Capítulo V
Algo me despertó. Me incorporé bruscamente, con el corazón en un puño. El fuego del brasero se había apagado; la linterna ardía con poca intensidad, y proyectaba un círculo de luz débil. Fuera estaba completamente oscuro. Todo estaba en calma. Me levanté y me acerqué al jergón, con la linterna en la mano. Evan dormía. Lo tapé bien y regresé a mi cama. A pesar de ser una noche de verano, hacía bastante frío.
Entonces lo oí. Un sonido muy parecido al de un grito ahogado, apenas una inspiración brusca. ¿Cómo me había despertado algo tan leve? Salí, vacilante, descalza y con la camisa prestada que usaba para dormir, temblando ligeramente, y no sólo de frío. Era una oscuridad negra, negra, intensa en su presencia. Incluso los pájaros nocturnos enmudecían ante aquello. Con mi pequeña y tenue linterna, me sentí como si fuera la única criatura que se movía en este mundo negro e impenetrable.
Di un paso adelante, y otro, y vi a Bran sentado contra las rocas de la entrada al refugio, mirando al frente, justo a la oscuridad. A lo mejor, también él había oído algo. Abrí la boca para preguntarle, y una mano salió disparada y me agarró violentamente por el brazo, sin mirarme, sin decir una palabra. Me tragué el grito de terror, y luché para que no se me cayera la linterna al suelo. Me agarraba con tanta fuerza que pensaba que me iba a romper el brazo. Siguió sin decir nada, pero yo volví a oírlo en la mente, la voz de un niño aterrorizado; la voz de un chico que ha llorado tanto que ya no le quedan más lágrimas. No te vayas. No te vayas. Y a la luz de la linterna, que se zarandeaba peligrosamente en mi mano libre, vi que Bran en realidad no me miraba. Me sostenía con fuerza, pero sus ojos miraban hacia delante, sin enfocar, ciegos en aquella noche sin luna.
Sentí ascender el dolor por el brazo. Pero ya no parecía importar. Recordé que, al fin y al cabo, era curandera. Me agaché con cautela hasta el suelo, junto a él. Su respiración era rápida e irregular; estaba temblando. Parecía vivir una pesadilla en plena vigilia.
—Está bien —le dije en voz baja, pues no deseaba asustarle y empeorar las cosas. Dejé la linterna en el suelo—. Estoy aquí. No pasa nada. —Sabía perfectamente que no era a mí a quien quería. El niño que oía lloraba por alguien que hacía mucho que se había marchado. Pero yo estaba allí. Me pregunté cuántas noches como aquélla habría soportado; noches en las que no dormía, para que aquellas visiones oscuras no se adueñaran de él.
Intenté soltarle los dedos donde más me apretaba, pero no hubo manera. De hecho, cuando le toqué la mano, apretó más fuerte, como un hombre ahogándose que, preso del pánico, casi arrastra consigo a su salvador. Se me saltaron las lágrimas del dolor.
—Bran —le dije con dulzura—. Me haces daño. Ya está bien. Puedes soltarme.
Pero no respondió, se limitó a agarrarme más fuerte, así que a mi pesar no pude evitar los sollozos. No quería despertarlo del trance en el que tan sumido estaba. Dichas intervenciones no son sabias, pues las visitas tienen un objetivo, y debe permitirse que sigan su curso. Con todo, no había necesidad de que se enfrentara a aquello solo, aunque parecía que era exactamente lo que pretendía hacer.
Así que me quedé allí sentada, y me puse a respirar con calma y pausadamente, y me dije lo que le había dicho a otros muchas veces: respira, Liadan. El dolor pasará. La noche estaba muy silenciosa; la oscuridad, como una criatura viva, reptaba a nuestro alrededor. Sentí la enorme tensión de su cuerpo, noté su terror, y cómo luchaba por dominarlo. No podía intentar tocar su mente, ni deseaba ver más de las imágenes oscuras que contenía. Pero aún podía hablar, y me pareció que las palabras eran la única herramienta que poseía para alejar la oscuridad.
—Llegará el alba —le dije con voz queda—. La noche puede ser muy oscura; pero me voy a quedar contigo hasta que se levante el sol. Las sombras no pueden tocarte mientras yo esté aquí. Pronto veremos la primera pincelada gris en el cielo, del color de las palomas, y después el más leve toque de los dedos del sol. Uno de los pájaros reunirá suficiente valor para despertarse el primero y cantar a los altos árboles, a los cielos abiertos y a la libertad. Entonces todo se volverá más nítido y el color bañará la tierra. Será el nuevo día. Me quedaré contigo hasta entonces.
Gradualmente, relajó los dedos y el dolor del brazo se hizo más fácil de soportar. Tenía mucho frío, pero no tenía ninguna intención de acercarme más a él. Seguro que eso iba contra el código. Le iba a parecer rarísimo a la mañana siguiente. El tiempo pasaba y yo hablé y hablé de protección, de seguridad, de imágenes de luz y calor. Tejí con mis palabras una luminosa red de protección, para mantener alejadas las sombras. Al final empezó a hacer tanto frío que admití la derrota, y me puse de lado para sentarme junto a él, me apoyé contra su hombro y le puse una mano sobre los dedos que aún seguían aferrándome. Dentro del refugio, Evan no se había movido.
Estuvimos allí mucho tiempo, yo hablaba sin parar, Bran permanecía en silencio salvo por alguna inspiración brusca y repentina, y aquí y allí alguna palabra en un murmullo. Me maravillé. Apenas podía creer que en alguna parte, dentro de aquel severo forajido, hubiera un niño pequeño asustado por quedarse solo a oscuras. Quería entenderlo como fuera. Pero jamás podría preguntárselo.
En el momento que había descrito, cuando el cielo mostró los primeros y más leves rastros de gris, volvió en sí de golpe. Dejó de temblar, se quedó quieto como un muerto, y ralentizó deliberadamente la respiración. Llegó un momento en que debió de ser consciente de que no estaba solo. Debió de haber notado el tacto de mi mano sobre la suya, el peso de mi cabeza en su hombro, el calor de mi cuerpo junto al suyo.
La linterna estaba entre nosotros dos, en el suelo, aún brillaba en la oscuridad antes del alba. Ninguno de los dos profirió palabra durante un rato. Ninguno se movió. Fue Bran el que habló primero.
—No sé qué piensas de lo que estás haciendo —dijo—, ni qué esperas lograr con esto. Te sugiero que te levantes en silencio y regreses a tu tarea, y en el futuro compórtate menos como una puta barata de taberna y más como la curandera que se supone que eres.
Me castañeteaban los dientes de frío. No sabía si echarme a reír o llorar. Habría sido muy satisfactorio partirle la cara, pero ni siquiera podía hacer eso.
—Si tuvieras la amabilidad de soltarme el brazo —le indiqué tan educadamente como pude, pero me fue imposible evitar que me temblara la voz—, me encantaría. Aquí fuera hace bastante frío.
Bajó la vista hacia su mano como si no la hubiera visto antes. Entonces, muy lentamente, soltó los dedos y liberó el grillete con el que me había mantenido presa durante toda la noche. Tenía la garganta ronca de tanto hablar, la mano dormida, y se me estaba extendiendo un profundo dolor por todo el brazo. ¿Acaso no se acordaba de nada? Volvió la cabeza, y me miró a la débil luz del albor del día, mientras estaba allí sentada, descalza, con la vieja camisa y flexionando la mano para devolverla a la vida. Por Díancécht que dolía. Me puse en pie con dificultad, pues no deseaba seguir en su presencia ni un instante más del que debía.
—No, espera —dijo. Y al tiempo que el primer pájaro perforaba el crujiente aire matutino con su límpida llamada, se puso en pie, se quitó su abrigo y me lo colocó alrededor de los hombros. Por un momento, levanté la vista y le miré directamente a los ojos. Y lo que sentí justo entonces me aterrorizó mucho más que cualquiera de los demonios que había visto acechándole. Me di la vuelta sin hacer ruido y regresé corriendo al interior del refugio, justo a tiempo para el despertar del herrero. Era otro día; el cuarto.
Una mañana ocupada. Perro me ayudó a levantar al herrero y volverle a lavar, quitarle las prendas empapadas de sudor y ponerle otras nuevas. Ambos señalaron que bostezaba mucho. No respondí. Me dolía el brazo. Estaba muy confundida. Intenté imaginar cómo sería cuando regresara a casa. Si es que volvía. La chica que regresaría a Sieteaguas, pensé, sería muy distinta de la que se había marchado no hacía tanto. ¿Qué dirían Padre, Madre y Sean cuando me vieran? ¿Qué diría Eamonn? Intenté imaginarme a Eamonn, paseando por el jardín nervioso mientras intentaba decirme lo que sentía. No podía recordar su rostro con claridad. Era como si me hubiera olvidado de qué aspecto tenía. Me tembló la mano; se me derramó el agua del cuenco que sostenía.
