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¿Por qué una campaña tan vieja como la de Podemos funcionó y por qué volverá a funcionar?

Esteban Hernández

En los agitados días que sucedieron a las lecciones europeas, uno de los escasos aspectos en que coincidieron los analistas fue en la efectividad de una campaña de comunicación que, en apenas cuatro meses, había llevado a una formación política recién creada y completamente desconocida desde el exterior del sistema político hasta el Parlamento Europeo. Juan Carlos Monedero, Íñigo Errejón, Ariel Jerez y Germán Cano, cuatro profesores universitarios que acompañaron a Pablo Iglesias en la campaña y que le ayudaron en su diseño, recibieron toda clase de felicitaciones que acogieron con callado orgullo. Algunas de las decisiones que tomaron fueron muy criticadas, también en sectores afines a la formación, y era fácil caer en la tentación de sacar pecho. No lo hicieron, lo cual fue prueba de sentido común, pero también de prudencia, porque lo cierto es que a sus detractores no les faltaba razón. La campaña que diseñaron fue demasiado conservadora, especialmente cuando se trataba de poner en escena nuevas formas de hacer política: elección de un líder que era conocido por su combatividad en las tertulias de televisiones de baja audiencia, insistencia en la personalización hasta extremos casi caricaturescos, rebaja de los elementos ideológicos mediante la utilización de términos comprensibles para la mayor parte del electorado y utilización de elementos electorales típicos en las campañas latinoamericanas. Incluso el nombre, Podemos, mezclaba el aire populista con una acuciante sensación de déjà vu, y no sólo porque Obama hubiera utilizado ese lema en su campaña seis años atrás. Si todo lo que podían aportar era la traducción tardía a términos españoles de tácticas electorales americanas, era comprensible que muchos pronosticaran un fracaso de la formación a causa de planteamientos tan poco enraizados en nuestra vida cotidiana. La paradoja es que, con una visión tan vieja, lograron unos excelentes resultados. Para comprender los motivos que llevaron a que ideas tan manidas funcionasen tan bien, hemos de ser conscientes de que el verdadero comienzo de la campaña de Podemos tuvo lugar una década antes.

5.1. El poder de la frustración

En el año 2000, Juan Carlos Monedero, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid, muy ligado a los movimientos antiglobalización y seguidor confeso de las propuestas del sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos, comenzó a trabajar como asesor de Gaspar Llamazares, entonces coordinador general de Izquierda Unida. Parecía el destino natural para alguien que, viniendo de la izquierda, pretendía llevar al terreno político algunas de las ideas que aportaban los colectivos que se habían hecho visibles en las manifestaciones contra la Organización Mundial del Comercio en Seattle. Monedero entendía que una formación de izquierdas debía manejar en ese instante conceptos muy alejados de los que se venían empleando desde la Transición, y optó por trabajar para que penetrasen en el partido que más afín le resultaba. Su elección no tuvo los frutos esperados, y su experiencia con la IU de Llamazares tuvo un punto de frustración, tanto respecto de la formación que asesoraba como de la política española en general. Tras su salida de IU, Monedero cambió de continente y dio el salto a Venezuela, donde pasó temporadas como asesor del presidente Chávez.

Muchos jóvenes de otras formaciones, y de posiciones ideológicas diferentes de la de Monedero, compartieron su desencanto. Había una generación nueva que pretendía hacer política pero que no tenía dónde, porque los ámbitos tradicionales estaban anquilosados y las estructuras de partido ejercían de recurrente tapón. Era extremadamente difícil que caras e ideas nuevas penetrasen en las formaciones institucionales, y cuando lo hacían era para beneficiar a las estructuras de poder existentes. Esa sensación de darse contra un muro, que expulsó a gente con mucha ilusión de los partidos políticos y los llevó a los movimientos sociales (que a menudo, y paradójicamente, terminaban reproduciendo esas viejas estructuras), es clave para entender cómo, tiempo después, el 15-M pudo tener lugar. En él confluyeron grupos de izquierda, gente desencantada, ciudadanos airados y una peculiar sensación de que todo podía cambiar, empezando por las formas de hacer política.

