Clare Bayes y yo fuimos a Brighton en olor de despedida, cuando el niño Eric ya se había marchado y ella aceptó verme una vez más (verme a solas) y escuchar mis proposiciones, hablar conmigo con tiempo y sin prisas ni despertador ni campanas que dan las horas y las medias y los cuartos y también repiquetean desconsideradamente al caer la tarde (y seguirán haciéndolo hasta el fin de los tiempos, aunque yo ya no vuelva a oírlas). A Brighton fuimos un fin de semana, un sábado, para pasar allí una sola noche, la primera y última que pasamos juntos, pues con ella no había dormido nunca como sí había dormido una noche con Muriel (el niño Eric estaba de vuelta en Bristol y Edward Bayes de viaje en el continente). Pero apenas salimos del hotel en Brighton, un hotel distinto y menos convencional que los de Londres y Reading y desde cuyas enfrentadas ventanas veíamos los minaretes y las cúpulas acebolladas del Royal Pavilion tan célebre, con su estilo pseudoindio o indio grotesco, y también la playa, por el otro lado (fue la única vez que estar juntos fue caro: el adulterio tiende a resultar barato). No es cierto que no saliéramos, pero es la sensación que tengo, siempre encerrado con Clare Bayes, en Oxford y en Londres y en Reading y en Brighton. No fuimos en tren a Brighton, sino en su coche, y también aquello tuvo algo de inaugural y nuevo (aunque clausuraba): ir sentados los dos en su coche avanzando hacia el sur, de viaje, a espaldas de Londres y Reading por vez primera, yo con la falsa impresión de ir conduciendo, a la izquierda, ella con la misma impresión (verdadera) de estarme llevando. Pero fue todo falso, creo (lo que nos concernía, y no lo fue en cambio lo que concernía a otros, a quien había muerto treinta años antes en un país lejano y a quien no murió pero debió morir, allí y entonces). Estábamos en olor de despedida, que es un olor intenso y reconocible siempre, pero aun así fingimos que la despedida y la separación no estaban del todo determinadas, como lo habían estado desde el principio (tener lo que se llama un amor en el territorio de paso, y en quién pensar, esa fue la resolución, y fue el proyecto), sino que podían depender de aquel encuentro o fin de semana, que podían o no decidirse en la ciudad y en una habitación de un hotel de Brighton. Y yo experimenté el gran consuelo (o es placer enorme acaso) de proponer lo que es imposible y se sabe que no va a ser aceptado: pues son justamente la imposibilidad conocida y la negativa cierta —el rechazo que no hace sino esperar quien propone y toma la palabra antes— lo que permite no tener reservas y ser vehemente y mostrarse más seguro al expresar los deseos que si existiera el más mínimo riesgo de que fueran satisfechos. Y Clare Bayes fingió creerme —yo creo—, tomarme en serio, y me dio explicaciones como si de veras hicieran falta y un no no bastara, como si hubiera que procurar no herirme y fuera importante que yo entendiera (se comportó delicadamente). Es el trámite con que deben cumplir para enaltecerse las relaciones no consanguíneas, que jamás son fructíferas ni muy interesantes, y sin embargo parecen ser necesarias para el pensamiento, para que el pensamiento fantasee con lo que ha de venir y no languidezca. O no decaiga. Para que no sufra de abatimiento.

Pero no hablamos de nada de esto —yo guardé mi pequeño discurso, y ella guardó su respuesta grande— hasta después de la cena y del paseo por la ilimitada playa, cuando habíamos vuelto a la habitación del hotel sabiendo que el mayor esfuerzo —la representación, la figuración— habría de venir entonces. Por eso habíamos ahorrado energías (verbales, y valedictorias) durante el trayecto en coche y durante la visita al contrahecho palacio o Royal Pavilion con sus almenas y sus pináculos y sus ventanas de celosía meridionales; durante las compras por la ciudad (siempre una librería de viejo esperándome en toda Inglaterra, siempre bolsas para Clare Bayes y un regalo para el niño Eric) y durante la cena mirando la playa y el volver del agua; y durante el paseo con los pies descalzos, también yo esta vez con los pies descalzos y los zapatos colgando de dos de mis dedos, corazón e índice (no enguantados). Y cuando hubimos subido tras tantas frases sueltas y tantas pausas (pero no era tarde, porque sabíamos que aún faltaban horas para dar aquel día por terminado e intentar dormir, y quizá no queríamos hacerlo todo demasiado fatigoso o demasiado verídico), ella volvió a descalzarse como solía y yo ya no, aunque tenía arena en los calcetines, y se echó en la cama y su falda subió como estaba prescrito que debería hacer siempre para mostrar bien sus piernas no musculadas y recias, como serían para tantos otros, sino esbeltas y casi pueriles en sus movimientos. Aquella noche podíamos eternizar el contenido de nuestro tiempo, o tener la sensación de hacerlo, y por eso nada corría prisa, ni siquiera empezar a hablar, ni siquiera besarse, ni siquiera que mi polla fuera a su boca o su boca a ella, o ella a ningún lugar. La noche de primavera era de primavera, y una de las ventanas de la habitación —la que permitía distinguir algún incongruente minarete o cúpula de cebolla iluminados al fondo— estaba abierta. Le di la espalda. Me apoyé en el marco. Desde allí veía la playa y el agua por la ventana enfrentada. Encendí un cigarrillo. Dije:

—Clare, yo no quiero marcharme. No me puedo marchar ahora —y pensé que esas dos oraciones tan parecidas podían bastar para que fuera ella quien tomara la palabra y tuviera que contestar algo (e inmediatamente pensé también que aunque había empezado a hablar yo seguía aún pensando y no descansaba). Tomó la palabra, pero no contestó (no exactamente, no fue una respuesta).

—Quieres decir de Oxford.

