5
—Ya está —dijo Rosita espiando las caras sucias de los hermanos Jara sentados en la escalera—. Ya os ha venido.
—A mí todavía no —dijo el más pequeño con la voz mimosa—. Espera, Rosi, bonita. Salada.
—Qué lento eres —protestó ella—. Se te va a dormir la mano.
—De eso nada. Mira.
—Que me da el repelús, Perico. Date prisa. ¡Piensa! ¡Piensa en la Pili!
Rosita sacó del capacho una larga zanahoria y le pegó un mordisco avieso e interminable, mirando fijamente a Pedro. «Piensa, niño», insistió: «¡Vamos, piensa!». El chaval la miraba a su vez, perplejo, y aceleró la respiración para darse ánimos. La boina sujetaba mal su pelo largo y grasiento y, a los furiosos embates de su puño, los mechones aleteaban como pájaros negros sobre las orejas encendidas. Y se afanaba en pensar: recalentaba en la memoria no los pechines firmes de la Pili ni sus ligas ya legendarias, sino a la Rosita de invierno que compartía con él y sus hermanos el tibio sol de las esquinas, los sobados cancioneros de amor y el boniato asado; lo mismo que las demás huérfanas, Rosita llevaba en invierno medias negras de lana con una simple tira de goma apretada por encima de la rodilla, pero ella siempre parecía más friolera y al mismo tiempo más caliente y más amiga.
—Vengo, niños, a ver si espabiláis —dijo separando los muslos un poco más—. No vamos a pasarnos aquí toda la tarde.
Las seis pupilas clavadas en Rosita brillaban en la penumbra del rellano, sobre todo las de Matías. El chico llevaba una americana de muerto que le venía grande, con las mangas vacías metidas malamente en los bolsillos. Frotaba con dulzura la mejilla en su hombro y con la punta de la lengua trasladaba hábilmente la colilla apagada de un extremo a otro de la boca, como un viejo. Hiciera lo que hiciera, constató Rosita una vez más, el fantasma de los brazos perdidos vagaba siempre en torno a sus mangas desocupadas y rígidas, pegadas a los flancos. Alguna vez ella había llegado a sentir bajo la falda las manos frías e insepultas del niño, las manos que él solamente podía mover en sueños y en aventis.
—Y tú a qué has venido, tonto —le recriminó con los ojos tristes—. Para qué, si no tienes con qué… Más que tonto.
—Cierra el pico y mira aquí, niña —ordenó Miguel—. Si no miras, luego no cobras.
—Y no vale reírse —terció Pedro.
—El trato es mirar, sólo eso —dijo ella mordisqueando la zanahoria—. Puedo reírme lo que quiera. Cochinos. Babosos.
Estaba sentada tres escalones más arriba con la espalda apoyada en la pringosa barandilla de hierro y miraba de refilón, no siempre allí donde ellos querían. Y no porque sintiera vergüenza ni asco o le diera risa; prefería mirarles a la cara y comprobar cómo se iban ensimismando con expresión lela y soñadora, cómo iba creciendo poco a poco en sus ojos aquella flor de melancolía y de pasmo. «La cara de panolis que estáis poniendo», dijo. En medio del compulsivo silencio, las tripas de Matías soltaron un maullido. El puño de Pedrito se paró y asomó entre sus dedos tiñosos la cabecita rosada. Rosita tensó la mirada, sin un parpadeo; por un breve instante, entre el arrebol de sus mejillas y el carbón de sus ojos circuló una ponzoña febril, un ajetreo de sedas y alacranes.
—No te pares, niño —dijo—. Dale al manubrio y piensa. ¡Piensa!
—Ya voy, no me achuches —dijo Pedrito.
Parecía algo descorazonado, distraído. «Tienes un tizne de carbón, Rosi», la previno: «Ya verás la directora, ya». Ella se frotó la cara y Pedrito añadió: «No, en la rodilla», y Rosita alzó la rodilla y la examinó, escupiendo en la palma de la mano. Entonces, mientras la veía restregarse con saliva, el niño se la figuró apresuradamente tumbada de espaldas junto a la fogata con la falda en la cintura y luego espatarrada y gimiendo sobre la negra carretilla del carbonero. Cerró los ojos y ladeó la cabeza.
—Ya estás —advirtió ella—. Ahora te vino, no digas que no. Y tú también, Miguel, te he visto.
