9

—Ahora vuelve a contármelo desde el principio —ordenó el inspector.

—Le he dicho la verdad, puñeta. ¡Que me muera si no!

Rosita levantó el hocico desafiante y colorado y miró en torno como si buscara una salida. El vagón del metro iba casi vacío. Apoyó la ensordecida cabeza en el cristal de la ventanilla y se abrazó a la capilla, meciéndola con una pérfida parsimonia. Entonces empezó a llorar.

Sentado frente a ella, el inspector seguía esperando una explicación satisfactoria. Ni en el huerto ni después, camino de la estación de Lesseps, a pesar de todas las amenazas, logró sacarle una palabra. Antes de llevársela casi a la fuerza, tirando de su puño rabioso, en la tasca ya cerrada y sofocante interrogó a la Maya. «Mi nieto tiene un trabajo honrado y es cumplidor y justo como su padre», declaró mientras deshacía su moño sentada en una silla: «Pero usted le da miedo». Había sacado un peine del bolsillo del delantal y lo sostuvo un rato por encima del hombro con mano temblorosa; en silencio, Rosita se situó a su espalda, recibió el peine y comenzó a peinarla despacio. Ninguna de las dos volvió a abrir la boca.

Ahora Rosita lo miraba entre las lágrimas:

—Piense lo que quiera. Pégueme otra vez, ande. Lléveme a la cárcel, o al correccional, a mí qué. Me importa una mierda.

—Luego hablaremos de eso. Con mi cuñada.

—Si le dice a la seño que tengo novio, nunca más le estaré amiga.

—¿Me tomas por imbécil? Hay mucho más que eso.

—¡Nada que a usted le importe!

El paso de un convoy en dirección contraria proyectó una metralla de luz en su cara y el estrépito mecánico ahogó sus sollozos. Luego se quedó mirando la fugitiva oscuridad del túnel a través del cristal, meciendo a la Virgen. El inspector dijo: «¿O prefieres hablar en la comisaría, cuando le eche la mano encima a ese mangante degenerado que dices que es tu primo?».

Rosita no contestó. En Universidad subió un fontanero con un water nuevo a la espalda y la mirada entre perdida y displicente. Lo depositó en el suelo, sacó la petaca de la caja de herramientas y lió un cigarrillo aguantando los bandazos del vagón con las piernas muy separadas; sumido en sus cavilaciones, se sentó en la taza del water y terminó de liar el pitillo sin sobresaltos.

—Antes de nada —añadió el inspector— quiero que te expliques delante de la directora.

—¿Explicar qué?

—O te parto el alma, fíjate.

—Ya. ¿Y qué más?

—Eso de que tienes una familia. Boba. ¿Qué cuento es ése?

—¡¿Por qué no había de ser mi gente?! ¡¿Ya usted qué más le da?!

—Y tu novio. Ese mamarracho que podría ser tu padre. ¿Qué edad crees que tiene? ¿Por qué echó a correr?

—Pensó que usted venía por lo del café…

—No lo creo —la miró con fijeza y agregó—: Debería sacarte la verdad a trompadas. Putilla de mierda.

—Ya vale, ¿no?

Se agolparon de nuevo las lágrimas en sus ojos. Apoyó un pie sobre el muslo y se frotó el tobillo. Lanzó una mirada furiosa al inspector mientras con ambas manos, empleando una energía innecesaria, un amasijo de nervios y de miedo, estiraba el calcetín una y otra vez hasta casi romperlo. «Novios, sí. ¿Qué tiene de malo?», gimoteó: «Y sepa que nunca hemos tocado un céntimo de la capilla, sólo lo que es mío, propinas que me saco con la Virgen… El primo y yo juntamos nuestros ahorros. ¿O eso también está prohibido?».

—Siéntate como es debido.

—La directora sabe que tengo una libreta en la Caja de Ahorros —prosiguió Rosita con vehemencia—. Pregúntele. Sabe que estoy ahorrando para el día que me case… Porque yo un día me las piro, ¿sabe? ¿Qué se creía usted, que iba a quedarme de fregona toda la vida, acarreando la Moreneta de las narices de aquí para allá y aguantando la tabarra esa de las beatas…?

—A mí no tienes que convencerme de nada. —El inspector volvió la cara al cristal y vio a un sujeto que volaba a lo largo del túnel sentado en un water—. Todo eso podrás contárselo al tribunal de menores.

Volvió la cabeza. Hacía rato que el fontanero les miraba con aire abúlico. Rosita apoyó de nuevo la frente en el cristal y miró afuera. En el centro de aquel vértigo negro colgaban racimos de lilas en una pérgola soleada y ella, la niña buena y dulce que fue una vez, se mecía en el columpio con su rebeca de angorina azul erizada de luz. Sacó la lengua diciéndose en el cristal: «Borrica».

El inspector consideró la desvergüenza del tipo sentado en la taza del water; el pitillo sin encender en los labios, la mirada sonsa y los codos en las rodillas. El vagón chirriaba en una curva inacabable y el inspector se levantó, cogió a Rosita de la mano y se dirigió a la puerta. Desde allí se volvió con la expresión hosca. «Levántese, payaso», dijo sin alzar la voz: «¿Dónde cree que está?». El hombre intuyó la autoridad del que le increpaba y se levantó con mansedumbre, ocultando el cigarrillo. Iniciaba una disculpa cuando el inspector le volvió la espalda.