Dije:

—Sí, aunque no es Oxford, supongo que de Oxford sí querría marcharme, y además no tengo más remedio, se me acaba el contrato. Pero no quiero separarme de ti. Te he echado demasiado de menos durante estas semanas interminables, y no quiero separarme de ti por razones meramente geográficas, sería ridículo —y pensé que con eso había sido aún más explícito, como requieren siempre las conversaciones serias entre los amantes, que están obligadas a discurrir por una superficie plana, y por lo diáfano, y por el futuro.

—Las geográficas son razones bastante poderosas para separar a la gente. A veces son inapelables. Tú no quieres marcharte y sí querrías marcharte, luego no sabes muy bien lo que quieres. Yo sé que no puedo ni quiero marcharme de ningún sitio. Pero también da lo mismo que tú no lo sepas porque tienes que irte en todo caso, y te marcharás. No tiene sentido hablar de lo que no admite dudas.

Dije:

—Pero tú podrías venir conmigo —y pensé que con eso, para mi sorpresa, había dicho ya casi todo lo que parecía esencial decir (y había de ser explícito) aquella noche de junio y de sábado en la ciudad de Brighton (y también pensé que Clare Bayes diría que eso era imposible).

—¿A dónde? ¿A Madrid? No seas absurdo. Eso es imposible.

Dije:

—Pero, ¿vendrías conmigo si fuera posible? —y pensé que le estaba dando también a ella la oportunidad de decir que haría lo que ambos sabíamos que no iba a ser. Pero no la tomó, porque su papel no era ese, sino que ese era el mío.

—Me gustaría saber cómo, por curiosidad.

Dije:

—No sé cómo, habría que encontrar un medio, siempre hay medios si uno quiere encontrarlos. Pero antes hay que querer buscarlos, necesito saber que tú lo querrías, o que estás dispuesta a planteártelo; y que no vas a permitir que haya de nuevo cuatro semanas como las últimas. Tampoco quiero que si veo a tu hijo me mire con mirada rara, sino que me conozca y viva con nosotros si vivimos juntos, que sea también mi hijo, o mi hijastro. No puedo vivir sin ti, aunque quizá me haya dado cuenta demasiado tarde, cuando ya estoy a punto de tener que vivir sin ti. Pero es así como pasa siempre —y pensé que me estaba atreviendo a decir, y demasiado pronto, lo que ni siquiera tenía previsto y no estaba seguro de querer decir, al principio ni quizá al final (la palabra juntos, la palabra hijo, la palabra hijastro); y pensé también que las últimas frases, incluso la última, habían sido aceptables dentro de la mínima variedad posible de las conductas en las relaciones no consanguíneas. A Clare Bayes le tocaba ya sorprenderse, un poco al menos, aunque su sorpresa tendría que ser fingida. Pero su fingimiento consistió en no sorprenderse, lo cual es una forma de ceder la sorpresa (su fingimiento) a la otra parte.

—No es que sea demasiado tarde —dijo, y encendió su primer cigarrillo en la cama, su primera amenaza para sus medias: no había fumado apenas durante la cena ni durante el paseo, como si se hubiera estado reservando para la noche y la habitación—. No es cuestión de tiempo, porque para eso nunca hubo un tiempo determinado. Eso estaba fuera de todo tiempo, siempre estuvo descartado, y lo sigue estando, ahora todavía más. Tú volverás a Madrid dentro de poco, y es mejor que no nos hayamos visto en las últimas semanas, meses, así nos habremos ido acostumbrando, yo me he ido acostumbrando, bastante. En Madrid no me echarás tanto de menos como aquí, aquí estás solo. Cada día que pases allí me verás más lejana y más difusa. No tiene sentido hablar de esto. Pasemos este fin de semana lo mejor posible y despidámonos mañana. Al menos de vernos a solas. Ya ha sido suficiente.

Dije:

—Así de fácil —y pensé que por fin ella se había hecho cargo de la palabra y quizá yo podría no hablar siquiera, sino escuchar y guardar reposo.

—No, no es nada fácil, no creas que es fácil. He pensado en ti muchas veces mientras Eric estaba en casa, y seguiré pensando a menudo cuando te hayas marchado.

Dije:

—Pero es que yo voy a pensar en ti continuamente, como he pensado continuamente durante estas semanas. Si no quieres venir conmigo entonces yo tengo que encontrar un modo de quedarme aquí, aunque sea en otro trabajo —y pensé que no quería quedarme en Oxford dando clases de español en una academia, ni en Londres trabajando en la radio (fue lo único que se me ocurrió, en aquel instante), ni acabar con cara de chino y los ojos azules, como acaso tenía ella, que había pasado su infancia lejos, en Delhi y El Cairo.

—No resistirías aquí mucho más tiempo, no estás tan olvidado de tu país como crees. Y si te quedaras yo no estaría contigo, o no de forma diferente de como he estado hasta ahora. Seguiríamos viéndonos así, en hoteles, o un rato en las casas entre dos de mis clases. Nunca hemos hablado de esto, supongo que por cortesía mutua y porque se sobreentendía. No hacía falta; y también por falta de tiempo, para no estropearnos nuestras breves fiestas. Nunca hemos hablado mucho de nada. Yo nunca dejaré de vivir con Ted.

Dentro de los pasos que deben darse en las conversaciones diáfanas sobre el futuro (los pasos que son sólo trámites) yo tenía entonces dos opciones: podía preguntar (miré hacia la playa) si ese abandono no se produciría nunca porque pese a todo ella amaba al marido (pero en aquella noche de junio y de sábado en la ciudad de Brighton no quería correr el riesgo de oír que así era ni de tener que intentar negárselo haciendo inevitable uso de la jactancia); o bien —simulando que esa posibilidad no existía— podía reprocharle su falta de atrevimiento y su conformidad con las cosas dadas (me di la vuelta y miré hacia las cúpulas: arrojé el cigarrillo por la ventana —como una moneda—, le hablé de espaldas), con las cosas a las que yo no había asistido y por las que no sentía responsabilidad ni respeto. Fue indiferente que optara por lo segundo, porque Clare Bayes contestó como si me hubiera decidido por lo primero.

