Capítulo VII
Después de mi llegada, justo al día siguiente, hice una vela. No había nada extraordinario en aquello; era una tarea habitual en el trabajo de la casa. Pero se suponía que tenía que estar descansando. Madre entró en mi habitación, encontró el suelo barrido y la colcha perfecta y me fue a buscar a la destilería, donde trabajaba con el pelo recién lavado y bien recogido con una cinta de tela. Si vio mis labios hinchados y amoratados, si reconoció las marcas de mordiscos en el cuello, no lo comentó. Lo que hizo fue observar mis manos mientras marcaban en un costado de la cera un intrincado dibujo de espirales, remolinos y cruces. El otro lado estaba liso. No dije nada. Cuando la completé satisfactoriamente, la coloqué en un recio candelera, y en la base le até la cinta de cuero con las garras de lobo, así como una pequeña guirnalda que había confeccionado. Al final mi madre habló.
—Es un encantamiento poderoso. Jabín, milenrama y enebro. Manzana y lavanda. ¿Son eso plumas de cuervo? ¿Dónde va a arder esta vela, hija?
—En mi ventana.
Madre asintió. En realidad no me había hecho ninguna pregunta.
—Has confeccionado tu faro con hierbas de protección. Y con hierbas de amor. Entiendo su objetivo. Igual es mejor que tu padre y tu hermano no lo hagan. Te cierras a Sean. Eso le duele.
La miré. La preocupación estaba escrita en sus pequeños rasgos, pero sus ojos, como de costumbre, eran profundos y serenos. De todos ellos, sólo mi madre me había creído cuando le dije que estaba bien. Los demás vieron los moratones de mi muñeca, las marcas de mordiscos, las manchas en mi ropa, y sacaron conclusiones. La ira prendió con fuerza.
—No tengo elección —le dije.
—Mmmm. —Asintió Sorcha—. Y no buscas protección para ti. Posees una gran capacidad de amar, hija, entregas sin esperar nada a cambio. Y, al igual que tu padre, tampoco te cierras al dolor.
La vela estaba terminada. Ardería durante muchas noches. Ardería rotundamente en la oscuridad, iluminando el camino a casa.
—No tengo elección —repetí, y cuando salí, me incliné para besar la frente de mi madre. Su hombro bajo mis dedos era frágil como el de un pájaro.
Había muchas preguntas. Liam tenía preguntas.
—¿Cómo te raptaron? ¿Qué tipo de hombres eran? ¿Sabes que tres de mis hombres murieron protegiéndote? ¿Dónde te llevaron? ¿Al norte? ¡Que la Morrigan maldiga tu cabezonería, Liadan! ¡Podría ser de vital importancia! —Sean tenía sus propias preguntas, pero al cabo de un rato dejó de hacerlas. Sentí su dolor y su preocupación como si fueran míos, pues así era siempre entre nosotros dos. Pero esta vez me sentía incapaz de ayudarle.
En cuanto a mi padre, necesité toda mi fuerza de voluntad para permanecer en silencio. Se sentó tranquilamente en el jardín, observándome trabajar, y dijo:
—Durante todo este tiempo no sabía si estabas viva o muerta. Ya he perdido una hija, y tu madre camina en sombras. Haré todo lo que esté en mi mano para mantenerte a salvo, Liadan. Pero esperaré hasta que estés lista para contármelo, corazón.
—Puede que tengas que esperar sentado.
Iubdan asintió.
—Mientras estés en casa, y a salvo, no me importa —respondió con calma.
Eamonn vino de visita, y yo me negué a verle. A lo mejor fue descortés por mi parte, pero nadie insistió. Se atribuyó a que me sentía mal tras mi experiencia, y que necesitaba descansar. No sé qué dijo Eamonn, pero los hombres de la casa se volvieron bastante taciturnos tras su marcha. En realidad me había recuperado con increíble rapidez, pronto me encontré llena de energía, comía con ganas y dormía como una niña mientras mi vela conjuraba extrañas sombras sobre mis paredes. Lo único a lo que no podía acostumbrarme, pues era un sentimiento bastante nuevo y extraño para mí, era al dolor que sentía en mi interior, al anhelo porque me abrazaran, la necesidad de tocar y estar cerca y de volver a alcanzar las cumbres de gozo que ninguna palabra puede describir. Es difícil de explicar. Sin duda sentía la lujuria de la carne, la ardiente urgencia de una criatura por compañero. Pero no era lo único. Había visto la mano de la muerte caer sobre Bran, y sobre mí, en la entrada del antiguo refugio. Presentía que nuestros destinos estaban entrelazados; estábamos más unidos que muchas parejas, amantes o compañeros. Había una unión que trascendería la muerte; un vínculo inquebrantable. Y cada vez me parecía más claro, una certeza que no se podía cuestionar. Y daba igual que me hubiera apartado de su lado. Así era, y sería. Y en cuanto a las hadas, si querían que me comprometiera, tendrían que explicarse mejor. Obediencia ciega a sus deseos no coincidía con mi idea del sentido común.
Echaba mucho de menos a Niamh. Hay algunas cosas que sólo pueden hablarse con una hermana. Quería contarle que ahora entendía por qué había actuado como lo había hecho, aunque en su momento me pareciera necia y egoísta. Que sabía cómo debía dolerle cada día sin Ciarán, entregándose a otro hombre, cada día sola entre un mar de extraños, pensando sólo en él, preguntándose dónde estaría, si se hallaría a salvo, soñando con las caricias que jamás volvería a sentir.
La vida regresó a su antigua rutina. Lo mismo; y aun así distinto. Todos echábamos de menos a Niamh, pero nadie hablaba de ello. Lo hecho, hecho estaba; no se podía reescribir el pasado. En cuanto a mi familia, parecía que todos ellos se habían alejado un paso de mí. Desconfiaban de mi silencio, de mi necesidad de estar sola con mis pensamientos. Era distinto con Madre. Se hacía su propia idea de la verdad, e impidió que Liam siguiera acosándome a preguntas.
Una noche, no mucho después de Lugnasad, en el frío del cambio estacional, llegó un mensajero desde Tirconnell, con buenas noticias. Iba a tener lugar una reunión en el sur; los jefes de muchos clanes fueron convocados a Tara por el Alto Rey, y Fionn acudiría en representación de su padre. Podría quedar poco aprecio entre ambas facciones de los Uí Néill, pero sería más que insensato rechazar una invitación así. A menudo, con el paso de las generaciones, el título de Ard Ri, o Alto Rey, había pasado de una rama de la familia a la otra, y de vuelta otra vez. También Liam debía asistir. La mejor noticia de todas era que Fionn viajaría con su esposa, por lo menos hasta Sieteaguas, así que volvería a ver a mi hermana.
Aireamos las sábanas y barrimos los suelos; se hicieron preparativos en las cocinas y establos para la llegada de los visitantes. Tenía la intención de ayudar a Janis y las otras mujeres con las conservas en sal y la fabricación de cerveza. Pero los fuertes olores parecían darme náuseas, así que tuve que excusarme y salir corriendo a vomitar el desayuno detrás de un arbusto de serbal. Supuse que había comido demasiado. En aquella época parecía tener hambre a todas horas. Más tarde, me sentí mejor y le resté importancia a mi repentina molestia. Pero cuando volvió a pasar al día siguiente, y al otro, me aparté de la cocina por la mañana, y me limité a podar, barrer, recoger semillas, secar y conservar hierbas. Trabajaba con ahínco. Siempre estaba ocupada. No me daba tiempo para pensar.
Pasaron dos lunas nuevas y aún una tercera. En esas noches, no dormía. Lo que hacía era sentarme junto a la ventana donde ardía la vela, o pensaba en el niño pequeño que había extendido su mano hacia mí en la oscuridad, en la pesadilla. No me sueltes. En mi mente tomaba a aquel niño en brazos, que también era un hombre, y me lo ponía cerca del corazón, hasta que el alba rozaba el cielo. Y aunque jamás lo hacía en voz alta, hablaba con él constantemente a través de las sombras que lo circundaban. Estoy aquí. Ahora estás a salvo. Te tengo seguro. No te voy a soltar. El alba siempre terminaba por llegar. El sol siempre salía, y llegaba el nuevo día. Eso le decía; y cuando había suficiente luz que iluminara su camino, apagaba la vela de un soplido, acariciaba la pluma de cuervo, y salía, bostezando, a recomenzar las tareas del día.
Fue un año de buena cosecha. A Iubdan se le veía por todas partes: su enorme altura y pelo encendido destacaban por encima de todos los demás hombres de la casa mientras supervisaba la cosecha de tubérculos, el sacrificio de ganado, la matanza de ovejas para salar y secar, el mantenimiento de techos y paredes para resguardar a granjeros y bestias de lo peor del invierno. Sean estaba a menudo a su vera, una figura más grácil, y su pelo era negro y salvaje como el de nuestra madre. No estaba Aisling para entretenerlo, pues su propia cosecha la mantenían a ella y a su hermano lejos de Sieteaguas, y yo me alegré. Liam se preparaba para su viaje al sur, enviaba y recibía muchos mensajes, planeaba y consultaba con sus capitanes. Aunque Sean tenía conocimiento de aquellas reuniones, no viajaría al encuentro con el Alto Rey. Anteponiendo siempre al estratega que había en él, Liam se tomaba su tiempo para exponer a su sobrino abiertamente a un círculo tan influyente como peligroso. Consideraba a mi hermano aún demasiado joven para juegos de poder tan delicados. Con el tiempo Sean sería señor de Sieteaguas. Aprendería a estar siempre un paso por delante de sus vecinos, pues un vecino podía pasar de aliado a enemigo en un instante. Liam le enseñó bien esas lecciones, aguardando el momento en que Sean perdiera la irreflexión de la juventud, y se demostrara un auténtico cabecilla.
