Capítulo XII
Por la mañana, mi madre perdía y recuperaba la conciencia. La familia se reunió junto a su lecho; las gentes de la casa y la aldea se apiñaban en el salón y las cocinas, hablando en voz baja. No se trabajó ese día, salvo los preparativos para su despedida, y éstos se llevaban a cabo fuera y en silencio. De vez en cuando, Liam, Conor o Padriac desaparecían un momento, y regresaban sin llamar la atención, como se habían marchado. En su estancia se respiraba calma. Una brisa fresca del oeste entró por la ventana, y trajo el aroma de las lilas. Había colocado un cuenco encima de una mesita, con brotes frescos de albahaca y mejorana, pues ambas hierbas dan fuerzas en momentos de pena.
—Mejor que caiga en su último sueño —me dijo Janis en voz baja al cruzar la puerta—. El dolor tiene que estar apretando lo suyo, demasiado para soportarlo en silencio. Y él —e indicó con un gesto de la cabeza la figura quieta de mi padre, junto al cabezal— lo siente con ella, cada espasmo. Va a ser muy duro para él.
—Le ha pedido que vuelva a Harrowfield. A ver a su familia. Se lo ha hecho prometer.
—Vaya que sí. Siempre fue una chica lista, mi Sorcha. Sabe que necesitará un objetivo cuando ella ya no esté. Ella ha sido su objetivo desde que puso los pies en esta casa, hace ya muchos años. Jamás nadie podrá reemplazarla. —Me miró con atención, aguzando la mirada—. ¿Te has hecho daño en el labio, niña? Mejor ponte un ungüento, el de tomillo es bueno para bajar la hinchazón. Aunque eso no hace falta que te lo diga.
—No es nada. —Y entré en la habitación.
No me demoraré mucho en sus últimos momentos. Mi madre apenas era consciente de lo que ocurría, pues ya tenía un pie puesto en su camino. Así que no vio la mirada helada de mi padre, como si, ni siquiera en aquel momento, pudiera creer que iba a perderla. No oyó a Conor cantar en un murmullo a los pies de su cama, ni mirar a Finbar por la ventana en silencio, con el rostro tan pálido como el ala que tenía en lugar de brazo izquierdo. No vio las arrugas de pena en los rasgos fuertes de Liam, ni las lágrimas en los ojos de Padriac. Janis entraba y salía, como la ágil mujercita de piel oscura, Samara. Era silenciosa y grácil como un ciervo, y sus manos delicadas. Ayudaba con los cojines, las bacinillas y las sábanas, encendía velas y quemaba hierbas.
Sean estaba sentado enfrente de mi padre, con la mano de Madre entre las suyas. Y Aisling estaba allí, sus rizos salvajes recogidos con una aseada cinta y sus pequeños y pecosos rasgos muy solemnes. De vez en cuando, le ponía a Sean una mano en el hombro para reconfortarlo, y él la miraba con una pequeña sonrisa.
Pero Eamonn no estaba allí. Eamonn ya no estaba en Sieteaguas. Y al cuerno con los respetos a mis padres y sus disculpas por la desaparición de Niamh. Se había quedado sólo el tiempo suficiente para descansar un poco, obtener montura fresca, decían, y se había vuelto a marchar, directamente a Sídhe Dubh dejando atrás a sus hombres. Impropio de él, decía la gente. Descortés, casi. Debía de haber recibido malas noticias. Me abstuve de comentar nada. Me dolía el labio, se apreciaba claramente la hinchazón, y mi sentimiento más intenso era el de alivio por no tener que volverlo a ver.
Cuando el sol alcanzó su punto más alto, mi madre volvió en sí. Hubo un instante breve y cruel de tos, asfixia y lucha por aire, y ella se esforzó por contener los gemidos de dolor. Fue Finbar quien la tranquilizó entonces, sin tocarla, dejando sólo que su mente fluyera hasta ella, envolviendo su sufrimiento con recuerdos de cosas buenas, las inocentes y brillantes de la infancia; y con las visiones bellas de lo que estaba por venir. No me había dejado la mente abierta por accidente, me permitió volver a contemplar cómo usaba su habilidad para sanar y curar. No podía aliviar el dolor de su cuerpo, pero le proporcionaba medios para soportarlo. Era la misma habilidad que había empleado para ayudar a Niamh, pero Finbar era un maestro, y me quedé fascinada mientras admiraba el colorido tapiz de imágenes que tejió para ella, el dibujo construido con su amor para celebrar la vida de su hermana y anunciar su inminente llegada al otro mundo.
Al final, se quedó en silencio, descansando sobre los cojines. Su respiración se hizo más suave.
—¿Está todo listo? —susurró—. ¿Lo has hecho todo como planeamos?
—Está todo preparado —repuso Conor con gravedad.
—Bien. Es importante. La gente necesita despedirse. Eso es una de las cosas que los britanos no siempre entienden. —Miró a mi padre—. ¿Rojo?
Él carraspeó, incapaz de encontrar la voz.
—Cuéntame un cuento —le dijo, tan suave como una brisilla primaveral.
Mi padre lanzó una mirada de agonía a la sala, a los tíos silenciosos, a Janis y Samara, que se encargaban del fuego, a mí, a Sean y a Aisling.
—No… no creo que…
—Ven —dijo Sorcha, y habrían podido estar ellos dos solos en aquella tranquila y aromática estancia—. Siéntate en la cama. Abrázame. Eso es, amor mío. ¿Recuerdas aquel día que compartimos solos, en una playa salvaje, sólo acompañados por las gaviotas y las focas, las olas y el viento del oeste? Aquel día me contaste una hermosa historia. Esa es la que más me gusta de todas.
Reparé entonces, como nunca antes lo había hecho, en lo fuerte que era mi padre. Sabía, allí sentado con Sorcha entre los brazos mientras narraba su historia con las lágrimas chorreando por las mejillas, que con cada palabra ella se le escapaba un poquito más. Que cuando terminara el relato se habría marchado. Sabía que debía compartir el más íntimo de los adioses con todos nosotros. Pero su voz queda, mientras narraba el cuento era tan fuerte y firme como los grandes robles del bosque, y su mano, que le apartaba el pelo a mi madre de las sienes, se movía constantemente como el sol se desplaza por el arco terrestre.
Era una historia bellísima. La historia de un hombre solitario que se casa con una sirena; cómo la encanta con la música de su flauta, de modo que ella olvida el océano para seguirle. La retiene con ella durante tres años, y le da dos hijitas. Pero su añoranza por el mundo bajo las olas es inconmensurable, y al final él cede porque la ama.
Llegó un momento en que la voz de mi padre se quebró. Sorcha había emitido un pequeño suspiro, se le habían cerrado los ojos, y dejó caer los dedos, que agarraban un pliegue de la túnica de mi padre mientras él la sostenía junto a su pecho y la mano cayó para quedar sobre su rodilla. Se hizo el más completo silencio. Fue como si toda la habitación, la casa entera, y las criaturas salvajes del lago y el bosque, hubieran contenido el aliento en aquel instante. Mi padre retomó el relato.
—Las hijitas de Toby se convirtieron en hermosas mujeres, y a su tiempo también se casaron. Y hoy en día hay en aquellos parajes mucha gente con el pelo oscuro enmarañado como las algas, ojos profundos, y gran destreza para nadar. Pero ésa es otra historia.
Volvió a vacilar, miraba al frente, sin enfocar la visión; y vi su mano aferrarse al hombro de mi madre.
—En cuanto a Toby —dijo, pues sabía que otros terminarían la historia por él—, pensó que su vida acabaría, cuando la perdió. Pensó que había llegado un final. Y así fue, en cierto modo. Pero la rueda gira y vuelve a girar, y todos los finales son al mismo tiempo un principio. Y así fue con él.
