Capítulo X

Después de aquello, mi comportamiento fue ejemplar. No realicé más viajes secretos fuera de las murallas, ningún centinela me vio aventurándome en lugares poco frecuentados de la fortaleza. Ayudé a Aisling a llevar a cabo una inspección completa de la fábrica de cerveza, y aconsejé a la herborista de la casa sobre cómo abastecer sus reservas para el invierno. No le conté a Niamh qué iba a pasar exactamente, o cuándo, pues no podía confiar en su estado emocional. Lo que sí le dije era que estaba todo arreglado, y eso la satisfizo. En la superficie yo aparecía tranquila y capaz. Por debajo, estaba tensa como las cuerdas de un arpa.

Repasaba una y otra vez lo que me había dicho Bran, y lo que no me había dicho. Tuve que admitir que su ayuda era lo que había deseado durante todo el tiempo. Intenté no pensar en las cosas que tanto había querido decirle y que no me había atrevido a pronunciar. Cosas imposibles como quédate conmigo y vas a tener un hijo antes de Beltaine. Aparté estos pensamientos de mi mente como mejor pude, y me limité a darles las gracias a los ancestros desde lo más profundo de mi corazón, por traerlo en mi ayuda cuando ya había desesperado por completo; por habérmelo enviado, aún no sé cómo, cuando yo creía que me había dejado atrás a mí y a los míos para siempre. Qué había provocado aquel cambio, era para mí un misterio. No era tan insensata como para creer que algún día volvería a abrazarlo y le oiría pronunciar palabras de amor. Aquéllos eran los pensamientos de una ingenua bobalicona, me reñía a mí misma. Pero hablé con nuestro hijo, y le dije: Es tu padre. Un hombre que es el mejor en lo que hace, siempre. Un hombre al que confiarle tu vida.

La noche anterior a la mañana en que vendría a por nosotras, le conté a Niamh todo lo que debía saber. Que se tenía que levantar en silencio cuando la despertara antes del alba, y vestirse con la ropa abrigada y oscura que le había preparado. Que nos marcharíamos deprisa y en silencio, por un pasadizo secreto hasta el pantano. Que un hombre la esperaría para guiarla fuera y acompañarla a lugar seguro. Pasaría mucho antes de que me volviera a ver.

—¿Un hombre? —Parpadeó perpleja mientras me escuchaba en camisón—. ¿Qué hombre?

—Un amigo mío —respondí—. Que no te asuste su aspecto. Es el mejor protector que podrías tener.

—¿De dónde has… cómo has…? —No acertaba a encontrar las palabras, pero yo leí el auténtico mensaje en la maraña de sus pensamientos, pues desconocía el arte de ocultar lo que había en su mente. Se preguntaba cómo yo, una persona tan hogareña, podía conocer al tipo de persona que precisábamos.

—Eso no importa —contesté—. Lo que tienes que recordar es que no puedes hacer ruido y que tienes que obedecerme en todo, independientemente de lo que ocurra. Hay vidas en juego, Niamh. Después, cuando lleguemos allí, sigue sus órdenes. Sólo con eso, estarás lejos de aquí y bien escondida antes de que tu marido regrese con Eamonn.

—¿Liadan? —El tono de voz era el de una niña.

—¿Qué?

—¿Tú no puedes venir conmigo?

—No, Niamh. Estarás bien sola, créeme. Yo no puedo ir, porque si desaparecemos las dos, nos perseguirán seguro. Si tal cosa ocurriera en su casa, Eamonn seguiría todas las pistas hasta el final. Yo tengo que quedarme y contar alguna patraña para cubrir tu huida. Después de eso, volveré a casa.

—¿Una patraña? ¿Cuál?

—Eso no importa. Ahora tienes que dormir. Vas a necesitar todas tus fuerzas mañana.

* * *

Empezó bastante bien. Tras una noche en vela, desperté a Niamh antes del alba y nos vestimos a la luz de una única vela. Era lenta hasta la exasperación, y lo tuve que hacer casi todo yo: abrocharle la túnica, peinarla, colocarle la capa gris encima y decirle que se pusiera la capucha en cuanto saliéramos fuera, pues aquel día no llevaba velo y había que esconder el faro brillante de su cabellera. Le mostré la puerta secreta y le volví a explicar adónde llegaba. Mi hermana asintió con seriedad, en sus ojos mostró algo parecido a la comprensión.

—Estoy lista —dijo—. Y… gracias, Liadan.

—Eso ni lo pienses —respondí algo temblorosa—. Dame las gracias… y a mis amigos cuando estés a salvo en el convento. Ahora…

En ese momento se oyó un ruido en el patio de abajo, y vimos movimiento de antorchas. En silencio, me subí a un taburete y miré por la estrecha ventana. Llegaban jinetes por la puerta principal, hombres de verde y hombres con la insignia de los Uí Néill en sus túnicas, blancas y rojas, la serpiente que se devoraba a sí misma. Oí el ruido de los cascos, voces de hombres, abrirse la puerta mientras la casa se despertaba. Vislumbré a Eamonn, pálido y serio como siempre, bajar de un salto de su caballo y empezar a repartir órdenes precisas. También vi la figura erguida y autoritaria de Fionn Uí Néill entre sus hombres. Era evidente que no habían parado en Sieteaguas, no ellos. Habían venido directamente hasta aquí, y llegaban dos días antes.

¡Bran! —fue mi primer pensamiento, presa del pánico, mientras guiaba a mi hermana detrás del tapiz por la estrecha abertura—. Bran está aquí, y Eamonn ha vuelto. Si Eamonn lo mata, será culpa mía. Mientras bajábamos a toda prisa por la escalera de caracol, la mente se me inundó de posibilidades terribles. Yo iba delante, justo debajo de Niamh y ella aullaba presa del pánico:

—¡Liadan! ¡Liadan! ¡No creo que pueda hacerlo! ¡Está muy oscuro y es muy pequeño!

—¡Cállate! —le susurré, y le agarré con más fuerza la mano—. Mantén tu promesa y haz como te digo. —Parecía no saber qué ocurría en el patio, y yo no la iluminé; ya estaba casi paralizada por el miedo, y su viaje aún no había empezado. Mejor que no supiera lo cerca que podría estar la persecución.

Íbamos muy lentas. Vamos, vamos, Niamh. Por fin llegamos al final de la escalera y empezamos a salir por el corto pasadizo.

—Ahora ten cuidado —susurré—. El suelo está húmedo, no resbales. —Con suerte, nadie nos buscaría tan temprano. Los hombres querrían comer y descansar primero. A lo mejor aún había tiempo.

Fuera todo estaba en silencio. No se oían voces salvo las de las aves de los pantanos saludando el comienzo del día. Un manto de niebla, de un gris amarillento enfermizo, pendía encima del tremedal y besaba la orilla de piedra. Inspiraba suficiente temor para plantearse que quizá ni el Hombre Pintado fuera capaz de hallar el camino. Llegamos al punto muerto de visión para los centinelas bajo las rocas afiladas. Por encima de nosotras, en la muralla, los soldados de verde patrullaban de un lado a otro. Entonces Niamh dejó escapar un gritito agudo y yo le estampé una mano en la boca.

—Chsss —susurré—. ¿Quieres que nos maten a todos? Estos hombres están aquí para ayudarnos.

—Oh…, pero…, pero…

—¿Puedes hacer que se calle?

Los ojos espantados de mi hermana miraron primero al hombre que había hablado, el hombre que se había materializado de repente delante de ella, con la cabeza afeitada y la piel tatuada; y después al hombre detrás de él, cuya carne era tan negra como la noche, y que sonrió, una sonrisa feroz llena de dientes blancos, al saludarme con un gesto de la cabeza. Estaba claro que Niamh no sabía a cuál tenerle más miedo.

—Bran. —Me lo llevé a un aparte y hablé con él en voz baja—. Eamonn ha vuelto, no hace mucho, con el marido de mi hermana. Este sitio está lleno de hombres armados.

—Lo sé.

—Tienes que irte ya, y ten muchísimo cuidado. Eamonn ha jurado destruirte, y aprovechará la menor excusa. Por favor, marchaos rápido. Me puso ceño.

—No te preocupes por mí. No lo merezco. Además, ya tienes bastante de qué preocuparte.

—Sí que me preocupo por ti. ¿Por qué no puedes escuchar un buen consejo por una vez en tu vida?

—Vamos —avisó Gaviota en voz baja. Había cogido a Niamh de la mano, y la guiaba, con bastante cuidado, por el terreno expuesto del borde del pantano, donde la niebla los ocultaría.

