Cromer-Blake fue mi guía y mi protector en la ciudad de Oxford, y fue él quien me hizo conocer a Clare Bayes a los cuatro meses de mi llegada, nueve antes de aquel 5 de noviembre, en una de las grandilocuentes cenas que allí se conocen como high tables. Estas cenas tienen lugar en los enormes refectorios de los diferentes colleges, y cada college celebra la suya una vez a la semana. Si se llaman literalmente mesas altas es más porque la mesa a la que se sientan los anfitriones con sus correspondientes invitados está sobre una tarima y preside sobre las demás (en las que los estudiantes cenan con sospechosa rapidez y salen huyendo según terminan, dejando cada vez más solos a los comensales alzados y evitándose así el espectáculo que éstos acaban dando) que porque la calidad de las viandas o de las conversaciones sea muy elevada. Son cenas de etiqueta (oxoniense), y para los miembros de la congregación es obligado asistir a ellas con la toga puesta. En principio son también muy formales, pero su larguísima duración permite la aparición y desarrollo de un grave deterioro en los modales, vocabulario, dicción, fluidez expositiva, compostura, sobriedad, atuendo, comedimiento y general comportamiento de los comensales, que suelen ser unos veinte. En los inicios todo es solemne y todo está regulado hasta en el menor detalle. Los comensales, que en su mitad son miembros del college que celebra su cena y en su otra mitad miembros de otros colleges (más algún forastero o extranjero de paso) a los que aquéllos han invitado con la esperanza de ser invitados posteriormente por éstos a sus respectivos colleges (de tal forma que la composición de las diferentes high tables varía poco y los comensales vienen a ser casi siempre los mismos, sólo que unas veces cenan en un college y otras en otro, y algunos acaban cenando juntos diez o doce veces a lo largo del curso y acaban por tanto odiándose o no sufriéndose), deben reunirse previamente en un elegante saloncito contiguo donde disfrutan de un rápido sherry, y sólo cuando todos han llegado se procede a pasar al refectorio (nunca a las siete en punto, como está estipulado) en fila de a dos (cada anfitrión con su invitado) y en orden estrictamente jerárquico dentro del college. Recordar en un instante la antigüedad y títulos de diez o doce personas de mérito y puntillosidad extrema no resulta fácil, por lo que ya antes de entrar suele haber alguna que otra discusión o rencilla, empujón, zarandeo o codazo, por culpa de los miembros o fellows ambiciosos u olvidadizos que, por así decirlo, intentan torpedear el protocolo y colarse en la fila para ganar prestigio. Los estudiantes, que aguardan (hambrientos) ya sentados en el comedor, se levantan hipócrita y respetuosamente al ver desfilar por fin a los entogados dons y a sus ocasionales y desconcertados acompañantes foráneos, todos los cuales ponen las manos religiosamente sobre el respaldo de los asientos que previamente les han sido asignados. El warden o director o administrador del college (con frecuencia un miembro bostezante de la nobleza) preside la mesa alzada que a su vez preside sobre las demás mesas, por lo que preside dos veces, y ya antes de que nos sentemos da comienzo al aspecto más sensible de su doble presidencia, esto es, a su inexcusable serie de mazazos y latinajos, que se prolongará, para nuestro sobresalto y terror de los extranjeros, a lo largo de toda la cena. Pues dicho warden tiene preparado a su vera un pequeño mazo (así como una peana de madera adosada a la mesa para atraer al mazo, como las de los jueces) que le sirve para dar la cena por inaugurada, decidir y anunciar los numerosos cambios de vino y plato y juguetear distraída y peligrosamente con él cuando le aburre el entorno (casi siempre). Una vez que ha pronunciado la primera oración en latín anglificado, con la totalidad del refectorio en pie y en medio de un silencio que huele a incensario, el golpe seco del primer mazazo y la consiguiente vibración de la cristalería fina dan paso al estruendo de los ávidos dons y aún más ávidos estudiantes tomando asiento, vociferando, disputándose el favor de los camareros y abalanzándose con sus empuñadas cucharas sobre la sopa o el caldo y con sus rojizas manos sobre las copas de vino rojo. Está estipulado que cada comensal (alzado) hable durante siete minutos con la persona que tiene a su derecha o izquierda, según se formen las iniciales parejas, para luego dedicarle cinco a quien esté a su otro lado, y así en calculada alternancia durante las dos horas que dura la primera fase de la high table. Está terminantemente desaconsejado, en cambio, dirigirle la palabra a quien se sienta enfrente, a menos que tanto uno como otro comensal hayan sido víctimas al mismo tiempo de un error de cronometraje por parte de sus vecinos y se hayan quedado sin interlocutor momentáneamente, lo cual es una situación muy desairada en Oxford, si no un vejamen. Los profesores de Oxford son, por tanto, expertos en hablar, comer, beber y contar los minutos simultáneamente, las tres primeras cosas a gran velocidad y la cuarta con enorme precisión, pues a una orden en forma de latinajo y mazazo del caprichoso warden, los camareros procederán a retirar con diligencia los platos y el vino de todos los comensales sin importarles que aquéllos estén rebañados, vacíos, medio llenos o aún sin tocar. En mis primeras high tables apenas si probé bocado, ocupado como estaba en calcular los minutos transcurridos y en dar simulacros de conversación a derecha e izquierda con imperfecta paridad duodecimal. Los camareros me arrebataban, uno tras otro, mis platos intactos, y también mis vasos, éstos sí vaciados y aun apurados, pues en mi desesperación cronológica y dialogal lo único que acertaba a hacer entre frase y cómputo era darme a la bebida incontinentemente.

