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Rosita había dejado el porche abierto para facilitar el secado del mosaico. Desde fuera, el inspector veía las grandes macetas de helechos en el recibidor y el largo pasillo de baldosas lila y perla recién baldeadas, pringadas de una luz lechosa que provenía del jardín trasero. Al fondo y a gatas, arrastrando las rodillas liadas con trapos deshilachados, el pequeño trasero enhiesto, la niña restregaba la bayeta y parecía suspendida en el aire, sobre un crudo resplandor de lago helado.

Diez minutos después salía a la calle con el capacho en bandolera y las rodillas sonrosadas. Traía un sofoco, el rodete flojo en la nuca y un mechón de cabellos engarfiado en las comisuras agrietadas de la boca.

—Jolines —se lamentó al verle—, pensé que lo dejaría correr…

—Pues aquí me tienes.

—No he hecho más que empezar, ¿sabe? La faena es lo primero.

—Ya.

—¿Piensa seguirme toda la tarde?

—No tengo nada mejor que hacer —gruñó el inspector.

—Conmigo va usted a perder el día tontamente, ya lo verá.

—Bueno, lo perderé.

—Le trae más cuenta irse a perseguir ladrones y maleantes y meterlos en la cárcel y todo eso, créame.

—Tú qué sabes, mocosa.

—Vaya, ¿no es ése su trabajo?

—También me ocupo de otras cosas.

Guardó silencio un rato, y la niña resopló de impaciencia:

—El martes no es mi día de suerte. Y para quien ande a mi vera, tampoco, se lo advierto.

—No digas bobadas.

Rosita aflojó el paso. Se frotaba las manos con una crema y se estiraba los dedos haciendo crujir las articulaciones. «¡Uf, estoy baldada!», suspiró. El inspector miró sus rodillas.

—¿Por qué no friegas con el mocho, y no tendrías que arrodillarte?

—Fregar de pie es malo para la columna vertebral, ¿no lo sabía?

El capacho golpeaba su cadera con ruido de quincalla. Hizo un alto y reforzó el rodete en su nuca cambiando de sitio algunas horquillas. El inspector percibió el acre aroma de los sobacos.

—Me diste una buena descripción de aquel hombre. ¿Te acuerdas?

—Yo qué va. Hace tanto tiempo.

—Dos años. Nada.

—Huy, nada, dice. —Rosita sonrió, sujetando una horquilla con los dientes oscuros y dañados—. Han pasado muchas cosas, en dos años. Ya no soy aquella pánfila, ¿sabe usted?

El inspector observó en su mejilla la pequeña arruga, afilada y ávida, que desfiguraba su sonrisa.

—Quieres decir que ya no te asustas de nada.

—No señor. Quiero decir que una servidora ya no se fía ni de su padre, que en gloria esté.

—Haces muy bien.

Rosita avivó el paso y meneó la cabeza.

—No puede llevarme a la fuerza —dijo—. Lo he pensado bien y no quiero verle. Me podría dar algo, ¿sabe? Cuando era pequeña vi a un muerto en la estación y me desmayé, me caí redonda. Y no crea que fue de debilidad, no señor, aunque entonces ya estaba sola y llevaba días sin comer… Pero no fue por eso.

—¿De qué hablas? —gruñó el inspector—. No se puede comparar.

—Era un pobre soldado. Lo llevaban en una manta y de cintura para abajo no tenía nada. Pero nada, oiga.

Volvió a ver las piernas abandonadas al otro lado de la vía, en la tranquila postura de un hombre que está reparando algo debajo de un vagón, y todavía hoy se preguntaba por qué las dejaron allí; tal vez porque llovía mucho y por los aviones. «Dijeron que no fue el tren, que fue una bomba», recordó: en ese mismo tren había viajado desde Málaga con las monjitas y otras huérfanas, a los siete años, hasta llegar aquí, «Mi gente ya había muerto, señor, ya estaba sola en el mundo», lloviendo todo el camino hasta Barcelona.

El inspector escrutaba la calle desierta.