Monedero se dio cuenta de que la frustración política había tocado a mucha gente, que comenzaba a reclamar una participación real y efectiva en la toma de decisiones. Los nuevos movimientos sociales, esos que habían lanzado el 15-M, se jactaban de cumplir rigurosamente esas premisas, y por eso las asambleas que se formaron en Sol tenían una estructura claramente participativa. Además, esa idea parecía innegociable: había una variable generacional en juego y los jóvenes, habituados a las redes, aseguraban no estar dispuestos a aceptar una democracia en la que unos cuantos líderes tomaban la palabra por los demás y les decían lo que tenían que hacer. Aquello parecía un cambio decisivo, destinado a marcar un antes y un después.

A finales de noviembre de 2011, apenas seis meses tras el 15-M, tuvieron lugar unas elecciones generales que generaron escaso debate y poca ilusión. Todo el mundo conocía el resultado de antemano, y las previsiones, el triunfo del PP por mayoría absoluta, la debacle socialista y el insuficiente avance de IU, se cumplieron con demasiada exactitud. Era llamativo que poco tiempo tras aquellas imágenes que dieron la vuelta al mundo el panorama político cambiase, pero en sentido distinto del que proclamaban los indignados: la derecha intensificaba su aceptación social, la izquierda institucionalizada perdía peso y las fuerzas que podían representar alguna alternativa destacaban por su debilidad. Era paradójico que, si tanta gente estaba tan molesta, la traducción del descontento en las urnas fuera nulo.

Días antes de las elecciones, Cano y Monedero, junto con otros filósofos y politólogos, debatieron sobre la incidencia que el 15-M estaba teniendo en la política cotidiana[16] y todos ellos coincidieron en que la actividad en las plazas y en las manifestaciones había creado un clima especial, que se había convertido en una referencia ineludible para el debate y que estaba forjando un cambio cultural de grandes implicaciones, pero que su traducción política era escasa. En ese sentido apuntaban también los analistas y políticos institucionales, para quienes el-15 M no fue más que un fogonazo espontáneo cuya repercusión, salvo en círculos minoritarios, se apagó tan rápido como llegó.

Pero Monedero, Iglesias o Cano tenían claro que lo que las urnas dictaminaban era menos importante que las fuerzas que el 15-M había puesto en marcha. «Los cambios de tendencia son muy lentos y la transformación que está provocando va a tener consecuencias muy importantes, políticas y sociales, a la larga», aseguraba Cano[17], mientras que Monedero estaba convencido de que el 15-M estaba generando una nueva manera de organizarse. «Ya no valen las miradas tradicionales, los partidos verticales y las discusiones entre élites. Vivimos en una sociedad diferente que ha puesto en marcha otra forma de hacer política. Nuestra situación es esa en la que lo viejo no ha terminado de irse y lo nuevo aún no ha llegado»[18]. La esencia de esa época, en palabras de Cano, radicaba en que «había puesto en marcha otro modelo de asociación donde la dinámica afectiva está jugando una dimensión novedosa. Las instituciones del pasado eran jerárquicas y obligaban al individuo a supeditarse a una idea más grande que él. Hoy, las instituciones deben tener otros objetivos. Como demuestran los grupos de trabajo del 15-M, en las organizaciones no debe haber líderes ni relaciones de poder, y se debe funcionar con una democratización extrema». Son elementos de esta clase, con una evidente apuesta por las relaciones horizontales, los que subrayan que, «al igual que el 68, el 15-M responde a una nueva lógica de entender el acto político que terminará por transformar las costumbres»[19].

En definitiva, por más que los resultados electorales no les dieran la razón, ellos seguían percibiendo un gran caudal de energía política disponible, una oportunidad única a la que sólo faltaba dotar del vehículo adecuado. El problema era cómo canalizar todo aquello en una opción política capaz de convertirse en una fuerza electoral sólida. Monedero tenía algunas ideas, extraídas de las experiencias latinoamericanas que había podido conocer, y que quizá fueran aplicables en España, pero que sintonizaban mal con esa nueva lógica que excluía los liderazgos fuertes y las estructuras rígidas típicas del pasado. Todas las historias de éxito americanas estaban encarnadas en la figura de un líder carismático que se hacía indispensable para tomar el poder (desde Chávez a Lula, pasando por Evo Morales), y eso encajaba a duras penas con los procesos horizontales y con las organizaciones colectivizadas que estaban promoviendo por aquí los movimientos sociales. De la solución que Iglesias y su equipo dieron a esa paradoja surgió la campaña de Podemos.

