6
Volvió a él cansinamente, la capilla en la cadera y pelando una mandarina.
—Aquí me tiene. —Caminó a su lado sin mirarle—. ¿Se ha aburrido mucho?
El inspector consultó su reloj. «Un viejo se desmayó en la calle y lo llevé al bar», dijo. Rosita miraba con fatiga los jardines solitarios y descuidados tras la reja interminable. Florecían los rosales entre las lanzas herrumbrosas.
—¿Ha visto a Arturito, qué fati? Es un niño fenómeno. Si lo viera usted cuando lo enjabono. Flota en la bañera.
Sus ojos interrogaban el aire remansado bajo los tilos sombríos, las pérgolas arruinadas y los torcidos columpios sin niños. Traía los dedos baldados, las rodillas como ascuas. De vez en cuando agitaba los codos aireándose los sobacos festoneados con la pálida media luna de sudor.
—¿Cómo puedes manejarlo? —dijo el inspector.
—Aquí donde me ve, tan esmirriada, soy muy fuerte. Le doy polvos de talco y lo hago rodar sobre la cama como un barrilito… Este jardín lleno de lilas me enamora.
Se veía yendo y viniendo en el aire con sus largas trenzas flotando y su querida rebeca de angorina azul: «Un día entré a columpiarme un rato». Se preguntó por qué el inspector no le metía bulla. Desgajó la mandarina y comía deprisa. Olía los gajos antes de metérselos en la boca.
—No me digas que este trabajo te gusta.
—¿Y a quién le gusta su trabajo? ¿A usted le gusta el suyo?
El inspector guardó silencio y Rosita añadió:
—Tengo que pedirle un último favor.
—Por hoy ya está bien. Te has ganado el jornal, de verdad. —Miró la capilla en su cadera—. ¿Todavía con eso? ¿No ibas a dejarlo?
Rosita suspiró.
—La señora Espuny dice que no; que su día es mañana y quiere a la Virgen mañana. Probaré a dejársela a la señora Guardans, que le toca el jueves. Vive por Can Baró. ¿Le importa que pasemos un momento por su casa?
—Esto va a ser el cuento de nunca acabar.
—Diez minutos, va. Y me salto dos faenas por ir con usted, no crea.
Restregó los dedos en sus cabellos y dijo: «Mecachis, es que pesa como el plomo esta Moreneta, en algún sitio hemos de dejarla… ¿No cree?». Hurgó en el capacho y cayó al suelo un billete azul y lila de quinientas pesetas. Se agachó a cogerlo, lo juntó con otro de mil y los dobló cuidadosamente.
—¿Quién te dio eso? —preguntó el inspector.
—Arturito.
—¿Y para qué los quieres? No valen para nada.
—Hago colección. Algún día pueden valer otra vez, nunca se sabe.
Guardó los billetes en el capacho, descabalgó la capilla de su cadera izquierda y la pasó a su derecha. «Y aunque sea dinero rojo no está prohibido hacer colección, ¿sabe?». Al poco rato añadió:
—Podríamos ir por el Camino de la Legua.
Volvían a remontar Cerdeña por la acera más viable y vieron salir de un portal a una monja limosnera bajita y muy anciana. Rosita la conocía y corrió a besarle la mano; le enseñó la Virgen abriendo las puertas de la capilla y charlaron muy animadas. El inspector siguió un trecho solo y luego se volvió a mirarlas y esperó. Sonriendo y bisbiseando, la monjita depositó unas monedas en la hucha de la capilla. Entonces, surgiendo de la esquina, se acercó a ellas el paseante accidentado, alto y flaco, con vendajos en la cabeza y la gabardina sobre el pijama, y se inclinó hasta casi tocar el suelo besando la mano de la monja; acarició luego la mejilla de la niña y farfullando zalamerías a través de la venda introdujo en la ranura de la capilla lo que parecía una mugrienta peseta de papel plegada varias veces y reducida al tamaño de un sello de correos. Repitió el besamanos con respetuosa humildad y se fue por donde había venido. Poco después, Rosita se despidió de la monja y alcanzó al inspector.
—Es la madre Asunción, del convento de las Darderas —dijo—. ¡Es de buena! Siempre nos da algo, además de consejos.