—Me crees un mercenario sin conciencia, un hombre sin sentimientos humanos —susurró Bran, y apoyó los dedos, cálidos y vivos, en mi mejilla—. Y te preocupas por mi seguridad. Eso no es coherente.

—Tú tienes una pobre opinión de las mujeres, y desprecias a mi familia —respondí con lágrimas en los ojos, pues su caricia había despertado en mí un sentimiento intenso que era alegría y dolor al mismo tiempo—. Y aun así, arriesgas tu vida para venir aquí, sólo para decirme que me vaya a casa. Y la vuelves a arriesgar para salvar a mi hermana. Otra mujer. Difícilmente podrías llamar a eso coherencia.

Nos miramos y, a pesar de mí misma, noté una lágrima rodar por mi mejilla.

—No. No hagas eso —repuso Bran con fiereza, y me pasó el pulgar por la mejilla, como para contener el llanto.

—Gracias por venir —susurré—. No sé cómo me las habría apañado sin ti.

No dijo nada, pero cuando lo miré, vi sus ojos al desnudo. Unos ojos grises y profundos. En los que había palabras que no osaba pronunciar. Puse mi mano encima de la suya.

Se oyó un grito fuera, una cuerda tensa azotar el aire y una flecha pasó silbando por encima de nuestras cabezas justo detrás de Gaviota, mientras guiaba a la inestable Niamh hacia la protección de la niebla. Gaviota dejó escapar una maldición, y Niamh un gritito; entonces pareció que la paralizaba el terror, y que ya no podía moverse más.

—Que Brighid nos ayude —murmuré, y me recogí las faldas para correr, echarme encima de ella y ponerla a salvo, qué chica más tonta, por favor. La voz de Bran me detuvo.

—No —dijo—. Quédate aquí donde no te vean. Adiós, Liadan.

Entonces regresó fuera y se metió en el camino de las flechas, un objetivo claro para apartar los disparos de mi hermana; y yo me quedé allí mirándolo, porque lo había prometido. Había contratado sus servicios, y eso significaba que él ponía las reglas. Por encima de la pasarela se oían gritos, y escuché la voz de Eamonn. Las flechas empezaron a llegar muy rápidas, y apuntaban bien; pero el que corría era ágil y listo, amagaba, se agachaba, se daba la vuelta para dedicar un gesto vulgar y veloz de desafío a sus atacantes. Habría podido cubrir la distancia en la mitad de tiempo; pero se aseguró de que tanto Gaviota como la aterrorizada y torpe Niamh, cuya capucha le había caído para revelar claramente sus rizos cercenados color cobre, se desvanecieran por completo entre el manto de niebla, antes de salir disparado a toda velocidad tras ellos. El vapor de agua los engulló, y desaparecieron.

Varias cosas ocurrieron muy deprisa. Arriba se dieron órdenes. Después aparecieron abajo hombres con espadas, dagas, lanzas y hachas, corriendo, y se detuvieron al borde del pantano, cerca de donde yo me encontraba inmóvil justo debajo de la barrera de roca. Eamonn estaba entre ellos, y fue él el primero que se volvió y me vio allí. No había necesidad de ocultar mi expresión; supongo que ya tenía un aspecto convincente de conmoción y miedo.

—¡Liadan! ¡Gracias a la diosa que estás a salvo! —Se apreciaba la furia en los ojos de Eamonn, apenas enmascarada por su alivio y preocupación—. Pensé… ¿qué ha pasado, Liadan? Dímelo rápido, tenemos que salir tras esos hombres inmediatamente.

—Yo… yo…

—Está bien, ahora estás a salvo. Inspira profundamente, e intenta decírmelo. —Me agarraba por los hombros, con bastante fuerza, sus manos me comunicaban su necesidad de perseguir, castigar y destruir.

—Niamh… Niamh se ha ido —tragué saliva—. Se ha ido.

—¿Adónde?

—No… no lo sé. —Hasta el momento aún no había tenido que mentir. No era muy buena mintiendo. Y Eamonn me conocía mejor que muchos. Tendría que confiar en que su ira lo cegara ante las deficiencias de mi relato. Un relato que ahora había que contar de manera bastante distinta, dado que no sólo Niamh, sino también Gaviota y Bran habían sido claramente avistados antes de huir—. Por el pantano, hacia el norte. No sé adónde, ni por qué.

Eamonn puso ceño.

—Cuéntame todo lo que sepas, Liadan. Tan rápidamente como puedas. Cada minuto cuenta. ¿Cómo habéis conseguido bajar Niamh y tú aquí abajo sin que os vieran mis guardias?

—Hay un pasadizo oculto. ¿No lo sabías? Una escalera de caracol, una puerta oculta. En la alcoba.

Maldijo entre dientes.

—¿Quieres decir…? Pero ese pasadizo está cerrado desde que yo tengo memoria. No hay llave. ¿Cómo habéis bajado?

Toqué la llave que tenía en el bolsillo. Se hizo necesario mentir.

—No lo sé. Yo me he despertado temprano esta mañana, y Niamh había desaparecido. Dejó la puerta secreta abierta, así que la he seguido. Cuando he salido, estaba… estaba…

—Está bien, Liadan —repuso con amabilidad severa—. No hace falta que nos cuentes esa parte. ¿Cuántos hombres has visto? ¿Sólo dos?

Asentí en silencio.

—Sabes quiénes eran, supongo.

Asentí de nuevo.

—Pero por qué, me pregunto —murmuró Eamonn sin dejar de moverse—. ¿Por qué se la han llevado, a menos que como gesto de desafío demente? ¿Qué espera lograr con esto? No hay motivo para ello.

Me tragué el nudo.

—¿Crees… crees que puedes seguirles la pista y traerla de vuelta? —Me parecía que la niebla empezaba a disiparse, a medida que salía el sol; se veía un corto camino por el pantano, el barro oscuro y movedizo estaba moteado aquí y allí de pedazos de vegetación baja. Estaban demasiado separados para que se pudiera saltar de uno a otro. Tarde o temprano habría que pisar aquella superficie marrón-negruzca y esponjosa, y confiar en que soportara su peso. Un hombre incapaz de confiar sólo podría pasar conociendo el camino con total certeza. Aun así, eran los mejores. Si decían que podían sacar a Niamh es que podían.

—¡Eamonn! Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado? Dicen que Niamh… —Fionn llegó corriendo, sus botas crujían sobre la colina rocosa, los duros rasgos desencajados, completamente pálido.

—Lo siento enormemente —repuso Eamonn con formalidad, y yo reparé en que aquello, sin duda, disminuiría su estatus entre sus aliados, que un fallo tal de seguridad no podía tener lugar en la puerta de su casa, casi ante sus propias narices. No era de extrañar que el Hombre Pintado tuviera esa reputación que tenía, por pura desfachatez—. Al parecer ha sido raptada, y no hay duda de quién es el responsable. Mis guardias lo vieron claramente. Un hombre con la piel negra como el carbón, y otro con un dibujo en rostro y brazo inconfundible. Son los mismos fianna que asesinaron a mis guerreros delante de mis ojos. Es una suerte que mis arqueros los alejaran antes de llevarse también a Liadan.

—¿Por dónde? —exigió saber Fionn, y su expresión me recordó que era un Uí Néill y un jefe—. ¡Voy a arrancarle a ese tipo las extremidades del cuerpo en cuanto lo encuentre! ¿Por dónde?

—No puedes ir —repuso Eamonn con aspereza—. La tarea es mía y de aquellos de entre mis hombres que conocen el arte de cruzar con seguridad y rapidez el pantano. Haré lo imposible por traer a tu esposa de vuelta, y juro que no descansaré hasta conducir a los perpetradores de este ultraje ante la justicia. Ahora me tengo que ir, y deprisa.

—¿Justicia? —El tono de Fionn era salvaje—. La justicia es demasiado buena para ellos. Déjame un momento a solas con esa escoria y un hacha, y verás lo que es un culo de forajido bien decorado. No me hables de justicia, ni a mí ni a la hermana de Niamh.