Dejó de mirarles, pintó los muslos y se puso a ordenar el contenido del capacho. Los tres hermanos tenían a su lado el saco lleno de papel y trapos y ocupaban dos escalones del último tramo de la escalera. Desde la claraboya del terrado caía sobre ellos una luz amarillenta. Rosita estaba en el último escalón, la capilla en el regazo y el capacho en el descansillo. Cada martes se encontraban allí; ella con la Virgen para la Betibú y ellos con el saco y la romana, después de llamar a todas las puertas. Mostraban un falso carnet del Cottolengo del Padre Alegre y recibían donativos.
—Rosi, cuéntanos cómo calientas al gordito mongólico —dijo Miguel levantándose—. Cómo le das friegas con polvos de talco. Anda, cuéntanos.
—Las perras que te da el fati no valen —dijo Matías—. Es dinero de antes de la guerra. ¿Por qué te dejas timar?
Ella no contestó. Les presentó la capilla y ellos echaron en la ranura del cajoncito los cuarenta y cinco céntimos, quince cada uno. Rosita acercaba la cara para ver depositar las monedas de cerca y de paso husmeaba el aroma a algas marinas que persistía en sus dedos. «Y ahora mi paloma», exigió. Miguel la llevaba prendida en el cinturón por una pata. De mala gana se la dio, y Rosita la guardó en el capacho.
—De todos modos, nadie nos daría un real por ella —dijo Pedrito.
—Yo la vi antes —dijo Rosita—, pero el poli no me dejó ni tocarla.
—Que te aproveche —masculló Pedrito con una mueca de asco—. Menda sólo come las que cazamos. Ésta la pillaría un tranvía, o vete a saber.
Matías daba cabezadas sorbiéndose los mocos.
—Tiene un balín debajo del ala —dijo—. Se cayó a la vía y ¡zas! Seguro.
—Hemos escarbado en la basura y ni rastro de la cabocia —dijo Miguel—. Se la cosemos al buche y ni te habrías enterado, niña. Pero alguien se la llevó.
—Un tísico, qué te juegas —sugirió Pedrito—. Sólo comen caldo con cabezas de pichón.
Se habían incorporado los tres. Matías restregó la nariz en el hombro y preguntó a Rosita: «¿Te vienes con nosotros? Ya ves que la gorda no te oye». Ella lo miró sin decir nada, luego le sacó del bolsillo un pañuelo que parecía tasajo y le limpió los morros. «Suénate, marrano. Fuerte». Miguel cargaba con el saco y miró a Rosita con ojos burlones: «Tú siempre dices que somos demasiado pequeños, pero si en vez de guipar hicieras algo, te ibas a forrar, chavala…». Rosita le tiró el pañuelo a la cara.
Bajaron las escaleras saltando y riéndose y ella se quedó aporreando la puerta de la Betibú. Pero dentro del piso no se oía como otras veces el alegre tintineo de los bolillos, y nadie acudió a abrir.
Rosita salió a la calle y se paró, indecisa, la capilla apoyada en la cadera como si llevara una pesada damajuana. Aseguró la clavija sobre la pequeña puerta combada de dos hojas que ocultaba a la Virgen, y entonces vio acercarse por la acera la imponente figura de andares pesarosos y fue a su encuentro.
—No se enfade, inspector. No crea que me quería escapar… Pensé que tenía tiempo de llevarle la capilla a la señora Conxa. Pero no está en casa, o no me oye, como es tan sorda…
—La he visto en comisaría. Si vuelves a hacerme eso te sacudo.
—Perdone, jolín.
Rosita echó a andar calle abajo y hurgaba en el capacho con la mano libre. Empuñó otra zanahoria y empezó a comérsela.
—¿De dónde has sacado eso? —gruñó el inspector.
—La comida del loro catalanufo —respondió ella—. Es pastanaga, muy buena para la vista. ¿Quiere una?
El inspector meneó la cabeza. Luego dijo:
—No intentes hacerme otra jugarreta. No te valdría de nada.
—De verdad que no lo volveré a hacer.
—Está bien. ¿Y ahora qué?
Ella iba pensativa, la cabeza gacha. «¿Sabe cómo se llama el lorito? Patufet. ¿Eso no está medio prohibido?». El inspector no dijo nada. Rosita cambió la capilla de cadera y él percibió el efluvio de los desteñidos sobacos, una mezcla agria de jabón de fregadero y sudor.
—Oiga —dijo Rosita con la voz deprimida—, cuando uno muere así, solo, y nadie lo reclama, y no se sabe quién es, ¿dónde lo entierran?
