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El inspector remontó la calle por la acera sombreada y en Providencia giró a la derecha. Un enjambre de chiquillos alineaba chapas de botellines de vermut en los rieles ardientes del tranvía; el sol pegaba tan fuerte que allí se podía freír un huevo. En la puerta de los colmados se escalonaban las cajas de frutas y verduras, invadiendo la acera. Odiaba este barrio de sombrías tabernas y claras droguerías, de zapateros remendones agazapados en oscuros zaguanes y porterías y de pequeños talleres ronroneando en sótanos, soltando a todas horas su cantinela de fresadoras y sierras mecánicas.
Al cruzar la calle sintió descender sibilinamente el testículo hasta acomodarse en la bolsa escrotal. Frente a la fábrica de chocolates vio un coche celular con la puerta trasera abierta y a dos números dando suaves empellones a un anciano iracundo. En la plaza del Norte, pesados aviones de papel de periódico planeaban en medio de una polvareda roja y una vecina gorda y pimpante se apoyaba en la esquina con su bata floreada, rulos en el pelo y una sucia venda elástica en el tobillo. «Tengo barras», susurraba a los que pasaban cerca. Entre sus pechos aupados asomaba la punta dorada de una barra de pan. Parecía una vulgar ama de casa que ha bajado a la esquina soleada a secarse los cabellos y a chafardear un rato, pero sus alertados ojos amarillos giraban fieramente en busca de clientes.
El inspector había bregado contra esa clandestina fiereza del barrio hasta ahogarse en ella. Se dijo una vez más que ya nada le incumbía, que ya no vivía aquí y no valía la pena pararse a distinguir entre una estraperlista y una furcia de tres al cuarto; probablemente era ambas cosas a la vez.
Y sin embargo, al pasar junto a ella, un oscuro mandato de la sangre lo paró en seco. Se volvió y chasqueó la lengua como un látigo:
—Tú, largo de aquí —dijo entre dientes—. Fuera, puta.
La mujer arropó el pan entre las solapas y se escabulló arrimada a la pared, metiéndose en un portal. El inspector siguió su camino por aceras solitarias y destripadas, pisando las crestas de hierba enfermiza que rebrotaba en las grietas.
La vio salir de Las Ánimas con dos compañeras de su misma edad. Lucían polvo de reclinatorio en las rodillas y vestían igual, torcidas faldas estampadas y deslucidos pullovers a rayas, de escote en pico y puños raídos. Se despidieron en la puerta y Rosita caminó calle arriba sin prisas, el capacho de palma colgado al hombro, doblando con aire pensativo la mantilla blanca y pequeña como un pañuelo.
Apenas había crecido en dos años, pero sus andares perezosos ya no eran de niña, constató el inspector, o tal vez sólo era un engañoso efecto de las corvas maduras y altas. Los calcetines cortos y desbocados bailaban en torno al tobillo moreno y esbelto. Llevaba sandalias de goma color ceniza idénticas a las que extravió una noche borrascosa en un descampado de la calle Cerdeña, cuando la revolcaron junto a la fogata; él mismo las encontró tiradas entre la hierba y se las calzó en el taxi, mientras corrían hacia el hospital.
Al oír su nombre, la niña se volvió.
—Hola —dijo el inspector—. ¿No te acuerdas de mí?
Rosita lo miró ladeando la cabeza, la mano dentro del capacho.
—¡Anda! Si es usted.
El inspector observó en sus párpados ralos antiguas señales de orzuelos. Dentro del capacho en banderola entrechocaron latas vacías.
—Vengo de la Casa —comenzó el inspector, y se interrumpió—. He ido poco, últimamente, y tú nunca estás…
—Desde que salí de las monjas trabajo fuera.
—¿Cuándo has vuelto?
—Huy, hace casi un año.
Pero no se veían desde mucho antes; desde aquel día que él la interrogó en el hospital de San Pablo, sentado en la cama, después que la doctora y una enfermera la examinaran de abajo dejándola muerta de vergüenza: recordaba haber llorado, pero no fue por eso.
—Fue por su culpa, ¿sabe? —dijo mirándose las sandalias con fijeza—. Vino usted con aquellas preguntas asquerosas y me hizo llorar.
Siguió caminando calle arriba y el inspector iba a su lado con las manos a la espalda.
—No era mi intención. Tenía que hacer el informe. ¿Comprendes?
—Ya.
—¿Te acuerdas de aquel hombre? —Ella no contestó y el inspector optó por dar un rodeo—. ¿Cuántos años tienes ahora?
—Trece y medio, casi catorce… Pero ¿a que parezco mayor?
—Aquel hombre —dijo él calmosamente— ya no volverá a hacer mal a nadie. Te gustará saber que lo han cogido.
—¿De verdad? —Rosita se paró unos segundos y luego siguió andando, los ojos en el suelo. Parecía confusa—. ¿Quién es?
El inspector se encogió de hombros:
—Nadie, un vagabundo.
—¿Y qué ha dicho? ¿Qué les ha contado?
—No ha dicho nada. Está muerto.