—Vuelve dentro, Liadan. —Eamonn se abría paso hasta el borde del pantano. Dos de sus hombres esperaban, sus túnicas verdes habían sido sustituidas por un atuendo de la tonalidad parda del barro, y sus botas de montar por calzado mucho más flexible y ligero. Iban completamente cubiertos y llevaban dagas y cuchillos lanzadores en el cinto. Esperaron mientras Eamonn se quitaba la túnica y se vestía del mismo modo. Cada hombre portaba una vara larga, más larga que su propia altura—. Está bien —prosiguió Eamonn—. Yo guiaré; seguidme de cerca, y estad listos para atacar al instante. No nos llevan tanta ventaja como para no alcanzarlos antes de que lleguen a tierra seca. La dama los retrasará. Oran, tu tarea consiste en rescatarla sana y salva. En cuanto la tengas, date la vuelta y déjanos el resto a nosotros. Ve con cuidado, estará asustada. Conn, tú te encargas del negro. El otro es mío.

* * *

No es de extrañar que las mujeres tengan una reputación para la paciencia que no comparten los hombres. Cuánto tiempo pasamos esperando. Esperando que nazca un niño. Esperando que un hombre vuelva a casa, del campo, del mar, de la batalla. Esperando eternamente noticias. Eso puede ser lo peor, mientras el miedo te carcome las entrañas y se aferra a tu corazón con dedos helados. La mente juega muy malas pasadas, cuando estás esperando.

Aisling era una muchacha muy buena, y pude comprobarlo durante todo aquel largo día. Me resultaba imposible ponerme a hacer nada. Me trajo aguamiel, fruta especiada y me colocó en un rincón íntimo y confortable al lado de un pequeño hogar en el que ardían ramas de fresno; y me dedicó muchas palabras de comprensión. No tenía necesidad de fingir preocupación.

—Siéntate, Liadan —me instó Aisling con urgencia y aquellos ojos redondos y azules cargados de preocupación—. Ven y siéntate aquí conmigo. Estoy segura de que Niamh regresará sana y salva. Eamonn conoce esos caminos como la palma de su mano. Es muy capaz. Si alguien puede encontrarla es él.

Poco podía saber que sus palabras me hundían en la desesperación.

—No puedo evitarlo —repuse—. Es tan fácil cometer un error, dice todo el mundo, en la niebla, cuando se intenta ir deprisa; podrían perder pie con mucha facilidad, Aisling. ¿Cuánto, cuánto tiempo tiene que pasar antes de que recibamos un mensaje? —Me temblaban las manos, así que me las apreté fuertemente.

—Podría tardar un poco —repuso Aisling con dulzura—. Fionn ha enviado hombres a la carretera, para detenerlos por el otro lado. Eamonn irá con cuidado; ese camino no permite margen de error. De un modo u otro, atraparán a los forajidos.

Mientras esperábamos, Fionn paseaba de un lado a otro, con el rostro sombrío y silencioso. Había decidido quedarse allí en Sídhe Dubh, a esperar las primeras noticias, en lugar de salir con sus hombres. Ahora era como una bestia enjaulada, la ira refulgía en sus ojos, los puños apretados. Me pregunté si por miedo a lo que le ocurriera a su esposa, si su espíritu padecería lo mismo que el mío sufría por Bran, consciente de que tenía a los hombres de verde en los talones y sus ojos hablaban de muerte. ¿O estaba Fionn enfadado sólo por el robo descarado de su preciada posesión, por mucho que él la hubiera tratado con desprecio?

Pasaba el tiempo, y no llegaron noticias. Descubrí que no podía quedarme quieta ni un minuto más, y me excusé para poder volver a mi habitación durante un rato. Cuando pasé al lado de Fionn, me puso una mano sobre el hombro.

—Ánimo —dijo en voz baja—. Aún podría salir todo bien.

Me lo quedé mirando, asentí con la cabeza y me marché. Sólo se leía en su rostro la preocupación de un marido que espera ansioso que le confirmen que su mujer está viva. De no ser por los cardenales, que desaparecían deprisa, no habría ninguna prueba de lo que Niamh había soportado. Ninguna salvo el testimonio de la mente, y estaba prohibido divulgarlo. Que Dana nos ayudase; ¿y si no conseguían huir? ¿Y si el Hombre Pintado no era el mejor, después de todo, y Eamonn lo capturaba? Era impensable. Si eso ocurría, no tendría más remedio que romper la promesa a mi hermana y contar toda la verdad.

Confianza. Ese es el precio. Oía la voz de Bran en mi cabeza mientras me dirigía a mi cuarto y cerraba la puerta detrás de mí. No había lugar para la duda. Tenía que tener fe en él. Tenía fe en él. Entonces, ¿por qué el corazón me latía desbocado, por qué sudaba y notaba la piel fría, por qué me sentía vacía y seca, como si hubiera perdido una parte de mí?

Me tumbé en la cama durante un rato, sin fijar la vista en nada, y cuando me quedé tranquila, empecé a sentir los ligeros movimientos del niño en mi interior. Serás padre antes de Beltaine. No se lo había dicho a Bran. ¿Cómo podía? Saberlo no le supondría más que otra carga. Un hombre sin pasado ni futuro no puede ser padre. Un hombre no puede reconocer un hijo que lleva la sangre de la familia que tanto desprecia. Mejor que no lo sepa. Mejor que nadie supiera de quién era aquel hijo. Hijo del cuervo. Niño de la profecía. No me ataría a ello, ni él. Pero estaba Sean. No se pueden guardar secretos para siempre, no con tu hermano gemelo. Sospechaba. Bien pronto lo sabría. Y ahora sería mucho más complicado. Pues fuera cual fuese el amargo desenlace de la persecución en los pantanos, aún ensombrecería más la reputación del Hombre Pintado, si es que sobrevivía. Pasara lo que pasase, los acontecimientos de aquel día harían tanto daño que los hombres de mi familia, y los de su alianza, jamás volverían a plantearse volver a tratar con el Hombre Pintado. A menos que contara la verdad, y le había prometido a Niamh guardar silencio.

Pobre Niamh. Qué asustada debía de estar. Qué sola debía de sentirse. ¿Y si presa del pánico salía del camino? ¿Y si volvía a quedar paralizada por el terror y no conseguían convencerla para que se moviese? Me obligué a respirar más despacio. Mi mente salió a buscar, con mucha cautela.

¿Sean? —No hubo respuesta. A lo mejor había sido demasiada cautela—. ¿Sean? Respóndeme. ¡Sean, te necesito!

Nada de nada. Esperé largo tiempo con la mente abierta, a ver si recibía respuesta. Llegó un momento que casi empecé a pensar lo impensable, al saber dónde había ido, al saber con quién había estado. Sentí la duda reptar por mi mente. Confianza, me dije con firmeza. El precio es la confianza.

¿Liadan? ¿Qué ocurre?

Dejé salir el aire de golpe.

¡Sean! ¿Dónde estás?

En casa. ¿Dónde iba a estar? ¿Qué ha pasado?

No te lo puedo decir. Pero es algo malo, y no puedo con ello sola. Tienes que venir a Sídhe Dubh. Ven ahora, Sean. Trae escolta. Yo… volveremos a casa juntos.

Es mejor que me lo digas, Liadan. ¿Le ha pasado algo a Niamh?

¿Por qué preguntas eso?

Su respuesta, cuando llegó, fue cautelosa.

No soy ciego, a pesar de lo que tú creas. ¿Puedes decirme qué ha ocurrido? ¿Tengo que traer a Padre o a Liam?

Estaba temblando, y no pude evitar transmitirle mi miedo. Todos mis pensamientos quedaban ensombrecidos por él.

No, no los traigas. Sólo tú y algunos hombres. No quiero que los guardias de Eamonn nos acompañen de vuelta. Ven pronto, Sean.

Ya voy.

Afortunadamente, no hizo más preguntas. Y para cuando llegara, ya habría acabado todo de un modo u otro.

Se hizo casi de noche antes de que Eamonn regresara. Para entonces, estábamos todos reunidos en el salón, cerca de la enorme chimenea cuyo fuego crepitante despedía luz dorada sobre los extraños pilares labrados. Los ojos de las grotescas criaturas parecían emitir destellos mientras nos contemplaban cargadas de ira. Se produjo un ir y venir quedo cuando los sirvientes trajeron comida y bebida, y la retiraron intacta. Aisling daba instrucciones en voz baja. Parecía pálida y cansada. Fionn estaba sentado a la mesa con la cabeza entre las manos. Cuando al fin oímos alboroto fuera, a los centinelas de las murallas gritar y voces en el patio, nadie saltó de su asiento para mirar corriendo por la ventana. Nos quedamos helados, los tres, incapaces de creer, tras tan larga espera, que las noticias fueran buenas, e incapaces de adelantar el momento inevitable en que nos comunicarían lo peor.