—Cada día se sentaba en las rocas y miraba hacia el oeste —retomó Conor el relato con su voz suave y expresiva—, y a veces, sólo a veces, sacaba su pequeña flauta y tocaba unas pocas notas, un fragmento de una danza, o el estribillo de alguna vieja balada que recordaba.
Padriac estaba en pie junto a su hermano; rodeaba con un brazo a Samara.
—La buscó y la buscó —prosiguió Padriac—, pero las gentes del mar rara vez se muestran a los humanos. Y aun así, a veces, al atardecer, fuera en el agua, creía ver formas gráciles nadando a la media luz, brazos blancos, cabellos sedosos y mojados, con colas de escamas brillantes como joyas. Le parecía verlas mirándolo con ojos líquidos y melancólicos como los de sus hijas, ojos con un punto de océano en ellos.
—Entonces regresaba a casa —continuó Liam, que se había puesto al otro lado, cerca de Sean—, y cuando regresaba dentro, en lugar de encender su pequeña linterna, dejaba la puerta abierta para que la luz de la luna inundara la pequeña cabaña donde vivía. Y a veces se sentaba en los escalones de la puerta y miraba el sendero luminoso, preguntándose cómo sería vivir en las profundidades del gran océano, ser hijo de Manannán mac Lir.
—Nadie supo muy bien qué le ocurrió al final. —Se notaba en la voz de Sean que había estado llorando, pero, como el resto, mantuvo el tono de voz tan firme como le fue posible. Me pareció que había crecido mucho aquella última estación—. La gente aseguraba haberlo visto vagando por la orilla en la oscuridad, a altas horas de la noche. Otros decían que lo habían visto nadando en el mar, mucho más allá del límite de las aguas seguras, en dirección constante hacia el oeste. Sus hijas estaban con su abuela. La granja estaba ordenada y limpia. Pero un día, simplemente, desapareció.
—Y cuentan, que si visitas el lugar. —Finbar hablaba desde la ventana, de espaldas a nosotros—, puedes verlo, cerca de la medianoche cuando la luna está llena. Si bajas en silencio a la orilla, y te sientas muy quieto en las rocas, se oye un chapoteo de agua, y puedes ver a las gentes del mar, nadando y jugando en el límite entre océano y tierra. La gente cuenta que Toby se encuentra entre ellos, con el cuerpo argentado a la luz de la luna, y que el agua le resbala como acaricia las delicadas escamas de un pez. Pero si es hombre, o criatura de las profundidades, nadie lo sabe.
Se había marchado. Todos lo sabíamos. Pero nadie se movió. Nadie habló. Mi padre seguía abrazándola fuerte, como si pudiera conservar aquel último momento de vida si se quedaba muy quieto. Le besaba la cabeza y tenía los ojos cerrados.
Fuera, se levantó la brisa, y se coló por la ventana, le apartó a Finbar los rizos oscuros de la frente y revolvió la nívea extensión de plumas de su costado. Y entonces, en los árboles, los pájaros volvieron a cantar, sus cantos se elevaban y se fundían, saludaban y se despedían, celebraban y penaban, la voz del bosque misma al honrar el momento de la muerte de Sorcha.
No había aguantado hasta el anochecer. Quizá fuera deliberado, porque cuando conseguimos movernos, cuando conseguimos obligarnos a movernos, todos fuimos, uno detrás de otro, a besarle en la mejilla, tocarle el pelo, y después salir en silencio de la estancia, uno a uno, o de dos en dos, y dejamos a mi padre a solas con ella. Había tiempo para eso, antes de que el sol se hundiera en el horizonte. Tiempo para reclamar a Johnny a la niñera y darle de comer otra vez, preguntándome cuántas lágrimas podían derramarse antes que se terminaran. Tiempo para que Sean y Aisling se escabulleran discretamente y hallasen consuelo en los brazos del otro. Tiempo para que los tíos se retiraran a la cámara privada de la familia y compartieran una o dos jarras de cerveza fuerte, historias de la infancia que habían vivido en Sieteaguas, los seis hermanos y una hermana pequeña. Ahora sólo quedaban ellos cuatro.
Fue como ella había querido. Al anochecer nos reunimos en una orilla del lago junto a un lugar en el que crecía un hermoso álamo. Había antorchas encendidas sobre postes, que iluminaban los rostros de mis tíos, formando un círculo alrededor del árbol. Liam hizo un gesto a Sean, que se les unió.
Ven, Liadan. Me invocaron dos voces silenciosas. La de Conor y la de Finbar. Me acerqué y me puse entre ellos. El círculo estaba casi completo.
Junto al agua, donde el lago apoyaba sus dedos suaves en la orilla, había amarrado un pequeño bote. Mi tío Padriac, experto en aquellas cosas, había construido aquella embarcación con meticuloso cuidado. Era lo bastante larga para cumplir su propósito. En la proa había una antorcha esperando ser encendida, y alrededor del barco había guirnaldas de flores, hojas, plumas y numerosas pequeñas ofrendas del bosque, para que le acompañaran en su camino. Mi madre ya estaba tumbada en el bote, pálida y quieta con su túnica blanca, sobre un lecho de cojines suaves. Samara había trenzado una corona de brezo, espino, trébol y caléndulas, para que Sorcha la llevara sobre su pelo rizado y oscuro. No parecía tener más de dieciséis años.
Mi padre estaba en la orilla solo, contemplando las aguas oscuras del lago.
—Iubdan. —Liam habló en voz baja. No hubo respuesta.
—Iubdan, es la hora. —Padriac gritó un poco más fuerte—. Te necesitamos aquí.
Pero mi padre no hizo caso, y su postura intimidaba. Aun así, Liam no era señor de Sieteaguas por casualidad. Rompió el solemne círculo y caminó hasta donde estaba el Hombretón, al que le puso una mano en el hombro. Padre se separó y la mano cayó.
—Venga, Iubdan. Es hora de dejarla ir. El sol ya se esconde bajo los árboles.
Padre se dio la vuelta, con los ojos colmados de angustia. Había desaparecido el control que había demostrado al contarle su último cuento.
—Hacedlo sin mí —replicó con una amargura totalmente desconocida—. Ya ha terminado. No soy uno de los vuestros, y no lo seré jamás.
Entonces Liam volvió a levantar el brazo, deliberadamente, agarró a mi padre por el hombro y esta vez no se apartó.
—Eres nuestro hermano —le dijo tranquilamente—. Necesitamos tu ayuda. Ven.
Así completamos el círculo, y nos despedimos según la vieja tradición. Los druidas y los hombres y mujeres de la casa formaron un círculo externo, y de vez en cuando repetían las solemnes palabras de Conor. A veces también se oían otras voces, voces más extrañas que susurraban en el viento que llegaba de los árboles, y murmuraban en las ondas del lago, y cantaban desde las profundidades de las rocas y las cavidades de la tierra. Y en una ocasión, cuando miré hacia el lugar en que terminaba el césped verde, y empezaban las misteriosas formas de robles, álamos y hayas, vi unas figuras, medio ocultas bajo las ramas. Una mujer alta, con el rostro blanco, una capa azul y una cortina de pelo negro. Un hombre de cabellera en llamas, más alto que ningún otro mortal. Y otros, enjoyados, alados, medio invisibles entre la cenefa oscura de hojas y ramas.
Cuando el ritual hubo terminado, Conor inició el camino hacia el borde del agua. Allí ahuecó las manos y sopló dentro, con mucha suavidad, y una llamita cobró vida de forma repentina tiñendo de oro sus dedos. Se metió en el agua, sin importarle la larga túnica, y posó las manos en la antorcha fija al pequeño bote de Sorcha. La antorcha prendió, y ante la pequeña embarcación apareció un camino brillante, que relucía sobre la superficie entintada del lago. Más allá del césped, apareció un gaitero solitario. Un estremecimiento me recorrió la columna cuando la voz de la gaita se elevó por encima de los árboles, el agua tranquila, y hasta el cielo nocturno.