—¡Hey! ¡Bueno! —Perro se abalanzó rápidamente para cogerlo, y con la manaza me dio un golpe en el brazo. Dejé escapar un gemido de dolor. Evan me miró desde el jergón, y Perro me miró mientras ponía el cuenco a salvo.
—¿Qué pasa, niña? —La voz de Evan era débil pero sus ojos me examinaban alerta.
—Nada. Tendré un tirón o algo; ya se me pasará.
—Menudo tirón —comentó Perro levantándome la manga con delicadeza y mostrando los cardenales que tenía alrededor del brazo.
—¿Quién te ha hecho eso, Liadan? —Menos mal que el herrero no se podía levantar de la cama.
—No es nada —repetí—. Olvidadlo.
Intercambiaron miradas, sus rostros igualmente sombríos.
—Por favor —añadí—. Fue un accidente. Hecho sin ninguna mala intención.
—Un hombre tendría que andar con cuidado para no tener esos… accidentes —gruñó Evan—. Un hombre ha de saber tener las manos quietecitas.
—Tendría que tener más sentido común —coincidió Perro, con mala cara—. Una cosita como tú, que se la llevaría el viento. Es muy fácil hacerte daño. Tendría que tener más sentido común.
—Venga, que estoy bien, en serio —dije—. Olvidemos esto, ¿vale? Y sigamos con nuestras cosas. Un poquito de caldo, a lo mejor, ¿y un par o dos de mendrugos de pan?
Evan puso los ojos en blanco.
—¡Ten piedad! Va a matarme con sus interminables ríos de caldo.
Comió un poco, y volvió a dormir, y yo hablé con Perro y jugué a un juego con piedras de río en el suelo. No era fácil. Buscamos las más planas, pero era imposible mantenerlas en equilibrio y casi acabamos muertos de la risa, de lo malos que éramos los dos. Al final, yo reuní las piedras en un montoncito y borré el círculo bien dibujado de líneas con la mano. Cuando levanté la vista Perro estaba mirándome, otra vez serio.
—Me han dicho que te espera tu hombre en casa.
—No exactamente —respondí con cautela—. Es un ofrecimiento. No ha ido más allá.
—También podrías pensar en otro. —El tono era cuidadosamente despreocupado—. Ofrecimiento, quiero decir. Tengo un montón ahorrado. Llevo con el jefe tres, casi cuatro años. Tengo suficiente para comprar un buen pedazo de tierra, algo de ganado, construir una casa. En algún lugar lo suficientemente alejado. Las islas del norte, a lo mejor. O un bote, zarpar y empezar de nuevo. Jamás he conocido a una mujer como tú. Te cuidaría. Puede que no haya gran cosa que mirar, pero soy fuerte. Puedo trabajar. Estarías segura conmigo. ¿Qué opinas? —jugueteó con una de las largas garras alrededor de su cuello, los ojos amarillos vacilantes mientras me observaban.
Me quedé con la boca abierta, anonadada. Me imaginé volver a Sieteaguas con Perro detrás. Me imaginé la expresión de mi padre al asimilar la cabeza medio afeitada, la barbilla tatuada, los ojos fieros y la cara picada de viruela, la capa de piel de lobo y el collar bárbaro.
—Te ríes de mí —dijo Perro con los romos rasgos alicaídos—. Ya sabía que me dirías que no, claro. Pero tenía que preguntártelo.
—Lo siento —le dije con suavidad acariciándole la mano—. No me río, lo prometo. No quiero ofenderte. Aprecio tu oferta, de verdad, pues te aseguro que veo el gran hombre que eres. Pero no voy a elegir marido aún, no hasta el verano próximo. Ni tú ni ningún otro. —Bajo mis dedos, la palma de su mano estaba encallecida y sembrada de cicatrices. Le di la vuelta y miré las terribles marcas que tenía—. ¿Dónde te hiciste estas heridas? —Alguien había dicho que le preguntara a Perro su historia. Una parte me la podía imaginar.
—En un barco vikingo —contestó—. Soy de Alba, como la mujer guerrera, Scáthach, mi hermano y yo pescábamos arenques, y nos apañábamos bien. Los hombres del norte asaltaron nuestra aldea. Se nos llevaron para servir de remeros, al ver que éramos fuertes, claro. Menuda época aquella. Madre mía. —Sus ojos se nublaron y se pasó una mano por el cuero cabelludo—. Mucho tiempo pasamos remando para ellos. Demasiado. Lo normal es que usen su propia tripulación, pero aquéllos iban cortos de hombres, y siempre llevaban seis pares de remeros encadenados, de manera permanente. Dougal y yo nos metíamos siempre en problemas. Pero nos mantuvieron vivos; éramos los hombres más fuertes que tenían, vaya que sí. Un día Dougal llegó demasiado lejos y acabó llevándose un zurriagazo en la cara. Murió. Igual fue lo mejor. Había visto cómo se llevaban a su mujer y a sus hijas. Estaba lleno de odio. Por mi parte, iba tirando. Soy demasiado fuerte para mi propio bien.
—¿Y cómo escapaste?
—Ah, ésa sí es una historia. Me sacó el jefe. En su momento pensé que estaba loco. Estábamos en algún puerto del este, aquello era un horno, el aire se podía cortar con un cuchillo. Estábamos encadenados a nuestros puestos, como de costumbre, mientras la tripulación bajaba a la orilla. Era tan fácil morir de calor y de sed como inspirar aire. Allí estábamos, una noche, durmiendo como mejor podíamos, el culo en el banco y la cabeza donde pillábamos; digamos que no era la cama más cómoda del mundo. El sitio apestaba a meados y sudor, perdón por la expresión. Entonces escuché un tintineo de llaves, y ahí que veo un negro caminando por entre los bancos, tan campante, el tío, y va y nos dice: ¿Quién quiere hacer un trato con nosotros? Nos lo quedamos mirando, esperando que lleguen los hombres del norte y se lo carguen; pero no pasa nada, salvo que el barco empieza a crujir como si estuviera abandonando el puerto. Pero no rema nadie. No decimos nada. Algunos hombres, de todos modos, tampoco les entendieron; ya me dirás cómo, hablaban una docena de idiomas distintos. Entonces el negro (que ya te imaginarás que es Gaviota, con pluma y todo) dice: El jefe está ahí arriba preparándose para zarpar. Ya no vais a ver a vuestros hombres del norte nunca más. Podéis elegir. Remad hasta conducir esta bañera a la Galia y cuando lleguemos a tierra, encontraréis una pequeña bolsa de plata, y la libertad. Remaréis sin grilletes, si no dais problemas. ¿Qué decís?
»Así que hablé yo. "¿Y la otra opción?", le pregunté. Y de detrás de él aparece el otro hombre, el jefe, aunque entonces tenía un rostro menos elaborado. Era joven, no mucho más que un chaval, y yo pensé: "¿pero este mocoso qué se habrá pensado que está haciendo?". Y entonces el jefe dice: "Pues depende de cómo penséis que os va a ir aquí encadenados. Los hombres del norte no van a volver. ¿Cuánto puede pasar hasta que alguien repare en algún que otro vikingo alimentando a los peces bajo el embarcadero? Puede que no mucho. Puede que tarden un poco. Es un puerto concurrido, y a nadie le importa un comino lo que os pase. Esa es la otra opción". Se expresó con gestos de las manos para que todos lo entendieran. "Remad bien para mí —les dijo—, y seréis hombres libres la próxima luna llena". Y yo estaba pensando "este tipo está loco. ¿Y los atacantes del camino? Además, ellos son dos y nosotros doce", pues el puesto de mi hermano había sido tomado por un irlandés de cara alargada. "¿Qué nos va a impedir tirarlo por la borda en el momento en que nos suelte?" Todos le dijimos que sí, claro. Nada como el olor de la libertad para decidirte.
»Mantuvo su palabra. Tuvimos una cuantas aventurillas de camino a la Galia, pero llegamos allí, y me ofreció la posibilidad de quedarme con él o seguir adelante. Desde entonces he estado a su lado, no le he abandonado.
—¿Qué edad… qué edad tiene el jefe ahora? Has dicho que llevas con él tres o cuatro años; pero también que era un chaval cuando lo conociste. ¿Cómo puede ser eso?
Perro contaba con los dedos.
—Eso mismo —dijo al final—. Veintidós o veintitrés. Por ahí. No es mucho mayor que tú, niña.
—Pero… —me quedé bastante desconcertada—. Parece mucho mayor que eso. Quiero decir… ¿cómo un hombre tan joven puede ser lo que él es? Parece como si hubiera tenido tantas experiencias como cualquier otro hombre durante una vida entera. Es muy joven para ser el líder que es. Demasiado joven para estar tan y tan amargado.
—Ese hombre ha sido viejo desde que era un niño —repuso Perro con seriedad.
* * *
Hacia mediodía tuvo lugar un movimiento inusual del campamento, tintineo de los arneses, el bullir de la actividad presurosa aunque ordenada. No veía demasiado, pero lo que pude comprender me hizo sentir un escalofrío. Estaban desmontando los refugios, empaquetando pertenencias. Borraban las señales de acampada. Se marchaban. Se marchaban y nadie me lo había dicho. Me había prometido seis días. Y ya eran pocos.