Eamonn era un hombre que no perdía el control con facilidad. Había que conocerlo muy bien para reconocer cuándo estaba enfadado o disgustado. Incluso su propuesta de matrimonio había sido un modelo de contención. Pero en aquel momento, cuando entró en el salón y con un levísimo gesto de la mano indicó a su gente que desaparecieran, estaba claramente extenuado hasta el límite. Había perdido el color y parecía destrozado y viejo. Aisling saltó como un resorte para cogerlo del brazo y conducirlo hasta el hogar, y él se la quitó de encima con un gesto violento. Sólo eso ya indicaba que estaba al límite. El barro negro embadurnaba sus zapatos y salpicaba su ropa.

—Mejor que nos lo digas —le insté sombría.

Eamonn miraba el corazón de la hoguera y nos daba la espalda.

—No has traído a mi esposa de vuelta. —Fionn mantenía la voz bajo control; con los puños apretados. Aisling se había retirado a sentarse conmigo, y no abrió la boca.

Me levanté y me puse junto a él, le tomé una mano entre las mías. Esta vez no me apartó, y no le quedó otra opción que mirarme.

—Venga, Eamonn —le dije y lo miré haciendo un gran esfuerzo, aunque me perturbaban sus ojos castaños—. Fionn espera noticias de su esposa, y yo de mi hermana. Sabemos que lo que tienes que decirnos no es bueno. Pero tienes que contarlo.

—Oh, Liadan. Oh, Liadan. Cuánto daría por no tener que traerte tan terribles nuevas.

—Cuéntanoslo, Eamonn.

Tomó aire con dificultad.

—Es lo peor, me temo. Tu hermana está muerta. Ahogada, de camino a tierra seca.

—Pero…, pero…

Aisling se levantó en un santiamén para rodearme con los brazos.

—Siéntate, Liadan. Ven, siéntate.

Yo temblaba. Ya no había manera de distinguir fantasía de verdad. Era una trampa en la que me había metido yo sola.

—¡Qué! —Fionn se puso en pie muy lentamente—. ¿Qué nos estás contando? ¿Cómo has permitido que sucediera? ¡En tu propia tierra!

—Hicimos todo lo posible. Enviamos hombres por la carretera, los tuyos y los míos, para bloquearles la salida. Los seguimos por el pantano, tan deprisa como fue posible. La niebla era muy densa, y eso nos retrasaba; pero sabía que también a ellos les afectaría. Y Niamh iría lenta, pensé, vestida con una túnica larga y sin saber el camino. Tendrían que llevarla paso a paso.

»En eso tenía razón. Los alcanzamos, pero mucho después de lo que esperaba. Es un hombre muy eficiente en sus bellaquerías. Ya estábamos cerca del otro lado cuando la niebla se disipó algo, y allí estaba él. El Hombre Pintado, mirando por encima de su hombro mientras pisaba terreno seguro. Conocía el camino, estaba claro. No lo vi nunca mirar abajo. Ni una sola vez.

»No veía mucho más allá, pero vislumbré el pelo vivo de Niamh y la capa gris a través del velo de niebla. No vi al hombre que la guiaba. Alerté a mis compañeros, saqué el cuchillo de mi cinto, y apresuré el ritmo, persiguiendo a mi presa hasta que no nos separaban más de siete pasos. No hacía casi ruido; se movía ligero como un ciervo. Pero delante, oí la voz de Niamh hacer una pregunta, y la voz de un hombre que respondía. Basculé el cuchillo, calculando la distancia hasta las costillas de aquel hombre. Sabía que había que desembarazarse de él primero.

Cuéntalo. Por piedad, cuéntalo de una vez. Apreté los dientes.

—Acorté la distancia con rapidez. El Hombre Pintado llevaba también un cuchillo en el cinto, pero no hizo ademán de cogerlo. Casi como si me estuviera esperando. Levanté el cuchillo, me aposté para lanzarlo y, rápido como el rayo, él se dio la vuelta y con un sutil movimiento de la mano algo pequeño y brillante voló hacia mí. Oí al hombre que tenía detrás emitir un leve gruñido y un chapoteo al caer, y cuando volví a mirar hacia delante, el Hombre Pintado había desaparecido. La furia me volvió descuidado, y mientras avanzaba por poco pierdo pie. Le grité: ¡Asesino! ¡Escoria de la tierra! ¡Voy a poner fin a tu vida de odio y destrucción! ¡Estás marcado por mi cuchillo, forajido! Lo oí reír, un sonido vacío y sin corazón, y entonces Niamh dio un grito. Había oído mi voz, y forcejeó para liberarse, consciente de que el rescate estaba cerca.

Sus palabras me helaron el corazón. Lo veía con tanta claridad como si lo tuviera justo delante: Niamh, oyendo la voz de su perseguidor, y desesperada de miedo por no lograr recuperar su libertad. Niamh presa del pánico, allí en el traicionero camino.

—Sigue, Eamonn —dije con voz temblorosa.

—No sé cuánto debo contarte.

—Mejor cuéntalo todo. Por tu bien y por el nuestro.

—¡Venga, hombre! —Fionn tenía menos paciencia que yo.

—Muy bien. Niamh gritó: ¡No!, y oí delante de mí los ruidos de un forcejeo. La niebla aún estaba baja; sólo se había desvanecido en algunos lugares, aquí y allí, y no veía con claridad. Me desplacé con tanta rapidez como me fue posible, sin pensar en mi seguridad. Conn, el último de nosotros, llegó detrás de mí. Pero, a pesar de la prisa que nos dimos, no llegamos a tiempo para salvar a tu hermana. Oímos un grito del hombre que iba delante, y después la voz de Niamh otra vez: ¡Socorro! ¡Socorro! Vi por un instante la mano del hombre, negra como el carbón, que intentaba atraparla, y un destello rojo, el pelo de Niamh, al resbalar y perder pie, y oí el sonido del… no, esa parte no la voy a contar. Vi muy poco, Liadan. Cuando llegué al lugar donde había ocurrido, no había rastro de ella salvo las huellas en el matorral donde había resbalado y un… un parche en la superficie del barro donde había sido engullida. Y esto.

Me tendió un pequeño cordel de hilos trenzados, grises, rosas y azules, con los extremos atados con tiras de cuero. De él colgaba una pequeña piedra blanca con un agujero. Yo había hecho aquella cuerda, y cuando la vi, la sangre abandonó mi rostro. Pues sin duda, Niamh jamás dejaría atrás aquello por su propia voluntad. Jamás, no importaba dónde fuera ni las órdenes que recibiera. Aquel pequeño amuleto contenía todo lo que le quedaba del amor de su familia y del de Ciarán.

—¿Dónde estaba esto, Eamonn? —me obligué a preguntar.

—Flotando en la superficie, en un pequeño estanque. El cordel se había quedado enganchado en unos juncos. Lo siento, Liadan. Mucho más de lo que puedo expresar con palabras.

Fionn se aclaró la garganta.

—¿Y después qué? ¿Y los fianna? ¿Fueron capturados? Eamonn volvió a contemplar la hoguera.

—No pasó mucho tiempo antes de que el hombre mostrara sus auténticos colores. Los seguimos en dirección al norte, y lo oía reír, azuzándome mientras huía. Eso te ha sorprendido, ¿verdad? —me gritaba—. No pensabas que llegaría tan lejos, ¿eh? —Una carcajada de desprecio—. Pues piénsalo dos veces, Eamonn Dubh —prosiguió—. Mis acciones no están gobernadas por lo que tú consideras adecuado y honorable. Yo sólo juego para ganar, y empleo cualquier estrategia que se requiera. Si piensas atraparme, tienes que aprender que no se me puede aplicar la misma vara de medir que a otros hombres. Me he llevado a la mujer sólo para demostrar la debilidad de tus defensas. Ahora que ya tengo tu atención, seguro que pondrás remedio. Como ves, te he hecho un favor. Y siguió en esta línea y durante todo el tiempo consiguió mantener la distancia, por mucho que apresurara el paso. Nos acercamos más a tierra seca, al lugar donde nos encontraríamos con los hombres de Fionn. Pero la niebla seguía siendo densa, y de repente los perdí. Entonces oí algo hacia la izquierda, como el canto de una rana; y otro a la derecha, como una respuesta. Avancé tan rápido como me fue posible. Cuando alcancé tierra seca, la niebla se levantó. Estaban los hombres de Fionn esperando junto a la carretera, en silencio. Pero del Hombre Pintado y su oscuro compañero no había rastro. De algún modo habían salido de la ciénaga sin pasar por el lugar de la emboscada. No sé cómo lo hicieron, pues no hay otro camino.