—Es la hora —anunció Conor con voz queda. Cada uno de nosotros puso una mano en la popa del pequeño curragh, y mi padre se encontraba entre Liam y Conor. Empujamos con cuidado el bote, pero apenas era necesario, pues el agua ya se partía en la proa, como si la pequeña embarcación estuviera ansiosa por comenzar su viaje, y en cuanto abandonó la orilla y se la llevó la corriente, vi largas y pálidas manos estirarse desde abajo, guiando el barco de mi madre en su camino. Con voces líquidas, cantaban su nombre: Sorcha, Sorcha.
—Ve en paz, lechucita —dijo Conor con una voz que apenas reconocí. Y Finbar se apartó la capa y extendió su única ala para que la gloriosa extensión de plumas brillantes reflejara el rosado, naranja y dorado de las antorchas, un valiente estandarte de despedida. Pero mi padre se quedó inmóvil y en silencio, anonadado por su pérdida mientras el lamento del gaitero se extendía por el bosque.
Me esforcé para seguirla con la mirada hasta donde alcanzaba, pues también yo penaba, aunque entendía que mi madre no se había marchado, sólo iba camino de otra vida, otro giro de la rueda. Así lo había querido. ¿Por qué no descansar en el corazón del bosque al que perteneces?, le había preguntado Conor. ¿Por qué no te quedas en Sieteaguas, tú que eres la hija del bosque?, le había preguntado Liam. Pero Padriac había dicho: que Sorcha elija. Y el camino que prefería antes que ningún otro era el de aquel río, ser llevada por la corriente, lejos del lago, como había hecho aquella vez hacía tanto tiempo. Pues, aseguraba, ¿acaso no la había depositado aquel curso de agua, más bien por casualidad, en las manos de un britano pelirrojo? ¿Y no se había convertido ese hombre en su amor verdadero y la alegría de su corazón? Así que volvería a emprender ese camino, a ver dónde la llevaba esta vez. Allí me quedé mirando en la oscuridad mientras la música lloraba y una lechuza gritaba en la oscuridad.
La gente empezó a dispersarse, regresaron a la casa. Mi padre, con la cabeza gacha, fue guiado por los tíos. Sean iba de la mano de Aisling. Janis y sus ayudantes se apresuraban para hacer los últimos preparativos para la fiesta, pues una buena fiesta, con música, es parte esencial de una despedida así. Me acerqué a darle las gracias al gaitero. Era un hombre de una pericia casi mágica, pues su lamento había reverberado en mis pensamientos más profundos; la cadencia de su melodía había logrado evocar el valor de Sorcha, su fortaleza de espíritu y su profundo amor por el bosque y su gente.
El gaitero recogía su instrumento y lo metía en la bolsa de piel de cabra. Era un hombre enjuto, de barba larga, con un pequeño anillo de oro en la oreja. Su ayudante, más alto, encapuchado, le sostenía la bolsa. El gaitero asintió educadamente.
—Quería darle las gracias —dije—. No sé quién le ha invitado a tocar, pero ha sido una elección de lo más acertada.
—Gracias, mi señora. Una gran narradora de historias como vuestra madre merece una despedida adecuada.
Había guardado la gaita y se echó al hombro la bolsa.
—Es bienvenido a nuestra casa para comer y beber —le dije—. ¿Tiene que viajar lejos?
El hombre me dedicó una sonrisa torcida.
—Tengo un trecho —repuso—. La cerveza no iría mal. Pero… —Miró a su silencioso compañero. Sólo entonces reparé, en la oscuridad casi total, en la enorme ave apoyada en el hombro de aquel tipo, unas garras fuertemente sujetas, un ojo agudo fijo en mí, valorando. Un cuervo—. Me parece —dijo el gaitero emprendiendo el camino de la casa, como si hubieran decidido algo sin necesidad de palabras—, que un trago o dos no harían ningún daño. Y tengo que ponerme al día con mi vieja tía. Tampoco puedo pasar por aquí sin visitarla. No me perdonaría nunca.
—¿Vieja tía? —pregunté, y empecé a darme brío para seguirle el paso, pues iba bastante ligero. Detrás de nosotros, el encapuchado caminaba en silencio. Caí en la cuenta, mientras volvíamos por el bosque, de que el gaitero era un miembro de la extensa tribu de Janis. Un viajero. Danny Walker, le llamaban. Era un poco raro. ¿No había dicho ella una vez que Dan era de Kerry? Aquello estaba muy lejos para venir hasta aquí, ni siquiera para esta ocasión.
Llegamos al camino que conducía hasta la puerta principal. Desde dentro, llegaban voces, y las lámparas ardían fuera para iluminar.
—Su amigo también es bienvenido —le dije al gaitero, y miré por encima de mi hombro. El encapuchado, con pájaro y todo, se había detenido unos pasos antes. Estaba claro que no pensaba seguirnos dentro—. ¿Quiere entrar? —le pregunté educadamente.
—Me parece que no.
Me quedé petrificada. Vaya si había oído antes aquella voz. Con todo, si era la misma, había cambiado terriblemente. Antes, era joven, apasionada y llena de dolor. Ahora parecía la voz de un hombre mucho mayor, fría por la contención.
Volvió a hablar.
—Entra, Dan. Aprovecha esta noche para visitar a tu familia y descansa. Ya hablaré con la dama por la mañana.
Y con eso, se dio la vuelta y desapareció por el camino detrás del seto.
—No va a entrar —comentó Dan sin más. Parpadeé. A lo mejor lo había imaginado todo.
—¿Se refiere a mí? —pregunté vacilante—. La dama, ha dicho. ¿Soy yo?
—En cuanto a eso —repuso Dan—, tendréis que preguntárselo a él. Yo, de vos, vendría temprano. No se va a quedar mucho. No le gusta dejarla, ¿lo entendéis?
No tuve oportunidad de seguir preguntándole. Tenía obligaciones como señora de la casa; debía ofrecer consuelo a todos los que penaban, y compartir las canciones y las historias que le enviábamos a mi madre para honrarla y expresarle nuestro amor. Había cerveza, hidromiel y pasteles de especias; música, charla y amistad. Hubo sonrisas y lágrimas. Al final, me fui a dormir, convencida de que el encapuchado se habría ido por la mañana, y que podía echarle la culpa a la visión, que me confundía.
Aun así, me levanté temprano y salí al jardín, consciente de que sería duro el primer día sin mi madre; sabiendo que tendría que estar allí entre sus objetos más queridos, en sus dominios de tranquilidad, aprendiendo que la vida seguía sin su amorosa presencia, su amable guía. Había dejado a Johnny con la niñera; hacía demasiado frío para él afuera. Recorrí el camino, arrancando una hierbecita aquí y otra allá, consciente de que estaba esperando. Apenas había amanecido.
Lo presentí antes de verlo. Un sentimiento frío me recorrió la espina dorsal, y me di la vuelta hacia el arco. Estaba inmóvil en las sombras; una figura alta, encapuchada aún con una capa negra. El pájaro estaba posado en su hombro como una criatura labrada en piedra oscura.
—¿Vas a entrar? —le pregunté, dudando aún de mi memoria. Entonces dio un paso al frente, se quitó la capucha y reveló un rostro pálido y de rasgos intensos, de ojos oscuros y la cabeza del color profundo en el corazón del sol de invierno—. Ciarán —gemí—. Eres tú. ¿Por qué no te has presentado? Conor está aquí, querrá verte… ¿no quieres entrar y hablar con él?
—No. —La glacial finalidad de su tono me hizo callar. La enorme ave se giró para acicalarse el plumaje, con un pico que parecía el cuchillo de un carnicero. Tenía una mirada salvaje—. No he venido para eso. No es un despliegue de espíritu familiar. No soy tan insensato como para creer que ese abismo puede salvarse. Estoy aquí para traer un mensaje.
