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Podemos y el 15-M, ¿de Sol a Bruselas?

Cómo Rubalcaba intentó seducir al 15-M y acabó siendo la víctima de sus sucesores

Paloma Cuevas

La tarde del 15 de mayo de 2011 se convocaron manifestaciones en toda España para reivindicar, fundamentalmente, la regeneración de la clase política. No sería otra protesta más. Decenas de miles de personas, pancartas en mano, se echaron a la calle y llenaron las plazas de cincuenta ciudades. La plataforma Democracia Real Ya, que aglutinó a distintos colectivos ciudadanos de izquierda y antisistema, había difundido a través de las redes sociales su elocuente lema para la protesta: «Democracia real ya. No somos mercancías de políticos y banqueros».

A los manifestantes les unía un sentimiento de rabia e indignación. Estaban hartos de la situación política y social, y en las calles se coreaban consignas como: «Lo llaman democracia y no lo es», «Que no, que no, que no nos representan» o «España, escucha, así es como se lucha».

En Madrid, alrededor de 15 000 personas marcharon desde la Plaza de Cibeles hasta la Puerta del Sol. Bajo el sonido de la batucada y los silbatos, cada uno de los manifestantes, en su mayoría jóvenes, lanzaba su propia consigna: en contra de los bancos, por el fin de los desahucios, por un empleo digno, por la regeneración de la clase política… El sonido reivindicativo se fue apagando con el paso de las horas, a medida que la manifestación iba acabando para casi todos. Casi todos porque, pasada la medianoche, sucedió algo inusual: un grupo de unas cuarenta personas, bajo el lema «esta noche nadie se marcha», montó varias tiendas de campaña en la Puerta del Sol. Estos acampados querían seguir con la protesta una semana más, concretamente hasta el domingo 22 de mayo, día en el que se celebraban las elecciones municipales y autonómicas. La idea era aguantar en el kilómetro cero y crear un movimiento revolucionario. El germen del autodenominado 15-M ya estaba sembrado: #acampadasol era trending topic en Twitter.

Esa noche comenzaron a crearse las primeras asambleas, los acampados sentados en círculos comenzaron a debatir qué hacer para mantener el campamento. A la mañana siguiente, las imágenes de la Puerta del Sol atestada de gente copaban los medios de comunicación, que al igual que los políticos no vieron venir a los «indignados», como tampoco lo han hecho con su secuela: el partido político Podemos.

A primera hora de la mañana del lunes 16 de mayo, me llamaron de la redacción de Libertad Digital TV para decirme que debía ir a la Puerta del Sol. Al llegar a la plaza, Daniel Palacios, el cámara, y yo quedamos sorprendidos por la imagen que se revelaba ante nosotros: centenares de personas discutiendo, intercambiando opiniones e ideas, sentadas en el suelo formando varios círculos, con decenas de pancartas colgando del mobiliario urbano y divulgando mensajes reivindicativos de todo tipo: «Vuestra crisis no la pagamos», «No hay pan para tanto chorizo», «Violencia es cobrar 600 euros», «Es el sistema, no es la crisis», etc. Había mucha gente joven, como era de prever, pero nos llamó poderosamente la atención la presencia también de una multitud de personas mayores que daban consejos a los acampados: «Esto es lo que tenéis que hacer, luchar para mejorar el futuro, nosotros también lo hicimos», «muy bien, chavales, hacía falta que alguien alzara la voz».

En la otra cara de la moneda, los viandantes que estaban en contra. Me viene a la mente una imagen concreta que presencié en directo: la de varias mujeres de avanzada edad increpando a los acampados porque, según ellas, querían perjudicar al PP en las elecciones del siguiente domingo.

A mediodía del 16 de mayo, los indignados ya estaban perfectamente organizados en comisiones e incluso contaban con un servicio de prensa que atendía a los medios de comunicación. Por la tarde tuvo lugar la primera gran asamblea y leyeron el manifiesto de Acampada Sol, donde desvelaron sus principales reclamaciones. Defendían un presunto apartidismo, reclamaban la reforma de la ley electoral, el control de los cargos públicos, la fiscalización de los partidos, las expropiaciones y el intervencionismo en el mercado laboral. Eso entre muchas otras cosas.

