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La respuesta a la indignación ciudadana: ¿más o menos Estado?

Juan Ramón Rallo

Son muchos quienes han tratado de combatir a Podemos mediante descalificaciones personales o buscando oscuras conexiones de sus dirigentes con regímenes totalitarios. La estrategia, sin embargo, me parece profundamente equivocada y desenfocada por cuanto se centra en atacar a las personas que componen el partido, cuando el verdadero problema de fondo de Podemos son sus ideas. A la postre, si el único o mayor inconveniente de Podemos fueran las turbias conexiones de sus líderes, nada más sencillo que fundar un Podemos-bis integrado por personas verdaderamente independientes y dedicadas a replicar hasta la última coma de su actual programa electoral.

Pero, ciertamente, el problema de Podemos no está en sus dirigentes —quienes, en algunos casos, incluso podrían parecernos personas honestas y dignas de admiración por la perseverancia y la pasión con la que defienden sus principios ideológicos—, sino en sus ideas. Y, por consiguiente, son esas ideas las que deben ser combatidas. Alterar los términos de la discusión y quedarse en lo accesorio —las personas— pasando de puntillas por lo fundamental —las ideas— sólo transmite una imagen de pereza o de desesperación intelectual frente al reto político planteado por esta formación de izquierdas.

Así las cosas, ¿por qué las ideas de Podemos están erradas? No, ciertamente, porque no denuncien con contundencia problemas reales que para todos son fácilmente observables: a saber, la preocupante pauperización de un sector creciente de nuestra sociedad, la inquietante entente entre políticos y grandes empresarios, o la deteriorada calidad de los servicios públicos. En suma, la sensación de que nuestras vidas están siendo manejadas por una casta extractiva cuyo único propósito es recortar nuestras libertades para lucrarse esclavizándonos.

Las recetas de Podemos para hacer frente a esa alarmante situación se basan grosso modo en tres vectores: a) una más intensa redistribución de la renta basada en un aumento de la fiscalidad «a quienes más tienen» de modo que pueda reforzarse la calidad de los servicios públicos; b) una draconiana regulación de las grandes empresas dirigida a eliminar sus abusos y privilegios; c) un control democrático de toda la normativa estatal para garantizar que termine representando la voluntad del pueblo y no de lobbies oligárquicos.

De lo que se trata, pues, es de incrementar el tamaño y las intervenciones del Estado sobre la sociedad, pero sometiendo, a su vez, a ese megaestado a la voluntad democrática de la sociedad. Los objetivos parecen loables y los medios para alcanzarlo se antojan razonables, de ahí —y de su profesionalizado marketing político— la popularidad de Podemos. Sucede que, aun compartiendo las aspiraciones últimas de la formación política —mayores espacios de libertad frente a la oligarquía y una mejora sustancial en la calidad de vida de todos los ciudadanos—, los medios que plantea para lograrlos —más gasto público, más impuestos, más regulaciones y más espacios de nuestras vidas sometidos a la discrecionalidad democrática— están radicalmente equivocados, pues tenderían, por paradójico que parezca, a arrojar el resultado inverso al ambicionado.

En cada una de estas tres recetas se contienen las semillas de su propio fracaso.

8.1. Más impuestos y más gasto público

En nuestra sociedad, son muchos quienes consideran que la única forma de erradicar la pobreza pasa por redistribuir la riqueza. Desde esta perspectiva, el Estado constituye un instrumento indispensable para mejorar la calidad de vida de los estratos más humildes de nuestra comunidad: de hecho, se nos dice, habrían sido los exagerados recortes de lo público padecidos durante las últimas décadas de dominio «neoliberal» los que habrían abocado a las clases populares a la paupérrima situación actual. Podemos se suma a este discurso y apuesta por acrecentar el Estado, de manera que los ricos tengan menos y los pobres reciban mucho más del sector público.

El problema de esta narrativa que atribuye al retroceso del Estado todos los males acaecidos en nuestra sociedad es que encaja mal con la realidad. El peso del sector público sobre el Producto Interior Bruto (PIB), así como la presión fiscal, se hallan cerca de sus máximos históricos: esto es, no se aprecia ningún retroceso significativo del Estado desde finales de los 80.