—Disculpadme. —Fionn se dio la vuelta con brusquedad y salió a grandes zancadas del salón. Tenía el rostro ceniciento. Habría podido sentir algo de simpatía por él, pero era incapaz de olvidar los moratones de mi hermana. La había perdido, pero era justo lo que se merecía.

—Lo siento —repitió Eamonn—. Las palabras no son adecuadas, Liadan. Ten por seguro que haré mía la misión de perseguir a estos hombres hasta que reciban el más severo de los castigos. Poco consuelo es ése ante tu pérdida.

Aisling lloraba.

—Oh, pobre Niamh. ¡Qué modo tan horrible de morir! No soporto pensarlo. Tenemos que avisar a Sieteaguas. Enviaré un mensajero…

—No hace falta. —Mi voz temblaba. Inspiré profundamente y me obligué a mostrarme calmada—. Sean ya está de camino; le he pedido que venga.

Hermano y hermana se me quedaron mirando, y luego se miraron entre sí, pero no dijeron nada. Todo el mundo sabía que Sean y yo no necesitábamos palabras para comunicarnos, pero tal facultad incomoda incluso a los amigos.

—Estará aquí mañana —añadí—. Eamonn, tengo que hacerte una pregunta. ¿Estás seguro de que Niamh… de que ella… estás seguro? Después de todo, no viste… ¿no podría haber encontrado el camino hasta la otra orilla? ¿No podrías estar equivocado?

Eamonn sacudió la cabeza con gravedad.

—Me temo que no. No hay caminos secundarios en esos pantanos. Sólo hay uno. No puede haber escapado de ellos y haber sobrevivido, Liadan. Serán unas noticias terribles para tu madre.

Asentí en silencio. Terribles, sin duda; y mucho peores por el hecho de que no podía decir si eran ciertas o no. Podría pasar mucho tiempo antes de saberlo. Mientras tanto, las verdades que sí sabía debían permanecer ocultas, y debía contar una historia cruel que podía ser falsa. Pues sólo en caso de que Eamonn estuviera equivocado, sólo en caso de que el Hombre Pintado hubiera logrado lo imposible de nuevo, y llevado a mi hermana a lugar seguro, yo debía mantener mi parte del trato. Confianza —me dije, una y otra vez—. Confianza más allá de toda lógica. Ese es el precio. Debo de estar loca.

Al día siguiente, llegó Sean, y se lo contamos. Digirió las noticias en silencio, probablemente ya esperaba lo peor. Le transmití mi deseo de regresar inmediatamente a Sieteaguas, y lo recogí todo y estuve lista justo después del alba a la mañana siguiente. Sean declinó la oferta de escolta de Eamonn, pues, dijo, los cinco hombres que había traído consigo debían bastar.

—Pienso en la seguridad de Liadan —insistió Eamonn—. Ese hombre no va a detenerse ante nada. Me quedaría más tranquilo si fuerais mejor protegidos, al menos hasta los límites de mis tierras.

Sean se me quedó mirando, con las cejas arqueadas.

—Gracias, Eamonn —dije—, pero no tienes que preocuparte. Seguro que el Hombre Pintado no volverá a atacarnos tan pronto. Debe saber que estás en estado de emergencia por su causa. Estoy segura de que llegaremos a casa sin problemas.

Eamonn no paraba de mover las manos, como si le picaran y necesitara empuñar un arma y usarla.

—Tu confianza me sorprende, Liadan, en vista de lo que ha pasado aquí. Os acompañaré yo personalmente, por lo menos hasta la próxima aldea.

Difícilmente podíamos negarnos. Nos despedimos de Aisling y salimos de Sídhe Dubh bajo un cielo encapotado y gris. Cuando llegó el momento de que Eamonn regresara, me llevó a un aparte mientras Sean consultaba con sus hombres.

—Esperaba que te quedaras más tiempo —me comunicó Eamonn en voz baja—. O que me dejaras acompañarte a Sieteaguas. Me siento culpable por lo que ha ocurrido; tendría que corresponderme a mí contárselo, ayudar a explicar…

—Oh, no —dije—. Quienquiera que sea el culpable, desde luego no eres tú, Eamonn. No añadas eso a tu conciencia. Vuelve a casa, y deja esto atrás. Tienes que seguir adelante. —No me gustó la intensa y casi enfebrecida luz de sus ojos.

—Eres muy fuerte —comentó con amargura—. Pero bueno, siempre lo has sido. Hace mucho que admiro eso en ti. Pocas mujeres hay capaces de hablar con tanto valor al poco de haber perdido a una hermana.

Me pareció más seguro no responder.

—Esto es un adiós, entonces —prosiguió—. Por favor, dile a tus padres que ojalá… ojalá yo hubiera…

—Se lo diré —repuse con firmeza—. Adiós, Eamonn.

Esperaba sentir alivio cuando saliera por fin de Sídhe Dubh y sus pantanos envueltos en niebla, consciente de que regresaba a casa. Pero cuando volví la cabeza y vislumbré por un momento la figura solitaria de Eamonn cabalgando en dirección al corazón de su extraño e inhóspito territorio, el sentimiento más fuerte era el de que lo había abandonado. Como si lo hubiera devuelto a su oscuro lugar. Era descabellado, e intenté apartarlo de mi cabeza, pero la imagen persistió en mi mente a medida que nos adentramos en el terreno más boscoso que se levantaba entre unas rocas puntiagudas hacia los márgenes del bosque.

Sean detuvo su caballo de repente, e hizo una señal para que los demás hiciéramos lo propio.

—¿Qué…? —me atreví a preguntar.

—¡Chsss! —Sean levantó una mano en señal de aviso. Nos sentamos todos en silencio. No oía nada salvo el sonido de los pájaros, y el goteo del agua de lluvia. Al cabo de un rato Sean avanzó con el caballo, pero lentamente, esperaba claramente que lo alcanzara.

—¿Qué? —pregunté, pero sospechaba que ya lo sabía.

—Estoy seguro de haber oído algo —me dijo mirándome de reojo—. Lleva un rato aquí. Como si nos siguieran. Pero cuando nos hemos detenido no había nada. Tienes buen oído. ¿No lo has escuchado?

—Sólo el canto de los pájaros. No puede haber nadie ahí. Ya los habríamos visto.

—¿Ah, sí? A lo mejor no tendría que haberte hecho caso y sí haber aceptado la escolta de Eamonn. Somos pocos; una emboscada supondría un problema.

—¿Por qué tendríamos que sufrir una emboscada? —pregunté, evitando su mirada.

—¿Por qué se ha llevado a Niamh? —preguntó Sean—. No tenía ningún motivo para hacerlo. ¿Por qué, justo después de que…?

Hubo un silencio.

—¿Justo después de qué? ¿Me estás diciendo que aceptó trabajar contigo?

—No exactamente —respondió Sean con cautela—. Pero sí dijo que lo estudiaría; estudia todas las ofertas. Me dijo que cuando fijara un precio me lo haría saber.

Me quedé sin habla. ¿A qué juego taimado estaba jugando Bran? Seguro que mi hermano, el hijo del despreciado Hugh de Harrowfield, sería la última persona con la que querría hacer negocios. Una alianza tal estaría cargada de peligro para ambas partes. Que se lo hubiera planteado en serio me llenaba de zozobra.

—Habría sido el movimiento decisivo —prosiguió Sean—. El único factor que necesitábamos para cambiar el curso de nuestra disputa con los britanos. Hubiera podido pedir cualquier precio; lo habría pagado. ¿Por qué arruinar esa oportunidad? ¿Es que está loco, que le ha hecho esto a mi hermana por… por capricho?

—Jamás actúa por capricho —hablé sin pensar.

Sean esperó antes de contestar.

—Liadan.

—¿Sí?

—No va a haber emboscada, ¿verdad?

—Me extrañaría mucho, la verdad —repuse con cautela.

—Liadan, nuestra hermana está muerta. Y los vieron llevándosela por los pantanos. Había varios testigos. ¿Vas a proteger al asesino de Niamh guardándole el secreto?

—No, Sean.

—Cuéntamelo, Liadan. Cuéntame la verdad. Juegas con asuntos mucho más peligrosos de lo que puedes imaginar.

Pero mantuve la guardia en alto y no se lo conté. En una ocasión, mientras pasábamos por un camino del bosque húmedo, sobre el tejido en descomposición de las hojas otoñales, sentí una presencia cabalgando junto a mí, aunque esta vez no escuché los cascos de los caballos de las hadas. Oí la voz de la Dama, grave y solemne, y vi sin volver la cabeza sus ojos profundos y serios.