—¿Y este chalado?
Rosita se rió.
—No sé, un devoto espontáneo. Hay mucha gente devota de la Moreneta. ¿Ha visto qué diver, ha visto cómo va vestido? Dice que lo atropelló un tranvía, que está en la clínica y que ha salido a pasear. No sé si me ha echado una pela o una estampita. Los hay que sólo dan estampitas.
El inspector reconoció al niño que corría calle abajo por la otra acera como si lo llevara el diablo; corría a tal velocidad que el aire inflaba su larga y desastrada americana negra y parecía que iba a arrebatársela del torso escuálido y lampiño; las mangas flotaban vacías a su espalda y batían al viento como crespones negros. «Ahí va Matías», dijo Rosita, «ya habrá hecho alguna de las suyas». Antes de remontar el último trecho empinado de la calle, giraron a la derecha por un callejón de tierra blanquecina y ondulada como una tabla de lavar.
—Pues así como está, sin remos, que dice él —añadió Rosita—, debería usted verle tocando la armónica. La sujeta con los dientes. Lo malo es que es tan pequeñita, que un día se la va a tragar.
—Debería estar en la escuela.
—¿Y qué iba a hacer en la escuela sin poder manejar el lápiz ni el pizarrín? ¿Y qué mano pondría para recibir las palmetadas del maestro? —inquirió Rosita muy sorprendida—. Sus hermanos tampoco van a la escuela. Los domingos en la escalinata de Las Ánimas, a la salida de misa —le explicó al inspector colgándose de su brazo—, los hermanos Jara piden limosna a las señoras y cantan acompañándose con la armónica. El Trío Clavagueras, los llaman: Se inventan canciones de pedir y tienen un repertorio muy bonito; hay una que es de morirse de risa, pero ésa no la cantan a la puerta de la iglesia porque es una cochinada.
Se mordió el labio desenfadado y prosiguió:
—Una que dice… ¿quiere oírla? Huy, me da vergüenza.
—¿Vergüenza tú?
La niña se soltó de su brazo y caminó de espaldas, desafiándole con la sonrisa torcida. Tendió la mano mendicante frente al inspector y entonó bajito, la voz purulenta:
Caritat, caritat, senyora;
caritat pel meu germà
que va néixer sense braços
i no se la pot pelar.
En su boca grande plagada de calenturas del sur, el idioma catalán era un erizo. El inspector le afeó el lenguaje procaz.
—A ver si te doy un bofetón, a ver.
—Cantan a dos voces y sin desafinar. La mar de bien. Pero a mí la que me gusta es Perfidia. ¡Es tan romántica! Venía en un cancionero que usted nos regaló por Navidad, ¿se acuerda?
—No.
El Camino de la Legua serpenteaba entre altas tapias semiderruidas a lo largo de más de un kilómetro, hasta alcanzar la falda del Guinardó orlada con volantes verdes de pitas y chumberas y franjas de tierra caliza. A sus espaldas, la ciudad se apretujaba hacia el mar bajo una lámina rosada y gris. Rosita divagaba en torno al futuro musical del Trío Clavagueras; si supieran solfeo podrían ganar concursos en la radio y se harían famosos y ya no tendrían que andar por ahí con el saco a la espalda acorralando gatos y escarbando basuras.
—Cazan gatos y palomas —añadió—. Los gatos los desuellan y los venden como conejos. Hay gente que está ciega, ¿no cree?
El inspector se encogió de hombros. Había visto mucha basura en esta vida y a mucha gente que no quería verla.
—¿Y las palomas? —preguntó.
—Se las comen en casa. Me han regalado alguna… El sereno de mi calle, el señor Benito, me las compra. Pero las quiere con balines y calentitas, si no nada. Sabe mucho de palomas. Rasca la cera del pico y conoce si ha muerto hace días.