—Podríamos coger un taxi —dijo.

Y a veces aún veía pasar, tras el cristal de la ventanilla que azotaba la lluvia, pequeñas estaciones en ruinas, vagones ametrallados en vías muertas, la acogedora tiniebla de un túnel. Iremos en el metro, prometió a sus compañeras de viaje: «Es fantástico. Vas por debajo de la tierra y no ves nada, nada, como si siempre fuera de noche».

—A mí lo que me gusta es el metro.

—El tranvía nos deja más cerca —dijo el inspector.

—No. El metro es mejor —insistió ella—. Y lo de mirar al muerto, pues ya veremos… Desde luego ahora no, tendrá que esperar.

—¿Qué llevas en el capacho?

—Mis cosas. Trapos. Nivea para las manos. La función de la parroquia. Yo hago de Santa Eulalia. —Sonrió, mirándole de reojo—. Y dos fiambreras por si cae alguna cosita buena de comer, sobras de la cocina… ¡Mire!

Cruzaban la calle de las Camelias. Sobre las basuras apiladas en la esquina yacía una paloma con la tráquea seccionada. Rosita quiso cogerla pero el inspector se lo impidió:

—¿Quieres pillar una infección?

Luego simuló interesarse por su trabajo:

—¿Qué os pagan?

—No lo sé. Pregunte a la directora. Ella es la que cobra.

—Pero en esas torres vive gente rica, tienen criada.

—Pues claro —dijo Rosita enfurruñada—. Yo sólo soy la niña de las faenas, no pinto nada, ni ganas. Las señoras nos cogen por caridad, son congregantas del Virolai Vivent, de Las Ánimas. Amigas de la directora y del mosén y todo eso.

Bajaban por Secretario Coloma pegados a la tapia del campo de fútbol. En el Hispano Francés habían izado la bandera tricolor. A Rosita los calcetines mojados se le remetían debajo de los talones y se paró. «Y eso es lo malo, que tengan criada», añadió apoyándose en el brazo del inspector. Levantó los pies alternativamente y él reparó en los rasguños de los tobillos marrones. «Yo me entiendo mejor con las señoras», prosiguió Rosita: «Ésta, por ejemplo, la Tomasa, es una mala bestia. Sabe que vengo los martes y se aprovecha; me toca sacudir las alfombras más pesadas, planchar montones de ropa, lavar pilas de platos. La tira, oiga».

Un taxi remontaba la calle sin asfaltar pedorreando un humo negro, pero no estaba libre. No circulaba ningún otro coche y apenas gente. Abstraído en el parloteo de la niña, el inspector se dejaba llevar. Cuando se dio cuenta, ya estaban en Paseo del Monte, con su pendiente dormida y umbrosa bajo las acacias.

—Cogemos el metro en Lesseps, si quieres.

—Y fíjese, cuando estoy en la cocina…

—Espera. ¿Adónde vas ahora?

—Cuando estoy en la cocina, la mala zorra me vigila todo el rato. Y eso que tengo permiso de la doña para comer lo que quiera… Hoy había crema catalana y medio brazo de gitano y champán. Se ve que han celebrado algo. El señor Planasdemunt estuvo escuchando la radio francesa en su despacho y cantaba; es un poco de la ceba, ¿me entiende? A mí sólo me habla en catalán, como la Betibú. Lo has de aprender, maca, me dice siempre. Pero es buena persona, no vaya usted a pensar mal… Oiga, ¿qué le pasa?

El inspector se había parado y pateaba la acera como sacudiéndose el polvo del zapato. Su cara congestionada denotaba contrariedad y un tedio inmenso. «Nada», dijo y flexionaba el pie, apoyándose en el hombro de Rosita. Desde hacía algún tiempo, su cuerpo no dejaba de sorprenderle; ahora sentía un hormigueo intensísimo en la mitad delantera del pie, como si de pronto toda la gaseosa del botellín hubiese ido a parar allí bajando desde su estómago.

—Eso es la mala circulación —dijo Rosita—. Falta de riego consanguíneo.

—Sanguíneo.

