Los zapatos que usaba Clare Bayes no eran nunca ingleses, sino siempre italianos, y jamás se le vio en ellos tacón bajo ni hebilla ni punta redondeada. Cuando venía a mi casa (en no tantas ocasiones) o acertábamos a llegar a la suya juntos (con aún menor frecuencia) o nos encontrábamos en un hotel de Londres o Reading o incluso Brighton (sólo una vez en Brighton), lo primero que solía hacer era despojarse de ellos valiéndose de los empeines y lanzarlos de sendos puntapiés contra las paredes, como persona que tenía innumerables pares y a la que nada importaba que se destruyeran. Yo los recogía inmediatamente y los ponía fuera del alcance de nuestra vista: la visión de unos zapatos vacíos me hace imaginar sobre ellos a la persona que los ha llevado o podría llevarlos puestos, y verla de hecho a mi lado —fuera de los zapatos— o no verla en absoluto me desazona terriblemente (por eso, para mí, contemplar el escaparate de una zapatería tradicional supone la figuración automática de multitudes firmes, incómodas y estrechadas). Clare Bayes tenía esta costumbre —al parecer adquirida durante algunos años de su infancia pasados en Delhi y El Cairo— de andar descalza sobre cualquier tipo de suelo (pero en Inglaterra casi todo es moqueta), y por eso el recuerdo de sus piernas que en mí predomina no es —como será para tantos otros— el de unas piernas un poco musculadas y recias, como se le veían con sus tacones altos, sino más bien el de unas piernas esbeltas y casi pueriles en sus movimientos, como se le veían cuando estaba descalza. Fumaba y hablaba durante horas echada en mi cama o en la suya o en la de un hotel, con la falda puesta siempre, y siempre por tanto subida, mostrando sus muslos y la parte más oscura de sus medias completas hasta la cintura, o bien sus muslos sin nada. Las medias se las rayaba a menudo, pues no era cuidadosa en sus movimientos, y a veces se las descubría quemadas por la rozadura fugaz e insensible de sus cigarrillos, que esgrimía con una gesticulación de las manos insólita en Inglaterra (quizá aprendida en los países meridionales de su niñez), y al son, por tanto, de las varias pulseras que adornaban sus antebrazos y que no siempre se quitaba. (No era extraño que soltara mil pavesas.) Todo en ella era expansivo, excesivo, un ser nervioso, uno de esos seres para los que no está hecho el tiempo, para los que la propia noción de tiempo y de paso es un agravio, necesitados como están de fragmentos de eternidad para cualquier cosa, o, dicho de otra forma, de contenidos eternos para llenar y desbordar el tiempo. Más de una vez por esta causa, por esta eternización de lo que hubiéramos iniciado, corrimos el riesgo de que Edward Bayes, su marido, tuviera que ver con sus propios ojos el dorso o estela de lo que seguramente sabía y procuraba desechar o acaso olvidar de continuo. Era yo, por consiguiente, quien tenía que interrumpir siempre las divagaciones interminables de Clare Bayes, su contenido eternizable de cualquier tiempo, sus comentarios o verborrea infinita mientras permanecía echada en la cama, fumando, haciendo ademanes, pontificando, cruzando las piernas, abriéndolas, encogiéndolas, ensalzando o despotricando de su pasado y de su presente, saltando de un plan a otro para su futuro más inmediato, sin que ningún plan fuera nunca llevado a cabo. Era yo quien tenía que poner el despertador o mirar el reloj en la mesilla de noche y decidir que habíamos de separarnos, o estar atento (en Oxford) a las obsesivas campanas de Oxford, que dan las horas y las medias y los cuartos y también repiquetean desconsideradamente al caer la tarde; y apresurarla, buscar los zapatos escondidos tras su llegada y alisarle la falda y ponérsela recta, rogarle que no olvidara el paraguas ni el broche pinchado en la alfombra ni el anillo dejado sobre el lavabo ni la bolsa con peregrinas compras que siempre traía consigo, dondequiera que nos encontráramos y aunque fuera domingo (en su casa tirar las colillas y ayudarla a cambiar sus sábanas y abrir la ventana y lavar mi vaso). Clare Bayes llevaba de todo, y todo lo desplegaba allí donde llegara como si allí fuera a quedarse la vida entera, cuando a veces no disponíamos ni de una hora, entre una clase mía y una clase suya. (Al final me quedé con un par de sus pendientes, que nunca logró sacar de mi casa.) Por fortuna —por educación— era incapaz de salir a la calle sin maquillaje, y su pelo consistía en una larga melena