Capítulo IV

Me hice la valiente, pero por debajo estaba petrificada de horror. Yo, la chica que no quería otra cosa que quedarse en casa y atender su jardín, yo, la chica que no quería otra cosa que intercambiar relatos con su familia después de la cena, y allí estaba instruyendo a dos fieros extraños a rebanar una extremidad a un moribundo y cauterizarle la herida con hierro al rojo. Yo, la hija de Sieteaguas, sola en la guarida del Hombre Pintado y su banda de fieros asesinos; pues me había quedado claro como el día que aquellos tenían que ser los forajidos de los que había hablado Eamonn. Yo, Liadan, haciendo tratos con un hombre que… ¿qué era lo que había dicho Eamonn? ¿Que llevaba a cabo sus misiones sin orgullo ni compromiso? Ahora no estaba tan segura de que aquella descripción fuera precisa. Me parecía que ambas cualidades estaban presentes, aunque a lo mejor no de la manera que Eamonn las había definido. El hombre era específicamente desagradable, de eso no había duda. Pero ¿por qué había accedido a mi propuesta, si me juzgaba tan equivocada?

Sobre esto meditaba mientras le decía a Perro que preparara un brasero justo fuera, y que mantuviera alta la temperatura. Y que preparara la ancha daga; al rojo, si podía ser. Gaviota fue a por las otras cosas que necesitábamos. Concretamente, un pequeño cuenco de agua caliente, y un cuchillo muy afilado de sierra. Serpiente trajo más lámparas y las colocó alrededor del refugio de roca. Mientras tanto yo me senté junto al herrero, Evan, e intenté hablar con él. Perdía y recuperaba la conciencia, a veces decía tonterías con la fiebre, después, repentinamente, regresaba con nosotros, me miraba en una mezcla de esperanza y terror. Intenté explicarle, durante esos breves momentos, qué ocurriría.

—… no puedo salvarte el brazo… para salvarte la vida, hay que cortarlo… Te voy a dormir, en la medida de lo posible, pero probablemente lo sentirás. Será horrible durante un rato… intenta mantener la calma. Confía en mí. Sé qué estoy haciendo… —No había manera de saber si me entendía o me creía. Ni siquiera yo estaba segura de creerme. Fuera, se oían ruidos de actividad tranquila y ordenada. Caballos que eran atendidos. Cubos que chocaban. Armas afilándose. No hablaban mucho.

—Estamos listos —dijo Gaviota.

Había sacado una pequeña esponja del rincón más profundo de mi bolsa, y había pasado un rato a remojo en el pequeño cuenco, no demasiado. Gaviota se sorbió los mocos.

—Me trae muchos recuerdos. Me recuerda a las pociones de mi madre. Son bastante potentes. Moras, beleño, lúpulo, mandrágora. ¿Dónde ha aprendido una chiquilla como tú a hacer pociones como ésa? Tan pronto matan a un hombre como lo curan.

—Por eso necesitamos el vinagre —le dije, mirándolo con curiosidad. ¿Pero es que los hombres sin pasado tenían madre?—. Las hierbas están secas dentro de la esponja. Es muy útil para viajar. Así pues, ¿sabes de estas cosas?

—Hace mucho que he olvidado la mayoría. Es trabajo de mujeres.

—Sería útil volver a aprenderlo. Para hombres que corren tantos riesgos, me parece que tenéis pocos recursos para tratar las heridas.

—No ocurre muy a menudo —repuso Perro—. Somos los mejores. Casi siempre salimos ilesos. Esto, esto ha sido un accidente, lisa y llanamente.

—Culpa suya —coincidió Gaviota—. Además, ya has oído al jefe. Tenemos un modo de tratarlas. No hay pasajeros en este equipo.

Me estremecí.

—¿Lo habéis hecho? ¿Rebanarle la garganta a un hombre antes que intentar salvarlo?

Perro entrecerró sus ojos amarillos.

—Es un mundo distinto. Es imposible que lo entiendas. No hay sitio en el equipo, si te hieren de tanta gravedad como para no poder hacer tu trabajo. No hay sitio fuera del equipo. El jefe tiene razón. Pregunta a cualquiera de nosotros. A todos nosotros. Si nos pusieras en el lugar de Evan, suplicaríamos por el cuchillo.

Pensé en eso mientras obligaba al herrero a tragar unas pocas gotas que sacaba al estrujar la esponja.

—Eso no tiene sentido —dije—. Pero a lo mejor forma parte del código, sea lo que sea. Pero entonces, ¿por qué intentasteis salvarle la vida a este hombre en contra de las órdenes del jefe? ¿Por qué no rematarlo, como él habría hecho?

Parecían reacios a responder. Apreté la esponja y dejé caer un poco más de la mezcla altamente tóxica en la boca de Evan. Sus párpados se cerraron. Al final Gaviota habló en voz baja:

—Verás, esto es distinto. Evan es un herrero, no un luchador. Tiene un oficio. Tiene la oportunidad de una vida fuera, en cuanto ahorre lo suficiente para largarse. Y bien lejos, tiene que ser: Armórica, la Galia, al otro lado del mar. Le espera una mujer en Britania; puede volver, en cuanto reúna suficiente plata para sobornos. Hay precio sobre su cabeza, como sobre todos nosotros. Aun así, abriga esa esperanza.

—Eso no se lo podemos decir al jefe —murmuró Serpiente—. Ya fue bastante difícil suplicar un par de días. Espero que puedas hacer milagros, curanderita. Vas a necesitarlos.

—Me llamo Liadan —dije sin pensar—. Podéis llamarme así, será más fácil para todos. Ahora, mejor que nos pongamos. ¿Quién va a cortar?

Gaviota miró a Perro, y Serpiente miró a Perro, y Perro miró el letal cuchillo dentado.

—Parece que me toca —comentó.

—El tamaño y la fuerza no lo son todo —le advertí—. También se necesita mucho control. El corte debe ser limpio y rápido. Y gritará. La poción es fuerte, pero no tanto.

—Yo lo haré.

Nadie había oído llegar al jefe. Parecía que, por buenos que fueran sus hombres, él era mejor. Confié en que no llevara mucho tiempo escuchando. Sus fríos ojos grises barrieron la zona, y entonces avanzó a grandes zancadas y agarró el cuchillo. Perro parecía aliviado.

—No te escaparás tan fácilmente —le dije—. Eres el más grande, así que sujétalo por los hombros. Mantén las manos bien apartadas de donde el… de donde este hombre está cortando. Vosotros dos, sujetadle fuertemente las piernas. Puede que parezca inconsciente, pero sentirá el dolor y lo que va después. Cuando yo diga, debéis usar toda vuestra fuerza para sujetarlo.

Se pusieron en posición, bien acostumbrados a obedecer órdenes.

—¿Has hecho esto alguna vez? —le pregunté al hombre del cuchillo.

—Esto concretamente no. Pero me vas a instruir, de eso no hay duda. Tomé la rápida decisión de no perder la calma, por arrogante que fuera.

—Te guiaré paso a paso. Cuando empecemos, debes hacer lo que yo te diga directamente. Será más fácil si me das un nombre con el que pueda llamarte. No te voy a llamar Jefe.

—Usa el que quieras —respondió con las cejas arqueadas—. Aquí no tenemos nombres, sólo los que has oído.

—Hay historias de un hombre llamado Bran —le dije—. Significa cuervo. Usaré ese nombre. ¿Está lista la daga caliente? Tienes que cogerla rápido cuando te la pida, Perro.

—Está lista.

—Muy bien. Ahora, Bran, ¿ves ese punto junto al hombro, donde el hueso permanece intacto?

El hombre al que acababa de bautizar con el nombre del legendario viajero asintió, con el rostro tenso en señal de desaprobación.

—Tienes que cortar aquí para rematarlo limpiamente. No dejes que el cuchillo salga de ese punto, pues no hay esperanza de cura si dejamos fragmentos dentro. Concéntrate en tu trabajo. Deja que los demás lo sujeten. Yo cortaré la carne primero con mi pequeño cuchillo… ¿dónde está mi cuchillo?

Gaviota se agachó, se lo sacó de la bota y me lo tendió.

—Gracias. Empezaré ahora.

* * *

Más tarde, me pregunté cómo había sido capaz de mantener el control. Cómo había conseguido mostrarme calmada y capaz cuando mi corazón latía a tres veces su velocidad normal, mi cuerpo se deshacía en sudores fríos y estaba llena de miedo. Miedo al fracaso. Miedo a las consecuencias del fracaso, no sólo para el desventurado Evan, sino también para mí. Nadie había aclarado qué me pasaría si aquello salía mal, pero me lo podía imaginar.

La primera parte no fue tan mal. Corté limpiamente las capas, pelé la piel, hasta el lugar en que alguien había atado una estrecha y fuertemente apretada tira de tela alrededor del brazo, justo debajo del hombro. Pronto tuve las manos rojas hasta las muñecas. Pero hasta entonces, todo bien. El herrero se retorcía y temblaba pero no se despertó.

—Vale —dije—. Ahora te toca cortar, Bran. Justo por aquí. Perro, sujétalo fuerte. Mantenlo quieto. Esto tiene que ser rápido.

Puede que el mejor ayudante, en dichas ocasiones, sea un hombre que no comprende los sentimientos humanos. Un hombre que puede cortar hueso vivo con tanta decisión y precisión como lo haría con una plancha de madera. Un hombre cuyo rostro no deja entrever nada mientras su víctima se sacude repentinamente, forcejeando con los brazos musculosos que lo sujetan, y deja escapar un gemido estremecedor desde lo más hondo de sus tripas.