5.2. Queríamos portavoces, no líderes

La primera iniciativa de la nueva organización fue la puesta en marcha de una red descentralizada de simpatizantes, sin carnets ni estructuras jerárquicas, que reprodujera el tipo de relación dominante en el 15-M. Los Círculos Podemos, cuyo funcionamiento era similar a las asambleas nacidas en Sol, atrajeron a personas de tipología social semejante, jóvenes precarios, militantes profesionales y desencantados varios. Había funcionarios, parados, estudiantes y profesores universitarios, personas más de clase media pobre que proletaria, que fueron atraídos por una iniciativa que, en palabras de uno de los intelectuales que la apoyaron e instigaron, Santiago Alba, «no era un partido, ni siquiera una candidatura. Como era apenas una llamada, todos podían participar en ella, militantes y no militantes, sin necesidad de ninguna lealtad exclusiva. Como lo fue el 15-M, era sólo un marco y un procedimiento. Y si ahora se convierte en algo más será porque así lo decida la gente y con quien así lo decida la gente»[20]. Éste fue el aspecto nuclear, el que daba sentido y credibilidad a la propuesta, y sin el cual el resto de iniciativas hubieran caído por su propio peso. La economista y profesora de la Universidad Complutense Bibiana Medialdea, otra de las firmantes del manifiesto que dio origen a Podemos, aseguraba por aquel entonces que el único fin era poner en marcha el proceso de forma radicalmente democrática. «El objetivo es claro: la participación directa», decía en febrero de 2014, «y los círculos tienen que ser los protagonistas. Las personas que al principio estamos asumiendo mayor protagonismo, y quienes actúan como portavoces o coordinadores, lo hacemos sólo de forma provisional, hasta que exista una vertebración mínima que permita articular mecanismos democráticos para su elección. Y con esto nos referimos a procesos de mayor enjundia que unas simples elecciones internas. Pienso en revocatorios, rendición periódica de cuentas, rotaciones o exámenes populares previos a la asunción de cualquier cargo. Desde mi punto de vista hacerlo de otra forma sería un fraude»[21].

El problema de encaje de los liderazgos necesarios para que la propuesta funcionase electoralmente con ese deseo de impulsar la democracia interna seguía siendo un grave problema a resolver, pero la creencia general era que se podía conseguir siempre que, como apuntaba Medialdea, «sin renunciar a la potencialidad que ofrecen las figuras que reciben atención mediática, logremos que ese activo se ponga al servicio de decisiones y proyectos definidos de forma democrática. La diferencia entre líderes y portavoces, en ese sentido, es crucial. No queremos líderes, sino personas que se presten a servirnos de altavoz, que nos permitan multiplicar la potencia de lo que viene de abajo»[22].

En ese contexto, las primarias fueron un detonante, por el elevado número de participantes, por la legitimidad que aportaron y por la difusión que tuvieron. La efervescencia que provocaron, que la organización se encargó de comunicar ampliamente a través de las redes sociales, fue decisiva. La sensación de que algo distinto estaba ocurriendo, que estaban generando ilusión y que su lema podía convertirse en realidad, se hizo evidente a los ojos de muchos. Era claro para ellos que Podemos debía ser, como señalaba Alba, «un movimiento integrador que generase la fuerza necesaria para alcanzar el poder» en un instante en que la fuerza que ocupaba ese espectro electoral tendía a la irrelevancia. «Podemos nació de la convicción de que IU “no podía” y tiene, por tanto, su propia hoja de ruta, que se ajustará sobre todo a las respuestas que vaya recibiendo»[23]

El día de presentación de las candidaturas, en un colegio público de la madrileña calle de Noviciado, gran parte del éxito estaba conseguido. Si se reparaba en la escenografía puesta en juego, allí seguían estando presentes muchos de los defectos comunicativos de la izquierda, con esos tics que alejaban a la gente, como el hecho de organizar en el acto de puesta de largo una extensa jornada sobre lo que llaman Cultura de la Transición (CT), una expresión cuyo significado sólo era conocido en entornos perroflautas. Si hubiéramos comparado ese acto con los celebrados cinco o diez años antes por organizaciones del mismo espectro político, la diferencia habría sido poco apreciable. Salvo por un par de detalles cruciales.