Has actuado precipitadamente. Has vuelto a permitir que te guíen. No puede haber más errores, Liadan.

A mí no me parece ningún error sacar a mi hermana de una vida de malos tratos. Estaba enfadada. ¿Es que a las hadas no les importaba otra cosa que sus propios planes, tan largos que eran imposibles de entender? A mi alrededor, mi hermano y sus hombres cabalgaban sin enterarse de nada. Miré a Sean y de nuevo a la Dama.

Tu hermano no puede oírnos. Lo he vuelto sordo. Ahora escúchame. Has sido una insensata. Si pudieras ver lo que podría derivarse de esto, sabrías cuan equivocada estás. Has puesto a tu hijo en peligro. —Los ojos azules eran gélidos—. Has puesto el futuro en riesgo.

¿Qué riesgo? Jamás estuve en peligro. Y estoy regresando a Sieteaguas. El niño nacerá allí. ¿No es lo que queríais?

Tu hermana podría estar muerta —hablaba con frialdad, como si no significara nada—. Ahogada. Podrías haberlo arriesgado todo por nada.

Está a salvo. Lo sé. Se puede confiar en el hombre que se la llevó.

¿En él? No es nada. Una herramienta, sólo eso. Su parte en esto ha terminado, Liadan. Sólo hay dos cosas que deben preocuparte ahora. No puedes poner en peligro la alianza. Sin la alianza, tu tío no posee la fuerza para triunfar. Sin los Uí Néill no recuperará las islas. Tu insensatez casi le ha costado esa oportunidad. Y tienes que proteger al niño. Es nuestra esperanza. Ningún error más. No vuelvas a actuar por tu cuenta. No me vuelvas a desobedecer. En cuanto ella sepa de tu hijo, intentará destruirlo. El niño debe quedarse en el bosque donde se le puede proteger.

¿Ella? ¿Quién?

Pero la Dama del Bosque se limitó a sacudir la cabeza, como si no pudiera pronunciar el nombre, y se desvaneció lentamente hasta desaparecer. Y llegamos por fin a Sieteaguas con nuestras terribles noticias.

* * *

Iba a ser un largo secreto, mantenido durante tiempos difíciles. Tiempos que pusieron mi voluntad a prueba hasta el límite, mientras veía consumirse los rasgos de mi madre y soportaba los silencios de los labios apretados de mi padre. Llegó el invierno, y nos vimos recluidos dentro, todos juntos, más de lo que deseábamos; incapaces de acallar el dolor de los otros, sentíamos el tejido de nuestra familia forzarse y romperse, sin saber por dónde empezar para reparar ese daño. Sean y Liam discutían tras puertas herméticamente cerradas. Liam hablaba de venganza; Sean aconsejaba cautela. Debíamos conservar nuestras fuerzas, decía, para cuando los aliados se reunieran en un ataque conjunto a las posiciones de Northwoods. A lo mejor el verano siguiente; si no, hacia otoño estarían listos. ¿Para qué desperdiciar valiosos hombres y armamento en busca del Hombre Pintado? Además ya era imposible alcanzarlo, o eso decían. Se había marchado a la Galia, o más lejos. Niamh estaba perdida; ningún derramamiento de sangre nos la devolvería. Era un enfoque inusualmente contenido para mi hermano, y al final acabó convenciendo a Liam. Supimos poco de Eamonn, pero yo sabía que él no abandonaría su venganza. Había visto sus ojos; me helaron la sangre. Había muerte en aquella mirada, al menos para uno de ellos.

Anhelaba regresar al estanque secreto en el corazón del bosque, el que Conor me había mostrado. En aquellas aguas tranquilas podría encontrar las respuestas que tan desesperadamente necesitaba. Quería hablar con Finbar, que parecía saber tanto, y que no juzgaba, casi como si fuera una criatura instintiva, imperturbable por los conceptos de bien o mal. Pues mi secreto me pesaba. Debía proteger a mi hermana; no traicionaría a Bran. Pero como no podía saber si lo que yo creía era la verdad, otros que yo amaba pagaban un duro peaje, y tenía que convivir con su pena a diario. No parecía haber ningún camino seguro lejos de la culpabilidad y el arrepentimiento.

La visión es tanto un don como una maldición. Es en momentos como aquél cuando más se necesita. Pero viene y va como le place, y no puede ser invocada con fuerza de voluntad. Lo intenté, y de qué modo; intenté ver a Niamh, dónde estaba, cómo estaba, con quién estaba. Intenté rozar a Bran con mi mente, pero se encontraba muy lejos, y sólo era capaz de sentir su presencia con la luna nueva. Y era un lazo tenue, débil, una mera sombra del que me unía a Sean, que había yacido conmigo durante diez lunas en el vientre de nuestra madre.

Pensaba que Sean lo sabía. Jamás lo dijo; pero se notaba en su comportamiento. ¿Por qué si no le quitó a su tío la idea de la venganza? ¿Por qué no anunciaba a todos sin excepción mi relación con el Hombre Pintado? Lo sabía, o lo sospechaba, y entendía que pretendía ocultar mi secreto hasta de él. Pero también veía la pena de nuestros padres, y le resultaba difícil no juzgarme, creo.

Había un motivo para estar contentos, y para mirar hacia delante. Todo el mundo empezó a ponerse nervioso, a medida que se acercaba el momento y el niño iba creciendo. Sean me gastaba bromas sobre mi perímetro creciente, pero siempre estaba allí cuando necesitaba ayuda para subir escaleras o llegarme a la aldea por el tosco sendero. Por débil que estuviera, mi madre me observaba con la aguda mirada de las curanderas; me prescribía dosis de varias infusiones acres, e insistía en que descansara cada tarde, a medida que el clima se dulcificó al llegar la primavera y las primeras hojas brotaron de los hayedos. Mi padre era el peor de todos, me vigilaba para asegurarse de que comía todo lo que me ponían delante, me interrogaba sobre las horas de sueño, me escoltaba a la mínima expedición que hiciera, no me fuera a cansar. Madre se reía de él, de aquel modo amable que tenía; decía que con ella había hecho exactamente lo mismo, ambas veces. Después se quedó callada, sin duda recordando a su primogénita de cobrizos cabellos, la niña huesuda que bailaba por los bosques con su vestido blanco.

Sieteaguas era una comunidad bien comunicada, a pesar de lo extenso de nuestras tierras, y era difícil evitar los comadreos. Lo que oí me pareció alarmante. Cuando bajaba a la aldea a visitar a los enfermos, cosa que hice casi hasta el final, siempre había unos pocos que venían a tocarme el vientre, y sonreían con timidez.

—Suerte, mi señora —murmuraban unos.

—Buena fortuna, bendito sea vuestro corazón —decían otros.

Al principio no tenía ni idea de por qué lo hacían. Pero al final acabaron contándome el rumor que corría; una historia mucho más extraña que la verdad.

Explicaba claramente por qué había desaparecido de manera tan inexplicable, y regresado con un niño en el vientre. Explicaba por qué mi padre o mi tío no me habían desterrado por la vergüenza, por qué me habían dejado quedarme en casa, y tener a mi hijo sin padre en el santuario del gran bosque. La historia decía que las hadas me habían elegido para tener aquel niño, para que al fin se cumpliera la profecía y recuperáramos las islas. Entonces el lago y el bosque estarían también a salvo. ¿No era yo la muchacha de la vieja historia, la hija que llamaban el corazón de Sieteaguas? ¿Quién mejor que mi hijo para cumplir la profecía de los sabios? Y no era de extrañar que no diera el nombre del padre, pues aquél sería un niño del otro mundo, sólo medio mortal. ¿Quién sabía qué poderes tendría alguien así? Así lo contaban. Les habría podido contar un par de verdades que les habrían roto en pedazos la reluciente imagen, pero no lo hice. ¿Quién creería que la protegida hija de Sieteaguas, que atendía con cariño sus enfermedades, la fiable y doméstica Liadan, acabaría revolcándose con un forajido y regresando con un hijo en su vientre? ¿Quién creería que había construido una red de falsedades para proteger al hombre que podía ser responsable de la muerte de su hermana? Da vértigo, cómo una sola mentira es el primer hilo de un tejido de hipocresías cada vez más grande. Y en cuanto el tejido empieza a tramarse, es muy difícil de destejer.