De los tres hermanos, el más cariñoso con ella era Matías, el niño sin manos. «Dice que siempre sueña que está delante de un espejo poniéndose una corbata y que el nudo le sale tan bien». Tenía ese chico una manera de mirarla que era como si la tocara. Y más que eso: un día que lo tenía a su espalda, en casa de la Betibú, sintió que le pellizcaba el pompis. Incluso lejos de él, en la Casa y de noche, acostada en el camastro con Lucía y las dos sin poder dormir, alguna vez había notado las manitas muertas de Matías reptando por su entrepierna. Su compañera de cama se estremecía de miedo y las dos se abrazaban pataleando. Ciertamente habían sido manos tiñosas y furtivas como ratas de cloaca y el niño nunca las usó para nada bueno. Y ahora que ya no las tenía, se las reinventaba, limpias y calientes en el espejo del sueño, acariciando la corbata o la armónica, quizá reviviendo aquel fatídico instante en que se disponía a birlar el pisapapeles del escritorio del fiscal Vallverdú, segundos antes de la terrible explosión… Rosita remató sus fantasías con la guinda del rumor que en su día estremeció al barrio: las manos de Matías salieron volando por la ventana del despacho, cruzaron la calle la una en pos de la otra como dos pájaros rojos persiguiéndose y fueron a dar en el trasero de doña Conxa parada frente a la panadería.
El inspector se acordaba del suceso, pero no hizo ningún comentario. El chaval era un ratero y se buscó su propia ruina.
—La culpa fue del señor Vallverdú por usar una granada como pisapapeles —prosiguió Rosita—. Por muy recuerdo del frente que fuera, vaya. ¿A quién se le ocurre tener una bomba en la mesa del despacho? Esto sí que deberían ustedes prohibirlo. ¿No le parece?
El ilustre letrado siempre creyó que estaba desactivada, pensó el inspector. Menudo imbécil. Pero tampoco esta vez dijo nada. Su mirada errática se descolgó por la colina polvorienta siguiendo a un niño que se deslizaba taciturno sobre el culo, jugando solo.
—¿Qué le pasa? ¿No tiene ganas de hablar? —dijo Rosita—. Le estoy retrasando mucho y lo van a reñir por mi culpa… De verdad que lo siento. ¿Es muy tarde? ¿En qué piensa?
—No hagas tantas preguntas y camina.
Pensaba en este faenar ambulante y rutinario de la niña, en su maraña de presuntas obligaciones ineludibles, tretas y embustes destinados a retrasar la cita con el muerto.
—No es usted muy hablador —dijo Rosita.
—Es que me estás atabalando, niña. Pero te diré una cosa. Este trabajo no te conviene.
—¡Pues claro! ¡Qué bien! ¿Y sabe usted de otro mejor?
—Deberías dejarlo, te lo dije antes.
—¡Mira qué listo el señor! ¿Y usted por qué no deja el suyo?
—Hablaré con mi cuñada. Y no me atabales más.
—¿Ah no? Entonces me callo.
Dejaron atrás el viejo depósito de aguas y el cuartelillo de la Guardia Civil, luego el canódromo abandonado donde crecía una hierba alta y lustrosa peinada hacia el mar. La terraza de baile Mas Guinardó estaba desierta y las sillas de tijera plegadas y arrimadas a los cañizos. Flotaba en el aire perfumado un tráfago de toronjil y ginesta. Rosita acusaba el cansancio: «Luego cogemos un taxi, si usted quiere», propuso con desgana, aunque no le gustaba ir en taxi. «Me mareo. Es ese olor a cuero de los asientos», dijo, «como una catipén de culo de vieja, a que sí. Yo he tenido que lavar y acostar durante meses y meses a una abuela paralítica y sé lo que me digo. La señora Altisent olía a taxi, la pobre».
Pasaron junto a las instalaciones deportivas del Frente de Juventudes con su chirrido de grillos y después del último repecho cruzaron la Avenida. El inspector jadeaba al llegar a lo alto. «Aquí es», dijo Rosita.
Era una torre gris en un jardín suspendido sobre la calle, tras un grueso muro de contención coronado de mimosas y laureles. Entre las desmochadas palomas de piedra arenisca que adornaban la cornisa, el inspector distinguió una paloma de verdad camuflada. Rosita tiró insistentemente de la cadena haciendo sonar la campanilla.
—Qué lata. No hay nadie.
Depositó la capilla en el suelo y recostó la espalda en la verja, suspirando.
—Y ahora qué —gruñó el inspector.
