Capítulo XIV
Sería un largo viaje a caballo. En una ocasión, Sean había recorrido la distancia en menos de un día, apresurándose para responder a mi urgente llamada de ayuda. Pero con el niño, habría que parar a lo largo del camino, alimentarlo y dejarle descansar, y también yo me cansaría más rápido, pues lo llevaba cargado a la espalda. Un carro era impensable, demasiado lento, y demasiado difícil de maniobrar y de defender en los angostos caminos.
Entregamos a Liam al descanso eterno al anochecer, bajo los grandes robles de Sieteaguas. Enviamos mensajes discretos; Conor estaba de camino, pero había salido de viaje, y no pudo llegar a tiempo. Padriac había abandonado el hogar de Seamus Barbarroja en Glencarnagh; quizá se hubiera embarcado ya en algún nuevo viaje a tierras lejanas. Sus visitas eran escasas; jamás había querido tomar parte en el cuidado de las tierras y la comunidad. Pero era triste que ningún hermano, que tampoco la hermana, se despidieran del severo jefe a la débil luz del atardecer bajo los viejos árboles.
Encendimos una hoguera y quemamos árnica y agujas de pino. Sean habló de la fuerza y el valor de nuestro tío, de su dedicación a la familia y la túath. La gente de la casa y de la aldea atendía en silencio. Fue un adiós sombrío para tan gran hombre; con el tiempo, quizá pudiéramos celebrar su vida y su muerte reuniendo a todos y con la fiesta y la música que merecía. Pero aún no. Aquéllos eran tiempos peligrosos, y las noticias de su muerte repentina no podían difundirse indiscriminadamente.
Después bebimos una jarra de cerveza en silencio, alrededor del fuego de las cocinas. Fuera, un terrible bramido rasgó el cielo nocturno, el mismo aullido de pena y abandono que reverberaba en el vacío de nuestros propios corazones. Aquel lamento prosiguió hasta que me empezó a vibrar la cabeza y ya no pude contener las lágrimas. Entonces Sean se levantó, fue a la puerta y gritó a la oscuridad:
—¡Neassa! ¡Broc! ¡Basta ya! ¡Hala, pasad adentro los dos!
Y al cabo de un rato, los aullidos cesaron, y los dos perros lobo de mi tío regresaron de la oscuridad, con las bigotudas cabezas gachas, los rabos entre las piernas. Sean se volvió a sentar, y los perros se le acercaron, uno se le colocó a la derecha, y el otro a la izquierda. En ese momento, así lo creo, mi hermano se convirtió en señor de Sieteaguas.
Johnny y yo estábamos listos al alba, y Sean salió a las escaleras para despedirnos. Yo montaba la extraña y pequeña yegua que había pertenecido al Hombre Pintado, y me pareció que mostraba unas ganas de salir que excedían la emoción del ejercicio y el aire fresco. Fiacha esperaba en un poste cercano, con la cabeza ladeada. Al mirarlo, los caballos se inquietaban.
—Te lo agradezco, Liadan —balbuceó mi hermano—. Tráela aquí, si puedes. Y dile a Eamonn que necesito hablar con él. Tendrás que darle la noticia de la muerte de Liam. Después de eso, seguro que verá la necesidad urgente de un nuevo consejo. La alianza debe reagruparse, y con rapidez. Tengo que establecer mi propio lugar; dejar claro que soy mi propio hombre. Pídele que venga a verme. Pero primero, asegúrate de que Aisling está bien.
—Haré lo que pueda. Ahora debemos irnos. Es un largo viaje. Adiós, Sean. Que la diosa ilumine tu camino.
—Que tengas buen viaje, Liadan.
* * *
Llevó un día y una noche y parte de la mañana siguiente, y a cada paso deseé ir más rápido, y me rechinaron los dientes cada vez que mi hijo se despertaba y lloraba y teníamos que volver a parar para atender sus necesidades. Me tragué las palabras de frustración cuando mis hombres de armas me dijeron que lord Sean había insistido en que paráramos para dormir, al menos un rato, y en que me prepararan una buena comida. Una dama no viajaba a pelo, como podía hacerlo un guerrero. Así que prepararon un pequeño refugio para mí y el niño, y montaron guardia mientras yo me quedaba allí tumbada, con los ojos como platos, observando las nubéculas cruzar el rostro de la luna menguante. Y en la mañana del segundo día atravesamos la pasarela hasta Sídhe Dubh, con Fiacha sobrevolando con las alas negras extendidas.
Habíamos atravesado los puestos de guardia externos sin grandes dificultades. Los hombres me conocían, y reconocieron a mis hombres de armas, que llevaban la túnica de Sieteaguas y su escudo de dos eslabones entrelazados. Nos dejaron pasar sin otro gesto que una mirada al cielo hacia los círculos y graznidos de Fiacha. Tampoco nos obligaron a dar la vuelta a la entrada de la pasarela. Pero uno de los guardias sacudió la cabeza, y dijo:
—No os van a permitir entrar. No está dejando pasar a nadie, y no hará excepciones, ni por una dama. —Había algo en su tono que sugería que no estaba del todo cómodo con la situación. Pero claramente cumplía órdenes.
Así que cruzamos hasta la puerta interna, la entrada al largo y curvo pasaje subterráneo que conducía al patio de paredes circulares. Como antes, había dos guardias muy grandes con hachas en las manos, y dos enormes perros negros que gruñían.
—¡Identificaos!
Los guardias dieron un paso al frente y los perros tiraron de sus cadenas.
—La dama Liadan de Sieteaguas ha venido a ver a la hija de la casa —respondió el jefe de mi escolta—. Somos todos de esa casa, y me sorprende que no nos reconozcas, Garbhan, pues hace menos de una estación que compartimos una jarra de cerveza en el salón. Abridnos la puerta. La dama viene de lejos y está cansada.
—No se admite a nadie. No se hacen excepciones.
—No estoy seguro de si lo has entendido. —Mi hombre hablaba con voz segura; la mano merodeaba junto a la empuñadura de la espada—. La dama ha venido a visitar a su amiga. Lleva un niño pequeño, como ves. Es la hermana de Sean de Sieteaguas. Si hay alguna duda, haz llamar por favor a la dama Aisling. Estoy seguro de que dará la bienvenida a nuestra comitiva.
—No se hacen excepciones. Órdenes del señor Eamonn. Ahora largaos, antes de que os suelte a los perros.
Los perros parecían ansiosos por atacarnos. Fiacha revoloteó a su alrededor, justo en el límite de su alcance, los perros intentaban atraparlo entre sus fauces y el cuervo repitió la maniobra acompañada de graznidos desafiantes. Johnny se despertó y empezó a llorar.
Adelanté mi pequeña yegua.
—Dejadme esto a mí —les dije a mis hombres. Probé con el tono de voz que Liam habría empleado—. Ve a buscar al señor Eamonn —dije—. A mí querrá verme. Dile que ha venido Liadan, y que tengo que hablar con él. Dile que tengo información para él, y que es importante. No voy a aceptar un no por respuesta.
—No sé, mi señora. El señor Eamonn no debe ser molestado, y dijo que sin excepciones.
Fiacha pasó volando, tan cerca de la cara del hombre que el letal pico habría podido sacarle un ojo.
—Díselo.
—Sí, mi señora.
Esperamos. Eamonn no bajó, pero al cabo de un rato el guardia regresó, abrió cadena y puerta y dejamos atrás los perros babeantes para subir por el pasadizo hasta el patio. Había muchos, muchos guardias, todos arriba. Suficientes, pensé sombría, para mantener a raya al más difícil de los prisioneros. En el fondo de mi corazón sabía que Bran estaba allí, en alguna parte. Debía de seguir vivo, y ser capaz de escapar, ¿por qué si no mantener la presencia de tantos hombres armados? Cuando salimos a la luz, el patio bullía con ellos. En la entrada de la casa estaba Eamonn, con aspecto distante y severo. Bajó para ayudarme a desmontar. Johnny aullaba, y el pájaro añadía su característica voz al escándalo.