Fuente: OCDE

Es más, si en lugar de tomar el peso del Estado sobre el PIB trazamos la evolución del gasto público medio por español (descontando la inflación), observamos que el peso del sector público ha alcanzado su máximo histórico en esta última década (concretamente, en el año 2009) y que en 2013 todavía superaba la cota registrada en 2005. Por consiguiente, no se aprecia ningún abrupto retroceso del Estado que permita atribuir el dramático desplome de las condiciones de vida de una parte de la población al adelgazamiento del sector público.

Fuente: OCDE

Por supuesto, uno siempre puede escudarse en que, a pesar de hallarse el gasto público en uno de los niveles más elevados de su historia, resulta imprescindible incrementarlo todavía más. No en vano, suele argumentarse, existen países en nuestro entorno europeo con un nivel de vida superior al español y donde el Estado es también mucho mayor. Célebres son los casos de los países nórdicos —Noruega, Finlandia, Suecia y Dinamarca—, donde la alta fiscalidad permite costear un Estado de Bienestar mucho más amplio y eficaz que el nuestro. De este modo, parecería que las reivindicaciones de Podemos quedarían justificadas: necesitamos que los ricos paguen más para reforzar la calidad del Estado español y equipararla a la de los países nórdicos.

Sólo hay un problema: nuestros Estados modernos son tan sumamente gigantescos (copan entre el 40 y el 60 por ciento del PIB), que resulta del todo ilusorio pensar que pueden seguir creciendo a expensas de los más ricos. Tal como reconoce el economista socialdemócrata francés Thomas Piketty en su obra El capital en el siglo XXI: «En el Estado moderno, la totalidad de los ingresos tributarios se recauda mediante una fiscalidad casi proporcional sobre las rentas individuales, especialmente en aquellos países donde esos ingresos fiscales son muy cuantiosos. No es algo sorprendente: resulta imposible que la mitad de la renta nacional se dirija a financiar un ambicioso programa de asistencia social público sin que todos contribuyamos al mismo de manera sustancial». Dicho de otro modo: si queremos recaudar más, todos —y no sólo los ricos— tendremos que pagar más.

Esto es precisamente lo que sucede en las socialdemocracias nórdicas, cuya fiscalidad es notablemente más gravosa que la española en lo relativo al consumo y a las rentas del trabajo; no así, en cambio, en lo relativo a las rentas del capital (la notable recaudación de Noruega por gravar al capital se explica por los impuestos sobre los ingresos de petróleo). Para que España obtuviera unos ingresos públicos de magnitud similar a los de los países nórdicos, debería procederse a incrementar la recaudación por impuestos sobre el trabajo un 30 por ciento y la de impuestos sobre el consumo en un 60 por ciento con respecto a los niveles del año 2011. Nótese, por cierto, que estas cifras son independientes de que se combata o no el fraude fiscal: en los países nórdicos, el fraude fiscal es menor que en España y la recaudación extraordinaria por ese menor fraude fiscal se concentra en gravar a las rentas del consumo y del trabajo, no a las del capital.

Fuente: Eurostat.

A la luz de los datos, resulta complicado afirmar que la mayor parte de los españoles están experimentando dificultades como consecuencia de que el peso del Estado se ha reducido marcadamente durante las últimas décadas y de que, en consecuencia, los impuestos sean demasiado poco gravosos para los ricos. Más bien al contrario: el tamaño del Estado español sólo puede seguir incrementándose con rejonazos fiscales mucho más fustigantes sobre todos los españoles, incluidos los más humildes. Las promesas de Podemos no cambian esta inexorable realidad, tan extendida en todos los países de nuestro entorno donde el Estado es todavía mayor que el nuestro.

