Capítulo II
Elaborar una tintura de celidonia presenta algunos inconvenientes. El método es simple, lo que resulta un problema es acertar con las proporciones. Mi madre me enseñó a hacerlo de ambas maneras, con hojas secas y frescas. Sus pequeñas y habilidosas manos molían las hojas secas en un mortero mientras yo cortaba en tiras las recién recogidas y las colocaba en un cuenco bajo. Después las cubría apenas con el preciado hidromiel que Conor había usado para atraer a nuestros campos la bendición de Brighid en la estación del crecimiento. Seguí sus instrucciones, aliviada por no ser de las que sufren una dolorosa hinchazón en la piel cuando trabajan esta hierba concreta. Las manos de mi madre eran suaves y pálidas, a pesar de todas sus tareas en la destilería, y estaban delicadamente conformadas. El único adorno que llevaba era el anillo que su marido le había tallado para ella, hacía ya muchos años. Aquel día iba vestida con una vieja túnica que en algún momento había sido azul, y llevaba el pelo largo atado mediante una sencilla cinta de tela. La túnica, el anillo, las manos, todas y cada una de esas cosas tenían su propia historia, y mi mente las repasaba mientras preparaba el cuenco de hierbas maceradas.
—Bien —dijo Madre observándome—. Quiero que aprendas esto muy bien, y seas capaz de aplicarla con otros materiales con la misma destreza. Esta tintura aliviará la mayoría de las enfermedades del estómago, pero es fuerte. Úsala con tu paciente sólo una vez, o puede que el remedio sea peor que la enfermedad. Ahora coloca el trapo encima del cuenco y apártalo con cuidado. Eso es. Deja que esta tintura repose durante veintiuna noches, y después prénsala y guárdala en lugar oscuro y tápala bien con corcho. Aguantará perfectamente muchas lunas. Con esto deberías tener para todo el invierno.
—¿Por qué no te sientas un rato, Madre? —La olla hervía en el pequeño fuego; saqué dos tazas de loza y abrí tarros de hierbas secas.
—Me malcrías, Liadan —contestó sonriendo, pero se sentó, una figura menuda con su vieja ropa de trabajo. El sol entraba por la ventana tras ella, y me mostraba lo pálida que estaba. A la viva luz se apreciaban los restos del bordado descolorido de dobladillo y cuello. Hojas de enredadera, pequeñas flores, aquí y allí algún minúsculo insecto alado. Vertí cuidadosamente agua caliente en ambas tazas—. ¿Una nueva mezcla?
—Una nueva mezcla —respondí, y empecé a ordenar los cuchillos, cuencos y herramientas que habíamos empleado—. A ver si sabes qué lleva. —El olor de la infusión herbal se extendía por el ambiente frío y seco de la destilería.
Madre olisqueó delicadamente.
—Valeriana: flores secas, tiene que ser eso; lleva una pizca de escrofularia, y puede que también de corazoncillo, y… ¿madera dorada?
Di con un tarro de nuestra mejor miel y serví una cucharada en cada taza.
—Desde luego no has perdido tu toque —dije—. No te preocupes. Sé cómo recoger la hierba y cómo usarla.
—Una combinación poderosa, hija.
La miré a los ojos y ella me devolvió la mirada.
—Lo sabes, ¿no?
Asentí, incapaz de hablar. Coloqué la taza de té curativo en el alféizar de piedra junto a ella, y la mía cerca de donde trabajaba.
—Has elegido muy bien la combinación de hierbas. Pero es demasiado tarde para esas curas, sólo proporcionan un alivio muy ligero. Eso también lo sabes. —Tomó un sorbito, arrugó la expresión y después sonrió levemente—. Es amarga.
—Muy amarga, desde luego —respondí bebiendo mi propia infusión, que sólo era menta. Conseguí mantener la voz bajo control por un pelo.
—Veo que te hemos enseñado bien, Liadan —dijo mi madre observándome atentamente—. Posees mi habilidad para la curación y el don de tu padre para amar. El reúne todo lo que hay a su alrededor bajo su sombra protectora, como un gran árbol del bosque. Veo la misma fuerza en ti, hija.
Esta vez no me arriesgué a hablar.
—Para él será duro —prosiguió—. Muy duro. No es uno de nosotros, en realidad no, aunque a veces lo olvidemos. El no entiende que ésta no es una separación definitiva, sino sencillamente una evolución, un cambio.
—La rueda gira y vuelve al punto de partida —respondí. Madre volvió a sonreír. Había apartado la infusión sin apenas tocarla—. También tienes algo de Conor —comentó—. Siéntate un rato, Liadan. Tengo algo que decirte.
—¿También tú? —conseguí articular una sonrisa llorosa.
—Sí, tu padre me ha contado lo de Eamonn.
—¿Y tú qué piensas?
Puso algo de ceño.
—No lo sé —repuso con lentitud—. No puedo aconsejarte. Pero… pero diría que no te apresures demasiado. Aquí se te va a necesitar durante un tiempo.
No tenía que preguntarle por qué.
—¿Se lo has dicho a Padre? —le pregunté finalmente.
Madre suspiró.
—No. Él no me ha preguntado, pues sabe que le contestaré la verdad. No necesito explicarlo con palabras. No a Rojo. Sé que lo sabe porque lo noto cuando me acaricia, cuando lo veo apresurarse para volver a casa después del arado, por el modo en que se sienta en la cama, cuando cree que estoy dormida y me coge de la mano mirando la oscuridad. Lo sabe.
Me estremecí.
—¿Qué es lo que tenías que decirme?
—Algo que jamás he compartido con nadie. Pero que creo que ahora es el momento de transmitir. Últimamente has estado turbada, lo he visto en tus ojos. No sólo… no sólo por esto, sino por algo más.
Rodeé mi taza con las palmas de las manos para calentármelas.
—A veces… a veces tengo presentimientos muy extraños. Como si de repente todo se volviera frío y… y hay una voz…
—Continúa.
—Veo… siento que algo terrible se avecina. Miro a alguien y presiento una… una especie de maldición sobre todos ellos. Conor lo sabe. Me dijo que no me sintiera culpable. No me pareció de gran ayuda, la verdad.
Madre asintió.
—Mi hermano tenía aproximadamente la misma edad cuando lo percibió por primera vez. Finbar, quiero decir. Conor lo recuerda. Es una habilidad dolorosa, una que pocos desearían para sí mismos.
—¿Qué es? —le pregunté temblando—. ¿Es la visión? Entonces, ¿por qué no tengo convulsiones, y grito y después me quedo sin fuerza, como Biddy O’Neill abajo en el cruce? Ella tiene la visión, predijo las grandes riadas hace dos inviernos, y la muerte de aquel hombre cuyo carro se cayó por Fergal’s Bluff. Esto es… diferente.
—Diferente sí, pero es lo mismo. El modo en que sobreviene depende de tu propia fuerza y de tus dones. Y lo que ves también puede despistarte. Finbar solía acertar en lo que veía, y se sentía culpable por no ser capaz de evitar que las cosas sucedieran. Pero lo que sus visiones significaban no era en absoluto fácil de interpretar. Es un don cruel, Liadan. Y comporta otro, que aún no has tenido motivo para desarrollar.
—¿Y cuál es? —No estaba segura de querer saberlo. ¿Acaso no tenía suficiente con un don, si don se le podía llamar a esto?
—No puedo explicarlo, no completamente. Una vez lo usó conmigo. Él y yo… él y yo compartíamos el mismo lazo que tú tienes con Sean, una cercanía tal que permite que vuestras mentes se comuniquen; eso te sintoniza con el yo más profundo del otro. Finbar tenía mucha más habilidad que yo; aquellos últimos días, se acostumbró a mantenerme alejada. Había veces que me parecía que temía bajar la guardia; la herida de su espíritu era muy honda, y no quería compartirla, ni siquiera conmigo. Pero también tenía otra habilidad; la de utilizar el poder de su mente para sanar. Cuando me… cuando me hicieron daño y pensé que el mundo nunca volvería a parecerme un buen lugar, él… me tocó con su mente, bloqueó los malos sentimientos, mantuvo mis pensamientos con los suyos, hasta que la noche terminó. Más tarde, usó esa misma habilidad con mi padre, cuya mente había quedado profundamente dañada por la obra de la hechicera, la dama Oonagh. Tuvo a Padre bailando a su son durante tres largos años, mientras mis hermanos estaban encantados. Y lord Colum no era un hombre débil; luchaba contra su culpabilidad y vergüenza, y aun así no pudo negarse a ella. Cuando por fin regresamos a casa, apenas nos reconocía. Devolverlo al que antes era costó muchos días y noches de paciencia. Se paga un alto precio por el uso de ese poder sanador. Después Finbar quedó… seco. Apenas era él. Parecía un hombre que hubiera sufrido las peores penurias de cuerpo y mente. Sólo los más fuertes son capaces de soportarlo. La miré con una pregunta en los ojos.
