Ahora ya no me fijo tanto, paso semanas y aun meses utilizando el cubo sin prestarle atención, es posible que no me fije en absoluto o más que de tarde en tarde, un segundo, como cuando se recuerda algo tan repudiado o extinto que se lo ahuyenta en seguida para que no haya posibilidades de que vuelva a existir y para que se asemeje a lo que no existió. A lo que no tuvo lugar. En el breve espacio de tiempo transcurrido desde que abandoné la ciudad de Oxford demasiadas cosas han cambiado o han empezado o dejado de ser.

Ahora ya no vivo solo ni en el extranjero, sino que me he casado y vivo en Madrid otra vez. Tengo un hijo. Ese hijo es aún muy pequeño, no habla ni anda ni por supuesto tiene memoria, todavía no lo comprendo, no sé cómo ha llegado a suceder, me parece impropio de mí, extraño y ajeno, aunque vive con nosotros noche y día, no se ha ausentado un minuto desde que nació y para él no habrá fecha de caducidad, como puede haberla para su madre o para mí mismo, como la hubo para Clare Bayes o para mí mismo (tal vez) hace ahora dos años y medio, al término de mi estancia en Oxford. En cambio para él no hay plazo. Hace poco no era. Ahora es un niño eterno. A veces miro a este niño de pocos meses y recuerdo las palabras de Alan Marriott, me pregunto qué precisará este niño para causar horror, o a quién habrá venido a añadirse para que lo cause ese quién, me preocupa la fantasía de poder ser yo mismo —su padre— la idea precisa, la idea justa para que infundamos horror. Él la idea justa para que lo infunda yo. Lo miro dormido. Es un niño totalmente normal hasta ahora. Él, por sí solo, no puede infundir horror, al contrario, tanto su madre como yo, como todas las personas que nos rodean y nos visitan aquí en Madrid, sentimos hacia él el afán protector que suelen suscitar los niños de cortísima edad. Parecen frágiles. Y no se protege a lo que infunde horror, aunque también me pregunto si quizá lo horrible no será protegido por lo que Alan Marriott llamó su pareja espantosa, por aquel o aquello que descubre o provoca el horror con su asociación, con su conjunción. Como el perro habría protegido a la florista y la florista al perro en el ejemplo puesto por Alan Marriott. Este hijo es muy querido por su madre y por mí, creo yo (para su madre será una deidad transitoria sentenciada a dejar de serlo), pero resulta obsesivo, como supongo que lo resultan todos en sus primeros meses, y hay veces en las que no desearía que desapareciera —no es eso en modo alguno, sería lo último, enloqueceríamos—, pero sí retornar a la situación de ser sin hijos, de ser un hombre sin prolongación, de poder encarnar siempre y sin mezcla la figura filial o fraterna, las verdaderas, las únicas a las que estamos acostumbrados, las únicas en las que estamos o podemos estar instalados naturalmente desde el principio. El ejercicio de la figura paterna o materna es una atribución del tiempo, sin duda un deber del tiempo. Requiere adaptación, concentración, es algo que llega. Aún no comprendo que este niño esté aquí y esté permanentemente, anunciando su duración increíble que nos sobrevivirá, ni que yo sea su padre. Hoy salí solo a unas conversaciones y a unos asuntos (a unos asuntos de mucho dinero: también eso ha cambiado, ahora gano y manejo mucho dinero, aunque no como un bursar), y en medio de una de las conversaciones me olvidé por completo de la existencia del niño. Quiero decir que me olvidé de que había nacido, de su nombre, de su cara, de su breve pasado al que tengo la responsabilidad de haber asistido, no simplemente que me abstraje de él durante un rato, lo cual no sólo es normal, sino beneficioso para ambos. El niño —eso es— no contaba. No me olvidé, en cambio, de mi mujer, para la que tampoco ha habido nunca ni hay fecha de caducidad prevista, como sí la hubo para Clare Bayes desde el primer instante en que puse mis ojos (con admiración sexual, que también tengo por Luisa) sobre su hermoso rostro tallado, leñoso, cuadrado, y su escote nocturno de tan buen gusto. (Con todo, a mi mujer no hace tantísimo que la conozco, podía haberme olvidado de ella y sin embargo no lo hice.) Así, esta mañana, mientras hablaba con un financiero llamado Estévez, cincuentón y extrovertido (impulsor, se llamó a sí mismo con agrado tres o cuatro veces), el niño se asemejó a lo que no ha existido, más que a lo que ha dejado de ser. Durante no menos de cuarenta y cinco minutos, y mientras el impulsor Estévez me regalaba los oídos y me hacía propuestas magníficas, creí que no tenía ningún hijo, e hice mentalmente proyectos con mi mujer (sobre todo viajes) como si no existiese en absoluto este niño que aún no sabe andar ni tampoco hablar. Su vida fue literalmente borrada de mi cabeza durante no menos de cuarenta y cinco minutos. Desapareció, quedó anulada. Luego, sin que hubiera nada especial ni concreto que me lo trajera a la memoria, lo recordé. ‘El niño’, recordé. No me importó recordarlo —me alegré—, ni desechar de inmediato los planes que había ido trazando rápidamente mientras charlaba con el impulsor Estévez, un individuo muy alentador y entusiasta. En modo alguno me molestó. Pero sí me preocupé y me sentí culpable por haberlo olvidado, y eso me ha hecho volver a pensar hoy, como otras veces cuando lo miro dormido, si no seré yo su pareja espantosa, si no estaré destinado a serlo puesto que soy capaz de olvidarme por completo de su existencia a los pocos meses de su nacimiento. Esto no tiene por qué ser un indicio, le puede ocurrir a cualquiera, pero el olvido origina rencor, y el rencor espanto. Él me olvidará, porque no me habrá conocido en mi infancia ni en mi juventud. Hace un rato le pregunté a mi mujer, que es bastante objetiva y serena en su maternidad, si creía que este niño viviría siempre con nosotros, mientras fuera niño o muy joven. Estaba desnudándose para acostarse, acababa de descubrirse el torso con los pechos crecidos por su maternidad.