Sintió planear sobre su cabeza una pesadumbre alada y observó los árboles oscurecidos por encima del muro. La noche estaba al caer. Grabado en la piedra se leía: Villa Assumpta.
—¿Quién vive aquí? —dijo el inspector—. Vaya nombrecito. ¿También son de la ceba?
Rosita se encogió de hombros: «A mí que me registren». El inspector reflexionó. Cogió la capilla y la mantuvo bocabajo, sacó del bolsillo una navajita y con la hoja hurgó en la ranura del cajón. Rosita lo miró sorprendida:
—¡¿Qué hace?! ¡Eso está muy feo!
—¿De veras? ¿Tú no lo has hecho nunca?
Flotaba una sonrisa traviesa en su prieta boca de rana, la punta de la lengua porfiando en las comisuras. Hizo saltar de la hucha cuatro estampitas dobladas, evitando la calderilla; las desdobló, examinándolas. Eran de santos y en el reverso había anotaciones a lápiz: Vale por 1 Pta. hasta la semana que viene, y la firma. Algunas llevaban también oraciones y versos en catalán, estrofas de la Santa Espina y de canciones patrióticas. La estampita de San Antonio Mª Claret estaba mugrienta y decía:
8 SOMISEREM 8.
—¿Qué coño significa esto?
La mostró a Rosita, que se encogió de hombros.
—No sé. ¿Una dirección?
El inspector meneó la cabeza pensativamente. Guardó la estampita en el bolsillo e introdujo las demás en la ranura de la capilla. «Estos cabrones beatos del Virolai», dijo con desdeñosa ironía: «Intercambian versitos y sardanas y juegan a conspiradores. Borricos». Tal vez convendría hacerles una visita, pensó.
Rosita lo miraba apoyando el mentón en la rodilla alzada, estirándose el calcetín.
—Esto que acaba de hacer no está bien y tendré que decírselo a la directora.
—Conforme. Ahora vámonos.
Le dio la capilla, pero ella no parecía tener prisa; la dejó en el suelo otra vez y se arregló el pelo.
—Y no llevaré a la Virgen a ver al muerto. Eso ni lo piense.
—¿No tienes otra casa donde dejarla, por aquí cerca?
—Sí, pero tendría que quedarme. —Miró con recelo al inspector, bajó la vista y añadió—: Y si la directora se entera me mata. Nadie sabe que voy a fregar a esta casa, y que lo hago sin cobrar… por hacerle un favor a una viuda anciana. Tiene una tabernita y desde que murió su hijo no puede con todo. Y su nieto trabaja fuera… Es una obra de caridad.
El inspector captó un arrebol en sus mejillas.
—¿Una taberna? —Intentó leer en sus ojos esquivos—. Pero no atiendes el mostrador, supongo. No tienes la edad.
Ella negó con la cabeza y se quedó pensando.
—Bueno, podría acercarme un momento… Pero es mejor que usted no me acompañe. A la abuela no le gustaría verle por allí, y menos a esta hora.
El inspector la miraba inquisitivamente.
—¿Estás hablando de la vieja Maya y de su jodida barraca, debajo del Cottolengo? —sonrió con desgana.
—No es una barraca. Es un chiringuito muy limpio y muy apañado…
—No me digas que la ayudas a tostar café. Eso es ilegal.
Rosita pataleó, furiosa.
—¡¿De qué me habla?! Vámonos ya, ¿no tenía usted tanta urgencia?
—Quedamos en que lo primero es tu trabajo.
El caso es que ahora se sentía bien, vacío, un poco más soñoliento de lo habitual y arropado por una tarde perdida y ganada gracias a las artimañas de esta mocosa con calcetines. Observó al otro lado de la Avenida a una vieja enlutada que corría jovialmente con un saco en la cadera y una joroba que parecía postiza. Más lejos, una polvareda rojiza flotaba sobre las casuchas de tablas y latas. Por primera vez en mucho tiempo, el inspector moduló la voz con una afable y lenta pastosidad:
—Esa bruja, la Maya, tenía un tostadero clandestino en su huerto, detrás de la taberna. Recuerdo que en verano íbamos a tomar unos vinos, al salir de la comisaría, y el olor del torrefacto subía hasta el parque Güell… Si es por eso, puedes estar tranquila, nunca nos metimos con la vieja. No por su tostadero, vaya.