—En Montjuich, en la fosa común. Te he preguntado qué hacemos. ¿Tienes más trabajo?
—¡¿Que si tengo?! Para matar a un caballo. —Suspiró—: Agotaíta estoy sólo de pensarlo.
—¿Entonces qué?
—Primero dejaremos la capilla en casa de la señora Espuny, será lo mejor. —La zanahoria crujía entre sus dientes como un cristal—. Le toca los miércoles, pero no le importará que adelantemos un día. Porque si no, ¿qué hacemos con la Virgen a cuestas toda la santa tarde? Usted no querrá que vayamos a ver al muerto con la Moreneta, ¿verdad? ¿Está enfadado conmigo, inspector?
El inspector caminaba balanceándose un poco y con la cabeza levemente echada hacia atrás, los ojos entornados. No atendía pero era consciente de la mirada torva y otra vez estrábica de la niña; un modo de mirar, a ratos, que percibía a su vera como un silbido de serpiente. «No si te portas bien», dijo.
Escuchó sus explicaciones acerca de la capilla y la Congregación del Virolai Vivent fundada por la directora y las beatas de Las Ánimas; siete feligresas ricas de la parroquia, una por cada día de la semana, hospedaban en su casa a la Virgen durante veinticuatro horas; ponían la capilla en el comedor o en la alcoba y rezaban y cantaban en catalanufo a su Moreneta y a su Montaña Santa con la familia reunida y como de amagatotis, con miedo y hasta llorando de emoción, ella lo había visto. Le mostró al inspector la ranura en la capilla, como en las guardiolas, y el cajoncito cerrado con llave, que guardaba la directora; allí las congregantas y sus amistades depositaban centimitos y sentimientos, oraciones y calderilla para las huerfanitas, la voluntad.
El inspector se dio cuenta que se dejaba llevar otra vez. Las manos cruzadas a la espalda, caminaba despacio junto a la niña y su parloteo melifluo, conformado a esta ronda soleada y sus meandros y a la tarde que empezaba a teñirse de rosa, como si regresaran los dos de un tranquilo paseo por el parque Güell.
—Gente del puño —decía Rosita, y precisó—: Quiero decir por lo agarrada, no por lo otro… Aunque no crea, hay semanas que nos sacamos hasta quince pesetas.
—Sé muy bien quiénes son. —El inspector sopesó su vieja y mermada intolerancia—: Habría que dinamitar esa montaña.
—¡Ande ya! Es usted más tonto que un repollo…
—¿Falta mucho?
—Con lo bonita que es para ir de excursión. Una vez fuimos con las catequistas y había mucha niebla y entremedio rayos de sol, era fantástico, y conocimos a un chico rubio y guapísimo que acababa de escalar el pico más alto. Y cortamos brazadas de ginesta así de grandes…
—Digo que si falta mucho.
Rosita se paró.
—Tenga un momento, haga el favor.
El inspector le sostuvo la capilla mientras ella tironeaba sus calcetines a la pata coja. Notó el vaho caliente de sus cabellos prietos, un suave olor a vinagre.
—Cruzaremos el Valle de la Muerte y llegaremos antes.
Recuperó la capilla y siguieron andando. Luego preguntó:
—¿Y allí nos espera alguien, inspector?
Él la miró de reojo esbozando algo parecido a una sonrisa.
—El muerto.
—Oiga, esto no tiene gracia. Digo alguien que le pueda reñir a usted por llegar tarde. Un superior.
El inspector meneó la cabeza.
—No lo sé.
Iban por una acera desventrada que olía a mierda de gato. Debajo de los viejos balcones florecía una lepra herrumbrosa y hacían nido las golondrinas. Algunos zaguanes profundos y oscuros exhalaban un tufo perdulario, a dormida de vagabundos. Sentado en una esquina, un joven ciego estiraba el cuello voceando cupones con la mirada colgada en el vacío. Rosita giró a la izquierda y empezaron a cruzar la gran explanada roturada de senderillos entre suaves lomas de escombros y matorrales secos. Habían demolido el edificio en ruinas y sólo quedaba en pie un muro chamuscado por el humo de las fogatas.