artificialmente asalvajada sobre la que mis caricias o el prolongado contacto o aplastamiento contra una almohada no podían hacer demasiados estragos. No tenía que peinarla antes de nuestra despedida, pero sí vigilar que su particular eternidad instaurada y mantenida durante el rato que había estado en mi compañía se le hubiera despintado del rostro, vigilar que éste no estuviera encendido ni sus ojos esfumados. Ver que se le hubiera disipado el contento (las distancias en Oxford son muy cortas y en ellas no da tiempo ni a mudar el semblante). Para conseguirlo sólo tenía que practicar brevemente con ella el ejercicio intelectual que propicia el adulterio: ayudarla a inventar historias sin grietas para Edward Bayes y cuidar de que no incurriera en contradicciones al relatarlas, aunque ella juzgaba tal ejercicio innecesario y le daba fastidio (su expresión ensombrecida siempre al decir adiós por causa de mi insistencia). Ella era negligente y ligera y risueña y olvidadiza, y si yo fuera Edward Bayes —pensaba yo entonces— no me costaría mucha urdimbre ni esfuerzo averiguar cada uno de sus pensamientos y cada uno de sus pasos dados. Pero yo no era Edward Bayes, y quizá, de haberlo sido, las actividades e intenciones de Clare Bayes me habrían resultado absolutamente impenetrables. Quizá no habría querido saberlas, o me habría contentado con imaginarlas. En todo caso era yo quien tenía que poner todo en orden tras su paso acalorado, y poco menos que sacarla a empellones de mi casa piramidal (cada piso más estrecho) o del hotel que hubiéramos visitado, o que zafarme de su pegajosidad momentánea de última hora (la pena del tiempo que acaba) y neutralizar sus temeridades cuando me había atrevido a pisar la suya mientras Edward Bayes estaba ausente. (El adulterio lleva mucho trabajo.)
Clare Bayes no tenía apenas escrúpulos, pero quien la conociera tampoco podía exigírselos, pues en buena medida su gracia residía precisamente en su falta de consideración para con los demás y para consigo misma. Clare Bayes me hacía reír con frecuencia, que es lo que más aprecio, pero sé que nunca tuve por ella —ni tampoco, creo, ella por mí— una debilidad lo bastante prolongada o firme para estar en peligro de ninguna clase (si no era Edward Bayes, tampoco estuve nunca en peligro de suplantarlo). Siempre me ha parecido un exceso de ingenuidad pensar que nadie —porque nos ama, esto es, porque a solas ha determinado amarnos transitoriamente y luego nos lo ha anunciado— va a comportarse con nosotros de manera distinta de como lo vemos comportarse con los demás, como si nosotros no estuviéramos destinados a ser los demás inmediatamente después de la determinación solitaria y la anunciación del otro, como si de hecho no fuéramos siempre también los demás además de nosotros. Lo que menos habría deseado en el mundo —al menos en los quebradizos días en que viví en Oxford, con una identidad brumosa— habría sido verme tratado por Clare Bayes como se veía tratado Edward Bayes, o su padre, o el propio e irónico Cromer-Blake, que era a la vez paternal y filial con ella, mientras que su padre era sólo paternal y su marido sólo marital con ella. Yo supongo que fui fraternal eminentemente, como ha solido ser mi tendencia con las mujeres que he conocido bien, sin duda por no haber tenido hermanas y haberlas echado en falta. Lo cierto es que Clare Bayes fue alguien a quien veía de manera espaciada pero observé de cerca, y aunque no deseo hablar mal de ella o —digamos— decir cosas que puedan aparecer como negativas al entendimiento de quienes por mí las sepan, me puse suficientes veces en el lugar de los otros —de su padre, de Edward Bayes, del propio e irónico Cromer-Blake— para saber de cierto que carecía de miramientos. Sobre todo me ponía en el lugar de Bayes, y recuerdo un 5 de noviembre, nueve meses después de que nos conociéramos —recuerdo la fecha porque ese día es el día de Guy Fawkes en Inglaterra, y desde la ventana del despacho de Clare Bayes, en All Souls, en Catte Street, frente a la antigua Bibliotheca Bodleiana y la Radcliffe Camera, veía a los niños ingleses pidiendo peniques para el pelele que ese día confeccionan con trapos, cuerdas y ropas viejas para representar al ahorcado conspirador Guy Fawkes y que a la noche queman en las hogueras: este recuerdo es un efecto de lo real—, en que Clare Bayes me confundió con su marido, tan en su lugar llegué a ponerme (en su lugar atribuido, quizá nunca ocupado).