—Cristo bendito —exclamó Serpiente mientras apoyaba todo el peso de su cuerpo sobre las piernas del herrero para mantenerlo tumbado. El horrible sonido del serrucho proseguía. El corte era tan recto como el que deja el filo de una espada. A mi lado, Perro apoyaba sus enormes antebrazos uno en el brazo izquierdo del paciente, y el otro en la parte superior del pecho.

—Cuidado, Perro —le dije—. Sigue necesitando respirar.

—Creo que se está despertando. —Las manos de Gaviota sujetaban a Evan firmemente por el costado derecho—. Tenemos problemas para sujetarlo. ¿No puedes darle más…?

—No —le dije—. Ya ha tomado tanta como podía. Casi hemos terminado. —El ruido que hizo el último pedazo de hueso fue horrible de verdad, y los restos destrozados de la extremidad cayeron al suelo. Desde el otro lado del jergón, Bran levantó la mirada. Estaba perdido de sangre hasta los codos, y la parte de delante de su camisa estaba manchada de carmesí. No detecté ningún cambio en su expresión. Levantó las cejas en interrogante silencio.

—Trae la daga del fuego. —Que Díancécht me ayudase, pues tenía que hacer aquella parte yo sola. Sabía qué ocurriría y reuní toda mi fuerza de voluntad. Bran se acercó al brasero y regresó con el arma en la mano, el mango envuelto en un trapo, la hoja brillaba como una espada a medio forjar. En sus ojos había otra pregunta.

—No —respondí—. Dámela. Esta parte del trabajo me corresponde a mí. Desata la última venda. Manará sangre. Después da la vuelta y ayuda a Perro a sostenerlo. Gritará. Sujetadlo fuerte. Mantenedlo inmóvil.

Cortamos la venda y salió un chorro de sangre, pero menos del que esperaba. Eso no era buena señal, pues podría significar que la carne estaba gangrenosa. Sin decir una palabra me desplacé al otro lado y Bran tomó mi puesto, listo para agarrar al herrero en cuanto se moviera.

—Ahora —dije, y hundí el arma candente en la herida abierta. Se oyó un chisporroteo desagradable, y el vomitivo olor de la carne asada. El herrero gritó. Fue un grito espeluznante, como el de una banshee, el tipo de grito que te acosa una y otra vez en tus sueños durante años. Empezaron las convulsiones de la agonía, el pecho se le levantaba, las extremidades se sacudían, la cabeza y los hombros se mantuvieron quietos sólo por los esfuerzos conjuntos de Perro y Bran, que lo obligaron a tumbarse con músculos abultados. El grande y feo Perro estaba blanco como un espectro.

—Cristo bendito —murmuró Serpiente.

—Lo siento, pero aún no he terminado —dije tragándome las lágrimas, y volví a cauterizar la herida, moviendo la daga con firmeza para sellar toda la zona. Me obligué a mantenerla lo suficiente mientras otro grito espantoso inundaba el espacio del pequeño refugio. Por fin aparté el hierro y me quedé allí mirando hasta que la voz del herrero acabó en un sollozo entrecortado. Los cuatro hombres soltaron al paciente y se pusieron en pie poco a poco. Yo no parecía capaz de moverme. Después de un rato, Gaviota me quitó la daga de las manos y salió fuera, y Perro empezó a recoger cosas del suelo rápidamente y a meterlas en el cubo. Serpiente cogió el vaso de vinagre y, a mi señal, sumergió la esponja y administró unas cuantas gotas entre los labios hinchados de Evan.

—No voy a preguntar dónde has aprendido a hacer esto —comentó Bran—. ¿Estás contenta de haberle hecho pasar por este tormento? ¿Sigues pensando que tienes razón?

Levanté la mirada. Sus rasgos severos con el extraño dibujo a mitad se emborronaron, las marcas de plumas se movían y retorcían a la luz de la vela. De repente caí en la cuenta de lo cansada que estaba.

—Sigo opinando lo mismo —repuse débilmente—. Me has dado poco tiempo. Pero sé que tengo razón.

—Puede que no estés tan segura, cuando hayas pasado seis días en este campamento —comentó en tono ominoso—. Cuando hayas visto algo más del mundo real, aprenderás que todo el mundo es prescindible. No hay excepciones, sea un hábil herrero, un luchador experimentado o una curandera. Sufres y mueres, y pronto se te olvida. La vida sigue, pase lo que pase.

Tragué saliva. Los muros de roca se movían a mi alrededor.

—Habrá gente buscándome —susurré—. Mi tío, mi hermano, mi… estarán buscándome, y tienen recursos.

—No te van a encontrar. —Su tono no dejaba lugar a dudas.

—¿Y la escolta que viajaba conmigo? —Me aferraba a una última esperanza, pues sospechaba que estaban todos muertos—. No deben andar lejos. Alguien debió de ver qué pasaba, alguien nos seguirá… —Se me apagó la voz, estiré un brazo para recuperar el equilibrio mientras mi visión se llenaba de estrellas—. Perdón —murmuré estúpidamente, como si me excusara ante compañía educada. De repente alguien me agarró muy fuerte y fui enviada de un empujón más bien poco ceremonioso al taburete de madera.

—Serpiente, deja eso de momento. Aún respira, aguantará. Búscale a la chica ropa limpia, si encuentras algo lo suficientemente pequeño. Una manta, agua para lavarse. Ve a la hoguera, come tú algo y trae también cena para ella. Ya en su mejor momento es pequeña; se nos va a quedar en nada si la matamos de hambre. —Se volvió hacia mí—. Primera regla de combate. Sólo los más experimentados en la batalla pueden funcionar bien con poca comida y aún menos sueño. Eso lo da sólo la mucha práctica. Si quieres hacer bien tu trabajo, prepárate bien para ello.

Estaba demasiado cansada para discutir.

—Esta noche tendrás dos guardias. Uno fuera y otro que lo vigilará mientras tú duermes. Que no te vuelvan complaciente. Tú has elegido tu tarea, y estarás sola a partir de mañana.

Por fin se marchaba. Cerré los ojos, desvaneciéndome del cansancio en el lugar que estaba. El herrero estaba tranquilo, por el momento.

—Ah, y una cosa más. —Abrí los ojos de par en par—. Esto te habrá reportado cierto… respeto. Entre los hombres. Asegúrate de que no evoluciona a nada más. Cualquiera que rompa el código, se enfrentará al más severo de los castigos. Ya tienes bastante sobre tu conciencia para añadir más.

—¿Qué sabrá un hombre como tú de conciencia? —murmuré mientras giraba sobre sus talones y se marchaba. Si me oyó, no dio señales de haberlo hecho.

Fue una época extraña. Hay historias de hombres y mujeres que las hadas se llevan a la luz de la luna en medio de los bosques, que viajan a su mundo y viven una vida tan distinta que, a su vuelta, apenas distinguen entre los sueños y la realidad. El Hombre Pintado y sus variopintos seguidores se parecían tan poco a los seres visionarios del mundo de las hadas como era concebible, pero aun así, me sentía arrancada por completo de mi vida normal; y aunque cueste creerlo, mientras moré en el campamento oculto, no pasé demasiado tiempo pensando en mi hogar, o en mis padres, o incluso en cómo le iría a mi hermana Niamh, sola y compartiendo cama con un extraño. Había momentos en que me paralizaba el miedo, al recordar las historias de Eamonn. Reconocía que mi situación era, desde luego, peligrosa. Los guardias que Liam había enviado conmigo casi con total seguridad habían sido despachados con una eficacia implacable. Así era como aquellos hombres actuaban. En cuanto al código, podía protegerme y podía no hacerlo. Al final, mi supervivencia dependería probablemente de si el herrero vivía o moría. Pero mi padre me había dicho una vez que el miedo no gana batallas. Me arremangué y me dije que no tenía tiempo que perder. La vida de un hombre estaba en juego. Además, tenía algo que demostrar, y estaba decidida a hacerlo.

Aquella primera noche y durante el primer día, me vigilaron de tan cerca que era como tener una sombra enorme y bien armada un paso por detrás. Incluso tuve que recordarles que las mujeres tienen ciertas necesidades corporales que se satisfacen mejor en privado. Después llegamos a un acuerdo: podía alejarme de su vista un instante, siempre y cuando no tardara mucho y regresara directamente donde Perro, Gaviota o Serpiente esperaban, arma en mano. Nadie tuvo que señalar lo absurdo que sería intentar escapar. Me traían comida y agua, y un cubo para lavarme. Vestida con la camisa vieja de alguien, que me venía por debajo de las rodillas, y una especie de túnica muy ancha con bolsillos útiles aquí y allí, me recogí el pelo con trenzas apretadas, para apartármelo de la cara, y me puse manos a la obra. Dosifiqué cuidadosamente el brebaje contra el dolor; quemaba mezclas de hierbas en el brasero, para facilitar que los humores malignos abandonasen el cuerpo. Vendajes para la horrible quemadura. Compresas para la frente. La mayor parte del tiempo me limitaba a quedarme sentada en el jergón, cogiendo la mano de Evan, hablándole en voz baja o cantándole cancioncillas, como si fuera un niño con fiebre.

La segunda noche me permitieron acercarme a la hoguera donde se cocía la comida. Perro me condujo por el campamento, donde había refugios temporales dispersos aquí y allí entre árboles y arbustos, hasta que llegamos a un claro en el que ardía una hoguera caliente y sin humo entre unas piedras. Alrededor de ella había una serie de hombres sentados, agachados y reclinados, engullendo su comida de unas pequeñas vasijas que la mayoría de los viajeros llevan en sus macutos. Olía a estofado de conejo. Tenía suficiente hambre para no ponerme melindrosa, y acepté un cuenco que me colocaron en las manos. Todo estaba tranquilo, sólo el canto nocturno de los grillos y el leve murmullo de un pájaro interrumpían el silencio nocturno.