Con el paso de los días la Puerta del Sol se llenó de tiendas de campaña y cabe interpretar que el 15-M comenzó a evolucionar. El espíritu utópico, pero auténtico y noble de los dos primeros días, se disipaba progresivamente a medida que el kilómetro cero se inundaba de nuevos indignados cuyo motivo de ira era el mundo en general. La proliferación de indigentes que se acercaron a Sol para aprovechar el suministro de comida era una imagen desgarradora desde el punto de vista humano, pero acentuaba la sensación de que la plaza vivía en un clima de caos, arribismo y descontrol donde la alta política jamás encontraría acomodo.

Los acampados de la Puerta del Sol comenzaron a colarse en las conversaciones de todos los españoles. Pocos sabían exactamente de qué iba el 15-M, pero en un principio los trazos gruesos del movimiento despertaron simpatía e interés entre un gran número de ciudadanos. Para muchos era algo romántico, un soplo de aire fresco en el que encontraban un resquicio de esperanza para el cambio político y social. Así, a lo largo de la primera semana, como si de un imán se tratase, el kilómetro cero atrajo a miles de personas, jóvenes y mayores, que se adentraron en esa jungla indignada para saber qué estaba pasando. Turistas y autóctonos se hacían fotos que más tarde colgaban en las redes sociales; todos querían sentirse partícipes de ese movimiento que molaba.

Los partidos políticos tradicionales, a menos de una semana para unas elecciones clave, porque marcarían el tono de cara a las generales previstas para el año siguiente, se percataron del irresistible poder de atracción que ejercía el 15-M y trataron de arrimarse, valga más que nunca la expresión, al Sol que más calentaba. Y como muestra, un botón: el 18 de mayo de 2011, el presidente Zapatero pidió a «los progresistas críticos» que votaran al Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Al día siguiente, en un guiño inequívoco, puntualizó que había que «escuchar» y «ser sensible» a las protestas del movimiento «porque había razones para que expresaran ese descontento y esa crítica».

No sólo los socialistas intentaron cazar el voto. También el 18 de mayo, la entonces presidenta de la Comunidad de Madrid, la popular Esperanza Aguirre, definió el 15-M como un grupo «muy heterogéneo» con motivos «muy justificados» para expresar su indignación «con lo que está pasando». Otro alto cargo del Partido Popular, Esteban González Pons, fue incluso más allá: «La rebeldía pacífica es sana. A mí me gustaría que no se apagara el espíritu del 15-M y que nos sirva para reflexiones constructivas».

Desde Izquierda Unida (IU) hubo intentos de hacer suya la «indignación». El 17 de mayo, Cayo Lara, coordinador federal de IU, aseguró que su partido no quería liderar el movimiento del 15-M, pero «formaba parte de él». Días más tarde, Lara hablaba del «reto de crear un programa de cara a las elecciones generales» que se alimentaría de las reivindicaciones que anegaban la Puerta del Sol.

Pero de entre todos los líderes políticos, aquel cuya trayectoria habrá quedado realmente marcada por el 15-M es sin duda Alfredo Pérez Rubalcaba. Cuando estallaron las protestas, Rubalcaba era ministro del Interior y se perfilaba ya como relevo de Zapatero para liderar el PSOE. Ese rol dual le obligó a intentar un doble juego: por un lado, debía mostrar solidez y firmeza institucional en su cargo, por otro, le convenía tener mano izquierda con los manifestantes, a fin de proteger sus intereses como eventual candidato socialista a La Moncloa. Este juego quedó de manifiesto aquellos días con sus declaraciones.

El 17 de mayo, Rubalcaba entendió que «hay gente que esté distante» y que algunos «amigos» de los socialistas les vean «con reticencia y se sientan defraudados». No fue éste su único guiño al 15-M. Un gesto muy claro del ministro socialista quedó al descubierto el 20 de mayo. Ese día la Junta Electoral Central prohibió la concentración en la Puerta del Sol en la jornada de reflexión previa a los comicios autonómicos y municipales. Pese a ello, el Gobierno descartó desalojar a los indignados. Rubalcaba aseguró que la Policía «debe resolver los problemas y no crear más».