Habíamos quedado allí los cuatro, Bayes, Cromer-Blake, ella y yo, para ir a almorzar, y yo había sido el primero en llegar a la cita en Catte Street, con veinte minutos de deliberada antelación. La noche anterior Clare Bayes y yo habíamos estado en un hotel de Reading hasta demasiado tarde, tanto que, en contra de nuestra costumbre cuando nos desplazábamos a la ciudad vecina, habíamos regresado en el mismo tren (sólo cuando Edward Bayes estaba ausente cogíamos el coche de Clare, y cuando no lo estaba viajábamos siempre en trenes distintos, a la ida y a la vuelta, a Londres o a Reading). Habíamos llegado por tanto juntos a la estación de Oxford y habíamos caminado juntos bajo una luna pulposa y móvil, de cara al viento, hasta separarnos en una esquina aún distante de nuestras respectivas casas. Durante el trayecto en el tren también habíamos ido sentados juntos, pues, siendo amigos a los ojos del mundo, lo contrario habría resultado aún más extraño para quienes pudieran habernos visto. Nos había visto sin duda un miembro del departamento de ruso llamado Rook. Iba, sesteante y desparramado, como único pasajero del vagón de primera al que habíamos subido creyéndolo vacío desde el andén. Nos vio y lo vimos cuando ya avanzábamos por el pasillo entre risas comprometedoras o demasiado francas para Inglaterra, y él, con una presumible inclinación de su hundida cabeza, dijo ‘Mrs Bayes’ primero, dirigiéndose a Clare, y luego —sin duda porque no sabía pronunciar mi nombre, o le costaba memorizarlo— ‘Buenas noches’ sin más, dirigiéndose a mí. Seguimos adelante hasta el asiento más alejado del que ocupaba Rook, pero ya no nos atrevimos a hablarnos más que con frases cortas y neutras y en voz muy baja. Luego, mientras por vez primera caminábamos solos y juntos por las calles de Oxford bajo la luna pulposa y móvil y de cara al viento, oímos sus pasos a poca distancia, detrás, resonando al mismo ritmo que los nuestros, o eso creímos —creímos que eran los suyos, y no el eco—. No nos dimos la vuelta ni cruzamos palabra hasta la despedida, y entonces dijimos tan sólo ‘Adiós’, sin pararnos y sin mirarnos (la tristeza de lo secreto). Yo no oí ya más pasos que los de Clare Bayes con prisa durante un instante alejándose, ella no debió de oír los cansados míos.
