3

El inspector se dejó ir calle abajo con paso muelle y precavido, el sol de cara y las manos cruzadas a la espalda. Sorteó pies descalzos devorados por la tiña y roñosas rodillas florecidas de azufre, kabileños sin escuela tumbados en la acera entre las paradas de tebeos usados. Sudaba copiosamente y sentía la funda rabiando en la axila como un ganglio purulento. De pronto se le ocurrió que ya estaba muerto y que su cuerpo soñaba caminar sudoroso y mandón por esta calle, como tres años atrás, cuando en realidad seguía tendido boca arriba en el recibidor celeste de la Casa de Familia, rodeado de huérfanas horrorizadas.

En la acera contraria, desde un balcón repleto de geranios, un niño albino con antifaz negro le apuntaba con una escopeta de balines. El inspector se paró a mirarle y el mocoso enmascarado desvió el arma y apuntó a una paloma que remontaba el vuelo fatigosamente desde el arroyo. Presintiendo la amenaza, la paloma viró sobre un costado en dirección al Monte Carmelo.

El inspector se extrañaba en las esquinas. El día transpiraba una flojera laboral impropia, una conmemoración furtiva. La gente pasaba por su lado sin ruido de pisadas y sin voz, soltando resabios de ansiedad. Creyó oír el timbre festivo de bicicletas de paseo y murmullos de terrazas concurridas, siseos de sifón en gruesas copas de vermut, una seda rasgada, un apagado rumor de domingo al mediodía. «Pero hoy no es domingo», se dijo. Dos muchachas de labios muy pintados y pelo ondulado corrían cogidas del brazo hacia la parada del 24, riéndose.

El inspector entró en una taberna y orinó a oscuras en un retrete diminuto y encharcado. Adivinó en la sombra la mala sangre y sus relámpagos, las injurias anónimas trazadas en la pared a lápiz y a punta de navaja. Muera Franco. Girón mamón. Revoloteaba una mosca grande chocando ciega contra las tablas de la puerta.

Al salir pidió una cerveza en el mostrador. Dejó la cerveza a la mitad y pidió un vaso de tinto y después otro. Mientras bebía mirando la calle, de pie junto a la puerta vidriera, pensó vagamente en su mujer y en los hijos que no había tenido, y luego pensó en el negro claustro del retrete como en un ataúd puesto de pie junto al cadáver que le esperaba en el depósito del Clínico, desnudo y frío bajo la sábana, la mano azul colgando crispada a un lado de la camilla como si aún estuviera cayéndose en el vacío…

«Hombre, paisano», creyó oír una voz carrasposa a su espalda, pero el inspector no se volvió. Al final de la barra, cuatro hombres jugaban a los chinos esgrimiendo puños escamosos como cabezas de serpiente, uno de ellos tiznado de carbón. «Ocho». «Cinco». «Dos». «Ninguno, cabrones».

El inspector pagó y salió a la calle. Restregó las suelas de los zapatos en la negra carretilla del carbonero arrimada a la acera. Delante de la pescadería, la destartalada camioneta rezumaba agua por los flancos y niños descalzos birlaban puñados de hielo de las cajas. El inspector cruzó la calle en diagonal y dejó atrás la parada del tranvía, el convento de monjas y el Centro Meteorológico. En la puerta de la comisaría vio a un guardia joven que no conocía y a dos mujeres de luto y brazos cruzados sumidas en una espera hipnótica y falaz, como si durmieran de pie. Lo mismo podían estar allí esperando a un familiar detenido que para denunciar a alguien. El inspector se dio a conocer al guardia y entró.

—Hombre, paisano —dijo, ahora sí, una ronca voz a su espalda, ahora sí.

Se volvió y en la puerta de Secretaría estrechó la mano fibrosa y precavida del comisario Arenas. Era un hombre de cara huesuda y piel cetrina, pulcro, con sombrajos bajo los ojos.

—Pasaba por aquí y me he dicho, mira —dijo el inspector—, vamos a saludar a los viejos compañeros de fatigas.

—Ya no queda nadie de cuando tú estabas, o casi. —El comisario le tocó el codo y caminaron juntos hacia su despacho al final del pasillo—. Vaya, vaya. Has engordado, sapastra.

—Farinetas y bocadillos —sonrió torcido el inspector.

—Y ocho meses de reposo. Eso me dijeron.

—Cinco meses.

—¿Qué tenías?

El inspector acentuó la mueca.

—No sé qué puñeta de la circulación y el azúcar… O del estómago.

Estómago de Hierro, recordó el comisario, nunca supiste mentir. Frente a la puerta de su despacho, una joven mecanógrafa le entregó unos papeles. Revisándolos con aire distraído, el comisario dijo:

—¿Todavía comes tantos caramelos?