—Claro, qué bobadas son esas —me contestó—, ¿con quién si no? —Y añadió sin interrumpir su acción, mientras se quitaba las medias enteras y oscuras—: Si no nos pasa nada.

—¿Qué quieres decir?

Estaba casi desnuda. En una mano aún tenía las medias, en la otra el camisón. Estaba casi desnuda.

—Nada malo, quiero decir.

El hijo de Clare Bayes no vivía con ella y con su marido. O, mejor dicho, no solía estar con ellos en Oxford más que en vacaciones, cuando regresaba desde su colegio en Bristol. Estudiaba allí porque estaba previsto que a partir de los trece años acudiera al famoso y carísimo colegio Clifton, a orillas del Avon, en las afueras de Bristol, donde su padre había estudiado y para que ya desde muy pequeño se acostumbrara al sitio y al alejamiento del hogar paterno. Sus vacaciones, mucho más cortas que las mías y las de sus padres (en Oxford se imparten clases durante tres periodos de ocho semanas justas —Michaelmas, Hilary, Trinity— y el resto es desocupación para aquellos que no tienen además tareas administrativas ni apenas que examinar, como no tenía yo), solían pillarme fuera de la ciudad, de visita en Madrid o viajando por Francia, Gales, Escocia, Irlanda o la propia Inglaterra. Jamás me quedé en Oxford sin estar obligado a ello. Bueno, sólo una vez, al final de todo. Con el hijo de Clare Bayes, por tanto, no coincidía nunca, y eso era para mí lo más cómodo, y para nuestro adulterio, supongo, lo más adecuado. A los niños no hay que mezclarlos. Son demasiado inquisitivos y sensibleros. Son dramáticos y aprensivos. No soportan la penumbra ni la ambigüedad. Ven peligro por todas partes, hasta donde no lo hay, por lo que no se les escapa nunca una situación en la que sí lo haya, ni siquiera una situación meramente turbia o irregular. Hace ya más de un siglo que dejó de educárselos para convertirse en adultos. Todo lo contrario, y el resultado es que los adultos de nuestra época están educados —estamos educados— para seguir siendo niños. Para emocionarnos con la competición deportiva y tener celos de cualquier cosa. Para vivir en constante alarma y quererlo todo. Para temer y rabiar. Para acobardarnos. Para observarnos. De nuestros países ha sido Inglaterra el que menos ha seguido esta tendencia moderna, y hasta hace bien poco todavía apaleaba con fruición y rigor a sus vástagos más tiernos, con las consiguientes desviaciones que todo el mundo conoce (sexuales) en sus ciudadanos más impresionables. En el colegio de Bristol, sin embargo, y por lo que me contaba Clare Bayes, ya no fustigaban, y yo suponía que su hijo Eric no sólo no padecería apenas en su vida escolar, como sus predecesores reales y de ficción, sino que gozaría en casa de los inauditos privilegios reservados a los niños que viven internos la mayor parte del año. Pese a su falta de miramientos y a su carácter expansivo, Clare Bayes tenía la consideración de no hablar demasiado de él, al menos conmigo, que, sin conocerlo, no podía sino verlo como la estela o el testimonio vivo de su amor pasado. Los amores pasados siempre ofenden a los amantes nuevos, por muy muertos que estén aquéllos. Mucho más que las desafecciones, aunque éstas estén muy presentes y vivas y sean un engorro para lo práctico. Pero conmigo, al menos, Clare Bayes hablaba de su hijo Eric sólo cuando se le preguntaba.