Expuso lo que quería y la niña arrugó la nariz. Tenía una marca de carmín en el cuello, pero ni rastro en los gruesos labios cárdenos, ensombrecidos por el bozo.
—No quiero verle —dijo—. Muerto, no. ¡Jesús, a un muerto le tengo yo más miedo, que yo qué sé!
—Es una simple formalidad. Sólo mirarle a la cara y decirme si es él.
—Me da igual que lo sea como que no. Además, olvidé su cochina cara.
El inspector consultó su reloj; eran poco más de las cuatro. Hurgó en sus bolsillos buscando un caramelo de eucalipto, que no encontró. La calle era estrecha y empinada. Desde una azotea baja, un muchacho vestido de primera comunión proyectaba reflejos de sol en la cara de Rosita con un espejito. Ella cerró los ojos sin dejar de caminar, mascullando: «La madre que te matriculó, niño», y manoteó en el aire la mariposa de luz. Algo en su voz gutural, una flema adulta y soez enredada en las cuerdas vocales, más que la expresión en sí, alertó al inspector.
—Te acordarás cuando le veas —dijo—. Un vistazo rápido y fuera, con eso basta. Sabemos que es él. Antes de una hora estás de vuelta.
—No puedo perder una hora. Vivimos de la caridad, señor, ¿es que no lo sabe? —Y en tono burlón prosiguió—: Hay que llevar dinerito a la Casa, hay que pencar, oiga. ¿Quién me paga a mí esa hora? No querrá usted quitarles el pan a unas huerfanitas desamparadas que tienen que ir por ahí fregando suelos…
—Lo sé —dijo él secamente—. La directora me puso al tanto. Vamos a mirar de arreglarlo.
No era una mancha de carmín; era un difuso antojo, un golpe de sangre. Llevaba el pelo negro y espeso estirado hacia atrás con violencia y recogido en un rodete sobre la nuca. El inspector añadió:
—Creía que sólo ibais a coser y a bordar.
—A mí la aguja no se me da bien. Ahora estoy aprendiendo encaje de bolillos con su esposa la señora Merche. Y los martes y jueves voy a ayudar a doña Conxa y así aprendo más, porque ella es una artista.
—¿Y ahora adónde vas?
Dejaron pasar un tranvía 24 y luego cruzaron la Travesera. Rosita sacó del capacho un sobado cuadernito de la Galería Dramática Salesiana y lo abrió. Ahora iba a casa de la señora Planasdemunt, en el Guinardó, y de ningún modo podía faltar: «Me espera un buen lote». La función que estudiaba era El martirio de Santa Eulalia y a las nueve tenía ensayo en la parroquia.
—O sea que te sobra tiempo.
—Es que aún no le he hablado de lo demás. —Rosita apartó los ojos del cuaderno y miró al frente con expresión alelada y lírica—: «Hoy es el día más complicado de mi vida, Señor».
—¿Mucha faena? —dijo el inspector.
—¡Uf! La tira.
En la plaza arbolada rondaba una pareja de grises con las manos a la espalda. Dos calles más allá reverdecían las viejas moreras frente al cine Iberia. Rosita arrancó algunas hojas de las ramas bajas y las guardó en el capacho. «Tenemos dos cajas de gusanos de seda», dijo, y se entretuvo mirando el cartel de El embrujo de Shanghai. El ventanuco de la cabina de proyección estaba abierto y desde la calle se oía el zumbido del proyector y las voces de plata susurrando en la penumbra.
—Qué peli más extraña —dijo Rosita—. La he visto dos veces y no la entiendo. Estará cortada por la censura. ¿Usted no la ha visto?
El inspector emitió un gruñido y siguieron andando. Al cabo de un rato insistió: «Vamos, decídete. Los malos tragos, cuanto antes mejor». La niña se paró y pateó la acera.
—Que no, jolines.
Estaban junto a un muro alto batido por el sol y coronado de adelfas. Tras la verja abierta, la estrecha escalera de ladrillo forrada de musgo subía hasta el jardín colgado sobre la calle.
—Aquí se despide el duelo, señor inspector.
Rosita lo miró con el rabillo del ojo, temiendo una reacción autoritaria; que la agarrara del brazo y se la llevara a empellones o a rastras. Había oído a la directora hablar de la mala baba de este hombre, de sus arranques bestiales. Había visto sus gruesos dedos pintados en las mejillas de lirio de la Pili el día que la echó de su casa, sólo porque la pobre chica se había rizado el pelo y llevaba unas ligas naranja que le gustaba hacer restallar bajo la falda en los portales oscuros y en el cine; y porque la pilló haciéndolo delante del chico del colmado en el hueco de la escalera… Se preguntó si guardaría las esposas de hierro en alguno de esos bolsillos de la americana que parecían contener piedras, y si sería capaz de llevarla maniatada al Clínico.
Pero el inspector permanecía inmóvil y miraba, al otro lado de la calle, el descalabrado esqueleto de una cometa azul enredada en los cables eléctricos.
—¿Tardarás como cuánto? —dijo por fin.
—Huy.
—Más o menos, niña.
Rosita se encogió de hombros.
—Pues una hora o así.
—Vendré a buscarte —y dando media vuelta se fue por donde habían venido.