—Qué va.

—Los años, cagüen el copón —suspiró el comisario y entró en su despacho—. Pasa. ¿Qué tal por la Brigada?

—De primera. Pero aún no estoy bien, no me acabo de entonar…

—Pasa, hombre.

Le ofreció asiento, pero el inspector se quedó de pie junto a la puerta. Pensativo, los puños de plomo en los bolsillos, dijo: «De ésta no salgo, Arenas», pero en un tono tan bajo que parecía hablar consigo mismo y su exjefe no lo oyó.

—Sólo he venido a matar media hora —añadió—. He de ir al Clínico.

Mencionó el puñetero trámite que le traía de nuevo a su antiguo distrito. El comisario recordaba muy bien la canallada cometida a la huérfana y el terrible disgusto que se llevaron la cuñada y la mujer del inspector.

—Estas pobres chicas son como hijas suyas —dijo—. Y os tocó vivirlo muy de cerca, a ti sobre todo.

—Fue una casualidad —comenzó a decir el inspector, y vio a la niña ovillada dentro de un remolino de ceniza, descalza, las piernas despellejadas y la rebeca desgarrada por encima de la cabeza; la rebeca de angorina azul que le había regalado su mujer dos días antes. Casualmente esa noche de febrero barrida por el viento él y Merche fueron a visitar a la cuñada y la noticia les pilló en la Casa. Una vecina de la calle Cerdeña que vaciaba el cubo de la basura vio a Rosita acurrucada junto al edificio en ruinas en la linde del descampado, la inmensa escombrera donde pernoctaban vagabundos y los kabileños hacían fogatas; supo que era una de las huérfanas por la capillita portátil con la Virgen que estaba tirada y rota a sus pies. El inspector se plantó allí en diez minutos y la trasladó en un taxi al cercano hospital de San Pablo. Él mismo formuló la denuncia y se ocupó de las diligencias. Rompió el teclado de la máquina de escribir, de rabioso que estaba, le recordó el comisario, y vaya bronca en el hospital para que atendieran inmediatamente a la niña.

—Pues sí —cabeceó taciturno el inspector—. Así era yo entonces… Debía de parecer no sé qué.

—Menudo elemento. —Quizá para animarle, el comisario añadió—: No he conocido a nadie con tantas agallas. Hiciste muy bien.

Ahora pareces un melancólico hipopótamo metido en un derrengado traje marengo, se le ocurrió de pronto, mientras le oía refunfuñar:

—Pero ya no es cuestión de agallas, ahora, sino de paciencia. Resulta que a esa niña le parto una tarde de mucho trabajo, y lo poco que gana les hace tanta falta…

Desde la contigua Inspección de Guardia llegaban voces enérgicas y ruido de sillas desplazadas. El tecleteo de las máquinas de escribir no cesaba en la sala de inspectores; era como si todo el grupo estuviera encerrado allí redactando prolijas minutas de busca y captura. El inspector se preguntó el porqué de tanta actividad y qué día sería hoy, si acaso la fecha tenía que ver.

—¿Cómo está Merche? —dijo el comisario sin mirarle, enfrascado en el contenido de una carpeta.

—Está bien.

—¿Siempre tan ocupada en el orfanato?

—No es propiamente un orfanato. Es un hogar, para estas chicas… Sí, ayuda mucho a su hermana.

El inspector notó que las ideas se le embrollaban. Aproximó la mano a la ingle sin sacarla del bolsillo y dijo:

—Me gustaría saludar a Ginés y a Polo. Daré un garbeo por ahí.

Salió al pasillo y se asomó a Inspección. Vio media docena de hombres sentados en el banco, cuatro de ellos maniatados. Iban en mangas de camisa y algunos con alpargatas y viejas zapatillas de fieltro sujetas al pie con una cinta elástica, como si acabaran de sacarlos de sus casas o de la taberna. Al inspector lo asaltó de pronto la imagen cansina de Rosita con sus flojos calcetines remetiéndose bajo los talones: un reflejo de la resignada indefensión de estos hombres, que le era tan familiar al inspector, los hermanaba de pronto a los andares desvalidos, al desaliño y al resentimiento de la muchacha. ¿Y qué hacían tantos aquí, por qué esta redada precisamente hoy? Paseó la mirada sobre las abatidas cabezas de los detenidos hasta alcanzar el calendario de la pared —que ya no anunciaba VIT, un estomacal amarillo y dulzón a base de yema de huevo, como cuando él estaba aquí— pero la fecha del día no le dijo nada. Martes, 8 de mayo.