—Eres fuerte, Liadan Yo no puedo decirte si debes, o cuándo debes, utilizar este don. A lo mejor puede que nunca. Es mejor que lo sepas, por lo menos. El podrá contarte algo más.
—¿Él? ¿Quieres decir… Finbar? —Ahora sí que pisábamos terreno frágil.
Madre se volvió para mirar por la ventana.
—Creció de nuevo precioso —comentó—. El roblecito que Rojo me plantó, que algún día será alto y noble. Las lilas, las hierbas medicinales. La hechicera no pudo destruirnos. Juntos éramos demasiado fuertes para ella. —Volvió a mirarme—. La magia es poderosa en ti, Liadan. Y tienes algo más a tu favor.
—¿Y qué es? —pregunté. Sus palabras eran al mismo tiempo fascinantes y terroríficas.
—Una vez me lo mostró. Finbar. Estuve a punto de preguntarle qué guardaba el futuro para mí. Me mostró un momento de mi vida. Apareció Niamh, que bailaba por el camino del bosque con su pelo como una antorcha dorada. Una niña con un don extraordinario para la felicidad. Y Sean, que corría, que corría para alcanzarla. Vi a mis hijos y los de Rojo. Y… había otra criatura. Otro niño que estaba… bloqueado. Al borde, de modo que jamás podía verlo bien. Pero ese niño no eras tú, hija. De eso estoy segura. Si hubieras sido tú, yo lo habría sabido en el momento en que naciste y te pusieron en mis brazos.
—Pero… ¿pero por qué yo no estaba? Sean y yo tenemos la misma edad. ¿Por qué no estaba yo también en tu visión?
—Había tenido antes la misma visión —me contó mi madre lentamente—. Cuando yo… pero en ambas ocasiones, tú no estabas allí. Sólo aquel otro niño, fuera de la imagen. Creo que de algún modo estás fuera de la pauta, Liadan. Si eso es así, podría proporcionarte un gran poder. Un poder peligroso. Podría permitirte… cambiar cosas. En aquellas visiones no se predijo que el nacimiento de Sean entrañase un segundo niño. Eso te coloca aparte. Creo, desde hace mucho tiempo, que las hadas guían nuestros pasos. Que ponen en marcha sus grandes planes a través de nosotros. Pero tú no estás en sus planes. A lo mejor tienes algún tipo de llave.
Era demasiado para poder asimilarlo. Aun así, sólo podía creerla, pues mi madre siempre decía la verdad, ni más ni menos.
—¿Y qué pasa con el tercer niño de la visión? —le pregunté—. ¿El niño al borde, en las sombras?
—No sé quién era. Sólo… que era un niño que había perdido toda esperanza. Eso es algo terrible. ¿Por qué tuve esa visión? No hay forma de saberlo. Con el tiempo, puede que lo averigües.
Volví a estremecerme.
—No estoy muy segura de querer hacerlo.
Madre sonrió y se puso en pie.
—Estas cosas tienen la costumbre de encontrarte ellas a ti, te guste o no —dijo—. Conor tenía razón. No hay motivos para sentirse culpable o preocuparse por lo que vaya a ocurrir. Pon un pie detrás de otro y sigue tu camino. Eso es todo cuanto podemos hacer.
—Hum. —Me la quedé mirando. Sonaba como si mi camino particular fuera más complicado de lo que habría deseado. No pedía mucho.
La seguridad y la paz de Sieteaguas, la oportunidad de usar adecuadamente mi don, y la calidez del amor de mi familia. No estaba segura de tener dentro algo que me permitiera hacer más que eso. No me veía como alguien que pudiera influir en el curso del destino. Cuánto se reiría. Sean de aquello si se lo contaba.
La estación avanzó, y Eamonn no regresó. Los druidas nos volvieron a dejar, se marcharon sin hacer ruido por entre los bosques al anochecer. Fue algo insólito, pero Niamh se tornó callada, y le dio por sentarse en las tejas, mirando por encima de los árboles y tarareando para sí. A menudo, cuando iba a buscarla para que me ayudara con una costura o para que hiciera un recado en la aldea, no había manera de encontrarla. Por las tardes ya no quería hablar, se quedaba en su cama sonriendo en secreto, hasta que los párpados se derrumbaban sobre sus preciosos ojos y ella se quedaba dormida como una niña. Por mi parte, experimentaba ciertas dificultades para dormir. Habíamos recibido noticias contradictorias del norte. Eamonn luchaba en dos frentes. Había avanzado hasta el territorio de su vecino. Se había retirado hasta su muralla interior. Los asaltantes eran hombres del norte, que habían venido para saquear una orilla que hacía mucho considerábamos segura. Tenían asentamientos en el lejano sur, en la desembocadura de un gran río, y querían expandir sus dominios por la costa, incluso hasta el corazón de nuestras tierras. Nada tenían de hombres del norte, eran britanos. Aunque, en verdad, la suya era una raza aún más extraña: hombres que lucían su identidad sobre la piel con un código secreto de dibujos. Hombres con rostros como pájaros extraños, con grandes y fieros gatos, venados y jabalíes; hombres que atacaban en silencio y mataban sin piedad. Uno tenía el rostro tan negro como el cielo nocturno. A lo peor ni siquiera eran hombres, sino guerreros del mundo de las hadas. Sus armas eran tan extrañas como su apariencia: astutas cerbatanas con las que lanzaban puntas envenenadas; pequeñas bolas metálicas remachadas con pinchos, que viajaban veloces y mordían con contundencia. Uso avispado de un pedazo de buena cuerda. Ni espadas ni lanzas, ningún arma honesta.
No sabíamos qué relato creer, aunque Sean y Liam se decantaban por la teoría de los hombres del norte como la más probable. Al fin y al cabo, dichos invasores estaban mejor preparados para un ataque rápido y una pronta retirada, pues en el mar seguían sin rival, dado que empleaban tanto los remos como las velas para moverse más velozmente que el viento sobre el agua. Tal vez sus adornados cascos habían prendido la mecha de las historias fabulosas. Con todo, opinaba Liam, los hombres del norte luchaban sin sutileza, con espada ancha, mazas y hachas. Tampoco eran conocidos por su habilidad en territorios boscosos, y preferían mantener las costas a aventurarse tierra adentro. La teoría no coincidía con tanta perfección como sería deseable.
Al final, hacia la época en que el día y la noche duran lo mismo, y Padre estaba ocupado plantando, Eamonn pidió ayuda, y Liam envió una fuerza de treinta hombres bien armados al norte. Sean habría querido ir, así como, creo yo, mi propio tío. Pero algo los retuvo. Estaba Aisling, que aún moraba en nuestra casa por ser lugar más seguro y que sufría por la seguridad de su hermano. Eso era suficiente para mantener a Sean en casa, al menos de momento. Y Liam dijo que era demasiado arriesgado, al no haber comprendido exactamente la naturaleza de la amenaza, que ellos dos compartieran primera línea de combate con Eamonn y su abuelo. Esperarían a recibir un informe del propio Eamonn, o de Seamus. Entonces tendrían hechos y no fantasías. Habría llegado el momento de decidir qué acciones tomar.