—No voy a decirte ahora que estoy enamorada de Ted porque no sé bien si lo estoy ni de qué modo, y en cambio sí sé que no lo estoy como lo estuve hace años, cuando nos casamos y antes, y luego. La verdad es que no me pregunto mucho, no me suelo preguntar por ello. Pero aunque fuera cierto que sí lo estoy y tuviera ese convencimiento, tampoco te lo diría. Es ridículo que una mujer le diga eso a su amante, o un hombre a la suya, y además a un amante no ocasional, sino al que conoce y quiere bien desde hace tiempo. No podría sostenerlo ante ti, aunque estuviera segura. Pero no hace falta. Basta con que te diga que me gusta vivir con él, eso ya lo sabes. No sólo es grato, es que estoy acostumbrada a ello. Es la vida que elegí, y la sigo eligiendo entre todas las vidas que me serían posibles, olvidemos las imposibles. Tener un amante no está en contradicción con esto, ni siquiera lo estaría si te dijera, como una mujer un poco ridícula, que quiero a Ted por encima de todas las cosas.

Dije:

—Los amantes se demoran y son voluntariosos y ponen mucho entusiasmo, ¿no es eso? —y pensé que también me había demorado y había sido voluntarioso con Muriel, la falsa gorda de Wychwood Forest; pero no había puesto ningún entusiasmo.

—Eres un imbécil —me dijo Clare Bayes como me había dicho aquel 5 de noviembre en su despacho de All Souls, en Catte Street frente a la Radcliffe Camera, y por tanto fue la segunda vez que me llamó imbécil (sin que yo me ofendiera ninguna de ellas): se había irritado por mi comentario y seguramente también porque la había interrumpido cuando ya estaba del todo decidida a hacerse con la palabra y a tener una conversación infantil conmigo: a recorrer del todo el proceso del acercamiento, el cumplimiento y el alejamiento; de la plenitud, el combate y las dudas; de las certidumbres, los celos y el abandono; y de la risa (a acabar con aquel cansancio)—. Eres un imbécil —me dijo—. Sí, los amantes os demoráis y sois voluntariosos y ponéis mucho entusiasmo, pero no durante mucho tiempo, y así es como debe ser. Esa es vuestra función y también vuestra gracia. También la mía en tanto que amante tuya, no lo olvides; también la mía aunque tú no estés casado. Nuestra misión es no durar mucho, no persistir, no permanecer, porque si duramos un poco más de lo debido entonces se acaba la gracia y empiezan los sufrimientos y vienen tragedias. Tragedias imbéciles, tragedias evitables, tragedias buscadas.

Dije:

—No he visto que ocurran muchas tragedias en estos tiempos —y pensé que entre Clare Bayes y yo era imposible que fuera a haberlas, ni en Oxford ni en Londres ni en Reading ni en Brighton. Ni siquiera en la estación de Didcot.

—No importa que ocurran en estos tiempos o hayan ocurrido en otros, los tiempos nunca son muy distintos, aunque lo parezca. Quién conoce más tiempo que el suyo. Hace treinta años, es decir en mi tiempo, yo sí vi una tragedia que probablemente fue imbécil, y desde entonces, o quizá desde que supe que la había visto, llevo toda mi vida tratando de ser invulnerable, lo bastante pesimista y fría para ser invulnerable a las tragedias imbéciles; para ser inmune a ellas, y no buscarlas. Tú no has visto nada y aún puedes permitirte mucho, pero yo no puedo. Tampoco quiero.