Acaso, pues, cabría plantearse la hipótesis opuesta a la que abraza Podemos: que la pauperización de buena parte de los españoles se deba, no a que el Estado sea demasiado pequeño, sino a que es demasiado grande. Y es que, actualmente, un mileurista español que percibe un salario bruto de 15 500 euros anuales está soportando una carga fiscal superior a los 9000 euros, tal como se desgrana en el siguiente cuadro:

Salario total del trabajador antes de tributar

20 100

Cotización a la Seguridad Social a cuenta del empresario

-4600

Salario bruto en nómina

15 500

Cotización a la Seguridad Social a cuenta del trabajador

-1000

IRPF

-1500

Salario disponible después de impuestos

13 000

Impuestos indirectos sobre el consumo

-2100

Renta final disponible

10 900

El Estado español, pues, fagocita cerca del 50 por ciento de la renta de sus trabajadores, condenándoles a subsistir con un residuo que apenas les permite hacer frente a sus desembolsos más básicos (alimentación, vestimenta, vivienda, transporte, electricidad…). Parece claro que la inmensa mayoría de españoles no podría soportar una losa fiscal adicional como la necesaria para emular el nivel de gasto público de los países nórdicos (y que, en el caso anterior, acarrearía unos impuestos adicionales de entre 2000 y 3000 euros anuales): simplemente, seríamos barridos por la voracidad tributaria.

A cambio de esta mayor asfixia tributaria, Podemos propone incrementar los recursos que afluyen a algunos servicios estatales, como la sanidad o la educación, y las transferencias de rentas hacia los sectores más desfavorecidos. Pero eso es, justamente, lo que lleva haciendo el Estado español durante los últimos cuarenta años con resultados manifiestamente mejorables: a saber, exprimir tributariamente a los españoles asumiendo que son incapaces de prosperar por sí solos y de escoger autónomamente los servicios sociales que mejor se adaptan a sus necesidades. En lugar de que un sanedrín de burócratas gestione el dinero que previamente nos ha arrebatado, tendría mucho más sentido que fuéramos nosotros quienes pudiéramos elegir nuestra sanidad, nuestro esquema de jubilación y la educación de nuestros hijos; todo lo cual no es incompatible con proporcionar ayuda a aquellas personas en dificultades debido a sus bajos o nulos ingresos. Pero que quienes lo requieran puedan recibir ayuda del resto de la sociedad no significa que el Estado deba apropiarse de la mitad de los ingresos de esa sociedad para administrarlos despóticamente en su nombre[28].

Podemos, sin embargo, sí subordina plenamente la prosperidad del ciudadano a engordar todavía más al Estado desangrando fiscalmente al ciudadano. Pero no existe ningún margen realista para ello: castigar tributariamente más a familias y empresas sólo conseguiría asfixiar su ya mermada autonomía financiera y socavar las bases de un crecimiento económico que sí necesitamos para mejorar la calidad de vida de todos los españoles.

En este sentido, el error económico de fondo de Podemos es suponer que la cantidad de riqueza disponible está dada y debe ser más intensamente redistribuida (juego de suma cero), cuando, por el contrario, la riqueza debe ser creada para que todos podamos mejorar simultáneamente nuestros estándares de vida (juego de suma positiva). En Suiza, por ejemplo, todos los estratos de la sociedad son más ricos que en Suecia, donde a su vez todos lo son más que en España. Nuestro objetivo, por consiguiente, debería ser el de crecer con intensidad para parecernos cada vez más a Suiza, y no el de redistribuir una miseria general que tomamos como dada e inamovible.

Fuente: Eurostat.

El crecimiento económico, que requiere de un entorno de libertad, repercute positivamente sobre todos los ciudadanos. De hecho, posiblemente lo más llamativo de los efectos del crecimiento económico sobre la distribución de la renta no sea que todos se enriquecen con él, sino que quienes más se benefician tienden a ser las personas con una renta más modesta: en Suiza, la renta del 20 por ciento más pobre de la sociedad ha crecido un 17 por ciento entre 2007 y 2012, lo que contrasta con el incremento del 9,6 por ciento en la renta del 1 por ciento más rico; en Suecia, en cambio, la renta del 20 por ciento más pobre ha aumentado un 16,5 por ciento frente al enriquecimiento de un 36 por ciento entre el 1 por ciento más rico. Por último, en España la renta del 20 por ciento más pobre ha caído casi un 8 por ciento entre 2007 y 2012, mientras que la del 1 por ciento más rico ha aumentado casi un 7 por ciento.