El metro entraba frenando en Urgell. Rosita se soltó para cambiar la capilla de cadera, acercándose más a la puerta, y el inspector se situó detrás. Apoyó suavemente la mano en su hombro y aún captó el aroma del café tostado en sus cabellos. La puerta se abrió y Rosita saltó al andén con el puño enrabiado en la mano del inspector.

Resonaban pasos a la carrera en el cruce de túneles de acceso. En el suelo, un muchacho exhibía sobre hojas de periódico un pie torcido para adentro y con sólo tres dedos; tierno y rosado, como de seda, parecía el pie de un bebé. Rosita vislumbró al pasar la engañosa mansedumbre del tobillo deforme y el mentón duro y atractivo del chico, su boca delgada y serena en la sombra. Rumiando lo que la esperaba esta noche —no frente al muerto, fuera o no su violador, sino luego frente a la directora y el inspector—, no tuvo clara conciencia de salir a la calle y caminar un buen trecho hasta el Clínico; salía de un túnel sombrío para meterse en otro, alternando la visión de mendigos tullidos y gitanas dormitando al pie de los muros con la de camillas vacías y sillas de ruedas que parecían haber sido precipitadamente abandonadas en medio de los desiertos corredores del hospital. El inspector la llevaba de la mano, pero ya no parecía tirar de ella, sino de sí mismo, silencioso y cansado, balanceándose un poco sobre las pesadas piernas.

Se paró ante una sobada puerta gris cuya pintura, como si hubiese sido expuesta a un calor intenso, mostraba ampollas, una erupción granulenta. «¿Y si me desmayo?», murmuró Rosita. El inspector empujó la puerta. «No hace falta que le veas muy de cerca», dijo. Sintió el puño de la niña latiendo en su mano como un pájaro. Lo soltó a mitad de camino y siguió solo hacia la camilla, rodeándola hasta situarse del otro lado. El lienzo blanco que cubría el cadáver absorbía la luz de la única bombilla del techo envuelta en un cucurucho de papel de estraza. Los pies hinchados rebasaban la camilla, abriéndose en la tiniebla como granadas. Rosita intuyó la piltrafa, evitó mirarlos. Había otras dos camillas, pero estaban desocupadas. El depósito era pequeño y frío, y, más allá del círculo de sombras, Rosita observó la forma escalonada y geométrica de lo que parecía un anfiteatro. Avanzó un poco más y notó que pisaba una mugre viscosa.

El inspector alzó el borde de la sábana y Rosita miró cabizbaja y ceñuda como si fuera a embestir.

—No es él —dijo inmediatamente.

—Acércate más.

—Que no es. Que no.

—Aún no le has mirado. ¡Acércate, te digo!

Rosita obedeció, abrazando la capilla con fuerza. El intenso olor a amoníaco estimuló sus nervios. Pero el muerto no la impresionó, no avivó en su mente la fogata ni el espanto. Miró de cerca el rostro magullado pero sereno de un hombre joven, bien peinado, con barba rala de tres o cuatro días. La boca inflada y entreabierta, con un frunce en el labio superior que la desfiguraba, dejaba ver una dentadura blanca y prieta, y los párpados de cera, semicerrados, sin pestañas, una mirada vidriosa y azul.

—Que no. Era mucho mayor, y más flaco.

—Está desfigurado. Mírale bien.

El inspector retiró un poco más el lienzo y descubrió los hombros y el pecho lampiño, deprimido. Rosita dio un respingo y apartó bruscamente la cara. El inspector captó el tufillo zorruno de su miedo y dijo: «Sólo tienes que hacer un gesto con la cabeza». Entonces vio, lo mismo que ella, los hematomas en los flancos, las erosiones y las quemaduras. Debajo de la tetilla, dos orificios limpios y simétricos soltaban una agüilla rosada. Los pies eran una pulpa machacada, sin uñas. «Vaya chapuza», pensó. Empezó a discurrir rápidamente. Lanzó a la niña una mirada preventiva:

—Debió caerse desde muy alto —dijo, y volvió a taparlo hasta el cuello.

Ella no sabía adónde mirar. Se puso pálida.

—Déjeme ir. Por favor, déjeme ir…

Y en sus ojos contritos y extraviados, el inspector leyó su propio discurrir. Ninguna caída, ni desde la azotea más alta, podía haber causado este concienzudo descalabro, esta aflicción de la carne.

—Esta mañana no le vi. Te habría evitado esto… —dijo el inspector—. ¿Te sientes mal?

Rosita asintió:

—Me quiero ir, haga el favor.

El estómago le rebrincaba y sentía resbalar las plantas de los pies en las sandalias de goma, que no conseguía despegar de la pringue de las baldosas. Afirmó los brazos en torno a la capilla y aplastó la boca contra ella, inflando los carrillos. «En el pasillo, a la izquierda», se apresuró a indicarle el inspector, y ella logró moverse por fin y echó a correr.