Fue entonces cuando Clare Bayes, echada en la cama y viendo a un lado la playa y el agua y al otro el remedo estrambótico de un palacio indio al fondo, y en primer término al que había sido su amante durante dieciséis meses y estaba en trance de dejar de serlo, fue entonces cuando Clare Bayes, digo (como si fuera un hombre), se mostró dispuesta a rememorar en voz alta las cosas remotas. Fue entonces cuando la conversación entre los amantes dejó de discurrir por una superficie plana, y por lo diáfano, y por el futuro, para hacerlo por una superficie rugosa y quebrada, y por lo brumoso, y por el pasado. ‘Escucha’, dijo, y encendió un cigarrillo nuevo y apoyó la cabeza sobre una mano y el codo lo apoyó sobre la larga almohada de la cama de matrimonio (así se puso para contarme aquel episodio tan melodramático relacionado con una muerte concreta que había tenido varios testigos, aunque ya sólo viviera el que no podía recordarla). ‘Escucha’, dijo, y yo me volví de nuevo cuando lo dijo, dando otra vez la espalda a la ventana de tierra adentro; no pude dejar de observar, al volverme, que con aquel movimiento suyo hacia la lateralidad y hacia mí su falda se había subido aún más: era casi como si no la llevara. ‘Escucha’, dijo, ‘mi madre tuvo un amante que duró demasiado. Se llamaba Terry Armstrong y no sé quién era ni a qué se dedicaba porque supe acerca de ello mucho más tarde de que sucediera, sucedió cuando yo tenía solamente tres años. Él no dejó ningún rastro. Sólo cuando tuve edad para preguntarme más por mi madre pude preguntar a otros, aunque nunca obtuve más que una versión y una respuesta, que he debido dar por buenas porque son las únicas. Mi padre siempre ha guardado un dolido silencio, y quizá no sólo porque no quiera hablar, quizá también, pienso a veces, porque no debe de saberlo todo; no podría contar toda la historia. La única persona que quiso contármela, pasado el tiempo, fue la señora Munshi, Hilla, mi aya, el aya que me cuidaba en Delhi. Mi padre se ha negado en cambio a responderme siempre que le he preguntado o le he acusado de algo, lo cual quiere decir que lo que tampoco ha hecho nunca ha sido negar, nunca ha negado nada de lo que yo le conté en su día que había contado el aya. Cada vez que yo sacaba el asunto, él se levantaba y se marchaba de la habitación con expresión nublada, yo le seguía, insistiéndole, hasta la puerta de su dormitorio, en el que se encerraba y del que no salía hasta al cabo de horas, para la cena, como si nada hubiera pasado. Pero también de estos forcejeos hace ya mucho tiempo, ya no se me ocurre insistirle ni pedirle cuentas, nunca hablo ni intento hablar de ello, ni con él ni con nadie, y Hilla murió hace años, aquí, en Inglaterra, donde vivían sus hijos y tenía nietos. Ni siquiera sé si debo hablarte a ti de esto, pero da lo mismo, y además te marcharás muy pronto’, y yo pensé que, aunque no hicieran falta, era grato y honroso que Clare Bayes me diera explicaciones como si aquella noche de Brighton fueran necesarias; y pensé también: ‘Es verdad. Una vez que me haya ido, ¿qué importancia tendrá lo que acontezca ahora? No dejaré ningún rastro. Como Terry Armstrong.’ Y aún me paré a pensar: ‘Terry Armstrong.’ Pero mientras pensaba esto Clare Bayes había seguido hablando con la mirada cada vez más perdida o más fija, pues esa es la mirada —la misma— de la rememoración y el relato. ‘Según contaba el aya, aquel Terry Armstrong del que ella nunca supo más que su nombre era entusiasta y voluntarioso, como buen amante. Uno de esos hombres que escriben cartas y versos con la suficiente seriedad y la suficiente ironía, y que dan energías y contagian su vitalidad, y hacen reír e ilusionarse demasiado a quien se siente amado por ellos. Aparecía y desaparecía y nunca se sabía bien cuándo iba a reaparecer, él estaba en Calcuta, quién sabe si también en el cuerpo diplomático o por su cuenta, lo segundo probablemente, ya que no consta ese nombre en los archivos del cuerpo, al que escribí preguntando en la época en que mi curiosidad fue mayor y más urgente. Quizá no era su verdadero nombre, no sé; quizá sólo lo supo mi madre, o ni siquiera ella. En todo caso debía de llevar tiempo en la India o había estado allí antes, porque con el aya hablaba un poco de hindi, según ella para halagarla. Halagaba al aya y halagaba a mi madre, según parece eso es lo que hacía principalmente. Para el aya nunca tuvo ni fue más que esa halagadora presencia y ese nombre suyo, nunca se preocupó de hacer averiguaciones, no era de su incumbencia, con eso debía bastarle: era Mr Terry Armstrong o Armstrong Sahib como mi padre era Mr Newton o Newton Sahib y yo era Miss Clare, la niña de la casa, sin que importara qué más fuéramos o si éramos algo más. La relación clandestina de mi madre con Terry Armstrong duró lo que ya lleva casi durando la nuestra, año y medio, y aunque seguramente mi padre tardó en descubrirla, parece que sin embargo llegó a enterarse bastante antes de su final, y que la toleró, o la soportó, o hizo como que la soportaba, tal vez a la espera de ser destinado a otro sitio, o de que fuera trasladado Armstrong si es que pertenecía al cuerpo o dependía de una empresa, los diplomáticos no permanecen demasiado tiempo en ningún lugar, ni tampoco los extranjeros que no establecen vínculos conyugales, como tú no vas a quedarte ya más tiempo aquí. La intermitencia ayuda mucho a sobrellevar las cargas, y quién sabe, si Terry Armstrong iba y venía, si estaba a cientos de millas y sólo las recorría cuando le era posible, entonces puede que la situación no fuera del todo insufrible para mi padre y que estuviera dispuesto a esperar, como puede ser que Ted, si en este tiempo ha sospechado algo, esté esperando ahora a que te vayas tú. Quizá lo estoy esperando yo. No sé. Hace mucho que renuncié a saber nada a través de mi padre, en su día ya lo atormenté bastante, y habrá vivido bastante mortificado si es cierto lo que contaba el aya. Y debe serlo.’ ‘¿Qué más contó el aya?’, pregunté desde el marco de mi ventana (de mi ventana de tierra adentro); pero más que nada estaba ya dándole vueltas al nombre de Terry Armstrong, aunque sin atreverme aún a pensar más que eso, el mero nombre. ‘Terry Armstrong’, volví a pensar. Dicen mucho los nombres. ‘El aya contó que mi madre se quedó embarazada’, contestó Clare Bayes, ‘y que creía que el nuevo hijo sería de Terry Armstrong, aunque no tenía certeza, o quizá sí, pero sin querer tenerla. Fuera como fuese, esa duda fingida o auténtica bastó para que mi padre ya no soportara ni tolerara más. Que mi padre supo de aquella duda sí lo sé, porque el aya Hilla oyó retazos de la que debió ser su última conversación. Su última discusión.’ Clare Bayes se volvió y cambió de postura: las piernas quedaron ahora sobre la almohada, la barbilla sobre las manos, ambos codos sobre los pies de la cama. Ahora lo que veía era la parte posterior de sus muslos y el comienzo de sus nalgas cubiertas por sus enteras medias. Y pensé: ‘Sólo se deja ver tanto sin intención cuando se tiene mucha confianza con aquel que mira, cuando es un hermano, o un marido, cuando se está en familia. Yo no soy su marido ni tampoco su hermano, sino su amante extranjero que está dejando de ser su amante. Pero ella me está confiando esta noche un secreto de su familia.’ ‘Una noche de mis tres años, estando yo ya dormida desde hacía horas y ella acostada desde hacía minutos, el aya Hilla me oyó llorar. Se levantó y vino, como otras noches, a calmarme y a consolarme y a cantarme alguna canción que me devolviera al sueño, y fue entonces cuando oyó también la segura causa de mi despertar y mi llanto: mis padres acababan de regresar, y de su habitación, cercana a la mía, salían gritos y de vez en cuando el ruido de un golpe, de algún golpe dado en el suelo o sobre una mesa. El aya, asustada, se puso a cantarme en seguida para sepultar los gritos y vencer su miedo, y fue su propio canto unido a mis sollozos lo que le impidió escuchar la conversación, aunque en algunos momentos las voces subían tanto de tono que volvían a sobresaltarla, obligándola a interrumpirse y a oír frases sueltas en contra de su voluntad. Unas pocas frases, ocho exactamente, ocho frases aisladas oídas de dos en dos que a requerimiento mío me repitió tantas veces que ahora es casi como si fuera yo quien las recordara. Pues yo también debí oírlas entonces, pero no es posible que las recuerde, como me resulta casi imposible recordar a mi madre. Sin embargo recuerdo esas frases que primero apunté y luego se me han quedado sin que hiciera esfuerzo, y sé que una de las cosas que aquella noche dijo mi madre fue esta, según el aya: «Pero no estoy segura, Tom, y también puede ser tuyo.» Y sé lo que respondió mi padre: «Basta con esa duda para que no pueda ni vaya a serlo.» Y sé que en otro momento mi madre dijo: «No sé lo que quiero, ojalá lo supiera, estoy cansada de no saberlo.» Y respondió mi padre: «En cambio yo estoy cansado de saberlo y no poder conseguirlo.» La tercera frase de mi madre fue esta: «Si eso es lo que quieres, me marcharé mañana, pero me llevaré a la niña conmigo.» Y respondió mi padre: «No estás en condiciones de llevarte más que lo que llevas puesto y lo que llevas dentro, y puede que a Clare no la vuelvas a ver.» Y más tarde el aya oyó lo último que le oyó a mi madre: «No puedo más, Tom», dijo mi madre. Y respondió mi padre: «Tampoco yo puedo con esto». El aya Hilla cantó hasta que me volví a dormir, cada vez más tenuemente a medida que se apaciguaban las voces, y cuando acababa de conciliar el sueño de nuevo y las voces ya se habían callado, contaba el aya que se abrió la puerta de mi habitación y se vio la figura de mi padre a contraluz. No traspasó el umbral. «¿Se ha vuelto a dormir la niña?», preguntó. El aya le miró y se llevó a los labios el dedo índice, y mi padre, bajando el tono, añadió: «Mrs Newton sale de viaje mañana muy temprano. Es mejor que la niña no la vea marcharse. Llévesela a dormir con usted esta noche». La puerta volvió a cerrarse, y entonces el aya, con mucho cuidado, a oscuras, sin despertarme, obedeció las órdenes y me cogió en brazos y me llevó a su cuarto para que pasara con ella el resto de aquella noche. Me dejó su cama y durmió en una silla, alerta.’ Clare Bayes calló, hizo una pausa. Se levantó de la cama de matrimonio que sólo ocupaba ella y fue al cuarto de baño, y aunque estábamos en confianza no lo estábamos tanto como para que no cerrara la puerta. Aun así no pude evitar oír la caída del líquido sobre el otro líquido, y mientras la oía (sin querer oírla) pensé otra vez aquel nombre: ‘Terry Armstrong’, pensé, y esta vez pensé algo más: ‘Armstrong es muy corriente, y también lo es Terry, que en una mujer es Theresa, su diminutivo, pero en un hombre es Terence, su diminutivo. Pero Armstrong es muy corriente, hay millares en Inglaterra y los ha habido siempre, tantos o más que Newton y casi tantos como Blake, y en cambio es raro ese compuesto de Cromer-Blake. Y Terence o Terry es también muy corriente, aunque no como John, ni como Tom, o Ted, que es Edward y Theodore. Armstrong’, pensé. ‘Armstrong querría decir Brazofuerte.’ Y cuando Clare Bayes volvió se sentó encima de la cama y apoyó los riñones sobre la almohada doblada y la espalda contra la pared. Encendió otro cigarrillo y dobló las piernas, y la falda volvió a subir. Se había humedecido la cara y la mirada ya no era tan fija, pero no había perdido el hilo. ‘A la mañana siguiente mi madre ya no estaba en casa, dijeron que se había marchado de viaje unos días. Yo seguía teniendo al aya Hilla, y a partir de aquel día la tuve aún más, siempre a mi lado durante los varios años que aún permanecimos en Delhi, sin ser trasladados, pese a lo que pasó allí. Ella ya no pudo restablecer el contacto con mi madre ni por supuesto con Terry Armstrong, a quien ni siquiera sabía dónde localizar. Mi padre, además, la sometió durante aquellos días a una vigilancia discreta, obligándola a estar conmigo en la casa todo el tiempo, a no dejarme un instante, y eso fue lo que hizo a partir de entonces, estar conmigo todo el tiempo y no dejarme un instante, hasta que años más tarde nos fuimos por fin de Delhi y ella prefirió no seguirnos. El aya Hilla no supo nunca qué fue de mi madre durante aquellos días, pero es de suponer que recurriera a Armstrong y se refugiara con él en algún hotel o en casa de alguien que él conociera en Delhi, alguien indio, sin duda nadie de la colonia británica, a cuyos miembros difícilmente podía dar explicaciones de lo sucedido. A mi madre empezaba a notársele ya el embarazo entonces, se le notaba algo según el aya, en el desdibujamiento del rostro y en la figura que empezaba a abultarse, quizá por eso tuvo que hablar con mi padre, contárselo, aquella noche que trajo su marcha. El aya tampoco supo si Terry Armstrong se encontraba ya en la ciudad cuando mi madre abandonó la casa, si estaba ya allí aquella noche y la esperaba a la mañana siguiente en algún lugar o si acudió en cuanto pudo llamado por ella, más tarde, y si por tanto al principio mi madre debió estar sola. Decía el aya que Armstrong nunca le pareció un hombre práctico, ni de recursos, sino un soñador, así lo definía el aya, un soñador, esa palabra. De él recordaba sobre todo su humor excelente y sus continuas bromas. Contaba que con frecuencia sacaba de su bolsillo una petaca metálica que entre risas acercaba a los labios de mi madre e incluso a los del aya, quienes la rechazaban divertidas siempre, y entonces él discurseaba con la petaca en alto, brindaba por nombres ingleses que para el aya no tenían significado y bebía larga y alegremente, aunque ella nunca lo vio borracho. Mi madre reía siempre, se lo reía todo y reía de todo como ríen los jóvenes, y como el propio Armstrong: siempre de broma, decía el aya: una eterna carcajada.’ Y mientras Clare Bayes hablaba del hombre del que lo ignoraba todo salvo un rasgo de su carácter y el nombre, yo por fin abandoné mi puesto y me acerqué a la cama, a cuyos pies me senté, en el suelo, para escuchar mejor y pensar menos. Pero todavía entonces hice caso de mi pensamiento, que sin embargo fue rápido y breve, porque lo único que alcancé a pensar (mientras me acercaba y notaba la arena de los calcetines, y a los pies de la cama) fue un mero nombre: ‘Terence Ian Fytton Armstrong.’ ‘Cuatro días después de la noche de la discusión lo vimos a él, a Terry Armstrong. Lo vimos el aya y yo y quizá mi padre, aunque él no lo haya admitido nunca y yo no pueda recordarlo, como no recuerdo las frases que aquella otra noche me hicieron llorar y me despertaron. O acaso olvidé lo que había visto durante mucho tiempo, y sólo mucho más tarde, al saber de ello, y que lo había visto, volví a tener una forma de recuerdo de aquello que, según el aya, yo vi también con mis propios ojos. Es muy probable que si ahora lo cuento como si lo recordara se deba sólo a que ahora lo sé y a que llevo años imaginándolo, desde que lo sé. Pero no puedo evitar, ¿entiendes?, saber que lo vi, y aunque no lo comprendiera entonces ni lo recuerde ahora con la memoria, creo recordarlo ahora con mi conocimiento.’ Y mientras Clare Bayes que fue antes Clare Newton me hablaba de su conocimiento o recuerdo de la primera Clare Newton que antes llevaría otro apellido que yo no sé (o bien: mientras la niña Clare me hablaba de su madre muerta), yo seguí pensando en el nombre de Armstrong, y pensé esta vez (al tiempo que oía contar aquel episodio tan melodramático a uno de sus testigos): ‘No puede ser y no será y no es, Armstrong es muy corriente y también Terry es corriente, hay millares de Terries y millares de Armstrongs y centenares de Terry Armstrongs, y además no hay forma de averiguarlo porque nadie sabe nada de Terry Armstrong, que no dejó ningún rastro tras haber regresado a Calcuta en los años cincuenta como regresó a Vasto al final de su tiempo, quizá volvió a Calcuta para una farra última que se le fue complicando y que le entretuvo y le duró año y medio (fue más que una farra), y que le llevó hasta Delhi; una farra última, aunque la celebrara quince años antes de su verdadera muerte.’ ‘Habían pasado solamente cuatro días, y yo estaba en el jardín con el aya, mirando el río y esperando los trenes del final de la tarde, como te he contado que hice siempre desde muy pequeña y seguí haciendo hasta que nos fuimos de Delhi. Mi padre estaba más alejado, en el borde del jardín, junto a la casa, y por eso es posible que lo viera todo y también es posible que no viera nada. Pero yo sí vi lo que sé que vi y no recuerdo ni recordé más tarde ni tampoco entonces, ni siquiera inmediatamente después de que sucediera, porque aquella noche, cuatro noches después de que mi madre se hubiera ido y mientras esperaba el paso del tren correo que venía de Moradabad y llegaba siempre con tanto retraso, aparecieron dos figuras, una mujer y un hombre, caminando por el puente de hierro que atraviesa el río.’ ‘El puente sobre el río Yamuna o Jumna que Clare Bayes me ha descrito’, pensé. ‘El largo puente de hierros diagonales entrecruzados, la mayor parte del tiempo vacío, en tinieblas, ocioso y difuminado, exactamente como una de esas figuras devotas y secundarias de la niñez que luego se hacen recónditas para reaparecer e iluminarse al cabo del tiempo sólo un instante, cuando son llamadas, y volver a perderse en seguida en la oscuridad de sus existencias ignoradas y conmutables tras haber cumplido su breve servicio o revelado el secreto que de pronto se les exige. Exactamente como el aya Hilla o como la criada vieja que me acompañaba con mis tres hermanos por la calle de Génova, o de Covarrubias, o de Miguel Ángel: el aya india Hilla y la criada madrileña vieja, que son conmutables y sólo existen para que por ellas transite, cada vez que le sea preciso, el niño.’ Y mientras Clare Bayes me iba contando lo que había visto y recordaba sólo con el conocimiento, yo lo fui pensando a los pies de la cama, mirando sus piernas esbeltas y recias, sus piernas de frente y el pico de sus bragas: ‘La niña inglesa mira ahora el negro puente de hierro esperando a que lo atraviese un tren, para verlo iluminado y reflejado en el agua, uno de esos trenes de colores vivos, llenos de luz y de inaudible ruido, que atraviesan el río Yamuna de tarde en tarde, el río Jumna que ella mira pacientemente desde su casa en lo alto cuando ya ha anochecido. Pero ese tren aún no aparece, y por el puente en tinieblas transitan ahora, en cambio, vacilantes y temerosas, tropezando acaso con los rieles, pisando la grava, dos figuras que son John Gawsworth y la madre de la niña que mira, Clare Newton, una mujer que es joven, más joven de lo que lo es su hija esta noche en Brighton. Van cogidos de la mano, y es Armstrong quien guía a la madre, se van apoyando en los hierros diagonales entrecruzados, se van agarrando a ellos, como si temieran caerse y caer al agua, aunque es posible que sea para eso para lo que han ido al puente, para caer y hundirse, o acaso no, y simplemente lo están atravesando a pie, con dificultades, quizá están huyendo, o están aturdidos, o perturbados, o ebrios, o enfermos, quizá no saben lo que están haciendo. La niña distingue en seguida sus dos figuras en la oscuridad porque ambas van vestidas de blanco y porque una de ellas es su madre (y porque quien será Clare Bayes sólo tiene ojos para la estructura de hierro que anuncia carruajes de mil colores). «Ahí está mamá», dice la niña señalando hacia el puente, y el aya no le hace caso en un primer instante, no levanta la vista y sigue canturreando algún canto insignificante mientras cose o no hace nada y se limita a tener juntas las manos sobre el regazo al tiempo que vigila a la niña que se le ha encomendado. La niña ve cómo el hombre que tal vez es Gawsworth avanza hasta la mitad del puente, siempre llevando tras de sí a la madre, y aunque la niña aún no lo sabe —se lo irá susurrando el aya durante su futura infancia, sin contárselo todo hasta mucho más tarde: sin contarlo hasta que se le exija—, están en el puente desde el que se ha arrojado más de una pareja de desdichados amantes. Pero quizá ellos no van a arrojarse, aunque es bien posible que esa noche ya sean eso, una pareja de amantes desdichados que sin embargo están en el puente por otro motivo, quién sabe, puede que el propio Gawsworth, que guía a la madre, no sepa demasiado bien cuál es el motivo. Armstrong saca su petaca metálica del bolsillo de su chaqueta blanca, pero ya no brinda ni discursea ni la acerca a los labios de la primera Clare Newton, que reían tanto (a los labios besados tanto), sino que bebe unas gotas apresuradamente, casi a escondidas de la mujer que le ama y le va siguiendo: ella lleva la mirada baja, mientras que él la lleva alzada, es posible que ella tenga vértigo, que no pueda evitar mirar hacia abajo, hacia el ancho río de aguas azules (o negras, porque es de noche), y que además esa sea la única forma de irse acostumbrando a ellas, porque tal vez la madre sí va