Ajenos a los intentos de la clase política por congraciarse con ellos, los acampados insistían en decir que no eran un partido y que no tenían pretensiones de serlo. Ahora sabemos que no todos compartían esa postura, pues por allí andaba el mismo Pablo Iglesias, que tres años más tarde ha acertado a recoger el espíritu del 15-M y canalizarlo a través de una formación, Podemos, que ha arrasado con todas las expectativas en su entrada en la arena política.

Durante los días que pasamos en Sol, los indignados repitieron hasta la saciedad que no querían influir en el voto. Las mañanas, las tardes y las noches las dedicaban a realizar asambleas, organizadas por horas y por comisiones. Una persona levantaba la mano, gritaba «¡Asamblea!» y los acampados se sentaban en círculo para escuchar y expresar sus opiniones. Muchos de los debates giraban en torno a ideas ampliamente compartidas en aquel momento por muchos españoles: una nueva ley electoral que permitiera listas abiertas, acabar con el bipartidismo, luchar contra el paro, mayor austeridad para la clase política (o «casta», término que Pablo Iglesias utiliza hoy reiteradamente), reducción del poder de las entidades bancarias, rechazo y condena de la corrupción o la defensa de la sanidad y la educación públicas. El objetivo de los indignados era cambiar el sistema, pero insistían en que no pondrían un pie en las instituciones. De hecho, una encuesta de Metroscopia en aquellas fechas indicaba que sólo el 36 por ciento de la población deseaba que el 15-M se convirtiera en un partido.

Precisamente por ese compromiso de no pisar la alfombra oficial, algunas reivindicaciones se antojaban especialmente utópicas, como la del sueldo y vivienda para todos. Sugerencias, buenos propósitos, que se escapaban por el aire y que, con el paso del tiempo, dieron paso a otros debates no tan profundos.

Asistí a varios de estos «espacios de diálogo» y nunca llegaron a una conclusión. El 15-M en Sol era como una especie de terapia de grupo, la gente necesitaba decir lo que pensaba y contar su hartazgo. Alguien se levantaba, cogía el altavoz y expresaba una determinada necesidad: «Los jóvenes nos merecemos un futuro, un trabajo digno», decía por ejemplo un chaval que pertenecía al movimiento estudiantil. El resto levantaba las manos y las movía para mostrar su apoyo.

Aparentemente, todo el mundo tenía algo que aportar y todos tenían cabida. Pero no era así. A los indignados, los periodistas de medios críticos con el movimiento no les gustábamos y lo demostraron. El 23 de mayo fui, como llevaba haciendo toda la semana, a la Puerta del Sol. Ese día hice un reportaje sobre la preocupación de muchos de los comerciantes de la zona por las pérdidas que les estaba generado la acampada. Decidí hacer la entradilla para el vídeo en la plaza, cogí el micrófono, en el que se leía Libertad Digital, empecé a hablar y a los pocos segundos estaba rodeada de varios indignados que no dudaron en increparme. Aquellos que pedían respeto y se envolvían en la bandera de la democracia decidieron no dejarme hacer mi trabajo porque ni mi micrófono ni mi noticia les agradaban.

Extraer información era complicado. No había un representante oficial del 15-M y las versiones de los diferentes indignados no siempre coincidían. Cada uno de los periodistas que cubríamos el 15-M teníamos nuestro «indignado de confianza» que nos detallaba la última hora. Pero sabíamos que en el campamento se apostaba por la horizontalidad, las redes sociales, el debate y la espontaneidad. Nunca existió un líder, ni un referente. Los medios no conocían a Iglesias, que por aquel entonces era tan solo un indignado más.

Muchos insistían en la necesidad de una organización real para que el movimiento no se apagara, había que canalizar toda esa explosión de energía ciudadana. Además de indignación, hacían falta gestores para que la #spanishrevolution no quedara en nada. Esa reclamación no caló y, como pronosticaron muchos, la luz del entusiasmo se fue diluyendo meses después. Los indignados estuvieron acampados en Sol alrededor de dos meses y medio. Fueron semanas de manifestaciones, protestas reivindicativas y disturbios policiales. En agosto de 2011 decidieron pasar de las plazas a las «asambleas vecinales». Volvieron a salir a las calles para calentar el ambiente en las elecciones generales, en noviembre, pero fue el PP, un partido en las antípodas de la utopía indignada, el que se alzó con la mayoría absoluta. Con Rubalcaba en el cartel, el PSOE cosechó los peores resultados de su historia reciente. Los intentos del candidato socialista de sacar rédito a la indignación habían fracasado estrepitosamente.

