el análisis y las calzas a media asta. Cuando se vio que aquel movimiento podía salir rana, los mismos que lo habían jaleado se distanciaron y pasaron a hablar de cualquier otra cosa.

Curiosamente, en los últimos tiempos les ha hecho mucho más caso la derecha que la izquierda. Así sea en negativo, para culparles de los escraches, del radicalismo incontrolado, etc., el caso es que la gente de Podemos, con Pablo Iglesias a la cabeza, ha merecido un nivel de crítica y de ataque desde las huestes conservadoras que, quieras que no, les ha bañado en visibilidad. Una visibilidad muy romántica para determinados sectores, todo hay que decirlo. Y que advertirlo.

Tanto es así que una, de ser malpensada, podría acabar preguntándose si no lo han hecho adrede. Si cuando Pedro Arriola y compañía ponían y ponen a Podemos a parir, no estaban, están y estarán pretendiendo exactamente lo que han conseguido: que en este país se hable más de esta gente que del PSOE o de ninguna posible alternativa de gobierno desde el centroizquierda, que es la única con posibilidades reales de devenir mayoritaria. Y de apelar a la racionalidad y no al mero sentimiento.

Fue muy comentado el enfrentamiento de los dos candidatos de los partidos mayoritarios, Miguel Arias Cañete (PP) y Elena Valenciano (PSOE), en un debate electoral televisivo que para muchos ganó Valenciano (y que, curiosamente, tuvo lugar en el tercer aniversario exacto del 15-M).

Se consideró entonces que Cañete había desaprovechado en aquel debate las bazas de su indiscutible superior conocimiento de la política europea, preparación intelectual, etc., frente a una Valenciano menos sólida y documentada pero más eficaz en la expresión del sentimiento. Sobre todo el sentimiento de las feministas, los damnificados por la crisis, las víctimas de los recortes, etc. Se afirmó que ella había sido más hábil que él a la hora de erigirse en portavoz de la calle.

Bueno, pues a la vista del resultado electoral, toma calle. Si el PSOE creía que podría capitalizar en su beneficio el descontento, la frustración y hasta el dolor por las durísimas (por no decir torpes) políticas de austeridad, da más bien la impresión de que les ha salido el tiro por la culata. Aquí se están rompiendo muchas más cosas que el bipartidismo. Se rompe también la izquierda una, grande y libre que muchos tenían que votar porque no había otra. Se cuartea el dogma de que son ellos o el caos… O, más bien, de que el caos es necesariamente malo.

De esa quema de alas de Ícaro no es que no se haya salvado el PSOE, es que resulta que no se salva ni Izquierda Unida, la clásica rueda de recambio progre por excelencia. También a ellos les ha pasado factura la preferencia del electorado por un discurso menos posibilista, más rompedor y más irreverente. Y sin historial de contradicciones ni traiciones, sin un solo esqueleto (por ahora) en el armario. Si a eso se le suma un joven líder con presencia televisiva garantizada (aunque sin duda ahora se la van a empezar a regatear en muchas partes; es lo que pasa cuando de curiosidad política pasas a devenir creíble amenaza) e infinitamente más ducho en el manejo de las redes sociales.

Hay que irse rindiendo a la evidencia. La realidad analógica recula. La red ya no es el periódico, la radio y la tele de los pobres. Es todo lo contrario, son los medios de comunicación de masas convencionales (los medios y las masas) los que muchas veces, seguramente demasiadas, van a rebufo de lo online. Sobre todo la gente que tiene menos de cuarenta años no entiende la vida ni un día completo sin estar pendiente del Twitter. Y, más importante aún, sin adaptar su mente al tipo supercompacto de mensajes que emergen por estos conductos.

Llega un momento en que hay dos Españas, dos planetas, dos universos distintos: pero ya no son los de siempre sino que los polos son otros, son el de la realidad publicada versus el de la realidad tecleada. Y cuando esas dos realidades se enfrentan, suele ganar la segunda. Porque golpea mucho más rápido y dando muchas menos explicaciones. Apelando al instinto prácticamente en vena. Pero sobre todo desarrollando una capacidad que algunos juzgarán poco menos que mefistofélica de adaptar y readaptar constantemente el mensaje sobre la marcha. El mundo virtual es de feedback inmediato, de reacciones mucho más ágiles que las deparadas por encuestas, sondeos, grandes discursos, etcétera.

Tenemos entonces varios factores sobre la mesa que explican el choque con los resultados electorales de Podemos como el choque del Titanic con el iceberg: insistente lectura distorsionada del fenómeno del 15-M tanto para bien como para mal, entronización de esa distorsión como realidad incuestionable, desamparo agudo de la necesidad emocional de ser de izquierdas, adopción de ese sentimiento de orfandad por fórmulas políticas mucho más primarias que los partidos políticos de toda la vida, ataques viscerales, interesados o las dos cosas por parte de la derecha, anquilosamiento de los resortes clásicos de comunicación entre la política y la realidad…

Es una constante de nuestro sistema político y de pensamiento tratar de justificar los errores antes que explicarlos o entenderlos. Ahora todo el mundo tratará de encajar lo realmente sucedido en sus apriorismos, en lugar de modificar estos. Porque falta mucha humildad y porque mucha gente se gana el sueldo no admitiendo jamás que se ha equivocado.