Durante mi segundo y último curso en Oxford, al comienzo del falso trimestre llamado Trinity y cuyas ocho semanas justas se reparten entre abril, mayo y junio, el hijo de Clare Bayes enfermó en su colegio de Bristol y Clare y Edward Bayes hubieron de ir a buscarlo. Permaneció recuperándose en Oxford por espacio de cuatro semanas, y durante aquella temporada de convalecencia y restablecimiento dejé de ver a Clare Bayes casi completamente. Como ya he dicho en otra ocasión, no es que nos viéramos nunca con mucha regularidad ni continuidad excesiva, pero también es cierto que —exceptuando las vacaciones— jamás desde nuestro conocimiento habían pasado más de siete días sin que nos encontráramos una vez al menos, aunque no fuera más que media hora turbulenta y rápida entre dos lecciones. Aquellas cuatro semanas (y quizá las que las siguieron no fueron mejores) fueron el peor periodo de toda mi estancia en Oxford. No sólo estuve más solo y más desocupado (durante el último trimestre muchas clases son desatendidas o acaban suspendiéndose para que los alumnos puedan dedicarse a preparar los exámenes y los dons a preparar las preguntas más criminales), sino que descubrí con gran desagrado que los tenues y esporádicos celos que muy de tarde en tarde sentía por causa de Edward Bayes (o por el amor pasado, conmigo o hacia mí no retornado) se intensificaban por causa de su hijo Eric y de los cuidados que su madre le dispensaba en presente detrimento mío. Fue de ella la determinación de no verme mientras el niño Eric permaneciera en la ciudad, y aunque su dolencia no era grave sino sólo lenta (a partir de la segunda semana ya pudo salir, con prudencia), Clare Bayes decidió compensarle de tantos meses como pasaba al año apartado de ella. Aprovechando su enfermedad, quiso educarlo un poco y hacerlo más niño. Alimentar su retina, acumular imágenes. Esto es lo que yo infería.