Me fue muy bien que la casa estuviera tan ocupada, pues la cosecha y la reunión limitaron la atención que recibía. Niamh y su marido llegarían para Mean Fómhair, cuando la noche iguala al día, y esperamos en el umbral de la oscuridad. Al otro lado de esa puerta se encuentra la guardiana de las muertes y los nacimientos. Será una vieja decrépita, pero con la edad llega una sabiduría que no tiene medida. En el momento del cambio, aquellos con el valor suficiente para abrir sus mentes a su voz, pueden buscar su consejo. Y yo necesitaba sabiduría y guía. Y pronto. Pero no de las hadas. Sabía qué iban a decir, y tenía algún indicio de qué había detrás. Empezaba a sentirme atrapada, y esa sensación no me gustaba en absoluto.
Le corté los bajos al abrigo de Bran, para poder llevarlo fuera de casa sin que se manchara demasiado de barro. Cuando hube limpiado el trozo de tejido que corté en cuadrados perfectos, los metí en el arcón de roble junto a mi cama. Ya tenía otras piezas listas. Fragmentos de una vieja camisa de mi padre, suave tras el uso. Una bonita madeja de lana rosa de una de las faldas de Niamh. Yo misma había preparado aquel tinte, hacía muchos años. Ella la había llevado con ganas hasta que cambió de favorita. Había también pedazos de una práctica túnica tejida a mano, parte de mi atuendo de montar destrozado. Había cortado la espalda, porque cuando lo miré, ésa era la única parte que podía salvarse, de tan manchado como estaba de sangre, vómitos y otros flujos impensables. Cuando acabé de cortar todos mis pedacitos, quemé el traje. No derramé lágrimas por él. Intentaba no pensar. Para ello, trabajaba. La destilería probablemente jamás había estado tan bien surtida, ni el jardín tan aseado: no se veía un solo yerbajo o rama fuera de sitio. Y nos acercábamos otra vez a luna nueva cuando llegó mi madre un día mientras ponía escaramujos a secar. Reparé en que yo había estado tarareando el fragmento de una nana, muy, muy antigua.
—No pares —dijo Sorcha, y se instaló en el alféizar de la ventana, una sombra menuda con enormes ojos, como la más pequeña y delicada de las lechuzas blancas—. Me gusta oírte cantar. Entonces sé que estás bien a pesar de todo. Una mujer infeliz no canta.
La miré y regresé a mis escaramujos. Colgaban de mi cordel como gotas brillantes de la sangre de la vida. ¿Dónde estaba? ¿En qué tierra distante arriesgaba ahora su vida, por la bolsa de plata de un extraño? ¿Bajo qué árbol exótico, en qué extraña compañía se quedaba despierto por la noche, arma en mano, esperando en silencio al alba?
—Liadan. —Me volví hacia ella—. Siéntate, Liadan. Te he traído algo. —Sorprendida, hice como me pedía. Extendió el pedazo de ropa que sostenía—. Conoces esta túnica, por supuesto. Es muy vieja. Demasiado vieja para poder seguir llevándola. —Acarició el desvaído tejido azul; sus dedos pasaron por el antiguo bordado, ahora casi invisible—. He pensado que podrías rescatar un pedazo de aquí, y puede que también de aquí. Tendrás que coser muy bien las costuras, pero eres muy hábil con la aguja. Hubo un día en que el mar y la arena besaron estas faldas, un día como los que sólo se tienen una vez en la vida… y volví a llevarlo otro día de fuego y sangre. Ya no lo necesito para recordarlos; ambos días están grabados en mi corazón. Sea lo que sea aquello que estés cosiendo para tu hijo, este tejido tiene que formar parte de ello.
Hubo un silencio largo, durante el cual acabé por levantarme, preparé un té de menta y lo serví en dos tazas. Coloqué una en el alféizar de piedra junto a mi madre, y ya no pude evitar su mirada. Sonreía.
—¿Ibas a contármelo, hija, o esperabas que viniera a decírtelo yo? —Me atraganté con el té.
—C… claro que iba a contártelo. No eres tú a quien temo decírselo, Madre.
Asintió.
—Sólo tengo una pregunta. Y no es la que esperas. Sólo quiero saber una cosa, ¿ese niño fue concebido en alegría?
La miré directamente a los ojos y ella leyó la respuesta en mi rostro.
—Mmm. —Asintió de nuevo—. Eso me parecía. Tu paso, esa media sonrisa, tu actitud, no son las de una mujer herida o asustada. Y aun así, no se ha quedado a tu vera. ¿Cómo puede ser eso, hija?
Me senté enfrente de ella sobre un taburete de tres patas, mientras la taza me calentaba las manos.
—No sabe nada de este niño. Es imposible que lo sepa. Y me pidió que me quedara con él. Yo le dije que no.
Hubo un silencio. Bebió un sorbo, creo que más para complacerme que por ganas.
—He pensado —prosiguió con cautela—, que a lo mejor el padre de este niño era… era uno de los otros, y que por eso desapareciste sin dejar rastro, de modo que ni los esfuerzos conjuntos de Liam o Eamonn pudieran encontrar señal de ti. ¿Es ése el motivo por el que guardas ese secreto tan celosamente, Liadan?
Un niño del mundo espiritual. Casi estuve tentada de decir que sí; habría sido una explicación cómoda.
—No viajé al otro lado, Madre, aunque sí… aunque sí he visto a las hadas, y me han hablado. El padre de este niño es un hombre mortal. Y no voy a dar su nombre.
—Ya veo —repuso pausadamente—. Los has visto. Así que también esto forma parte de la misma pauta. ¿Sabremos, con el tiempo, quién te ha hecho esto? ¿Quién te ha dejado embarazada y ha desaparecido como si nunca hubiera estado? Tu padre querrá pedir cuentas a ese hombre; y es probable que tanto Sean como Liam vayan más allá y hablen de venganza.
No dije nada. Fuera empezó a levantarse la brisa; las sombras de ramas y hojas secas se movieron sobre las paredes de piedra. El sol era brillante y oblicuo como el de las mañanas de otoño, una luz juguetona, que prometía un calor que no llegaría.
—Madre. —No pude evitar que me temblara la voz.
—No pasa nada, Liadan. Dime lo que puedas.
—Ese es parte del problema. No se lo puedo contar a nadie. Ni siquiera a ti. Madre, ¿cómo voy a hablar de esto con Padre? No quiero… no pienso casarme con un extraño, como hicieron con Niamh. Ni tendré a mi hijo en silencio y con vergüenza. ¿Cómo puedo contárselo? ¿Cómo puedo decírselo a Sean, a Liam y a… a…?
—¿A Eamonn? —preguntó con dulzura. Asentí llena de tristeza—. ¿Regresará tu hombre a por ti? —preguntó Madre, y su rostro seguía tranquilo—. Seguro que un hombre que merezca tu amor lo hará.
—Vive… vive una vida de grandes riesgos —conseguí articular—. No hay lugar en esa vida para una esposa y un niño. Y además… no, no importa. El… él no es un hombre que Padre consideraría… adecuado. Es todo lo que puedo decir.
—Tu padre y Liam querrán que te cases —prosiguió Sorcha en voz baja—. Eso lo sabes. No van a entender por qué quieres tener a tu hijo sola.
—Para eso tengo una respuesta —dije—. Las hadas me dieron instrucciones estrictas de quedarme aquí en Sieteaguas. Para siempre, creo que querían decir. No hace falta que te cases, dijeron. Ni con Eamonn ni con ningún otro. En su momento, no tenía ni idea de por qué me ordenaban algo así. Ahora empiezo a comprenderlo.
Madre asintió y no parecía en absoluto sorprendida.
—El niño —repuso con calma—. Es el niño el que tiene que quedarse en el bosque. Pretenden criar al niño aquí. Es adecuado, Liadan. Con… con lo que le sucedió a Niamh, vimos el despertar de un mal que hacía mucho que pensábamos desaparecido. A lo mejor tu hijo es su arma contra él.
—¿El mal antiguo? Así lo llamaron ellos. ¿Qué mal? ¿Qué puede ser tan terrible que amenace incluso a las hadas? Sorcha suspiró.
—No estamos seguros. ¿Quién es capaz de decir qué forma tomarán esas fuerzas? Deberías hacer caso de los avisos que te dieron. Puse ceño.
—Esto no me gusta. Eso les dije. Me negué a prometerles nada. No seré utilizada como una herramienta para sus objetivos. Ni tampoco mi hijo. —No albergaba ninguna duda de que aquel niño era varón. Su padre, pensé, era seguro un hombre de los que engendran varones.