—Quítese el zapato. Vamos.

Lo apremió, agachándose, y ella misma se lo quitó. «Qué haces», gruñó el inspector. Pero ya las pequeñas manos furiosas lo confortaban a través del calcetín. Desde una ventana baja, a su lado, salía el rumor cadencioso de una máquina de coser.

—¿Sabe qué vamos a hacer? —Rosita lo calzó de nuevo y se levantó decidida—. ¿Ve aquella bodeguita, al final de la calle? Me invita a un orange, y mientras usted se toma un café y deja reposar la pata, yo voy a casa de la señora Casals. Está ahí mismo. ¿Qué hora tenemos?

Eran las cinco y media pasadas. «¡Ostras, hoy me van a echar de todas partes! Bueno, que esperen». El inspector soltó un bufido largo y gaseoso:

—Luego dirás que te he llevado al Clínico a la fuerza.

—Yo qué voy a decir eso. Si es usted la mar de bueno.

Ocuparon la única mesa que había en la acera. Al sentarse Rosita, sus rodillas enrojecidas desplegaron ante el inspector una madurez insolente y compulsiva. Sacó del capacho un níspero maduro y lo frotó con el borde de la falda. Al lado de la bodega había una carbonería y sentado a la puerta, en una silla baja, un tipo delgado con la espalda muy tiesa y tiznado de hollín de los pies a la cabeza; llevaba un par de guantes sucios y destripados prendidos en la faja negra y los cabellos planchados y untados de fijapelo y coquetería. Se incorporó con una botella de cerveza en la mano, entró en la bodega acodándose de espaldas en el mostrador y desde allí miró a Rosita.

Ella daba mordisquitos a la pulpa rosada del níspero.

—¿Se encuentra mejor?

El inspector asintió mientras se quitaba el zapato. Masajeó el pie y cuando salió el tabernero pidió un orange y un tinto. Rosita señaló la casa detrás de las acacias, al otro lado de la calle. Era una torre de dos plantas, con verja y ventanas enrejadas al ras de la acera.

—Comen escudella cada día y tienen un loro que reza el rosario en catalán —dijo—. En serio. Con unas cagaleras, pobre animal… No tardaré nada, no hay mucha faena. Dos cuartos de baño y seguramente la habitación del abuelo. Lo peor es la jaula del lorito, con su mierda de toda la semana.

El inspector sentía retroceder el hormigueo del pie. El vino era áspero y cabezón. Rosita lanzaba cautelosas miradas al perfil rapiñoso del carbonero, cuya frente ceñía un pañuelo negro. Entonces pensó otra vez en el muerto con un escalofrío:

—¿Y si me desmayo al verle?

—Yo estaré a tu lado.

—¿Está metido en una caja, con el crucifijo en el pecho y cirios a los lados y toda la pesca…?

—Nada de eso.

—¿Está desnudo?

El inspector miraba el níspero rezumando entre sus dedos.

—Sólo tienes que verle la cara. Basta con eso.

—¿Y se ha muerto cómo, de qué?

—Se tiró él mismo por el hueco de una escalera; o de un terrado, no lo sé. Está un poco desfigurado, supongo, pero cuando lo veas te acordarás…

La niña reflexionó parando de masticar: «Qué espanto. Ahora no lo pueden enterrar en tierra santa, en ningún cementerio. No irá ningún cura y la caja no llevará la cruz, porque es un suicida». Hizo saltar el bruñido hueso del níspero, engulló el resto y luego engarfió con el dedo meñique de cada mano las comisuras dañadas de sus labios, ventilando un escozor de la boca. Explicó que le habían salido llaguitas y ronchas hasta la campanilla, un sarpullido interior de primavera. Bebió un trago de orange y añadió:

—¿Y no hay nadie con él? ¿No tenía familia ni amigos?

—Cómo saberlo —dijo el inspector—. Y quién le va a echar de menos. Esos tipos acaban todos igual, sin dejar rastro.