Rosita se agachó recuperando la capilla.
—Aun así, es mejor que usted no venga. —Echó a andar con paso desvaído—. Puede esperarme en la plaza Sanllehy, sentadito en un banco.
—Aguarda. Dame eso.
El inspector cargó con la capilla y retuvo a Rosita cogiéndola de la mano, que ella convirtió súbitamente en un puño crispado. Se había vuelto tensando el cuerpo, expectante, las nalgas respingonas bajo el vuelo retardado de la leve falda, y miraba con espanto la fachada de la torre.
Desde la cornisa más alta, una paloma caía al jardín en picado. El inspector notó en el puño hostil el sobresalto de la sangre.
—¡¿Ha visto?! —exclamó Rosita—. ¡Una paloma suicida! ¡¿No se ha fijado?!
—Era de piedra —dijo él—. Estas torres se caen de viejas.
Obreros en bicicleta sentados al desgaire en el sillín, el hatillo colgado en el manillar, se dejaban ir por la pendiente de la Avenida con un rumor de palillos en las ruedas. El inspector evocó una pandilla de muchachos de cabeza rapada en sus viejas bicis, años atrás, lanzados a tumba abierta por la Carretera del Carmelo con calaveras en el manillar. Parados junto al bordillo, dos ciclistas mostraban su documentación a una pareja de grises. El puño caliente de la niña rabiaba en la mano del inspector. «No apriete, jolines», protestó Rosita.
El inspector la soltó. Caminaban deprisa. Si la verja estuviera abierta, pensaba ella, entraría a cogerla; no es de piedra, seguro.
—¿Usted no sabe que hay palomas que se suicidan, igual que las personas?
—No digas tonterías.
La capilla le oprimía la sobaquera y notaba las dentelladas en la axila. «Pues sí señor, es verdad, lo leí en un libro de un misionero de la China», decía Rosita: «Son palomas ciegas que no encuentran agua ni comida y por eso acaban tocadas del ala, quiero decir que se vuelven majaretas. Y un mal día, ¡zas!, no tienen más que plegar las alas y dejarse caer. ¿No me cree?».
Agachó la cabeza y se encogió de hombros:
—Todo lo que digo le parece una trola. A que sí.
—Más o menos.
Iba mirando el suelo y muy pensativa, y luego añadió:
—Es que estoy acostumbrada a hablar sola desde niña.
—Eso qué tiene que ver —gruñó el inspector.
Rosita sonrió aviesamente y afiló la voz, mirando al inspector de refilón:
—Soy una pobre huérfana que está sola en el mundo, señor.
El inspector chasqueó la lengua y durante mucho rato no volvió a hablar. Rosita añadió:
—Qué aburrido es usted, ondia. Qué tostonazo de tío.
Más adelante, Rosita comentó lo divertidos y deslenguados que eran los hermanos Jara. «Dicen cada cosa. ¿Usted sabe qué es una hipotenusa? ¿Y un cateto? ¿Y un cono, sabe qué es?».
El inspector resopló enarcando las cejas hirsutas y ella añadió:
—El cono es el conejito sin peluquín… Je je. ¿Lo entiende? A que es de mucha risa.
—A que te doy un sopapo.
—Usted perdone, usted perdone.
Pasaban frente a la iglesia de Cristo Rey y el inspector se paró trabando las piernas. Rosita dijo:
—¿Y ahora qué le pasa? ¿Tiene ganas de hacer pis?
—No. —Trasladó la capilla al otro costado, flexionó el brazo y siguió andando—. ¿Y desde cuándo conoces tú a esa vieja estraperlista?
Conocía a la abuela Maya de cuando ponía inyecciones, dijo Rosita, de aquella vez que ella se clavó en la pierna un clavo roñoso del bastidor de un decorado, en Las Ánimas, durante el ensayo de la función; corriendo llamaron a la abuela para que le pusiera la inyección del tétanos. «De todas las casas donde voy a pencar, la suya es la única donde de verdad de verdad me necesitan. Además, resulta que somos parientes lejanos; dice que ella era prima segunda de mi abuelo, así que es tía-abuela mía, y su nieto y yo venimos a ser como primos, ¿no? Llegaron a Barcelona hace treinta años por lo menos, y su hijo, el que murió, era limpiabotas… Dicen que murió en la cárcel».