Reparé, sin embargo, en que por las noches hablaban largo y tendido y con tono grave, y estudiaban los mapas. Iubdan también. Mi padre había jurado no levantarse en armas, no si el enemigo era de los suyos; pero Liam era un estratega y reconocía y aprovechaba la habilidad que el marido de su hermana tenía con los planos, y con la planificación de la ofensiva y la defensa. Le oí comentar que era una pena que Padriac no hubiera regresado desde la última vez que se embarcó en busca de nuevas tierras y aventuras. Ahí sí tenían un hombre que sabía cómo construir un barco y manejarlo mejor que cualquier individuo del norte. Ahí sí contaban con un hombre al que se le ocurrían diez soluciones diferentes a cualquier problema. Pero hacía tres años ya que Liam no ponía los ojos sobre su hermano pequeño. Nadie albergaba demasiadas esperanzas de que regresara sano y salvo, después de tanto tiempo. Me acordaba de aquel tío bastante bien. ¿Quién podría olvidarse de él? Pasaba algunas temporadas en casa, siempre con maravillosas historias que contar, y después volvía a partir en busca de otra aventura. Estaba moreno como una nuez, el pelo trenzado a la espalda, llevaba tres pendientes en una oreja, y tenía un extraño pájaro multicolor que se sentaba en el hombro y te preguntaba educadamente si querías pegarte un revolcón en la paja, cariño. Sabía que mi madre lo consideraba tan muerto como a Finbar. Me pregunté si lo sabría. Me pregunté si yo misma podía saberlo. Si Sean fuera a la batalla y pereciera bajo la espada de algún extraño: ¿lo sentiría en mi corazón, sentiría ese momento en que la sangre se ralentiza en las venas y la respiración se detiene, y una película cubre los ojos mientras miran sin ver la enorme extensión del cielo?
* * *
Jamás fue mi intención espiar a Niamh. Lo que mi hermana hiciera en su tiempo libre era asunto suyo. Estaba preocupada, eso era todo. Estaba tan rara, aquella manera en que se había retirado al silencio y todo el tiempo que pasaba sola. Hasta Aisling lo comentó, con buena intención.
—Niamh parece muy callada —comentó una tarde en que las dos subimos por los campos tras la casa a recoger endibias salvajes para cocimientos. En algunas casas se consideraba inapropiado que las hijas de los señores se dedicaran a tareas tan vulgares, dejándose éstas al cuidado de los sirvientes de la familia. Jamás había sido así en Sieteaguas; no por lo que yo recordaba, al menos. Allí todo el mundo trabajaba. Es cierto, Janis y sus mujeres se encargaban de las tareas más pesadas: levantar el enorme caldero de hierro del estofado, limpiar los suelos, matar gallinas. Pero tanto Niamh como yo observábamos una rutina diaria y tareas estacionales, y ambas sabíamos realizarlas con eficacia. En eso seguíamos el ejemplo de nuestros padres, pues Sorcha se pasaba el día entero entre la destilería y la aldea, atendiendo a los enfermos; y a mi padre, que había sido en un tiempo señor de Harrowfield, no se le caían los anillos si había que arremangarse con el arado. Niamh y yo seríamos buenas esposas, perfectamente capaces de organizar los asuntos domésticos en las casas de nuestros maridos. Después de todo, ¿se puede ser una buena señora si no se comprende qué trabajo debe hacer tu gente? Cómo Niamh consiguió adquirir sus habilidades se me escapa, pues jamás dedicaba demasiado tiempo a ninguna tarea. Pero era una chica lista, y si se olvidaba de algo no le costaba nada convencer a Janis, o a mí o a quien fuera para ayudarla.
En cualquier caso, no estaba allí para las endibias. Aisling las recogía con cuidado, se detenía de vez en cuando para volver a recogerse los brillantes rizos que parecían querer escaparse de su hermosa cabellera. Los días eran más cálidos, y estaba adquiriendo unas pequitas claras en la nariz.
—Asegúrate de dejar suficientes para que produzcan semillas —le advertí.
—Sí, Madre —se rió Aisling mientras añadía unas cuantas flores amarillas más a su cesto de sauce. Siempre se mostraba dispuesta a ayudar en aquellas tareas. A lo mejor pensaba que se estaba preparando de la forma más adecuada para ser la esposa de Sean. Yo podría haberle dicho que ese aspecto no importaba lo más mínimo, no a él. Mi hermano ya había tomado una decisión—. Pero, en serio, Liadan, ¿tú crees que Niamh está bien? Me preguntaba si… bueno, me preguntaba si tendría que ver con Eamonn.
—¿Con Eamonn? —repetí como una tonta.
—Bueno —reflexionó Aisling—. Lleva un tiempo fuera, y ninguno sabemos qué está ocurriendo. No estoy segura de cómo van las cosas entre ellos, pero sí he pensado que podría estar preocupada. Yo lo estoy.
Le di un abrazo para animarla.
—Estoy segura de que no tienes por qué. Si alguien sabe cuidar de sí mismo, ése es Eamonn. Cualquier día de éstos veremos a tu hermano aparecer por la puerta tan campante, y sin duda victorioso.
Y me apuesto una pieza de plata contra una bobina vieja —me dije a mí misma— que sea lo que fuere aquello que preocupa a mi hermana, no es él. Dudo que haya pensado en él una sola vez desde que se marchó. Probablemente ha estado en mis pensamientos más que en los suyos.
Terminamos la cosecha, preparamos el vino de primavera con miel y jazmín para contrarrestar la amargura de la endibia, lo metimos en un lugar oscuro a macerar, y Niamh siguió sin aparecer. Aisling y yo subimos arriba, nos lavamos las manos y la cara, nos peinamos y trenzamos el pelo la una a la otra y nos quitamos los toscos delantales de trabajo. Era casi la hora de la cena y, fuera, un anochecer fresco teñía el cielo a pinceladas, tornándolo violeta y gris apagado. Entonces la vi por fin desde mi estrecha ventana, corriendo por el campo desde el límite del bosque, con un rápido vistazo a izquierda y derecha para comprobar que no hubiera ojos curiosos. Desapareció de mi vista. No mucho más tarde, la vi en la puerta, tomando aliento, con las faldas aún en una mano, y las mejillas coloradas. Yo la miré, Aisling la miró, y ninguna de las dos dijo palabra.
—Bien, no llego tarde. —Cruzó directa hasta un arcón de roble, levantó la tapa y rebuscó una túnica limpia. Encontró la que quería, se desabrochó la que llevaba y se la quitó, seguida de la enagua, sin siquiera pedirnos permiso. Aisling, con suma discreción, se puso a mirar por la ventana; yo le llevé a mi hermana el cuenco del agua y un cepillo mientras se enfundaba en enaguas limpias y se ponía la túnica por la cabeza. Me dio la espalda y yo empecé a abrocharle los numerosos corchetes. Aún respiraba de forma agitada, lo que no me hacía nada fácil la tarea.
—Ya está otra vez decente, Aisling —comenté con amargura—. A lo mejor podrías echarnos una mano con el cepillo. Ya debe de ser la hora de la cena. —Aisling era muy habilidosa, y tenía más oportunidades de lograr algo aceptable con los enmarañados mechones de mi hermana en el poco tiempo que nos quedaba. Empezó a pasarle el cepillo con calma.
—Caramba. ¿Dónde has estado, Niamh? —le preguntó sorprendida—. Tienes paja en el pelo, y hojas, y ¿qué son esas florecitas azules? —Seguía cepillando, su rostro era tan dulce e inocente como siempre.
—Te hemos echado de menos esta tarde —dije con un nivel de voz neutro, abrochándole aún la túnica—. Hemos hecho el vino de primavera sin ti.
—¿Eso pretende ser algún tipo de crítica? —replicó Niamh, retorciéndose a este lado y al otro para acomodarse las faldas. Se estremecía cada vez que el cepillo daba con un nudo.
—Era una constatación, no una pregunta —contesté—. Dudo que tu ausencia haya sido advertida por nadie, aparte de Aisling y yo. Esta vez. Y nos hemos apañado muy bien sin ti, por eso no te tienes que sentir culpable.
Me lanzó una mirada directísima, pero no iba a decir nada, no con Aisling allí. Aisling sólo veía lo bueno de la gente, no concebía ni los secretos ni los subterfugios. Era tan cándida como una oveja, aunque puede que la comparación sea injusta. Por simple que fuera, la chica no era idiota.