El acto fue concurrido, y la gente que se acercó tenía un caudal de ilusión muy infrecuente en un proceso electoral. No eran nadie, acababan de nacer, pero creían firmemente en las posibilidades que estaban abriendo y sabían transmitirlo. Y, en segundo lugar, allí estaba Nacho Vegas para apoyar la candidatura. Vegas era el ejemplo perfecto de cantante indie, un tipo introspectivo, mucho más dado a exorcizar sus demonios personales en sus canciones que al activismo social, y que representaba muy bien lo que hasta entonces habían sido las prioridades de la juventud más cool. Ellos hablaban de otras cosas, especialmente de sí mismos y de sus sentimientos, y la política les resultaba aburrida y a menudo despreciable. El apoyo de Vegas fue residual en la incidencia de la campaña, y es probable que no les hiciera ganar voto alguno, pero fue altamente simbólico: si alguien que era un ídolo entre los hipsters, esos titulados de clase media, apolíticos y asiduos de las redes sociales, había decidido dar el paso de involucrarse hasta el punto de ofrecerse para dar la cara por Podemos, es que la formación se estaba haciendo atractiva para sectores que hasta entonces habían dado la espalda a la política. Si se podía atraer a Vegas, es que se podría a atraer a mucha más gente. Algo había pasado, y era bueno para Podemos.

5.3. Las claves de la campaña y el factor decisivo

Una simple foto de familia de los cinco primeros integrantes de su lista hacía evidente cuáles iban a ser los sectores sociales en los que iban a tener mejor acogida. Además de Pablo Iglesias, allí estaban Teresa Rodríguez, una profesora de enseñanza secundaria gaditana que solía lucir la camiseta verde de apoyo a las mareas; el exfiscal jefe anticorrupción Carlos Jiménez Villarejo; Lola Sánchez, una titulada que se ganaba la vida con trabajos muy precarios; y Pablo Echenique, un científico minusválido. Jóvenes, funcionarios y militantes parecían los sectores donde contarían con implantación y así fue, sólo que los resultados desbordaron las previsiones, en parte gracias a una campaña que se tejió desde varias acciones concretas y desde un par de ideas vertebradoras, sin las cuales el resto de iniciativas habrían quedado desactivadas.

En cuanto a las primeras, es evidente que supieron desde el primer momento cuáles eran sus espacios prioritarios. Las habituales intervenciones de su líder en diferentes tertulias mediáticas les habían reafirmado en la potencialidad de la televisión como mecanismo de transmisión de ideas y de penetración social. César Rendueles, otro de los intelectuales provenientes de los movimientos sociales que había decidido apoyar a Podemos, y autor de Sociofobia, el ensayo de moda, reconoce que la agrupación «supo intervenir en el lugar donde se gestionan los consensos políticos en este país, es decir, en la televisión y en las tertulias radiofónicas»[24]. Iglesias tuvo la capacidad de aprovechar los espacios que se le brindaron en los medios de mayor repercusión, a pesar de que habitualmente se le entrevistaba para demostrar lo anecdótico de sus propuestas o para señalarle como políticamente friki. Pero Iglesias estaba acostumbrado a pelear a la contra (en la mayoría de las tertulias en las que había intervenido debía combatir dialécticamente con contrincantes muy hostiles y sabía manejarse con soltura en ese terreno) y logró desviar la intención de sus entrevistadores hasta dirigirla en beneficio propio. Ese éxito fue interpretado desde la formación no tanto como parte de las habilidades comunicativas de su líder, sino como la prueba de una conexión latente con personas deseosas de escuchar otras ideas: las intervenciones en los medios demostraron que, «en cuanto hay una mínima vía de discusión con la ciudadanía, se pueden hacer cosas importantes»[25]

En segunda instancia, supieron sacar partido de los sectores en los que estaban más asentados, como eran la izquierda militante y los jóvenes titulados precarios. Gran parte de las personas que formaron parte de sus listas provenían de esas capas sociales, y algunas iniciativas, como la de poner en marcha su campaña en Alemania, con el Círculo Podemos Berlín, integrado por emigrantes españoles, contribuyeron a hacerse cercanos a los ojos de muchos jóvenes que no habían acudido nunca a votar, por edad o por distancia con la política institucional. Dado que ése era también el estrato en el que el 15-M tuvo más penetración, no fue extraño que la insistencia en la variable generacional atrajese a muchos votantes.