Yo la llamaba a su despacho cada dos o tres días (lo único que ella me permitía) con el pretexto de saber cómo iba evolucionando el niño y la intención de arrancarle una cita rauda —una turbulencia— en el momento que ella quisiera. Nunca estuve más disponible y dispuesto, nunca le di tantas facilidades, que fueron todas —una tras otra, día tras otro— declinadas. Tampoco estuve nunca más ardoroso (pero verbalmente). Clare Bayes no quería distracciones ni interferencias adultas mientras el niño Eric estuviera en su casa. Estaba dispuesta a recibir mis llamadas, incluso a llamarme ella para darme el parte, creyendo o fingiendo creer que yo tenía preocupación verdadera por aquel proceso infeccioso o aquel hueso roto (ni siquiera recuerdo qué fue lo que trajo al niño, tan poco atendía a las explicaciones) que debían combatirse o soldarse en el cuerpo de quien para mí era sólo un desconocido intruso. Pero no consentía en verme, y cuando coincidíamos en la calle o en los pasillos con eco de la Tayloriana, me saludaba con aún más mesura y tibieza de las que —por precaución, aunque irreflexiva— mostraba hacia mí normalmente en público. Y seguía de largo. En un gesto demasiado meridional yo me volvía para ver sus piernas un poco musculadas y recias sobre sus tacones altos. Ya nunca se las veía esbeltas y casi pueriles en sus movimientos: no la veía descalza. No podía agarrarla de un brazo y obligarla a pararse y protestarle como he visto hacer en el cine a los amantes desesperados, porque en las calles de Oxford (no digamos en los pasillos con eco de la Tayloriana) hay en todo momento numerosos dons o colegas (la ciudad dominada, es suya) que, con el pretexto de dirigirse de un college a otro o de una reunión en un edificio a otra en otro, remolonean ante los escaparates de las tiendas o las carteleras de los teatros o cines (escasos, pero suficientes) u organizan no tan breves intercambios de saludos y de impresiones (universitarias). (Quizá están espiando.) Y en la Tayloriana se oye siempre, como un murmullo metálico, en la distancia, el hilo de la voz exaltada y casi colérica del profesor Jolyon que dicta sus magistrales lecciones en el ostracismo (piadoso) del último piso. Por otra parte, yo no estaba exactamente desesperado. Clare Bayes me había prohibido aparecer por su despacho de Catte Street mientras aquella situación durara, y por supuesto me había prohibido llamarla a casa, aun cuando fuera en horas en las que la ausencia de Edward estaba garantizada. Ahora ya no importaba que su marido estuviera o no, porque lo que era seguro es que el niño Eric estaba allí siempre. Yo no podía profesarle mayor antipatía (por anticipado) a aquel niño Eric que me privaba de pronto del único afecto —caedizo, precario, sin porvenir, pero el único manifiesto— de que había disfrutado en aquella ciudad estática y conservada en almíbar. Pero no llegaba a estar desesperado (exactamente).

Durante aquellas cuatro interminables semanas de primavera intensifiqué mis vagabundeos por la ciudad en busca de libros raros, y esa intensificación no deseada, artificial y finalmente enfermiza trajo como consecuencia el auge de mi perturbación y de mi identidad brumosa.