Esa noche volví a sentir el mismo desasosiego, mientras nos sentamos a cenar, toda la familia reunida. La comida era sencilla. En parte porque mi madre jamás tocaba la carne, comíamos con bastante modestia, basábamos nuestra dieta fundamentalmente en los cereales y verduras de nuestras granjas. Janis dominaba un amplio repertorio de sopas sabrosas y hogazas de pan, y nos apañábamos bien. Los hombres compartían un ave asada o dos, o se sacrificaba de vez en cuando una oveja, pues trabajaban duro, tanto en el terreno de las armas como en el del trabajo de la granja y el establo, y no siempre quedaban saciados con una comida de nabos, habichuelas y centeno. Aquella noche me alegró comprobar que Madre conseguía cenar una pequeña sopa y un par de pedazos de bannock, el pan frito. Se había quedado tan delgada, que el viento del norte podría llevársela si se lo proponía, y nunca había sido fácil convencerla de que comiera. Mientras la observaba, sentí que Iubdan me miraba, lo miré y rápidamente aparté la vista, pues no podía soportar su expresión. Aquella mirada decía éste es un largo adiós, pero el tiempo es insuficiente. No tengo capacidad para esto. No puedo aprenderlo. Aguantaré y aguantaré, hasta que mis manos sólo se agarren al vacío.
Niamh estaba sentada, aseada como una gata, bebía su sopa y tenía la mirada gacha. No llevaba un pelo fuera de sitio. El delator sonrojo había desaparecido, su piel brillaba dorada a la luz de las lámparas de aceite. Enfrente se sentaba Sean, con Aisling a su lado, y susurraban, mientras entrelazaban sus manos por debajo de la mesa. Tras la cena no hubo relatos, no aquella noche. Lo que hicimos fue retirarnos, siguiendo las instrucciones de Liam, a una pequeña y tranquila estancia donde podríamos tener algo de intimidad, y dejamos a los hombres y mujeres de la casa con sus canciones y su cerveza junto a los fogones de la cocina.
—Tienes noticias —dijo mi padre en cuanto nos hubimos sentado. Serví vino de una botella que estaba encima de la mesa, primero a mi madre, después a mi tío, luego a mi padre y a Sean, y por último a las otras dos chicas.
—Gracias, Liadan. —Liam aprobó mi quehacer con un asentimiento de cabeza—. Desde luego, las he mantenido en secreto hasta ahora porque tiene que ser Aisling quien las escuche primero. Buenas noticias, niña —se apresuró a añadir pues Aisling se había empezado a asustar, sin duda temiendo lo peor—. Tu hermano está bien y debería regresar para recogerte antes de Beltaine. La amenaza ha terminado por el momento.
—¿Qué hay del enemigo desconocido? —preguntó Sean ansioso—. ¿Y de la batalla?
Liam puso ceño.
—Sólo detalles. Se han producido algunas bajas. El hombre que llegó con el mensaje sabía poco, lo había recibido de otro. Sé que Eamonn ha vuelto a asegurar sus fronteras, pero exactamente cómo, y contra quién, parece seguir envuelto en el velo del misterio. Eso tendrá que esperar a que él regrese. También yo estoy ansioso por saber más. Podría influir en nuestro plan de acción respecto a los britanos. Sería una insensatez fiar toda la victoria a una batalla por mar contra los hombres del norte.
—Cierto —respondió Sean—. Yo no me arriesgaría a meterme en tamaño trance, a menos que contara con sus mismas habilidades de mi lado. Pero los hombres del norte no tienen ningún interés en nuestras islas; si necesitaran usarlas como fondeadero seguro, se las habrían quitado a los britanos hace mucho. Las islas son demasiado yermas para cultivar, quedan muy lejos para establecer un asentamiento y es un territorio dejado de la mano de todo el mundo, salvo los vetustos. Los britanos las usan sólo de trampolín a nuestras tierras.
—Y, así lo creo, como insulto a vosotros —añadió Iubdan en voz baja—. Una vez oí decir que ésa era la manera de provocar la respuesta de un hombre de Erin. Iniciar una pelea robándole lo que más estima su corazón: su caballo, a lo mejor; o su mujer. Desencadenar una guerra arrebatándole lo que más estima su espíritu: su herencia; sus misterios. Quizá no haya ninguna otra razón.
—Desde luego, sus esfuerzos por establecer una base en la costa no han sido desmedidos —respondió Liam—. Al igual que nosotros, son poco diestros en el arte de la guerra marítima. Aun así, siguen conservando las islas desde hace tres generaciones o más. Ayudados por un aliado con una flota fuerte, más la habilidad de los hombres del norte para dirigirla, quién sabe qué no serían capaces de hacer.
—Ésa es, por supuesto, una alianza improbable. —Sean se rascó la cabeza pensativo—. Los britanos de la orilla oeste no tienen motivos para confiar en los hombres del norte. Han sufrido pérdidas más severas que las nuestras a causa de los ataques vikingos. Durante decenios y más decenios han presenciado el salvajismo de dichos invasores. Sería, de hecho, una alianza pagana.
—Si debemos guiarnos por nuestro antiguo enemigo, Richard de Northwoods —refunfuñó Liam—, yo diría que los britanos son capaces de cualquier cosa.
—Hemos de esperar —intervino mi madre con tacto—. Eamonn nos contará más cosas cuando vuelva. Me alegro de verte sonreír otra vez, querida —añadió dirigiéndose a Aisling.
—Tu preocupación por tu hermano te honra —añadió Liam—. El chico es un líder, de eso no hay duda. Confío en que sus pérdidas no hayan sido grandes. Y ahora, tengo otra noticia. Una que te interesará, Niamh.
—¿Mmm…? ¿Qué? —Estaba distraída, enfrascada en sus pensamientos.
—Una carta —repuso mi tío con seriedad—. De un hombre que no conozco, pero de quien he oído hablar. Tú sabrás de él, Iubdan. Se llama Fionn, del clan Uí Néill, la rama que se estableció en el noroeste. Están relacionados, de manera bastante directa, con el Alto Rey de Tara. Pero las dos ramas de la familia no se aprecian demasiado. Fionn es el hijo mayor del jefe del clan en Tirconnell, un hombre de gran influencia y considerable riqueza.
—He oído hablar de él, sí —repuso Padre—. Está bien considerado. Y además no es demasiado cómodo estar perfectamente situados, como lo estamos, entre las dos sedes de Uí Néill. Todos están hambrientos de poder.
—Lo que convierte este asunto en mucho más interesante —prosiguió mi tío—. Este tal Fionn y su padre buscan una alianza más cercana con Sieteaguas. Ha insinuado, casi directamente, que eso es lo que persigue.
—¿Es éste tu modo de decirnos que quiere casarse con una de las hijas de esta casa? —Mi madre sabía la manera de hacer concretar a su hermano cuando se pasaba de formal—. ¿Ha hecho una oferta por alguna de nuestras niñas?
—Desde luego. La carta dice que ha oído hablar de una hija de excepcional belleza y excelentes habilidades en la casa de Sieteaguas, que busca esposa, y que su padre contemplaría dicha alianza como muy beneficiosa para ambas familias. Hace una referencia velada a nuestra disputa con los britanos de Northwoods, y señala los hombres que tiene a su disposición convenientemente situados junto a nosotros. También menciona la posición estratégica de Sieteaguas en relación con sus familiares del sur, en caso de que tuviera que enfrentarse a una amenaza por ese lado. Para ser una carta corta, da bastante de sí.
—¿Qué tipo de hombre es este tal Fionn? —intervino Aisling sin reparos—. ¿Es joven o viejo? ¿Es feo o de buena complexión?
—Debe de ser de mediana edad —respondió Liam—. Treinta, a lo mejor. Un guerrero. Desconozco por completo su aspecto.
—¡Treinta! —Aisling se quedó claramente conmocionada ante la posibilidad de que alguna de nosotras pudiera casarse con un hombre tan viejo.
Sean sonrió.
—Una hija de excepcional belleza —murmuró.
—Esa será Niamh. —Se me quedó mirando, con las cejas arqueadas, y yo le hice una mueca.
—La oferta es por Niamh, sí —coincidió Liam, sin percatarse en absoluto de por qué lo había dicho Sean—. ¿Qué dices, sobrina?
—Yo… —Niamh parecía incapaz de hablar, algo bastante inusual tal y como estaban las cosas. De repente se puso completamente pálida—. Yo… —Y aun así, no podía ser tanta la conmoción. De hecho, con diecisiete años, era extraño que ésta fuera la primera oferta formal que habíamos recibido por ella.