Aquí fue, pensó el inspector, y miró a la niña que caminaba animosamente a su lado: volver al escenario de su desgracia no parecía afectarla lo más mínimo. «Por aquí se acorta la mar», dijo Rosita, «y además pasaremos por delante de la churrería». Avanzaban por un erial y dejaron atrás dos altas palmeras y una higuera borde de tronco reseco tatuado con flechas y corazones. Junto a la alambrada de espinos medio abatida, un vagabundo enfundado en un abrigo negro empujaba un desvencijado cochecito de niño. Más lejos, detrás del último terraplén y en la linde del descampado, la solitaria churrería de tablas grises se escoraba hacia poniente como por efecto de un vendaval. «¿Me convidará a churritos, inspector? Tengo hambre», dijo Rosita. Se cruzaron con un hombre presuroso que iba en pijama y zapatillas, con una sobada gabardina echada sobre los hombros y la cabeza de zepelín totalmente vendada; parecía escapado de una clínica y sobre la profusión de vendas mal fajadas llevaba gafas oscuras. «El Hombre Invisible», se rió Rosita, y vio que el inspector consultaba su reloj una vez más.
—Bien pensado, podría ahorrarse usted el paseíto —dijo—. También son ganas de caminar. ¿Por qué no me espera delante del metro, en el bar del Roxy?
El inspector la miró de refilón con el ojo descreído.
—No te hagas ilusiones. No vas a librarte de mí.
—Si no es por eso. Si yo le agradezco la compañía. —Se colgó de su brazo y brincó cambiando el paso, acoplándolo al suyo. La calderilla tintineó en la hucha de la Virgen y en su mente—. Mal negocio haremos hoy. Pero el muerto es lo que me angustia. El muerto ese.
Inclinado en el terraplén, el esqueleto oxidado de un camión militar hundía el morro en una charca reseca. En el costillar de la caja desfondada se cobijaban media docena de trinxas descalzos y de cabeza pelona esgrimiendo espadones de madera. «Hasta aquí llegó la guerra», comentó la niña señalando el espectro carcomido del camión: «Dicen los chicos de por aquí que era ruso y que iba cargado de latas de carne y de cartucheras con balas. Y si les dices que no, que eso es un cuento chino que se han inventado, te acorralan y te atan al camión con una cuerda y te desnudan todo el rato con sus ojos cochinos…».
El inspector sonrió. Conocía el ritual colérico, el código de trolas infantiles que aún regía en esta calcinada tierra de nadie. Entre los hierros retorcidos de la cabina crecían cardos y ortigas. La pertinaz sequía, que duraba ya meses, rajaba la tierra arcillosa y rojos brocados de polvo cubrían rastrojos y desperdicios. Un paisaje podrido que fatigaba la imaginación. El inspector tuvo la extraña sensación de partirse en dos, como cuando el gélido testículo se le disparaba vientre arriba hasta alojarse en su estómago artificial, supuestamente de hierro; la mitad jubilada de su cuerpo iba del bracete con esta niña solitaria y embaucadora y la otra mitad yacía en alguna parte con el caramelo letal incrustado en la sien… Se paró en seco y Rosita aprovechó para cambiar la capilla de cadera y ponerse al otro lado.
—¿Qué le pasa, está cansado? ¿Otra vez la pata?
—No.
—¿Tiene hambre?
—No.
Merodeaba en torno a la churrería un gato famélico. Rosita se acuclilló y le habló. El inspector compró churros. «Con mucho azúcar», dijo ella. Él no los probó. Cargó con la capilla un trecho, por calles sin asfaltar, solitarias y umbrosas, mientras ella daba buena cuenta de los churros.
—Me acuerdo aquella vez que fui a limpiar a su casa de usted, antes de que se llevara a la Pili —dijo Rosita. Sacaba los churros del cucurucho con sumo cuidado para no despojarles del azúcar—. Había un gato negro que dormía en la alfombra del dormitorio. Y en la mesita de noche su señora tenía revistas de labores y una rosa blanca en una copa muy alta. Y una foto de novios de usted y la señora Merche en un marco de plata muy bonito, juntando las mejillas. Era un pisito de ensueño… Ya hemos llegado.
Se paró delante de una pequeña verja. Detrás había cuatro escalones en descenso forrados de hojas de eucalipto.
—Aquí sí que es buena gente —dijo la niña relamiéndose los dedos—. La señora Espuny es muy devota de la Moreneta; aunque no cree en los obispos ni el Papa y es muy criticona con las solemnidades de la parroquia. Dicen que su marido se fugó a Francia con un sacristán mariquita…
—Anda, no seas gansa. —El inspector le devolvió la capilla—. Y no tardes.