La diferencia entre estos tres países no reside en el tamaño del Estado y de las transferencias sociales, ya que, en España, la renta mediana antes de transferencias sociales es un 33 por ciento más baja que la renta mediana después de transferencias sociales; en Suecia lo es un 26 por ciento; y en Suiza un 18 por ciento (es decir, España es el país de los tres donde la redistribución de la renta mediana es más intensa). La diferencia estriba en la distinta prosperidad de estas tres sociedades: cuanto más próspera es una economía, más independientes se vuelven sus ciudadanos de las redistribuciones estatales de renta.

En contra de lo que promueve Podemos, no necesitamos un Estado más asfixiante y redistribuidor, sino uno que habilite un marco institucional dentro del que crear y acumular riqueza en beneficio de todos. Es decir, necesitamos un Estado con una baja presión fiscal y, también, que se entrometa poco en las relaciones privadas entre los agentes económicos. Justamente, la dañina hiperregulación es el siguiente eje ideológico de Podemos.

8.2. Más regulaciones

Junto a la aseveración de que el gasto público ha ido retrocediendo durante las últimas décadas, la otra idea fuerza que ha cobrado un muy notable protagonismo ha sido la de que hemos asistido a una intensísima desregulación de las relaciones privadas entre adultos responsables. Según se nos ha repetido, los Estados han dejado de intervenir en la vida interna de las empresas, de manera que éstas disfrutan de un poder absoluto para imponer su voluntad sobre los ciudadanos. La narrativa encaja perfectamente, de hecho, con la percepción de que las grandes empresas controlan cada vez más aspectos de nuestras vidas, motivo que habría inspirado a Podemos a reclamar regulaciones y controles mucho más draconianos sobre el mundo empresarial.

El argumento, empero, se topa de nuevo con un serio problema: la realidad. Durante las últimas décadas no hemos asistido a ningún proceso desregulatorio que haya incrementado la autonomía de las empresas, sino que, por el contrario, la vorágine regulatoria ha continuado avanzando imparable. En España, por ejemplo, el número de páginas publicadas cada año en boletines y diarios oficiales superó las 800 000 en el año 2008:

Fuente: Marcos y Santaló (2010).

Asimismo, en Estados Unidos —presunto paradigma internacional de la desregulación—, el número de páginas del Código de Regulaciones Federales alcanzó en 2013 su máximo histórico:

Fuente: The George Washington University Regulatory Studies Center.

Por consiguiente, la tendencia no ha sido hacia la desregulación, sino hacia la rerregulación. Pero, siendo así, ¿cómo es posible que la mayoría de la población perciba que muchos conglomerados empresariales poseen un poder creciente sobre sus vidas? La explicación no hay que buscarla en el defecto sino en el exceso de legislación: al cabo, el poder de las grandes empresas sobre nuestras vidas sólo se ejerce merced a los privilegios regulatorios que les otorga el Estado para, por ejemplo, expulsar a sus potenciales competidores (véase el caso de la penalización del autoconsumo eléctrico o la limitación del crowdfunding para beneficio de grandes eléctricas y grandes bancos, respectivamente) o imponernos la compra forzosa de sus servicios (es lo que sucede, verbigracia, cuando el Estado encarga una obra pública a una constructora, pagándole con el dinero de nuestros impuestos). Siendo así, nada les resulta más sencillo a esas grandes compañías que manipular o comprar las voluntades de los mandatarios encargados de redactar las reglas que presuntamente iban dirigidas a controlar su comportamiento: es lo que se conoce como lobbismo. Y, ciertamente, a mayor cantidad de leyes innecesarias, mayores oportunidades de los lobbies para sacar tajada a nuestra costa.