—Esto es demasiado para que una chica lo asimile de golpe, Liam —repuso mi madre rápidamente—. Niamh necesita tiempo para pensárselo, y también nosotros. Si no tienes inconveniente, yo podría leerle la carta en privado.
—Ninguno en absoluto —contestó Liam.
—Queremos discutirlo. —Mi padre había estado callado hasta aquel momento, pero su tono indicaba claramente que nadie más iba a tomar las decisiones por él—. ¿Pretende este tal Fionn honrarnos con una visita, o tendremos que valorar sus cualidades sólo por su caligrafía? —Era en momentos como aquél cuando recordábamos quién era mi padre, y quién había sido una vez.
—Antes desea saber si tendremos en cuenta su petición. Si la respuesta es favorable, viajará hasta aquí antes del solsticio de verano para presentarse, y confía en casarse sin dilación, si estamos de acuerdo.
—No tenemos prisa —respondió Iubdan en voz baja—. Dichos asuntos son importantes y deberían recibir la consideración necesaria. Aquello que parece la mejor elección al principio podría resultar no ser lo más valioso a la larga.
—En cualquier caso —prosiguió Liam—, tu hija va a cumplir dieciocho años. Ya hace dos o tres veranos que debería estar casada. ¿Es necesario que te recuerde que a su edad Sorcha ya estaba casada y era madre de tres hijos? Y una oferta de un jefe de tanto renombre no llega a menudo.
Niamh se puso en pie abruptamente, y ahora se notaba que había estado escuchando, y que temblaba de los pies a la cabeza.
—Ya podéis dejar de discutir de mí como si fuera algún premio, o una vaca de cría que queréis vender a buen precio —dijo con la voz temblorosa—. No me voy a casar con ese Uí Néill, no puedo. Las cosas… las cosas son así y punto. ¿Por qué no le preguntáis si se quiere quedar con Liadan? Es la mejor oferta que van a hacer por ella. Y ahora, si me perdonáis… —Salió a trancas y barrancas por la puerta, y le vi las lágrimas empezar a correr cuando tropezó al salir de la sala, dejando a la familia en un silencio incómodo.
* * *
No quería hablar conmigo. No quería hablar con Madre. Ni siquiera quería hablar con Iubdan, que era el mejor oyente que se pudiera encontrar. A Liam lo evitaba por completo. La situación empezó a ponerse tensa, a medida que los días pasaban y la carta de Fionn seguía sin respuesta. No había señal de cesión alguna, y mi tío se puso nervioso. Todo el mundo reconocía que la reacción de Niamh iba más allá de lo razonable (conmoción al tiempo que se sentía halagada, seguida de la reticencia típica de las doncellas y por último aceptación con sonrojos). Lo que no podían entender era el porqué. Mi hermana era, como Liam había señalado, bastante mayor para seguir soltera, y de gran belleza. ¿Por qué no se había lanzado ante una oferta como aquélla? ¡Los Uí Néill! ¡Y además de un futuro jefe! Los comadreos aireaban que ella en realidad quería a Eamonn y que estaba aguantando hasta que él volviera. Yo les podría haber dicho que de eso nada, pero me callé la boca. Tenía una idea de lo que le rondaba por la cabeza. Abrigaba sospechas sobre adónde se dirigía, aquellos días que desaparecía desde la salida de sol hasta el atardecer. Pero los pensamientos de mi hermana eran impenetrables; sólo podía suponer la verdad, y confiaba fervientemente en que mis recelos no se confirmaran.
Intenté hablar con ella, pero no llegué a ninguna parte. Al principio intentaba ser delicada, pues lloraba mucho, tumbada sobre la cama mirando al techo o de pie junto a la ventana, con la cara húmeda por las lágrimas a la luz de la luna, mirando al bosque. Cuando la amabilidad no surtió efecto, me volví más directa.
—No creo que fueras muy buena druida, Niamh —le dije una noche mientras estábamos solas en nuestra habitación, con una velita encima del arcón entre nuestras estrechas camas.
—¡¿Qué?! —Desde luego capté su atención—. ¡¿Qué has dicho?!
—Ya me has oído. No hay mantas calentitas, ni sirvientes complacientes, ni túnicas de seda en los nemetons. Se impone una vida de disciplina, aprendizaje y privaciones. Es una vida del espíritu, no de la carne.
—¡Cállate la boca! —Su furiosa respuesta me indicó que estaba muy cerca de la verdad—. ¿Qué sabrás tú? ¿Qué sabes tú de nada? ¡Mi sencilla hermanita, envuelta en hierbas, pociones y su acogedor entorno doméstico! ¿Qué hombre te iba a querer, aparte de un granjero con manazas y barro en sus botas? —Se tiró bocabajo en la cama, con el rostro entre las manos, y supuse que se había echado a llorar.
Inspiré profundamente, y volví a la carga con cuidado.
—Madre eligió a un granjero con manazas y barro en las botas —repuse sin alterarme—. Había unas cuantas mujeres en Sieteaguas que lo consideraban un buen partido, cuando era joven. O eso dicen.
Siguió sin moverse, no pronunció un sonido. Sentí la profunda tristeza que había dado pie a sus crueles palabras.
—Niamh, puedes hablar conmigo —le dije—. Haré todo lo posible por comprenderte. Sabes que no puedes seguir así. Todo el mundo está disgustado. Nunca he visto la casa tan dividida. ¿Por qué no me lo cuentas? Tal vez pueda ayudarte.
Levantó la cabeza para mirarme. Me sorprendió su palidez y las profundas ojeras.
—Vaya, ahora es culpa mía —repuso con la voz entrecortada—. He disgustado a todo el mundo, ¿no? ¿Quién decidió casarse conmigo para ganar una estúpida batalla? ¡Pues no fue idea mía, eso te lo aseguro!
—A veces no puedes tener lo que quieres —repuse con calma—. Puede que tengas que aceptarlo, por duro que pueda parecer. Este Fionn quizá no esté tan mal. Por lo menos podrías conocerlo.
—¡Eso está muy bien, viniendo de ti! No reconocerías a un hombre de verdad aunque lo vieras. ¿No me sugeriste a Eamonn como candidato? ¿Eamonn? ¡Por favor!
—Me pareció… posible.
Hubo un largo silencio. Seguí callada, sentada, con las piernas cruzadas sobre la cama con un camisón sencillo. Pensé que probablemente tenía razón en lo que acababa de decir de mí; y me pregunté si mi padre se habría equivocado con Eamonn. Intenté verme como podría verme un hombre, pero era bastante difícil. Demasiado bajita, muy delgada. Excesivamente pálida. Bastante tímida. Todo eso se me podía aplicar. Aunque, de todos modos, yo no estaba descontenta con el rostro y el cuerpo que había heredado de mi madre. Me hacía feliz lo que Niamh había llamado, despectivamente, mi pequeño entorno doméstico. No deseaba aventuras. Un granjero me iría que ni hecho a la medida.
—¿Por qué sonríes? —Mi hermana me lanzó una mirada de odio desde el otro lado de la habitación. La vela convirtió su sombra en una figura amenazante y desmesurada cuando se incorporó secándose las lágrimas. A pesar de lo hinchada que tenía la cara por el llanto, seguía estando preciosa.
—Por nada.
—¿Cómo puedes sonreír, Liadan? No te importa nada, ¿verdad? ¿Cómo te voy a contar nada? En cuanto lo sepas, lo sabrá Sean, y después lo sabrán todos.
—Eso no es justo. Algunas cosas me las guardo para mí, como él.
—¿Ah, sí?
No respondí, y Niamh se volvió a tumbar, con la cara contra la pared. Cuando habló, lo hizo con un tono de voz diferente, tembloroso y lloroso.
—¿Liadan?
—¿Mmmm?
—Perdona.
—¿Por qué?
—Perdona por lo que he dicho. Perdona por decir que eras simple. No lo decía en serio. Suspiré.