Las estaciones cambiaron, y no recibí noticias de Niamh. Absolutamente ninguna. Madre enseñó a Janis el arte de la matrona. La huesuda y angular Janis parecía no tener edad. Era difícil de creer que antaño la llamaran Janis la Gorda, pero eso me habían contado Liam y mi madre. Los duros inviernos en tiempos de la hechicera se habían cobrado su precio. Pero Janis tenía manos hábiles, y sabía que podía confiar en ella. El bebé parecía decidido a seguir con la cabeza hacia arriba; Madre decía que podían esperar, pues aún tenía espacio para darse la vuelta antes del parto. Yo era bastante pequeña, y había que evitar como fuera un parto de nalgas. Para entonces, me cansaba con facilidad, y pasé la mayor parte de los días más cálidos sentada en el musgoso banco de piedra del jardín de hierbas, empapándome del sol primaveral y hablando en silencio con mi hijo.

Te va a gustar este jardín —le decía—. Huele bien; hay un montón de bichitos. Abejas, ésos que tienen rayas y alas. Hay que tener cuidado con ellas. Cuando haga más calor veremos saltamontes. Escarabajos, de muchas formas y colores, algunos tan brillantes como piedras preciosas. Orugas que reptan y se comen las verduras si no tienes cuidado. Por eso plantamos ajo cerca de las calabazas. Cuando llegue de nuevo Mean Fómhair, podrás sentarte en la hierba y mirarlos todos.

A veces le hablaba de su padre. Sólo a veces, pues no me permitía alimentarme con falsas esperanzas. Es muy fuerte. De cuerpo fornido; de mente poderosa; de firme voluntad. Pero en algún lugar perdió el rumbo. Lo llamé así por Bran el Viajero, y le iba más al pelo de lo que yo creía. Pues Bran Mac Feabhail, el héroe de la vieja historia, no podía regresar a casa de su largo y extraño viaje. Cuando volvió a la costa de Tirconnell y uno de los hombres de su tripulación saltó a tierra, el hombre se desvaneció al instante como si hiciera años que estaba muerto. Bien habría podido ser que aquel viaje mágico hubiera durado cientos de años, aunque Bran y sus marineros pensaran que llevaban fuera sólo desde el verano anterior. Así que Bran narró su historia, de pie en el puente de su nave, junto al embarcadero, y después zarpó de nuevo sin volver a poner jamás el pie en su tierra natal. No era para él el abrazo de bienvenida de una esposa, tampoco la alegría de ver crecer a su hijo. El niño me dio una buena patada; ya no quedaba demasiado espacio. A lo mejor me indicaba algo de la única manera que sabía. Está bien —le dije mientras cambiaba de posición porque estaba incómoda—. Si hay un fin para su viaje, lo encontraremos. No nos dará las gracias. Y tendrás que ayudarme. No puedo hacerlo sola.

Se acercaba el momento. Me sentía preparada; habían nacido las flores de primavera, narcisos pálidos, campanillas de hadas y de invierno, y hacía sin duda alguna más calor, a pesar de la persistente llovizna. Los cerezos lucían un delicado manto de flores. Parecía buena época. Centré mi atención en mi interior; percibía claramente cualquier pequeño cambio en mi cuerpo, y apenas era consciente de lo que ocurría en el exterior. Sabía que Sean estaba fuera. No me había dicho adónde iba.

Le dieron la vuelta al niño; ya casi era demasiado tarde, y el proceso fue incómodo, pero era necesario para un parto más fácil y más seguro. Después de aquello, les dije que me dejaran sola, pues me parecía que ya iba siendo hora de dejarlo en manos de la diosa.

Unos días más tarde, me senté en mi cuarto durante la luna nueva, contemplando la llama de mi vela. Ya había mantenido la vigilia durante las vidas de unas cuantas de aquellas velas; cada una con su pequeño manojo de poderosas hierbas, y el collar de garras de lobo alrededor, con la única pluma negra bajo la cinta de cuero. A lo mejor había contribuido a protegerle, o tal vez no. Aquella noche en concreto estaba extenuada; se me caían los párpados, y me despertaba con un sobresalto, pues no debía dejarlo a solas en la oscuridad. Pero al final mi cuerpo se impuso a mi mente, y me quedé dormida encima de la silla.

Un dolor agudo me despertó, y cuando me puse en pie me corría líquido por las piernas. Desde ese momento, todo fue dolor y confusión y la tarea más dura a la que me he enfrentado en mi vida. Menos mal que estaba Janis allí, pues mi madre se encontraba bastante débil, y sólo pudo sentarse a mi lado para sostenerme la mano, y humedecerme la cara con paños húmedos. Pero por débil que estuviera su cuerpo, su mente seguía tan aguda como siempre, y dirigió a Janis y el resto de las mujeres con confianza y precisión. Quizá con más confianza de la que sentía, pues me dijo en voz baja que parecía que el niño se había dado la vuelta otra vez en los últimos días, y no estaba bien puesto, decidido a salir de nalgas. No había de qué preocuparse, me dijo con firmeza. Yo era joven y saludable, y el bebé no parecía muy grande. Me las apañaría.

Tengo que apañármelas —me dije a mí misma—. Pues si no soy capaz de empujarlo fuera, estoy muerta, y él también. Que no se le haya enrollado el cordón en el cuello.

Llevó mucho tiempo. La vela ardió hasta que el alba introdujo luz rosada y naranja por la estrecha ventana de aquella estancia que antaño compartiera con mi hermana. Una de las mujeres se acercó a apagar la vela, y yo le grité con aspereza que la dejara encendida. De aquel modo, algo del padre de mi hijo estaría en aquella habitación para presenciar su nacimiento. La luz aumentó, como la actividad a mi alrededor, y oí voces de hombre fuera. En un momento dado, mi madre salió, probablemente para tranquilizar al Hombretón, pues me imaginaba que estaría paseando de arriba abajo, esperando a que todo terminara, incómodo porque, por una vez, no podía hacer nada para ayudar.

—No pasa nada por gritar, niña —me dijo Janis un poco después—. Es una tarea dolorosa; nadie espera que la soportes en silencio. Puedes maldecir y llorar todo lo que quieras. —Pero me parecía a mí que el silencio indicaba control; y también pensaba, entre los espasmos de dolor horrible, en lo estoico que había sido Evan el herrero, y había soportado una agonía peor que ésta. ¿Pues no llevaban las mujeres padeciendo aquello más años que estrellas había en el cielo? Tenía un trabajo que hacer, y debía ponerme manos a la obra. En aquel momento, imaginé que una vocecita me decía: Bien. Así se hace.

Más tarde, cuando la luz se atenuó hasta hacerse de un violeta grisáceo, y cuando Janis parecía empezar a cansarse, mi madre les ordenó que me prepararan otra infusión y cuando la olisqueé, arqueé las cejas, pues además del díctamo blanco y el hisopo, había calamento y otra esencia más fuerte que no reconocí.

—No lo necesito —exclamé enfadada—. Puedo hacerlo sola.

Madre sonrió, y si estaba preocupada, consiguió ocultarlo bien. No había rastro de cansancio en sus delicados y pequeños rasgos. Estaba pálida; pero durante aquellos días siempre estaba pálida.

—El anochecer será un buen momento del día para que este niño nazca —dijo con voz queda—. El mejor momento, diría yo. No olvides que yo soy la curandera, hija.

Le puse morros y me bebí la infusión, y en ese momento sentí otra oleada de dolor sacudirme el cuerpo, y esta vez no pude quedarme callada. Aquélla era distinta, más fuerte, más intensa, y sentí la urgencia de empujar, una poderosa necesidad que no podía desobedecer.

Después de aquello, fue rápido; casi demasiado rápido. Hice mucho más ruido del que habría deseado; mi madre me dijo que dejara de empujar, pero no podía; alguien me sujetaba por los hombros y Janis iba diciendo, bien, bien, eso es, niña; y hubo un último y despedazador esfuerzo, y de repente, silencio.

—Rápido —oí a Janis decir, y todo el mundo empezó a moverse—. Ponedlo bocabajo, eso es. Limpiadle la boca. Bien. Ahora.

Yo estaba tumbada, completamente apagada; pero cuando escuché el primer aullido de indignación de mi hijo me incorporé como un resorte, apartándome las lágrimas de los ojos mientras tendía los brazos para cogerlo. Oh, y era perfecto. Tan pequeñito, tan arrugadito y con la cara roja, pero ya con un casquete de rizos castaños, aplastados contra su diminuto cráneo con los pegajosos restos del parto. Era mi hijo, y el de Bran. Oh. Oh, ojalá estuvieras aquí para verlo. Para ver qué niño más hermoso hemos hecho.