Clare Bayes, en aquella mi segunda high table, me observaba de reojo desde el otro lado de la mesa, casi enfrente de mí, entre divertida y compadecida de mis gestos de desaliento cuando veía desaparecer de mi vista abundantes platos que no había tenido tiempo ni de considerar, pese a mi embriaguez y mi hambre que iban siempre en aumento (me recuerdo, eso sí, con el tenedor y el cuchillo inmóviles permanentemente en las manos y dispuestos a todo, pero cada vez que iba a cortar o a pinchar un pedazo de algo me acordaba de mirar el reloj o notaba cómo el comensal de mi derecha empezaba a mascullar palabras ininteligibles —maldiciones y tacos seguramente— o a hacer demasiado estrépito al comer —alguna vez me pareció oír gárgaras— para así advertirme que estaba esperándome con impaciencia, acabado ya el turno con su anterior interlocutor). Los platos principales que componían la primera fase de la cena eran tres o cuatro o cinco (según la riqueza o tacañería del college), y consumirlos llevaba, más que nada debido a las largas pausas entre uno y otro (durante las que nos quedábamos descarnadamente a solas con nuestras copas de vino), alrededor de dos horas, como he dicho. Así, durante esas dos primeras horas uno estaba condenado a hablar tan sólo con dos personas, de las cuales una era siempre el colega que había cursado la invitación —a la izquierda— y la otra la determinaba la suerte, o, mejor dicho, la generalmente mala voluntad del warden, encargado de distribuir los puestos. En aquella cena mi anfitrión era Cromer-Blake, y me advirtió que a mi derecha tendría a un joven y prometedor economista cuyo único defecto (en una high table) era que sólo consentía en entablar conversación sobre el tema acerca del cual había versado su aún reciente tesis doctoral.

—¿Y cuál es ese tema? —pregunté mientras buscábamos entre empellones nuestro lugar en la fila de a dos, antes de entrar en el refectorio.

Cromer-Blake se tocó el pelo canoso, como solía hacer antes de contestar a cualquier pregunta o dar una opinión o relatar una anécdota, y me contestó sonriendo:

—Bueno, digamos que es un tema de lo más inusitado. Pero estoy seguro de que tendrás tiempo de sobra para averiguarlo.

Aquel joven economista, de nombre Halliwell, era obeso y bermejo y llevaba un bigotito militar pero ralo —sietemesino, o de estreno precipitado—, y no tenía, en efecto, la menor curiosidad por saber nada acerca de mi persona ni de mi país (normalmente un buen recurso, mi país, para las charlas alzadas), por lo que fui yo quien tuvo que comenzar un interrogatorio de cortesía que al cabo de no más de cuatro preguntas desembocó, como estaba anunciado, en el originalísimo tema de su tesis doctoral, a saber: un cierto y al parecer peculiar impuesto que entre 1760 y 1767 había existido en Inglaterra sobre la sidra.

—¿Sólo sobre la sidra?

—Sólo sobre la sidra —respondía el joven economista Halliwell satisfecho.

