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El inspector tropezó consigo mismo en el umbral del sueño y se dijo adiós, pedazo de animal, vete al infierno. Desde el bordillo de la acera, antes de cruzar la calle, miró por última vez la desflecada palma amarilla y la ramita de laurel sujetas a los hierros oxidados del balcón, pudriéndose día tras día amarradas a los sueños de indulgencia y remisión que anidaban todavía en el interior del Hogar. Siempre sospechó que el infierno empezaba aquí, tras los humildes emblemas pascuales uncidos a esa herrumbre familiar.
Este escarpado y promiscuo escenario de La Salud nunca había sido para él un simple marco de sus funciones de policía, sino el motor mismo de tales funciones. Habían pasado tres años desde su traslado y otras competencias lo alejaron del barrio, pero nunca logró desconectar su imaginación sensorial y su belicoso olfato de estas calles enrevesadas y de su vecindario melindroso, versado en la ocultación y la maulería. En el recuerdo enquistado de rutinarias inspecciones y registros domiciliarios persistía un cálido aroma a ropa planchada y almidonada, a festividad clandestina y vernácula, ilegal y catalanufa.
Conminado desde hacía rato por un peso en el corazón, el inspector abrió los ojos sentado en el recibidor celeste tachonado de estrellas de púrpura, ciertamente nada apropiado como antesala del infierno. Sintió en el vientre la culebra de frío enroscándose y miró el revólver en su mano como si descifrara un sueño. Habría jurado que le quitó el seguro. El frío de la culata no lo sentía en la palma, sino en el corazón, y, por un instante, el ansiado fervor de la pólvora le nubló la mente. Volvió a su boca el sabor mansurrón a eucalipto del caramelo olvidado entre el paladar y la lengua, menguado ya su tamaño hasta el sarcasmo: más o menos del calibre 9 milímetros, calculó taciturno. Deslizó el arma en la funda sobaquera y se levantó de la silla empapado en sudor.
Llevaba una eternidad esperando bajo aquel cielo de Belén pintado por las huérfanas en las últimas Navidades. La niña descalza que abrió la puerta y lo saludó con voz de trompetilla, había desembarazado la silla de madejas de lana para que él se sentara y lo había espiado maliciosamente en el espejo del perchero mientras simulaba enderezar los toscos uniformes mal colgados, con sus cuellos y puños todavía calientes de almidón; luego, obsequiándole con una tos perruna tan seca y espantosa que parecía falsa, de rechifla, había echado a correr por el pasillo hacia el estallido de sol y de risas en la galería. El inspector se adormiló concienzudamente en la penumbra azul. Pudo distinguir más tarde, entre el parloteo de las huérfanas y el rumor de colchones sacudidos, la vocecita resabiada de la niña:
«Es él, señora directora. Está sentado en el recibidor y parece un sapo dormido. Habla en sueños y dice palabrotas y tiene la cara verde como el veneno». Nuevo alboroto en la cuadrilla de la limpieza y casi en el acto el graznido autoritario de la directora imponiendo silencio: «Te he dicho mil veces que no friegues descalza, Puri. Qué querrá ahora este pelma desgraciado…».
El inspector recibió el doble insulto de su cuñada con un bostezo. Presentía la espiral del escalofrío en la ingle y evitó su propia imagen en el espejo contemplando a la Virgen de Fátima que presidía la salita-paraíso desde su hornacina en el rincón, entre dos vasos con rosas y velitas chisporroteantes.
Puri volvió acarreando un cubo de agua.
—Dice la directora que bueno. Que pase.
En la galería trabajaban las huérfanas con pañuelos liados a la cabeza, chismorreando nimbadas de luz, muertas de la risa. Algunas, sentadas de cara a las rotas vidrieras, el cojín cilíndrico entre los muslos, hacían encaje de bolillos. Vieron al inspector parado de perfil en mitad del pasillo, mirándolas por encima del hombro. «¡Buenas tardes, señor inspector!», entonaron a coro. Inmóvil, la mano en el costado flatulento, él calibró un instante su risueño descaro, el pubertinaje de sus voces melifluas. No vio a Pilarín, o no supo verla. Luego entró en el comedor.
La directora se afanaba en torno a la larga mesa y las sillas de enea desencoladas, sacudiéndolas con una gamuza.
—Aún no te han jubilado y ya empiezas a no saber adónde ir —dijo sin volverse—. ¿Qué quieres?
—¿Mi mujer no ha venido?
—Fue a un recado. —Acentuando el tono de reproche, su cuñada añadió—: Y no pienso discutir, si vienes a eso. Pili se queda aquí. No volverás a ponerle la mano encima.
—Merche la convencerá para que vuelva a casa.
—Tu mujer no hará eso.
—Si yo se lo mando, lo hará.
—Tú has dejado de mandar, al menos en tu casa.