—Aquí —dijo Perro. Me tendió una cucharita de hueso. No estaba excesivamente limpia. Muchos ojos se volvieron hacia mí en la semioscuridad.

—Gracias —respondí, pues caí en la cuenta de que me había sido concedido un raro privilegio. Los demás comían con las manos o con un pedazo de pan duro. No había risas ni chismes. Incluso cuando sirvieron la cerveza y corrieron las tazas, apenas se oyó un ruido. Terminé mi comida y decliné repetir. Alguien me ofreció una taza de cerveza y la acepté.

—Has hecho un buen trabajo —comentó alguno sin más.

—Muy bien hecho —coincidió otro—. No es fácil. He visto antes hacerlo mal. Un hombre se desangra más rápido que… lo que quiero decir es que se trata de una tarea que hay que hacer bien.

—Gracias —repuse con seriedad. Levanté la mirada hacia el círculo de rostros, desde donde yo estaba sentada junto al fuego. Todos ellos se mantenían a una distancia de tres, cuatro pasos lejos de mí. Me pregunté si también aquello lo indicaría el código. Constituían un grupo surtido, su estrafalaria y políglota habla indicaba gran multitud de orígenes, y mucho tiempo pasado juntos. De todos ellos, pensé, no más de dos o tres eran originarios de Erin—. Tuve ayuda —añadí—. No habría podido llevar a cabo esa tarea sola.

Un hombre muy alto me estudiaba atentamente, y entre sus cejas apareció una arruga.

—Aun así —afirmó al cabo de un rato—, no se habría hecho de no ser por ti. ¿No es así?

Eché un vistazo rápido a mi alrededor, pues no quería que nadie tuviera problemas por mi culpa.

—A lo mejor —dije quitándole importancia.

—Ahora tiene una oportunidad, ¿no? —preguntó el hombre muy alto, inclinándose hacia delante, momento en que unos brazos largos y huesudos se plegaron sobre rodillas igualmente pronunciadas. Hubo un silencio expectante.

—Una oportunidad, sí —respondí con cautela—. No más. Haré lo que pueda por él.

Hubo unos cuantos asentimientos. Entonces alguien emitió un ruidito sutil, entre un susurro y un silbido, y de repente estaban todos mirando a cualquier parte menos a mí.

—Aquí tienes, Jefe. —Se pasaron un cuenco, lleno hasta arriba.

—Aquí está todo en silencio —comenté al cabo de un rato—. ¿Es que no cantáis canciones, ni contáis cuentos después de la cena?

Alguien emitió un bufido, que suprimió instantáneamente.

—¿Cuentos? —Perro estaba perplejo, se rascaba la parte calva de su cabeza—. No sabemos ningún cuento.

—¿Quieres decir de gigantes, monstruos y sirenas? —preguntó el tipo alto y lánguido. Me pareció verle despertar una chispa en la mirada.

—Esos y otros —contesté animosa—. También hay cuentos de héroes, de grandes batallas y de viajes a tierras lejanas y sorprendentes. Muchos cuentos.

—¿Tú sabes esos cuentos? —preguntó el alto.

—Cierra el pico, Araña —susurró alguien.

—Suficientes para contar uno distinto cada noche del año, y aún me quedarían —dije—. ¿Queréis que os cuente uno?

Hubo un largo silencio, durante el que los hombres intercambiaron miradas y arrastraron los pies por el suelo.

—Estás aquí para hacer un trabajo, no para entretenernos. —No hacía falta que mirara para saber quién había hablado—. Estos hombres no son niños. —Interesante; cuando aquel hombre se dirigía a mí, usaba irlandés, fluido y sin acento.

—¿Es que contar un cuento va contra el código? —pregunté en voz baja.

—¿Qué hay de ese tal Bran? —intervino Gaviota no sin echarle muchos redaños—. Me apuesto a que hay más de una historia sobre él. Me gustaría oír una de ésas.

—Esa es una historia larguísima, que hay que contar durante muchas noches —dije—. No estaré aquí suficiente tiempo para terminarla. Pero hay muchas otras.

—Venga, Jefe —insistió Gaviota—. Tampoco nos hará ningún daño.

—¿Por qué no empiezo —dije—, y si consideras que mis palabras son peligrosas, puedes pararme cuando quieras? Parece justo.

—¿Ah, sí?

Bueno, no había dicho que no, y había un ambiente de expectación queda entre la extraña banda reunida junto al fuego. Así que empecé.

—Para una banda de luchadores como vosotros —dije—, ¿qué mejor que un relato sobre el mejor de todos los guerreros, Cú Chulainn, campeón del Ulster? También su historia es larga y entretejida de muchos relatos. Pero os voy a contar el modo en que adquirió sus habilidades, y las afiló hasta el punto que nadie podía vencerlo en el campo, aunque fuera el mejor héroe de la tribu. Este Cú Chulainn, como os podréis imaginar, no era ningún hombre corriente. Había rumores, y puede que hasta algo de verdad en ellos. Rumores que indicaban que era el hijo de Lugh, el dios del Sol, y una mujer mortal. Nadie parecía seguro, pero una cosa sí estaba clara: cuando Cú Chulainn iniciaba una batalla se transformaba por completo. Lo llamaban riastradh, el frenesí de la batalla. Su cuerpo entero se sacudía y entraba en calor, su rostro se tornaba rojo como el fuego, su corazón latía como un gran tambor en su pecho, se le erizaba el pelo y de él le salían chispas. Era como si su padre, el dios del Sol, lo inspirara realmente en dichos momentos, pues para sus enemigos se aparecía como una luz fiera y terrible que se aproximaba, espada en mano. Y tras ganar la batalla, decían que hacían falta tres barriles de agua helada para calmarlo. Cuando lo metían en el primero, se partían los aros y explotaba. El agua del segundo hervía; el tercero despedía y despedía vapor hasta que el calor lo abandonaba, y Cú Chulainn recuperaba su forma original.

»Ahora bien, este gran guerrero tenía unas dotes excepcionales, incluso de niño. Saltaba como un salmón y nadaba como una nutria. Corría más rápido que los ciervos y veía en la oscuridad como un gato. Pero llegó una época en que decidió mejorar sus artes, con el objetivo de ganar los favores de una hermosa dama llamada Emer. Cuando pidió a su padre la mano de Emer, el anciano sugirió que aún no se había probado como guerrero y que tendría que buscar adiestramiento entre los mejores. En cuanto a la dama, se había enamorado al instante, porque ¿quién puede resistirse a un espécimen tan extraordinario de hombría? Pero era una buena chica, y obedeció los deseos de su padre. Así que Cú Chulainn preguntó y preguntó, y al final averiguó que el mejor maestro de las artes de la guerra era una mujer, Scáthach, una extraña criatura que moraba en una pequeña isla de la costa de Alba.

—¿Una mujer? —repitió alguien con desdén—. ¿Y eso cómo puede ser?

—Bueno, tampoco ésta era una mujer corriente, como muy pronto descubrió nuestro héroe. Cuando llegó a la fiera orilla de Alba, y miró al otro lado, a través de las aguas embravecidas, hacia la isla donde vivía con sus mujeres guerreras, comprendió que tendría dificultades incluso para poner los pies en tierra. La única manera de cruzar era un altísimo y estrecho puente, lo suficientemente ancho para que pasara un solo hombre. Y en el momento en que puso el pie sobre el puente, éste empezó a sacudirse, doblarse y rebotar, a lo largo de toda su más que considerable distancia, de modo que cualquiera lo bastante insensato para aventurarse, saldría despedido hacia las rocas afiladas como cuchillos, o hacia el hervidero de olas.

—¿Por qué no fue en barco? —preguntó Araña con expresión perpleja.

—¿Pero es que no has escuchado a Liadan? —respondió, burlón, Gaviota—. Aguas embravecidas, hervidero de olas… Me apuesto lo que sea a que ningún barco habría podido hacerse a la mar.

—Desde luego que no —contesté sonriendo a Gaviota—. Muchos lo habían intentado, y todos ellos habían perecido, engullidos por el mar o las criaturas de largos colmillos que moraban debajo. Bueno, ¿qué tenía que hacer Cú Chulainn? No era el tipo de hombre que abandona, y quería a Emer de modo tal que le inundaba cada resquicio de su corazón. Calculó la distancia del puente con ojo certero, y entonces tomó aire, y volvió a expulsarlo, inspiró una vez más y llegó la riastradh hasta que su corazón amenazó con explotarle en el pecho, y cada vena de su cuerpo se hinchó hasta sobresalir como una cuerda de cáñamo apretada. Entonces Cú Chulainn cobró ánimo y dio un salto prodigioso, como el de un salmón al salvar una cascada, y aterrizó como si nada sobre el tobillo izquierdo. El puente se balanceó y se dio la vuelta, para intentar tirarlo, pero fue tan rápido al dar el siguiente salto, y fue el salto tan inmenso de nuevo, que cuando el pie tocó el suelo estaba ya en la orilla de la isla de Scáthach.

»Desde las murallas de la morada de Scáthach, que era una torre fortificada de granito sólido, la mujer guerrera observaba con su hija.

»—Parece un tipo adecuado —murmuró—. Ya conoce unas cuantas técnicas. Yo podría enseñarle bien.

»—No me importaría a mí tampoco enseñarle algunas cosillas —repuso la hija, que tenía en mente algo bien distinto.