—¿Qué mensaje? —pregunté en voz baja.
—Para su madre —dijo—. Niamh quería decirle te quiero, perdóname. Pero he llegado tarde. —No pude decir una palabra—. Le apenará que no llegara a tiempo —prosiguió Ciarán en voz queda.
—Madre lo sabrá. No importa que hayas llegado ahora, después, ella lo sabe. ¿Está Niamh… está bien? ¿Está mejor, segura… cómo…?
—Está bien. Ha cambiado mucho. —Su tono era de tranquilo dominio, pero sentí debajo la más profunda de las penas, una carga tal como ningún joven debería soportar. No pude leer su mirada—. La muchacha que reía y nos deslumbraba en Imbolc ha desaparecido. Aún no ha recuperado el camino. Pero está a salvo.
—¿Dónde? ¿Dónde está a salvo? ¿Cómo…?
—A salvo. Dónde, no es importante. —Conservaba los modos de los druidas para responder.
—¿Contigo? —le pregunté. Ciarán pareció asentir.
—Necesita protección. Yo le fallé. Pero al menos eso puedo proporcionárselo.
Nos quedamos callados un rato. Los pajarillos empezaban a cantar; portadores de un nuevo día, y de una nueva estación.
—Soy la hermana de Niamh —dije al final—. Me gustaría saber, al menos, dónde está y si volverá cuando se sepa la verdad. Se lo he dicho a mi padre. Ahora comprende el error que cometieron al escogerle marido. ¿Sería posible… Podrías traerla aquí y…?
Su risa me sobresaltó. Era un sonido negro y lleno de amargura.
—¿Traerla de vuelta? ¿Y cómo?
No dije nada, me intrigó su reacción. ¿Es que no había esperanza alguna de que las cosas se arreglaran al final? No quería creer que mis esfuerzos, y los de Bran, habían sido fútiles.
—¿No te lo han contado? —preguntó Ciarán con tono sombrío.
—¿No me han contado qué? —El sentimiento volvió a apoderarse de mí, un terror, un frío en el centro del cuerpo como el tacto de la oscuridad pasada, o del mal por venir.
—La verdad. Por qué me prohibieron casarme con Niamh, separándonos. Por qué jamás podremos volver ni lo deseamos. Por qué estamos malditos, doblemente malditos, por culpa de los secretos guardados. No te lo han contado. Supongo que por eso nos has ayudado, cuando nadie más quería. Si hubieses sabido la verdad, también nos habrías rechazado.
Me dio un vuelco al escuchar el tono cínico de su voz, tan distinto de aquella ardiente y brillante esperanza con la que una vez narró su historia de amor.
—Mejor será que me lo cuentes todo —dije—. Mis amigos corrieron grave peligro para ayudarla. Cuéntame la verdad, Ciarán. Hablan de un antiguo mal latente, de cosas que se están despertando y que podrían dañarnos a todos. ¿Qué es? Cuéntamelo.
Fui a sentarme en el viejo banco de piedra entre los plumeros de ajenjo y manzanilla, y él se acercó. El pájaro graznó y voló hasta el lilo, donde se apoyó con dificultades en una frágil rama.
—Fue cruel —respondió Ciarán en voz baja. A la luz de la mañana, su rostro aparecía de un blanco fantasmal—. Fue cruel no contarle la verdad. No es de extrañar que se considerara abandonada, pues no sabía por qué me había marchado; qué me había alejado. No comprendía que nuestra unión estaba… maldita.
—¿Maldita? —repetí como una tonta, pues no entendía qué quería decir.
—Prohibida. Prohibida por lazos de sangre. Hasta aquella noche en que vine a Sieteaguas con el corazón en un puño, preparado para luchar por mi dama si era necesario, Conor no se dignó a contarme, al fin, quién era. Durante todos estos años lo había mantenido en secreto, un largo secreto que no iba a revelar. Me creía un niño abandonado, un crío con suerte que habían adoptado los sabios y se había criado en el vergel del bosque. Nada deseaba más que seguir los pasos de Conor, dedicarme a la hermandad. Y entonces conocí a Niamh. Y llegó la hora de contar el secreto.
En el fondo de mi mente, de algún modo, todo empezó a cobrar sentido. Un sentido terrible, torcido, inevitable.
—¿Conor te dijo quién eres?
—Lo hizo. Y que jamás podría casarme con Niamh. Que lo que había hecho era vergonzoso y estaba mal, que había roto las leyes naturales, que había cometido una perversión, aunque fuera inocentemente. Nuestra unión jamás será aprobada. Pues soy hijo de Colum de Sieteaguas y su segunda esposa, la dama Oonagh. Soy medio hermano de Conor, y de Liam. Medio hermano de la madre de Niamh, y la tuya. La mujer que me trajo al mundo fue la hechicera que casi destruyó esta familia y todo cuanto tenía en estima. Así que, de un solo golpe, Conor me arrebató el amor, el futuro, mi esperanza de alegría y el objetivo de mi vida. No sólo se me prohibía a Niamh, también se me expulsaba de la hermandad, me lanzaban a las tinieblas exteriores, sin estrella para guiarme. A todos les satisfizo, a todos.
—Eso no es lo que dijo Conor…
—¡Ja! El hijo de una hechicera no puede ser druida. Llevo la sangre de un linaje maldito. De modo que jamás podré aspirar a las más elevadas artes de los sabios, el reino de la luz, la inspiración del espíritu puro. Está más allá de mí, y siempre lo estará. Eso lo sé ahora. Si soy su hijo, soy el hijo de las sombras, condenado a caminar en la oscuridad. Lo que no puedo entender es cómo ha podido criarme durante todos estos años sin decírmelo. Jamás le perdonaré tamaña mentira.
—El hijo de la dama Oonagh —suspiré—. Jamás se hablaba de él en la historia. Simplemente, se desvaneció de Sieteaguas con ella. Cuando se rompió el hechizo.
—Muy conveniente. —El tono de Ciarán era amargo—. Mi padre me encontró y me trajo aquí. He vivido en los nemetons durante dieciocho años, Liadan. Me creía un druida de la cabeza a los pies. Imagínate el golpe brutal que supusieron las revelaciones de aquella noche. Y yo exacerbé mi propia vergüenza. Huí. Abandoné a Niamh a la desesperación y al maltrato. Vivo con esa carga cada día. No importa lo bien que la guarde, no importa lo fuerte que sea el escudo con el que la proteja, no puedo apartar lo que se hizo aquella noche, pues su legado está bien integrado en nosotros.
Un escudo. Un guardián. Pregunté con cautela:
—¿Dónde fuiste aquella noche, cuando abandonaste Sieteaguas? Conor dijo que saliste en busca de tu pasado. ¿Fuiste… fuiste a buscar a tu madre? ¿Está…? —Me detuve. Me parecía que algunas cosas eran demasiado peligrosas para hablarlas en voz alta.
—Se lo dije. —En la voz de Ciarán había negrura—. Se lo dije a Conor. Le dije: no se puede escapar de la sangre que corre por nuestras venas.
No importa que lo descubra de niño o mucho después, cuando se considere un tipo de criatura completamente distinto, una que pudiera aspirar a la nobleza de mente, a una gran bondad. No importa, pues antes o después la semilla que hay en nosotros fructifica, la herencia que llevamos empieza a dominarnos. Quizá, si no me lo hubieran dicho, me habría hecho viejo antes de que la mala sangre que corre por mis venas se hiciera notar, y me obligara a volver la espalda a la luz. Ahora lo sé, le dije, y voy a descubrir qué poderes me da esta herencia y cómo puedo usarlos. Puede que entonces no tengas tantas ganas de llamarme hermano. Después me marché, pero llegué más lejos con el espíritu que con el cuerpo. Un viaje peligroso. Mi madre conoce bien el arte de ocultarse. No deseaba ser localizada, aún no. Pero yo la encontré. He aprendido a cruzar el límite del reino en el que ahora se oculta; donde espera.