Flaca y apergaminada, sobre la negra blusa camisera lucía el cordón morado de alguna promesa. Que nunca jamás las huérfanas vuelvan a pasar hambre y frío como en el último invierno, pensó el inspector, que nunca jamás ninguna de ellas tenga que sufrir una vejación tan horrible como la de Rosita o una paliza como la de Pili…
—Traigo tebeos —dijo el inspector—. ¿Ya habéis comido?
—Si quieres que te diga la verdad, no estoy muy segura. Pero tebeos no, a eso no hemos llegado, todavía.
—Siempre te estás quejando, puñeta.
—Bueno, ¿a qué has venido?
Seguía sacudiendo sillas y arrimándolas a la mesa. El inspector no decía nada y ella lo miró de refilón. Constató la dejadez de su persona, el cuello sobado de la camisa, la raída americana de desfondados bolsillos; sobre todo, las mejillas mal rasuradas y con arañazos. Pensó en su descalabrado estómago y en sus insomnios y dijo:
—Tienes mala cara.
—Nunca me sentí mejor.
—Mi hermana ya no sabe qué hacer contigo.
—No me extraña —gruñó el inspector—. Pasa más tiempo aquí que en casa.
Inició un bostezo lento y falaz, supuestamente saludable, pero de pronto imaginó el desgarro en la boca causado por la bala y el agobio de la sangre, y volvió la cara. Desde hacía seis meses dormía poco y malamente, revolcándose en un pedregal y chafándose los brazos roídos por una carcoma, pesados como leños. Anoche llegaron a torturarle tanto, que en sueños deseó cortárselos con un hacha; esta mañana al afeitarse aún no le obedecían del todo, como si fuesen los brazos de otro. Sin embargo, por muy jodido que estuviera, con resaca, la tensión alta y la moral en los talones, frente a este cardo borriquero vestida de exvoto se sentía fresco como una rosa.
El inspector sacó del bolsillo la bolsa de caramelos, algunos tebeos y cancioneros enrollados. La bolsa cerraba con un lacito rojo que su cuñada, de un rápido vistazo, reconoció de la pastelería Montserrat, en la vecina calle Asturias. Las huérfanas aprovechaban estas cintas para sujetarse las trenzas y adornar las palmas del balcón. Cuidadosamente, el inspector dejó los regalos sobre la mesa.
—No he venido para hablar de esa mosquita muerta —comenzó a decir, y se paró a pensarlo—. Ya me ocuparé de ella en otro momento…
—Déjame decirte una cosa —lo interrumpió su cuñada—. La niña no necesita que te ocupes de ella para nada. ¿Estamos?
La directora rodeó la mesa y al pasar junto a él captó el tufo a cuero sudado de su sobaco izquierdo. Sus nervios dieron un respingo y vio otra vez a Pilarín cubriéndose la cabeza con los brazos y al inspector abofeteándola en mangas de camisa, luciendo sus negros correajes, furioso y encorsetado como una bestia ortopédica. Apartó los caramelos y los tebeos y pasó la gamuza antes de poner el tapete blanco y encima el jarrón. Luego se dirigió al aparador.
—En casa nunca se la trató como una criada —dijo el inspector—, sino como una hija. Ése fue el error.
—Está bien. ¿Algo más?
—Error tuyo y de Merche.
—No me levantes la voz. No estás en la comisaría.
Era un martes por la tarde y hacía un calor sofocante. Ella temía que su cuñado se quitara la americana mostrando aquella horrible funda sobaquera, como solía hacer dos veranos antes, cuando venía con Merche y traían ropa usada para las huérfanas y algún bote de confitura… Pero entonces era otro hombre.
—Tu mujer ha ido por unos patrones —dijo—. Está enseñando a hacer encaje a las niñas.
El inspector permanecía quieto junto a la mesa, mirando el jarrón. Adivinó la mano de su mujer en la disposición de los lirios y en el diseño del tapete. Recordó que al mes de casado, el piso ya estaba lleno de tapetitos como éste; incluso le hizo uno, diminuto, para el palillero de su mesita de noche. Nunca pudo leer el diario en la cama sin hurgarse los dientes. Y siempre por toda la casa aquel alegre gorjeo de los bolillos, como si vivieran en una pajarería…
Finalmente el inspector dijo:
—Vengo por Rosita. Han cogido al hombre que la violó.
Por segunda vez en menos de una hora sintió el dedo helado hurgando en su ingle y, casi en el acto, el testículo engullido velozmente por algún intestino, subiendo tripas arriba hasta alcanzar una altura que parecía superior a la de otras veces.
Su cuñada se había vuelto y lo miraba asustada.
—¿Estás seguro? ¿De verdad es él?
—Yo no he llevado el asunto. Pero seguro.
Ella no le quitaba ojo. Observó el furor dormido de sus pómulos altos, sembrados de negras espinillas.
—¿Y qué quieres de Rosita? No veo la necesidad de decírselo.