Meses más tarde, en el primer aniversario del 15-M, hubo varias tentativas de nueva acampada en Sol. Pero ya nada fue igual que en mayo de 2011. Hasta hace unos meses. Mientras algunos indignados mantenían su actividad, si bien cada vez menos visible, en asambleas vecinales de barrios y pueblos, varios integrantes primigenios del movimiento comenzaron a construir una iniciativa política de izquierdas. Un partido verdadero, bautizado como Podemos y liderado por el televisivo Pablo Iglesias.

Pero ¿es Podemos el 15-M? Iglesias y compañía han sabido recoger el espíritu del 15-M y canalizarlo a través de un partido político. Pero eso no quiere decir que sean el 15-M, que fue un estado de ánimo, fugaz, heterogéneo, imposible de domar. Podemos no lo abarca ni lo define por sí solo. Cabe afirmar que esta nueva formación es hija del movimiento de los indignados y que incluso es el partido político que mejor ha sabido plasmar su esencia, pero no son el 15-M.

Profesor de Ciencias Políticas y activo tertuliano, Iglesias cuenta en su equipo con dos hombres de confianza: Íñigo Errejón, compañero de facultad y jefe de campaña de Podemos en las europeas, y Juan Carlos Monedero, también profesor en Políticas y ex asesor de Gaspar Llamazares y del Gobierno venezolano de Hugo Chávez.

Iglesias, Errejón y Monedero son los principales artífices de que Podemos se haya convertido en un fenómeno político sin precedentes. Con seis años de crisis a nuestras espaldas, que ha provocado efectos devastadores sobre el mercado laboral —seis millones de parados— y sobre la credibilidad de las instituciones —endogamia, corrupción—, las consignas de tono antisistema encuentran un público agradecido.

La fama es un arma de doble filo pero, de momento, Pablo Iglesias no se ha cortado con ella. Desde la presentación en Lavapiés de Podemos, su ascenso ha sido fulgurante. Y el discurso evocador del 15-M explica gran parte del porqué. Podemos se anunció como un «método participativo abierto a toda la ciudadanía», e Iglesias pronunció palabras como éstas: «Dijeron en las plazas que sí se puede y nosotros decimos hoy que podemos». Al mismo tiempo, manifestaba su objetivo de «convertir la indignación ciudadana en cambio político». La formación continúa con las asambleas del 15-M, llamadas ahora Círculos Podemos, que se extienden por distintas ciudades españolas. Se organizan igual que lo hacen los indignados: por barrios, pueblos ciudades o comarcas. Al igual que en las asambleas, para convocarlos se utilizan las redes sociales o se crean de manera espontánea después de actos del partido. Algunos de los Círculos Podemos han nacido de las asambleas de barrio formadas tras el 15-M, muchas de ellas están en Madrid. En estos espacios de diálogo participan personas dispares entre sí con todo tipo de protestas.

Existe, no obstante, una gran diferencia entre el 15-M y Podemos. Mientras el movimiento de los indignados era el de una masa anónima, sin rostro, Podemos viene indisolublemente ligado a sus ideólogos. Si el 15-M apostaba por la horizontalidad y huía de los liderazgos personalistas, Podemos se apoya en la popularidad de Pablo Iglesias. Es más, antes de las elecciones europeas Iglesias tenía el doble de seguidores en Twitter que su propio partido. La persona antes que el aparato. No extraña demasiado que, en el último momento, Podemos cambiase el logo de su papeleta electoral para mostrar la cara de Pablo Iglesias.

Esa maniobra supuso un éxito. Podemos se ha erigido en una amenaza, quién sabe si fugaz o duradera, para el bipartidismo en España. De entrada, Pablo Iglesias ha provocado un terremoto en el PSOE, el partido con cuyo fundador comparte nombre. Claro que ésa no es la única casualidad. Ironías del destino, la irrupción de Podemos ha precipitado la caída de Alfredo Pérez Rubalcaba de la secretaría general de los socialistas. Éste no supo controlar el 15-M como ministro del Interior, no acertó a seducir a los indignados como candidato y no ha sobrevivido como secretario general del PSOE al debut triunfante de Podemos.