—¿Cómo? ¿Cómo puedes hacerlo?
—Forma parte de la formación de druida, aprender a cruzar al otro lado y regresar. Una prueba de fuego y agua, tierra y aire. Ya la había pasado antes, pero aquello fue distinto. —Le temblaba la voz. En ese momento, fui capaz de recordar que no era, después de todo, un viejo amargado, sino un joven no mucho mayor que yo.
—Dices que espera. ¿A qué espera?
Ciarán se cruzó de brazos y apartó la mirada, al cielo fresco de la mañana.
—Tienes muchas preguntas —respondió.
—Llevo demasiado tiempo sin noticias —repuse con calma—. También yo tengo un mensaje. Más bien, algo que devolverle a mi hermana. Lo tengo aquí. Creo que lo va a necesitar. —Metí la mano en la bolsa de cuero que llevaba en el cinturón y saqué el collar que le había hecho a Niamh, la cuerda en la que tejí el amor de su familia. Un talismán de fuerza irrompible. Ciarán lo cogió y sus dedos largos y huesudos acariciaron la piedrecita blanca que aún colgaba de él. Durante el más breve de los instantes, sonrió; y volví a ver al joven de Imbolc, cuya mirada de alegría y orgullo brillaba en sus intensos rasgos al encender las hogueras de primavera.
—Creía que lo había perdido —dijo—. Lo has guardado bien. Gracias.
—La queremos. —Estaba muy cerca de las lágrimas—. Eso no pareces entenderlo. ¿Tienes que llevártela? ¿Encerrarla como a la princesa de un cuento, demasiado preciosa para que la vea la gente corriente? ¿Es que no vamos a verla nunca más? ¿No vamos a ver a su bebé más que en visiones?
Fue como si el tiempo se hubiera parado; como si la respiración se hubiera detenido, por un momento, y después hubiera reemprendido su ritmo.
—¿Bebé?
Algo en aquella palabra se aferró a mi corazón como nada lo había hecho aún.
—De vez en cuando me son concedidas visiones —le dije, pues pensaba que no me quedaba más elección—. Qué ocurrirá o qué podría ocurrir. Vi a Niamh con un bebé, de rizos de color rojo oscuro, como los tuyos, y los ojos como moras maduras. En la arena, en una cueva. A mí me parece que tenéis un camino por delante, los dos. No el camino que mi padre o mi tío habrían elegido para vosotros; ni el que Conor te habría hecho escoger, pues él quería que regresaras a los nemetons, aunque tú creas otra cosa. No quiero pensar que podría no volver a ver jamás a mi hermana o…
—Existen peligros con los que tú ni siquiera sueñas. —Su tono era casi un murmullo, estaba tenso—. Un camino que… me ha sido trazado. Un camino que ella, mi madre, desea que tome. Espera mi respuesta. Me ha ofrecido mucho. Poder como el que pocos hombres conocen. Facultades que superan con creces las del mejor archidruida, artes que llegan mucho más lejos que la última página del más voluminoso de los grimorios del más anciano de los magos. Puedo aprender de ella, y lo haré. Le enseñaré a mi hermano qué soy capaz de hacer, y en qué me puedo convertir.
—¿Es esto una… una amenaza? ¿Terminar lo que no concluyó la dama Oonagh? —Estaba temblando, y no parecía poder detenerme. En mi mente había una pequeña imagen de mi hermana, que se desvanecía y encogía para alejarse de mí.
—En cuanto a eso, acontecerá como así ha de ser. Niamh y yo… debes entenderlo, no se puede rehacer el pasado, por mucho que nos susurren nuestros sueños. Algunos males no pueden enmendarse. Y aun así, cuando le conté la verdad, me abrió los brazos como si no hubiera nada que perdonar. Escupo en la ley de los hombres, que dictan lo que debemos o no sentir. En toda esta red de pena y oscuridad, el lazo que existe entre nosotros es el único hilo brillante, demasiado fuerte para que se rompa. La mantendré a salvo; me comprometo con todas mis fuerzas a protegerla. Eso es lo primero, por encima de todo. No puedo decirte más, pues más allá desconozco mi camino, dado que aún no lo he emprendido. En cuanto a su familia y la mía, nada me importa; nos trataron con desprecio. Perdieron su derecho a ella cuando la expulsaron de Sieteaguas. Con todo, seguimos estando en deuda contigo. Contigo y con el hombre que la salvó de aquel lugar y se aseguró de avisarme. Por ese motivo, te traigo un regalo.
—¿Qué regalo…? —empecé a preguntar, pero en ese momento Ciarán echó una mirada fugaz a la enorme ave que descansaba en el árbol que teníamos encima, y que, con un breve e intenso movimiento del aire, voló limpiamente para posarse en mi hombro. Tenía el pico alarmantemente cerca de mi ojo, y sentí sus garras a través de la capa, el chal y la túnica.
—Oh —exclamé, y no encontré más palabras.
—Es un mensajero —dijo Ciarán—. Un préstamo más que un regalo. Puede que lo necesites. Pero recuerda: no debes llamar a esta criatura a menos que te encuentres en una necesidad extrema. Sólo cuando todo lo demás haya fallado, y te encuentres sin ayuda, cuando el cuerpo y el espíritu lleguen al límite de sus fuerzas, envíalo. Un mensajero como éste no debe emplearse con ligereza.
—Ya veo —dije, sin ver nada en absoluto. ¿Qué era aquella criatura, algún tipo de hechicero familiar? Cuántas preguntas tenía; demasiadas.
—Es hora de irme. —Ciarán pareció repentinamente intranquilo, como si su mente se hubiera adelantado hasta algún lugar lejano—. No puedo estar mucho tiempo fuera.
—Aun así, de aquí a Kerry hay un buen trecho —comenté con cautela—. De una luna llena a la siguiente, y puede que más, ¿no?
—Así lo preferiría Dan, a caballo o a pie —contestó Ciarán—. Pero hay otros modos.
—Ya veo —repetí, y empecé a pensar en las viejas historias de druidas y hechiceros. Me pregunté cuánto habría aprendido durante aquellos dieciocho años y cuánto más desde la última vez que lo había visto.
—Adiós, entonces —repuso con gravedad.
—Lo habría hecho, lo sabes —espeté, pues necesitaba que supiera, necesitaba que mi hermana supiera, que no tenía el corazón frío que me achacaban—. Aunque me hubieran contado quién eras, y por qué estaba prohibido, la habría ayudado igualmente. La quiero. Si está contigo, a pesar de todo, puede que en cierto sentido esté bien. Puede que, en cierto sentido, sea lo que tenía que ser. Con ley o sin ella.
Ciarán asintió.
—Acontecerá como así ha de ser —dijo, y volvió a sonar como un druida. Y como si lo hubiera invocado, aunque no hubo invocación que yo detectara, Dan Walker apareció por el arco del jardín, silbando para sí, con la piel de cabra colgada al hombro.
—¿Nos vamos, entonces? —preguntó como dándolo por hecho. Y antes de que pudiera proferir una sola palabra más, Ciarán se desplazó como una sombra, y los dos desaparecieron. Los seguí, y sentí el peso del regalo inesperado en mi hombro, sus garras apretadas contra mi carne. Llegué al camino, y miré por encima de los setos junto a los límites del bosque. Pero no se veía a nadie.
* * *
La gente acabó acostumbrándose al cuervo con el tiempo.
—Mejor será que vigiles al pájaro ese cuando esté cerca del niño —me avisó Janis, que se sentía responsable, quizá, dado que su propio sobrino había tomado parte en su llegada—. No se puede confiar en una criatura con semejante pico. Y ya sabes lo que dicen de los cuervos.