—No es sensato desobedecer sus peticiones —repuso Madre con seriedad—. Somos sólo piezas minúsculas en su larga partida. Viven mucho más de lo que podemos reconocer, Liadan. Con todo, puede que con el tiempo sus objetivos se vuelvan más claros para nosotros. Me preocupa que no des el nombre de ese hombre. ¿Cómo alguien que te ha abandonado sin pensárselo puede merecer esa lealtad? ¿O es la vergüenza lo que frena tus palabras?
Me puse como un tomate.
—No, Madre —repuse con firmeza—. Es cierto que al principio hice lo posible por negármelo. No por vergüenza, sino porque sabía lo difícil que sería, supongo. Fingí que no notaba los cambios en mi cuerpo, hice caso omiso del cambio de las estaciones, del transcurso de las fases de la luna. Pero a medida que este niño crece dentro de mí, me he ido llenando de una alegría tan grande, de un poder tan intenso, que no se me ocurre con qué puedo compararlo. Siento como si… como si oyera el corazón de la tierra latir en mi interior.
Sorcha se quedó callada un rato.
—Créeme, hija —dijo al final—, este niño es tan precioso para mí como lo es para ti. Tus palabras me llenan de alegría, y me asustan. Voy a hacerte una promesa, y puedes contar con que la voy a cumplir. Te prometo que aún estaré aquí, en primavera, para traer tu hijo al mundo con mis propias manos. Estaré aquí, Liadan.
Estallé en lágrimas, y ella me abrazó tan fuerte como pudo, y yo volví a sentir lo pequeña y frágil que se había vuelto. Y aun así, en aquel abrazo había una fuerza que fluía dentro de mí y a través de mí, y supe que Bran estaba equivocado, equivocado sobre Sorcha, y equivocado sobre Hugh de Harrowfield, mi padre. Aquí no había ninguna maldad. En algún lugar, de algún modo, la historia se había torcido y tergiversado, y yo ansiaba deshacer el entuerto. Y algún día lo conseguiría.
—No llores, hija. No por mí.
—Lo siento. —Me sequé las lágrimas de la cara.
—Es difícil entender tu lealtad hacia ese hombre. Te quiere, y no va a regresar. Te carga con su hijo, y desaparece. Y aun así, haces lo que sea por protegerlo. Guardas su seguridad con un impenetrable muro de silencio que te separa hasta de tu hermano. E incluso crees que podría no ser suficiente. Por algo sigues pasando las noches en vela.
No respondí.
—¿Es amor lo que te une a ese hombre? —me preguntó.
Tenía una imagen clara en mi mente. Yo sentada sobre la yegua, y Bran a mi lado, enfurruñado, mirando con furia el suelo, su mano desmintiendo su expresión, sus dedos tatuados cálidos sobre mi muslo, la última caricia. No te cases con ese Eamonn. Dile que, si te hace suya, es hombre muerto.
—¿Qué es, Liadan? —Había alarma en la voz de mi Madre. Sólo la diosa sabía qué significaba la expresión de mi rostro.
—Él y yo… compartimos un vínculo. No es amor, exactamente. Es más que eso. Él es mío, con tanta seguridad como el sol sigue a la luna en el cielo. Mío incluso antes de que supiera que existía. Mío hasta la muerte y más allá. Corre un terrible peligro. Que proviene de otros y de sí mismo. Si pudiera hacer más para protegerlo, lo haría. Pero no hablaré de quién, o qué, es. No puedo.
Sorcha asintió, su expresión sombría.
—No puedes retrasar mucho más la noticia. Te esperan días difíciles. Creo que deberías decírselo a Rojo tú misma.
—No… no quiero que me hable como lo hizo con Niamh. No quiero que me envíe lejos sin palabras amables, como si me hubiera convertido en una extraña.
Suspiró.
—Fue difícil para los dos. Siempre ha visto algo de sí mismo en Niamh; se sentía responsable, creo, por su debilidad. Intentó hacer las paces con ella; quería explicarle su decisión de la mejor manera posible, pero ella se negó a escuchar. Se cerró a ambos. Tu padre se arrepiente amargamente por no haber esperado más y explorar otras vías para Niamh. Conor nos ha hecho prometer silencio, Liadan; no podíamos contaros toda la verdad, ni podemos. Mis hermanos creían que hacerlo os traería desgracias a todos. Tenían buenos motivos para pensarlo; con el tiempo, puede que todo se sepa. Pero precisamente por lo que sucedió con Niamh, y el modo en que le perturba, no es probable que te trate con la misma dureza. Ve en ti y en Sean las fuerzas de mi familia y de las gentes del bosque. Siempre ha confiado en vuestro buen juicio, como confía en el mío. Sé honesta con él y él hará lo posible por entenderte.
—No sé ni por dónde empezar.
Se levantó para marcharse.
—Díselo pronto a tu padre. Después yo se lo contaré a Liam y a Sean. No hace falta que des la noticia una y otra vez.
—Gracias. —Tenía la garganta seca; de repente me sentí increíblemente cansada—. Preferiría… preferiría esperar para hacerlo saber. Me gustaría esperar hasta que llegue Niamh, y contárselo a ella primero.
Sorcha puso mala cara.
—Tu padre me lee muy bien, especialmente ahora. Yo no voy a contárselo; pero él puede presentirlo, así que mejor que no te retrases demasiado. No tenemos secretos el uno para el otro. Además, pronto será evidente para todo el mundo.
Ninguna de las dos mencionó a Eamonn, pero yo no había olvidado el camino, y los hombres de verde, y el amigo al que tuve que rebanarle el cuello en la oscuridad. Algunas cosas no se olvidan jamás.
* * *
Esperábamos a nuestros invitados en cualquier momento. Estaba todo preparado. Empezaba a hacer frío por las noches, y la gente bebía el potente vino caliente de Janis, pero yo bebía agua, pues el fuerte olor del vino aún me daba náuseas. Janis no me quitaba el ojo de encima, como las otras mujeres de la cocina, pero mantenía los cotilleos bajo control. Los hombres no eran tan perspicaces. Sólo hablaban de estrategias y tratados, y a veces se acaloraban. Se estaba fraguando cierta animosidad entre Sean y Liam, y una noche estalló una acalorada discusión.
En el hogar de la recogida sala donde la familia se reunía para hablar en privado, ardía una pequeña hoguera. Mi madre estaba sentada en un banco, rodeada en todo momento por el afecto y las atenciones de Iubdan. Estaba callado, cansado quizá tras una larga jornada en el campo. Por mi parte, percibía las voces de Sean y Liam sin escuchar realmente lo que decían. Estaba cosiendo una manta. Bastante pequeña. Un cuadrado gris aquí, un cuadrado rosa allí. Un dobladillo de tejido hecho a mano. Un pedacito del más pálido azul-violáceo, con los restos de un bordado viejo, muy viejo. Puntadas delicadas; un rastro de hojas, un pequeño insecto. Mis pensamientos estaban lejos. Entonces Sean volvió a hablar.
—Quizá seas ya demasiado viejo —espetó a bocajarro, y me devolvió al allí y ahora—. Puede que no veas que tu cautela te impide tratar este asunto con resolución.
—Sean. —El tono de Iubdan era bastante suave—. Aún no eres señor de esta casa.
—Déjalo hablar —repuso Liam con la mandíbula firmemente apretada.
Sean paseaba de arriba abajo, con los brazos cruzados. Presentí la frustración en él sin entender la causa.
—¿No lo hemos intentado una y otra vez y nos han derrotado en todas ellas? Buenos hombres perdidos, cuyos lugares son reemplazados por hombres mejores que a su vez son masacrados. Esta disputa ha envenenado nuestras vidas durante generaciones. Fracasamos en la causa, y volvemos a fracasar, y aún seguimos volviendo a por más. Alguien de fuera lo llamaría una obcecación sin sentido.
—Alguien de fuera no puede entender qué significan las islas para nuestra familia y nuestra gente. —La voz de mi madre era tranquila—. No habrá armonía, ni equilibrio, hasta que las devuelvan. Son las hadas quienes las piden.
—¿Qué pasa con la profecía? —pregunté.
—Mal rayo parta a la profecía —espetó Sean—. ¿Es que alguna vez hemos visto a ese misterioso individuo que, se supone, nos tienen que enviar? Ni de Erin ni de Britania, sino ambos; con la señal del cuervo, que a saber qué quiere decir. Probablemente se la inventó alguien una noche después de beber demasiada cerveza. No, lo que necesitamos es un nuevo enfoque. Hemos de abandonar la idea de un asalto directo. Tenemos que pensar más allá de la idea de que podemos superarlos por la fuerza numérica o las estrategias apolilladas de nuestros abuelos. Necesitamos estar preparados para asumir riesgos, para superar en ingenio al britano en su propio juego. Su posición es prácticamente inexpugnable; largos años de fracasos así lo demuestran. Para resolver el problema tenemos que estar preparados para pensar lo impensable; tocar lo intocable.
—Jamás. —El tono de Liam era contundente—. No sabes lo que estás diciendo. Son tu juventud e inexperiencia las que hablan. Ya he oído ese argumento antes y lo encuentro tan poco sensato como entonces. Esta familia jamás ha usado métodos deshonrosos para ganar una batalla, y me avergüenza que seas tú, mi heredero, el que sugiera tal cosa. Además, no estamos solos en esta empresa. ¿Y nuestros aliados? ¿Y Seamus Barbarroja?