Subió a la sala de inspectores donde tronaban las altas y pesadas Underwood sobre las mesas de madera y estuvo mirando el perchero en el que solía colgar su gabán y su sombrero. No vio a nadie de su antiguo grupo, pero reconoció a la gorda Conxa Fullat sentada en una silla, de espaldas, declarando a un funcionario ceñudo y sudoroso lo mismo que le declaró a él seis años atrás, con las mismas palabras y la misma cantinela de sorda: que seguía sin noticias de su marido, que ya no esperaba nada ni a nadie en este mundo, y menos a él. Y que el día de hoy no significaba nada para ella y además tampoco se había enterado porque nunca leía el periódico ni miraba el calendario…

Los demás interrogados eran hombres y sus voces un zumbido intermitente. Un sujeto alto de mentón escurrido y nuez prominente escuchaba de pie su propia declaración leída por un auxiliar, asintiendo con la cabeza cada vez que se le pedía conformidad. Inspectores en mangas de camisa iban y venían de sus mesas al balcón abierto vaciando ceniceros repletos en las macetas de geranios. La crispada rutina de siempre, pensó el inspector, pero con más personal y más atrafagado. El larguirucho de la nuez lucía una oreja hinchada y cárdena como una coliflor. El inspector notó que algo se licuaba en sus tripas y detectó el tufo de la carne maltratada.

Regresó a la planta baja y empujó la pequeña puerta en el hueco debajo de la escalera. Se encaminó hacia el lavabo por el pasillo angosto y mal alumbrado y tropezó consigo mismo en el recuerdo y en el espectro de las piernas inermes y estiradas de un hombre calvo sentado en una silla. Todavía sus manos colgaban esposadas entre los muslos, apoyaba la sien en el radiador de la calefacción y sangraba por la nariz. En el suelo, junto a sus pies enredados en un cable eléctrico, humeaba una colilla.

«No lo toque», oyó el inspector a su espalda: una envenenada voz de mujer que no consiguió identificar. Pasó por encima de las piernas sin tocarlas y siguió hasta el lavabo, pero aquello ya tampoco era el lavabo; un cuartucho que se usaba como trastero, lleno de polvorientas cajas vacías de cartuchos Remington 38 Special y rotos archivadores metálicos. Los mingitorios de la pared colgaban ciegos y descalabrados. El inspector liberó una orina densa y punzante como un alambre de pinchos sobre los viejos archivadores y salió.

Volvió a pasar por encima de las piernas de trapo del desconocido, sin rozarle y de memoria, mirando al frente. «Yo no sé nada», susurró la mujer, «registre la casa, si quiere», y el inspector se paró y la vio otra vez recostada de espaldas contra la pared, vestida de luto, doblando las rodillas y resbalando, las muñecas despellejadas por las esposas. Antes de salir consideró el terco silencio y la inmovilidad del detenido, su cabeza abatida sobre las estrellas de sangre en la camisa. Cogió la colilla del suelo, la aplastó contra la yerta mejilla del afligido fantasma y volvió a tirarla entre sus pies.

Encontró al comisario en su despacho en compañía de un joven inspector que se frotaba las manos con un pañuelo.

—Permiso —dijo.

—Has venido en mal día —dijo el comisario—. ¿Conoces a Porcar? ¿O ya te habían trasladado cuando él llegó?

El inspector estrechó una mano sudorosa que ardía de admiración. No sabía gran cosa del tal Porcar, salvo que era mallorquín y un botarate presuntuoso; el hombre que había interrogado a los hermanos Julivert sin sospechar su identidad ni su peligrosidad y sin lograr sacarles una palabra, dejándoles ir. Un pavero.

—Ya que está aquí, podría echarnos una mano —sonrió Porcar halagador—. Usted conoce bien el paño en este distrito. Y tengo entendido que no le hacía ascos a nada, por algo le llamaban… ¿cómo era?

Su voz contenía una mucosidad grasienta; iba sin americana y lucía un flamante chaleco gris perla. Dijo: «Estómago de acero o algo así, ¿no?».

El inspector lo miró como si fuese transparente.

—Conmigo no se desmayaban —gruñó—. Ese que tienes abajo ya no levanta cabeza. Ni con el pitillo.

El mallorquín arrugó la nariz porcina:

—¡Qué dice! ¿Está de broma? Abajo no hay nadie. —Y se volvió hacia el comisario con risueño estupor—. ¿De qué habla, usted lo sabe? Abajo no hay más que ratas…

El comisario Arenas lo atajó con mirada severa:

—Déjalo, anda. Hay mucho trabajo.

—¡Pero bueno! ¡Que va en serio, que hoy no hemos bajado a ninguno todavía…!

—Que lo dejes te digo —insistió el comisario.