—Liadan —me saludó Eamonn con notable ceño—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Qué tipo de bienvenida es ésa para una amiga? —le pregunté—. Estamos cansados, y tengo que atender al niño.
—¿Por qué has venido?
Mis hombres de armas habían desmontado, y estaban escuchando.
—Tengo noticias que darte, Eamonn. Noticias muy importantes que debo comunicarte en privado. Y tengo que ver a Aisling. Quizá puedas disponer algo de cerveza para mis hombres y un lugar tranquilo para atender al niño como es debido. Después, cuando te parezca conveniente, tengo que hablar contigo a solas.
Cuando se dio la vuelta para dar órdenes, y para dispersar a la pequeña multitud que se había congregado, vi que se movía con cuidado, como un hombre que no se hubiera acabado de recuperar de una herida grave, una puñalada, por ejemplo. Llegó una sirvienta para guiarme y buscarme un rincón tranquilo en el que cambiar y alimentar a mi hijo. Trajeron comida y bebida en una bandeja. No había señal de Aisling y yo no pregunté.
Pasó el tiempo. Johnny había saciado su apetito y estaba tranquilo, y el sol recorría su trayectoria fuera de las estrechas ventanas. La sirvienta regresó con otras dos, admiraron al niño, le hicieron unas carantoñas y me ofrecieron llevárselo un rato para que yo pudiera descansar.
—Quiero ver a Aisling —dije—. ¿Está aquí?
—Mi señora no está bien. No creo que quiera ver a nadie —dijo la mujer más mayor, que sostenía a Johnny en brazos.
—Podría ayudar —sugerí—. Poseo facultades curativas. ¿Cuál es el problema?
—Mejor preguntadle al señor Eamonn.
—Pero…
—Mejor preguntadle a él.
A regañadientes, consentí en que se llevaran a Johnny a las cocinas, pues parecía feliz en su compañía, y yo estaba cansada, y algo perdida. Fiacha voló tras ellas, para considerable alarma de las mujeres. Con aquel guardián, razoné, mi hijo estaba a salvo por el momento. Miré por la ventana, al patio, esforzándome para detectar algo inusual, algo que sugiriera que había prisioneros especiales en la fortaleza. Pero aparte de la presencia de muchos hombres armados, nada llamaba la atención.
Al final Eamonn envió a buscarme. Estaba en el salón, sentado en su silla de roble, y en cuanto se marchó el sirviente, nos quedamos solos.
—Bueno, Liadan. Por favor, toma asiento. ¿Una copa de vino? Este viene desde Armórica. Es excelente. No esperaba tu visita. No es buen momento.
—Para estas noticias nunca es buen momento. Mi tío Liam ha muerto. Asesinado por los britanos, de camino a su reunión con los Uí Néill. Alguien nos ha traicionado, y la alianza se ha debilitado mucho. Sean me rogó que viniera a traerte yo misma las malas nuevas, y a pedirte que me dejes regresar con Aisling, pues necesita su apoyo. Y quiere hablar contigo urgentemente.
—Ya veo. —Su expresión de conmoción y preocupación parecía completamente genuina—. Es muy grave, sin duda. ¿Cuándo ha ocurrido?
—Hace unos días. Sean quiere mantenerlo en secreto, por razones obvias. Hemos enviado un mensajero a tu abuelo, y yo he venido a decírtelo a ti. Más no sabemos, pero en cuanto Northwoods decida hacer público su golpe, los enemigos de la alianza podrían intentar atacarnos.
Arqueó las cejas.
—No sabía que estabas tan al día de estrategias y acuerdos, Liadan.
—Aprendo rápido —contesté.
—Aisling no puede ir a Sieteaguas. Está… indispuesta.
—¿Puedo verla? Si está enferma, podría ayudarla.
—Esta vez no. Me temo que no vas a poder verla, y desde luego ella no puede viajar.
—Pues será porque esté gravemente enferma. Soy curandera, Eamonn. Deberías permitirme atenderla. Aisling es mi amiga, y la prometida de mi hermano. Deberías dejarme ayudarla, si puedo.
—No vas a quedarte el tiempo suficiente para ayudar. No puedo tener invitados en la casa. Aisling se recuperará bien sin tu ayuda. Sencillamente ha sido… testaruda, y ha decidido caer enferma. No puedes verla.
No respondí. La conversación se estaba convirtiendo en una especie de juego. Un pequeño riesgo aquí, una mínima ganancia allí. Era difícil hacer movimientos estratégicos cuando no se conocían las reglas.
—Dile a Sean que Aisling no puede hacer el viaje —dijo—. Dale mi pésame. —Se puso en pie para marcharse, y hubo otro silencio incómodo—. Necesitarás dormir una noche, supongo, antes de volver a casa. Me sorprende que hayas traído a tu hijo todo el viaje, Liadan. Aun así, parece haberlo soportado bien.
—Descubrirás por ti mismo que la escoria de las alcantarillas tiene una sorprendente fuerza interior —repuse con toda la calma del mundo—. Una capacidad de resistencia más allá de lo común.
Le llevó un momento reaccionar.
—¿Qué es lo que has dicho?
—Estoy aquí para negociar contigo, Eamonn. He venido para comprar tus prisioneros.
Pensaba que era pálido, pero tras aquello parecía llevar una máscara mortuoria.
—Ya… veo —respondió con cautela—. ¿Sabe tu hermano de esta aventura tuya?
—Sean no conoce mis intenciones —contesté, y el corazón empezó a latirme desbocado—. Pero sabe que estoy aquí, y espera que regrese pronto, con o sin Aisling.
—¿Y cuáles son esos prisioneros que tienes en mente?
—No hace falta que juegues conmigo, Eamonn. Hablo del Hombre Pintado, y del otro de su banda que tienes cautivo. Estoy aquí para hacer un trato contigo, para que me los entregues y nos permitas salir incólumes de Sídhe Dubh.
—¿Trato? ¿Qué trato?
—Un intercambio. Estoy segura de que has hecho muchos otros antes.
—Me sorprendes, Liadan. Incluso después de lo que ha ocurrido entre nosotros, seguía considerándote sensata. Ese hombre es malvado, un azote, jamás debería volver a estar suelto. Y no lo estará. Ahora dime —y se detuvo delante de mí y me puso las manos sobre los hombros. Yo inspiré profundamente y me obligué a no estremecerme—, ¿cómo has sabido que estaba aquí? ¿Cómo has descubierto tal cosa? No lo sabía nadie.
—Por lo menos no finges que lo tienes cautivo. Supongo que tu sentido del orgullo te lo impide. La fuente de mi información es confidencial. Pero al menos otro miembro de Sieteaguas posee toda la información, y la revelará si me sobreviene algún daño.
—¿Daño? ¿Por qué tendría que hacerte daño? No eres ninguna amenaza para mí, y además… no, dejemos de lado los sentimentalismos. Te lo voy a exponer con claridad, Liadan. A nadie le importa si ese hombre vive o muere. Podrías decirle al mundo que lo he retenido prisionero, que lo he torturado y que lo he molido a palos, y que tengo intención de ejecutarlo. Nadie movería un dedo para ayudarle. Es un forajido, no tiene esperanzas.
—Te equivocas —respondí suavemente—. Ni te imaginas hasta qué punto. Un hombre como él es capaz de comandar grandes lealtades, como descubrirás a tu propia costa.
—¡Ja! La lealtad de otras alimañas como él y de chicas confundidas, que encuentran una excitación perversa en los brazos de un monstruo de depravación. No puedo creer que te entregaras a él, cuando habrías podido…
—¿Cuando habría podido tenerte a ti? Lamento que te resulte imposible de creer, Eamonn, pues eso te ha llenado de amargura, hasta el punto de que no eres capaz de discernir lo que haces, ni por qué. Ese odio te está carcomiendo, de modo que hieres a tu familia y amigos, y tiendes una negra maldición sobre tu futuro. Aún no es tarde para retirarte. No del todo.