—Mejor baja y averigua qué está pasando —le dije a Perro, intentando mantener un tono sereno mientras el miedo y la furia empezaban a apoderarse de mí. Volví dentro y me busqué una ocupación, con la oreja puesta por si volvía. Sentí que Evan me seguía con la mirada, nervioso, pero no preguntó. El tiempo pasaba, y Perro seguía sin regresar. Estaba arrodillada en el suelo, lavando los platos en el cubo e intentando concentrarme en la plantación de otoño en mi jardín de Sieteaguas, cuando una voz familiar habló a mis espaldas.
—Ha habido un cambio de planes.
Me puse en pie lentamente, con las manos chorreando y las mangas arremangadas hasta el codo.
—Eso veo. También veo con cuánta rapidez rompes tu palabra. Ya te lo he dicho antes. No ha cambiado nada.
Bran miró al herrero, que estaba despierto y escuchando.
—Tiene que viajar o quedarse aquí —repuso sombrío—. No hay elección. Es imperativo que nos movamos hoy.
—Teníamos un acuerdo. Dijiste seis días. Supongo que jamás tuviste intención de mantener tu palabra.
—Como de costumbre, estás juzgando precipitadamente. Soy responsable de estos hombres. No voy a ordenarles que se sienten aquí y se queden atrapados cuando podemos desplazarnos en secreto antes de que los otros nos alcancen. No voy a retrasarlos cuando hay necesidad urgente de sus servicios en otra parte. Sacrificar a la tropa al completo por la vida de un hombre sería una auténtica locura.
Me quedé en silencio un tiempo, pensando en ello.
—El herrero no puede viajar —dije al final—. Ya has visto lo débil que está. Apenas puede sentarse solo. ¿Cómo vas a transportarlo con seguridad? ¿Quién cuidará de él?
—Eso ya no es asunto tuyo. —Miró por encima de su hombro—. Recoge estas cosas —le ordenó a Perro, que apareció detrás de él nervioso y vacilante.
—Un momento —le dije—. Me he quedado aquí y he cuidado de este hombre porque teníamos un acuerdo. Un acuerdo justo. Tú has roto tu parte del trato. Pero yo soy responsable de él, como tú eres de los otros. Este es mi trabajo. No pienso ver cómo lo tiras a la basura por… por uno de tus caprichos.
Bran apenas parecía estar escuchándome. Lo que hacía era mirarme el brazo, en el que se veían los moratones que habían provocado sus dedos porque llevaba la manga arremangada. Me la volví a bajar, bastante enfadada. Perro había empezado a recoger, sin mostrar expresión alguna.
—Siéntate —ordenó Bran. Me lo quedé mirando—. Siéntate —dijo con más suavidad, y se cruzó de brazos apoyándose contra la pared de roca. Me senté—. No es ningún capricho —prosiguió—. No actúo impulsivamente; no me puedo permitir ese lujo. No tenía intención de romper mi palabra, si así fuera no la habría dado. Los acontecimientos nos superan, eso es todo. Como sabes, mis hombres y yo no somos precisamente bienvenidos en muchos lugares de estas tierras, ni más allá de sus orillas. Hemos hecho numerosos enemigos. Así que nos movemos con sigilo y frecuencia. Por culpa de la herida del herrero, y de tu presencia entre nosotros, ya hemos pasado aquí mucho más de lo que pretendíamos, y hemos corrido un gran riesgo al hacerlo. Ahora me han llegado informes de una fuerza de hombres armados considerable en la carretera, y de poco tiempo para desplazarnos con seguridad. Quedarnos aquí es cortejar a la muerte. Por mi parte, me enfrentaría a ellos con serenidad. Pero no voy a arriesgar a mis hombres por un motivo tan trivial. Además, nuestra próxima misión queda al norte, y aquellos para los que trabajamos nos han pedido que adelantemos nuestra llegada. He tomado la decisión y se llevará a cabo con rapidez. Al anochecer no quedará rastro de nosotros en este lugar.
Hubo un breve silencio.
—Trivial —le dije mirándolo—. Consideras la vida de Evan y mi seguridad triviales.
—Como mujer —respondió Bran cuidadosamente—, no puedes entenderlo. Tal y como funcionan las cosas, una vida, o dos, importan poco. No voy a arriesgar a mis hombres sin necesidad, ni por ti ni por él. Ni la próxima misión. Ya estoy perdiendo tiempo escuchando tus argumentos circulares. De no ser por ti, ya estaríamos en camino y a salvo. Jamás tendría que…
—Jefe. —El herrero intentó incorporarse. Tenía el rostro pálido y perlado de sudor.
—¿Qué pasa?
—Yo puedo cabalgar. Aún estoy fuerte. Vaya que no. Me atáis detrás de Perro, y aguantaré hasta donde sea. Pero, Jefe, ¿y con la niña qué?
Un silencio pesado. Perro dejó de hacer el equipaje y se incorporó, observaba a su cabecilla con un odio feroz.
—¿Y bien? —gruñó.
Bran seguía mirándome.
—¿Entiendes lo que estoy diciendo? —preguntó con una paciencia exagerada—. Ésta es una decisión que he tomado cuidadosamente, valorando todas las opciones. No actúo por capricho.
Me encogí de hombros.
—Entiendo que un hombre como tú ve a sus guerreros como unidades con valor, como piezas en algún juego letal, de las que te puedes desprender para ganar ventaja; sólo se protegen en función de su valía para el jugador. Sé que son las mujeres las que esperan hasta que la partida ha terminado, para recoger las piezas rotas e intentar salvar lo que ha quedado.
—Oh, no. —Su voz era fría—. Eso es una media verdad, como era de esperar por parte de una de las de tu sexo. Son las mujeres las que infligen el daño mayor; las que guían a sus hombres hacia el camino de la destrucción. Mi vida ha sido conformada de ese modo. No me vengas con sermones sobre los poderes benéficos de una mujer. No sabes nada. Ni entiendes nada. —Tenía los puños apretados, aunque seguía manteniendo los brazos cruzados como si tal cosa.
—Evan te ha hecho una pregunta —le dije con mucha cautela—. ¿Qué se supone que va a pasar conmigo? ¿Me puedo ir a casa ahora?
Aquellos ojos fríos y calculadores me miraron directamente.
—Está claro que sabes muy poco del mundo real —señaló—. Sigues sin entenderlo, ¿verdad? Puede que eso explique tu falta de miedo. Díselo, Perro.
—Jefe…
—Díselo.
—Mira —murmuró Perro—. Lo que el jefe está diciendo es que tiene un problema. No podemos llevarte con nosotros, no es seguro; nos vas a retrasar, eres una distracción para los hombres y esas cosas. Tampoco podemos dejarte atrás. Nunca hemos tenido visitantes del campamento del Hombre Pintado. Si un hombre llega para hacer negocios, lo hace con una venda. Has visto y oído demasiado. Ése es el problema.
—Pero… —Mi corazón empezó a retumbar. No estaban diciendo… seguro que no querían decir… Que la gran Dana me ayudase. El jefe tenía razón. Era tonta.
—Me estás diciendo —susurré—, que la solución es la que habríais empleado con Evan de no haberme interpuesto. La solución del cuchillo afilado. Un tajo rápido y listo. ¿Es eso lo que planeáis para mí?
—Sobre mi cadáver.
—Créeme que también lo he pensado —repuso Bran con suavidad—. Los dos sois un lastre del demonio, y me arrepiento amargamente de haber aceptado esto. Pero tú —y le hizo un gesto a Evan con la cabeza— te has ganado una oportunidad por sobrevivir tanto tiempo. Vendrás con nosotros. En cuanto a ti —me dijo mirándome—, mis hombres me han puesto en una situación muy comprometida. Me han pedido que te quedes con nosotros de momento. De hecho, se me ha dejado bastante claro que una negativa por mi parte desencadenaría un motín. Ésa es la nefasta influencia de unos cuantos cuentos descabellados, contados por alguien que conoce bien el arte femenino de la persuasión, que usa su rostro, su cuerpo, y sus palabras acarameladas, para que un hombre haga lo que no debería.
—¡Eso es ridículo! —exclamé enfadada, pues la indignación había reemplazado al miedo—. ¿Cómo te atreves a criticarme? ¡No he dado ningún motivo para que insinúes eso! Sólo he intentado ayudar en todo lo que he podido. En todo. No soy ninguna… ninguna seductora, mírame, ¿pero cómo puedes pensar…? Además, has roto tu promesa. Tú precisamente no eres muy de fiar.
—De eso nada —repuso Bran en voz baja—. La mantengo lo mejor que puedo. Te quedarás y atenderás a tu paciente si sobrevive al viaje. Mis hombres no me dejan otra alternativa. Y, pienses lo que pienses, respeto sus deseos en la medida de lo posible. Un buen jefe tiene que estar preparado para hacerlo. Pero tienes que entender que más tarde habrá que tomar una decisión. Cuanto más te quedes con nosotros, más difícil será dejarte volver después. ¿Es eso lo que quieres?