Así las cosas, un reciente estudio de dos investigadores de la Universidad de Princeton y de la Universidad de Northwestern[29] concluía que las preferencias de la mayoría de los votantes tenían una nula influencia sobre el contenido de las normativas aprobadas por el Congreso estadounidense, mientras que las preferencias de los grupos de presión sí determinaban notablemente su contenido. Conviene remarcar que este estudio se refiere a una de las más antiguas y desarrolladas democracias de todo el planeta: esto es, si los grupos de presión han sido capaces de adquirir una ascendencia semejante en Estados Unidos, resulta totalmente ilusorio pensar que en España será distinto.

En última instancia, el objetivo de Podemos de someter a las grandes empresas a una maraña regulatoria con el propósito de proteger a los ciudadanos es muy poco realista: cuantos más aspectos de la vida interna de las empresas se intenten regular, más oportunidades tendrán las compañías asentadas de corromper a los burócratas y de blindarse de sus competidores a través del boletín oficial. El problema de querer controlar desde el Estado a los emporios empresariales es que son los emporios empresariales los que terminan instrumentando el intervencionismo estatal en su favor. ¿Acaso debemos ser tan cándidos como para obviar que el presunto controlado terminará controlando al controlador? Y si es así, ¿qué sentido tiene darle más poder al controlador si será usado por el presunto controlado?

Podemos, empero, cree haber hallado el bálsamo de Fierabrás para romper este círculo vicioso de presuntos controlados que ejercen de controladores: otorgar el poder último de decisión al pueblo. Pero este bienintencionado remedio, lejos de solventar los problemas, sólo termina agravándolos.

8.3. Más democracia participativa

La democracia es un mecanismo de toma de decisiones por el cual se impone al conjunto de la población la opinión de la mayoría. Aunque a esa opinión mayoritaria suele asignársele un aura de hiperlegitimidad, en realidad no hay nada que la convierta en intrínsecamente superior al resto de opiniones no mayoritarias. Y es que la regla mayoritaria no constituye un criterio infalible para descubrir opiniones ética o funcionalmente superiores al resto.

Primero, que la regla mayoritaria no arroja preferencias éticamente superiores a cualquier alternativa es algo evidente: todos consideraríamos aberrante, por ejemplo, que en ciertos aspectos de nuestras vidas prevaleciera el deseo de la mayoría; a la hora de decidir qué estudiar, dónde trabajar, con quién casarnos o qué libros leer parece más razonable permitir que cada individuo o conjunto de individuos escoja por su cuenta y que la mayoría respete sus decisiones aunque esa mayoría no las comparta. Lo contrario sería tanto como defender el derecho de las mayorías a aplastar a las minorías.

La democracia, pues, parece en todo caso conveniente en aquellos temas que nos afectan necesariamente a todos y sobre los que todos necesitamos pronunciarnos. En este sentido, la regla mayoritaria sí podría antojarse intrínsecamente superior a cualquier otra por cuanto garantizaría que una determinada decisión colectiva ha sido apoyada por más del 50 por ciento de la población. Pero si de conciliar amplios apoyos se tratara, lo lógico sería exigir mayorías cualificadas para tomar cualquier decisión colectiva: ya fuera esa mayoría cualificada del 66 por ciento de los votos, o el 80 por ciento, o incluso la completa unanimidad. En cambio, en la práctica totalidad de las ocasiones, las decisiones colectivas son adoptadas con mayorías muy simples, por cuanto exigir consensos reforzados conduciría a la parálisis: así, en unas elecciones no es inhabitual que el 50 por ciento de los votantes se abstenga, de modo que el partido (o coalición) que coseche el 50 por ciento de los votos puede terminar arrogándose el poder para regular la vida de la totalidad de  ciudadanos, a pesar de que apenas representa las preferencias del 25 por ciento de la población. Por tanto, ni siquiera aceptando sus propias premisas, la regla mayoritaria resulta intrínsecamente superior al resto: si verdaderamente nos creyéramos que el consenso mayoritario es siempre superior a los disensos minoritarios, exigiríamos mayorías muchísimo más reforzadas que las que actualmente exigimos.