a arrojarse, puede que ella esté más decidida y que se pregunte si Gawsworth, o Terry Armstrong, saltará también, como se han prometido y han planeado. A Clare Newton primera no se le escapa que él va bebiendo tragos de su petaca metálica, quizá para irse acostumbrando —él— al líquido que les aguarda; y tampoco se le escapa al aya, que ahora ya mira hacia el puente porque la niña ha insistido («Mira, ahí está mamá con un hombre»), aunque mira atónita y sin comprender todavía lo que está viendo. Quizá se lo hayan prometido y lo hayan planeado y lo hayan acordado la noche anterior, la madre y el hombre, o durante el día, en una habitación de hotel, y lo han acordado (Clare Bayes no lo sabe, nadie lo sabe) porque no se les ocurre otra solución que la de detenerse en seco, Gawsworth es calamitoso y se ofusca y además no es serio y bromea y juega (su pensamiento es errático, su carácter endeble), y no puede aceptar que la vida se ponga al día también con él, que lo centre y lo cargue, el rey de Redonda no puede tener heredero ni hacerse cargo de ningún niño, ni siquiera puede hacerse cargo de la mujer que ama y que lleva uno suyo dentro, quizá no podría aunque no lo llevara. Y Clare Newton lo ha acordado con él (Clare Bayes no lo sabe, no lo sabe nadie) porque está asustada y desesperada, tres noches y cuatro días lleva sola y sin casa y quizá sin dinero, en hoteles baratos o vagando acaso por la ciudad ahora inhóspita mientras Armstrong tarda en aparecer y allí no hay nadie que se ocupe de ella, tres noches y cuatro días desconcertada, aterrada, sin poder creer lo que le está pasando: su voluntad anda errante, ya no sabe retenerla, demorar su marcha, ya no es suya del todo, como la de un enfermo o un viejo o como la de un perturbado. Él bebe, ella mira el agua. Los dos se paran en mitad del puente, se tambalean. Gawsworth le pasa el brazo —su brazo fuerte— por encima de los hombros, como se pasa el brazo a las personas a las que se protege y quiere, y con la otra mano se agarra a un hierro diagonal que se cruzará con otro, y en la primera mano sostendrá la petaca, que seguramente está vacía aunque él no se ha dado cuenta. Ahora Armstrong mira hacia abajo, y la madre en cambio mira hacia arriba, tratando de divisar el jardín de su casa a la que no volverá, y a su hija en lo alto, preguntándose si estará aún mirando, esperando que no esté mirando, que el aya Hilla ya la haya acostado y le esté cantando porque ya haya pasado el tren correo que viene de Moradabad y marca el fin del día para la niña (pero Clare Newton ignora que hoy también ese tren lleva mucho retraso). La pareja de amantes que sólo desde hace poco son amantes desdichados permanece inmóvil, no prosigue su marcha, esa pareja no acaba de atravesar el puente. Y es entonces cuando aparece tras un recodo el tren correo de Moradabad, el tren que la niña inglesa está esperando como todas las noches de su infancia extranjera presente y futura y del Mediodía, ese tren que llega siempre con incalculable retraso (nadie puede calcularlo, y esta noche no lo ha calculado nadie), y que por eso, aunque ya se acerca a su destino, no parece nunca que vaya a aminorar la marcha. Gawsworth vuelve la mirada hacia el tren que surge, mientras que la madre lo oye venir (oye encima el ruido de hierro que es inaudible para la niña) sin necesidad de mirarlo, vuelve a mirar sólo el agua. La luna es pulposa y móvil y como una astilla. Y entonces Armstrong levanta el brazo con que rodea los hombros de la primera Clare Newton, se libera y la suelta, y ahora con ambas manos —con esas manos que pilotaron aviones y que pedirán limosna— se agarra y pega el cuerpo a los hierros diagonales entrecruzados, la borrachera ida repentinamente, la petaca soltada y caída, los ojos muy abiertos y llenos de espanto como los del perro de Alan Marriott justo antes de que le cortaran la pata trasera izquierda en la estación de Didcot. «Son tantas las cosas que nos retienen», quizá piensa Gawsworth aferrado a los hierros, «y todo puede aún darse.» O quizá no lo piensa, lo sabe. También la madre debe saberlo, pero sin embargo aguanta hasta el último instante con su cuerpo tan cercano a la vía —su cuerpo que empieza a abultarse, con lo que aún no es ni será el hermano menor de Clare Bayes— y no sigue el ejemplo de Armstrong, los dos amantes no hacen lo mismo, y en vez de aferrarse también a los hierros, la madre cae o salta por entre ellos, se arroja al agua con su vestido blanco (blanco como el pelo de Cromer-Blake, y como el de Rylands, y como los pechos de Muriel, la falsa gorda de Wychwood Forest), Clare Newton su nombre. Y mientras Clare Newton salta y Terry Armstrong no salta, pasa el tren ocupando entero el puente de hierro, de punta a punta, y alumbrando el río con sus ventanillas (los hombres de las gabarras se desequilibran, mirando hacia lo alto), y esa es la imagen que ayuda a la niña a conciliar el sueño y a conformarse con la idea del siguiente día en una ciudad a la que no pertenece y que sólo verá como suya cuando la haya dejado y no tenga más oportunidad de rememorarla en voz alta que con su hijo o con un amante, pues los amantes sirven para lo que los hijos sirven, principalmente para escuchar nuestra historia. La madre cae con su sensación de descenso, con su sensación de carga, con su sensación de vértigo, de caída y gravidez y peso, con su cuerpo abultado y su rostro desdibujado, con su falsa gordura y su abatimiento. Y los ojos de Gawsworth —que ahora llevan años cerrados y sin mirada de ninguna clase— ven cómo cae y se hunde el cuerpo de quien él amaba; y la niña Clare contempla desde lo alto cómo desaparece en las aguas azules de ese río brillante y claro en la noche el cuerpo de quien amaba —la madre que no puede recordar esta noche en Brighton—; y quizá el padre, desde el borde del jardín, junto a la casa, ve también cómo tarda en salir a la superficie y no sale el cuerpo de quien aún amaba. (Los tres ven matarse a la persona que aman.) Y es el aya Hilla, que ve cómo los hombres de las gabarras no dan con el cuerpo amado que se llevó la corriente, quien revelará el secreto, porque no lo harán Terry Armstrong ni el padre, ni tampoco el puente de hierro sobre el río Jumna. Y cuando el tren ha pasado y Clare Bayes que era entonces Clare Newton pierde ya de vista la linterna oscilante del último coche al que con la mano ha dicho un adiós que nunca fue dicho para ser respondido porque allí ya no estaba quien podía responder a él, ese puente vuelve a quedar vacío, en tinieblas, ocioso y difuminado. En él sólo queda durante unos segundos la otra figura blanca, que quizá vomita sobre el río Yamuna como un mendigo oxoniense sobre el río Isis, antes de que se aleje por él corriendo, espantado, el último rey de Redonda, el escritor John Gawsworth, el Escritor de Verdad que ya no volverá a escribir ni dejará ningún rastro. O acaso sólo una petaca metálica que tal vez sigue allí desde aquella noche, aplastada, oxidada y vacía entre los rieles.’