Todos estallaron en carcajadas. Podrían no estar acostumbrados a las historias, pero parecían saber disfrutar una. En cuanto a mí, empezaba a entrar en calor, y me pregunté, por un instante, qué diría Niamh si me viera en aquel momento. Retomé el relato.

»—Bien, pues —respondió la madre— si lo quieres, ahí lo tienes. Tienes tres días para enseñarle las artes del amor. Después será mío.

»Así que fue la hija de Scáthach quien dio la bienvenida al héroe. Y menuda bienvenida, de modo que a los tres días poco había de las necesidades de una mujer y cómo complacerlas que no supiera. Qué afortunada, Emer. Después llegó el turno de la madre, y cuando comenzaron las lecciones, Cú Chulainn pronto aprendió que Scáthach era, sin lugar a dudas, la mejor de las maestras. Lo entrenó durante un año y un día, y de ella aprendió su salto en la batalla, con el que podía superar la parábola de una lanza arrojada por su adversario. Aprendió a afeitar a un hombre con estocadas rápidas, una habilidad poco práctica, sin duda, pero que desde luego aterrorizaría a un enemigo.

Perro se pasó nervioso una mano por la parte pelada de su cabeza.

—Cú Chulainn podía cortar la hierba bajo los pies de su enemigo, su espada se movía con tanta rapidez que era imposible verla. Saltaba sin problemas sobre el escudo de su adversario. Aprendió a maniobrar un carro con cuchillos en las ruedas, de modo que sus oponentes no podían saber lo que los había herido, hasta que yacían moribundos en el campo de batalla. También aprendió el arte de los malabares, que tan bien le salía con cuchillos y antorchas en llamas como con pelotitas. Mientras estuvo en la isla Cú Chulainn yació con una mujer guerrera, Aoife, que le dio un hijo, Conlai, y eso dio inicio a otra historia, una muy triste. Pero en lo que respecta a Cú Chulainn, regresó a casa, tras un año y un día, y volvió a pedir la mano de la encantadora Emer.

—¿Y? —preguntó Gaviota con impaciencia cuando me detuve. Era tarde. La hoguera había ido perdiendo fuerza, una red estrellada se había extendido por el cielo oscuro. La luna era menguante.

—Bueno, el padre de Emer, Fogall, no esperaba volver a ver al joven. Confiaba en que Scáthach lo remataría si no lo hacían el puente o el mar. Así que Cú Chulainn encontró resistencia armada. Pero no había estudiado con la mejor del mundo para nada. Con su pequeña banda de guerreros, todos ellos cuidadosamente escogidos, venció a las fuerzas de Fogall sin apenas esfuerzo. Al propio Fogall lo persiguió hasta el borde de los acantilados, y allí lucharon con fiereza hombre contra hombre. Pronto Fogall, completamente superado, encontró su muerte en las rocas de abajo. Entonces Cú Chulainn tomó a la bella Emer por esposa, y ambos fueron muy felices.

—Seguro que le enseñó un par de cositas —comentó alguien por lo bajini.

—Basta. —Bran apareció a mis espaldas y ordenó silencio—. El cuento ha terminado. Los que están de guardia, a sus puestos. El resto a dormir. No esperéis un bis.

Se marcharon sin decir una palabra. Me pregunté qué se sentiría, al tenerle tanto miedo a un hombre que jamás se cuestionaban sus órdenes. Poca satisfacción podía haber en aquella existencia.

—Tú, vuelve al trabajo.

Me llevó un momento darme cuenta de que Bran hablaba conmigo.

—¿Qué es lo que tengo que contestar? ¿Sí, Jefe? —Me puse en pie. Perro estaba junto a mí, una sombra constante.

—¿Qué tal si cierras el pico y haces lo que se te dice? Sería mucho más fácil para todos.

Le lancé una mirada de desagrado.

—No respondo ante ti —le dije—. Haré el trabajo que he venido a hacer. Eso es todo. No vas a darme órdenes como al resto de tus hombres. Si eligen seguirte como esclavos aterrorizados, eso es asunto suyo. Pero yo no puedo trabajar si tengo miedo y me están siempre mandando. Y tú mismo lo has dicho, prepárate bien para hacer tu trabajo como es debido. Algo así.

No respondió durante un rato. Había dicho algo que claramente le había tocado la fibra, pero aquel extraño rostro, mitad verano y mitad invierno, apenas movió un músculo.

—También ayudaría que usaras mi nombre —añadí muy seria—. Me llamo Liadan.

—Esos cuentos —repuso Bran como ausente, como si tuviera la mente en otra cosa distinta—. Son peligrosos. Hacen a los hombres soñar en lo que no pueden tener. En lo que jamás podrán tener. Provocan que los hombres se cuestionen quiénes son, y a qué aspiran. Para mis hombres no puede haber tales cuentos.

Por un momento, me quedé sin habla.

—Oh, venga, Jefe —protestó Perro con escaso tino—. ¿Y qué pasa con Cú Chulainn y su hijo Conlai? Una historia muy triste, eso es lo que ha dicho. ¿Y qué pasa con las sirenas, los monstruos y los gigantes?

—Hablas como un niño. —Su tono era de desprecio—. Esto es una tropa de hombres endurecidos, sin tiempo para triviales tonterías.

—A lo mejor deberías encontrar ese tiempo —repuse, decidida a expresar mi opinión—. Si lo que quieres es una victoria, ¿qué mejor modo de inspirar a tus hombres que con un relato de héroes, alguna historia de una batalla vencida contra todo pronóstico, ganada con astucia y coraje? Si tus hombres están cansados o alicaídos, ¿qué mejor para alegrarlos que un cuento tonto, como, pongamos, la historia del tonto Iubdan y el plato de gachas, o la del granjero que obtuvo tres deseos y los desperdició todos? ¿Qué mejor manera de darles esperanza que con una historia de amor?

—Corres un riesgo hablando de amor. ¿Eres inocente o estúpida al no darte cuenta del efecto que dichas palabras pueden tener, hallándote en compañía de hombres? ¿O es eso lo que quieres? Podrías escoger los que quisieras. Uno cada noche. O dos, a lo mejor.

Sentí que me ponía pálida.

—Demuestras el hombre que eres cuando me insultas de ese modo —respondí con mucha calma.

—¿Y qué tipo de hombre es ése?

—Un hombre sin sentido del bien y del mal. Un hombre que no sabe reír y gobierna mediante el miedo. Un… un hombre sin respeto hacia las mujeres. Los hay que se vengarían de ti, si supieran que me has hablado así.

Hubo un momento de silencio.

—¿Y en qué basas ese juicio? —acabó preguntando—. No has pasado más que un instante en mi compañía. Y ya me crees una especie de monstruo. Desde luego eres rápida valorando el carácter de un hombre.

—Y tú en juzgar a una mujer —espeté al instante.

—No necesito conocerte para reconocer lo que eres —respondió cargado de furia—. Las de tu especie sois todas iguales. Atrapáis a un hombre en sus redes, lo arrastráis, lo priváis de su voluntad y su juicio. Ocurre tan sutilmente que está perdido antes de reconocer el peligro. Después, les ocurre a otros, y el patrón de oscuridad se extiende y extiende, de modo que ni los inocentes encuentran escapatoria. —Se detuvo al instante, claramente arrepentido de sus palabras—. Tú —le dijo a Perro, que se había quedado escuchando con la boca abierta—. Devuélvela a su puesto, y después vete a la cama. Gaviota montará guardia esta noche.

—Puedo hacerlo yo, Jefe. Estoy bien para otro turno…

—Gaviota montará guardia.

—Sí, Jefe.

* * *

Eso fue el segundo día. El herrero, Evan, aguantó, aunque no me gustaba nada el modo en que temblaba y se estremecía, o el calor de su frente que no podía ser aliviado, por mucho que lo intentara, por mucho que le pasara una esponja con agua fría en la que había puesto a macerar endibia y cincoenrama. Había cierta competición entre mis ayudantes. Todos se mostraban ansiosos por ayudar con las tareas de enfermería, y aunque carecían de habilidad, agradecí su fuerza para levantar y mover al paciente.

Los hombres de Bran parecían siempre ocupados, se entrenaban constantemente, atendían a los caballos y sus arreos, limpiaban y afilaban las armas. Eamonn se había equivocado en una cosa. Usaban armamento convencional: espadas, lanzas, arcos y dagas, así como un amplio abanico de artilugios cuyos nombres y funciones no tenía ningún deseo de aprender. El campamento se autoabastecía y estaba muy organizado. Me quedé sorprendidísima, a la tercera mañana, al encontrar mi túnica y mis enaguas dobladas a la perfección en las rocas junto a mi refugio, lavadas, secas y casi como nuevas. Había, evidentemente, al menos un cocinero capaz, y cazadores de sobra para abastecerse de carne fresca para llenar la olla. No pregunté de dónde salían los nabos y las zanahorias.

Era poco tiempo. Seis días hasta que se desplazaran. El herrero sufría, y necesitaba hierbas soporíferas para mitigar el dolor. Aun así, si tenía que estar listo para seguir sin mí, tendría que saber la verdad. Había veces en que miraba hacia abajo a lo que quedaba donde una vez su fuerte brazo se había unido al poderoso hombro. Pero sus ojos enfebrecidos no parecían entender, ni cuando le contaba qué había ocurrido, ni cuando le explicaba cómo serían las cosas a partir de ahora.

Atravesé el campamento al tercer día con Serpiente a mi lado. Mis ropas prestadas ya necesitaban un lavado, pues ahora también estaban manchadas con la sangre de mi paciente, y aquí y allí, con las pociones que no podía mantener en el estómago.