Dejó la puerta abierta y volvió la cabeza creyendo que el inspector la seguía. Pero él no se movió.

Una vez solo, el inspector supo que no volvería a verla. Esperó hasta oír apagarse el chapoteo de las sandalias en el silencio del corredor y luego apoyó ambas manos al borde de la camilla; tensos los brazos, se inclinó muy despacio sobre el rostro del cadáver como si fuera a mirarse en el agua. Lo mismo da, se dijo. La identidad real del difunto y la que ahora le otorgaba esa niña simplemente con venir a verle, dando así carpetazo a un error de la Brigada, al celo rabioso o a la negligencia de algún funcionario, le tenían por completo sin cuidado. Y lo mismo debía ocurrirle a ella; nada que no pudiera arreglarse con volver la cara y vomitar, siempre y cuando se tuviera estómago para hacerlo… Consideró entonces la falacia ambulante que representaba la huérfana, la añagaza piadosa de su peregrinaje con la capilla, su solitaria ronda al borde del hambre y la prostitución y esta última e involuntaria aportación a la mentira: sólo con mirarle, enviaba a este infeliz al anonimato, enterrado bajo una espesa capa de cal en la pedregosa ladera de Montjuich.

El inspector cubrió la cara del desconocido y la luz ominosa que escupía la sábana cubrió la suya con una lívida máscara de resolución.

Rosita dejó correr el agua del grifo de la pileta y se miró en el espejo. Luego rebuscó en el capacho entre las fiambreras, las hojas de morera y la paloma, y sacó un pañuelo. Lo mojó en el chorro del grifo, lo exprimió y se limpió la cara y el cuello. Tras ella, el vómito rosa había salpicado la pared y la taza del retrete. Se oía un zumbido subterráneo de cámaras frigoríficas y un regurgitar de aguas dentro de las paredes estucadas; detrás del ventanuco, en el oscuro patio interior, caían desde lo alto ecos de toses y de puertas golpeando en estancias cerradas. «Ostras», se dijo, «yo aquí me muero». Se peinó, recompuso el rodete en la nuca, cargó con el capacho y la Virgen y salió al pasillo. Se paró en la puerta del depósito y vio al inspector con la cabeza gacha, casi de bruces sobre la camilla.

—He arrojado las zanahorias de hace un año, ¿sabe? —bromeó, pero el miedo aún gritaba en sus pupilas—. ¿Puedo irme ya…?

Desde la penumbra más allá del muerto, el inspector la miró con ojos glaucos. Rosita no supo si él la había oído, ni siquiera si la veía, y entonces dio media vuelta y enfiló el pasillo corriendo y no paró hasta salir a la calle.

Caminó deprisa y sintió el relente de la noche ciñendo sus sienes y tobillos con brazaletes de frío. Se orientó hacia los barrios altos escogiendo calles todavía concurridas y se miraba pasar en el cristal de los escaparates, diciéndose: «¡Ondia, Rosi, de la que te has librado!».

Cerca ya de la Casa hurgó en el capacho y encontró una zanahoria; al empuñarla sintió la férrea mano del inspector cerrándose en torno a su muñeca, y volvió la cabeza. En la calle estrecha y desierta las cloacas soltaban un hedor dulce a flores podridas. Rosita tuvo miedo y empezó a silbar, pero de sus labios sólo fluía una seda. Entonces oyó el bastón del sereno tanteando los adoquines con una cadencia familiar y corrió hacia la esquina.

—Le traigo un pichón, señor Benito.

El hombrecillo se paró con la gorra calada hasta las cejas y un pitillo pinzado en la oreja.

—¿De dónde vienes a estas horas, Rosita?

—De un ensayo en Las Ánimas. —Sacó el ave del capacho y le quedaron plumones de seda pegados en la mano—. Está un poco averiado, pero es de confianza, señor Benito.

—No es un pichón —observó el sereno—. Y le falta nada menos que la cabeza, hija. ¿Que no lo ves?

—Estos chicos, que son unos manazas. Le retorcieron demasiado el pescuezo… Pero está sana, mire. Yo no le vendería una cosa mala, señor Benito.

—Ya. ¿Te abro o tienes llave?

—Tengo. Bueno, ¿qué dice?

—No, hija. Así no la quiero. Y yo que tú la tiraría —añadió el sereno disponiéndose a reemprender su ronda—. ¿Quieres que te acompañe?

—No se moleste, gracias —dijo ella con voz deprimida.

Mordió la zanahoria y se fue calle arriba, balanceando la paloma por la punta de un ala. En la siguiente esquina la tiró a la cloaca y se frotó las manos. La paloma entró en el oscuro agujero con las blancas alas desplegadas y flojas, remedando un vuelo raso y precario que ni siquiera la muerte conseguía despojar de cierta decorosa ingravidez, un amago postrero y fugaz de libertad. La última zanahoria no sabía a nada. Rosita entró en el sombrío zaguán de la Casa silbando por oírse silbar, todavía con pelusilla de plumón en los dedos, los calcetines bailando en los tobillos y la Moreneta en la cadera.