—Si me hubieses aceptado, mi camino habría sido distinto —repuso iracundo—. Si te disgusta aquello en lo que me he convertido, la culpa es únicamente tuya.
—Tú diriges tus acciones —contesté conteniendo la cólera—. Tú haces tus propias elecciones. Cada uno de nosotros cargamos con nuestra culpabilidad, por las decisiones tomadas u omitidas. —Vi una pequeña imagen de mi tío Liam, tumbado en el camino con una flecha en el pecho—. Puedes hacer que gobierne toda tu vida, o puedes dejarlo atrás, y avanzar. Sólo un loco permite que los celos determinen el curso de su existencia. Sólo los débiles culpan a otros de sus propios errores. Y ahora, ¿negociarás conmigo?
—No se me ocurre qué podrías ofrecerme —replicó estirado—. Pero supongo que siempre hay un servicio que una mujer puede proporcionar a un hombre. Y hubo un tiempo, no hace mucho, en que habría pagado no importa qué por poseer tu cuerpo. Habría pagado con mi orgullo, mi reputación y todo cuanto poseo. Pero ahora no. No ahora que lo tengo en mi poder. Verlo sufrir es infinitamente más gozoso para mí que una noche contigo en la cama. Aunque sería interesante hacerlo, sólo para verlo retorcerse. Por desgracia, ya no está para esas cosas.
—¿Qué quieres decir? —No pude evitar el temblor en la voz, y me pareció que Eamonn notaba mi alarma.
—¿Sabías que a tu héroe forajido le da miedo la oscuridad? ¿Que se vuelve de gelatina cuando lo encierras demasiado tiempo? Pues yo lo he descubierto. Me ha costado mucho. Guarda bien sus secretos. No lo vas a encontrar exactamente como lo dejaste, me temo. En cuanto al otro, tiene un aspecto bastante desaliñado.
Respira, Liadan.
—Creo que no me has entendido cuando he hablado de hacer un trato —le dije, y tomé un traguito de vino para tener algo que hacer con las manos, para que no me temblaran—. No es tanto una cuestión de lo que yo puedo ofrecer a cambio de su libertad. Es más de a qué estás tú dispuesto a renunciar para comprar mi silencio.
—¿Silencio? ¿Qué silencio? ¿Qué quieres decir?
—Poseo información que podría perjudicarte, Eamonn. Información que de llegar a oídos de mi hermano, o de Seamus, te excluirían de la alianza y provocarían que durante el resto de tu vida tuvieras que temer el ataque de un cuchillo por la espalda. Información que, de llegar a los Uí Néill, aseguraría que jamás volvieras a sentarte en un consejo con ellos. Y tus tierras están situadas en una posición geoestratégica algo incómoda. Justo en medio del tráfico que sale de Tirconnell. Deberías escucharme.
—No creo ni una palabra. —Volvió a sentarse, mirándome directamente—. ¿Cómo puedes tú tener información que tu hermano no sepa? Una chica, en casa con su hijo, encerrada en el corazón del bosque. Es un farol.
—Un farol. Bien, entremos en detalle. Y no olvides que la banda del Hombre Pintado posee numerosos secretos, y tiene una oreja en muchos sitios. Mis fuentes pueden ser distintas de las de Sean, pero son igualmente precisas.
—Sigue —repuso con voz gélida. En ese momento, entró un hombre con una bandeja en la que llevaba una botella de vino, y una bandeja con pan, queso y carne. La puso en la mesa y Eamonn lo despidió con un gesto brusco de la cabeza. Cuando el hombre desapareció, se levantó hasta la puerta y pasó los pestillos—. De acuerdo —dijo—. ¿Qué información?
La luz del sol se tornaba oblicua. Había pasado el mediodía; dos días enteros desde que tuve la visión de Bran arrastrado fuera de este salón, desde que oí a Eamonn gritar: Mete al perro en el agujero. Había llegado el momento en que debía arriesgarme con nuestra suposición; en que debía confiar en que Finbar y yo hubiéramos dado con la verdad.
—Conozco el precio que pagaste a Northwoods —le dije con una firmeza lograda a pulso—. Sé que fue la información que le diste a nuestro enemigo la que causó la muerte de mi tío. Traicionaste la alianza, Eamonn. Sacrificaste a Liam por tu propio deseo retorcido de venganza. Por la furia de los celos. Y se lo contaré a Sean y a Seamus a menos que me des lo que quieres.
—¡Eso es indignante! —La furia y la conmoción le alteraban la voz—. No puedes tener pruebas. No sé cómo se te ha ocurrido ese cuento, ni quién te iba a creer si lo contaras.
—Tengo pruebas. Un testigo de gran credibilidad, que conoce exactamente el propósito de mi visita. Si me rechazas, tu secreto pronto se sabrá, tanto si regreso viva a casa como si no. Estarás acabado, Eamonn.
Se quedó en silencio un rato.
—¿Qué garantía puedes darme de que esa información no se hará pública aunque acceda a tu ridícula petición? —preguntó, y una pequeña llama de esperanza prendió en mi interior—. Podrías obtener lo que quieres y contarlo igualmente. ¿Cómo puedes prometerme que otros permanecerán en silencio?
—Me conoces de sobra —le dije—. Una vez, no hace tanto, me dijiste que era la única mujer que podrías tomar como esposa, o algo parecido. Me parece que lo creías sinceramente. Ahora veo que has perdido todo el respeto que pudieras tenerme. Pero una vez fuimos amigos. Si te doy mi palabra, la mantendré. Me aseguraré del silencio de otros. Pero no voy a poner a mi hermano en riesgo. Sólo permaneceré en silencio mientras honres nuestro acuerdo.
—No puedo creerlo. Es como si te hubieras convertido en un… en un monstruo, como el hombre al que proteges. Mejor plantéame tus términos.
Ah, no —pensé—. Eres tú, el que se ha convertido en un monstruo; un hombre capaz de traicionar, torturar, y asesinar por la obsesión de los celos. Tú, con el que en una época me habría casado.
—Muy bien —dije—. Respetarás la alianza. Honrarás tu compromiso con mi hermano en el futuro, serás honesto con él y compartiréis las defensas, como hacías con Liam.
—¿Y?
—Ese es el trato a largo plazo. En el momento en que lo rompas, se lo cuento.
—¿Y a corto plazo?
—Lo primero, trae aquí a Aisling. Mis hombres de armas se la llevarán de vuelta a Sieteaguas, ahora, esta tarde. Se quedará allí hasta la primavera, hasta que ella y Sean se casen. No va a volver aquí. Asistirás a la boda, sonreirás y les darás tu bendición.
—Aisling no está bien. No puede viajar.
—Yo me encargaré de juzgar eso. Creo que podrá ir. Mis hombres saben cómo llevar de viaje a una dama, y cuidar de ella.
—Hablas como si no tuvieras intención de acompañarla. ¿Qué falta, en este diabólico trato, Liadan?
—Yo me quedaré aquí hasta que Aisling esté bien lejos de Sídhe Dubh. No debería llevar mucho tiempo. Entonces soltarás a los dos prisioneros. Nos proporcionarás a los tres, y a mi hijo, salvoconducto hasta tus fronteras.
Dejó escapar una risita hueca.
—Desde luego me consideras débil.
—Creo que te queda suficiente sentido común para darte cuenta de cuándo estás arrinconado —repuse con cautela—. ¿Harás como te pido?
—Me dejas muy pocas opciones. Pero no carezco por completo de orgullo, aunque intentes humillarme a cada momento. Dejaré que Aisling se marche. Sería un insensato si no aceptara, o me negara a la primera parte del trato. Me pregunto si no te cansarás de vigilarme, año tras año, a ver si tropiezo. Podría ser muy tedioso.
—Soy la hija de Sieteaguas. Mi hermano merece mi lealtad y mi apoyo, y los tendrá. Nuestra familia entiende la importancia que eso tiene, aunque la tuya no lo haga.
—Quizá deberías contener tu lengua. Aún no he aceptado la otra parte del trato.