—Podríamos convencerle. —La voz de mi hermano no albergaba duda alguna.
—Pues te va a costar.
—Se le puede convencer. No hay nada más importante que recuperar las islas. Y ahora podemos hacerlo, pues Fionn seguro que se unirá a nuestra alianza, y…
—¿Qué pasa con Eamonn? Su apoyo es esencial. Opinará lo mismo que yo. Eamonn es inamovible. No hay ningún aliciente que pueda hacerle considerar la propuesta.
—Yo lo convenceré.
—¿A Eamonn? —Liam dejó escapar una risotada que no indicaba precisamente humor—. No conoces a tu amigo tan bien como pensaba. En ese aspecto, nunca cambiará de idea. Jamás.
Aquella conversación estaba empezando a incomodarme.
—¿Qué sugiere Sean exactamente? —me obligué a preguntar, aunque ya temía la respuesta. Había una sombra al borde de mis pensamientos, y no la quería más cerca.
—Es así. —Sean se acercó a mi silla y se puso en cuclillas a mi lado; su energía parecía hacer crepitar el ambiente—. No se puede ganar con una invasión, por poderosa que sea. Dos de nuestros tíos cayeron en el último intento, y con ellos muchos hombres valientes; tantos que casi nos ha costado una generación recuperarnos. Y aun así, nuestras fuerzas eran potentes y disciplinadas, nuestros aliados nos apoyaban; entre nuestras posiciones y los asentamientos de los hombres del norte, los britanos no tuvieron posibilidad de establecer una base en esta orilla. Así que, ¿por qué fallamos? En primer lugar, porque ellos tienen la ventaja de la posesión. Su torre de vigía en la Gran Isla domina una buena vista. Sólo hay una manera de acercarse con seguridad, y la tenían cubierta. En segundo lugar, tienen aquí una red de informadores insuperable. Todos sabemos quién la preparó hace años. Puede que sea la traición de su padre la que ahora provoca la actitud inflexible de Eamonn. En cualquier caso, planeemos lo que planeemos, los britanos parecen saberlo de antemano. Así que, ¿qué podemos aprender de ello? —Sus fuertes manos se movían para ilustrar su punto de vista—. Aprendemos que es inútil seguir cualquier curso predecible. Aprendemos que no tenemos secretos para nuestros enemigos. Por fuerte que sea la alianza a este lado del mar, el enemigo la igualará y superará. Tiene la posición de ventaja. Ninguno de nuestros hombres posee la habilidad y los conocimientos para planear un acercamiento alternativo a la Gran Isla. —Tomó aire, su mirada era vehemente—. En la actualidad estamos bastante bien posicionados. Seamus posee una fuerza disciplinada, y años de experiencia. Conocemos la capacidad de Eamonn. Y están los Uí Néill, pues Fionn es familia y podríamos convencerlo fácilmente para que nos apoyara. Necesita la seguridad de nuestras tierras, y las de Eamonn, para amortiguar cualquier posible ataque de sus familiares del sur. Podemos hacer negocios con Fionn. Así que nuestros recursos son mayores que nunca.
—Suficiente, me parece a mí, para recuperar las islas sin necesidad de engaños —replicó Liam con tono severo.
—No, Tío. No te lo crees más de lo que me lo creo yo. Northwoods puede convocar tantas fuerzas como quiera, y sus servicios de espionaje pueden avisarle de nuestros planes mucho antes de que zarpemos. Necesitamos dos cosas. En primer lugar, una habilidad superior en el arte de navegar; una que sobrepase a cualquiera de las ya vistas entre nosotros. Barcos que puedan navegar con sigilo y recalar a oscuras en lugares hasta ahora considerados imposibles. Hombres capaces de infiltrarse en el campamento de los britanos sin ser advertidos. Una fuerza que penetrará el centro de su fortaleza antes de ser reconocida como tal. Un aliado capaz de detectar y destruir toda la red de informadores britanos.
—¿Y en segundo lugar? —El corazón me latía desbocado. Sabía qué venía después.
—Para obtener lo primero, necesitamos lo segundo. Lo segundo es prescindir de nuestros escrúpulos. Hemos de contratar los servicios del Hombre Pintado, quienquiera que sea.
Mi madre dio un respingo. Iubdan se mostró grave. Liam sencillamente apretó más la mandíbula. Estaba claro que se lo había oído decir más veces.
—He investigado —prosiguió Sean—. Entre esa banda de hombres hay uno, un extraño tipo de piel negra, que posee conocimientos de embarcaciones de altura y una astucia que sobrepasa con creces cuanto conocemos. Hay otros entre ellos, hombres del norte y pictos, que juntos nos enseñarían todo lo que necesitamos saber. He oído historias de sus proezas, difíciles de creer si no estuvieran respaldadas por pruebas. Su cabecilla tiene mucho que ofrecernos. Es experto en espionaje doble. Me cuentan que es capaz de burlar al más sutil de los estrategas. Con ese hombre y su banda a nuestro servicio, creo que no podemos fallar.
—Jamás aceptará. —Hablé sin pensar, y mi voz temblaba. Cuatro pares de ojos se volvieron en mi dirección—. Eamonn —añadí con rapidez mientras hacía un gesto de dolor porque me había pinchado con la aguja—. Jamás aceptará trabajar con… con el Hombre Pintado. Recordad lo que dijo. Si ese hombre vuelve a poner un pie en mi tierra, su vida queda confiscada. Algo así. Jamás lo convenceréis.
Hubo un breve silencio.
—Entiendo las reticencias de Liam —intervino Iubdan con calma—. Puede que tengas muchas esperanzas en ese proyecto. También yo he oído hablar de ese mercenario con una mezcla de terror y admiración. Puede que lo que cuenten de sus habilidades sea cierto. Pero jamás podrás confiar en un hombre así, pues parte de su valor reside en su astucia para engañar, en su falta de lealtad. Ese hombre es un embaucador, sin conciencia o escrúpulos. Posee la pericia necesaria para llevar a cabo tu proyecto. O para destruirlo. No sabrás hasta el último momento a qué lado va a saltar.
Liam asintió.
—Podría cobrarnos y desaparecer. Es más, podría poner un precio demasiado alto.
—Para esto —la determinación de Sean era fiera— ningún precio es alto.
En ese momento me inundó la sombra. La sala se disolvió a mi alrededor y vi, en su lugar, a dos hombres enzarzados en un combate. Detrás de ellos había pilares grabados con bestias imaginarias: un pequeño dragón, una serpiente de dos patas, un grifo con garras como dagas. El hombre de verde aferraba por el cuello al otro y apretaba y apretaba. El hombre de verde tenía la mandíbula cuadrada, con un mechón de pelo castaño sobre los ojos. Era Eamonn. Parecía estar ganando el forcejeo. ¿Por qué, entonces, abría la boca para tomar aire, por qué sus rasgos eran tan horriblemente pálidos? La sombra pasó entre los dos, juntos en su abrazo de muerte. Entonces vi la daga clavada en el pecho de la túnica verde, una daga que sostenía con fuerza una mano cuyos nudillos y esforzados tendones mostraban un delicado dibujo de espirales, remolinos y cruces. No tenía que mirar los rasgos medio estrangulados de aquel hombre para saber quién era. Pero sí lo hice; y la visión se deshizo y cambió, y el rostro de uno se convirtió en el del otro, teñidos de odio, y ya no pude distinguirlos. Dejé escapar un grito de horror, y la sombra me devolvió a la habitación iluminada por la hoguera. Debía de haberme desmayado y caído hacia delante, pues estaba medio tumbada en el suelo con el brazo de Sean alrededor de mis hombros. Liam miraba a mi madre y mi madre lo miraba a él, como si lo que veían les resultara demasiado familiar. Mi padre me trajo un vaso de agua, y bebí. Pronto estuve bien otra vez, por lo menos en apariencia. Pero no iba a contarles qué había visto.
—Sean argumenta bien su posición —dijo mi padre poco después—. Debería considerarse al menos. A lo mejor tiene razón. A lo mejor ha habido ya demasiado derramamiento de sangre.
—¿Crees que el Hombre Pintado no va a derramar más? —preguntó Liam, con las cejas arqueadas en señal de incredulidad—. Sus manos apestan a derramamiento. Ya oíste la historia de Eamonn.
—Todos hemos matado en alguna ocasión. Y hay muchas historias. No os apoyo a ninguno de los dos. Sólo sugiero que no descartes directamente la idea de Sean. Plantéaselo a nuestros aliados, mientras se reúnan aquí. Yo no sacaría el tema en los salones de Tara. Pero aquí en Sieteaguas es seguro. Coméntaselo antes de partir hacia la asamblea del Alto Rey. Podrás sacar conclusiones de su reacción.
Liam se quedó callado.
—Tendrías que preguntarle a Conor —dijo mi madre—. Estará aquí mañana. Preguntarle si considera prudente ignorar la profecía.
—¡Conor! —El tono de Liam era frío—. Ya no podemos seguir confiando en el juicio de Conor.