La ciudad de Oxford, sobre todo cuando llega lo que allí no tienen más remedio que considerar buen tiempo, es decir en Trinity, está poblada, es más, está abarrotada de pordioseros. Durante toda la primavera y parte del verano la ciudad, que en las demás estaciones cuenta ya con buen número, ve incrementada demencial y desmesuradamente su población mendicante. Da la impresión de que hay casi tantos mendigos como estudiantes. Son éstos la razón principal de la proliferación de aquéllos, que forman un verdadero ejército de ocupación (indisciplinado). Si los mendigos ingleses, galeses, escoceses y aun irlandeses abandonan sus respectivos refugios o cuarteles de invierno y todos a una inician la peregrinación o marcha sobre la ciudad de Oxford cuando llega la primavera (de hecho son sus oleadas las que la van anunciando), es porque Oxford es una ciudad adinerada —riquísima—, porque allí hay un par de casas de beneficencia o asilos en los que se les procura una comida diaria y a veces cama a los menos noctámbulos, y, principalmente, porque la gran mayoría de sus habitantes tienen corazones jóvenes y bisoños. Estos mendigos británicos que invaden las ciudades del sur más prósperas cuando su clima empieza a convertir su empedrado o su asfalto en un lecho admisible (o más bien sus bancos), no tienen nada que ver con los llamados pobres de solemnidad de nuestros países sureños, quienes siempre guardan la conciencia (un resto) de que, por mucho que juzguen que les es debido, el dinero lo están pidiendo. Estos mendigos británicos e irlandeses son hoscos y fieros y enormemente borrachos. Nunca les vi pedir nada, aunque esto tampoco quiere decir que lo exijan. Simplemente no hablan, no dicen, no actúan según lo acordado desde hace siglos, no mencionan su tarea ni su significado, sino que dan por supuesto que su actitud y su aspecto (desde luego indigente) hacen ya por sí solos las veces del gesto de tender la mano y de las consabidas frases postulantes. Jamás expondrán su caso ni contarán una historia: desconocen la labia. Son casi áfonos. Son interjectivos. Hay en ellos, yo creo, un punto de pereza y un punto de orgullo, uno de aburrimiento y uno de fatalismo. Seguramente no piden porque quien pide no puede —a menos que la petición sea falsa, el primer y disimulado paso para un atraco en regla— tener al mismo tiempo el aire jactancioso, hastiado, pendenciero y bronco que les es tan propio. No son humildes, carecen de picardía. No les interesa. Sin un mínimo o simulacro de aseo, con la mirada perdida en sus negras ojeras, con largas barbas y greñas prehistóricas, las ropas agujereadas o deshilachadas o desgarradas (pero con chaqueta o abrigo todos, casi ninguno con anorak o chándal u otras prendas deportivas), los hay de todas las edades y todos son incansables. Ninguno es sedentario. Blandiendo durante sus paseos botellas de cerveza, ginebra o whisky en sus manos olvidadas del agua, no permanecen en un mismo sitio más que lo suficiente para apurar sentados una botella o cuando caen rendidos tras sus caminatas interminables. Los mendigos oxonienses parecen poseídos por una rabia o fiebre andariega que los lleva a recorrer la ciudad entera varias veces al día con sus largas zancadas, increpando a su paso, haciendo ademanes bravucones u obscenos a los transeúntes, mascullando improperios, blasfemias y maldiciones que uno no descifra al cruzarse con ellos. Los mendigos oxonienses vagan. Son, de toda la población, los únicos que no saben a dónde van y dan vueltas y más vueltas por las calles grises y rojizas, bajo la lluvia o las nubes bajas. De vez en cuando se detiene uno de ellos a vomitar sobre el río Isis, encima de un puente, o se queda merodeando un rato a la puerta de un pub por si algún parroquiano con prisas (de los que salen a beber al fresco) deja un generoso culo de cualquier licor al alcance de su mano fuliginosa. Pero por lo demás nunca paran, son errabundos. Hay unos pocos que, por así decirlo, trabajan en algo más que en cultivar su aspecto menesteroso y tienen tendencia a estar fijos en un mismo sitio, o al menos arrastran algo en su vagabundeo (su herramienta de trabajo): son los que tocan un instrumento o poseen un animal ingenioso o hacen torpes malabarismos o canturrean baladas o dicen la buenaventura (escasísimos éstos, allí no hay casi clientela, ni curiosidad por el futuro). Estos mendigos activos son los más ricos y por consiguiente los más aborrecidos por sus colegas menos dotados. Yo he visto cómo dos de los más fieros y errantes (siempre barbados) se abalanzaban un atardecer sobre un hombrecillo entrado en años al que solía dar monedas por su apariencia aseada y pacífica y porque tocaba —lo había rescatado, dijo, de una hoguera portuaria en Liverpool— un organillo con chotis madrileños. Avanzar por Cornmarket y escuchar a lo lejos el vibrante sonido de un organillo tocando chotis me producía una hilaridad sólo comparable con la que me causaban los vivarachos grupos de turistas españoles con que me cruzaba algunos sábados y que iban invariablemente batiendo palmas, como es su costumbre en el extranjero (palmas claras). Así que no podía por menos de acercarme hasta el puesto del organillero cada vez que lo oía, aunque no me pillara muy de camino, y darle peniques, cuanto llevara suelto. Aquel atardecer, ya digo, vi cómo aquellos dos barbudos bestiales pateaban al viejo y su instrumento matritense. Corrí hacia ellos lleno de indignación y pánico, gritándoles barbaridades en español, y fue probablemente la sonoridad de una lengua extraña y adecuada al insulto (yo creo que les impresionó nuestra palabra culo) lo que los puso en fuga antes de que tuviera ocasión de estar lo bastante cerca para que me patearan a mí también (sin compasión), lo cual habría sido mi normal destino: no soy muy fuerte ni muy valiente. Ni el organillo ni el viejo sufrieron, por suerte, daños irreparables. Unos minutos después los vi desaparecer por St Aldate’s, un poco trastabillados, mientras acababa de caer la tarde. Era roja y yo respiraba agitadamente.