—No pasa nada. —Tenía la costumbre de decir cosas dolorosas cuando se disgustaba, y después se arrepentía siempre. Niamh era como un día de otoño, todo sorpresas, lluvia y sol, sombra y claridad. Incluso cuando sus palabras eran crueles, era difícil enfadarse con ella, porque no las decía para hacer daño—. No estoy buscando marido —le dije—, así que no importa demasiado.
Sollozó y se tapó la cabeza con la manta, y hasta ahí llegamos.
* * *
La estación prosiguió su marcha hacia Beltaine, el trabajo de la granja continuó, y Niamh se encerró cada vez más profundamente en sí misma. Se intercambiaron palabras acaloradas tras puertas cerradas. La casa estaba bastante trastornada. Cuando Eamonn regresó por fin, recibió la más cálida de las bienvenidas, pues creo que todos agradecimos cualquier cosa que aliviara las crecientes tensiones entre nosotros. La historia que tenía que contarnos era desde luego tan extraña como sugerían los rumores.
La escuchamos la noche de su llegada, tras la cena en el salón. A pesar de la estación, hacía frío, y Aisling y yo habíamos ayudado a Janis a preparar vino caliente. La nuestra era una casa segura, en la que todo el mundo era de confianza, así que Eamonn contó la historia abiertamente, pues conocía el grado de interés que habían despertado él, Seamus y su fuerza de combate. De los treinta que componían la guarnición de Liam, sólo veintisiete habían regresado. Las pérdidas de Eamonn habían sido mucho mayores, así como las de Seamus Barbarroja. Había mujeres llorando en tres casas. Con todo, Eamonn había regresado victorioso, aunque no del modo que habría deseado. Lo observé narrar su historia, usando algún que otro gesto para ilustrar esta o aquella cuestión. De vez en cuando le caía un mechón de pelo castaño por la frente, que se apartaba con un gesto automático de la mano. Me pareció que su rostro traía más arrugas de las que se había llevado; cargaba con una responsabilidad muy pesada para un hombre tan joven. No era extraño que algunos lo consideraran falto de sentido del humor.
—Ya sabéis —dijo—, que hemos perdido más hombres buenos de los que podíamos permitirnos. Os puedo asegurar que sus vidas no fueron desperdiciadas a la ligera. Tratamos con un enemigo de naturaleza bastante distinta a la de los que conocemos, los britanos, los hombres del norte, los jefes hostiles de nuestra propia tierra. De los veintiún guerreros que perecieron a mi servicio, no hubo dos asesinados con el mismo método.
Se extendió un murmullo por la sala.
—Ya habéis oído las historias —prosiguió Eamonn—. Podría ser que ellos mismos hayan extendido los rumores, para aumentar el miedo. Pero los rumores están basados en hechos, como descubrimos por nosotros mismos cuando por fin nos enfrentamos a este enemigo. —Siguió hablando de un vecino del norte con quien mantenía una larga disputa que se había concretado en acción, en robos de ganado, en represalias en forma de ataques.
—Conocía el monto de mis fuerzas. En el pasado, sólo había intentado llevarse unos cuantos rebaños, o prender fuego a algo demasiado cerca de mis torres de vigía. Sabía que no podía enfrentarse a mí en la batalla, y que cualquier acción que emprendiera comportaría rápidas y mortales represalias. Pero codicia una parcela de tierra que yo poseo, al borde de su zona más fértil, y llevaba tiempo planeando hacerse con ella. Una vez intentó comprarme el territorio en disputa, pero yo rechacé la oferta. Bueno, halló otro modo de emplear su plata.
Eamonn dio un trago a su copa de vino, se secó la boca con la mano. Su expresión era sombría.
—Empezamos a oír hablar de asaltos relámpago por parte de enemigos invisibles. Las torres de vigía no habían sufrido daños, los pueblos no habían sido saqueados ni quemados los graneros. Sólo asesinatos. Extremadamente eficientes. Imaginativos en sus métodos. Primero un puesto aislado, donde hubo dos muertos. Después una emboscada más temeraria. Una tropa de mis guardias que patrullaba la orilla oeste de los pantanos. Muertos, todos ellos. Una escena de pesadilla. Ahorraré a las damas los detalles. —Echó un vistazo rápido en mi dirección, y volvió a apartar la mirada—. No era cruel, para ser precisos. No había tortura. Sólo… extremadamente eficiente, y… y diferente. No había manera de saber contra qué estábamos luchando. No había forma de prepararse. Y mis granjeros, mis agricultores estaban todos aterrorizados por completo. Consideraban a estos asesinos silenciosos un fenómeno del otro mundo, criaturas que podían aparecer y desaparecer en un pispas, alguna forma híbrida de hombre y bestia, desprovistos de cualquier noción de bien o mal. —Se quedó callado, y creo que sus ojos vieron una imagen que desearía poder borrar de su mente.
—Cualquiera diría —prosiguió al fin—, que en nuestro propio territorio y respaldados por los hombres de Seamus, no tendríamos ninguna dificultad en expulsar al invasor. Mis hombres tienen disciplina. Experiencia. Conocen esos pantanos como la palma de su mano; saben dónde están todos los caminos del bosque, todos los refugios, todas las posibles trampas. Nos dividimos en tres grupos, e intentamos aislar al enemigo en una zona concreta, donde creíamos que se habrían concentrado sus fuerzas. Al principio obtuvimos victorias. Capturamos a muchos de los hombres de mis vecinos del norte, y pensamos que la amenaza estaba a punto de acabar. Pero era raro; nuestros prisioneros parecían nerviosos, siempre mirando a sus espaldas. Supongo que sabía, incluso antes de aquello, que los ataques no provenían de un solo enemigo. La plata de mi vecino le había permitido adquirir una fuerza que jamás habría reunido solo. Una fuerza tal como nadie de los que estamos aquí tiene a su disposición.
—¿Quiénes eran? —preguntó Sean, que estaba pendiente de cada palabra. Sentí su emoción; aquél era un desafío que él habría querido para sí.
—Sólo los vi una vez —repuso Eamonn lentamente—. Cabalgábamos por la zona más traicionera de los pantanos, regresábamos a nuestro campamento principal con los cuerpos de nuestros muertos. No es posible organizar un ataque en ese lugar. Yo no lo creía posible. Un movimiento en falso y el suelo se estremece, sacude y te engulle, y lo único que se oirá es el leve chapoteo del agua al tragarse a un hombre. Es seguro si conoces el camino.
»Éramos diez —prosiguió—. Cabalgábamos en fila de a uno, pues la pista es estrecha. Llevábamos los cadáveres de los nuestros cruzados sobre las monturas. Era por la tarde, pero las nieblas del lugar hacen que el día parezca atardecer, y el atardecer noche. Los caballos conocían el camino y no necesitaban guía. Íbamos en silencio, sin bajar la guardia, incluso en aquel lugar perdido. Tengo buen oído, y una vista aguda. Mis hombres habían sido escogidos cuidadosamente uno a uno. Pero no me enteré. No nos enteramos ninguno. El chirlido de un ave de los pantanos; el croar de una rana. Algún ruidito, alguna señal; y los teníamos encima. Llegaron de ninguna parte, pero se abalanzaron sobre nosotros todos a una, justo en el mismo instante, uno sobre cada uno de nosotros, a éste lo tiraron del caballo y lo despacharon limpia y silenciosamente, a este otro a cuchillo, a aquél estrangulado con una cuerda, uno más con un pulgar bien puesto en el cuello. En cuanto a mí, mi castigo fue elegido con toda la intención. No vi al hombre que me sujetaba por detrás, aunque hice acopio de todas mis fuerzas para soltarme. Sentí mi propia muerte a la espalda. Pero no era el momento. Lo que hicieron fue inmovilizarme allí, mientras observaba y escuchaba, mientras mis hombres morían delante y detrás de mí, uno detrás de otro, y sus caballos emprendían la estampida presos del pánico y eran engullidos por las aguas temblorosas del pantano. Mi montura se mantuvo firme y la dejaron en paz. Se me iba a permitir regresar a casa. Tenía que observar, sin poder hacer nada, la masacre de mis propios hombres, y después me soltarían.
—Pero ¿por qué? —musitó Sean.