—¿Usted cree que se suicidó? Dicen que ahora pasa mucho, que hay como una plaga, pero que no sale en los diarios porque está prohibido hablar de eso. Que cuando viene en los sucesos que alguien fue atropellado por el metro o se cayó a la calle desde una ventana, es que se tiró. ¿Es verdad, oiga?

El inspector seguía masajeando el pie dormido con talante perplejo y Rosita se impacientó: «Jesús, qué poca maña. Traiga usted acá». Apoyó el pie en su regazo y lo estrujó con ambas manos, atornillando sabiamente los pulgares en la planta. Cruzó las piernas con presteza y de nuevo el inspector percibió fugazmente en sus rodillas el despliegue sedoso de una madurez furtiva. Ella prosiguió en tono confidencial:

—¿Y sabe qué dicen, también? Dicen que muchas personas desaparecen de un día para otro como por encantamiento, y que nunca más se supo. Que se esfuman de repente, ¡zas!, como el Hombre Invisible, y nadie sabe cómo ha sido. Mire la fati de doña Conxa: un día bajó al colmado a comprar una lechuga y al volver a casa ya no encontró a su marido. Y nunca jamás lo ha vuelto a ver.

—Ése lleva años escondido como una rata.

El furioso maltrato que le daban las manitas rojas y ásperas lo azoraba. Retiró el pie y se calzó. «Vete ya», dijo, «y no tardes».

—Sí, no sé para qué —refunfuñó Rosita—. Para luego tener que ir a ver a un muerto patitieso y espachurrado o vaya usted a saber cómo estará. No me muero de ganas, la verdad.

Afirmó las asas del capacho en su hombro y apuró el refresco, pero no se movió. Observó la trama sanguinolenta en las mejillas del inspector.

—Dicen que a los muertos les crece la barba.

—Vaya. Pues sí que nos vamos a divertir contigo.

—Tiene usted la cara como un mapa. ¿Con qué se afeita, con un serrucho?

El inspector no dijo nada y Rosita lo miró fijamente, arrugando el ceño:

—¿Sabe qué le digo? Que me parece que está usted un poco grillado. —Se inclinó sobre la mesa y escrutó de cerca la boca despectiva y los pómulos altos de ceniza—. Oiga, ¿cómo es?

—¿Quién, yo?

—El otro, el muerto.

—No le he visto la cara. Parecía alto y flaco. Tú deberías acordarte.

—No quiero acordarme. No quiero verle.

—Lo siento, no hay más remedio.

Evocó la niña postrada en la cama del hospital, las ascuas de sus ojos mirando el techo, las piernas abiertas y rígidas bajo la sábana.

—Un día me dijiste, llorando de rabia, que te gustaría verle muerto.

—Un día un día, yo qué sé qué dije un día.

Sólo podía verle todavía sentado junto al fuego, siempre atizando las brasas con un palo, el zurrón a la espalda y la cabeza hundida entre las solapas alzadas del abrigo. ¿Alto y flaco? No llegó a verle de pie, no le dio tiempo a nada. Ella cruzaba el descampado cara al viento con la capilla de la Virgen apoyada en la cadera y se acercó al fuego a calentarse las manos; siempre que venía de casa de doña Conxa se paraba allí un rato a conversar con un viejo vagabundo que recogía vidrios y metales con un carrito de madera negra de piano adornado con calcomanías, recortes de Betty Boop y anillos de puro; o con los chicos del Guinardó que cazaban gatos en los escombros y que la secuestraban un ratito en la destartalada cabina del camión ruso, un esqueleto herrumbroso sin ruedas ni motor. Pero esa noche no estaban sus amigos y el hombre sentado a la lumbre no era el vagabundo conocido; cuando se volvió a mirarla, ya tenía la navaja en la mano y decía con la voz rasposa: «No grites. Siéntate aquí». La estuvo mirando un rato y luego le dijo que se tumbara junto al fuego y le levantó la falda. El hombre arrojó puñados de tierra al fuego hasta casi apagarlo, pero luego, mientras duró aquello, el viento lo avivó y brotaron las llamas otra vez; ella las veía rebrincar con la mejilla aplastada contra el polvo, la punta de la navaja en el cuello. Escupió en los ojos turbios del perdulario y en su boca sin dientes que olía a habas crudas y era resbalosa y blanda como un sapo. Una mano renegrida y temblorosa acariciaba su pelo.