Este Rook era notorio porque llevaba doce años haciendo una nueva traducción de Anna Karenina y porque había conocido y tratado a Nabokov durante un curso que pasó en América. Su traducción iba a ser —nadie había visto aún una línea, ni siquiera el editor— canónica e incomparable, empezando por la fundamental innovación en el título, pues lo adecuado, según Rook y según Nabokov —a quien se refería invariablemente como ‘Vladimir Vladimirovich’ para dejar bien clara su familiaridad con él y con las formas apelativas rusas—, era Karenin y no Karenina, ya que Anna no era una bailarina, una cantante ni una actriz, únicas mujeres, por muy rusas que fueran, a las que en un texto en inglés o en cualquier otra lengua occidental sería admisible feminizar el apellido. Él y yo habíamos coincidido más de una vez en la Senior Common Room o sala de profesores de la Tayloriana mientras haraganeábamos fingiendo ultimar la preparación de nuestras respectivas lecciones a base de tazas de café caquéctico y alguna que otra ojeada desaplicada o llena de odio al docto contenido de nuestras carteras. Rook —un hombre de cabeza gruesa y cuerpo tenue, un cabezón, en suma— estaba siempre dispuesto a contar de Nabokov o a ilustrarme sobre Lermontov o Gogol, pero su vida personal era una incógnita para los demás miembros de la congregación. Por eso mismo podía atribuírsele impunemente cualquier hábito o característica, y su fama era de descomunal chismoso. Tener esta fama en Oxford no significa nada en realidad, ya que lo extraordinario es no tenerla: quien no sea maldiciente o por lo menos malicioso lleva allí una existencia tan marginal y desacreditada como quien provenga de otra universidad que no sea Cambridge o la propia Oxford. Y nunca se adaptará, porque nunca será aceptado. Lo único que interesa de veras en la ciudad de Oxford es el dinero, seguido a cierta distancia por la información, que siempre puede ser un medio de obtener dinero. No importa que la información sea importante o superflua, útil o baladí, política o económica, diplomática o epistemológica, psicológica o genealógica, familiar o ancilar, histórica o sexual, social o profesional, antropológica o metodológica, fenomenológica, tecnológica o directamente fálica; pero quien quiera sobrevivir allí debe poseer (o conseguir de inmediato) información transmisible de alguna clase. Transmitir información sobre algo, es, además, la única manera de no tener que transmitirla sobre uno mismo, y así, cuanto más misantrópico, independiente, solitario o misterioso sea un oxoniense, más información sobre los otros se supondrá que suministra a esos mismos otros para hacerse perdonar su reserva y ganarse el derecho a silenciar su intimidad. Cuanto más sepa y cuente uno sobre los demás, mayor dispensa tendrá para no contar nada acerca de sí mismo. Todo Oxford, por consiguiente, está plena y continuamente dedicado a ocultarse o escatimarse y a la vez a averiguar la mayor cantidad posible de datos acerca de los demás, y de ahí vienen la tradición —cierta— y la leyenda —cierta— de la gran calidad, eficacia y virtuosismo de los dons o profesores de Oxford y Cambridge en las tareas más sucias del espionaje y de su perpetua y disputada utilización por parte de los gobiernos británico y soviético como prestigiosos agentes sencillos, dobles y triples (los oxonienses tienen el oído más fino, los cantabrigenses son más ruines). Esta situación hace, sin embargo, que el mencionado privilegio de silenciar la propia intimidad se reduzca literalmente a eso, es decir, a ahorrarse la humillación y el sonrojo de tener que confesarla o airearla personalmente, ya que, justamente por la necesidad que todo el mundo tiene de dar información sobre los otros para no tener que darla sobre sí mismo, esa información que cada uno se evita dar la codician, espían, persiguen, rastrean, consiguen y acaban dando los otros (una multitud) para a su vez evitarse dar la que tienen sobre sí mismos. Algunos espíritus débiles (pocos) dan la batalla por perdida desde el principio y cantan de plano sus interioridades con reprobable falta de resistencia y pudor. Esto no está muy bien visto, por lo que tiene de actitud franca y desenvuelta y de heterodoxia en el juego, pero se consiente, por lo que tiene de rendición incondicional y sometimiento abyecto. En cambio algunos virtuosos logran, pese a todo, mantener en secreto sus hábitos, vicios, gustos y prácticas (quizá a costa de renunciar a todo hábito, todo vicio, todo gusto y toda práctica), lo cual no es obstáculo para que se les inventen y atribuyan los más variados; pero la propia variedad y contradicción resultante de los incongruentes y abigarrados informes hace desconfiar de la veracidad de éstos, y a veces los virtuosos (pero hay que ser muy virtuoso) se salen con la suya y nadie sabe nada de ellos a ciencia cierta. Rook era sin duda un virtuoso eminente (un maestro, como si hubiera tenido también un entrenamiento soviético): aparte de su absoluta entrega a la traducción ciclópea y sus pasados tratos con Vladimir Vladimirovich en las antiguas colonias, nada se sabía de él (su vida personal era un blanco), y por tanto se daba por descontado que, a cambio, cuanto él supiera pasaría a formar parte del saber científico-popular en cuanto él lo supiera.