—El trato es todo o nada. Si no sueltas a los prisioneros, no habrá ningún trato.
—Necesito tiempo.
—No tienes tiempo. Si quisiera, podría darle a mi hermano las noticias ahora, delante de ti. Con abrirle la mente, puedo contárselo todo. Si intentaras hacerme daño, lo sabría al instante. No vacilaré.
—¡Mal rayo te parta, Liadan! ¡Maldita seas tú y tus artimañas de bruja!
—¿Vas a soltar a esos hombres? —Cada vez se volvía más difícil mantener el control.
—Muy bien —respondió de repente—. Llévate a tu amante del demonio y al monstruo de su amigo. A ver de qué te sirven tras su estancia aquí, breve pero llena de emociones. Pero no puedo darte un salvoconducto. No hay ni un hombre en mi guarnición, ni en ninguna parte de mis tierras, que esté dispuesto a acompañar al Hombre Pintado hasta la frontera sin clavarle un cuchillo en la espalda. En cuanto salgáis de estas murallas, estaréis solos.
—¿Me estás diciendo que nos dejas marcharnos para que tus arqueros nos disparen antes de que pongamos un pie en la carretera? Pues me parece que va a ser que no. Tendrás que ofrecerme algo mejor. ¿Quieres que hable con mi hermano? ¿Lo llamo?
—No. Vamos a divertirnos, me parece. Cuando Aisling se marche, si está en condiciones, jugarás al escondite. Primero encontrarás a tu forajido. Después lo sacarás. Con eso te ayudaremos, o vas a tirarte toda la noche. No habrá ningún pie en la carretera. Que se marche como llegó una vez, por el pantano. ¿No dicen que no hay misión imposible para él? Pues eso será fácil. Por el camino secreto, con una mujer, un bebé y un hombre que no puede usar las manos. Fácil, diría yo. Ya verás qué héroe está hecho. Incluso podríamos darte un tiempo. Tendrás que haberte marchado al anochecer, me parece. Después, bajaremos con antorchas y volveremos a disparar. Mis hombres se aburren y necesitan distracción.
—Eso es… una maldad —susurré mientras lo miraba. ¿Era éste el mismo hombre con el que había bailado en Imbolc, un hombre que en su momento consideré un buen marido de haberle podido enseñar a sonreír? ¿Era yo realmente quien le había cambiado de ese modo, sólo por decirle que no? Tenía el corazón en un puño—. ¿No pongo yo las condiciones?
—No del todo. Puedes optar por contar tu secreto, intentar convencer a tu hermano de lo que sabes, en la distancia. Podrías hacerlo, y destruir mi vida. Pero en cuanto des ese paso, el Hombre Pintado estará muerto. Así no lo salvarás. Y a tu hermano, el forajido no le importa nada. No es más que otra pieza en el tablero, que puede sacrificarse o conservarse.
Me pasé la lengua por los labios repentinamente sellados.
—Muy bien. Hemos alcanzado un acuerdo. Ahora haz llamar a Aisling.
—No hablarás de esto con mi hermana. Eso se sobreentiende. —Se sobreentiende, Eamonn. Ahora ve a buscarla, a ella y a mis hombres de armas.
* * *
Aisling parecía enferma y desdichada. Su rostro pecoso y pequeño parecía de ceniza, y se le notaban los huesos bajo la piel. Tenía los ojos morados e hinchados, y revuelto el pelo rizado.
—Liadan —susurró, haciendo caso omiso de las miradas severas de su hermano, y de los seis hombres de armas que aguardaban en el salón—. ¡Oh, Liadan, has venido! ¿Dónde está Sean?
—Esperándote en Sieteaguas —repuse con calma, aunque me habría podido echar a llorar al ver el estado en que se encontraba mi amiga—. Tu hermano te da permiso para ir. Estos hombres te acompañarán. Les he pedido a las mujeres que te preparen una bolsa y el caballo. Te marchas ahora mismo.
—¡Oh, Liadan, gracias! ¡Gracias, Eamonn, oh, gracias!
Menos mal, pensé, que estaba en tal estado de angustia y cansancio que no se le ocurrió hacer preguntas. Sin duda le surgirían más tarde, cuando ya se encontrara de camino.
—Mi señora… —El jefe de mis guardias se mostraba claramente preocupado.
—Estas son vuestras órdenes —le dije con firmeza—. Marchaos ahora, inmediatamente. Regresa a Sieteaguas tan pronto como puedas, pero recuerda que la dama Aisling ha estado enferma, y necesitará descansar, como yo hice. Dile a mi hermano que iré más tarde.
—Nuestras órdenes son velar por vos —sonaba dubitativo—. Si nos marchamos, no tendréis salvoconducto.
—El señor Eamonn puede proporcionarme la protección que necesite —dije—. Yo me quedaré un poco más. Dile a mi hermano que el señor Eamonn se pondrá en contacto con él. Ahora vete, y podrás estar allí mañana al anochecer.
—Muy bien, mi señora.
Subí los escalones hasta el lugar por el que paseaban los centinelas. Miré la pasarela y el largo y estrecho camino que eran la única salida segura de Sídhe Dubh. Allí me quedé mirando hasta que los cabellos color caoba de Aisling y los cascos de cuero de los hombres se desvanecieron en la distancia. Después bajé a las cocinas, reclamé a mi hijo y calmé su apetito. Volví a atármelo a la espalda, lista para viajar. Fuera, en el patio, Eamonn esperaba.
—Pensaba en contemplar el juego —dijo—. Pero creo que no tengo estómago. No te preocupes, mis guardias tienen instrucciones para dejarte rondar. Si necesitas llaves, o un hombre fuerte para soltar un par de tornillos, pídeselo y te ayudarán. Pero tú disfrutas con este tipo de cosas, ¿no, Liadan? Me contaron que paseabas por todas partes como un gato sobre ascuas, la última vez que estuviste aquí. Largo, venga. No queda tanto para el anochecer, después de todo. Ah, y haz algo con ese pájaro tuyo, ¿quieres? Si vuelve a volar cerca de mis guardias, su próxima aparición será en la mesa de la cena, bien encerrado en un pastel.
Habíamos cruzado el patio mientras hablaba, y Fiacha sobrevoló nuestras cabezas para aterrizar en los ejes de un carro viejo que allí había.
—Largo, venga —repitió Eamonn como despidiendo a un niño molesto.
No tenía ninguna duda de dónde debía comenzar la búsqueda, y temía lo que iba a revelarme. Tomé una decisión rápida y miré directamente a los ojos brillantes y sabios de Fiacha. Ve —le dije—. Ahora, rápido. Necesito ayuda antes del anochecer.
Se marchó, rápido como una flecha, una mancha negra que rasgó el cielo y marchó en dirección sur, siempre al sur. Me recogí las faldas y bajé por el paso subterráneo, directamente hacia las sombras.
Creo que era difícil para los guardias. Tenían órdenes, y debían obedecerlas. Aun así, se miraban uno al otro y murmuraban para sí mientras yo rebuscaba por los dominios subterráneos, en una celda oscura tras otra, y apretaba los dientes para no llorar, intentaba tranquilizar mi corazón y mi respiración mientras vagaba de estancia vacía en estancia vacía.
—¿Dónde están? —les grité—. ¡Decídmelo! —Pero ellos arrastraban los pies y no decían nada. El Hombre Pintado nada podía esperar de los hombres de Eamonn, salvo miedo y asco.
Tras las pequeñas celdas que ya conocía, había una puerta de hierro. Pedí ayuda, y un hombre grande y de pelo gris, con músculos como cuerdas anudadas se adelantó para abrirla. Unos escalones toscos conducían abajo.
—Necesito una lámpara. —Johnny se retorcía a mi espalda, ya cansado de ver constreñidos sus movimientos. Hacía tan poco que había aprendido a moverse por sí mismo que se mostraba ansioso por nuevos descubrimientos y aventuras. No iba a pensar en Johnny y el camino a través del pantano. Sólo pensaría en lo que tenía delante, justo en aquel instante.