Utilizaron con inteligencia las redes sociales, algo en lo que ya tenían experiencia, pero añadieron un elemento inusual en la comunicación política española. Gran parte del trabajo que realizaron, en lugar de a convencer o a proponer, estaba dirigido a generar la sensación de que el éxito era posible y de que gracias a iniciativas como la suya la escena política iba a sufrir una transformación. Lo esencial no era tanto transmitir ideas, un aspecto que fue secundario en su acción en las redes, cuanto diferenciarse de lo establecido haciéndose percibir desde lo positivo. Se trataba de hacerse visibles como una fuerza exitosa y con posibilidades reales de éxito, con independencia del contenido concreto que se transmitiera. La aceptación popular de sus primarias ayudó mucho en ese objetivo, y supieron intensificar la expectación que generaron sus actos de campaña. La creciente sensación de que ese objetivo estaba de verdad al alcance de la mano dio el empujón final que llevó a sus simpatizantes a las urnas: a pesar de las reticencias, percibieron que su voto iba a ser útil.

El cuarto elemento significativo en la campaña tuvo algo de coyuntural. Su convicción de que un líder fuerte y visible era necesario no fue compartida por la mayoría de los competidores de Podemos. Dado que se trataba de comicios poco significativos para los partidos tradicionales y para la mayoría de sus cargos, que entendían la presencia en Bruselas una recompensa escasa para sus ambiciones, tanto el Partido Popular (PP) como el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) presentaron candidatos de perfil bajo, sin carisma y surgidos del aparato. Igual ocurrió con Izquierda Unida (IU) y Convergència i Unió (CiU), mientras que Unión Progreso y Democracia (UPyD) buscó un cabeza de lista que por su actitud y procedencia ofrecía la innegable sensación de formar parte de las élites políticas tradicionales. En ese contexto, su tan discutida insistencia en personalizar la propuesta, haciendo aparecer a su líder hasta en la papeleta, sirvió para resaltar que ellos sí contaban con un líder nuevo y no contaminado.

Como último elemento, supieron transmitir un mensaje simple, comprensible para todo el mundo y que se sustanciaba en un objetivo poco discutible para una gran mayoría de la población. Mucho más que insistir en aspectos concretos de su programa (que apenas fue conocido y debatido), apuntaron hacia la recuperación de mecanismos de decisión colectivos. Su fuerza radicó en utilizar significantes comunes en el lenguaje político, a los que dieron un significado mucho más profundo. Rendueles explica que su gran fuerza consistió en «recuperar la palabra democracia para el conjunto de la ciudadanía», lo que ocurrió en dos sentidos. Por una parte, dieron ejemplo de formación democrática «tejiendo un programa colaborativo sin dirección de expertos, como suele ocurrir, realizando primarias abiertas entre gente que no se conocía y generando la sensación de que se podía romper con la estructura jerárquica de los partidos»[26] En segunda instancia, hicieron creer que el marco institucional en el que nos movemos podía ir más lejos, y que la democracia debía tener mucho más sentido que el de votar una vez cada cuatro años. Rendueles lo define diciendo que ellos pusieron en juego «algo mucho más importante que cualquier sigla, como era recuperar la soberanía política que hemos perdido», un mensaje con gran densidad cuando hablamos de un contexto en el que las decisiones, especialmente la económicas, dependen poco de la voluntad de los políticos nacionales y cuando las estructuras de los partidos dirigen de manera exhaustiva la vida de sus colectivos.

Pero, si sólo tomásemos en cuenta estos cinco factores, la comprensión de su éxito sería débil. Gran parte de estas tácticas de personalización, utilización de los grandes medios, repetición de mensajes comprensibles por la mayoría de la gente (incluso creando palabras de nuevo cuño, como la casta) o el sacar partido de un descontento latente, han estado presentes de un modo u otro en todas las campañas de los últimos años. Desde esta perspectiva, incluso se podría tachar a la comunicación política de Podemos de pobre, porque no hizo más que adecuar al tamaño de una formación minoritaria las tácticas que las demás ya utilizan asiduamente. Incluso esa intención de llevar un paso más allá esas propuestas, personalizando hasta el exceso, poseen un aire kitsch que ha tendido a alejarles de sus bases: es más probable que muchos de ellos les hayan votado a pesar de esas acciones que gracias a ellas. Sin embargo, quedarnos en estos elementos sería ignorar la verdadera fuerza de la campaña de Podemos, esa que vertebró y dio sentido a acciones tan escasamente novedosas como las apuntadas. Lo más importante no estuvo en las formas de sus acciones, sino en el marco en el que las ubicaron. Y eso es también lo que hace posible su conversión en una fuerza de futuro.