A la mañana siguiente de haberlo visto desmoronado y adormecido en el tren de Londres y de haber creído escuchar sus pasos detrás de nosotros por las calles ventosas de nuestra ciudad vacía, Clare Bayes estaba leyendo tranquilamente el periódico cuando yo llegué a su despacho de Catte Street con veinte minutos de antelación. (Me abrió la puerta con un dedo metido entre dos páginas. No me besó.) Parecía haber dormido lo suficiente y yo no había dormido apenas, por lo que me fue imposible buscar preámbulos antes de hacerle la pregunta que yo me había hecho repetidas veces durante la noche sin sueño (‘¿Le habrá dicho o no le habrá dicho a Ted que anoche estuvo en Reading?’).
—Claro que no, él tampoco me ha preguntado.
—Estás loca. Es peor. Si no lo sabe ya, lo sabrá en seguida por Rook.
—Por Rook directamente no. Apenas si se conocen.
—Aquí todo el mundo apenas si conoce a los otros, pero eso no les impide dirigirse la palabra a todas horas y darse a entender lo primero que se les pase por la cabeza. Bastaría con que Rook hubiera coincidido esta mañana en un pasillo o en la calle con Ted. Dígale a su mujer, por cierto, que tenía la intención de haberla acercado en mi taxi anoche desde la estación. Viajamos en el mismo tren desde Reading, pero salió tan rápido que no me dio tiempo a ofrecérselo. Supongo que la acompañaría el caballero español, de todos modos. Muy educado, ese caballero español, he cruzado algunas frases con él. Basta con eso y ya tendrás preparada una lista de preguntas que no sé cómo vas a responder.
—¿Qué preguntas? Ted hace pocas preguntas. Espera a que se le cuente. No hay que preocuparse tanto.
Era siempre yo quien se preocupaba por ella. Yo hacía mi papel y también a veces hacía el de ella. Ahora hacía los tres, el mío, el de ella y el de Edward Bayes, o el que no hacía Edward Bayes, según ella.
—¿Qué preguntas? ¿Qué hacías anoche en Reading con nuestro caballero español? ¿De dónde veníais? ¿Por qué salisteis a toda prisa de la estación? Os vio Rook. ¿Por qué no me dijiste que ibas a Reading? ¿Por qué no me dijiste que habías estado en Reading? Rook te vio. Rook. Reading.
—Ya saldría del paso.
—Sal ahora. Dime cómo contestarías a estas preguntas. Son preguntas concretas, simples, conyugales.
Clare Bayes estaba, como siempre, descalza. Se había sentado detrás de su mesa de trabajo con el periódico en la mano (el índice aún metido entre las páginas: me pregunté qué estaría leyendo para no abandonarlo) y yo estaba de pie, con los codos apoyados en la ventana que quedaba frente a ella. Desde allí veía bien las puntas de sus dedos, oscurecidos por la parte más oscura (la puntera, digamos) de sus oscuras medias. Asomaban por debajo de la mesa, sobre la moqueta. Tenía ganas de tocarle los pies oscuros, pero Edward Bayes o Cromer-Blake podían llegar en cualquier momento. Clare Bayes me veía a contraluz. Con la otra mano fumaba. Tenía el cenicero lejos.