—El señor Eamonn no ha dicho nada de lámparas.
—Necesito una luz. Ahí abajo no se ve nada. Podría caerme y romperle el cuello al niño. ¿Eso es lo que vas a contarle esta noche a tu mujer?
Nadie se movió. Con gesto adusto, me levanté las faldas y empecé a bajar los escalones. Uno. Dos. Estaba tan oscuro que no me veía una mano delante de la cara.
—Aquí tenéis, mi señora.
La luz parpadeó en las paredes de piedra. El guardia del pelo gris estaba un escalón detrás de mí, con una pequeña linterna en la mano. Alargué el brazo para cogerla.
—Yo la llevaré. Vos atended al niño. Estos escalones son viejos e irregulares.
Había diez escalones, y un estrecho pasaje que se adentraba en la tierra. Estaba en silencio. Si las ratas o los escarabajos anidaban allí, no había señales de ello. La tenue luz revelaba anillas de hierro, atornilladas a los muros llenos de telarañas. Al final del pasaje había otra puerta, más bien una reja, bien sujeta con una pesada cadena. El lugar apestaba, no había ventilación.
—Mi señora. —El guardia habló en un susurro, incómodo—. Estos hombres son forajidos, no merecen ni ser arrojados a los desechos. Deberíais dejar esto y salvaros vos y el niño. Jamás atravesaréis el pantano. Intentadlo y estáis muerta, y vuestro hijo con vos. Abandonad. Os acompañaremos a casa. Ninguno quiere esto sobre su conciencia.
—Dame la llave —le dije. Me la entregó sin una palabra más.
Al otro lado de la reja había un pequeño espacio, y allí encontré a Gaviota. Oí su respiración justo antes de que la luz revelara sus rasgos oscuros, entonces de un gris enfermizo, con los ojos brillantes por la fiebre, la ropa rasgada y manchada. Tenía las muñecas aprisionadas en grilletes de hierro por encima de su cabeza, de modo que no podía moverse; las manos, envueltas en unos trapos mugrientos y ensangrentados.
Me acerqué apretando los dientes.
—¡Suéltale a este hombre las manos y date prisa!
—Liadan —graznó Gaviota, mientras el guardia abría los grilletes. Entonces inspiró repentinamente cuando le soltaron las muñecas, y los brazos le cayeron a los costados como si ya no les quedara vida.
—Te dolerá mucho cuando recuperes la sensación —le dije mientras se derrumbaba en el suelo con un gemido de agonía—. Pero no hay tiempo. Hemos de salir de aquí. ¿Dónde está Bran? ¿Dónde está el Jefe?
Gaviota movió la cabeza de un lado a otro, débilmente, para indicar que no lo sabía.
—¡Tienes que saberlo! ¡Alguien debe saberlo! ¡Sólo tenemos hasta el anochecer para salir de aquí!
—Puedo… andar. Puedo… ir. —Gaviota se puso a cuatro patas, después de rodillas, después en pie, tambaleándose—. Estoy… listo.
—Muy bien, Gaviota. Eso está muy bien. A ver si puedes ponerme un brazo alrededor de los hombros, cuidado con el niño, eso es. Yo te ayudo. —Me volví hacia el guardia—. Dime dónde está. Por favor, dímelo. ¿Vas a vernos morir a todos antes de que el sol se ponga?
Pero el hombre no dijo nada, sus ojos carámbanos mientras observaba los enormes esfuerzos de Gaviota para andar. El aire era denso y cerrado a nuestro alrededor, y cada respiración suponía un esfuerzo. Johnny lloriqueaba. Si nos marchábamos entonces, aún quedaría algo de luz antes del anochecer. Podría buscar y buscar hasta que fuera demasiado tarde y seguir sin encontrarlo. Mete al perro en el agujero al que pertenece.
—Mejor que vuelva a subir —murmuró el guardia.
—Aún no —le dije—. Quédate ahí. En silencio. —Pues ahí estaba; un pequeño llanto en la oscuridad, la sensación de miedo, el invocar las fuerzas para soportar lo insoportable. ¿Dónde estás? No sabía si era mi propia imaginación, u oía realmente el llanto del niño perdido que acechaba mis pensamientos desde que supe la verdad sobre el Hombre Pintado.
La voz de mi mente susurró a la oscuridad. Estoy aquí. Tiende la mano.
Silencio. Un silencio impotente y aterrador.
Tiende la mano, Johnny. Yo te ayudaré. Dime dónde estás. —No era a mi hijo a quien hablaba, mi hijo que tan oportunamente se había callado, cálido y a salvo junto a mí. Gaviota se apoyaba en mi hombro y yo sentía los temblores causados por el control que intentaba ejercer sobre su cuerpo dañado, para mantenerse erguido, para pausar su respiración y que yo pudiera escuchar—. ¿Dónde estás? Dame la mano. Estírala un poquito más.
Ningún sonido, nada audible. Ni en el mundo exterior, ni en el reino en sombras de la mente. Pero lo supe. De repente, lo supe. Salí por la reja, con Gaviota a mi lado a trompicones, y el guardia detrás con la linterna y muy mala cara. A medio camino del tenue pasaje subterráneo, me detuve.
Apenas se veía. Estaba muy bien construida, confundida con el suelo, las únicas señales de su existencia eran una pequeña línea por el borde, y una leve depresión en la piedra, por donde se podía levantar la trampilla. El ancestro de Eamonn tenía, desde luego, una mente inusualmente imaginativa.
—Abre esta trampilla.
—No la puede abrir un hombre solo.
—¡Ábrela, maldito seas! ¡Ve a buscar otro hombre si lo necesitas, y date prisa!
Fueron lentos, dolorosamente lentos, mientras yo esperaba, temblando.
Aguanta —le dije—. Estoy aquí. Ya no queda mucho.
La trampilla era pesada, una losa de roca sólida de un palmo de ancho. El mecanismo parecía bien engrasado y mantenido. Pero hacía falta la fuerza de dos guardias para levantarla. Al final la abrieron.
—Dadme la linterna —dije, y me la pusieron en la mano. Me coloqué al borde de la abertura rectangular en el suelo, y miré dentro.
Era un espacio bastante pequeño. Justo para meter a un hombre no demasiado alto, con las rodillas pegadas a la barbilla y los brazos encima de la cabeza. Entraba aire, pero no mucho. No había luz. Ni espacio para moverse. Una tumba, en la que un hombre podía aguantar vivo un tiempo. Cuánto, dependería de la fuerza que encontrara en lo más profundo de su interior. Si lo sacabas de vez en cuando, le dabas de comer, y le dejabas respirar antes de volverlo a meter, aún podría sobrevivir cierto tiempo para entretenerte.
—¿Bran? —Era una insensatez esperar respuesta. Parecía muerto, sus rasgos estaban mortalmente pálidos, era una forma fetal desprovista de movimiento—. Sacad a este hombre de aquí. Rápido.
Lo hicieron, pues sus órdenes eran ayudarme, hasta cierto punto. Pero nadie les había ordenado tener cuidado, y para cuando la figura inerte que sacaron del agujero estuvo a mis pies, aún enroscado sobre sí mismo, tenía unos cuantos cardenales nuevos. Me arrodillé junto a él, y Gaviota, tragándose una maldición, se agachó a mi lado.
—Está vivo —dije tras ponerle los dedos en la base del cuello, donde encontré un pulso débil. Escuché su respiración, muy, muy lenta. La linterna arrojaba poca luz, pero pude ver que estaba totalmente magullado, y tenía sangre seca en la cabeza, donde le empezaba a crecer pelo suave por entre las llamativas marcas de la piel.
—Un golpe en la cabeza —murmuró Gaviota—. Profundo. Duro. Por poco… se lo carga. ¿Ahora qué?