5.4. Lo viejo y lo nuevo

Vivimos tiempos especiales, con un grado de convulsión social mayor que en las últimas décadas y con un descontento emergente de dimensiones muchísimo mayores de las que vemos reflejadas en los medios de comunicación institucionalizados. Más allá de las consecuencias estructurales de la crisis, existen implicaciones cotidianas que han contribuido a crear un clima políticamente abierto que las formaciones tradicionales no están sabiendo ver, presas de sus propias dinámicas burocráticas, habituadas a seguir adelante como si nada pasara. La política ha visto en las últimas décadas surgir muchos nuevos actores, desde los ecologistas hasta los liberales de centro, estilo François Bayrou, Nick Clegg o Rosa Díez, que levantaban muchas expectativas para desinflarse en pocos años, y los analistas políticos están convencidos de que esta dinámica será también la que dominará a las formaciones emergentes como Podemos. Y quizá sí, pero un diagnóstico tan contundente arrastra un evidente error de cálculo. Desde Beppe Grillo hasta Marine Le Pen, pasando por la Syriza de Alexis Tsipras o el UK Independence Party (UKIP) de Nigel Farage, por citar formaciones de ideologías muy distintas, el populismo se ha constituido como la tendencia emergente en Europa, donde ha sintonizado con un elector que proviene de todas las clases sociales, aunque arraigue especialmente en la clase trabajadora nacional y en la clase media empobrecida, sus principales nichos. En España no ha ocurrido aún, por diferentes causas, siendo una de ellas que la variable nacionalista típica de estas formaciones ha descendido aquí un peldaño territorial y sólo juega su papel en los soberanismos, pero estamos ante una mera cuestión de tiempo. Hay mucho descontento con la clase política, las condiciones de vida están empeorando, y es probable que lo retrocedido en poder adquisitivo no se recupere para una buena parte de la población, con lo que las condiciones para el surgimiento de una fuerza populista están dadas.

En este contexto, nos equivocaríamos si pensáramos que la línea de separación de voto está únicamente trazada desde cuestiones ideológicas, ya sean materiales o culturales. En el caso de los últimos comicios españoles, la divisoria la marcaron las diferencias entre lo viejo y lo nuevo, entre lo institucionalizado y lo diferente, y la mejor prueba es que todos los partidos grandes han visto el suelo moverse bajo sus pies: el PP fue abandonado por una parte sustancial de sus votantes, al igual que el PSOE, al que el desastre le ha abocado a una lucha sucesoria que minará aún más su credibilidad hasta que sea resuelta, IU se ha encontrado con un partido intruso que amenaza con comerle todo el terreno y CiU ha visto cómo Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) le ha robado ese voto soberanista por el que había apostado. Si alguna lección puede extraerse no fue la del triunfo de lo friki, como concluyó altaneramente Pedro Arriola, el estratega del PP, sino que todos los partidos institucionales salieron perdiendo precisamente por haber sido identificados como tales. Las formaciones de siempre han comenzado a ser percibidas como parte de lo mismo, como competidores con un alto grado de indiferenciación, lo que ha beneficiado a nuevos jugadores como Podemos, que sí transmitieron con éxito su carácter novedoso. Ese aspecto, que también intentaron hacer valer UPyD o Vox, dejó de ser efectivo en el momento en que la elección de sus líderes, Francisco Sosa Wagner y Alejo Vidal-Quadras, les hizo ser percibidos como parte minoritaria de lo institucional.

Llegados a este punto, la mayoría de los analistas tienden a detenerse en el simple hecho de la novedad y concluyen demasiado mecánicamente que el descontento se suele traducir en voto a fuerzas electorales que, por ser anecdóticas o llamativas, generan simpatías en un sector minoritario de la población. Pero lo que la política reciente nos dice, con el caso de Syriza en Grecia o del Frente Nacional en Francia, y quizá sea el papel que Podemos juegue en España, es que existen outsiders que están entrando en el campo político no con la intención de ocupar un espacio, sino de transformar las reglas del juego. Ése ha sido el valor electoral de la formación de Pablo Iglesias. Su diferencia nada ha tenido que ver con la simple novedad, sino con la sensación de que estábamos frente a otra cosa. Más que ser un partido marcadamente de izquierdas, se ha mostrado como una fuerza que, por su carácter participativo, por haber contado con unas primarias reales y por su actitud combativa, no estaba contaminada por los modos de hacer de la política habitual: eran gente que se iba a alejar de las prebendas, de los sobres y de la corrupción.