—¿Cuándo se ha tenido en cuenta mi voluntad? —repliqué, y las lágrimas de furia amenazaban con derramarse. Me las tragué. No me había dado cuenta, hasta ahora, de cuánto quería volver a ver a mi madre. ¿Qué quería decir Bran, que no iba a poder volver a casa? Imaginé la forma frágil de Sorcha y sus ojos hundidos; la presencia firme y alerta de mi padre. Pensé en Sean y en Aisling, y en los largos y tranquilos días que pasábamos en lo profundo del bosque, u ocupados con las tareas domésticas que adoraba: hornear, coser, secar hierbas. Miré a mi alrededor. Aquel campamento triste no era un hogar; aquella existencia secreta y peligrosa no era vida. Por primera vez el peso de todo lo que aquello habría supuesto para mi familia me cayó encima, y una única lágrima rodó por mi mejilla.
—Con eso no vas a conseguir nada —dijo Bran—. Las lágrimas de una mujer salen tan fácilmente como el agua de un arroyo. Soy inmune a eso.
Pero otros parecía que no lo eran. Sentí la manaza de Perro en el hombro, y Evan dijo:
—No llores, niña. Cuando esto termine, volverás a casa en una chispa, y allí tendrás a tu hombre que te espera.
Bran miraba a Perro.
—Quítale la mano de encima —dijo con una voz suave y terrible. Perro la apartó como si le hubieran azotado con una fusta.
—Estamos perdiendo el tiempo —dije, secándome las lágrimas—. Enséñame cómo vas a transportar a este hombre. Te puedo aconsejar. Supongo que no esperarás que cabalgue con los ojos vendados. Es probable que me necesites en el camino. —¿Sabes montar, entonces?
—De hecho, lo hacía bastante bien antes de que tus hombres me secuestraran. Vas a descubrir que no carezco por completo de recursos.
No respondió, se limitó a indicar con un gesto de la cabeza que tenía que seguirlo afuera. Me sentí tentada, no por primera vez, de decir algo de lo que podría arrepentirme. Pero me tragué la rabia y seguí su estela mientras cruzaba el campamento a grandes zancadas. En realidad nada importaba, aparte de mantener a Evan vivo. Era una curandera, y tenía trabajo que hacer. Más tarde, a lo mejor, habría tiempo para preguntas.
* * *
Aquel viaje fue una pesadilla. Mantuve la boca cerrada y los ojos abiertos. Era consciente de que viajábamos hacia el este antes de dirigirnos al norte, pero no capaz de calcular la distancia con precisión. Avanzábamos a paso implacable, tan deprisa como se podía casi en silencio, ocultos por el bosque y cualquier subterfugio disponible, buscando arroyos y pantanos para ocultar nuestras huellas. Siempre había un hombre por delante, y otro por detrás. Empezó a hacerse de noche, y seguimos el paso. Me dolía la espalda y tenía la boca seca, pero me aguanté y me obligué a continuar. Mi incomodidad no era nada en comparación con la de Evan, amarrado como iba a la ancha espalda de Perro, de modo que se balanceaba sin poder hacer nada al paso del caballo por terreno desnivelado. Sólo llevaba protegida la herida con un vendaje de paños aplicado a toda prisa antes de nuestra poco ceremoniosa partida. Confiaba en que paráramos en el camino para poder ayudarle. Al parecer, no iba a ser así. No podía preguntar. Los hombres marchaban en silencio, se comunicaban sólo con sutiles señales, y con buen motivo. En una ocasión, mientras atravesábamos una cresta densamente arbolada por encima de un terreno abierto, divisamos otros jinetes debajo, un grupo bien armado que cabalgaba en fila, paralelos a nuestro camino pero en dirección contraria. Bran nos detuvo con un pequeño movimiento de la mano, y nos sentamos en silencio hasta que los jinetes estuvieron bien lejos. Eran hombres con túnicas verde oscuro y el emblema de una torre negra, sobre armadura de batalla. Los colores de Eamonn. No se podía saber si me buscaban a mí o iban a atender otro asunto. Recordé lo que Eamonn había dicho del Hombre Pintado y su arrogante desafío, y supe que pisaba terreno peligroso.
Por fin, cuando ya estaba tan cansada que pensaba que me iba a caer de la silla, y Evan derrotado, inmóvil y con el rostro gris en sus ataduras, nos detuvimos. Nos encontrábamos bajo árboles altos, a la entrada dé algún tipo de guarida, y parecía que habíamos llegado a nuestro destino, pues había lámparas encendidas y se estaban dando órdenes en voz baja. Perro había desmontado, y estaban tendiendo la figura renqueante de Evan en una manta. Intenté bajar, me necesitaban, pero mis extremidades, presas de los calambres, no me obedecían. El caballo se quedó allí pacientemente.
—Abajo. —Sentí unas manos firmes en mi cintura que me bajaron al suelo con tanta facilidad como a un niño pequeño. Me soltó inmediatamente, y las piernas me cedieron. Me agarré a los arneses del caballo para mantenerme en pie, y ahogué un gemido de dolor—. Lloras por otros pero no por ti —dijo Bran—. ¿Por qué es eso, me pregunto? Alguien te ha enseñado autodisciplina.
Inspiré hondo. Un par de veces.
—¿Qué más da? —susurré con la boca seca—. ¿Me puedes mostrar dónde está el herrero? Me va a necesitar.
—¿Puedes andar?
Intenté dar un paso, agarrándome aún al arnés. El caballo me siguió caminando de lado.
—No resulta muy convincente —comentó Bran—. Segunda regla de combate. No te tires un farol si no vas a ser capaz de mantenerlo. El enemigo ve tus debilidades a un kilómetro de distancia. Si no tienes fuerza para luchar, admítelo y retírate. Reagrúpate, o haz uso del ingenio. Si no tienes más remedio, acepta ayuda. Aquí tienes.
Tendió una mano, me vi sujeta y dimos la vuelta en dirección a un dintel bajo de enormes losas de piedra, y hacia un pasaje viejo que parecía atravesar una colina de hierba. La noche se iba volviendo extraña por momentos. Ululó una lechuza, y yo levanté la vista. Por encima de nosotros, a través del enramado, un polluelo de luna pendía delicado del cielo negro. Sentí el peso de la mirada de Bran, mientras me ayudaba a avanzar, pero no dije una palabra. Llegamos a la entrada por la que habían desaparecido los demás, y algo me detuvo abruptamente.
—No deberíamos estar aquí —dije al tiempo que un escalofrío me recorría el cuerpo, que una niebla oscura parecía envolvernos a ambos, allí de pie fuera de la puerta—. Este lugar es… antiguo, es un lugar con demasiada historia. No deberíamos estar aquí.
Bran puso ceño.
—Este montículo nos ha servido de cobijo muchas otras veces —me informó mientras apoyaba una mano en el viejo dintel, en el que pequeños rostros inescrutables nos observaban entre motivos ondulados y en espiral, todos labrados profundamente en la piedra. Si había alguna mano que perteneciera a aquel lugar, era la suya—. Quienquiera que usara el refugio antes, hace mucho que se marchó; ahora es ideal para nosotros: secreto, seguro, fácil de vigilar, con salidas ocultas para poder marcharse rápido. Es bastante adecuado.
Pero a mí me había embargado el miedo, y una acongojante sensación de premonición que difícilmente podía explicar, y menos que a nadie a él.
—Ahí dentro hay muerte —dije—. La veo. La siento.
—¿Qué quieres decir?
Entonces lo miré y por un instante, en lugar del rostro de un hombre joven, duro, lleno de vitalidad, mitad tatuado y mitad normal, vi una máscara asquerosa, cinérea, la boca extendida en el horrendo rictus de la muerte, los claros ojos grises mirando al tendido sin vida. Déjame ir… déjame ir… Una mano de niño tendida hacia mí, intentando agarrarme, desesperada, pero yo no alcanzo, se me están llevando, no alcanzo.
—¡¿Qué te pasa?! ¡¿Qué es lo que ves?! —Me había puesto las manos en los hombros; me agarró con tanta fuerza que volví al presente.
—Yo… yo…
—Dímelo. ¿Qué has visto?
Me esforcé para ralentizar mi respiración. Había trabajo que hacer, no podía consentir que aquello me sobrecogiera.
—N… nada. No es nada.
—No mientes bien. Dímelo. ¿Qué te preocupa tanto? Me miras y ves… algo que te aterroriza. Dímelo.
—Muerte —susurré—. Terror. Dolor. Tristeza y pérdida. No sé si veo el pasado o el futuro, o ambos.
—¿El pasado de quién? ¿El futuro de quién?
—Tuyo. Mío. La sombra nos abarca a ambos. Comparto tu pesadilla. Veo un camino descompuesto y roto. Veo un camino que conduce a la oscuridad.
Nos quedamos allí en silencio, la noche a nuestra espalda y la puerta abierta delante.
—Éste es nuestro único refugio aquí —dijo al cabo de un rato—. No tenemos más remedio que entrar.