—Salimos de aquí —respondí con firmeza, mientras las lágrimas se me arremolinaban tras los ojos y mi voz interior no dejaba de entonar Respira, Liadan. Sé fuerte. Sé fuerte—. Luego ya veremos. —Me volví hacia los guardias—. Recoged a este hombre y cargad con él. Y no le hagáis daño, ya ha tenido bastante. Conducidnos fuera.
—¿Daño? Daño nunca hay suficiente para los que son como él —gruñó el segundo guardia, y fueron más bien poco cuidadosos al recoger la forma inerte de Bran del suelo y subirla por las escaleras. Nosotros seguimos como pudimos. Yo sujetaba a Gaviota y llevaba la lámpara, y al final salimos de nuevo al pasaje bajo tierra, donde ardían las antorchas con fuerza, tanta fuerza que me dolieron los ojos, y Gaviota se cubrió la cara con una de las manos dañadas, mientras hombres silenciosos observaban nuestro dificultoso progreso.
—Nuestras órdenes son llevaros al límite y dejaros allí.
—Pues daos prisa —les dije.
El cuerpo de Bran era un saco de grano inerte, suspendido entre el guardia que lo cogía por los hombros y el que lo sostenía por las rodillas. La cabeza le colgaba a un lado. Había cardenales sobre cardenales; ni una parte de su cuerpo parecía intacta. Lo que le quedaba de ropa estaba asqueroso de sangre y mugre. Más entretenido ahora que había luz y voces, Johnny balbuceaba en su idioma con alegría.
—Vamos —le dije a Gaviota—. Abajo. Ya sabes dónde. Después estamos solos.
—Solos —repitió, y me pregunté cuánto habría entendido, entre la fiebre y la agonía de sus manos torturadas. Había perdido dedos de ambas, eso se notaba; las vendas ocultaban cuántos le quedaban—. Cruzar —dijo—. Al otro lado.
Mientras bajábamos a trompicones por el pasaje subterráneo y los perros, y llegábamos al otro lado de la colina por un estrecho sendero no muy por encima del nivel del agua, consideré las posibilidades. Si Bran volviera en sí, y pudiera caminar… si Gaviota encontrara el camino, y la fiebre no le nublara el juicio… si Johnny se quedara callado y no nos distrajera… si llegara ayuda antes de la noche; a lo mejor sobreviviríamos, y no nos dispararían como a fugitivos escapando de la justicia. Si… ya había demasiados síes. Se me ocurrió cuando nos detuvimos en el lado norte de la colina, con el sol ya bajo y la luz del día empezando a menguar, que aquélla era la realidad de la vida de Bran, y de Gaviota; que toda su existencia había consistido en momentos como aquél, cuando todo parecía volverse en su contra, y no había más remedio que ser el mejor, encontrar soluciones a los problemas más difíciles, y descubrir dentro de uno mismo una fuerza casi del otro mundo, sólo para sobrevivir.
—¿Estáis segura? —Habían dejado caer a Bran de nuevo a mis pies, sin demasiada ceremonia, y el guardia más corpulento volvió a preguntarme en voz baja. Encima de las murallas los hombres se habían reunido, observando—. Aún no es demasiado tarde. Abandonad a esta carroña, y regresad a casa con vuestro hijo.
—Es mejor que te marches. —Me arrodillé y me puse la cabeza de Bran en el regazo—. Tu amo querrá que le hagas un informe, sin duda.
—Por lo menos salvad al niño. No podéis sobrevivir al pantano. Ese perro está medio muerto, y el otro no es capaz de caminar en línea recta. Podéis dejar al niño aquí. Lo pueden cuidar y devolver sano y salvo a casa.
Me llegó el recuerdo como un fogonazo: la voz de mi tío Finbar, hacía mucho, que me decía: El niño es tuyo. Y tú quieres también al hombre… ¿Se te ha pasado por la cabeza que a lo mejor no puedes tenerlos a los dos?
—Seguiremos este camino juntos —dije casi para mí misma, mientras acariciaba con cuidado el cráneo afeitado de Bran, donde el pelo reciente suavizaba el fiero dibujo del cuervo—. Todos nosotros juntos.
El guardia no dijo nada más; y pronto los hombres de Eamonn se retiraron dentro de las murallas, salvo un par de esbirros con perro que patrullaban cerca. Allí nos quedamos, al borde de la oscura y temblorosa ciénaga: Bran desparramado y totalmente indefenso, yo sentada a su lado con el niño en la espalda, y Gaviota de pie, que miraba al otro lado del extenso pantano, hacia las colinas lejanas del norte. Se tambaleaba un poco.
—Serpiente —murmuró—. Nutria. Los otros. Al otro lado.
—¿Crees que estarán allí si podemos cruzar?
—Los otros. Hay que cruzar. —Se tambaleaba de un lado a otro, y de repente se sentó—. La cabeza. Perdón. Las manos.
—Te las curaré si puedo. Cuando lleguemos… cuando alcancemos lugar seguro puedo aliviarte bastante el dolor, y darte una infusión para la fiebre. He pedido ayuda; pero no estoy segura de que la ayuda vaya a llegar, Gaviota. ¿Me entiendes?
—Entiendo —repitió débilmente.
—Sólo tenemos hasta el anochecer para marcharnos. En cuanto el sol se ponga, los arqueros de Eamonn empezarán a disparar, y bajarán con antorchas. Sólo tenemos un camino. Si Bran… si el Jefe no vuelve en sí a tiempo, no sé qué vamos a hacer.
En ese momento Johnny decidió hacer notar su presencia, y no hubo otra elección que desatarlo y desabrocharme el vestido para darle de comer. Parecía que Gaviota no estaba completamente turbado por la fiebre, pues se movió con rapidez para sostener la cabeza y los hombros de Bran con las rodillas, mientras yo me afanaba con el niño. Y al final, con Johnny en el pecho, y la luz tornándose de la delicada tonalidad de las flores frescas de lavanda, sin otro sonido que los gritos de las garzas en las ciénagas; con Bran tumbado, quieto y distante como un guerrero labrado en una tumba, descubrí que ya no podía seguir aguantándome las lágrimas. ¿Qué había hecho? ¿Por qué había creído que podía ignorar los avisos de las hadas? De algún modo, me había convencido de que podía salvar a aquellos hombres, de que podía proporcionarles un futuro, para ellos y para mí. Ahora parecía que todos íbamos a perecer, Johnny incluido. A él al menos habría podido protegerlo de no ser por mi condenado orgullo.
—Se muere —comentó Gaviota sombrío—. Un golpe en la cabeza. No va a despertarse. Pediría cuchillo, si pudiera.
—Bueno, pues no puede —espeté, y se me olvidaron de golpe las lágrimas—. No es su decisión. No puede morirse. No voy a permitirlo.
La sombra de una risita.
—Vaya si habéis roto el código, vosotros dos. Espera que se lo cuente a Serpiente… —Sus palabras se perdieron en un gemido de dolor.
—Gaviota. Tendremos que intentarlo.
—Entiendo. Camino. Cargo. Puedo. Aún tengo fuerza.
—No lo dudo. Y conoces el camino, porque una vez llevaste a mi hermana. Pero ahora estás herido, cansado, y él no va a poder ayudarte.
—Aún tengo fuerza. Cargo.
—Pues tenemos que irnos ya, en cuanto el niño haya saciado su apetito. Se acerca el anochecer deprisa, y no parece que la ayuda vaya a llegar a tiempo.
Gaviota emitió una especie de gruñido, y puso a Bran de lado.
—Listo —dijo—. Tienes que ayudarme. No tengo las manos bien. Ahora no. —Pues era realmente imposible agarrar a un hombre por el brazo, o por la ropa, o sujetarlo en la espalda, con las manos en tan mal estado como las tenía Gaviota. El más leve roce le provocaba estremecimientos de dolor.