Y, en segunda instancia, tenían algo todavía más importante. Más allá de las opciones políticas que defendían, se mostraban como personas que creían en lo que decían y que habían dado un paso adelante para defender sus ideas. En otras palabras, como la mayoría de los populismos, han hecho valer la baza de la autenticidad, un elemento de gran peso en el mundo calculado, mecánico y gris de la comunicación política y económica de las últimas décadas. La mejor prueba es que el programa de Podemos no era sustancialmente distinto del defendido por IU, pero lo que sí les separaba, y por eso una fuerza con cuatro meses de vida estuvo cerca de merendarse a la vieja, fue el grado de convicción que sus líderes generaban entre quienes recibían sus mensajes. Como explicaba Pablo Iglesias refiriéndose al éxito de Syriza[27], la gente no les vota porque prometan unas medidas concretas de gobierno, sino porque dicen que van a hacer política de verdad. Sin ese elemento, no es posible entender la carga emocional que han movilizado ni la verdadera potencialidad de la formación.

La otra gran intuición de Iglesias y de su equipo ha consistido en saber organizar su campaña a partir de la utilización en los medios de un lenguaje comprensible. La izquierda parlamentaria, y mucho más la extraparlamentaria, ha pecado repetidamente de utilizar términos y de lanzar debates de indudable simbolismo para sus militantes, pero que eran despreciados fuera de esos ámbitos. Es un mal en el que también ha incurrido Podemos, muchos de cuyos actos públicos se hilaban con el lenguaje excluyente típico de la izquierda (con términos como «proceso constituyente» o «compañeros migrantes» notablemente alejados de los usos populares) o priorizaban temáticas ajenas a los intereses de sus posibles electores, como la insistencia en torno a la memoria histórica, la guerra civil y la revisión de la Transición. Indudablemente, Podemos continúa exhibiendo muchos tics que lo emparentan con las viejas formas de su espectro político, pero la diferencia reside en que el equipo de Iglesias sabe que eso es un error. Existe una voluntad expresa de transformar el lenguaje de la izquierda, de modo que acontecimientos complejos, como a menudo son los político-económicos, puedan ser traducidos a términos comprensibles por todo el mundo. Iglesias sabe que las personas que le pueden votar, en un porcentaje sustancial, ni son de izquierdas ni es preciso que lo sean: basta con que les perciban como la única alternativa, razonable y comprensible, a un sistema anquilosado. Ésa es la fuerza que ha movilizado el populismo y por eso se ha convertido en la tendencia política triunfante en los últimos años.

5.5. La clase media, clave del futuro

Si algún aspecto suele olvidarse en los análisis sobre estos tiempos políticos, es que el deterioro de las instituciones es correlato de sociedades materialmente en declive. El malestar respecto de los políticos, corrupción incluida, está muy ligado al descenso acentuado en el nivel de vida de las poblaciones a las que representan. Y no estamos ante un paréntesis causado por la crisis, a cuyo término podríamos gozar de niveles económicos satisfactorios, sino ante un cambio de modelo. Buena parte de la población tendrá que acostumbrarse a vivir con menos, lo que resultará particularmente doloroso para una clase media que pensaba que el futuro iba a ser suyo y que ahora ve cómo le espera, en el mejor de los casos, el regreso al nivel de vida que tuvo décadas atrás, cuando emigró de los pueblos a las ciudades.

Ése va a ser el gran espacio electoral de los próximos años. En esta nueva composición social, las clases medias altas están reduciendo su número, los obreros industriales del pasado son ya casi inexistentes a causa de la globalización, y las florecientes clases medias se han convertido en personas que tienen todos los distintivos de esas capas (formación profesional, costumbres, objetos de estatus) pero que viven con el nivel de ingresos de las clases trabajadoras. Este sector social, que es numéricamente significativo, que tiene razones para el descontento y que cada vez gozará de menores oportunidades, está siendo esencial en la política europea y lo será aún más en el futuro. En este entorno, las iniciativas populistas que pongan el acento en lo material y que apuesten por líderes más auténticos, se convertirán en una fuerza electoral y socialmente poderosa. Hasta ahora, la única formación capaz de activar ese resorte en España ha sido Podemos. Por más dudas que existan sobre cómo gestionarán el éxito, lo cierto es que han abierto una puerta que ya no será tan fácil cerrar. Porque si no la aprovechan ellos, lo harán otros.