Desde la emergencia de Podemos han arreciado tanto sobre esta formación como sobre su líder toda clase de ataques y descalificaciones. Algunas críticas vienen más a cuento que otras —las hay que tienen mucha razón de ser y mucho peso— pero lo cierto es que la mayoría respiran por una herida tan evidente que lo más probable es que obtengan el resultado exactamente contrario al perseguido. Dar más y no menos aire a esta opción política, por llamarla de alguna manera. ¿De verdad creen que un votante de Podemos se va a echar atrás porque les acusen de chavistas, bolivarianos, etc.? Si lo más probable es que todo este chaparrón de epítetos les suene a gloria. ¿Tan difícil es de imaginar o de entender?

El enrocamiento utópico triunfal de una opción minoritaria que, aunque proclame ahora con orgullo su intención de ser alternativa de gobierno «en un año y medio», lo cierto es que no parece que tenga que enfrentarse a las miserias de gobernar en los próximos lustros, no es nada fácil de combatir, y menos a base de escupirles bilis encima. Si algo ha demostrado esta gente es que dominan muy bien el arte marcial y casi político de servirse de la fuerza del adversario en beneficio propio. Fagocitan todas las agresiones, más cuanto más histéricas.

Cuando la izquierda de toda la vida se contradice y se desdice a troche y moche, cuando la derecha gobierna implacablemente y se desentiende más implacablemente todavía de dar explicaciones de gobernar así, de administrar aunque sea un poquito de árnica a sus sufridos gobernados, es cuestión de tiempo que por algún rincón emerja algún populista inteligente. Y una vez emergido ya no es fácil volverle a sumergir como si tal cosa. Por mucho que salga todo un Felipe González a advertir contra el «desastre» de cualquier alternativa bolivariana. Como si eso no fuera echar más gasolina a determinado fuego.

Hay quien ya se queja de que todo el panorama político actual ofrece un inquietante aire de familia con el de los años treinta, en este país y fuera de él. Acordémonos de las aventuras, tanto a la izquierda como a la derecha, que amenizaron aquel momento histórico. ¿Estamos como estábamos? Eso se temen algunos.

Los que subrayan las coincidencias, para algunos inquietantes, entre los discursos más planos y simplistas de los dos extremos políticos temen un nuevo choque de trenes. Un nuevo guerracivilismo y hasta guerramundialismo. Fenómenos todos ellos que tienden a recordarse considerablemente embellecidos desde el punto de vista de la épica. Pero que vividos en directo y en tiempo real lo normal es que dejen un sabor de boca más que amargo. Que le pregunten por ejemplo al autor de Homenaje a Cataluña, George Orwell. Y si sólo fuera eso.

Hay quien cree que la única manera de salir de este eterno bucle melancólico, de este interminable zafarrancho de combate, es trascendiendo el estereotipo utópico, y ya hemos visto que casi emotivo, de tener que ser necesariamente de derechas o de izquierdas. Huir de la vida y de la política en blanco y negro.

Eso es difícil de hacer con las espadas y las emociones en alto y con la realidad simplificada a titulares de prensa, debates televisivos y tuits de 140 caracteres. En cuadriláteros tan simplistas lo más fácil es ser simple, valga la redundancia, y el reto es cómo salirse por la tangente inteligente. Cómo complicar el discurso sin desaparecer.

Esto puede parecer hasta tentador para algunos. Ya se ha mencionado aquí el indiscutible rédito que todas estas cosas están teniendo, de momento al menos, para la derecha. La erosión del bipartidismo está siendo mucho más severa por la izquierda. Seguramente, sin todo esto, el PP se vería obligado a hacer una lectura mucho más alarmada y negativa de sus propios resultados en el 25-M.

Otra cosa es que, si se sigue por ahí, con la política cada vez más en la calle y cada vez menos en el ágora, simplificándolo todo hasta la extenuación, nadie está a salvo. Ahora es el PSOE el que sufre. Mañana serán otras formaciones. Y más allá del desigual éxito o fortuna que acompañe a los políticos de toda la vida, la muerte del matiz y de la paradoja, de todo lo que ayuda a pensar despacio, complica sin duda la situación para todos.

Incluso para los de Podemos. Con todo este lío, ¿quién tiene tiempo de madurar, de crecer y de ofrecer cualquier día, quién sabe, una inesperada alternativa de verdad?

De momento, a las barricadas. Y a la inteligencia, cuando se pueda. ¿Podremos algún día?