Pero para lo que quizá sí tenía valentía y fuerza era para reconocer y darme cuenta de que me iba asemejando algo a ellos, a los mendigos, aunque el mayor enemigo del pordiosero oxoniense es precisamente el profesor o don oxoniense, que, al contrario que los estudiantes, tiene el corazón viejo y experimentado y ahuyenta a los limosneros con exabruptos y con el vuelo rasante de su azotadora toga. Yo era un don oxoniense en aquellos momentos, y mi aspecto, supongo, era más el de un don oxoniense que el de cualquier otro tipo de personaje, por lo que las miradas que recibía de los errantes eran —con exactitud— torvas. Pero yo era un don provisional, y por tanto mi conciencia de serlo era aún exigua y no tenía muy arraigados los hábitos que les son más propios, entre ellos el de espantar vagabundos con gran destreza y ensayadas voces al efecto. En cuanto a mi educación y grado de conocimiento, eso no era un obstáculo para percibir la semejanza, ya que hay pordioseros muy cultos en Inglaterra. Allí la condición de mendicante puede no venir dada por el origen paupérrimo o por la quiebra atroz de un negocio o por la paralizadora ignorancia, sino por la afición a la bebida, por la expulsión de un trabajo, por el desengaño, por la pasión del juego o por trastornos psíquicos —en principio menores— de los que el estado suele hacer caso omiso. John Mollineux, el violín solista que tanto tocó en una época con la Academy of St Martin-in-the-Fields, la célebre orquesta de cámara, es hoy un anónimo mendigo alcoholizado del Támesis después de haber hecho una fulgurante carrera como músico durante más de un lustro y haber viajado (con muchos honores y cierta pompa) por todo el mundo. Sólo bebe, ya no toca, detesta el pentagrama. El profesor Mew (católico), un caso perdido de enajenación mental, vagó a lo largo de años por las calles de Oxford esgrimiendo botellas, blasfemando, disparatando, prevaricando, atufando a sus antiguos colegas y subordinados cuando se cruzaba con ellos (quienes no sabían si ahuyentarlo a bufidos o seguirle dando el tratamiento de catedrático), después de haber dejado importantísimos escritos de teología, haber llegado a lo más alto en su ascensión o medro académico e incluso haber formado parte durante varios años del Consejo Pontificio para la Cultura, que preside el mismísimo Papa. Ambos (el primer violín y el teólogo, no el Papa) eran borrachos y trastornados y en un momento dado fueron expulsados de sus respectivos trabajos. Pues bien, yo, en aquellas semanas del Trinity de mi segundo año en Oxford, vagaba también de un lado a otro, o, mejor dicho, de una librería de la ciudad a otra durante buena parte del día, y lo cierto es que en mi deambular me encontraba una y otra vez con las mismas caras esquinadas, con las mismas ropas raídas y pestilentes, con las mismas vaharadas alcohólicas y eructos estruendosos procedentes de bocas que apenas articulaban. Los únicos que vagaban por la ciudad, como yo, eran los pordioseros más violentos y más desesperados y más inactivos y más borrachos, algunos de los cuales eran quizá malogrados talentos de las artes y de las ciencias, como el violín Mollineux y el teólogo Mew. La ciudad de Oxford, o su casco central, no es grande, por lo que uno puede encontrarse con relativa facilidad a la misma persona dos o tres veces en un mismo día. Puede imaginarse cuán fácil resulta si tanto uno mismo como esa otra persona pasan además la jornada en la calle, vagando, errando, caminando sin rumbo, motivo, propósito ni seguramente —siquiera— conciencia de su caminar. Algunos rostros y algunos atuendos empezaron a hacérseme excesivamente familiares. ‘Ahí está de nuevo el tipo de los dientes negros, la nariz exangüe y la barba roja’, pensaba al cruzármelo por enésima vez. ‘Ahí el mendigo de los mitones de color verde higo.’ ‘Ahí esa mujer de la desdentada sonrisa ausente que quizá fue guapa, pues aún camina como caminaban en los años sesenta las mujeres guapas que se sabían guapas.’ ‘Ahí ese escocés tan calvo pese a su gorra de jockey, que exagera tanto la pronunciación de sus erres cuando maldice al Gran Dios y a su Madre Virgen.’ ‘Ahí ese negro joven y tatuado con la pernera derecha del pantalón cortada hasta casi la ingle.’ ‘Ahí ese viejo pasional y arremolinado, clavado al Filósofo que pintó Fragonard.’ Yo temía que ellos empezaran a efectuar el mismo tipo de reconocimiento conmigo y me asimilaran, que empezaran a darse cuenta de que, aunque no era un mendigo ni hablaba como ellos ni iba vestido como ellos, sino que tenía el inequívoco aspecto de un hombre togado aun cuando no siempre llevara la toga puesta, también yo, sin embargo, aparecía en sus recorridos maquinales y desnortados varias veces en el mismo día, y eso un día tras otro, durante una semana y dos semanas y tres semanas y cuatro semanas, como un animal doméstico extraviado, expulsado a la calle por el niño Eric que estaba enfermo.