Cuando llegamos a la orilla del arroyo, encontramos al alto, Araña, y a otro que llamaban Nutria, practicando lucha libre en la hierba. Nutria ganaba, pues en dicha práctica la altura poca ventaja da si tu oponente es rápido y listo. Se oyó un tremendo chapuzón, y allí estaba Araña tirado en el agua con cara de cabreo. Nutria se limpió las manos en los pantalones de cuero. Llevaba el pecho descubierto, y su tatuaje era un complejo dibujo de eslabones que formaban un círculo retorcido.

—Buenos días, Serpiente. Buenos días, señora. Venga, zopenco. Levántate. Anda que no te hace falta práctica. —Nutria tendió un brazo y tiró del avergonzado Araña.

—Merluzos —comentó Serpiente divertido—. Que el jefe no os pille haciendo el burro.

Desenrollé el hatillo y empecé a frotar la tela manchada sobre las piedras suaves de la orilla.

—Mejor que regreséis al campamento, o dondequiera que tengáis que estar —prosiguió Serpiente—. Al jefe no le va a gustar veros aquí hablando con la dama.

—Claro, para ti es muy fácil —murmuró Araña, claramente molesto porque lo viéramos de ese modo, empapado de agua y derrotado—. ¿Cómo has conseguido turno de guardia permanente, eh?

—Eso no es asunto tuyo.

—¿Por qué le tenéis todos tanto miedo? —pregunté y detuve mi tarea para quedármelos mirando. Era una lástima que no hubiera saponaria por allí cerca. Tendría que preguntarles cómo habían dejado tan limpia mi túnica.

—¿Miedo? —preguntó Araña, perplejo.

Serpiente puso ceño.

—Lo has entendido mal —dijo—. Al jefe le respetamos, no le tenemos miedo.

—¿Qué? —Me apoyé sobre los talones, pasmada—. ¿Cuando todos os quedáis callados y siempre tiene la última palabra? ¿Cuando amenaza con castigaros duramente si transgredís un código que sin duda él mismo ha inventado? ¿Cuando estáis ligados a él en una hermandad de la que parece que jamás podréis escapar? ¿Qué es eso, sino un gobierno del terror?

—Chsss —susurró Serpiente alarmado—. Baja la voz.

—¿Lo veis? —desafié, pero esta vez en voz más baja—. Ni siquiera os atrevéis a hablar de estas cosas abiertamente, no vaya a oíros y castigaros.

—Eso es verdad —repuso Araña al tiempo que situaba su desgarbado cuerpo en las rocas que había a mi lado, aunque a los tres o cuatro pasos de rigor—. Sabe poner normas, y hacerlas cumplir. Pero es justo. El código está para protegernos. A unos de otros. De nosotros mismos. Todo el mundo entiende eso. Si lo rompemos, ésa ha sido nuestra elección, y asumimos las consecuencias.

—¿Pero qué os mantiene aquí, si no es el miedo? —pregunté perpleja—. ¿Qué tipo de vida es ésta? ¿Matar por dinero, sin posibilidad de salir nunca al mundo real, sin poder… sin poder amar, ver crecer a tus hijos, observar un árbol que has plantado crecer y dar sombra a tu granja, o luchar en una batalla en la que estáis del lado bueno? Esto no es vida.

—No creo que lo entiendas —comentó Serpiente con timidez.

—Inténtalo —contesté.

—Sin el jefe —era Nutria el que habló—, no seríamos nada. Nada. Estaríamos muertos, en prisión o en peor situación. Escoria de la tierra, todos y cada uno de nosotros. No puedes decir que ésta no es vida. Él nos ha dado una vida.

—Nutria tiene razón —dijo Serpiente—. Pregúntale a Perro. Dile que te cuente su historia, que te enseñe las cicatrices de sus manos.

—Somos los hombres que no le sirven a nadie —añadió Araña—. El jefe nos ha hecho útiles; nos ha dado un lugar y un objetivo.

—¿Y Gaviota? —prosiguió Serpiente—. Gaviota viene de muy lejos, vaya que sí, de algún sitio lejísimos, caliente como el infierno y todo cubierto de arena. Una tierra de gente negra, como él. Bueno, alguien se las hizo pasar canutas. Vio a su gente morir delante de sus ojos. A su esposa, a sus hijos, a sus padres. Lo único que quería era morirse. El jefe lo sacó, habló con él. Un trabajo difícil. Ahora Gaviota es el mejor que tenemos; aparte del jefe, claro.

Había olvidado mi colada por completo y corría peligro de que se la llevara la corriente. Serpiente alargó un brazo para cogerla, me la puso en las manos y se retiró sus tres o cuatro pasos.

—Todos los hombres tienen aquí una historia —comentó Nutria—. Pero intentamos olvidarla. Ni pasado, ni futuro, sólo hoy. Es más fácil. Nos han desterrado a todos. Ninguno puede volver; salvo quizás el herrero. Esta es nuestra existencia, aquí en estos bosques, o por ahí fuera en algún trabajo, donde sabemos que somos los mejores en lo que hacemos. Es nuestra identidad: la banda del Hombre Pintado. Pide buenos honorarios, y reparte los beneficios. Por mi parte, prefiero trabajar para él aquí que en uniforme en el ejército privado de algún señoritingo con ínfulas.

—¿Quién te querría a ti? —se desternilló Serpiente—. Te sabes demasiadas jugarretas. Te meterías en problemas antes de que te dieran la primera orden.

—Obedezco sus órdenes todos los días —repuso Nutria, completamente en serio—. El jefe salvó mi vida. Pero la vida no vale nada. Le debo algo mucho más valioso. El respeto a mí mismo.

—Pero… —Yo estaba totalmente confundida. Empecé a escurrir la ropa—. Pero… no lo entiendo. ¿Es que no veis que lo que hacéis es… monstruoso? ¿Malvado? Matáis sin escrúpulos, por dinero. ¿Cómo podéis llamarlo una profesión, como si no hubiera diferencia con… con criar cerdos, o construir barcos?

—Los cerdos se crían para comérselos —intervino Nutria—. No veo mucha diferencia.

—¡Oh! —Era como discutir con un muro de piedra—. Pero estamos hablando de hombres, no de animales que echamos a la olla. ¿Es que no os preocupa no tener otra vida que la propia del asesino? Matar donde y como vuestro jefe indica, para el mejor postor. Un día recibís órdenes de un britano, al siguiente del señor de Connacht o de un jefe picto. No tiene sentido.

—No podemos inclinarnos por un bando o por otro —respondió Araña, aparentemente sorprendido—. No de manera permanente, es de comprender. Somos de cualquier sitio. Sajones, pictos, del sur, y algunos como Gaviota de lugares que no se pueden ni pronunciar. Un cajón de sastre, eso somos nosotros.

—Pero eso no significa que… ¡oh! —desistí frustrada.

—¿Y Cú Chulainn? —preguntó Serpiente. Eso no me lo esperaba—. Se cargó al padre de su dama. Me pregunto qué le parecería a ella. Sus hombres acabaron con el ejército de su padre. ¿Y para qué? Para obtener una mujer, para satisfacer su lujuria. Para poder demostrar que era el más fuerte. ¿Qué diferencia hay entre eso y matar por dinero? A mí no me parecen tan distintos.

Por el momento, me había quedado sin preguntas. Además, era hora de volver. Perro no podía quedarse a cargo del herrero demasiado tiempo, dadas sus limitadas facultades como enfermero.

Pero cuando llegamos al refugio la voz queda que oí no era la de Perro. Le indiqué a Serpiente que no hiciera ruido.

—… un hombre, no hace falta que sepas su nombre… desde Lundenwic, en Wessex, hasta la Galia… puede conseguirte pasaje en… no, eso ni lo menciones, ya está arreglado…

—Jefe. —La respuesta de Evan era débil, pero sonaba como si entendiera. Así que estaba despierto, y su mente volvía a estar clara. De momento. Serpiente se había retirado hacia la orilla y se había buscado a saber qué ocupación. Yo esperé, justo fuera del campo de visión, mi curiosidad estaba sacando lo mejor de mí.

—¿Qué te contuvo, Jefe? —preguntó Evan—. Cuando viste lo que quedaba de mí, ¿qué te detuvo?

Hubo una pequeña pausa.

—No te voy a mentir, Evan —repuso Bran en voz baja—. Yo lo habría hecho. Y no estoy convencido, aún ahora, de que esto sea lo correcto.

De nuevo un silencio. El herrero se cansaba.

—Menuda moza más mandona, ¿eh? —acabó por decir, y consiguió invocar el espectro de una risa—. Le encanta estar al mando. Me habló de ello. No sabía si estaba despierto o durmiendo la mitad del tiempo, pero vaya si la oí. Me lo dijo sin preámbulos, vaya que sí. Te has quedado sin brazo, me dijo. No es el fin del mundo, siguió diciendo. También me contó qué podía hacer sin él. Me metió unas cuantas ideas en la cabeza, cosas en las que ni se me había ocurrido pensar. Si me hubieras preguntado ayer, te habría maldecido por no haberme rematado allí mismo. Ahora no estoy tan seguro.

—Mejor que descanses —intervino Bran—. O seré acusado de estropear sus planes, no tengo ninguna duda.

—Esa es de las que tienen opiniones propias. Justo tu tipo, Jefe. Bonita de ver, además.

Bran tardó un poco en contestar. Cuando lo hizo, la calidez había desaparecido de su voz.

—Me conoces mejor que eso, herrero.

—Ajá.