—Ah, muy interesante, quién lo diría —respondía yo—. ¿Y cómo es que lo había sólo sobre la sidra?

—Sorprendido, ¿verdad? —decía el joven economista Halliwell con deleite, y procedía a explicarme minuciosamente las causas y características de aquel insólito impuesto que no podía interesarme menos.

—Me apasiona, continúe —decía yo.

Por suerte es fácil, en una lengua que no es la propia, fingir que se escucha y asentir o elogiar o abrir la boca (servilmente) de vez en cuando por intuición, y eso fue lo que hice en aquella ocasión a lo largo de los inacabables periodos de siete minutos que, después de cada cinco con Cromer-Blake, me tocaban con el joven Halliwell. Mientras este prometedor economista peroraba sobre la sidra sin moderación y no tenía el detalle de hacerme una sola pregunta, yo me pude dedicar, pese a mi progresiva ebriedad (pero tengo la fortuna de que nada en mi conducta ni en mi apariencia externa denota el proceso a que me estoy sometiendo cuando me emborracho), a observar al resto de los comensales, cuyo trato directo me estaba vedado hasta los postres, y, durante los periodos de charla debidos a Cromer-Blake, interrogarle a él acerca de ellos y resarcirme un poco echando pestes del joven economista Halliwell (las pestes en español). Debo decir que, así como Clare Bayes me observaba de reojo con una mezcla de burla y conmiseración, yo también la observaba a ella con mucho agrado y, más tarde, cuando el deterioro general de la mesa hubo hecho acto de aparición, con abierta admiración sexual. Era una de las cinco mujeres que había en la cena, y una de las dos de edad inferior a los cincuenta años. Era también la única que dejaba asomar bajo su toga negra un escote de excelente gusto y en principio no diré más, pues, habiendo sido yo amante suyo durante cierto tiempo, me parecería jactancioso enumerar ahora sus atractivos. El resto de la mesa estaba ocupado por caballeros asimismo entogados a excepción de uno, y el warden era lord Rymer, miembro de la cámara de los lores y notable intrigante de las ciudades de Londres, Oxford, Bruselas, Estrasburgo y Ginebra. Entre él y yo había dos comensales, y Clare Bayes, al otro lado de la mesa, estaba separada de la cabecera por tan sólo uno.