Pero a ese respecto, se equivocaba por completo. En lo que al niño concernía, el ave era un modelo de buena conducta. Mientras Johnny dormía, él descansaba cerca, lo vigilaba bien y mantenía el pico cerrado. Cuando estaba despierto y gritaba pidiendo la cena, el cuervo tenía la tendencia a unírsele, y le prestaba su poderosa voz, con lo que le aseguraba una rápida atención. Cuando paseaba por el lago para admirar los pollos de cisne, o por el bosque bajo las hayas, con mi hijo en los brazos, el cuervo me acompañaba, a saltitos como una sombra oscura de una rama a la otra, nunca demasiado lejos, ni de mí ni de mi hijo. Empecé a acostumbrarme a su presencia constante. Era como un perro guardián bien entrenado, que me alertaba de los jabalíes o los grupos de leñadores mediante un buen graznido de aviso. Lo llamé Fiacha, un nombre que significa pequeño cuervo.
En cuanto a cómo emplear sus servicios, ni se me ocurría. En un par de ocasiones intenté hablar mentalmente con la criatura, pero me cansé sin obtener resultados. Quizá, cuando llegara el momento, sabría qué hacer. Si es que el momento llegaba. Había tantos rumores, portentos y teorías a medias, que era difícil averiguar la verdad, o aventurar qué depararía el futuro. Los que habían tocado mi vientre cuando estaba embarazada, y creían que Johnny era el vástago de un ser del mundo espiritual, miraban ahora a Fiacha de reojo, me miraban a mí con timidez y murmuraban algo sobre la profecía. Era una señal, decían. Mi familia no hizo ningún esfuerzo por contrarrestar aquellas fantasías. Si la gente me creía consorte de uno de los túatha dé, por lo menos se ahorraban explicaciones.
He oído muchos cuentos en mi vida, y yo misma he contado bastantes. Si algo me han enseñado, es que existen algunas ocurrencias que cambian el curso de las cosas, que provocan una alteración mucho más allá de su aparente magnitud. Es como lanzar una piedrecita a un estanque, el modo en que se expanden las ondas por la superficie, sin cesar. La piedrecita había sido una mentira, o más bien una verdad a medias. La mentira de Conor, y la de Liam. Incluso mis padres sabían de aquel hermano secreto. La mentira de la familia, a uno de los suyos. Y ninguno la había dicho, porque era tan terrible, tan peligrosa por algún motivo que sólo se entendía a medias, que incluso a Niamh, cuya vida había quedado destrozada por su efecto, le habían negado la verdad. No creía que, después de aquello, pudiera volver a confiar en ninguno de ellos. Todo procedía de aquella mentira: el amor verdadero, las esperanzas malogradas, la crueldad, los maltratos y la huida, y para Ciarán el descenso a una oscuridad que parecía amenazar el tejido de nuestra propia existencia. Para mí y mi familia había comportado la pérdida de la abertura, la ruptura de la confianza. Despedidas tardías. Adioses para siempre. La mentira había despertado el antiguo mal, y ahora parecía que una cosa tras otra empezaban a desviarse de su auténtico camino.
Finbar rio se quedó demasiado tras despedir a Sorcha. A la mañana siguiente, muy temprano, se marchó. Sólo yo salí a despedirlo.
—Ya sabes dónde estoy —me dijo—. Puede que llegue un momento en que necesites mi ayuda. Llámame.
—Gracias. —Fiacha cambió de posición sobre mi hombro, con la cabeza ligeramente ladeada, observando a mi tío mientras regresaba por el camino bajo los árboles—. ¿Tío?
—¿Qué, Liadan?
—Necesito decirte algo. Tengo que contarte que he descubierto la verdad sobre Ciarán; sobre quién es, y por qué se marchó. Y quiero preguntarte algo. Si quisiera saber sobre el antiguo mal, y qué significa… ¿me lo contarías? ¿Me lo diría alguien? He recibido muchos avisos, y oigo voces que me tiran de un lado y después del otro, y nadie me explica nada. Si es cierto que algo nos amenaza, ¿cómo podemos enfrentarnos a ello sin comprenderlo?
Finbar se me quedó mirando.
—Deberías haber sido mi hija, creo, pues oigo mis propias palabras saliendo de tu boca. Te lo habría contado yo, hace mucho; pero Conor nos hizo prometer silencio. Mejor que le preguntes directamente. Creo que hablará contigo de esas cosas, ahora que nuestra hermana ha desaparecido. Con nuestro silencio intentábamos protegerla de un dolor mayor; de ver la oscuridad renacer, que ensombrecería las vidas de nuestros hijos e hijas como había hecho con las nuestras. Cuando truncó los planes de la sacerdotisa, Sorcha creyó que el mal había desaparecido para siempre; pero no lo derrotamos, sólo ganamos unos años de respiro. Habla con Conor. Cuéntale lo que te preocupa, y pídele la verdad.
—Lo haré. Gracias, Tío. Siempre hablas claro, y te honro por ello.
—Adiós, Liadan. Mantén tu vela encendida.
Y se marchó. Más tarde, esa misma mañana, soltaron los perros.
* * *
Mi padre se marchó el mismo día, y nos cogió a todos por sorpresa. Sabía que mantendría su promesa, pues era un hombre de palabra. Pero nadie esperaba una marcha tan precipitada, especialmente en vista de lo peligroso de un viaje así. Por britano que fuera, llevaba entre las gentes de Erin más de dieciocho años; no existían garantías de que su gente fuera a recibirlo bien. Además, primero tenía que llegar allí, cruzando una costa invadida por hombres del norte, y un mar lleno de asaltantes, piratas, trampas del viento y del agua. Que el Hombretón emprendiera tal aventura él solo, hablaba de un cambio mucho mayor que el que acarreaban la pena y la pérdida. Pero para Sean tenía sentido, de algún modo.
—Le resultará más fácil pasar inadvertido y recoger información —dijo mi hermano—. Hubo un tiempo, hace mucho, en que lo hacía con frecuencia. Ahora sólo porque ha dado su palabra. Pero aún posee la astucia y fuerza necesarias. —Había una nota de orgullo en su voz. En cuanto a mí, no dudaba de la idoneidad de mi padre para la tarea. Y sabía que Janis tenía razón. Había visto el vacío en sus ojos, y comprendí que sin aquella misión bien habría podido perderse en la pena.
Padre se despidió de Sean y de mí en el pequeño jardín aromático, donde el joven roble que había plantado para mi madre el otoño en que nació Niamh florecía para dar sombra a las nuevas generaciones de plantones. Iba vestido con sencillez, y llevaba con él un saco muy pequeño, en el que sólo cabían las provisiones básicas.
—Iré a pie —dijo—. Debo atender un pequeño asunto por el camino; tengo que ser discreto. Mejor si viajo sin ser visto la mayoría del tiempo. En cuanto a Harrowfield, hemos tenido pocas noticias. No sé lo que allí me espera.
—¿Padre? —Quería mantener el tono firme; ser fuerte por él. Pero nuestra pérdida estaba aún demasiado reciente, y me tembló la voz.
—Dime, cariño.
—¿Vo… volverás, verdad?
—Eso es una tontería —espetó Sean. También él estaba al borde de las lágrimas.
—Tu hermano tiene razón, Liadan —repuso Padre, y me rodeó con el brazo y esbozó una sonrisa—. No tendrías que hacerme esa pregunta. Por supuesto que volveré. Aquí tengo mucho trabajo; familia y amigos. Eso me dice Liam. Me voy ahora porque tengo que hacerlo; porque lo prometí.
—No te preocupes, Padre. Yo cuidaré de todo. —El intento de Sean de mostrarse seguro de sí mismo resultó convincente.