Asentí.
—Lo siento —dije.
—No lo sientas —repuso Bran—. Te sobrecoge desprevenida, eso se nota. Con nosotros estarás a salvo. Pero no es eso lo que te asusta, ¿verdad? —A salvo. No me preocupa mi seguridad.
—¿La de quién, entonces? No estarás pensando en la mía. ¿Por qué tendría que preocuparte? No podía responder.
—¿Ves mi muerte? ¿Eso te preocupa? No debería. Yo no la temo. Hay veces incluso en que le daría la bienvenida.
—Tendrías que temerla —repuse en voz muy baja—. Morir, antes de conocer tu auténtica naturaleza, es algo terrible.
Jamás había sentido la carga de mi extraño don con más fuerza que aquella noche, y cuando cruzamos el umbral hacia la cámara subterránea, hice una señal en el aire, una que había visto usar a Conor, y envié un aviso silencioso a cualesquiera que fueran los antiguos espíritus que habitaban aquel gélido reino. Honramos este espacio, y las sombras que contiene. No pretendemos hacer daño. Ni faltar al respeto, al usar este refugio. Y en mi interior, oí la voz de mi madre. Tú estás fuera de la pauta, Liadan. Eso podría darte gran poder. Podría permitirte cambiar las cosas.
Entramos, recorrimos un corto pasillo y llegamos a la cámara central, alrededor de la cual se había construido la enorme estructura de piedras superpuestas, capa sobre capa. Ahora había mantas de campaña y macutos ordenadamente apilados alrededor de las paredes. La actividad se desarrollaba con rapidez y en silencio, mientras los hombres de Bran se preparaban para la siguiente partida. Se distribuyeron raciones de pan duro, carne seca, agua y cerveza; las armas poco habituales recibieron una última comprobación, se consultó un mapa y se intercambiaron palabras en voz queda. Eran todos hombres curtidos; mientras yo estaba agotada hasta el punto del derrumbamiento, ninguno parecía demasiado cansado. Entonces oí gruñir al herrero al recuperar la conciencia, y de repente tuve demasiado trabajo como para poder pensar en otra cosa.
Pasó mucho tiempo antes de que Evan consiguiera alcanzar un sueño intranquilo, drogado con la infusión más fuerte que pude administrarle. Yo estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo, a su lado, lo vigilaba de cerca, y de vez en cuando le pasaba una esponja húmeda por la frente para refrescarlo. La carne alrededor del hombro y el pecho estaba de un rojo furioso. Algunos de los hombres descansaban, otros montaban guardia a la entrada y la salida. Olía bastante a caballo, pues habían metido dentro a los animales; estaban amarrados al final de la cámara. Nutria pasó entre ellos, con un cubo de agua en las manos.
Perro se sentó a mi lado. Sus ojos juntos estaban muy serios, y la boca inusualmente sombría. Al otro lado de la cámara iluminada, Gaviota y Serpiente discutían con su jefe sobre alguna cosa. Las manos oscuras de Gaviota se movían en gestos rápidos y expresivos, pero el significado no estaba claro, y procuraban hablar en voz baja. Serpiente miró en mi dirección y después le dijo algo más a Bran. Los rasgos de Bran eran severos, como siempre. Lo vi encogerse de hombros, como diciendo: si no te gusta es tu problema.
—Saldremos mañana muy temprano —dijo Perro en voz baja—. Puede que no te veamos en una temporada. Tú te quedarás aquí, claro. ¿Crees que saldrá adelante?
Nos quedamos un instante escuchando la respiración dificultosa de Evan.
—Haré lo que pueda para mantenerlo vivo. Pero tampoco voy a andarme con rodeos. No tiene buen aspecto. Perro suspiró pesadamente.
—Es culpa mía. Mira en qué lío te he metido. Y para nada.
—Chsss —le dije dándole palmaditas en la manaza—. Todos somos responsables. Pero él más que ninguno. —Miré al otro lado de la cámara.
—La culpa no es del jefe —dijo Perro en un susurro—. Él no quería marcharse. Le llegó un mensaje. Nos venían detrás. Cuando eso ocurre, te largas, pase lo que pase. Nos habrían aniquilado. A todos, si no nos hubiésemos marchado.
—A lo mejor habría sido seguro —respondí secamente—. A lo mejor los que os perseguían venían buscándome.
—A lo mejor. Pero a lo mejor no. No podíamos dejarte allí sin saberlo.
Mi pequeña lámpara no era la única que ardía en el oscuro espacio subterráneo. Bajo el arco del techo, donde las piedras se sobreponían unas encima de otras en un prodigioso equilibrio, una red de telas en sombra albergaban incontables criaturas. El suelo era de tierra batida. En un extremo de la cámara descansaba una enorme losa monumental de piedra negra, con la superficie pulida y brillante por el uso prolongado. Se podía imaginar fácilmente para qué servía. Encima de ella, en un ángulo inclinado, había una única y estrecha hendidura entre las piedras, a la que se le había vaciado la tierra de encima. Tenía que haber un día al año en el que el sol entrara por la abertura e iluminara la piedra de abajo; un día en que los antiguos poderes del lugar podrían despertar. No se habían marchado, aún no. Los sentía en el aire estancado a mi alrededor, en las toscas paredes talladas, donde, acá o acullá, se apreciaba alguna sutil señal grabada. Pensé de repente en el joven druida Ciarán, saliendo a zancadas de Sieteaguas, herido y furioso. Quizá fuera mejor no sentir demasiado. No querer demasiado. Ni pasado, ni futuro. Sólo hoy. Mucho más seguro. Siempre y cuando el pasado no regresara sin que lo invitaran.
—Estás cansada —dijo Perro—. Pero, aun así, mañana nos habremos ido. Iba a pedirte… no, mejor que no.
—¿Qué? Pídelo, hombre.
—Estás cansada. Ha sido una larga marcha para ti. Nos encantaría que nos contaras otro cuento, un último cuento antes de… es demasiado pedir. Olvídalo.
—No pasa nada. —Sonreí y oculté un bostezo—. Ya dormiré mañana, espero. Seguro que puedo con un cuento.
Curiosamente, aunque habíamos estado hablando con un hilillo de voz, todos parecían saberlo. Pronto quedé rodeada de hombres silenciosos, reclinados contra las paredes o agachados en cuclillas. Algunos estaban sentados con las piernas cruzadas, afilando cuchillos o puntas de lanza a la luz de una lámpara. Araña me tendió una jarra de cerveza con sus largos brazos. Detrás de los demás, Bran y Gaviota seguían juntos. En la oscuridad, Gaviota era casi invisible, sólo se veía su sonrisa al revelar un destello de dientes brillantes. Bran me observaba con los brazos cruzados, sin expresión alguna. No mostraba señales de cansancio. Y llevaba más tiempo sin dormir que ninguno de nosotros, como bien sabía.
—Pensé —empecé—, en inspiraros en la víspera de vuestra partida con alguna otra historia de héroes, quizá de sacrificio y valor en el campo de batalla. Pero no me encuentro con ánimo. Por lo que sé, los hombres que vais a atacar puede que sean mi propia gente. Además, he oído que sois los mejores en vuestro trabajo. No necesitáis ánimos para hacerlo mejor. Así que lo que intentaré es distraeros: con una historia de amor. Habla de la fe de una mujer, contra todo pronóstico.
Bebí un trago de cerveza. Estaba muy buena, pero dejé la jarra. Si tomaba más, me arriesgaba a quedarme dormida en el sitio. Levanté la mirada hacia el círculo de rostros sombríos y endurecidos por las vicisitudes. ¿A cuántos volvería a ver? ¿Cuántos quedarían vivos a esa hora al día siguiente?
—Erase una vez una chica corriente, la hija de un granjero, que se llamaba Janet. Pero su amor la llamaba Jenny; ése era su nombre especial, y nadie más lo usaba. Cuando él la llamaba así, ella se sentía la mujer más hermosa del mundo. Desde luego, su querido Tom así lo pensaba. Tom era su más tierno amor, y era herrero, como aquí Evan, un joven fuerte, de anchas espaldas y diestro en su trabajo. No era ni muy alto, ni muy bajo. Tenía el pelo rizado y castaño y un rostro alegre. Pero lo que a Jenny más le gustaba de él eran sus profundos ojos grises; ojos en los que se podía confiar, decía. Jenny sabía que pasara lo que pasase, Tom jamás la abandonaría.
»Jenny era una chica tranquila. Una buena chica. Obediente con su padre, dispuesta con su madre, ingeniosa en todo aquello que una buena esposa debe saber. Sabía coser, hacer conservas y preparar cerveza. Sabía desplumar gallinas, hilar lana y atender a un cordero enfermo. Tom estaba orgulloso de ella, y era difícil hacerle esperar hasta el día de su boda, que tendría lugar en el solsticio de verano. Adoraba su melena rubia hasta la cintura, que ella a veces se soltaba para que la viera ondear como un campo de trigo al sol. Adoraba su estatura justa, que le llegaba que ni pintada para cogerla por los hombros cuando salían a pasear. Le provocaba acelerones en el corazón y en el cuerpo, y cantaba en su forja mientras convertía a martillazos el hierro candente en horcas y arados, y sonreía para sí, esperando el día del solsticio.