Y cuando Clare Bayes terminó su relato, yo me alcé del suelo y volví a mi ventana y a mirar por ella, pensando: ‘Pero no puede ser y no será y no es’.

Ella se levantó de la cama y se acercó a donde yo estaba, y entonces los dos miramos en silencio por aquella ventana que mostraba a lo lejos esa imitación fantástica de los palacios del país de su infancia: había luna y nubes; su pecho rozaba mi espalda. Clare Bayes me acarició la nuca con una mano, y yo me di la vuelta y nos miramos como si fuéramos los ojos vigilantes y compasivos el uno del otro, los ojos que vienen desde el pasado y que ya no importan porque ya saben cómo están obligados a vernos, desde hace mucho: tal vez nos miramos como si fuéramos hermanos mayores ambos y lamentáramos no poder querernos más. O más que como tales. Y fue entonces cuando no pude evitar recordar unos versos leídos como una cita, los versos de otro autor inglés del que (al revés que de Gawsworth) se sabe mucho, menos de su muerte oscura, que fue violenta y es legendaria y ha habido que imaginarla, como la de Clare Newton: fue a morir apuñalado sin haber cumplido los treinta en una fecha de Trinity, un 30 de mayo de hace cuatrocientos años, en Deptford, que querría decir Vadoprofundo, cerca del río Támesis, que es como se conoce al Isis en todo lugar y tiempo menos a su paso por Oxford. Y pensé: ‘Thou hast committed fornication: but that was in another country, and besides, the wench is dead.’ O bien, lo mismo: ‘Has incurrido en fornicación: pero eso fue en otro país, y además, la moza ha muerto.’

Al día siguiente, cuando Clare Bayes me dejó con su coche a la puerta de mi casa en Oxford (y aunque no era de noche ya no nos ocultábamos), vi que en aquel momento la florista gitana que se ponía enfrente los días de fiesta era recogida por su invisible marido en su furgoneta limpia y moderna. Eso significaba que ya declinaba el día pese a la luz inmutable de la primavera, suspendida y tibia, y que faltaba poco para que la débil rueda del mundo volviera a ponerse en marcha y la quietud acabara. Me di cuenta con alegría de que me había ahorrado un domingo desterrado del infinito.