Se dispuso a salir. De repente, me afané por tender la ropa en los arbustos de los alrededores. Se detuvo a la entrada.

—¿Dónde está Perro? —pregunté sin darme la vuelta.

—No está lejos. Yo me quedaré hasta que vuelva.

—No hace falta —le dije—. Serpiente aún sigue aquí. Con un guardia me sobra. Se puede confiar en que no voy a abandonar mi ocupación. No habría accedido a la tarea si pensara darme la vuelta y salir corriendo a la mínima.

Levanté la mirada. Me observaba con seriedad, y pensé, no por primera vez, en sus extraños rasgos de dos en uno. El intrincado y detallado dibujo del lado derecho proporcionaba a ese ojo un aspecto amenazador, la nariz una bengala arrogante, la boca una línea severa y contenida. Y aun así, si miraba el otro lado aislado, la piel era clara, la nariz recta y bonita, el ojo calmo, del gris claro del agua de un lago en una mañana de invierno. Sólo la boca era igualmente dura y sin concesiones. Era como dos hombres en un cuerpo. Estaba otra vez mirándolo. Me obligué a apartar la vista.

—¿Confiar? —dijo—. Esa palabra no significa nada.

—Como quieras —respondí, y regresé de nuevo al refugio.

—Aún no —espetó Bran—. Lo has oído, supongo. Has oído al herrero hablar.

—Algo. Me alegro de verlo lúcido. Parece estar mejorando.

—Mmm. —No parecía convencido—. Gracias a ti, ve algo de esperanza en su futuro. Se lo has pintado con tus palabras, supongo, como hiciste anoche con mis hombres. Un principio nuevo y de color de rosa, lleno de amor, vida y luz solar. ¿Cómo haces eso y te atreves a juzgarnos?

—¿A qué te refieres? —respondí en voz baja—. Le he dicho la verdad. No he ocultado los hechos, ni he intentado amortiguar la gravedad de su herida, ni cuánto lo va a limitar. Como te he dicho antes, su vida no tiene por qué terminar. Hay muchas cosas que puede hacer.

—Falsas esperanzas —dijo lleno de furia, y puso ceño al tiempo que le pegaba un puntapié al suelo—. No es vida para un hombre activo. A tu manera dulce eres más cruel que el asesino que acaba con su víctima de manera rápida y eficiente. Esa presa no sufre tanto. La tuya puede pasarse una vida aprendiendo que las cosas no volverán a ser iguales nunca.

—No le he dicho que será lo mismo. Buena pero distinta, le he dicho. Y le he hablado de la necesidad de ser fuerte, una fortaleza más mental y de fuerza de voluntad que corporal. De la necesidad de luchar contra la desesperación. Me juzgas de manera injusta. He sido honesta con él.

—Difícilmente puedes hablarme de justicia —replicó Bran—. Me consideras poco menos que un monstruo, eso está claro. Lo miré con ecuanimidad.

—Ningún hombre es un monstruo —contesté—. Los hombres hacen cosas monstruosas, eso es cierto. Y yo no juzgo con tanta rapidez como tú. Ya sabía de vosotros antes de que se me secuestrara groseramente y se me trajera aquí en contra de mi voluntad. Como sin duda sabes, tu reputación te precede.

—¿Qué has oído y de quién?

Ya me estaba arrepintiendo de mis palabras.

—Esto y aquello, por la casa —repuse con cautela—. Rumores de asesinatos, al parecer al azar, llevados a cabo de manera tan efectiva como… excéntrica. Historias de una banda de mercenarios, que hacen cualquier cosa si les pagas lo suficiente, y que no dejan que consideraciones mezquinas como la lealtad, el honor y la justicia se interpongan en su trabajo. Hombres con apariencia de animales salvajes, o criaturas del otro mundo. Guiados por un jefe misterioso llamado el Hombre Pintado. Oirás esas historias en muchos lugares.

—¿Y qué casa es ésa, en la que tales rumores han llegado a tus oídos?

No respondí.

—Contesta a mi pregunta —repitió aún manteniendo el tono—. Ya es hora de que me digas quién eres y de dónde vienes. Mis hombres fueron extrañamente vagos al referirme cómo te encontraron, ni quién te acompañaba. Todavía espero una explicación adecuada.

Seguí en silencio y mantuve la mirada firme cuando volví a dirigirla hacia él.

—¡Respóndeme, demonios!

—¿Vas a pegarme esta vez? —pregunté sin levantar la voz.

—No me tientes. ¿Cómo te llamas?

—Pensaba que aquí no había nombres.

—Tú no perteneces a este lugar, ni puedes —espetó Bran—. En cambio yo sí puedo extraerte la información si debo hacerlo. Será más fácil para los dos si me lo dices sin más. Me sorprende que no seas consciente del peligro de tu situación actual. A lo mejor es que eres un poco lentita.

—Muy bien —dije—. Un trato justo. Yo te digo mi nombre y de dónde vengo, y tú me dices el tuyo —el nombre real, quiero decir—, y dónde naciste. Me parece que eres britano, diría yo, aunque hablas nuestro idioma con fluidez. Pero ninguna madre le pone a su hijo el nombre de Jefe.

Hubo un breve silencio. Entonces dijo:

—Pisas terreno peligroso.

—Perdona que te recuerde —respondí, y mi corazón latía desbocado—, que no estoy aquí por mi propia voluntad. En mi casa me estarán buscando, van armados y son hábiles. ¿Crees que voy a poner en peligro los esfuerzos de mi familia por encontrarme diciéndote quién soy y de dónde van a venir? Seré lentita, pero no tonta. Te he dicho que me llamo Liadan, y con eso te debe bastar, hasta que me des tu nombre.

—De verdad que no entiendo por qué nadie se tomaría la molestia de venirte a buscar —replicó frustrado—. ¿Es que no les cansa tu compañía, con esa manía que tienes de revolverte, como un terrier malcriado?

—Pues de hecho no —le respondí con dulzura—. En casa me conocen como una chica tranquila y hacendosa. Con buenos modales, trabajadora y obediente. Me parece que eres tú, que sacas lo peor de mí.

—Mmm —gruñó—. Tranquila, obediente. Sí que me extraña. Hace falta mucha imaginación. Más bien, fiel a las de tu sexo, mientes cuando te conviene. Para una cuentacuentos no debe ser difícil.

—Me insultas —contesté haciendo esfuerzos por mantener la calma—. Hubiera preferido un bofetón. Los cuentos no son mentiras, ni verdad, son algo distinto. Pueden ser tan ciertos o falsos como el que los escucha decida. Que no entiendas eso es señal de lo pequeño que es el círculo que trazas a tu alrededor, para dejar a los demás fuera. Me cuesta mucho mentir, y no lo haría por un motivo tan superficial.

Me miró con ira, sus ojos grises eran de hielo. Por lo menos le había despertado alguna reacción.

—¡Por Dios, mujer, que le das la vuelta a argumentos manidos con tu lógica retorcida! —exclamó impaciente—. Basta ya de cháchara. Tenemos trabajo que hacer.

—Desde luego —respondí con calma, y me dediqué a mis tareas sin mirar atrás.

Evan aguantaba; decía cosas con sentido y dormía de manera más natural. Me aseguré de que nadie se diera cuenta de cómo me sorprendía aquello. Gaviota estaba de guardia aquella noche, y le pregunté cómo iban a trasladar al enfermo con seguridad cuando llegara la hora, pero se mostró evasivo en sus respuestas. Entonces lo envié fuera un rato, para poder lavarme y prepararme para la cena. El herrero estaba casi dormido, sus ojos eran dos ranuras, su respiración volvía a ser calmada tras el doloroso cambio de vendajes. Había tomado un caldo.

—Esto es bastante incómodo —le dije—. Cierra los ojos, gira la cabeza, y no te muevas hasta que yo te diga.

—Tan quieto como una tumba —susurró con cierta ironía, y cerró los ojos.

Me desvestí rápido, temblando mientras me lavaba el cuerpo con una esponja y agua del cubo, y usé el pedazo de jabón tosco que Perro me había encontrado. Mientras me limpiaba, se me puso la carne de gallina, fuera verano o no. Me di la vuelta para agarrar la áspera toalla, con el objetivo de vestirme tan rápido como pudiera, y me encontré con los ojos castaños de Evan mirando desde el jergón, mirando todo lo que podía y sonriendo de oreja a oreja.

—¡Tendría que darte vergüenza! —exclamé mientras me ponía como un tomate. No podía hacer nada más que secarme a toda prisa y meterme tan rápido como pudiera en mis pequeñas ropas, enaguas y túnicas, y alegrarme de poder abrochármelas sin ayuda—. Un hombre hecho y derecho como tú, comportándose como… como un adolescente malcriado que espía a las chicas. ¿No te he dicho que…?

—No te ofendas, moza —dijo Evan, y la sonrisa de oreja a oreja se relajó hasta una sonrisa a secas que le dio a sus romos rasgos una dulzura sorprendente—. Es superior a mis fuerzas, no mirar. Y además ha estado muy bien, debo decir.

—No, no debes —espeté, pero ya lo había perdonado—. No lo vuelvas a hacer, ¿me entiendes? Ya es bastante malo ser la única mujer aquí, para encima…

De repente se puso serio.

—Estos hombres jamás te harían daño, niña —me confirmó con dulzura—. No son bárbaros que violan y saquean por gusto. Si quieren una mujer, no tienen necesidad de forzarla. Hay muchas dispuestas, y no todas ponen precio, créeme. Además, saben que no pueden tocarte.

—¿Por lo que dijo? ¿El jefe?