—Gracias, hijo. Ahora me despido de vosotros por un tiempo. Sé que seréis fuertes y valerosos. Sé que sois hijos de vuestra madre.
Me abrazó, y yo lloré; le dio una palmada a Sean en el hombro y después nos dejó.
* * *
No mucho después, Padriac reunió a su cortejo y se dirigió hacia el oeste a presentar sus respetos a Seamus Barbarroja. Después de eso, ¿quién sabía? Siempre había horizontes nuevos que buscar, nuevas aventuras que vivir. Se podía, nos dijo, pasar así la vida entera, y aún dejar mucho para que tus hijos y nietos le hincaran el diente.
—Y tus hijas —repuse con sequedad.
Mi tío sonrió, mostrando sus hoyuelos.
—Y tus hijas —coincidió—. Me cuentan que tienes buena mano con el arco, que eres rápida lanzando el cuchillo y no se te da mal la vara. La próxima vez que venga, te enseñaré a navegar. Nunca se sabe cuándo podrías necesitarlo.
Esperé un poco, escogí el momento con cuidado. La casa estaba bastante apagada, la pérdida de mi madre se había sentido profundamente, la marcha de mi padre también era perturbadora, pues sin su presencia constante y tranquilizadora, la gente parecía perdida, como si el trabajo de la granja, el bosque y la aldea, no pudiera hacerse con espíritu y energía a menos que vieran su figura prominente entre ellos, ayudándolos a reparar los tejados, apilar la paja o atender al ganado durante la cría. Conor y su banda de druidas no mostraron intenciones de marcharse. Pensé que Liam parecía inusualmente retraído, y que la muerte de Sorcha había supuesto un golpe para su serio hermano mayor mucho más duro del que esperábamos. Me pareció que Conor se quedaba por el bien de su hermano. Pero también sospechaba otro motivo. Me encontraba al archidruida a menudo cuando trabajaba en mi jardín, y mientras, él jugaba con Johnny en el césped. Me acompañaba a la aldea y daba buenos consejos a la gente y los bendecía cuando yo atendía sus heridas y enfermedades. Pensé que no me observaba a mí, sino a Johnny. Siempre había confiado en aquel tío, tan sabio, tan equilibrado, tan sereno en su seguridad. Ahora no podía mirarlo sin ver las ojeras de Ciarán y los cardenales de mi hermana. Pensé en la confianza, y en qué peligrosa podía ser cuando te equivocabas. Pensé en qué arriesgado era elegir basándote en la confianza, en lo que otros te decían que estaba bien. Para mí era evidente qué quería Conor de mi hijo y de mí. Era lo mismo que querían las hadas. De hecho, parecía lo más sensato. Quizás el bosque fuera el único lugar en el que mi hijo estaba a salvo. Pero no estaba segura. Sólo podía estar segura de mis propias decisiones.
Nos sentamos juntos en el jardín, mientras Johnny descansaba en su manta bajo los árboles. No había nadie más a mi alrededor. Yo cosía, pues Johnny crecía rápido y siempre necesitaba nuevas camisitas y túnicas. Conor se sentó a mi lado, mirando el lago.
—Tío —comencé con cautela—, no estoy segura de cómo preguntarte esto. He oído muchas alusiones a un antiguo mal. Algo que hacía mucho que pensabais que había desaparecido, y que de algún modo ha vuelto entre nosotros. He pasado mucho tiempo pensando en ello, especialmente desde la muerte de mi madre. Recuerdo tu historia; la de Fergus y Eithne. En el relato, las hadas advierten que las cosas irán mal para Sieteaguas a menos que se recuperen las islas, y se restaure el equilibrio. A mí me parece que las cosas van mal ahora. Lo que ocurrió con Niamh fue nefasto. Debo decirte que he descubierto el motivo por el que les prohibisteis que se casaran. Conozco la identidad de Ciarán. Pero no puedo comprender por qué no les dijisteis la verdad. Y os la guardasteis en dos ocasiones; primero se la ocultasteis a Ciarán, que creció sin saber quién era; y después, a Niamh le dejasteis creer que él la había abandonado, os limitasteis a prohibir la unión sin dar un motivo: eso fue muy, muy cruel. No entiendo por qué habéis ocultado la verdad de este modo. Nunca ha sido ésta una costumbre de Sieteaguas.
—¿Te lo ha contado Finbar? —La voz de Conor era pausada, como siempre, pero sus manos estaban inquietas, le daban vueltas a una ramita de castaño.
—He hablado con él de estas cosas, sí. —No podía contarle que Ciarán había regresado. No podía saber que Niamh seguía viva, aunque era muy duro resistirme a dar las noticias. Al elegir ser su protector, Ciarán la había separado por completo de su familia—. Pero Finbar no rompió sus promesas, Tío. Me dijo que le habías hecho prometer silencio. Me he imaginado la verdad, por las visiones y… y otras cosas.
—Ya veo.
—Ahora quisiera que me dieras una explicación, si quieres. Pues me has advertido que mi hijo debe quedarse en el bosque, como si fuera realmente el niño de la profecía, aquel que ha venido a enderezar entuertos. Y desde luego lo que parece es que el mal se cierne sobre nosotros; hemos sufrido muchas pérdidas, aquí, y la menor de ellas no es la de la confianza. Entiendo lo que las hadas me dijeron, que Johnny podría ser la clave. Pero es tan pequeño. —Miré a Johnny, que gruñía por el esfuerzo de intentar alcanzarse los dedos de los pies—. Si lo que dicen es cierto, entonces mi hijo podría tener un… un papel trascendental en todo esto. Soy su madre. ¿Cómo puedo tomar decisiones si no se me dice toda la verdad?
Conor se me quedó mirando.
—¿Has dicho tú toda la verdad?
Noté que me sonrojaba.
—No, Tío. Pero yo no intento ocultar un mal, sólo proteger a aquellos que amo. Y sí le conté toda la verdad a mi madre, antes de que muriera.
Asintió, aparentemente satisfecho por aquello.
—También yo intentaba proteger a aquellos a los que amo, Liadan. Pero cometí un error terrible. Pensé que era lo bastante fuerte para deshacer su pérfida obra; para contrarrestarla con una estrategia propia. Pero sólo soy humano, después de todo; una pieza insignificante en este juego. Ella está por encima de eso; es una criatura de mucho más poder que el que ninguno pensábamos; taimada e imaginativa. Pensábamos que había desaparecido para siempre. Nos equivocamos.
—¿Ella? Te refieres a la dama Oonagh, ¿no? La misma hechicera que os convirtió en cisnes, y se habría quedado con Sieteaguas de no haber roto mi madre el encantamiento.
Conor suspiró.
—Dices que se habría quedado con Sieteaguas. Pero eso no es tan sencillo. Lo quería para su hijo; a través de él buscaba poder e influencia. Su hijo llevaba su propia sangre mancillada, la sangre de una saga de hechiceros; pero también era hijo de Colum de Sieteaguas, y tenía el derecho a reclamar para sí la túath. Con nosotros fuera de escena, él era el heredero. Con él como su peón, y sus hechicerías, habría dominado los destinos de los reyes, Liadan.
—Sé que lo criaste en los nemetons —le dije—. Tu padre lo encontró y se lo arrebató a su madre, y tú lo educaste como druida. Eso lo entiendo; ¿pero por qué no le contaste la verdad? ¿Por qué esperar a que fuera tan tarde y que el descubrimiento lo destruyera?