Alumbraban ya las farolas de la plazoleta central y aún había viejos platicando en las escaleras y en los bancos de piedra. Los gorriones alborotaban en la fronda de los plátanos buscando acomodo. Rosita bebió en la fuente y lanzó serpientes de agua con la palma de la mano salpicando los zapatos del inspector. Desde la ladera oriental del Carmelo llegaban ecos del griterío infantil, de petardos, toques de cornetín y trallazos como de cinturón. Por encima de la Montaña Pelada se balanceaban en el cielo cuatro quebrantadas cometas de fabricación casera, sombrías y grávidas, alineadas contra el resplandor del ocaso como estandartes guerreros.
Rosita indicó al inspector el banco de madera.
—Puede esperarme aquí y descabezar un sueñecito…
—Iré contigo.
—Que no puede ser, caray. ¿Qué pensará la abuela si me ve llegar con un policía?
—Nada. Ya te he dicho que me conoce.
Lo invitaría a una copa de coñac, como hacía antes; en alguna ocasión incluso lo había obsequiado con una bolsita de café bien tostado. Rosita lo interrumpió nerviosa: «Usted cree que me quiero escapar de ver al muerto, pero le juro que no. Se lo juro», y se persignó trazando un furioso garabato. Prometía volver antes de media hora y dejarse llevar al Clínico, aunque allí le diera un patatús al ver al muerto; que seguro que le daba.
—Pero ahora déjeme ir sola —suplicó—. Por favor.
El inspector miró en torno suyo con creciente desasosiego. Se acercó al banco y Rosita lo siguió.
—Es que no me fío. Me has estado liando toda la tarde.
La niña lanzó un bufido y giró sobre los talones como una peonza. «No se me ponga cascarrabias otra vez, que le dejo plantado con su fiambre, ¿estamos?», dijo mirando al otro lado de la plaza. Había hombres charlando frente a la taberna de la esquina y entre ellos el inspector reconoció al carbonero de recta espalda y relamidos cabellos que horas antes estaba en la calle Laurel. Apoyaba un pie en la carretilla y liaba con parsimonia un cigarrillo.
—Muy bien —masculló Rosita dejándose caer sentada en el banco—. Pues se acabó. No vamos a ninguna parte.
Sacó del capacho el cuaderno de la Galería Dramática Salesiana y lo abrió de un manotazo:
—Estudiaré un rato mi papel, luego iré al ensayo y adiós muy buenas. Ya pueden irse a hacer gárgaras usted y el muerto.
El inspector puso la capilla sobre el banco y se sentó a su lado encorvado y apoyando los codos en las rodillas. Ella se corrió hasta el extremo buscando la luz mortecina de la farola y simuló enfrascarse en el cuadernillo: «Podéis segar la flor de mi vida…». El inspector se convirtió en una sombra expectante bajo las ramas del cedro, agazapado al borde del banco como un corredor escéptico y gordo esperando la señal de salida. Rosita lo escrutaba con el rabillo del ojo, pero durante un buen rato él no habló ni cambió de postura.
Después el inspector dijo, sin la menor acritud:
—Qué manera de perder el tiempo.
—Podéis segar la flor de mi vida —leyó Rosita con la voz cremosa, y alzó los ojos memorizando—:…de mi vida, poderoso procónsul, pero jamás la de mi alma. Pero jamás la flor imparecedera de mi alma…
—Será imperecedera —gruñó el inspector.
—Esta palabra nunca me sale.
El inspector se deslizó sobre el banco acercándose a ella.
—Trae acá. —Le quitó el cuaderno—. A ver si te lo sabes de memoria.
—No necesito su ayuda para nada. Además, usted no entiende de eso.
En el banco de enfrente, un viejo escupía entre sus pies con reverencial lentitud, uncidas sobre el bastón las manos decrépitas. Hojeando el cuaderno, el inspector configuró a la niña mártir que se alza contra el procónsul Daciano, enemigo acérrimo de los cristianos. Eulalia lleva panes escondidos en el delantal para dárselos a los pobres, y al ser descubierta, los panes se convierten en rosas. Rosita dijo que esta escena ya se la sabía.