—Bueno, sí, sí que les dijo que las manos quietas, eso me han dicho. Pero se lo podía haber ahorrado. Cualquiera con ojos en la cara puede ver que eres una mujer para el lecho matrimonial, no un polvo rápido en el camino, si me perdonas la expresión. Tienes un hombre que te espera, ¿verdad?

—No exactamente —respondí, no muy segura de cómo contestar a aquello.

—¿Qué quieres decir? O tienes o no tienes. ¿Un marido? ¿Un amorcito?

—Tengo un… pretendiente, creo que habría que llamarlo. Pero aún no he accedido a casarme. Aún no.

Evan dejó escapar un largo suspiro cuando lo tapé bien con la manta y alisé el cabezal provisional.

—Pobre chico —dijo somnoliento—. No lo hagas esperar demasiado.

—La próxima vez que te diga que cierres los ojos, hazme caso —le reñí muy seria.

Murmuró algo y se puso a dormir, todavía con un resquicio de sonrisa en los labios.

* * *

Esa noche conté historias para hacerles reír. Historias graciosas. Historias tontas. Iubdan y el plato de gachas. Anda que no se aprovechó de los gigantes. El cuento del hombre que obtuvo tres deseos de las hadas, para poder pedir salud, riqueza y felicidad. El pobre insensato acabó con una salchicha. Al final del cuento, los hombres se morían de risa, y pedían uno más. Todos menos el jefe, claro. Lo ignoré tanto como pude.

—Uno más —dije—. Sólo uno. Y ahora es hora de volver a la sobriedad, y meditar sobre la fragilidad de todas las criaturas. Anoche os hablé de uno de nuestros grandes héroes, Cú Chulainn de Ulster. Recordaréis que yació con la mujer guerrera Aoife, y que ella le dio un hijo mucho después de que abandonara aquellas orillas. Tampoco es que la dejara sin prenda. Le entregó un pequeño anillo de oro para su dedo más pequeño, antes de partir para casarse con su amada Emer.

—Todo un detalle —comentó alguien secamente.

—Aoife estaba acostumbrada a ello. Se valía por sí misma, y era fuerte, y tenía poco tiempo para los modos egoístas de los hombres. Tuvo un día a su hijo, y al siguiente ya estaba fuera haciendo molinetes con su hacha de guerra. Llamó al niño Conlai, y como os podéis imaginar, se convirtió en todo un experto en las artes del combate, de modo que pocos podían rivalizar con él en el campo. Cuando cumplió doce años, su madre, la mujer guerrera, le entregó el anillo de oro para que lo llevara colgado del cuello con una cadena, y le dijo el nombre de su padre.

—¿No fue muy buena idea, verdad? —aventuró Serpiente.

—Eso depende. Un chico necesita saber quién es su padre. ¿Y quién sabe si esta historia no habría tenido el mismo final si Aoife se hubiera guardado el secreto? Al fin y al cabo era la sangre de Cú Chulainn la que corría por sus venas, aunque no llevara su nombre. Era un joven destinado a ser guerrero, a correr riesgos, lleno del valor impetuoso de su padre.

»Ella lo retuvo todo lo que pudo, pero llegó el día en que Conlai cumplió catorce años, se consideró un hombre, y partió a encontrar a su padre y enseñarle qué gran hijo había engendrado. A Aoife aquello no le dio buenos presentimientos, e intentó proteger al chico. Debía tener cuidado, intentó hacerle ver, en que no se le escapara que era vástago del mayor guerrero que el Ulster había conocido. Por lo menos, hasta llegar a la casa de su padre. Allí estaría a salvo, pero mientras tanto, bien podría encontrarse con aquellos cuyos hijos, hermanos o padres habían caído en desgracia por obra de Cú Chulainn, y ¿quién podía decir que no se vengarían del padre matando al hijo? Así que le dijo a Conlai: No le digas a nadie tu nombre. Prométemelo. Y él se lo prometió, pues era su madre. Y así, sin ser consciente de ello, quien sólo buscaba su protección selló su destino.

Se había hecho el más completo silencio, a excepción de una brisilla que sacudía los árboles por encima de nosotros. Era luna nueva.

—Al otro lado del mar de Alba, por las tierras de Erin llegó Conlai, todo el camino hasta el Ulster, y al final a la casa de su padre, el gran héroe Cú Chulainn. Era un chico alto y fuerte, y con el casco y el equipo de batalla nadie podía distinguirlo de un guerrero curtido. Llegó hasta las puertas y levantó su espada en señal de desafío; y salió Conall, hermano adoptivo de Cú Chulainn a responderle.

»—¿Cuál es tu nombre, descarado advenedizo? —le gritó Conall—. ¡Dímelo para que pueda saber de quién es el hijo que yace derrotado a mis pies cuando termine este duelo!

»Pero Conlai no respondió una palabra, pues mantenía la promesa hecha a su madre. Una lucha breve y dura siguió a aquello, observada con interés por Cú Chulainn y los guerreros desde sus elevadas almenas. Y el vencedor no fue el que tan desafiantemente había hablado.

Después les conté cómo el chico derrotó a todos los que se le vinieron encima, con espada, vara o daga, hasta que Cú Chulainn mismo decidió salir a enfrentarse a él, pues le gustaban los hombros del joven, y lo limpio de su juego de pies, dado que, sin duda, debía de verse reflejado.

—«Bajaré y me enfrentaré yo mismo a este individuo —dijo—. Merece la pena como oponente, aunque sea un poco arrogante. Veremos qué sabe hacer frente al arte de la guerra de Cú Chulainn. Si aguanta hasta que el sol se ponga tras los olmos de allí, le daré la bienvenida a mi casa y a mi banda de guerreros, si ése es su deseo».

»Allá que bajó y salió por las puertas, y le preguntó al chico quién era y qué pretendía. "Padre", susurró Conlai para sí, pero no profirió una palabra, porque se lo había prometido a su madre, y no iba a romper su juramento. A Cú Chulainn le ofendió que no tuviera la cortesía de presentarse, así que ya empezó el encuentro airado, cosa que nunca es buena.

Hubo un murmullo de aprobación entre los hombres. Yo observaba a Bran; no podía evitarlo, pues estaba sentado bastante cerca de mí, con el rostro iluminado por el fuego, que estaba mirando, con una expresión muy rara. Había algo en esta historia que había captado su atención donde las otras no, y de no haber sabido qué tipo de hombre era, habría dicho que vi algo parecido al miedo en su expresión. Un efecto de la luz, me dije, y proseguí con la historia.

—Bueno, aquél fue un combate de los que rara vez se ven: el espadachín endurecido y experimentado contra el joven impetuoso y veloz. Lucharon con espada y daga, dando vueltas en círculo, de acá para allá, se agachaban y lanzaban estocadas, saltaban y se enroscaban de manera que era difícil averiguar quién era quién. Uno de los hombres que los observaba desde arriba comentó que por la estatura parecían dos gotas de agua. El sol empezó a bajar y bajar, y tocó la punta del olmo más alto. Cú Chulainn pensó que ya estaba bien, pues en realidad sólo estaba jugando con el advenedizo. Sus habilidades eran muy superiores, y siempre había planeado poner a prueba al otro hasta la hora fijada, y después ofrecerle la mano en señal de amistad.

»Pero Conlai, desesperado por probarse, aplicando un veloz lance, ¡ahí lo tenemos!, se hizo con un fiero rizo de la melena de Cú Chulainn, cortado con precisión desde el cuero cabelludo. Por un momento, sólo un momento, la furia de la batalla hizo presa de Cú Chulainn, y antes de darse cuenta, rugió como un poseso, y hendió la espada profundamente en los órganos vitales de su oponente.

Hubo un murmullo a mi alrededor; parte de mi audiencia se lo veía venir, pero todos sintieron el repentino peso del horror.

—Tan pronto como lo hubo hecho, Cú Chulainn volvió en sí. Sacó la espada y la sangre de Conlai empezó a derramarse por el suelo. Los hombres de Cú Chulainn bajaron, le quitaron el casco al extraño y vieron que sólo era un chico, un joven con los ojos ya oscurecidos por la sombra de la muerte, cuyo rostro empalidecía más y más a medida que el sol se hundía tras los olmos. Entonces Cú Chulainn le aflojó el equipo, para intentar hacerle más fácil el final. Y vio el pequeño anillo colgado del cuello de Conlai. El anillo que él le había dado a Aoife, casi quince años antes.

Bran tenía la mano sobre la frente, ocultando sus ojos. Con todo, seguía mirando a las llamas. ¿Qué había dicho?

—Mató a su propio hijo —susurró alguien.

—Su chico —comentó otro—. Su propio hijo.

—Era demasiado tarde —proseguí con seriedad—. Demasiado tarde para arreglarlo. Demasiado tarde para decir adiós, pues en el momento que Cú Chulainn reconoció lo que había hecho, el último aliento abandonó el cuerpo de su hijo, y el espíritu de Conlai abandonó su cuerpo.

—Eso es terrible —dijo Perro, horrorizado.

—Es una historia triste —coincidí, preguntándome si alguno de ellos sería capaz de relacionar la historia con sus propias actividades—. Dicen que Cú Chulainn llevó al chico dentro con sus propios brazos, y después lo enterró con el protocolo propio de la más alta ceremonia. De cómo se sintió, o lo que dijo, el relato no habla.

—Un hombre no podría hacer algo así y dejarlo atrás —comentó Gaviota en voz muy baja—. Lo acompañaría siempre, quisiera o no.

—¿Qué pasó con la madre? —preguntó Perro—. ¿Qué dijo?