—Yo que usted me daría una vuelta. —Rosita empujó la verja sonriéndole por encima del hombro—. No me escaparé. Si quiere puede vigilarme paseando por la acera, me verá en el jardín con Arturito. Es fatibomba y está un poco ido. Ahora le ha dado por entretenerse con los bolillos, y vaya tostonazo me da el niño. Lo peor es cuando tengo que bañarle, pesa como un elefante.
—Vete ya, cotorra.
La torre se asentaba un par de metros por debajo del nivel de la calle y a lo largo de la acera corría un murete con reja en puntas de lanza. El inspector veía el descuidado jardín y al rollizo inválido enfundado en un albornoz blanco, sentado bajo el eucalipto y con las muletas en el suelo. El largo cojín acribillado de alfileres se apoyaba precariamente en el tronco del árbol y en su regazo, y él inclinaba reverencialmente la avejentada cabeza sobre el encaje de nieve, con aplicación y esmero, pero los bolillos se le enredaban entre los gordezuelos dedos y gemía de impaciencia.
El inspector se paseó arriba y abajo por la acera. Aullaba un perro rabioso en su memoria y en este jardín. El joven bobo tenía una cara gris y redonda de porcelana vieja con miles de fisuras. Rosita sacudía alfombras en la galería con un pañuelo verde atado a la cabeza, trajinaba cubos de agua que vaciaba al pie de un laurel y de vez en cuando atendía al muchacho, embarullado con sus bolillos y alfileres. Al fondo del jardín, en medio del estanque ruinoso y semioculto tras la maraña de hiedra, se erguía una descalabrada reproducción en miniatura de la montserratina montaña forrada de musgo y cagadas de paloma. El singular ornamento mostraba un completo abandono; desde la boca del surtidor, camuflado en el pico más alto, se deslizaba por las laderas un agua verdosa y pútrida.
El inspector se ausentó del mirador una sola vez para tomarse una cerveza en la taberna más próxima y orinar. En los meandros más antiguos del barrio convalecían decrépitas Villas herméticamente cerradas y flanqueadas de chabolas. Estampillado en las esquinas, el Peñón sangraba con el puñal inglés clavado.
Al volver vio a Rosita sentada muy tiesa en la silla del muchacho, el cojín entre los muslos y los bolillos repicando en sus manos rojas. A su espalda y de pie, apoyando codos y barriga en sus hombros, Arturito recibía la lección práctica dejándose resbalar un poco, como desfalleciendo. Se tambaleó el cojín y Rosita lo controló encajándolo mejor, abriéndose más de piernas y desatendiendo la falda. El gordo palmoteo riéndose. En alguna perrera no lejos de allí ladraba una jauría.
El inspector flexionó el hombro izquierdo para acomodar la funda sobaquera y sintió otra vez en la nuca la mirada picajosa de la señora: «Yo no sé nada. Registre la casa, si quiere», dijo sujetando al perro, y él se volvió a mirarla junto al estanque: «Su marido es un renegado hijo de puta y un masón», repitió su misma voz de entonces.
El inspector se restregó el párpado tembloroso con la uña del pulgar. Un viejo pordiosero tambaleándose al borde de la acera, bajo los plátanos frondosos, se echó trabajosamente a la espalda un saco con ruido de quincalla; no se decidía a cruzar la calle, o no se atrevía. En el jardín, la dueña de la casa repitió con la voz quebrada, pero arrogante: «El meu marit és a l’exili». El idiota jugaba debajo del laurel con estampitas y moneda en desuso. La señora sujetaba al pastor alemán por el collar, pero no hizo nada por acallar sus ladridos. «Haga el favor de decirle a su perro que me ladre en cristiano», bromeó el inspector, y pateó el hocico del animal. «No lo toque», respondió ella.
También recordaba que, después de registrar la torre, sólo encontró una docena de Boletines de Información del consulado inglés con noticias sobre el avance aliado en el sur de Italia. «Acompáñeme a la comisaría, se va usted a enterar», le dijo.
El inspector volvió la espalda al jardín y al apagado fulgor de la tarde que se iba. Tenía las voces de ayer y la escandalosa perrera en la cabeza. A unos veinte metros, el mendigo parecía disponerse por fin a cruzar la calle solitaria; desde el bordillo tanteó el aire con la mano renegrida y empezó a desplomarse despacio con su ruido de latas y cacerolas a la espalda. Antes de dar en el arroyo, el inspector alcanzó a sujetarle por los sobacos. Una ráfaga de viento alborotó las hojas de los plátanos y trajo la risa espigada de Rosita. El inspector sintió que en torno suyo se rompían las costuras del día.