—No estoy muy seguro de haberlo entendido, ni siquiera ahora —respondió Eamonn débilmente—. El hombre que me sujetaba, me rodeaba con un brazo, me había puesto el cuchillo en la garganta y era suficientemente hábil con las manos para evitar que me resistiera. En ese tipo de combate, poseía una habilidad que yo no había concebido siquiera. No había esperanza alguna de que me pudiera liberar. Me carcomía esperar hasta que muriera el último de mis hombres. Y… y casi consideré ciertos los rumores cuando la niebla en movimiento me mostró, aquí y allí, atisbos de aquello que arrebataba vidas con frío desapego.
—¿Eran de verdad medio hombres y medio bestias? —preguntó Aisling vacilante, preocupada, sin duda, por parecer tonta. Pero nadie se rió.
—Eran hombres —repuso Eamonn en un tono que sugería que no estaba del todo claro—. Pero llevaban cascos, o máscaras, que los ocultaban. Tenía la sensación de ver un águila, o un venado; algunos, incluso, presentaban marcas en la piel, a lo mejor encima de la ceja, o en la barbilla, para sugerir el plumaje o los rasgos de una criatura salvaje. Algunos cascos estaban adornados con plumas, otros con capas de piel de lobo. Sus ojos… sus ojos eran extraordinariamente serenos. Tan calmos como la muerte. Como… como seres sin sentimientos humanos.
—¿Y el hombre que te sujetó? —preguntó Liam—. ¿Qué tipo de hombre era?
—Escurridizo. Se aseguró de que no le viera la cara. Pero oí su voz, y no la olvidaré; y cuando al fin me soltó, vi su brazo al apartarme el cuchillo del cuello. Era un brazo tatuado desde el hombro a las puntas de los dedos con una delicada red de plumas, espirales y eslabones interconectados, un dibujo permanente e intrincado grabado en la piel. Por ese brazo reconoceré otra vez a esa bestia, cuando vengue los asesinatos de mis hombres.
—¿Qué te dijo? —No pude contenerme, pues era una historia fascinante, aunque terrible.
—Su voz era… muy uniforme. Muy tranquila. En aquel lugar de muerte, hablaba como si estuviera discutiendo una transacción comercial. Sólo fue por un instante. Me soltó, y cuando recobré el aliento y me di la vuelta para perseguirlo se desvaneció en la niebla circundante, y dijo: Aprende de esto, Eamonn. Aprende bien. Aún no he terminado contigo. Y me quedé solo. Solo con mi caballo tembloroso y los cuerpos rotos de mis hombres.
—¿Sigues creyendo que no eran… que no eran criaturas del otro mundo? —preguntó mi madre. Había una inestabilidad en su voz que me preocupó.
—Son hombres. —El tono de Eamonn era controlado, pero oí la ira que contenía—. Hombres con increíbles recursos para el combate; habilidades que serían la envidia de cualquier guerrero. Por numerosas que fueran nuestras fuerzas, ni matamos ni capturamos a uno solo de ellos. Pero no son inmortales. Eso lo descubrí cuando volví a saber de su jefe.
—¿No dices que no lo habías visto nunca? —preguntó Liam.
—No lo vi. Envió un mensaje. Fue algún tiempo después, y no habíamos vuelto a tropezar con ellos. Tus refuerzos llegaron, y juntos espantamos al resto de las escasas fuerzas de mi vecino y los enviamos de vuelta a su casa. Nuestros muertos fueron honrados y enterrados. Sus viudas atendidas. Los asaltos terminaron. La amenaza parecía haber concluido, aunque la gente aún se estremecía al recordar qué había ocurrido. Le dieron un nombre a este asesino. Lo apodaron el Hombre Pintado. Pensaba que su banda había desaparecido de mi territorio. Entonces me entregaron el mensaje.
—¿Qué mensaje?
—No eran simples palabras de desafío; nada tan honesto vendría de ese bellaco. El mensaje era… a lo mejor no debería contar esto aquí. No es adecuado para los oídos de las damas.
—Es mejor que nos lo cuentes —intervine sin contemplaciones—. Nos vamos a enterar de un modo u otro.
Volvió a mirarme.
—Por supuesto, tienes razón, Liadan. Pero esto… esto no es agradable. Me trajeron… me trajeron una bolsa de cuero que había sido dejada en un lugar en que mis hombres no tendrían problemas para encontrarla. Dentro de la bolsa había una mano. Una mano perfectamente cercenada.
Hubo un silencio total.
—Por los anillos que llevaba, supimos que había sido separada, con cierta pericia, de uno de los nuestros. Yo interpreto el gesto como un desafío. Me dice que es fuerte; también sé que es arrogante. Sus servicios, y los de los hombres que comanda, están ahora a disposición del mejor postor. Debemos tenerlo en cuenta al planear cualquier ofensiva.
Nos quedamos sin palabras, conmocionados, durante un rato. Al final mi padre preguntó:
—¿Crees que ese tipo tendrá la cara dura de ofrecer sus servicios a cualquiera de nosotros después de lo que ha hecho? ¿Para pedir recompensa?
—Conoce el valor de lo que posee —apostilló Liam con sequedad—. Y tiene razón. Hay más de un jefe cuyos escrúpulos no le detendrían de aceptar tal oferta, en caso de tener los recursos para financiarla. Supongo que no saldrán baratos.
—Es difícil que se lo planteen seriamente —intervino mi madre—. ¿Quién confiaría en un hombre así? Da la sensación de que cambiará sus lealtades en cualquier momento.
—Un mercenario no tiene lealtades —respondió Eamonn—. Pertenece al hombre con la bolsa más llena.
—Aun así. —Sean hablaba lentamente, como si estuviera cavilando—, me gustaría saber si sus añagazas marítimas son equiparables a las que demuestran en la emboscada. Dicha fuerza, usada en combinación con una tropa mayor de guerreros, proporcionaría gran ventaja. ¿Sabes cuántos hombres tiene?
—No estarás planteándote en serio emplear a esa gentuza —inquirió Liam, conmocionado.
—¿Gentuza? Del relato de Eamonn se desprende que ésta no es una banda de brutos desmañados. Parecen atacar con el más absoluto control, y planean sus asaltos con inteligencia afilada. —Sean seguía pensando a toda velocidad.
—Puede que sean astutos, pero son peores que los fianna, pues llevan a cabo sus misiones sin orgullo, sin otro compromiso que el de la gesta misma, y la recompensa —dijo Eamonn—. Ese hombre me ha entendido mal. Cuando muera, será a mis manos. Pagará con sangre volver a pisar mi territorio, o tocar lo que es mío. Lo he jurado. Y me aseguraré de que mi intención llegue a sus oídos. Su vida está confiscada, si se vuelve a cruzar en mi camino.
Llegados a ese punto Sean se contuvo sabiamente, aunque sentí la emoción reprimida en él. Eamonn bebió otra copa de vino, y pronto quedó rodeado por los ansiosos indagadores. Pensé que eso debía de ser lo último que deseaba en aquel momento, precisamente cuando su relato le había devuelto el recuerdo de sus pérdidas de manera tan cruda. Pero yo no era su guardiana.
* * *
Supongo que aquella noche fue la primera vez que vi a Eamonn a punto de admitir que no controlaba la situación. Si cabía destacar de él alguna cualidad, ésta era la autoridad, y junto a ella el compromiso con sus creencias. No era de extrañar, por lo tanto, que la precisión y el descaro del ataque del Hombre Pintado, y la arrogancia de su segundo episodio, lo hubieran perturbado profundamente. Al día siguiente tenía que escoltar a su hermana a casa, pues había muchos asuntos que atender.
Por consiguiente, me sorprendió que apareciera en mi jardín poco después de empezar mis tareas matutinas, como si nuestra cita anterior sólo se hubiera pospuesto un tiempo.
—Buenos días, Liadan —me saludó educadamente.
—Buenos días —respondí, y seguí cortando las flores marchitas de mi antiguo rosal. Si los podaba entonces darían muchas más flores a medida que avanzara el verano. Los escaramujos, después, podrían usarse como un potente refresco con multitud de aplicaciones, así como sabrosa gelatina.
—Estás ocupada. No deseo interrumpir tu trabajo. Pero nos marchamos pronto, y me gustaría hablar contigo antes.
Lo miré con cautela. Vaya si estaba serio y pálido. Aquella campaña le había puesto más años encima de los que tenía.