—Era una mujer —comenté secamente—. La historia no dice nada más de ella. Supongo que soportó su pérdida y siguió adelante, como hacen las mujeres.

—En cierto sentido fue culpa suya —intervino alguien—. Si hubiera podido dar su nombre, le habrían dado la bienvenida, en lugar de presentar batalla.

—Fue la mano de un hombre la que empuñaba la espada que atravesó su cuerpo. Fue el orgullo de un hombre el que obligó a Cú Chulainn a dar el golpe mortal. No se puede culpar a la madre. Sólo intentaba proteger a su hijo, pues sabía cómo eran los hombres.

Mis palabras fueron recibidas con silencio. Por lo menos el relato les había hecho pensar. Después de la alegría anterior, los ánimos aparecían harto sombríos.

—¿Creéis que os juzgo severamente? —les pregunté, poniéndome en pie.

—Ninguno de nosotros ha matado a su hijo —repuso Araña indignado.

—Habéis matado a los hijos de otros hombres —respondí con tranquilidad—. Cada hombre que cae bajo vuestro cuchillo, o en vuestras manos, o bajo ese cordelito que tenéis, es el amor de alguna mujer, el hijo de alguna madre. Todos.

Nadie dijo nada. Pensé que los había ofendido. Al cabo de un rato, alguien se levantó para rellenar otra ronda de tazas, y alguien más lanzó madera al fuego, pero ninguno hablaba. Estaba esperando que Bran hablara, que me hiciera callar para dejar de molestar a su fenomenal banda de guerreros. Pero se puso en pie, giró sobre sus talones y se marchó sin decir una palabra. Me lo quedé mirando, pero desapareció como una sombra entre los árboles. La noche estaba muy oscura. Poco a poco, los hombres empezaron a hablar entre ellos de nuevo, en voz baja.

—Siéntate un rato, Liadan —dijo Gaviota con amabilidad—. Tómate otra taza de cerveza.

Me senté lentamente.

—¿Qué le pasa? —pregunté en un susurro, mirando al otro lado del círculo—. ¿Qué he dicho?

—Es mejor que lo dejemos solo —murmuró Perro, que me había oído—. Esta noche montará guardia él.

—¿Qué?

—Luna nueva —respondió Gaviota—. Siempre hace el turno esa noche. Nos dijo a los dos que descansáramos. Habrá ido a relevar a Serpiente. Es razonable. Si no va a pegar ojo igualmente, mejor que se encargue él.

—¿Por qué no duerme? No iréis a decirme que se convierte en una especie de monstruo con la luna nueva, espero; ¿medio hombre, medio lobo?

Gaviota dejó escapar una risita.

—Él no. Sólo que no duerme. No sé por qué. Ha sido siempre así desde que lo conozco. Desde hace seis o siete años. Se mantiene despierto, hasta que llega el alba.

—¿Le da miedo dormir?

—¿Él? ¿Miedo? —Parecía que la sola idea fuera hilarante.

Gaviota regresó al refugio conmigo y me dejó en él. Bran estaba allí, con la mano sobre la frente del herrero, hablando en voz baja. Había una linterna encendida, y despedía un brillo dorado sobre los muros de roca y el hombre tendido sobre el jergón. Rozaba los rasgos dibujados de Bran en claroscuro, y suavizaba la cinérea disposición de la boca.

—Está despierto —dijo cuando entré—. ¿Necesitas ayuda para algo, antes de que salga fuera?

—Me apañaré —contesté. Serpiente, siguiendo mis instrucciones, había preparado un cuenco de agua con parte de la menguante reserva de hierbas medicinales, y lo coloqué en el taburete junto al jergón.

—Eres una buena chica —dijo Evan débilmente—. Ya te lo he dicho antes, pero te lo repito.

—La adulación no va a llevarte a ningún sitio —dije, desabrochándole la camisa empapada en sudor.

—Eso nunca se sabe. —Consiguió articular una sonrisa—. No todos los días una fina mujer como tú me desviste. Casi vale le pena haber perdido el brazo por esto.

—¡Pero mira que eres! —le dije mientras le pasaba el paño húmedo por el cuerpo. Había perdido carne de forma alarmante; le notaba las costillas bajo la piel, y vi las profundas oquedades en la base del cuello—. Estás demasiado seco para mi gusto, de todos modos —le informé—. Hay que engordarte un poco, vaya que sí. Así que ya sabes lo que eso significa. Más caldo antes de irte a dormir.

Mientras le pasaba la esponja por la frente, vi tanta confianza en sus ojos como en los de un perro fiel.

—Bran, Serpiente habrá dejado la olla de caldo enfriándose junto al brasero. ¿Puedes ponerme un poco en un cuenco?

—Caldo —dijo Evan asqueado—. ¡Caldo! ¿Pero es que no le puedes dar a un hombre una comida como es debido?

Pero a la hora de la verdad, bastante le costó engullir el trago que tomó. Y desde luego que le tuve que pedir ayuda a Bran, que le aguantó la cabeza con el brazo mientras le daba la sopa a cucharadas, poco a poco. Evan tuvo arcadas, a pesar de sus mejores esfuerzos.

—Respira despacio como te he dicho —le indiqué en voz baja—. Tienes que intentar no echarlo. Una cucharada más.

Pronto se cansó. Y había tragado poquísimo. Ya se le estaban formando perlas de sudor en la frente. Tendría que quemar algunas hierbas aromáticas, pues no había modo de conseguir suficiente poción para dormir que le proporcionara alivio. Jamás hablaba del dolor, salvo en broma, pero yo sabía que era extremo.

—¿Puedes acercar el brasero un poco?

Bran no dijo nada, pero obedeció mis órdenes. Me observaba en silencio mientras tomaba lo que necesitaba de mi bolsa y esparcía la mezcla en los carbones todavía ardientes. No quedaba demasiado. Pero bueno, tres días tampoco era tanto. No me permitía pensar más allá de esa fecha. El aroma acre se elevó en el cielo nocturno. Enebro, pino, hojas de cáñamo. Con tal de poder hacerle tragar una infusión, pues media taza de lavanda y hojas de abedul alivian el dolor y facilitan el sueño reparador. Pero no tenía los ingredientes para hacer dicha cocción, ni habría tenido Evan energía para tragarla. Además, había pasado el solsticio de verano. Las hojas de abedul sólo son buenas para eso frescas, y recolectadas en primavera. Deseé que mi madre estuviera conmigo. Habría sabido qué hacer. El herrero se quedó en silencio, con los ojos entrecerrados, pero su respiración era dificultosa. Escurrí el paño y empecé a recoger.

—¿Qué habría pasado si Conlai jamás hubiese sabido el nombre de su padre? —preguntó Bran de repente, desde la entrada—. ¿Y si hubiese crecido, pongamos por caso, en la familia de un granjero, o con una hermandad en una casa de oración? ¿Qué habría pasado entonces?

Estaba tan sorprendida que no dije nada, mis manos seguían trabajando automáticamente; vacié el cuenco y lo limpié, desenrollé mi manta sobre la dura tierra.

—Has dicho que por sus venas corría la sangre de su padre, así que la voluntad de su padre de ser guerrero también estaba en él. Pero su madre lo entrenó en las artes de la guerra, dispuso ese camino para él, antes incluso de saber quién era Cú Chulainn. ¿Quieres decir que fuese cual fuera su educación, aquel chico estaba destinado a prolongar el molde de su padre? ¿Como si su muerte hubiera estado predestinada desde el momento en que nació?

—¡Oh, no! —Sus palabras me conmocionaron—. Decir eso sería tanto como afirmar que no tenemos elección en el modo en que se desarrolla nuestro camino. No digo eso. Sólo que somos aquello que nuestros padres y madres nos hacen, y que portamos algo de ellos en lo más profundo de nuestro interior, no importa el qué. Si Conlai hubiera sido criado en un monasterio, habría tardado mucho más en despertársele el valor y el espíritu belicoso de su padre. Pero lo habría encontrado, de un modo u otro. Era ese tipo de hombre, y nada podía cambiarlo.

Bran se reclinó contra el muro de roca, su figura desapareció en la sombra.

—Y si… —dijo—. La… la esencia, la chispa, lo que quiera que fuera esa pequeña parte del padre que él llevaba consigo… se hubiese perdido, destruido, antes de que supiera que estaba allí. Podrían… podrían habérsela arrebatado.

Sentí un frío extraño, y se me erizaron los pelos del cuello. Era como una oscuridad que se extendía sobre mí, sobre nosotros dos. E imágenes, que pasaban tan rápido ante mi mente que apenas si podía descifrarlas antes de que desaparecieran.

oscuro, tan oscuro. La puerta se cierra. No puedo respirar. Calla, trágate las lágrimas, no hagas ruido. Dolor, unos calambres como de fuego. Tengo que moverme. No me atrevo a moverme, me oirán… ¿dónde estás? ¿Dónde estás… dónde has ido?

Me obligué a regresar al mundo real, temblando. El corazón me latía desbocado.

—¿Qué pasa? —Bran salió de las sombras con los ojos fijos en mi rostro—. ¿Ocurre algo?

—Nada —susurré—. Nada. —Y me di la vuelta, pues no quería mirarle a los ojos. Fuera lo que fuese la visión oscura, procedía de él. Debajo de la superficie había aguas profundas no cartografiadas; reinos extraños y peligrosos.

—Necesitas dormir —dijo, y cuando al fin me di la vuelta, ya se había marchado. El brasero ardía con poco fuego. Reduje la llama de la lámpara pero no la apagué, no se fuera a despertar el herrero y me necesitara. Después me eché a descansar.