—Tú nunca ves nada —gruñó el inspector volviéndole la espalda—. La niña tiene que identificarlo. Vengo para llevarla al Clínico.
—¿Al Clínico?
—Está muerto.
El inspector se paseaba como si tuviera los tobillos atados. Si camino un poco, bajará, pensó sin desanimarse, y empuñó los tebeos enrollados y se daba golpecitos en el flato. Explicó que esta madrugada lo habían encontrado tirado en un callejón del Guinardó, con el cuello roto y apestando a vino; un perdulario, un muerto de hambre. En Jefatura creían que podía ser el mismo degenerado que ultrajó a Rosita.
—Es un momento —añadió—. Yo estaré a su lado.
—Pero qué más da, si está muerto. Dios le haya perdonado. Sea o no sea, qué puede importarle a la criatura.
El inspector se abanicó enérgicamente con los tebeos.
—El asunto ha de quedar resuelto y archivado —dijo.
Su cuñada refunfuñó y fue a sentarse en la silla junto a una gran caja de cartón llena de ropa aparentemente inservible, un revoltijo de cuellos y puños de camisa. El inspector siempre se había admirado de los milagros que hacía esta bruja solterona para alimentar y vestir a las huérfanas. La vio escoger algunas piezas y examinarlas detenidamente, amohinada, forzando la vista.
—Podrías ahorrarle un espectáculo tan desagradable, vaya —murmuró.
El inspector esperó callado, abanicándose, la otra mano en el derrengado bolsillo de la americana, el testículo todavía encaramado melancólicamente en algún altísimo recodo de las tripas. ¿Y si ya no bajara nunca?, se le ocurrió. Lo encontrarían allí arriba al practicarle la autopsia… Una dolencia de nombre extraño, según le dijo en cierta ocasión un sanitario del Cuerpo, con guasa: «Suele darse en los niños de pecho».
—Pues no me gusta que vaya, no señor —decía la directora—. ¿Por qué crees que la mandé con las monjas después de aquello? Le ha costado mucho recuperarse, más de un año. Es una crueldad que vea a este hombre y tú deberías impedirlo.
—Yo no sé nada —gruñó el inspector—. Yo la orden que tengo es de llevarla al depósito del Clínico.
Volvió a dejar los tebeos sobre la mesa. El sudor había chupado la tinta y tenía los dedos tiznados. Arrugando la nariz explicó que, en estos casos, al muerto lo suelen «arreglar» antes de proceder a su identificación, de modo que estuviera presentable, precisando: «Lo lavan con jabón y una esponja». No quiso ahorrarle a su cuñada ningún detalle: Rosita lo vería limpio de sangre, mugre y piojos, e incluso peinado y afeitado.
—No somos tan bestias.
—Es tu trabajo y te gusta, y allá tú —dijo ella—. Nunca has servido para otra cosa, y ya eres viejo. Pero Rosita es todavía una niña. ¿Y si no quiere ir? No creas que se la maneja así como así.
—Que venga. Hablaré con ella.
—No está.
Rosita tenía mucho trabajo, compromisos que no podía eludir: «Aquí no vivimos del aire, señor mío», entonó mientras descosía el cuello de una camisa. Su ojo rapiñoso y acusador fulminó los hombros de su cuñado sucios de caspa. De las niñas que trabajaban fuera de la Casa, prosiguió, Rosita era la más activa y eficiente y su aportación a la economía doméstica resultaba decisiva a final de mes. Justamente los martes por la tarde apenas disponía de tiempo, a veces no volvía de hacer faenas hasta las diez de la noche.
—Lo tendré en cuenta —dijo el inspector—. ¿Dónde está ahora?
Había ido a la parroquia con Juana y Carmen a entregar la mantelería lavada y planchada y de paso a rezarle a la Virgen: «Si frecuentaras más la iglesia sabrías que estamos en el mes de María». El inspector se disponía a irse y ella se levantó cogiéndole de la manga.
—Espera —dijo, y lo miró compungida—. No la dejes sola en el depósito. Y luego me la traes aquí…
—Luego no sé qué haré, maldita sea.
—Calla, no empieces a despotricar. Mira cómo vas.
Su mano reseca y enérgica había empezado a sacudir las solapas y ahora forcejeaba con el botón flojo y el ojal desbocado de la americana. Luego lo examinó con cierta condescendencia.
Era un hombre corpulento y de caderas fofas, sanguíneo, cargado de hombros y con la cabeza vencida levemente hacia atrás en un gesto de dolorido desdén, como si lo aquejara una torcedura en el cogote o una flojera.
—No tienes arreglo ni quieres tenerlo, eso es lo que te pasa —dijo su cuñada viéndole ir hacia la puerta—. Le diré a Merche que has venido.
El inspector se volvió e intentó sonreír: «Mejor dile que me he muerto». Entonces le vino otra vez a la boca el sabor de la sangre y reprimió el deseo de escupir. Se fue carraspeando por el pasillo.