Rosita sacudió el borde de la falda y se levantó. «Voy a hacer un pis», dijo. Entró en la bodega y tardaba en volver. El inspector miró adentro por encima del hombro y la vio hablando con el carbonero. El sujeto recostaba la recta espalda contra el mostrador y tenía los pulgares engarfiados chulescamente en la faja. El hollín enmascaraba su edad, observó el inspector; era casi un niño.

—Veo que conoces a mucha gente del barrio —dijo cuando Rosita salió.

—Huy. ¿No sabe que soy un gato callejero?

Frotaba un tizne en la cara con el dedo ensalivado y lanzó al inspector una mirada repentinamente estrábica, torva y dulce a la vez:

—¿Piensa esperarme aquí o se dará una vuelta?

Cruzó la calzada corriendo, los calcetines bamboleándose en torno a los rasguñados tobillos.

El inspector pagó y se fue. Le tenía ganas a la calle estrecha y en pendiente que enfiló envarado, las manos cruzadas a la espalda, la calle donde una noche de verano que pasaba por aquí zarandeó a un vecino que le salió respondón, en zapatillas y con la chaqueta del pijama, orinando tranquilamente, como si estuviera en su casa, contra el Peñón estampillado en la esquina… Que no se había fijado, perdone, se excusó, y luego, ya con la cara inflada: que él se meaba en la Gran Bretaña, señor, que hiciera el favor de entenderlo. No hacía cuatro años y al inspector le parecía un siglo.

Sintió un nuevo calambre en el intestino e inmediatamente la ascensión cosquilleante, literalmente risible, del inestable atributo. En cuanto al famoso estómago de hierro, estaba trabado y enmohecido, roído por la floración gástrica de sus viejos humores. Pero no paró hasta llegar a la plaza arbolada, en cuya fuente pública hizo algunas flexiones, sin resultado, mientras se inclinaba simulando beber agua. El sol en declive se volvía cobrizo entre el ramaje verde y espeso de los plátanos. Había hombres charlando en la puerta del bar Comulada y un grupo de tranviarios discutía en la parada frente al kiosco. «Portugal es el único país que quiere jugar con nosotros», se lamentó alguien. «Porque ya no somos nada», comentó otro.

Nunca había visto a tantas personas leyendo el diario en la parada del tranvía. Compró La Vanguardia y la hojeó caminando cautelosamente. En el vestíbulo del cine, tres ancianos tomaban el sol sentados en banquetas frente a una escupidera de loza. En La Coruña, decían los titulares, España vence a Portugal por 4 a 2.

El inspector caminaba cachazudo con el diario en el sobaco y las manos sonsas en los desbocados bolsillos de la americana. Se diluían en su mente otros titulares de la primera plana cuando se paró ante el escaparate de una tienda de muebles que exhibía un dormitorio nupcial completo. Episodios culminantes de la guerra que ha terminado. Había algo raro allí tras el cristal ofreciéndose solapadamente a los novios, un guiño mercachifle de connivencia vernácula, un ritual de colores abolido.

El inspector examinó detenidamente la cama de matrimonio con el edredón color pastel y los pequeños cojines de adorno, las dos mesitas de noche y el armario de luna; en una de las mesitas ardía tontamente la lámpara de pantalla rosa satinada. Rendición total e incondicional de Alemania. Luego veré quién ha marcado los goles, pensó, es lo único que vale la pena leer… En los dormitorios de la memoria más profunda, en el viejo laberinto de sus primeras inspecciones y registros en los hogares del barrio, siempre había, al otro lado de la cama, una mujer joven vestida de luto mirándole con ojos de odio. Había también aquí, en la mesita de noche, una fotografía de Charles Boyer y Heddy Lamarr en un portarretratos plateado, el despertador, revistas y una rosa mustia en un esbelto búcaro de cristal violeta. Sobre la alfombra dormitaba un gato negro y, extendidos al borde de la cama, un pijama y un camisón esperaban a los cónyuges como espantapájaros abatidos. El inspector sintió el testículo aplomarse en su pellejo suavemente.