Paso a paso. Ése es el único modo de hacerlo. Dividirlo en fases muy pequeñas e intentar no pensar con demasiada antelación, pues sólo provocaría desazón, y la desaparición de los últimos vestigios de valor. Metí a Johnny en el pañuelo y me lo até a la espalda tan fuerte como pude. Por el momento estaba tranquilo. Entonces, me agaché para levantarle a Bran los hombros, colocárselo a Gaviota a la espalda y aupar al pobre bulto. Las manos de Gaviota no le servían de nada. Podía doblar un brazo hacia atrás, y podía agacharse doblando las rodillas, pero ni podía sostener ni agarrar. Me mordí la lengua. ¿Cómo vas a transportarlo? ¿Y si se te resbala? Entre los dos, lo dejamos caer tres veces antes de que Gaviota, laboriosamente, se agachara y se pusiera en pie con su amigo en equilibrio entre los hombros, con la cabeza a la izquierda, las piernas a la derecha y los brazos colgando. Gaviota lo sostenía por detrás y las manos machacadas apuntaban muy tiesas al cielo. Desde las almenas, llegó un aplauso burlón.
—Muy bien, Gaviota —le dije para animarlo—. Eso ha estado muy bien. Ahora tenemos que irnos.
En aquel momento se oían los gritos de numerosas aves en el pantano; se reunían para posarse en cualquier rincón desolado de aquel paraje inhóspito que llamaban su hogar. El sol poniente tornó los estanques de agua color sangre.
—Vámonos —respondió Gaviota, y los dos nos miramos y apartamos la mirada. Vi la verdad en sus ojos brillantes por la fiebre. Aquel camino era la muerte.
—Cuando lleguemos al otro lado, compartiremos un frasco de alguna bebida bien fuerte —le animé. Mis palabras sonaban seguras; era el temblor en mi voz lo que me delataba.
Y Gaviota pisó la superficie de la ciénaga, con mucho cuidado. Sus pies desnudos iban de un trozo de hierba a otro, derecha, derecha otra vez, izquierda. Y yo lo seguí, con las faldas sujetas a mi cinturón, y el niño aún en silencio, gracias a la diosa. Sentí un sudor frío recorrerme todo el cuerpo; oía el sonido rápido e irregular de mi respiración, notaba el latir desbocado de mi corazón. Un paso; otro. Avanzábamos lentamente, tan lentamente que no me atrevía a mirar atrás para calcular la distancia desde la cual un arquero aún podría disparar certero, encontrar su objetivo a la luz de las antorchas. Y entonces llegamos a un lugar en el que los pedazos de vegetación estaban más separados, una zancada para un hombre, o para una mujer de piernas largas como mi hermana Niamh. Para mí, un salto. Vacilé mientras Gaviota seguía avanzando. No podía gritarle espera, no fuera a asustarle y perdiera pie. Rápido, Liadan —me dije—. O lo perderás de vista, y entonces… Salté, pero resbalé al caer con el follaje húmedo. Extendí los brazos para recuperar el equilibrio y, entre tambaleos, conseguí volver a apoyar el pie. A mi alrededor, en el marrón oscuro del barro del pantano, se escuchaban ruidos de borboteos y succiones, sonidos hambrientos. Gaviota avanzaba constantemente, pero también sin prisa. Un paso; una pausa; otro paso. Estaba muy encorvado por el peso de Bran; debía de resultarle difícil ver el camino.
—¿Liadan? —Su voz parecía extrañamente incorpórea, en el vacío.
—Estoy aquí.
—Ya casi es de noche.
—Lo sé. —Más tarde, si no llegaban las nubes, quedaría algo de luz. Pero era luna menguante, demasiado débil, y demasiado tardía—. Debemos seguir como mejor podamos.
No respondió, pero siguió avanzando. Lo vi equilibrarse descalzo sobre la impredecible superficie; apretaba los dedos, ajustaba la planta del pie al peso del cuerpo. Incluso con las manos inútiles, seguía controlando con precisión la carga que llevaba, se inclinaba a derecha o izquierda, hacia delante o se incorporaba para mantener el equilibrio. Cuando oscureciera, ya no sería capaz de ver el camino. Así que tampoco importaría si le quedaban fuerzas ni qué mañas empleara.
Al disminuir la luz, empecé a sentir dolorosas picaduras en las manos, tobillos, cara y cuello. Se oía un zumbido agudo que iba y venía. Enjambres de insectos chupadores se alzaban de las tierras pantanosas, sin duda extáticos ante el descubrimiento de una jugosa y abundante comida. Johnny empezó a llorar repentinamente, un aullido agudo de angustia. Nada podía hacer para aliviarlo, y su vocecita presa del pánico resonó sin respuesta entre los pantanos. Y en la distancia, me pareció oír otro grito; hueco, no terrenal, a medio camino entre un aullido y una canción.
Quizás aquella voz anunciara otra muerte, como un joven hombre de armas dijo una vez. Me convencí de que tenía que dejarme de tonterías. Pero el sonido seguía allí, vibrando en mi cabeza, vibrando en el aire pegajoso y enfermizo, aullando en la luz púrpura del atardecer, por todas partes a mi alrededor. El grito de la banshee. Johnny gritaba y protestaba. Era la primera vez en su corta vida que llamaba y nadie acudía corriendo para ayudarle con cualquier cosa que necesitara: ropa seca, unos brazos que lo resguardaran, palabras amables, una loción de árnica y camomila para alejar a las pequeñas criaturas que le hacían daño y más daño y no paraban.
—No te preocupes, Johnny —murmuré mientras me esforzaba por mantener el equilibrio en un pedazo ridículo de tierra seca. ¿Acaso Gaviota esperaba que saltara hasta allí? Estaba demasiado lejos; no era justo. No podía saltar tan lejos, no con el niño a la espalda. Si Johnny dejara de llorar; si sólo dejara de llorar… miré delante de mí, en la media luz. Al otro lado de la extensión de barro negro, Gaviota había dejado de caminar. Estaba de pie muy quieto, y presentí que tenía los ojos cerrados. Decía algo, pero no lo oí. Estaba demasiado lejos. Aterrizaría en el barro del medio, y el pantano nos engulliría a mí y a mi hijo y todo terminaría. Tenía la boca seca, el cuerpo empapado en sudor. La cabeza me bullía. No puedo hacerlo… no puedo… Entonces Gaviota volvió a hablar, y esta vez lo oí.
—¿Liadan? ¿Sigues ahí?
—Estoy aquí. Pero no creo que pueda…
—Necesito ayuda. Manos. No puedo seguir aguantando.
Que Dana me diera fuerzas. No podía soltarlo, no debía. Seguro que no habíamos llegado tan lejos para nada.
—Voy —grité, y salté, impulsando mi cuerpo a través del espacio imposible. Aterricé un poco antes de la isleta de tierra seca en la que estaba Gaviota, los pies se me hundieron en el barro blando, y el cuerpo desparramado hacia delante sobre el montículo de hierba. Me agarré a la vegetación con fuerza al sentir la voracidad de la ciénaga alrededor de mis piernas, que tiraba de mí hacia abajo. Johnny sollozaba entrecortadamente, comunicándome su pequeña historia de terror: el mundo se había vuelto distinto de golpe y quería que lo arreglara inmediatamente, por favor. El rostro se me contorsionó por el esfuerzo mientras mis manos se agarraban a hojas húmedas hasta que al final, con un sonido decididamente desagradable, el pegajoso lodo me soltó. Me aparté a cuatro patas del borde y me puse en pie junto a Gaviota. La luz había desaparecido casi por completo; apenas veía su rostro ante mí.
—Levanta las manos —susurró y su voz delataba el dolor que ya no podía seguir leyendo en sus rasgos, en la oscuridad—. Quítame el peso de encima. Ya no aguanto. Descansar. Manos.
Me puse detrás de él y sujeté la forma inerte de Bran. Cuando Gaviota intentó abandonar la posición de los brazos con la que sostenía a su amigo, los calambres eran tan fuertes que casi no podía moverlos. Estoico como siempre, se tragó un grito de dolor al bajar lentamente las manos vendadas. Como estábamos quietos, Johnny pareció calcular una respuesta más rápida a sus protestas, y lloró con más fuerza e insistencia.