—Niña, estás llorando —dijo Janis, también ella frotándose los ojos disimuladamente—. No hace falta llorar. Mira qué niño más bonito tienes aquí. Canijo, pero fuerte. Míralo cómo grita incluso después del esfuerzo. Un luchador, eso es, has tenido un luchador.

Había que limpiar mucho, como sucede en todos los partos. Se pusieron manos a la obra a mi alrededor, mientras mi hijo descansaba su dulce calidez sobre mi pecho. Ahora estaba callado, la boquita ya se preparaba para el pecho, me agarraba con los deditos uno de los míos. No lo sueltes.

Madre se había quedado extrañamente callada. Pensé que debía estar agotada tras la larga noche y el largo día, pero cuando miré, seguía sentada junto a la cama, muy pensativa, mientras miraba al niño. Las mujeres terminaron su tarea y salieron a por una cena bien ganada, y Madre le dijo a Janis que fuera a por algo de comer y cerveza y que se tomara su tiempo en volver.

—Y, ¿Janis? Dile al Hombretón que suba, ¿quieres? Sólo un momento.

Cuando todas se marcharon y la habitación se quedó en silencio, volvió a hablar.

—Liadan.

—¿Mm? —Estaba casi a punto de dormirme. La pequeña chimenea calentaba bien la habitación, y se apreciaba un agradable aroma de lavanda; quemaban flores secas por sus propiedades curativas.

—No estoy muy segura de cómo decirte esto. Pero tengo que decirlo. Liadan, creo que puedo ponerle nombre al padre de este niño.

—¡Qué!

—Calla, calla. Túmbate otra vez, que lo vas a asustar. Podría estar equivocada. Tenemos que esperar hasta que llegue tu padre. Se parece mucho. Y Rojo me ha contado… bueno, me contó que tu hombre está relacionado de algún modo con Harrowfield. De no ser por eso, quizá lo habría descartado.

Oímos el ruido de botas subiendo los escalones de tres en tres, apresurándose por el salón y la puerta abrirse de par en par.

—¡Liadan! —Mi padre cruzó la estancia en dos zancadas—. ¿Estás bien, corazón? Y entonces vio al niño tumbado sobre mi pecho y su boca se abrió en una enorme, dulce y maravillosa sonrisa. Hacía mucho tiempo que no lo veía sonreír.

—Puedes cogerlo si quieres, Abuelo —le dije.

Y así fue como mi madre narró su historia, mientras mi padre sostenía a su nieto en brazos junto a la hoguera y yo escuchaba recostada sobre un codo mientras bebía la taza de vino especiado que mi madre había puesto en mi mano.

—Este parto —comenzó a contar Sorcha con voz queda—, este parto ha sido muy parecido a otro, uno que atendí hace muchos años, tanto, que no puedo considerarlo una coincidencia. Lo habría hecho, de no haber sido este niño la imagen de aquel otro, el niño que traje al mundo la noche de Mean Geimhridh, en Harrowfield.

Padre la miró con mucha severidad.

—¿Cómo es eso posible? —preguntó—. Además —y miró al bulto que era el niño, tan pequeño entre sus manazas—, ¿no son todos los bebés iguales?

—Creo que tengo razón —repuso mi madre—. Y también creo que me la acabarás dando tú. El parto y el alumbramiento siguieron exactamente el mismo patrón: el niño estaba decidido a nacer de nalgas, los largos dolores, el parto difícil. Liadan es más joven y fuerte de lo que era Margery y mucho más decidida, así que ha necesitado menos ayuda. Pero ha sido igual.

—Todos los partos de nalgas son difíciles —intervine, pero el corazón me latía desbocado—. ¿Quién era ese niño? Pero Madre no me respondió.

—Mira al niño —le dijo a Iubdan—. Observa el pelo rizado castaño y los ojos grises. Mira la forma de la mandíbula y de la frente. En estos rasgos está la semilla del rostro de John, por rojos y arrugados que estén. No puedes decirme que no lo ves, Rojo.

Mi padre se acercó más a la vela, mirando con atención el rostro del bebé, y se oyó un repentino aullido de protesta.

—Trae —dije mientras dejaba la taza, y mi hijo regresó a mis brazos. Le acaricié la espalda y tarareé en voz baja una antigua nana que, sorprendentemente, una vez durmió a su padre.

—¿Rojo?

Mi padre asintió.

—Lo veo, Jenny. —Así la había llamado siempre desde la época en la que se conocieron, cuando no tenía voz para decirle su nombre real—. Y coincide con lo que tú me contaste, Liadan. Que el padre del niño había vivido en Harrowfield. El crío no debía de tener más de un año cuando Jenny se marchó de allí.

—¿Quién… quién era? —pregunté con cautela, y sumé con rapidez y me pregunté si era posible que Bran tuviese menos de veintiún años. ¿Qué era lo que había dicho? Cuando tenía nueve años, decidí que ya era un hombre. A lo mejor era verdad.

—Se llamaba John, como su padre. Pero lo llamaban Johnny.

—Ahora no responde a ese nombre. Aun así, un nombre es fácil de cambiar.

—¿Tiene tu hombre los ojos grises?

—Sí.

—¿Y el pelo? Aquel niño tenía el pelo castaño y rizado como tu hijo.

Noté que me ponía colorada. Me alegré de que no pudieran leerme el pensamiento.

—Así es —dije al cabo de un rato.

—¿Es britano? —preguntó mi padre.

—Sí lo es, entiendo tu renuencia a revelar su identidad. Pero tampoco debes olvidar mis propios orígenes. Aquí he hecho mucho bien.

—No puedo decirlo. Pero es posible. ¿Me podéis contar la historia, por favor?

Mi padre puso un poco de mala cara.

—Tu madre está muy cansada.

—Pues cuéntala tú, por favor, Padre.

Se sentó al otro lado de mi cama. Ya era de noche.

—Tenía en Harrowfield dos leales amigos. Estaba Ben, mi hermano pequeño adoptivo, un hombre rápido con la espada y aún más rápido con el ingenio. Y estaba John. John era mi pariente más cercano, mi guía y mi caja de resonancia, mi compañero en cualquier aventura. Era un hombre a quien se le podía confiar cualquier secreto. Un hombre a quien confiar tu vida. John se casó con una muchacha del sur, Margery se llamaba. Se amaban profundamente. Habían perdido una hija, y nos pareció que también iban a perder aquél. Pero tu madre estaba allí, y así que tras una noche muy larga, nació sin problemas.

—Jamás hubo niño más amado y querido que Johnny —retomó mi madre el relato—. Margery estaba muy orgullosa de él. Se notaba en todo lo que hacía. Siempre lo llevaba al hombro, hablaba con él, le cantaba. Le cosía las camisitas más bonitas, todas bordadas con florecitas, hojas y criaturas aladas. John era un hombre algo reservado. Pero adoraba a ambos.

—¿Qué… qué fue lo que pasó? No me explico cómo el amado infante del que habláis puede haberse convertido en el hombre que engendró a mi hijo. No es… no es un hombre criado con amor. Eso lo sé seguro.

—John murió —prosiguió mi padre pesadamente—. Lo mataron; aplastado por una roca mientras vigilaba a Jenny. Fue cosa de Northwoods. Fue algo horrible, y Margery se tomó muy mal la pérdida. Pero cuando me marché de Harrowfield, se esforzaba por criar a su hijo sola. En la casa de mi hermano tendrían que haber estado bien protegidos.

—El hijo de John debe de ser un hombre magnífico —añadió Sorcha y me miraba fijamente—. Un hombre magnífico y bueno.

Asentí, noté que las lágrimas regresaban.

Mi padre se puso en pie.

—Te estamos cansando —dijo—. Tienes que dormir; las dos tenéis que dormir. Lo habéis hecho muy bien. Mis valerosas mujeres. —Y cuando se dio la vuelta para marcharse, me dijo—: Que mi nieto sea también nieto de John, me llena de contento, hija. John se alegraría. Daría mucho por conocer al padre de este niño. Ojalá un día pueda.

Pero sólo asentí, y entonces Janis llegó con comida y descubrí que tenía un hambre canina.

—Espera a que te suba la leche, y verás —comentó Janis con ironía mientras se sentaba junto al fuego con su jarra de cerveza—. Entonces sí que vas a comer como un caballo.

Más tarde, me quedé dormida con el niño en mi pecho; y en la ventana la vela ardió sin cesar una noche más.