—Mi padre salió en busca de Ciarán y lo trajo a casa —respondió Conor con suavidad—. Las personas como la dama Oonagh se preocupan poco de un niño de tierna edad; pretendía, supongo, esperar a que creciera lo suficiente para enseñarle, y después convertirlo en hechicero. Así que entregó el niño a unas personas que consideró inofensivas: una pareja sin hijos, del sur, encantada de recibir una bolsa de plata a cambio de cuidar a un pequeño. El lugar era remoto, oculto entre los pliegues profundos de un valle boscoso. La hechicera consideró seguro dejar a su hijo allí durante un tiempo. No contó con la determinación de mi padre. Así que encontró a Ciarán, y lo trajeron de vuelta al bosque. El chico fue criado según las viejas costumbres; en la paz y la disciplina de los árboles. También allí vivió lord Colum sus últimos años en la contemplación y el estudio, y tuvo una buena muerte. Ciarán era como un hijo para mí, Liadan; un joven magnífico, profundo, sabio, perceptivo, rápido aprendiendo y con una fuerte autodisciplina. Poseía todas las cualidades que alguien desearía en un futuro cabecilla de los nuestros. Estaba seguro, muy seguro de que podría deshacer su obra, y convertir a aquel niño en un hombre que seguiría el camino de la luz, que sería firme en sus propósitos, decidido en su fe, inquebrantable en su dedicación a los misterios. No le dijimos a nadie quién era. Además de mi padre y yo, sólo mi hermana y mis hermanos sabían de su existencia. Yo decidí no revelarle sus orígenes. Ningún chico debería ver sus años de crecimiento mancillados por una verdad tan negra como ésa. Era, sencillamente, uno más de los nuestros. En todos los sentidos, pertenecía a los sabios.
—Sin embargo no era así —repuse. Leía la inquietud de Conor en sus ojos, aunque su voz era, como siempre, profunda y segura de sí—. Debe de ser imposible que el hijo de una hechicera se convierta en druida.
Conor estaba muy pálido.
—Cometí un error terrible. El chico lleva la sangre de su madre, y con el tiempo se hizo notar. Pensé que podría contrarrestarlo. Lo traje a Sieteaguas. Anhelaba conocer la vida fuera de los nemetons, y se demostró muy capaz durante la ceremonia de Imbolc. Tan a salvo lo creía, que jamás pensé que se vería tentado… Jamás pensé… pero volví a traer el mal entre nosotros. Con sólo poner los ojos sobre Niamh, la mano de la dama Oonagh empezó a conformar nuestras vidas de nuevo. A través de su hijo, comenzó de nuevo a obrar su voluntad destructiva en la familia y en los que la vigilamos y protegemos. No había elección, Liadan. Aquella noche, hablamos de ello; Liam, tu padre y yo. Tomé una decisión. Les hice prometer silencio. Vimos a Sorcha sufrir un duro golpe por ello; pues temía que sus hijos debieran enfrentarse a su vez a la maligna influencia de la hechicera. Os lo ocultamos. Pensamos que era mejor que Niamh no supiera toda la verdad sobre el pecado que había cometido. Sin la carga de la culpabilidad, concluimos, podría dejarlo atrás con más facilidad y empezar de nuevo. Se casó bien; estaba lejos, y a salvo del daño.
Y en cuanto a Sean, nadie deseaba que saliera corriendo, espada en mano, a buscar una reparación de Ciarán. Sean debía ser jefe, equilibrado y sabio como su tío, y como su padre. Era mejor que no lo supiera. Y si él no debía saberlo, difícilmente te lo podíamos comunicar a ti.
—¿Y Ciarán? —pregunté sombría—. Pues a mí me parece que ha sido el que peor trato ha recibido de todos. Toda su vida ha sido una mentira.
—Aquella noche le contamos la verdad. —Conor, en ese momento, parecía un anciano, cansado y triste—. Era lo mínimo que podía ofrecerle. Lo que él y Niamh habían hecho era una abominación, algo que iba en contra de las leyes naturales.
—Actuaron inocentemente. —Mi voz temblaba.
—Eso es verdad —repuso con gravedad—. Pero seguía estando prohibido, y bajo ningún concepto podía ser aceptado. Era mejor que Niamh se casara y empezara de nuevo. En cuanto a Ciarán, él eligió su propio camino. Ahí veo la influencia de su madre, que se extiende sobre nosotros una vez más.
Miré a Fiacha, posado encima de un seto de espinos, acicalándose las plumas. Por fin mi tío me había dicho la verdad. Pero estaba claro como el día que no podía devolverle el favor. Ni ahora, ni probablemente nunca.
—¿Sabes dónde fue Ciarán, cuando huyó de Sieteaguas? —pregunté con cautela—. ¿Crees que la dama Oonagh sigue viva, y que fue a buscarla?
—Algunas cosas parecen terribles al pronunciarlas en voz alta. Es posible, sí. En cuanto a la manera en que podría llegar a ella, hay modos. Ciarán es un adepto; podría intentar realizar un viaje sin supervisión, aunque no es muy sensato. No he sabido nada de él desde que se marchó, Liadan.
—¿Lo echaste sabiendo que podría intentar algo así?
—No lo eché. Podía quedarse con nosotros. Era… era un estudiante notable, capaz de grandes cosas; extremadamente hábil en todas las artes de la mente, y en las de la magia. No tenía por qué dejarnos. De hecho, la amenaza que suponía su antecesora, habría podido controlarse mejor dentro de los confines del círculo sagrado, y de nuestra comunidad. Decidió irse. Decidió dejarlo todo atrás. Fracasé, Liadan. Le fallé a él y al final le he fallado también a mi familia.
—Una vez me dijiste —repuse— que no me sintiera culpable, pues las cosas acontecen como así han de ser. Eso fue hace mucho tiempo; justo al principio de todo esto. Ahora te oigo culpabilizarte como si tú tuvieras responsabilidad en ello. Quizá te equivoques en eso. Puede que todo forme parte de una pauta, un dibujo tan grande que no podemos ver más que la pequeña parte a la que pertenecemos. Eso fue lo que me dijeron las hadas. Que no podíamos comprender, y por ese motivo nuestras elecciones no eran válidas. A veces parece como si no fuéramos más que marionetas que manipulan a su antojo. Pero yo creo que tenemos más poder del que están dispuestos a reconocer. Si no, ¿por qué les importa tanto que tomemos un camino u otro? ¿Por qué insisten tanto en mantener a Johnny a salvo? Quizá sólo se cumplirá la profecía a través de gente insignificante como nosotros, digan lo que digan.
—Y después de todo —coincidió Conor con voz queda—, el encantamiento de la dama Oonagh se rompió gracias a la fuerza y resistencia humanas, no mediante una intervención poderosa de los túatha dé. ¿Quieres decir, entonces, que podría haberme equivocado con Ciarán?
—Por lo que me cuentas, no es ni débil ni ignorante. A pesar de su ira, es sin duda un joven que sopesa sus elecciones con cuidado, y con cierta habilidad. No puedo creer que, sólo por ser su hijo, deba hacer obligatoriamente el mal en su vida. Eso sería como dar por sentado que no tenemos elección en lo que hacemos, en cómo vivimos. No creo en eso, Tío. Puede que tengamos una corta vida en este mundo, como nos cuentan las hadas; puede que nuestra visión sea algo limitada. Pero dentro de esos límites tenemos poder para cambiar las cosas, desde luego que sí; el poder de tomar decisiones y de ir adónde debemos ir. Si he aprendido algo de mí misma, es que no seré la herramienta de ningún señor ni señora, que no bailaré a su son. No si mi corazón me indica que siga otro camino. Educaste a Ciarán para que fuera equilibrado y sabio. Y eso lo tiene tan incorporado como la sangre de la hechicera. Cuanto le has enseñado tan amorosamente durante todos estos años lo ha hecho fuerte. Puede que más fuerte de lo que crees.
No volvimos a hablar de aquellas cosas, y al final, cuando el verano se convirtió en otoño, y Johnny ya se podía sentar por sí solo, y desplazarse medio gateando medio reptando, Conor se marchó con sus hermanos silenciosos y de hábitos blancos detrás. Lo único que me dijo fue: Mantenlo a salvo, Liadan. Por el bien de todos, mantenlo a salvo.