»Con todo lo tranquila y dulce que era Jenny, había una cosa que le hacía perder los nervios, y eso era que las otras chicas miraran a su Tom o intentaran coquetear con él cuando paseaban. "Mirad a otra parte —les decía furiosa—, u os arrepentiréis. Es mío." Tom se reía, y le decía que era como un pequeño y fiero terrier protegiendo un hueso. ¿Acaso no sabía que no iba a mirar a otra ni en sueños? ¿Que era la mujer de su corazón?
»Pero, ah. No contaban con las gentes bajo la colina. Son meticones, y nada les gusta más que llevarse a un buen mozo o buena moza en un suspiro, y usar al pobre mortal a su entero capricho. Algunos se los guardan durante un año y un día, y algunos para siempre. A algunos los escupen de vuelta cuando se cansan, y estas pobres almas perdidas jamás vuelven a ser los mismos. Una noche Tom se quedó trabajando hasta tarde, en la forja, y tomó un atajo por el bosque hasta la granja en la que vivía su Jenny, pensando en robar un beso o dos antes de irse a casa. El insensato de Tom. Lo que hizo fue meter el pie en un círculo de setas y en menos que canta un gallo allí estaban todas las hadas con sus mejores galas, y a la cabeza la reina a lomos de su caballo blanco. Con sólo mirarla a los ojos quedó perdido. La reina lo subió a su grupa y galoparon lejos, muy lejos, más allá del alcance de cualquier mortal. Jenny esperó y esperó aquella noche, con una vela en la ventana. Pero su Tom jamás llegó.
Me preguntaba si aquella historia no les parecería demasiado infantil o caprichosa; no era una historia para hombres hechos y derechos. Pero obtuve el silencio total de la atención cautivada. Bebí otro sorbo.
—Sigue —intervino Serpiente—. Has dicho que se podía confiar en él. A mí me parece bastante imbécil. Tendría que haber ido por la carretera, y con una linterna.
—En cuanto las hadas deciden llevarte, poco se puede hacer —respondí—. En fin. Jenny no era ninguna pardilla. A la mañana siguiente, temprano, se metió en el bosque camino de la forja, y vio la hierba pisoteada por cascos de caballo, y el círculo de setas, o lo que quedaba de él, así como la bufanda que ella le había hilado, teñido y tejido con sus propias manos. Sabía quién se lo había llevado, y estaba dispuesta a recuperarlo. Así que, decidida, se fue a consultar a la mujer más vieja del pueblo, una anciana decrépita con encías desnudas en lugar de dientes y uñas enroscadas, y con tantas arrugas como las manzanas secas del último invierno. Jenny se sentó con ella, le dio de comer un pequeño cuenco de gachas que había hecho especialmente, y ella le dijo qué hacer.
»La anciana se mostraba reticente a hablar. Hay cosas que es mejor mantenerlas en secreto. Pero había recibido muchos favores de Jenny, recados y ayuda para su casa, así que se lo dijo. En la próxima luna llena las hadas cabalgarían por el largo camino blanco que conduce hacia el corazón de los bosques, y por el cruce de caminos del páramo. Jenny debía aguardar en el cruce, tenía que agarrar a su Tom de la mano, y esperar hasta el alba. Entonces el encantamiento se rompería, y volvería a ser suyo. "Eso parece fácil —dijo Jenny—. Puedo hacerlo." "¡Fácil! —la vieja estalló en carcajadas—. ¡Ésa sí que es buena! Va a ser lo más difícil que has hecho nunca, mocita. Vas a tener que quererlo mucho para aguantar. Prepárate para unas cuantas sorpresas. ¿Estás segura de que puedes hacerlo?" Y Jenny respondió: "Es mío. Claro que puedo hacerlo".
Serpiente se acercó con una jarra y me rellenó el vaso. La lengua bífida inscrita en su nariz parecía moverse con el titilar de la lámpara, como preparándose para un ataque fulminante.
—Bueno, así que hizo como le habían dicho. A medianoche, durante la luna llena, esperó sola en el cruce de caminos con una túnica de estar por casa y unas botas cómodas, con una capa oscura y con capucha para ocultar su melena dorada. Esperó a la luz de la luna como una pequeña sombra. Llevaba alrededor del cuello la bufanda roja que había sido de él. Y llegaron; una cabalgata reluciente, los caballos todos blancos, las túnicas y faldones enjoyados y llenos de cuentas, y el pelo largo y salvaje, trenzado con extrañas hojas y gemas coruscantes en medio de reflejos argentados. La reina de las hadas cabalgaba en el centro, alta, majestuosa, su piel pálida como la leche, su pelo de un caoba brillante y glorioso, el vestido bajo para mostrar las elegantes curvas de su figura. Detrás de ella cabalgaba Tom el herrero, con los ojos grises distantes; su rostro, antaño alegre, era ahora inexpresivo. Vestía una extraña túnica, calzas de plata y botas del más suave de los cabritillos. A Jenny se la llevaron los demonios, pero se mantuvo firme y en silencio hasta que la reina llegó hasta el centro del cruce de caminos; hasta que tuvo a su Tom justo delante, a su alcance. Entonces, tan rápida como el rayo, le agarró la mano en un visto y no visto, y tiró con todas sus fuerzas hasta que él cayó del caballo y quedó despatarrado a sus pies en el camino blanco.
»Las hadas emitieron un gemido de indignación, y como por arte de magia, los rodearon en un instante, de modo que toda huida resultaba imposible. La voz de la reina de las hadas era terrible de oír, dulce, mortal y airada al mismo tiempo.
»—Tú —escupió—. ¿A qué estás jugando? ¿Quién te ha dado vela en este entierro? ¡Este hombre es mío! ¡Quita tus asquerosas manos mortales de él! ¡Ninguna mujer me desafía! —Pero Jenny aguantó mientras el pobre Tom seguía a sus pies, embrujado. Miró a la hermosa criatura sobre el caballo blanco y expresó el reto con la mirada. La reina estalló en horribles carcajadas y dijo—: Por lo menos nos divertiremos. ¡Veamos cuánto eres capaz de aguantar, granjera! ¿Te crees fuerte? Qué poco entienden los mortales.
»Al principio Jenny apenas comprendía qué quería decir, pues la mano de Tom estaba pasiva, como tonta, entre sus manos. Entonces, repentinamente, los dedos se convirtieron en garras afiladas como navajas, y la piel en tosco pelo, y en lugar de la mano de un hombre, lo que sostenía era la pata peluda de un lobo babeante y enorme, que abrió las fauces y le mostró unos afilados colmillos. Jenny se estremeció de terror al empezar la criatura a intentar zafarse y tirarle el aliento rancio a la cara. Pero se agarró bien fuerte al pelo largo del lobo y aguantó mientras la criatura la arrastraba por el suelo. Sintió la gravilla blanca romperle la falda y rasgarle la piel. Se oyó un murmullo en el círculo de espectadores; y escuchó una sola palabra en una lengua extraña. El tosco pelo mutó entonces a una superficie tan suave y resbaladiza que por poco se le escapa, de lo difícil que era de agarrar. Sintió que se hinchaba y se enroscaba y, en lugar de un enorme lobo, sostenía una gigantesca y resbaladiza serpiente con escamas del color de joyas de las profundidades de la tierra, un monstruo que se retorcía, se arremolinaba e intentaba envolverla en los apretados anillos de su inmenso cuerpo. Para seguir agarrada, Jenny se vio obligada a abrazar a aquella criatura y asirse las manos, apretando el rostro contra las frías escamas de su cuerpo, obligándose a no desmayarse de terror cada vez que la pequeña y malvada cabeza la atacaba una y otra vez, pasándole la lengua bífida por delante de los ojos. "Éste es Tom —se decía a sí misma, y su corazón latía como un tambor—. Es mi amor. Aguantaré. Vaya que sí. Es mío."
»Otra palabra rompió el silencio iluminado por la luna. La serpiente se convirtió en una descomunal araña, una criatura peluda e hirsuta con ojos que brillaban fríamente y patas gordas que se enroscaron alrededor de la desventurada muchacha. Dirigía los venenosos colmillos hacia donde Jenny se agarraba de la pata, y las espinas de su cuerpo le perforaron la piel hasta que se mordió los labios para no gritar. Tras la araña llegó un jabalí de colmillos amarillentos y ojos pequeños y salvajes; y tras el jabalí una extraña criatura cuyo nombre no conocía, con mandíbulas batientes y enormes y la piel arrugada. Aun así, Jenny aguantó, aunque las manos le sangraban y apenas obedecían su voluntad por los calambres. En una ocasión levantó la mirada, y le pareció que había un leve indicio de que el nuevo día empezaba a clarear. Las gentes a su alrededor permanecían muy calladas. Entonces la reina de las hadas volvió a reírse.