—El final del último acto sí que es difícil —añadió todavía enfurruñada—. Yo vivo en Sarriá, el barrio elegante, y mis papás son muy ricos. Me rebelo contra el imperio romano. Me estoy muriendo en la plaza del Padró amarrada a un poste, después del tormento, y, al soltar el último suspiro, me sale una paloma blanca de la boca.
—Veamos si te lo sabes bien. Yo te sigo.
—Si me equivoco, avise.
Rosita enderezó la espalda, moduló una impostura en la voz y el recitado alivió momentáneamente las calenturas de su boca. Antes de expirar, Eulalia evocaba todos sus martirios elevando los ojos al cielo: la habían azotado y desgarrado el cuerpo con garfios, habían quemado las plantas de sus pies en un brasero, habían puesto brasas sobre sus pechos y sal en sus heridas, la habían arrojado a un recipiente de cal viva…
El inspector la interrumpió:
—Deberías disimular ese acento andaluz. Pareces una santa Eulalia del Somorrostro.
—¡Y usted es más soso que una calabaza!
La rociaron con aceite hirviendo, la hicieron rodar cuesta abajo dentro de un tonel lleno de vidrios, la encerraron en un corral plagado de pulgas furiosas y la pasearon desnuda por toda Barcelona en una carreta tirada por bueyes.
—Vaya.
—Y el hijo muy amado del procónsul Daciano —prosiguió ella— me ha querido enamorar para que reniegue del Dios cristiano, pero yo con mi fe la palma del martirio he ganado. Fin.
El inspector cerró el cuaderno y lo devolvió a Rosita con gesto displicente. El martirio de esta señorita de Sarriá le parecía idiota e improbable y la función muy poco apropiada para niñas. «Te lo sabes», dijo, «pero hablas como una furcia y no como una santa». Cruzó las manos sobre la barriga y entornó los ojos.
—¡Y usted no tiene sensibilidá de poesía ni de ná! ¡Usted hoy s’ha levantao de mala uva y con la idea malaje de llevarme a ver a un muerto…!
El inspector miraba escupir lentamente a los viejos en el umbral del sueño.
—Yo no quería llevarte a ningún lado, hija —dijo sosegadamente—. Yo hoy quería pegarme un caramelo en la cabeza.
—¡Pero qué rarito es usted, ondia!
—Está bien, vete —dijo de pronto—. Anda, vete. ¡Fuera!
Rosita se levantó de un salto y cargó con la capilla. «No tardaré, de veras», dijo sin contener su alegría y echando a correr. El inspector dejó caer los párpados de plomo, se recostó contra el respaldo y estiró las piernas. No estuvo al tanto cuando cerró la noche, cuando los viejos se levantaron del banco para retirarse a sus casas, no los vio orinar furtivamente entre las matas de adelfas, los bastones engarfiados al cuello y riéndose, achuchándose como niños. En cierto momento soñó que soñaba la proximidad burlona del carbonero errante; pasaba ante él envarado como un mequetrefe pirata negro, pañuelo tiznado en la frente y sonrisa de plata, empujando la carretilla y mirándole socarronamente por encima del hombro con sus amarillos ojos de mono…
Instintivamente tanteó la sobaquera bajo la americana y se incorporó mirando el reloj. ¿Las nueve y media? A pocos metros, un perro flaco y tiñoso arqueó el lomo vomitando sobre el polvo una plasta negra; la removió con la zarpa, la olfateó y se la volvió a comer. El inspector ladeó la cara y vio en el extremo del banco, a la luz cada vez más débil de la farola, las rodillas maduras de la niña. Resabios mentales del oficio, su olfato de viejo sabueso o simplemente el hábito de malpensar engarzaron en su conciencia aún embotada, una tras otra, fugaces visiones del cuello esbelto y su estigma sanguíneo, de los tobillos rasguñados y de la boca llagada.
Se fue con paso enérgico, los talones rebosantes de hormigueante gaseosa, espoleado por un presentimiento de ofuscación y desorden.