Entonces fijó su atención en el cojín con franjas amarillas y rojas tirado sobre la cama. Entró en la tienda y un hombre de cara chupada que vestía guardapolvo gris acudió obsequioso a su encuentro. El inspector se llevó la mano a la solapa y dejó entrever la chapa.

—¿Es usted el dueño? —dijo sin mirarle—. Haga el favor de retirar eso.

El hombre palideció. Se apresuró a retirar el cojín de la cama, excusándose: «No irá usted a pensar… Se trata de una casualidad, por los colores», farfulló. Miraba el cojín emblemático en sus manos y le daba vueltas como si fuera un extraño artilugio cuya utilidad le resultara un enigma. «Y tiene tantas franjas y son tan estrechas que quién iba a pensar…».

—Aun así lléveselo. ¿No me oye?

—Claro, faltaría más. Con su permiso —tartajeó el dueño escurriéndose hacia el fondo del local—. Hay tanta variedad de modelos… Una distracción del fabricante, sin mala intención.

El inspector le había vuelto la espalda y hojeaba las revistas de la mesita. Luego echó un vistazo alrededor y se quedó mirando la cama ancha y confortable y sonrió para sus adentros. Se vio tumbado allí con el caramelo del adiós en la boca, la cabeza ensangrentada reposando sobre el cojín separatista y la gente agolpándose ante el escaparate, mirando atónita el cadáver y el emblema palado. El gato abandonó repentinamente la alfombra y se deslizó bajo la cama.

—No había caído, perdone —regresó el dueño apurado, conciliador—. Y es que lleva muchas franjas, ¿se ha fijado usted?, más de cuatro. No es lo que parece, no señor, no era mi intención, Dios me libre…

—Cállese o le parto la boca —dijo el inspector distraídamente.

Cogió el despertador y lo puso en hora, le dio cuerda y lo dejó en su sitio. No volvió a mirar al hombre ni una sola vez y en la puerta, antes de salir, se paró golpeándose la rodilla con el diario enrollado:

—Barra más o barra menos, es lo mismo. Majadero. La próxima vez le cierro el negocio.

Poco después cruzaba otra plaza desierta, subiendo, espoleándose con el diario plegado. Dos grises patrullaban por la calle San Salvador, frente a la torrecita rosada del viejo Sucre. En el recuerdo compulsivo del inspector humeaba una colilla de Tritón aplastada contra la pelambrera gris de una mejilla yerta y chamuscada; ardía en su mano el periódico enrollado y la llama lamía la planta del pie. Escuchó pasos a la carrera en la esquina pero no vio nada, respiró un fuerte aroma a establo al pasar por delante de la vaquería, oyó repicar la campanilla de la puerta de la farmacia. Consultó su reloj y fue en busca de la niña.

—Ya se ha ido —dijo la vieja sirvienta detrás de la puerta entornada y la verja de lanzas—. ¿Quién es usted?

El inspector no se identificó por no alarmarla; dijo que venía de la Casa de Familia, de ver a la directora. La vieja lo miraba con recelo.

—Hoy ha despachado la faena de mala manera —se lamentó—. Trabajadora ya es, pero cuando se le tuerce el morro…

—¿Y adónde ha ido?

—A llevarle la capilla a la sorda, como es su obligación —respondió desdeñosa—. Pero vaya usted a saber. Seguro que anda por ahí con esa pandilla de charnegos…

El inspector la interrumpió de nuevo: «¿Se refiere a una señora de la calle Cerdeña que llaman la Betibú?», y ella asintió con sonrisa meliflua: «Otra que tal baila. ¿Para qué querrá a la Virgen en su dormitorio esa pelandusca? No será para rezarle, digo yo…».

El inspector se despidió dando las gracias.