—Eso es muy duro —intervino Iubdan—. Todos jugamos un papel en lo que ocurrió con Ciarán. No puedes echarle toda la culpa a tu hermano.
—Eso ya lo sé, britano —espetó mi tío—. La falta de autocontrol de tu hija también influyó.
Mi padre se puso lentamente en pie. Le sacaba una buena cabeza a Liam. A su lado, Sorcha levantó la mano para cubrir un delicado bostezo.
—Es tarde —murmuró—. Hora de retirarse, creo. Liadan, no estás bien. Vamos, te acompañaré a la cama. Rojo, ¿puedes acercarme una vela, por favor? —Se levantó y se aproximó a su enfurruñado hermano—. Buenas noches, Liam. —Se puso de puntillas para besarle en ambas mejillas—. Que la diosa te traiga dulces sueños y una cabeza clara por la mañana. Buenas noches, Sean. —Los tres hombres se callaron, la ira había desaparecido de sus ojos. Sólo Dana sabía cómo se entenderían cuando mi madre desapareciera.
Al alba del día siguiente, nos reunimos bajo un gran roble en lo profundo del bosque, listos para el ritual de Mean Fómhair. Conor estaba allí con unos cuantos de los suyos, pero esta vez ningún aprendiz de pelo rojo hacía sombra a su figura recta y quieta de blanco reluciente. Llevábamos en las manos los frutos de la buena cosecha, un ejemplo perfecto de cada uno de ellos. Una manzana sin mácula, un hermoso repollo. Un puñado de grano suave, y un pequeño frasco de hidromiel. Sidra, miel, hierbas frescas. Yo llevaba una bellota, a salvo en su brillante y protector cascabillo, bien sujeta en la pequeña copa. Estábamos de pie bajo el antiguo árbol, estremecidos por el frío que precede al alba. Liam, solemne y pálido, y a su lado Sean, una versión más joven del mismo hombre. Mi padre, que no tenía ninguna creencia en particular, estaba muy quieto junto al inmenso tronco, abrazando a mi madre. Iba muy abrigada contra el frío. Ninguno había sido capaz de convencerla de que se quedara dentro y descansara. La mujer de la cocina y el guerrero, el mozo de cuadras y el guardabosques, allí estaban todos, en silencio y mano a mano, la gente de la casa, de las granjas y de la aldea. Por suerte, Fionn y su compañía aún no habían llegado. Sabía, por supuesto, que nuestra familia seguía las antiguas costumbres, pero era sensato que no fuera consciente de hasta qué punto eran significativas en nuestras vidas, pues no casaba bien con la ferviente fe cristiana de su casa. Si había que convencerlo para esta alianza, era mejor no dar ningún paso en falso.
Conor pronunció las palabras en cuanto la primera y fría luz del alba perforó el dosel otoñal, y empezamos a dejar nuestras ofrendas alrededor de las raíces enroscadas del gran roble, el habitante más antiguo del bosque. Acariciábamos la corteza áspera, asentíamos en señal de reverencia, susurrábamos saludos. Aquella vez no hubo pirotecnia, ni trucos de magia. Mi tío hablaba con sencillez, desde el corazón.
—Nuestra gratitud es demasiado grande para expresarla con palabras. Le ponemos voz imprecisa aquí, bajo los robles. Al sol, que hizo brotar la vida de la tierra. A los guardianes del bosque, que vigilan todo lo bueno durante el crecimiento; que cuidan de todas las cosas desde el nacimiento a la muerte, y más allá. En ti está la sabiduría de las edades; honramos tu presencia y te ofrecemos los mejores frutos de esta abundante estación. Pues también nosotros somos moradores del bosque, también nosotros somos gentes de Dana, aunque mortales; y seguimos los caminos que abres para nosotros, desde nuestro primer aliento al último, y más allá.
Conor parecía cansado, como si tuviera que invocar una gran fuerza de voluntad para continuar. Había algún peso en sus pensamientos, algún dilema que le pesaba. Lo sentí en mi propio corazón, pero no podía decir qué era. Su rostro aparecía sereno como siempre, con sus ojos grises profundos y calmos a la luz creciente.
—No honramos menos la oscuridad que sigue. Todas las cosas deben dormir. Todas las cosas deben soñar y volverse sabias. Bienvenida, reina y encantadora, tú que abres para nosotros el camino de los secretos. Reconocemos tu perspicacia. Anhelamos y tememos tu sabiduría. Das la vida; cosechas la muerte. Te damos la bienvenida a tu regreso. Nos preparamos para los tiempos de sombras.
Todos nos quedamos allí un rato, con las cabezas inclinadas, mientras el sol salía y el mundo gris de la primera mañana se calentaba despacio hasta convertirse en marrón, verde y oro. Iubdan seguía protegiendo a mi madre con sus brazos, y sus ojos me devolvían una mirada triste. Conor sólo decía la verdad: la muerte llega, y no hay manera de detenerla. El movimiento de la rueda es implacable. Todo cambia; todo avanza. Un britano podía aprender a entenderlo, si vivía entre los nuestros el tiempo suficiente. Pero jamás lo aceptaría.
Cuando el ritual hubo terminado, la gente regresó por los caminos del bosque, sin duda con pensamientos de una hoguera caliente y un cuenco de gachas. Al cabo de un rato, me descubrí caminando junto a mi tío Conor, y en un momento, por lo que pareció, habían desaparecido todos y sólo estábamos él y yo, al mismo paso en la inmensa tranquilidad del bosque.
—Me alegro de que lleves una capa caliente y un buen par de botas —observó mi tío—. Tenemos un buen trecho por delante.
Me abstuve de hacer comentario alguno. No parecía necesario. Pero después de un rato dije:
—Mi padre estará preocupado.
Una pequeña sonrisa cruzó los rasgos apacibles de Conor.
—Iubdan sabe que estás conmigo. Evidentemente, podría no parecerle demasiado tranquilizador. Ya no confían en mí como antes. Y tú también pareces tener facilidad para atraer… complicaciones.
Nuestros pies pisaban la mullida alfombra de hojas húmedas.
—¿Y si Niamh llega hoy? —le pregunté—. La echo de menos. Tengo que estar en casa cuando mi hermana llegue.
Asintió con gravedad.
—Lo entiendo, Liadan. Lo entiendo mejor de lo que crees. Pero para ti esto es más importante. Estaremos de vuelta por la noche. Arqueé las cejas, pero no respondí. Al cabo de un rato mi tío dijo:
—Te estás volviendo muy astuta. Ni siquiera yo puedo franquear tu vigilancia. ¿Dónde has aprendido a poner tan férrea barrera a tu mente? ¿Y por qué? ¿Qué guardas ahí dentro? Sólo antes he visto un control tal, cuando Finbar se cerraba a tu madre, hace mucho. Aquello le dolió de veras.
—Hago lo que debo. Se me quedó mirando.
—Mmm —fue su único comentario. Y proseguimos andando en silencio, a paso ligero, a medida que el día se iluminaba y el bosque cobraba vida a nuestro alrededor. Caminamos por avenidas de robles, mientras las hojas doradas volaban en espirales arrastradas por la brisa fresca, y las ardillas se afanaban en sus tareas de cara al invierno. Bordeamos las aguas grises del lago y remontamos el curso del séptimo arroyo, que había crecido con las lluvias otoñales hasta convertirse en un torrente en miniatura. Era una cuesta empinada por piedras tumbadas cuyas superficies habían sido curiosamente esculpidas, como si un dedo extraño las hubiera marcado con un lenguaje secreto, cuyo código existía sólo en las mentes de los que hacía mucho se habían marchado. En la cumbre de la elevación descansamos, y Conor me ofreció un almuerzo frugal compuesto de pan y frutos secos. Bebimos del arroyo, y el agua fría me provocó dolor de cabeza. Era una mañana extraña, pero cordial.
—No me preguntas adónde vamos —comentó Conor cuando emprendimos de nuevo la marcha, colina arriba entre serbales densos cargados de bayas escarlata.
—No, no lo hago —respondí suavemente.
Volvió a sonreír, y por un momento pude ver al chico que había sido, correteando salvaje con sus cinco hermanos y hermanita por los vastos dominios del bosque. Pero la impenetrable máscara del archidruida se instaló sobre sus rasgos casi de inmediato.
—Te he dicho que esto era importante para ti. Esperaba explicártelo sin necesidad de palabras, de mente a mente. Pero veo que no dejas entrar a nadie. Guardas un poderoso secreto. Usaré palabras, entonces. Hay un torrente, y un estanque, tan bien escondido que pocos saben de su existencia. Voy a llevarte allí. Tienes que comprender los dones que posees, y qué puedes hacer, o te arriesgas a la ceguera ante un poder que apenas reconoces. Te enseñaré.
—Me infravaloras —respondí con frialdad—. No soy una niña. Conozco los peligros del poder usado sin sensatez, sin pensar. —Palabras descaradas, pues sólo entendía vagamente de qué hablaba.
—Puede —respondió. Nos dirigimos a la izquierda con rapidez entre ramas lloronas de sauce y, de repente, allí estaba, un estanque pequeño y tranquilo entre piedras cubiertas de musgo, en el que el agua fresca brotaba desde debajo de la tierra. Insignificante en sí mismo, un lugar que no advertirías de no saber que estaba allí.