Segundo, las preferencias emergidas a través de la regla mayoritaria tampoco son necesariamente más funcionales que el resto. Que una decisión colectiva se adopte por mayoría no significa que sea la decisión más acertada: votar cómo construir un puente, cómo ejecutar una operación de cirugía o cómo lanzar un cohete al espacio probablemente proporcionarían unos resultados desastrosos por cuanto la mayoría de los votantes carecerían de la formación e información necesaria para adoptar una postura correcta.

En general, podemos señalar que, cuanto más numeroso sea el electorado, menos incentivos existen a que la gente tome decisiones informadas: a mayor número de votantes, menor relevancia de cada voto individual y mayor socialización de los costes asociados a una decisión equivocada (esto es, el comportamiento racional de muchos votantes es el de no dedicar muchas horas a recabar información y reflexionar en profundidad sobre las distintas opciones que rodean una votación, dejándose llevar más por modas o por ideologías que sirven para economizar el enorme coste que supone formarse e informarse sobre todos los campos del conocimiento)[30].

Acaso, sin embargo, pueda pensarse que la democracia debe quedar restringida al ámbito de los fines y no al de los medios: las mayorías electorales deberían encargarse de fijar los objetivos largoplacistas hacia los que debe avanzar el conjunto de la sociedad, correspondiendo a los técnicos y especialistas diseñar el procedimiento óptimo para ello. No obstante, para que una democracia de este estilo funcionara, seguiría siendo necesario que los votantes contaran con el conocimiento técnico acerca de cómo se interrelacionan esos fines y que, además, tomaran sus decisiones siguiendo cabalmente ese conocimiento técnico. Por ejemplo, si los votantes ignoran que los recursos son escasos y que gastar más en X necesariamente implica gastar menos en Y, bien podrían decidir gastar más en X aun cuando no desearan, bajo ningún concepto, ver reducido el gasto en Y. La evidencia, de hecho, apunta más bien a que los votantes tienden a exhibir preferencias inconsistentes entre sí y sesgadas en contra de aquella realidad que no encaja dentro de sus prejuicios o de su marco ideológico[31].

En suma, la regla mayoritaria propia de una democracia no nos proporciona un criterio intrínsecamente superior para regular todos los aspectos de la convivencia social: su conveniencia y funcionalidad no es universal, sino contingente a las circunstancias que rodean cada problemática en particular. Podemos, sin embargo, se suma entusiasmado a un movimiento político conducente a ampliar las esferas de decisión democrática sin plantearse verdaderamente las distorsionadoras consecuencias que se derivarían de su aplicación en los términos que ellos mismos defienden.

Al cabo, como ya hemos comentado, las decisiones democráticas tienen más probabilidades de funcionar adecuadamente en comunidades políticas pequeñas que se pronuncian solamente sobre cuestiones generales y abstractas relativas al marco global de convivencia. Podemos, por el contrario, apuesta por un modelo de democracia intrusivo y omniabarcante: el cuerpo electoral estaría constituido por el conjunto de la sociedad española mayor de edad (unos 35 millones de nacionales) y los asuntos a dilucidar democráticamente serían tan sumamente específicos como pueden serlo el tipo de inversiones públicas a acometer; la especificación del modelo productivo hacia el que debe reorientarse el conjunto de España; la determinación de la política crediticia de las entidades financieras estatales; o la regulación sectorial en materia de telecomunicaciones, educación, sanidad, transporte, alimentación o I+D, etcétera.

Es evidente que la capacidad de la ciudadanía para estar adecuadamente formada e informada sobre estos y muchos otros asuntos sería muy limitada, de manera que la mayoría de cuestiones o bien se votarían sin criterio alguno sobre el fondo del asunto o bien serían delegadas a un cuerpo funcionarial y burocratizado, alejado del asamblearismo democrático. Pero una vez se delega en una burocracia la práctica totalidad del poder regulatorio del Estado, el riesgo de que esa burocracia abuse de ese poder en su propio beneficio (o en el de los lobbies que camparían a su alrededor) vuelve a resurgir, de modo que sólo estaríamos creando por la puerta de atrás una nueva casta con mayor poder que la que quisimos eliminar. Dar más poder al Estado sólo significa dar más poder a aquellas coaliciones de poder que en cada momento consigan controlar al Estado en su propio beneficio.  