—Ted puede llegar en cualquier momento —dije—, y si se ha encontrado a Rook esta mañana puede hacernos esas preguntas a los dos en cuanto aparezca por la puerta. Es mejor que pensemos algo en seguida, yo me he pasado la noche pensando respuestas. ¿Te encontraste conmigo en Reading? ¿En la estación de Reading? ¿Por qué volviste tan tarde? ¿A qué habías ido? De compras no, ¿qué se puede comprar en Reading?
—Eres un imbécil —me dijo Clare Bayes—. Por suerte tú no eres mi marido. Eres un imbécil con mente detectivesca, y con esa clase de imbécil no se puede estar casado. Por eso tú nunca te casarás. Un imbécil detectivesco es un imbécil listo, un imbécil lógico, los peores, porque la lógica de los hombres, en vez de compensar su imbecilidad, la duplica y la triplica y la hace ofensiva. La imbecilidad de Ted no es ofensiva, y eso es lo que me permite y hace que me guste vivir con él. Él la tiene asumida, y tú todavía no. Eres tan imbécil que aún confías en la posibilidad de no serlo. Aún te esfuerzas. Él no.
—Todos los hombres somos imbéciles.
—Todo el mundo es imbécil. Yo también. —Con el dedo índice soltó ceniza de su cigarrillo, pero calculó mal y cayó sobre la moqueta, junto a sus pies descalzos. Yo miraba los pies deseados y oscuros y miraba la ceniza, esperando el momento en que aquéllos la pisarían y se mancharían de gris—. Si tú fueras Ted no me harías esas preguntas porque sabrías que yo podría contestártelas o no contestártelas y que a la larga daría lo mismo, uno busca la paz con la persona con la que vive mientras comparte con ella la vida diaria. Si te las contestara podría mentirte (y tendrías que aceptar la mentira como verdad) o decirte la verdad (y no estarías seguro de querer la verdad). Si no te las contestara podrías seguir insistiendo y yo podría enfadarme y discutir contigo o hacerte reproches y seguir sin contestar, o bien mirarte perpleja y quedarme callada durante días y seguir también sin contestar, hasta que te cansaras de mi mirada y de no oír mi voz. Nos condenamos siempre por lo que decimos, no por lo que hacemos. Por lo que decimos o por lo que decimos que hacemos, no por lo que dicen los otros ni por lo que hemos hecho. No se puede obligar a nadie a contestar a nada, y si tú fueras Ted o estuvieras casado lo sabrías muy bien. El mundo está lleno de bastardos ignorados que heredan las fortunas o la miseria de quienes no los engendraron. Ningún hombre ha sabido nunca si era padre de sus hijos, a pesar de los parecidos. En los matrimonios nadie contesta a lo que no quiere, y por eso acaban preguntándose poco. Algunos ni se hablan, no es raro encontrarlos.
—¿Y si a Ted le diera por ser hoy como yo y pese a todo preguntara? ¿Qué le dirías si al entrar por esa puerta te sometiera a interrogatorio? ¿Qué hacíais anoche juntos en Reading? ¿De dónde veníais? ¿Os habéis acostado? ¿Sois amantes? ¿Os acostáis? ¿Desde cuándo?
—Eres un imbécil, eso le diría, lo mismo que a ti.
Dejó el periódico y se levantó y pisó la ceniza que había seguido tirando sin darse cuenta junto a sus pies. Se acercó a donde yo estaba y entonces yo me di la vuelta y los dos miramos en silencio por la ventana: había sol y nubes; su pecho rozaba mi espalda; los niños ingleses pedían peniques para su pelele ahorcado en los escalones de la Radcliffe Camera. Abrí la ventana y les lancé una moneda cuyo tintineo sobre el suelo de piedra hizo que cuatro de ellos volvieran la cabeza hacia nuestro lado; pero yo ya había cerrado y sólo podrían adivinarnos tras los cristales. Clare Bayes me acarició la nuca con la mano y mi zapato con uno de sus pies descalzos. Pensé que pensaría en su hijo. Mi zapato se manchó de gris.