—Supongo que tendrás alguna idea de qué es lo que quiero comentar contigo.
—Bueno, sí —respondí, consciente de que no tenía más elección que dejar de fingir que trabajaba y escucharlo. Habría sido de ayuda tener alguna idea de cómo iba a contestarle—. ¿Quieres sentarte aquí un rato? —Nos desplazamos hasta el banco de piedra, y me senté, con una cesta en las rodillas y el cuchillo de podar aún en la mano, pero Eamonn no se sentó. Lo que hizo fue caminar de un lado a otro, con los puños apretados. ¿Cómo podía ponerle nervioso esto, pensé, después de todo lo que había soportado? Pero estaba nervioso, de eso no había duda.
—Ya oíste anoche mi relato —dijo—. Estas pérdidas me han dado mucho que pensar, sobre muchas cosas. Muerte; venganza; sangre. Asuntos muy negros. No creía que fuera capaz de odiar tanto. No es un sentimiento cómodo.
—Ese hombre te ha hecho daño, eso está claro —dije lentamente—. Pero a lo mejor tienes que dejarlo atrás, y seguir adelante. El odio puede devorarte, si se lo permites. Puede convertirse en toda tu vida.
—No quiero que eso ocurra —dijo volviéndose para mirarme a la cara—. Mi padre convirtió a aquellos que habían sido sus aliados en amargos enemigos, y eso le condujo a la destrucción. No deseo verme consumido de ese modo. Pero no puedo dejarlo atrás. Confiaba en que… a lo mejor debería empezar de cero.
Levanté la vista para mirarlo.
—Tengo que casarme —soltó a bocajarro—. Después de esto, parece aún más importante. Es… es una manera de equilibrar esas cosas tan negras. Estoy cansado de llegar solo a casa, a un frío hogar y salas que resuenan vacías. Quiero un hijo que asegure el futuro de mi nombre. Mi hacienda es considerable, como sabes; mis dominios seguros, salvo por ese advenedizo y su banda de asesinos. Tengo mucho que ofrecer. Te… te admiro desde hace mucho tiempo, incluso desde antes que estuvieras lista para plantearte siquiera una alianza tal. Tu oficio, tu aplicación a la tarea, tu amabilidad, tu lealtad a tu familia. Nos llevaríamos bien. Y no está muy lejos; podrías verlos a menudo. —Me sorprendió acercándose y poniéndose de rodillas—. ¿Quieres ser mi esposa, Liadan?
De acuerdo con el protocolo de las mismas, esta proposición había salido… más bien formal. Supuse que había dicho lo correcto. Pero la encontré algo deficiente. A lo mejor había escuchado demasiadas fantasías.
—Voy a hacerte una pregunta —repuse con calma—. Cuando respondas, recuerda que no soy el tipo de mujer que busca adulación, ni falsos cumplidos. Espero de ti la verdad, siempre.
—Tendrás la verdad.
—Dime —le dije—, ¿por qué no has pedido la mano de mi hermana Niamh? Eso era lo que todo el mundo esperaba.
Eamonn tomó mis manos entre las suyas, y las rozó con los labios.
—Tu hermana es realmente muy hermosa —dijo con un apunte de sonrisa—. Cualquier hombre soñaría con una mujer así. Pero sería tu rostro el que querría ver al despertarse.
Sentí que me ponía más colorada que un tomate, y me quedé sin habla.
—Perdona, te he ofendido —se apresuró a añadir, pero siguió reteniéndome la mano.
—Oh, no… en absoluto —conseguí decir—. Sólo que estoy… sorprendida.
—He hablado con tu padre —me dijo—. Me ha asegurado que no pone objeciones a nuestro matrimonio. Pero me ha dicho que la decisión es tuya. Te da plena libertad.
—¿Te parece mal?
—Eso depende de tu respuesta.
Tomé aire, confiando en encontrar inspiración.
—Si ésta fuera una de las viejas historias —repuse poco a poco—, te pediría que realizaras tres tareas, o que mataras a tres monstruos para mí. Pero no hay necesidad de prueba alguna. Reconozco que ésta sería una unión altamente… conveniente.
Eamonn había soltado mi mano y estudiaba el suelo a mis pies, donde seguía arrodillado.
—Oigo palabras no dichas —contestó poniendo ceño—. Una reserva. Mejor que me la cuentes.
—Es demasiado pronto —espeté sin más—. No soy capaz de contestar, no ahora.
—¿Por qué no? Tienes dieciséis años, eres una mujer. Yo estoy convencido. Sabes lo que puedo ofrecerte. ¿Por qué no puedes contestarme? Inhalé profundamente.
—Sabes que mi madre está muy enferma. Tan enferma que no se recuperará.
Eamonn se me quedó mirando a la defensiva, y entonces se sentó conmigo en el banco. La tensión entre nosotros disminuyó un poco.
—He visto lo pálida que está, y he sacado mis conclusiones —me dijo con dulzura—. Pero no sabía que fuese tan grave. Lo siento, Liadan.
—No hablemos de ello —repuse—. No demasiados son conscientes de que contamos cada estación, cada ciclo de la luna, cada día que pasa. Por ese motivo no puedo comprometerme contigo, ni con nadie más.
—¿Hay alguien más? —Su voz se mostró fiera repentinamente.
—No, Eamonn —me apresuré a responder—. No tienes que preocuparte en ese aspecto. Soy consciente de lo afortunada que soy de recibir al menos una oferta como la tuya.
—Te infravaloras, como siempre.
De nuevo silencio. Eamonn se miraba las manos con expresión adusta.
—¿Cuánto tiempo he de esperar tu respuesta? —preguntó al final.
Era difícil responder, porque hacerlo significaba poner fecha a los días de Sorcha.
—Por el bien de mi madre, no tomaré ninguna decisión hasta Beltaine del año próximo —contesté—. Creo que es tiempo suficiente. Te daré una respuesta entonces.
—Es demasiado tiempo —contestó—. ¿Cómo puede un hombre esperar tanto?
—Tengo que estar aquí, Eamonn. Me irán necesitando cada vez más. Además, no conozco mi corazón. Lo siento si te duele, pero pagaré tu honestidad con la verdad desnuda.
—Un año entero —dijo—. Esperas mucho de mí.
—Es bastante tiempo. Pero no pretendo ligarte a mí mientras transcurren estas cuatro estaciones. No tienes ninguna obligación conmigo. Si conoces a otra durante ese tiempo, si cambias de idea, eres libre para prometerte, para casarte, para hacer lo que quieras.
—No hay ninguna posibilidad de que eso ocurra —dijo con absoluta certeza—. De ninguna manera.
En aquel momento sentí una sombra pasar por encima de mí, y de repente me invadió el frío. Si fue la intensidad de su voz, la mirada en sus ojos, o algo distinto, por un instante el pacífico y soleado jardín se tornó oscuro. Algo en mi expresión debió de cambiar.
—¿Qué ocurre? —preguntó nervioso—. ¿Qué pasa?
Sacudí la cabeza.
—Nada —le contesté—. No te preocupes, no es nada.
—Ya es hora de que me vaya —dijo mientras se ponía en pie—. Me estarán esperando. Sería mucho más feliz si tuviera al menos algún… indicio. Un compromiso, a lo mejor, y retrasamos la boda hasta… hasta que estés lista. Tal vez la dama Sorcha desea verte felizmente asentada antes de que… ¿no le gustaría asistir a la fiesta de tu matrimonio?
—No es tan sencillo, Eamonn. —De repente me sentí terriblemente cansada—. No puedo acceder a un compromiso. No quiero esa responsabilidad. Un año no es tanto tiempo.
—Es una eternidad. Podrían cambiar muchas cosas, en un año.
—Márchate —repuse—. Aisling estará esperando. Vuelve a casa. Ponla en orden, que tu gente recupere la normalidad. Yo seguiré aquí la próxima víspera de Beltaine. Vete a casa, Eamonn.
Pensé que se marcharía sin decir más, de tanto tiempo que pasó callado, con los brazos cruzados y la cabeza gacha enfrascada en sus pensamientos.
Después afirmó:
—Será mi casa cuando tú estés esperando en la puerta con mi hijo en brazos. No hasta entonces. —Y se marchó siguiendo la arcada del muro, sin mirar una sola vez atrás.