En definitiva, la democracia amplia e intrusiva que propone Podemos sólo contribuiría a crear una nueva oligarquía extractiva con mayor capacidad para restringir nuestras libertades. Que a esta nueva oligarquía —tan altamente influenciable por los lobbies empresariales o políticos como la actual— se la quiera barnizar con un espejismo de democracia participativa no cambia el fondo del asunto: que las vidas de los ciudadanos seguirían tan o más dominadas por la arbitrariedad extractiva de quienes manejaran los hilos del Estado.

8.4. La auténtica alternativa: el liberalismo

Los tres principales ejes sobre los que gravita el programa ideológico de Podemos sólo exacerban los problemas de fondo del régimen político actual que nos ha abocado al desastre económico y social contra el que dice levantarse el propio Podemos: más impuestos para todos implican más pobreza para todos; más gasto público implica más gestión burocratizada e ineficiente de los servicios estatales; más regulaciones legislativas suponen una mayor restricción de nuestras libertades por parte de la oligarquía política o empresarial que gobierne. Revestir esta huida hacia delante con los ropajes de la democracia participativa no modifica el inmenso error que supone seguir asfixiando a la sociedad para reforzar el poder estatal.

Como ya hemos dicho, muchos de los problemas que denuncia Podemos son reales y requieren de una solución. Pero esa solución no puede pasar por profundizar en los mismos males que nos han conducido al desastre. Empecinarse en repetir las mismas recetas fracasadas, por mucho que se las vista de seda, constituye un inquietante error que debería mover a la reflexión a todos aquellos que se han sentido atraídos por el mensaje bienintencionado de Podemos. No dejemos de lado la sabiduría del refranero español cuando nos advierte de que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones: las propuestas políticas deben evaluarse según sus méritos, no según la buena voluntad de sus promotores; y seguir acrecentando el tamaño y el intervencionismo estatal cuando ya se halla en máximos históricos no parece la opción más sensata.

Existe, en cambio, una alternativa real y eficaz que, por desgracia, ha sido absolutamente marginada en España durante las últimas décadas; una alternativa que sí proporciona una respuesta razonable a los principales problemas que sacuden a los españoles y que, por consiguiente, sí debería ser ampliamente considerada: el liberalismo. Lejos de subir impuestos para continuar saqueando a las clases medias, deberíamos bajarlos con energía para permitirles respirar; lejos de seguir delegando porciones crecientes de nuestros gastos a un grupo de burócratas con agenda propia, deberíamos recuperar autonomía y capacidad de elección sobre nuestras vidas; lejos de seguir incrementando las regulaciones y el poder discrecional de las burocracias, deberíamos avanzar hacia un marco jurídico transparente, general y simple donde tuvieran cabida los más variados acuerdos voluntarios entre partes bajo la exclusiva fiscalización de tribunales independientes del poder político y empresarial.

Mal harían quienes se quejan —con razón— de que «la casta» controla y arruina sus vidas si se lanzaran en brazos de una nueva casta con poderes todavía más amplios e invasivos. La alternativa a que nos controlen unos no es que nos controlen otros, sino que gocemos de autonomía suficiente frente al sector público y frente a quienes lo utilizan para medrar restringiendo nuestras libertades. Esa autonomía sólo es alcanzable allí donde la injerencia del Estado sobre nuestras vidas se reduce a una mínima expresión y donde, por tanto, ni una minoría lamina a la mayoría ni la mayoría lamina a las minorías. Ese marco de libertad y relaciones voluntarias, que es el que ofrece el liberalismo, se halla en las antípodas ideológicas no sólo del PP, del PSOE o de IU, sino también de Podemos. La necesaria oposición a los primeros no debería significar una convalidación de los graves errores de los segundos: si aspiramos al razonable objetivo de ser más libres y prósperos, no nos queda más remedio que distanciarnos de unos y de otros para reclamar una sociedad donde el poder del Estado y de quienes desean instrumentarlo se halle minimizado y estrictamente limitado.