—Este lugar no se revela a todos los viajeros —dijo Conor mientras dibujaba en el aire una rápida señal, y se detenía a dos pasos del agua.
—¿Ahora qué? —le pregunté.
—Siéntate en las rocas. Mira el agua. Yo no estaré lejos. Este es un lugar en el que los secretos están a salvo, Liadan. Estas piedras guardan mil años de secretos.
Me senté y fijé la mirada en la superficie lisa del estanque. Me sentía bien acogida en aquel lugar, perfectamente protegida. Era como si nada hubiera cambiado allí durante mucho tiempo. Me llegaron palabras en el silencio. Esta roca es tu madre. Te sostiene en la palma de la mano. Mi tío había vuelto a los sauces, desapareciendo de mi vista. Intenté vaciar mi mente de pensamientos e imágenes, pero uno al menos no quedaría borrado, y me negaba a relajar el escudo que había erigido allí. Si alguien encontraba al Hombre Pintado, no sería porque yo lo había traicionado. No iba a confiar en nadie. Ni siquiera en un archidruida.
El agua se movió y cambió. Pero allí en aquel pequeño claro, bien circundado por árboles y rocas, no había ni un soplo de viento. El agua empezó a ondear. Un repentino destello blanco apareció en las profundidades, y desapareció. Me obligué a quedarme allí, a no apartar la mirada. El aire estaba tan quieto y cargado como si se estuviera fraguando una tormenta estival, pero seguía haciendo el frío del otoño. El agua se movió y burbujeó, y de nuevo se quedó quieta. Había alguien de pie al otro lado del estanque, y no era mi tío Conor.
Cómo te pareces a tu madre. Quienquiera que fuese, había encontrado el modo de romper la barrera de mi mente en un momento, con una pericia mucho mayor que la de Conor. No tenía esperanzas de contrarrestar aquella fuerza. Eres igual pero sin serlo. Allí me quedé, incapaz de levantar la mirada. No hace falta que mires. Sabes quién soy. El agua se volvió opaca, después un espejo. Y apareció su imagen. Habría podido ser Conor. Casi habría podido ser Conor. Las ropas eran diferentes, por supuesto. En lugar del hábito níveo, aquel hombre llevaba ropajes sin forma de una tonalidad indefinida entre gris y marrón. Estaba descalzo sobre las piedras. Conor iba peinado con las finas trencitas druídicas. Los rizos negros de aquel hombre estaban enmarañados y le llegaban al hombro. Los ojos de Conor eran grises, tranquilos y calmos. La mirada de aquel hombre era tan profunda que parecía insondable, y sus ojos parecían tener tan poco color como el agua en la que los veía reflejados. No conseguí levantar la vista. Sabes quién soy. Se movió ligeramente y volví a ver un destello blanco. Llevaba una voluminosa capa tejida a mano; una prenda vieja que colgaba irregular hasta el suelo, sujeta a un hombro. Volvió a moverse y supe la verdad. Mis ojos no me habían engañado. En lugar de su brazo izquierdo, aquel hombre poseía el ala de un enorme pájaro, poderosa y de plumas blancas. Volvió a cubrirse con la capa.
Tío. Si la voz de la mente podía temblar, así es como debió de vibrar la mía.
La hija de Sorcha. Cómo te pareces a ella. ¿Cómo te llamas?
Liadan. Pero…
Levanta la vista, Liadan.
Casi abrigué la esperanza de que no hubiera nadie allí. Estaba tan quieto que apenas se le veía, como si formara parte de las propias piedras, y de los musgos y helechos que allí crecían. Un hombre que no era ni joven ni viejo, cuyos rasgos parecían esculpidos a imagen y semejanza de los de mi madre; pero en lugar de sus bonitos ojos verdes, los de él eran claros y luminares, del color de la luz a través del agua. Su reflejo era veraz. Un hombre de mediana edad, enjuto, de espalda recta. Un hombre que llevaba para siempre la señal de lo que les había ocurrido, a los seis hermanos y su hermanita.
¿Qué eres? ¿Eres un druida?
El druida es mi hermano.
¿Qué eres entonces? ¿Uno de los filidh?
Soy el batir de un ala de cisne en el hálito del viento. Soy el secreto en el corazón de una piedra erguida. Soy el fuego en la cabeza del vidente. No soy ni de aquel mundo ni de éste. Y aun así, soy un hombre. Llevo sangre en mis manos. He amado y perdido. Siento tu dolor, y conozco tu fuerza.
Me quedé mirándolo, conmocionada.
Pensaban que estabas muerto. Todos. Dijeron que te habías ahogado.
Algunos conocían la verdad. No puedo vivir en un mundo ni en el otro. Camino por los márgenes. Esa es la maldición a la que la hechicera me condenó.
Vacilé.
Mi madre… ¿sabes que está muy enferma?
Se acerca la hora de su viaje. Mi tío parecía bastante sereno.
¿No quieres ir a verla antes de que llegue su hora?
No tengo que estar allí para que me vea. Debajo del sosegado exterior se adivinaba una profunda tristeza. Mucho se había perdido, gracias a la labor de la dama Oonagh.
¿Entonces lo sabe? ¿Sabe dónde estás?
Al principio no lo sabía. Ahora es distinto. Todos lo saben. Mi hermana, mis hermanos, los que quedan. Es mejor que otros no lo sepan. Los iniciados de Conor me visitan, de vez en cuando.
Tiene que ser… tiene que ser muy duro para ti. Tan duro que no podía ni imaginarlo.
Déjame enseñarte. Tranquiliza tu mente, Liadan. Déjala quieta y en silencio. Respira profundamente. Eso es. Espera un poco. Ahora siente lo que hago. Siente mis pensamientos plegarse con los tuyos. Mientras te envuelven y te protegen. Siente mi mente mientras se convierte en una con la tuya propia. Deja que lo que soy se convierta en parte de ti, durante un tiempo. Mira a través de mis ojos.
Hice lo que me pidió, sin miedo, pues de algún modo comprendí que no había peligro en aquel lugar. Respiraba el mismo aliento; sentí su mente mientras se fundía con la mía de manera tan sutil y misteriosa como si fuera una sombra, y me sostenía con fuerza. Pero no como prisionera, pues dentro del manto protector de sus pensamientos seguía siendo yo misma, y al mismo tiempo era el joven Finbar, junto al lago en un neblinoso amanecer, contemplando el rostro del mal, sintiendo que cambiaba, cambiaba de un modo tal que mi mente sólo sabía lo que una criatura salvaje comprende: frío, hambre, peligro. Comida, sueño. Los huevos en el nido, la pareja con su gracioso cuello arqueado y plumas brillantes. Nacimiento, muerte. Pérdida. El frío, el agua, el terror horrible de la transformación. Así fue para nosotros. Así fue para mí. Me soltó con suavidad, me dejó temblando y al borde del llanto.
—No lo comprendo —susurré—. No comprendo por qué me habéis traído aquí. ¿Por qué me reveláis esto? No soy un druida.
Puede que no. Con todo, posees dones. Dones poderosos y peligrosos, iguales que los míos. La visión. El poder sanador de la mente, que apenas has empezado a usar. Te veo en peligro; te veo como un eslabón en la cadena, un eslabón del que dependen demasiadas cosas. Tienes que aprender a controlar tus dones, o no se volverán más que una carga.
—¿Controlarlos? Mis visiones llegan sin ser llamadas. No puedo decir si son ciertas o falsas, pasadas o futuras.
Esta vez habló en voz alta, y su voz era vacilante y ronca, como si hiciera mucho que no la usaba.
—Pueden ser rompecabezas, crípticas y a veces inducen a error. Pero a veces son terriblemente claras. Aquí, en este lugar de protección, son más fáciles de controlar. Fuera de la arboleda, las sombras se mueven más cerca. Déjame que te enseñe. ¿Qué es lo que llevas en lo más hondo de tu corazón? ¿Qué querrías ver, por encima de todas las cosas? Mira en el agua. Serena tu mente.
No pude evitar mirar a mi alrededor, para ver si Conor andaba cerca; no había señal alguna de él. Entonces me obligué a quedarme en la más absoluta quietud. Respiré lenta y profundamente, sentí el tiempo y el lugar cambiar a mi alrededor. Vi un pequeño destello de luz, de color en el agua, y una imagen que se volvía cada vez más clara. La imagen ondeaba y cambiaba. Estaba oscuro. Oscuro salvo por una pequeña linterna que ardía bajo el refugio de árboles extraños y frondosos. Había dos hombres, uno durmiendo, envuelto en una manta, el pelo trenzado le caía por la piel de ébano. A lo mejor había intentado quedarse despierto, para hacer compañía a su amigo en la oscuridad, pero el cansancio de la batalla lo había rendido al final. El otro estaba sentado con las piernas cruzadas, llevaba un largo cuchillo en una mano y una piedra en la otra, y afilaba el cuchillo con pasadas deliberadas y constantes; una, dos, tres veces. Sus ojos parecían seguir el movimiento del arma, pero no la veía. De vez en cuando miraba hacia arriba, como esperando que el cielo se iluminara, y entonces, resignado, regresaba a su tarea. La hoja de aquel cuchillo habría atravesado armadura, hombre, todo.