Porcar se encogió de hombros y se alejó lentamente hacia la mesa de la mecanógrafa. El inspector observó el remilgado balanceo de su espalda embutida en el chaleco. «¿Qué pasa hoy, que tienes a todo el personal en danza?», preguntó, y el comisario lo miró aún más extrañado que antes, cuando le vio extraviarse en los sótanos de la memoria. «Pero tú de dónde vienes», gruñó: «¿No has leído la circular del Gobierno Civil?».

El inspector se alarmó al presentir otro embrollo en su mente. El caso es que hoy no había pasado por Jefatura, dijo. Recibió por teléfono la orden de presentarse en el Clínico, donde estuvo tocándose la pera hasta las tres de la tarde, esperando a uno de Homicidios que le dio plantón; llamó a la Brigada y le dijeron que no esperara a nadie, que lo único que debía hacer era buscar a la niña y llevarla al depósito y que identificara el cadáver en su presencia; al muerto ni siquiera lo destapó para verle la cara, quienquiera que fuese le tenía sin cuidado, este servicio le ponía de mala hostia. Se lo habían endosado a él solamente porque conocía a Rosita y porque la directora de la Casa era su cuñada…

El comisario no le prestaba mucha atención.

—Pero no quiere ir, la cabrona —añadió el inspector—, no quiere verle ni en pintura, al fiambre.

Esperó inútilmente algún comentario del comisario y luego pensó, bueno, tengo toda la tarde para convencerla.

Entonces vio al mallorquín acercarse de nuevo con paso decidido y un fajo de impresos en la mano. El flequillo cabalgaba sobre su frente y sonreía con determinación de cretino.

—Ahora —dijo el inspector como si hablara solo— tengo pocas cosas que hacer y me gusta hacerlas despacio.

El comisario, que hojeaba unas minutas recostado en el canto de la mesa, lo escrutó con su mirada afable y sombría. Acabarás en Archivos o en Pasaportes, pensó.

—Pues aquí —murmuró cogiendo distraídamente los impresos que le tendía Porcar— hemos tenido una mañana bastante movida.

—¿Y eso?

—Hombre, por lo de los boches —terció Porcar—. Parece que algunos lo están celebrando.

Había conatos de huelga y un alegre trajín de hojas clandestinas, dijo, en el fondo una bobada: ni que los aliados fueran a llegar mañana mismo. «Los exaltados de siempre», añadió. A través de los enlaces sindicales, las comisarías estaban recibiendo listas de gente que no se había presentado al trabajo o que lo había abandonado, y se estaba procediendo a su detención. Las medidas preventivas dictadas por el Gobierno Civil no indicaban en absoluto una situación de alarma. Las diligencias y los interrogatorios revelaban falta de coordinación y para muchos la derrota alemana no era más que una excusa para ir a entromparse a la taberna. «Nada, ganas de fastidiar», concluyó el comisario: «Este jolgorio estaba previsto, se veía venir desde el desembarco de Normandía».

El inspector asintió reiteradamente, abstraído. Se encontraba a mil kilómetros de allí, sopesando con renovada entereza la amenaza del huevo otra vez encogido, a punto de saltar a la ingle. «Mierda», masculló. Porcar había salido al pasillo dando voces a alguien. El comisario abría y cerraba cajones en su mesa y su crispada impaciencia desmoralizó al inspector. Luego sintió la amistosa presión de su mano en el codo mientras caminaban, pero no sacó las manos de los bolsillos. Temía sufrir un calambre al menor movimiento. Cuando se dio cuenta, ya estaban en la puerta de la calle. La presión húmeda en la ingle, como el hocico helado de un perro, cedió de pronto. «Déjate ver más a menudo», dijo el comisario palmeándole la espalda. «Y vigila esos dolores de cabeza».

El inspector no recordaba haber mencionado los dolores de cabeza. Las mujeres tocadas con pañuelos negros seguían brazos cruzados y mudas delante de la comisaría. Le quedaban veinte minutos y entró en la taberna al lado del cine Iberia. Miraba las hojas tersas y verdes de las moreras a través del cristal de la puerta, luego los carteles de veladas de boxeo en el Iris y el Price y pensaba oscuramente en el retrete y la bala-caramelo incrustada por fin en su mollera. Comprendió que el vino nunca llegaría a aturdirle lo bastante y pidió un botellín de gaseosa.

Cuando salió, desde el cine le llegó un sordo disparo y una melodía sumergida, ondulante, como si tocaran el piano bajo el agua. Más arriba habían baldeado la calle y bajaban oscuros regueros de espuma jabonosa. Prendido en las comisuras de la cloaca se pudría un ramo de lirios. En un portal y de espaldas, subiéndose con disimulada premura el borde de la falda, una muchacha hizo chasquear la liga contra su muslo.