»—¡No está mal! ¡No está nada mal! Nos has tenido muy entretenidos. Ahora tenemos que marcharnos. Si tienes la amabilidad de soltar a mi chico, me lo llevaré.
»Hizo un imperioso movimiento de la mano, y Jenny sintió como si cien cuchillos afilados le atravesaran los hombros, y por poco lo suelta. Oyó un aleteo de enormes alas negras, y en sus manos vio el pie de un pájaro gigante, con el pico tan grande como la cabeza de un caballo. Movía las garras como si quisiera soltarse. Con la otra pata la agarraba por el brazo y el hombro, saltaba, aleteaba y gritaba y picoteaba a izquierda y derecha con aquel pico mortal a ver si conseguía quitársela de encima. Oyó un tintineo de risas no terrenales. "Es mi hombre —susurró Jenny para sí—. Lo quiero. No pienso cederlo. No voy a soltarlo." Y por mucho que luchó el pájaro, no fue capaz de desembarazarse de ella. Entonces, repentinamente, se oyeron susurros y suspiros, y el delicado cloqueo de muchos cascos, y cuando la primera luz del alba tiñó los contornos del mundo de plata, las hadas desaparecieron como jirones de niebla, y allí entre sus brazos estaba su amor, inerte, como muerto, mientras sus ropas brillantes se tornaban grises con la llegada de la luz.
»—Tom —susurró—. Tom. —No tuvo fuerzas para decir nada más. Al cabo de un rato notó que se movía, la cogía por la cintura, apoyaba la cabeza en su pecho y murmuraba:
»—¿Dónde estamos? ¿Qué ha pasado? —Entonces Jenny sacó la bufanda roja y la ató alrededor del cuello de su amado, y lo ayudó a ponerse en pie con las manos ensangrentadas. Se rodearon con los brazos y cuando el sol se alzó en un día perfecto, redondo, regresaron lentamente a casa. Y, aunque el cuento no lo dice, es mi parecer que juntos vivieron felices, pues eran dos mitades de una sola cosa.
A mi alrededor se escuchó un suspiro de alivio colectivo. Nadie dijo nada. Después de un rato, los hombres empezaron a levantarse y se acoplaron para dormir tan bien como pudieron. No había allí ningún tipo de privacidad. Disminuí la llama de la linterna tanto como pude y me preparé para dormir, vestida como iba. Me dispuse a quitarme las botas, pero cuando me agaché para desatármelas, descubrí que estaba tan cansada que los dedos no me obedecían. Tan cansada que estaba a punto de llorar por todo y por nada. Mal rayo les partiera a todos. Sería mucho más fácil odiarlos, como hacía Eamonn.
—A ver. —Perro estaba arrodillado junto a mí, sus manazas me desataron los lazos delicadamente y me sacaron los pies de las botas—. Qué piececitos más pequeños tienes.
Le di las gracias con un gesto de la cabeza, consciente de los ojos puestos en nosotros desde el otro lado de la cámara. Casi era oscuro. Oí un ruidito de arrancar algo, me deslizaron en las manos algo suave y afilado, y la enorme forma encorvada de Perro se retiró a las sombras. Mientras me tumbaba y sentía invadirme un profundo cansancio, me metí la zarpa de lobo en el bolsillo. Eran asesinos a sueldo. ¿Por qué tenía que importarme lo que les ocurriera? ¿Por qué la vida no podía ser sencilla, como era en los cuentos? ¿Por qué…? Me sumergí en un sueño profundo del que nada recuerdo.
* * *
Parpadeé, una, dos veces. La luz inundaba el pasillo de entrada. Era de día. Me incorporé. La cámara estaba vacía, el suelo desnudo, toda señal de presencia humana había desaparecido. Toda salvo mi manta y mi petate, y las herramientas de mi oficio. Y el herrero tumbado a mi lado, respirando con dificultad.
Miré a mi alrededor de nuevo. Nada. Se habían marchado, todos. Me habían dejado sola para que me las apañara. No te asustes, Liadan, me dije mientras el corazón se me aceleraba. Quedaba poco tiempo hasta que Evan despertase y me necesitara. Así que tenía que encontrar una fuente de agua. Ver si podía hacer una hoguera. Más allá de eso, pocos planes podía hacer.
Tenía un cuenco y un pequeño cubo en el petate. Con aquello en la mano, salí por la estrecha entrada, frotándome los ojos mientras amanecía a la gloriosa mañana de verano.
—Hay un arroyo en el extremo norte del montículo, y un estanque donde puedes lavarte.
Estaba de espaldas, con el arco en el hombro. Aun así, la cabeza afeitada y la piel estrafalariamente decorada lo delataban al instante. Mi conmoción y resentimiento eran tan grandes como mi alivio, y hablé sin cautela.
—¡Tú! Eres el último hombre que esperaba encontrar aquí.
—¿Habrías preferido a otro? —preguntó mientras se daba la vuelta—. ¿Uno que te halague y te diga cosas bonitas?
—¡No digas tonterías! —Estaba decidida a no dejar escapar que me creía sola. No iba a demostrarle miedo—. No os quiero, a ninguno de vosotros. ¿Por qué no estás con tus hombres? Buscan tu liderazgo. El jefe. Casi como un dios. No entiendo cómo puedes enviarlos de misión y quedarte atrás. Habrías podido dejar a cualquiera para que me cuidara.
Entrecerró los ojos. La luz matutina hacía resaltar el claroscuro de sus dibujos con vehemencia.
—No confío en ninguno de ellos para hacer este trabajo —repuso Bran—. He visto cómo te miran.
—No te creo. —Eso era una tontería.
—Además —añadió como si tal cosa mientras metía el arco en una grieta entre las rocas—, es buen entrenamiento. Tienen que aprender a lidiar con lo inesperado, a asumir el mando al instante si deben hacerlo, y a no cuestionar. Tienen que aprender a estar siempre preparados. Hay otros cabecillas entre ellos. Aceptarán el desafío.
—¿Cuánto… cuánto tiempo van a estar fuera?
—El suficiente.
Como no se me ocurría nada más que decirle, salí a buscar el arroyo, a lavarme la cara y las manos y a ir a por agua para mi paciente. Había un estanque tranquilo entre las rocas, y al sumergir el cubo casi imaginé ver a mi hermana allí, sumergida hasta la cintura, encerrada en los brazos de su amante, con su fiera melena envolviéndole el cuerpo. Pobre y encantadora Niamh. Apenas le había dedicado un pensamiento desde que le dije adiós. Ya estaría instalada en Tirconnell a esas alturas, aprendiendo a hacerse a su nueva vida entre extraños. Me estremecí. No podía imaginar vivir lejos de Sieteaguas, lejos de todo lo que formaba parte de mí. A lo mejor, si alguien me importara lo suficiente, podría hacerlo sin sentir que el alma se me partía en dos. Pero el bosque marca a los nacidos en su seno, y no pueden irse muy lejos sin desear regresar. En mi corazón temía por mi hermana. En cuanto a Ciarán, no había manera de decir qué camino había tomado.
El día siguió su curso. Evan sufría, sudaba, vomitaba y deliraba. Bran aparecía y desaparecía, hablaba poco, me ayudaba a levantar y dar la vuelta al herrero, a calentar agua, a cualquier cosa que le pedía. Me vi obligada a admitir, a regañadientes, que resultaba bastante útil. En una ocasión en que Evan estaba tranquilo, me llamó fuera, me hizo sentar, y me dio una bandeja de estofado, pan duro y una jarra de cerveza.
—No pongas esa cara de sorpresa —dijo, se sentó enfrente de mí y empezó a comer—. Tienes que comer. Y no hay nadie más para cuidarte.
No dije nada.
—¿O es que creías que podías apañarte sola? ¿Es eso? La pequeña curandera obrando milagros. ¿No pensarías que íbamos a dejarte aquí sola? ¿O sí?
No lo miré, me quedé concentrada en el estofado, que estaba buenísimo. El arco debía de ser para cazar.
—Eso es precisamente lo que pensabas —afirmó incrédulo—. Que nos habíamos ido y te habíamos dejado sola con un hombre moribundo. Debes considerarnos poco menos que salvajes.
—¿No es lo que quieres? —le desafié mirándolo a los ojos esta vez, y vi por un instante una expresión bastante distinta en aquellos ojos grises antes de que los apartara—. El Hombre Pintado, una criatura que inspira terror y espanto. Un hombre que puede hacer, y hará, casi cualquier cosa si le pagas lo suficiente. Un hombre sin conciencia. ¿Por qué un hombre tal tendría que pensárselo dos veces a la hora de dejar a una mujer sola, sobre todo cuando parece despreciar profundamente al sexo femenino?
Abrió la boca, se pensó dos veces lo que iba a decir y la volvió a cerrar.
—¿Por qué nos odias tanto? ¿Qué mujer te lo hizo pasar tan mal como para que la tomes con todo nuestro sexo durante el resto de tu vida? Qué resentimiento guardas. Te reconcome por dentro, como una úlcera. Serías un insensato si dejaras que eso te destruyera. Sería un desperdicio terrible. ¿Qué ocurrió para dejarte tanta amargura? —No es asunto tuyo.