Gaviota se tambaleó y recuperó el equilibrio. Lo único que podía hacer para ayudarle era asegurarme de que Bran no cayera hacia el lado en el que él se equilibraba; no podríamos volver a levantarlo, pues un error en aquel pedazo de tierra seca podría enviarlo rodando al barro movedizo.
—No podemos seguir adelante, ¿verdad? —le pregunté a Gaviota a bocajarro.
—Vamos. —Intentó flexionar los dedos y tomó aire. Dobló los codos para probar, con un gemido—. Vamos… no hay elección. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—No vemos el camino. Y tu resistencia es limitada.
—No podemos quedarnos. Hombres. Antorchas. Vamos… al otro lado.
Pero estaba oscuro, y no podíamos ir.
—Me parece que tendrías que ponerlo en el suelo. —Tenía el corazón helado, pero me obligué a decirlo, aunque significara admitir que habíamos fracasado. Seguir adelante no tenía sentido. Si Gaviota se desmoronaba, cosa que parecía cada vez más probable, perdería a los dos hombres. Y eso sería el final para Johnny y para mí. Sin Gaviota para guiarnos, jamás podríamos proseguir ni retroceder.
—No puedo soltarlo. No lo volveré… a levantar.
—Está bien. Déjame pensar un poco. Puede que haya alguna respuesta.
—Hombres… antorchas —repitió Gaviota con voz apenas audible.
—No saldrán de noche a perseguirnos. —Eamonn sólo había dicho encenderemos antorchas y dispararemos. No había dicho nada de perseguirnos—. ¿No?
—Escucha —respondió Gaviota. Y ahora, entre los sollozos de Johnny, entre el extraño borboteo del pantano, el estridente croar de las ranas y el zumbido interminable de los insectos voraces, oí voces de hombres, aún lejos, pero que se acercaban cada vez más. Al darme la vuelta, me pareció ver luces, desplazándose hacia nosotros por encima de la superficie negra como la tinta.
—Déjalo en el suelo —dije con pesadez—, porque no podemos seguir adelante. —Al menos, si debíamos morir, podría abrazarlos a los dos, a Johnny y a su padre, y con el mejor de los amigos a mi lado. Allí estaba otra vez, el contrapunto lóbrego a los pequeños sonidos de la noche: el aullido de duelo distante que helaba el espíritu.
—Puedo —susurró Gaviota—. Puedo. Aguanto. Cargo. —Y levantó de nuevo los brazos y los estiró hacia arriba para aguantar el cuerpo del otro hombre. A mi espalda, Johnny se quedó en silencio repentinamente.
—Perdona. —Y me tragué el nudo—. Claro que no voy a abandonar. ¿Cómo se me ha ocurrido tal cosa? La misión está a medias. —Y entonces, de repente, escuché otro sonido, un grito descarnado, y esta vez venía del otro lado, enfrente de nosotros. Un graznido. La voz de un cuervo. El corazón me dio un vuelco—. A lo mejor ha llegado ayuda —dije con la boca seca—. A lo mejor ha llegado ayuda por fin.
Al norte del pantano, vimos una pequeña bola de luz danzarina, una forma extraña y parpadeante que parecía volar rápido hacia nosotros y gritarnos con la voz de Fiacha. La aparición se acercó más y más, por encima de la oscura superficie, y a medida que se aproximaba se oían crujidos, como si la propia ciénaga estuviera cambiando a su paso. Gaviota estaba a mi lado, mudo. En cuanto a Johnny, también estaba callado, pero sus puñitos me agarraban con fuerza del pelo. Ya había tenido saltos y sacudidas de sobra, me indicaban aquellas manitas, y mejor que no hubiera más.
Gaviota exclamó en voz baja en una lengua extraña, y yo me encomendé a Dana en silencio. Dana, madre de la tierra, protégenos con tus manos. Pues al mirarlo, vimos que la luz era una antorcha ardiendo con forma de cuervo volando, no tanto un ave como un fuego del otro mundo en forma de ave. Y a medida que la luz cruzaba la ciénaga, del barro brotaban extrañas plantas, de largas ramas y fuertes zarcillos, que se entretejieron juntas para formar un estrecho paso por encima de la superficie; un paso que conducía hacia nosotros, directamente desde el norte, directamente a las colinas bajas y a lugar seguro. La luz, que podía o no ser Fiacha, sobrevolaba por encima, iluminándonos el camino.
Me aclaré la garganta.
—Menos mal que no lo has dejado en el suelo —dije—. Vamos.
—Vamos —repitió Gaviota, y pisó la delicada maraña de follaje, apenas de dos palmos de ancho. Crujía bajo su peso, pero se mantuvo firme. Yo le seguí, y Johnny emitió una protesta. Empecé a cantarle, en voz muy baja, para no distraer a Gaviota, que aún debía moverse con mucho cuidado, pues quedaba bastante camino, y debía aguantar la carga y no perder pie. Canté la vieja nana, una canción tan antigua que nadie recordaba qué significaba la letra. A lo mejor aún se conocía ese idioma en algún lugar: quizás en medio de las piedras erguidas, con sus crípticas marcas, que observaron en silencio mientras yacía con Bran en la lluvia y hacíamos aquel niño. Quizás en los corazones de los más antiguos robles, que crecían en los lugares profundos y secretos del bosque de Sieteaguas. Yo canté, Johnny se calló y proseguimos a paso constante hacia el norte. La bola de luz volaba de un lado a otro, a veces atrás, a veces delante, siempre manteniendo nuestro paso. Era Fiacha, no había duda. En una ocasión miré atrás, pues las voces de los hombres de Eamonn aún podían oírse en la oscuridad. Y vi que a nuestro paso, por donde habíamos cruzado a través de la estrecha pasarela de plantas enroscadas, no había nada más que una fila de burbujas en la superficie del barro. Y al cabo del rato las voces que llevábamos detrás se amortiguaron, las luces desaparecieron y nos quedamos solos en la noche con nuestro extraño guía.
Había llegado ayuda, como me habían dicho que ocurriría, cuando estuviéramos en la más extrema de las tesituras, cuando nuestra fuerza nos hubiera abandonado y se nos hubiesen acabado las soluciones. Estaba molida y la cabeza me retumbaba, pero me permití considerar con cautela qué hacer cuando llegáramos a tierra seca. Gaviota había dicho que Bran estaba demasiado lejos para volver a despertar. Había dicho que el Jefe pediría el cuchillo de haber podido hablar. Si se lo iba a negar, tendría que ser por un buen motivo. Me había equivocado con Evan y había prolongado su sufrimiento. Esta vez, si decía que podía curarlo, tendría que hacerlo. Tendría que hacerle recuperar la conciencia.
—El otro lado —dijo Gaviota delante de mí. La bola de luz que era Fiacha aleteaba y graznaba delante de él, y la figura de Gaviota aparecía recortada frente a la luz; agachado, con sus pobres manos aún apuntando al cielo, y el fardo inconsciente firmemente sujeto por los anchos hombros de su amigo. Aquellos hombres tenían tanta fuerza, tanta capacidad de resistencia, que no era de extrañar que la gente normal los creyera algo más que simples mortales. Compartían unos lazos de hermandad, una lealtad que significaba que tu propia vida poco importaba cuando tu compañero estaba en apuros. Y ni siquiera ante ellos mismos reconocían poseerla.
—Sí —contesté—. Tenemos que llegar, hasta que alcancemos el otro lado. Y esperemos encontrar ayuda cerca, pues los hombres de Eamonn pueden utilizar la carretera, y probablemente lo hagan.
—No —repuso Gaviota—. El otro lado. Mira.
Sorprendida, levanté la mirada y sentí que mis labios cortados se abrían en una sonrisa, y los ojos se me llenaban de lágrimas. Ni a diez pasos de nosotros había una orilla que subía hacia arriba, y encima, una fila de arbustos achaparrados. En medio de los arbustos, alguien sostenía una linterna. Habíamos llegado al otro lado. Los cuatro. Lo habíamos logrado.