Alargué la mano, a pesar de mí misma, y emití un débil sonido. Y en ese instante, el hombre del agua levantó la vista, y me miró directamente. Su expresión se me clavó en el corazón. Amargura, resentimiento, nostalgia; no sabría decir qué había escrito de forma más descarnada en sus rasgos. Se le abrieron los ojos como platos por la conmoción y lenta, muy lentamente, dejó el cuchillo en el suelo. Levantó la mano, intentando alcanzarme con sus dedos decorados, y yo alargué la mía un poquito más, sólo un poquito más… No toques la superficie del agua.
Pero ya lo había hecho, y las ondas regresaron y la imagen de Bran desapareció. Solté el aire y me recosté hacia atrás, con lágrimas en los ojos.
—Vas a necesitar esto, Liadan. Debes aprender mientras estés aquí. Tienes que aprender deprisa, y practicar. Muy pronto esta caminata hasta aquí arriba será demasiado para ti; durante un tiempo, al menos.
Me lo quedé mirando con la boca abierta: ¿Cómo podía saberlo? ¿Es que nada era secreto?
—Los secretos están a salvo aquí.
—Lo has visto, supongo. Has visto cuanto me ha sido mostrado.
—Desde luego. Y él también te ha visto a ti, no lo dudes. Pero eso no es nada nuevo para él. Tu imagen está delante de sus ojos en cada batalla, en cada reyerta, en cada puñalada sutil, a lo largo de cada noche interminable y oscura. Lo has ligado a ti, con tu valor y tus historias. Ahora es tuyo. Has capturado una criatura salvaje, cuando no tenías sitio para guardarla. No puede escapar a ti, por mucho que desee lo contrario.
—Estás equivocado. Me dijo que no me quería. Me arrojó de sí. Sólo quiero mantenerlo a salvo, iluminar su camino. Nadie más va a hacerlo. —Me incomodaban sus palabras. Me hacían sentir una seductora que poseía a un hombre en contra de su voluntad.
—Sólo dices la verdad. Eres responsable. Has cambiado su camino. Ahora se lo cierras. ¿Vas a negarle a su hijo? —Finbar tenía un aspecto muy serio, pero no me estaba juzgando. Aun así, advertí cierta ira en sus palabras.
—¿Y qué se supone que debo hacer? Ni siquiera sé quién es. Y además, me desprecia. Jamás vendrá a Sieteaguas. Nos culpa… culpa a mi padre y a mi madre de aquello en lo que se ha convertido. ¿Me estás sugiriendo que vaya a buscarlo?
—No sugiero nada. Sólo te muestro lo que puede verse.
—He… he visto a las hadas. A la dama del bosque y al señor de cabellera en llamas. Dijeron… me dijeron que abandonara a este hombre. Querían que les prometiera que me quedaría en el bosque, y que no me casaría. Pero no se lo he prometido.
—Ah.
—No sé qué pensar. También oí otras voces en aquel lugar. Voces más antiguas, y me dijeron… parecían decirme que mis elecciones eran acertadas. Ahora no sé qué hacer.
—No llores, niña.
—No lloro… yo… —Mis sentimientos amenazaban con arrollarme. Anhelaba ver a Bran, y aun así, verlo me había despertado una dolorosa tristeza por lo que no podía ser.
—Una vez tuve la oportunidad de cambiar el curso de los acontecimientos, hace mucho, mucho tiempo —dijo Finbar—. La oportunidad de salvarle a un hombre la vida y darle la libertad, corriendo un alto riesgo. La aproveché, y me alegro de haberlo hecho, aunque no hay manera de saber si mi elección fue certera o estuvo equivocada. Puede que lo que ocurrió después fuera mi castigo, por creer que podía hacer algo diferente. Pues, como ves, no puedo tomar parte en los asuntos mundanos. Estoy fuera, y no pertenezco a un reino ni al otro. No soy más que una vía. —Tras su aspecto de tranquila resignación, su tono de aceptación calmo, sentí una profunda pena—. Sé lo que me gustaría que hicieras. Pero no voy a decírtelo. De momento, veo que llevas una pesada carga para alguien tan pequeño. Déjame, por lo menos, liberarte por un momento. Déjame enseñarte, pues vas a necesitar esta facultad en su momento. Siéntate en silencio. Deja que las cosas que te preocupan desaparezcan.
Sutilmente, las imágenes empezaron a reptar por mis pensamientos: una luna llena, que se alzaba por encima del lago, proyectando un ancho camino de luz sobre las aguas tranquilas. Una alondra describiendo espirales sobre el cielo matutino, su canto un himno a la alegría. La sensación de estar sujeta entre fuertes brazos, cálidos y reconfortantes. Sean y yo corriendo por la orilla del lago, con los corazones desbocados, el pelo enmarañado por el viento mientras reíamos y gritábamos con la emoción de estar vivos, ser jóvenes y libres.
Una colina replantada de robles jóvenes; la luz del sol reflejaba sobre sus hojas y las volvía de oro brillante. El sonido de la risa borboteante de un bebé. Más imágenes, todas maravillosas, todas con algún significado especial que me recordaban todas las cosas buenas de mi vida, las cosas que me hacían alegrarme de formar parte de Sieteaguas y de su familia. Me sentía rebosante de esperanza, de bienestar. La visión se oscureció momentáneamente, y vi un par de ojos grises tan firmes como la roca, ojos en los que se podía confiar. Escuché una voz, y no era la de Finbar, que decía: No tienes que hacer esto sola, ya lo sabes. Después, con tanta dulzura como habían llegado a mí, las imágenes se desvanecieron, mi mente recuperó su estado, y yo abrí los ojos y vi ante mí las aguas tranquilas del estanque y la figura de mi tío, que me miraba con calma desde el otro lado de la superficie reflectante.
Tenía tantas preguntas, que no sabía por dónde empezar.
—Aprenderás a hacerlo como yo. Requiere fuerza de voluntad. Tienes que ser más fuerte que el otro; suficientemente fuerte para doblegar sus pensamientos.
—¿Crees que me pedirán que haga esto? ¿Cuándo?
—Sé que tendrás que hacerlo. Pero no puedo decirte cuándo. Reconocerás la necesidad. Ahora, Liadan, ¿qué vas a hacer con el niño?
El miedo me sobrecogió repentinamente.
—El niño es mío —dije, y mi tono era fiero—. Yo decidiré su futuro. No son las hadas ni los humanos quienes trazarán su destino.
—Eso dices. El niño es tuyo. Y tú quieres también al hombre, lo he visto en tus ojos cuando has intentado alcanzar su imagen. Pero no es un hombre al que pueda domarse, Liadan. No podrás tenerlo en Sieteaguas. Y el niño debe quedarse aquí, por el bien de todos. El niño puede ser la clave de todo. No me extraña que las hadas te lo hayan dicho también. ¿Se te ha pasado por la cabeza que a lo mejor no puedes tenerlos a los dos?
—Seguro que no tiene por qué ser así —dije, y no me gustaba nada hacia dónde estaba llevando aquello.
—Tu hombre lleva la marca del cuervo.
—Es britano. Creo. Juraría que ni una gota de sangre irlandesa fluye por sus venas. No puede ser el de la profecía. No es más que una coincidencia.
—Respondes al instante. —La expresión de Finbar era grave—. Es evidente que has estado pensando en ello. Pero tienes razón. Su rostro está marcado con la imagen del cuervo, suficientemente fiero para mantener alejados a todos salvo a los más decididos. Pero aun así no coincide con las palabras de la profecía. Ni britano ni de Erin, sino de los dos lugares al mismo tiempo. Este hombre no coincide; pero su hijo lo hará.
Negué con un gesto.
—Tranquila, Liadan. Sólo te lo digo para avisarte. El niño lleva la marca de su padre en su sangre y en su comportamiento. No hay manera de escapar a ella. Tu hijo será el hijo del cuervo. Prolongará el linaje de la madre y del padre. Un britano, una mujer de Erin que es, en sí misma, hija de las dos razas. Coincide. Es la hora. En cuanto se sepa quiénes son sus padres; es lo que todos dirán.
Me quedé helada.
—¿Me estás diciendo que será mucho mejor si nadie sabe de quién es hijo?
—No estoy diciendo eso. Es algo horrible para un hijo no saber quién es su padre. Horrible para un padre no conocer jamás a su hijo. Pregúntate por qué elegiste los cuentos que elegiste cuando estabas entre los fianna. No intento influirte, soy más sensato que eso. Tienes que tomar tus propias decisiones, y también este hombre de la máscara del cuervo, que no sabe que es padre. Puede que sigas rompiendo la pauta. Con todo, sería aconsejable tomar medidas para proteger al niño. Se están despertando fuerzas que creíamos desaparecidas hace mucho. Los hay que no quieren que este niño crezca para convertirse en hombre. Aquí, en el bosque, estará seguro.
—¿Cómo sabes tanto?
—No sé nada. Sólo te cuento lo que he visto. Puse ceño.
—Todos habláis —tú, madre, Conor, hasta la misma dama—, todos habláis del mal antiguo. Algo que está regresando, y que hay que combatir. ¿Qué mal? ¿Por qué nadie me lo explica?
Me miró con algo parecido a la pena.