—Pues ahora lo es —repuse con firmeza—. Tú has elegido quedarte, así que ahora me vas a escuchar. Oíste mi historia de la hija del granjero, Jenny. Quizá fue cierta, quizá no. Pero hay muchas y buenas mujeres como ella en el mundo, así como otras menos admirables. Somos humanas, como tú, y todas distintas. Ves el mundo a través de la sombra de tu propio dolor, y juzgas injustamente.
—No tanto. —Sus rasgos tenían una expresión de amargura, y sus ojos se mostraban distantes. Empecé a lamentar haber hablado con tanto desparpajo—. Fue la astucia de una mujer, y su poder sobre un hombre, los que me robaron tanto mi familia como mi derecho de nacimiento. Fue el egoísmo de una mujer y la debilidad de un hombre los que me lanzaron a este camino, convirtiéndome en la criatura que tú tanto desprecias. Las mujeres lo estropean todo. Los hombres deberían andar con cuidado para no acercarse demasiado y quedar atrapados en la red.
—Pero yo soy una mujer —dije al cabo de un rato—. Ni… atrapo, seduzco o cometo maldades. Digo lo que pienso, pero no hay nada malo en ello. Me niego a aceptar que… ¿cómo era la palabra?… ah, sí, lo estropeamos todo. Mi madre ha sido mi ejemplo. Es frágil pero fuerte. No sabe hacer otra cosa que dar. Mi hermana es hermosa y carece por completo de astucia.
—Estás llorando.
—¡No estoy llorando! —Me froté la mejilla furiosa—. Lo único que digo es que pocas mujeres te tienes que haber encontrado en tu vida para aferrarte a una visión tan estrecha.
—Contigo, a lo mejor, podría hacer una excepción —admitió a regañadientes—. No eres tan fácil de clasificar.
—¿Me ves más cercana a un hombre?
—¡Ja! —No podía decir si aquel sonido expresaba diversión o burla—. Difícilmente. Pero muestras ciertas cualidades que no esperaba. Lástima que no sepas manejar una vara o usar un arco. Te habríamos podido reclutar.
Era mi turno de reír.
—Ya me extrañaría. Pero lo cierto es que sí sé. Manejar vara y arco, quiero decir.
Se me quedó mirando.
—Eso sí que no me lo creo.
—Te lo muestro.
Iubdan me había enseñado bien. Su arco era bastante más largo y pesado de los que yo acostumbraba a usar, y no fui capaz de tensarlo por completo. Pero bastaría. Bran me observó en silencio, con las cejas arqueadas sardónicamente mientras ajustaba la cuerda.
—¿A qué quieres que le dé con esta flecha?
—Supongo que podrías intentarlo con aquel nudo grande del olmo.
—Un niño podría con ese objetivo —repliqué con cierta sorna—. Me insultas. ¿Qué objetivo elegirías para un joven que quisiera entrar en tu banda de guerreros?
—No habría llegado tan lejos sin demostrar su valía. Pero si insistes, sugiero el manzano que crece ahí entre esas rocas. Allí, déjame que te lo indique.
Me quitó el arco, lo tensó completamente, con los ojos entornados para protegerse de la luz. Fue rápido. El zumbido de la cuerda al soltar y una manzanita verde cayó al suelo, partida por la punta de la flecha.
—Tu turno —indicó secamente.
Aquél era un juego que Sean y yo habíamos practicado hasta la saciedad. Tensé el arco tanto como pude, dije algo en un susurro y solté la cuerda.
—Suerte del principiante —replicó Bran al caer la segunda manzana—. Un farol. No puedes hacerlo dos veces.
—Sí puedo —respondí—, pero me da igual si te lo crees o no. Ahora tenemos trabajo que hacer. Si te digo lo que necesito, ¿podrás encontrarme unas hierbas? Mis reservas casi se han acabado, y Evan sentirá cada vez más dolor.
—Dime qué quieres.
Menos mal que había dormido profundamente aquella noche, porque muy poco tiempo tuve para dormir en los días venideros. El herrero se puso cada vez peor, sus rasgos se agitaban y enrojecían, la carne alrededor de su herida estaba moteada de color azul. Bran me trajo cuanto le había pedido, y había preparado una infusión, que le suministré a Evan gota a gota hasta quedarse tranquilo.
—¿Dónde estás, Biddy? —murmuró, moviendo aún la cabeza de lado a lado—. ¿Biddy? ¿Mujer? No te veo.
—Calla —le dije mientras le pasaba la esponja por la frente ardiendo—. Estoy aquí. Duerme.
Pero le costó mucho dormir, y a pesar de las hierbas no descansó demasiado antes de que el dolor lo despertara de nuevo. Bran estaba fuera, y no lo llamé. ¿Para qué? No había nada que pudiera hacer. Me senté al lado de Evan, ambos a la pequeña luz de la linterna, y le cogí de la mano. Le dije que no hablara, pero no había manera de pararlo.
—Aún aquí. Pensaba que ya te habrías ido a casa.
—Sí, aquí sigo, como ves. No vas a deshacerte de mí tan fácilmente.
—Por un momento he pensado que eras Biddy. Qué tonto. Es tres como tú, menuda chicarrona está hecha mi Biddy.
—Te espera, no lo dudes —le dije.
—¿Crees que aún me querrá? ¿No crees que le importará lo del…?, bueno ya sabes.
Le di un apretón en la mano.
—¿Un mozo fuerte y robusto como tú? Pues claro que va a quererte. La tendrás a tus pies, hombre.
—No me gusta quejarme, sé que estás haciendo lo que puedes. Pero Dios, cómo duele…
—Toma, mira a ver si puedes tragar un poco más de esto.
—¿Necesitáis ayuda? —Bran había entrado en silencio, con un pequeño frasco en la mano—. Gaviota me dejó esto. Es una bebida de su país, muy potente. La guarda para ocasiones especiales.
—Dudo que consiga mantenerla dentro. Unas gotas, a lo mejor.
Toma, échale un poco en este té; tienes razón, ha llegado la hora de medidas drásticas. ¿Puedes levantarle la cabeza, por favor? Gracias.
El frasco era de plata, ribeteado con fina madera de tejo, y en la superficie aparecía labrado un elaborado dibujo. El tapón era de ámbar con forma de gato.
—No demasiado. Queremos que se quede en su estómago.
Poco a poco, sorbo a sorbo, conseguí darle a Evan la potente poción, mientras Bran lo sujetaba por detrás.
—Desde luego, Jefe —dijo el herrero débilmente—. Mira que esperar a que esté hecho polvo para envenenarme… Eso mejor dejárselo aquí… a la moza.
—Desde luego. No estoy aquí para otra cosa que para obedecer sus órdenes.
—Llegará el día, Jefe…
—Cállate —le dije—. Hablas demasiado. Bébete esto y cierra la boca.
—¿La oyes? —siguió Bran—. Le encanta dar órdenes. No me extraña que los demás no vieran la hora de marcharse.
Evan cerró los ojos.
—Ya te dije que era justo tu tipo, Jefe —comentó débilmente.
Bran se abstuvo de hacer ningún comentario.
—Duerme —le dije, y dejé en el suelo la taza de té. Estaba medio vacía. Había conseguido beber más de lo que esperaba—. Descansa. Piensa en tu Biddy. A lo mejor te puede oír, por muy lejos que esté al otro lado del mar. A veces pasa. Dile que pronto regresarás. Que no tendrá que esperar mucho.
Al cabo de un rato, Bran le apoyó la cabeza a Evan cuidadosamente sobre un rollo de mantas, para que respirara con menos dificultad.
—Toma —me dijo, y me ofrecía el frasco de plata.
—Mejor que no. —Pero lo cogí, pensando que el intrincado dibujo parecía subirle por la mano y el brazo, por debajo de la camisa gris sencilla, enrollada a la altura del codo—. He de despertarme cuando lo haga él.
—Tienes que dormir algo.
—También tú.
—No te preocupes por mí. Bebe un trago por lo menos. Te ayudará a descansar.
Me puse el frasco en los labios y tragué. Era tan fuerte como el fuego. Di un grito ahogado y sentí que una brasa me inundaba.
—Tú también —le dije devolviéndoselo.
Tomó un trago, después tapó el frasco y se puso en pie.
—Llámame cuando se despierte. —Por primera vez escuché un punto de retraimiento en su tono—. No tienes que hacer esto sola, ya lo sabes.
Que Brighid me ayudase. De repente me sobrecogió la más profunda de las tristezas. Con la arrogancia, las burlas y la indiferencia podía. La competencia silenciosa era perfecta. Discutir con él casi divertido. Eran las inesperadas palabras de amabilidad lo que amenazaba con romperme en pedazos. Debía tener mucho cuidado. Me quedé dormida con la visión de Sieteaguas ante mis ojos: oscuros árboles en sombras, luz moteada, la cristalina superficie del lago. Pequeños, perfectos y, lástima, tan lejanos.