—No te lo han contado, entonces.
—¿El qué? ¿Qué no me han contado?
—No soy yo la persona adecuada para revelártelo. Conor nos hizo prometer que lo mantendríamos en silencio. Puede que lo sepas con el tiempo. Mientras tanto, mantén ardiendo tu vela, niña. Tu hombre está muy lejos. Y rodeado de sombras.
—Soy fuerte —le dije—. Lo bastante fuerte para aferrarme a él y a mi hijo. Los cuidaré a los dos. No voy a abandonarlos. —Mis propias palabras me sorprendieron; no parecían en absoluto las palabras del sentido común; aun así, sabía que eran verdad.
Hubo un breve silencio y después el sonido inesperado de una carcajada apacible.
—¿Cómo he podido dudar de ti? —comentó Finbar, con una sonrisa como la de su hermano, incongruente en un rostro frágil y en sombras—. Eres hija de tu madre.
Después, sin hacer ruido, Conor apareció a mi lado, y me puso una mano tranquilizadora en el hombro.
—Tendríamos que marcharnos —dijo, y no había manera de saber si había oído algo de lo que había pasado entre su hermano y yo—. Tu padre se estará mordiendo las uñas. —Ante nosotros, el estanque estaba quieto como el cristal.
Vete a casa, Liadan. Estaré aquí cuando me necesites. Practica tu arte.
Asentí, nos dimos la vuelta y emprendimos el camino bajo los sauces, el largo paseo a casa. Aproveché la oportunidad, casi cuando llegábamos al lago, y le pregunté a Conor.
—Tío, ¿tú sabes qué ha pasado con el joven druida Ciarán? ¿Regresó a los nemetons?
Hubo un largo silencio, y entonces respondió en voz baja:
—No, Liadan. No regresó.
—¿Dónde ha ido?
Conor suspiró.
—Ha partido en pos de un largo viaje. Eligió un camino de gran peligro para buscar su pasado. Juró que jamás regresaría a la hermandad. Es una gran pérdida. Mucho mayor de lo que él supone.
—Tío… ¿tiene eso algo que ver con la cosa, con el mal del que habla mi madre, una sombra del pasado que ha vuelto?
La boca de Conor se tensó. No respondió.
—¿Por qué no me lo cuentas? —le pregunté, exasperada y algo asustada—. ¿Por qué no me lo cuenta nadie?
—Porque no se puede contar —repuso Conor con gravedad, y volvimos al silencio.
Era oscuro para cuando llegamos al borde del bosque y atravesamos los campos de la casa, en la que habían colocado linternas en la puerta principal, y la gente se afanaba en el patio.
—Estás cansada —comentó Conor mientras subíamos por el camino de grava—. También yo estoy cansado. Pero esta noche no iremos a dormir pronto. Por lo que parece, esperan a los Uí Néill y a tu hermana para este mismo día. ¿Podrás con ello?
—Siempre puedo con todo.
—Eso no ha pasado desapercibido.
Entramos en el salón iluminado. Conor tenía razón. Aguardaban a mi hermana para la hora de la cena, y, en nuestra ausencia, habían llegado otros invitados, y la casa estaba llena de luz, charla y el aroma de la buena comida. Allí estaba Seamus Barbarroja, calentándose el generoso trasero delante de la hoguera, y su joven esposa, que reía flojito mientras él le susurraba algo al oído. Sean y Aisling mano a mano, radiantes de felicidad por estar otra vez juntos. Mi padre, poniéndole morros a Conor. Y Eamonn. Eamonn se puso en pie cuando entramos, con la cara blanca, y los ojos fijos en mí como si hubiera estado esperando aquel momento. Subí corriendo arriba a cambiarme. Jamás había anhelado tanto meterme dentro de la cama directamente a dormir. Habían encendido la hoguera en mi habitación, como si Janis supiera cuándo iba a volver a casa, y había una túnica verde dispuesta sobre la cama. Me quité la ropa vieja y me metí en la nueva. Tenía la barriga un poco más redondeada. No tanto como para notarlo, si no te fijabas. Pronto lo sabría todo el mundo. Me abroché la túnica y me lavé la cara con el agua que habían preparado para mí. Me agaché junto a la hoguera, metí un tronco y esperé hasta que prendiera. La vela se había consumido bastante. Pronto tendría que hacer otra. Encendí la mecha, y las hierbas perfumadas empezaron a rondar por el aire de la noche. Hierbas de amor, hierbas de curación. Aguanta, dondequiera que estés. Aguanta.
De vuelta abajo, no hubo manera de evitar a Eamonn. Antes de que pudiera comenzar una conversación con Aisling, o con la joven esposa de Seamus, lo tenía a mi lado, tomándome del brazo para conducirme a un banco, y me traía una copa de vino.
—Sólo agua, por favor.
—Estás muy pálida —dijo Eamonn mientras me traía otra copa. Se sentó a mi lado, y sus dedos rozaron los míos al ponerme la copa en la mano—. No te estás cuidando, Liadan. ¿Qué ocurre? ¿Por qué no quieres verme?
Inspiré profundamente y espiré igual de profundamente sin decir una palabra.
—Liadan, ¿qué pasa? —Su voz era amable, y sus ojos castaños parecían preocupados.
—Lo siento, Eamonn. Es mejor que no hablemos de esto. Estoy bastante cansada. Ha sido una larga caminata.
Puso ceño.
—Alguien tendría que cuidar mejor de ti.
No tenía respuesta para aquello. En medio de las risas y el alborozo, éramos una isla de silencio.
—No voy a aceptar esto —dijo de repente—. No puedes hacer esto.
—¿Hacer qué? —Que Brighid me ayudase, estaba cansadísima. El roce de su mano me había traído recuerdos, había removido algo que era mejor mantener dormido.
—De… dejarme de lado. —Eamonn estaba enfadado, molesto consigo mismo. Hacía mucho que había controlado el tartamudeo de la infancia—. Merezco más, Liadan. Tengo que hablar contigo a solas, antes de marcharme.
Inspiré. De repente se me llenaron los ojos de lágrimas. ¿Cómo podía decírselo? ¿Cómo iba a hacerlo? Hablé sin pensar.
—Estoy muy cansada. Sólo muy cansada.
Su rostro cambió. Echó un rápido vistazo a nuestro alrededor, para asegurarse de que nadie miraba, y entonces movió la mano con mucha sutileza y me rozó la mejilla con el dedo, para secar la única lágrima que se me había escapado.
—Oh, Liadan.
La intensidad de su expresión me asustó. Me pareció que había una fina línea entre amor y odio, entre pasión y rabia. Me salvó de responder el sonido de cascos fuera, el movimiento de la gente en la puerta. Pero cuando nos levantamos para seguirles, me puso la mano en la espalda, levemente, para protegerme de la multitud. Pronto tendría que decírselo. De algún modo habría que encontrar las palabras.
Cascos de caballos. Antorchas humeantes que ardían en la oscuridad. Un cielo sin estrellas, cargado de nubes. Entraron en el patio de dos en dos, no había señal de cansancio en las espaldas rectas y los orgullosos carruajes de los hombres de los Uí Néill. Uno portaba su estandarte, blanco con un símbolo rojo, una serpiente que se mordía la cola. Entonces llegó el propio Fionn, anchas espaldas y boca apretada, y junto a él mi hermana. Cuánto había anhelado verla, Niamh, que tanto me había atormentado durante mi infancia; Niamh que se enfadaba a muerte conmigo un instante, y al siguiente me confesaba sus más íntimos secretos. Niamh, sonriente y dorada, girando y girando en un haz de luz, con su vestido blanco. ¿No anhelas algo que haga prender y refulgir tu vida tanto que todo el mundo pueda verla? ¿No ansias nunca eso, Liadan? La había echado de menos terriblemente, y no podía esperar a hablar con ella, por largo que hubiera sido el viaje. Así que me adelanté en las escaleras, junto a Liam, que esperaba para recibir a sus invitados, y el caballo de mi hermana se detuvo justo delante de mí. La miré; y supe en ese momento, que le contara lo que le contase, no podría compartir mi secreto. Pues allí estaba yo, con mi vestido verde, radiante por la nueva vida que me había sido concedida; y ella me miró y apartó la vista, y su rostro estaba congelado, sus grandes ojos azules, vacíos y huecos, sus pasiones, esperanzas y sueños locos extinguidos. Fionn dio la vuelta para ofrecerle su mano, y ella desmontó con elegancia. Su capa de montar ribeteada en piel y sus botas de cabritillo aparecían inmaculadas.
Su brillante melena cubierta por un velo níveo y una capucha abrigada. Era una exquisita cascara que había perdido su habitante tras una tormenta repentina; el encantador resto de la criatura había desaparecido para siempre. Di un paso adelante y la rodeé con mis brazos, apretándola fuerte como para negar lo que veía, y ella se estremeció y se apartó de mí.
—Liadan. —Incluso pronunciar mi nombre pareció costarle un gran esfuerzo.
—Oh, Niamh. Oh, Niamh. Qué alegría verte.
Pero no fue ninguna alegría. Ninguna alegría en absoluto. Miré el rostro hermoso e inexpresivo de mi hermana y sentí que me daba un vuelco el corazón por los malos presentimientos.