En Inglaterra, como es sabido, apenas se mira, o se mira tan velada e inintencionadamente que siempre cabe la duda de que alguien esté en verdad mirando lo que parece mirar, tan opacos saben tornarse los ojos en su actividad natural. Por eso una mirada continental (por ejemplo la mía) puede provocar turbación en la persona mirada, aun cuando dentro de las miradas posibles de un español o de un continental la mirada en cuestión deba ser calificada de neutra, tibia o incluso respetuosa. Por eso, también, cuando una mirada insular o inglesa se quita pasajeramente el velo que la suele cubrir, el resultado es escandaloso, y podría ser motivo de querella y de discusión si no fuera porque las propias miradas que podrían ver esa mirada despojada de velo mantienen sin embargo el suyo, y por tanto no acaban de ver ni mirar lo que para otros ojos sin bruma (por ejemplo continentales) sería evidente y tal vez insultante. Aunque a lo largo de dos años aprendí un poco a mirar opacamente —a mi voluntad—, mi mirada no sólo no estaba entonces capacitada para censurarse, sino que, como ya he dado a entender, en aquellas cenas inolvidables mi único recurso contra el hambre y el tedio era con frecuencia —aparte del vino rojo, el vino rosado y el vino blanco— aguzar la vista y dedicarme a observar. Pues bien, si mi mirada (yo mismo lo notaba) estuvo a partir de un momento dado llena de admiración sexual hacia Clare Bayes, la del warden lord Rymer fue, desde el mazazo y latinajo iniciales, de lascivia feroz e indisimulada hacia Clare Bayes también. Pero así como el impudor de la mía quedaba anulado por el pudor de las de los demás al mirarme (incluida la de lord Rymer, quien se ponía el acostumbrado velo insular en cuanto desviaba los ojos del escote o el rostro de Clare Bayes), la lujuria ofensiva de la del warden era patente para la mía, la cual, en cambio, en cuanto se apartaba a su vez del escote o el rostro de Clare Bayes, se hacía manifiestamente agónica (por culpa de la vara que Halliwell estaba dándome) y torva (por culpa de la rijosidad animal que me era dado contemplar en la de lord Rymer). El problema principal, sin embargo, era que la propia mirada de Clare Bayes no era totalmente inglesa, a causa (como supe luego) de los años de su niñez pasados en Delhi y El Cairo, donde no se mira como en las islas ni tampoco como en nuestro continente; y así, ella estaba en condiciones de percibir no sólo las miradas bestialmente salaces del warden sino también las mías, sexualmente admirativas. El segundo problema (menor) era que al otro extremo de la mesa, en mi lado y junto a la otra cabecera, ocupada por una famosa autoridad literaria ya próxima a la jubilación a quien quise mucho y de quien hablaré después, se hallaba Edward Bayes, miembro como Cromer-Blake del college anfitrión; y aunque su mirada fue siempre puramente insular, es posible que el hecho de que las dos únicas miradas no veladas de la mesa se dirigieran a su mujer le obligara a retirarse a su vez el velo suyo habitual para poder estar al tanto de los deseos, salvajes o no, de los demás. Pero no he dicho bien, pues por una parte, y dada su situación en la mesa, en mi misma fila, Edward Bayes no podía ver en absoluto mi mirada, mientras que sí podía ver la mirada de Clare Bayes y asimismo la de lord Rymer sin impedimentos de perspectiva. Vio a buen seguro que su mujer estaba en algún instante bordeando el rubor, pero sin duda lo atribuyó a los vinos o a la babeante e indigna actitud del warden, hombre gigantesco y de piel muy tirante —yo creo que era lampiño—, tan ebrio como el que más. Y si Edward Bayes vio la mirada de su mujer mirando de vez en cuando hacia mí, debió de pensar que a quien en realidad miraba, en busca de amparo o al menos de complicidad, era a su amigo Cromer-Blake, sentado inmediatamente a mi izquierda, como ya he comentado. Pero además había una cuarta mirada —quizá una quinta, si la de Edward Bayes se había desprovisto en efecto de su tul inglés— que no tenía por qué estar necesariamente velada, y esa era la de Dayanand, el médico de origen indio amigo de Cromer-Blake, quien se encontraba situado a la izquierda de Clare Bayes y por tanto exactamente enfrente de mí. Aunque llevaba decenios viviendo en Oxford, sus ojos conservaban la luminosidad y diafanidad de su tierra de procedencia, y en el ámbito de aquella cena resultaban fogosos. Cada cinco o seis minutos, mientras pasaba calmadamente de su conversación con Clare Bayes a su laconismo con el único invitado que no vestía toga (un feísimo profesor de mineralogía de la universidad de Leyden cuya mirada, pese a ser extranjera, estaba también velada por unas tremendas lupas rectangulares que llevaba a modo de gafas), detenía un instante sus ojos negros y un poco acuosos y me consideraba de arriba a abajo con expresión farmacéutica, como si mi manera de mirar abiertamente a derecha e izquierda pero sobre todo a Clare Bayes indicara el padecimiento de una afección conocida y de curación sencilla pero erradicada de aquellas tierras. La mirada de Dayanand era insostenible, y cada vez que mi vista se cruzaba con ella no tenía más remedio que volverla hacia Halliwell y simular que me enfrascaba aún más en su cháchara impositiva. Esos ojos de Dayanand se tornaban en cambio ígneos cuando los volvía hacia Clare Bayes y la cabecera y en su campo visual entraba lord Rymer, quien sin embargo no tenía grandes problemas para sostener su mirada, ya que probablemente —se sentía impune— ni siquiera la percibía: el warden, obligado a hablar con sus inmediatos vecinos que visiblemente le fastidiaban (a su derecha una arpía, warden de un college femenino; a su izquierda una despectiva y pontificante lumbrera de las ciencias sociales llamado Atwater), fue desentendiéndose poco a poco del protocolo y empezó a intervenir con puntualizaciones desacertadas en las conversaciones respectivas de Clare Bayes y de Cromer-Blake, sus siguientes vecinos a cada lado de la mesa. Pero en vista de que ni uno ni otro estaban demasiado dispuestos a dejarle entrar del todo en ellas, dio en hacer como que escuchaba a la arpía o a la lumbrera y en juguetear con el mazo contra la peana, como es frecuente entre los hastiados o embriagados wardens de las mesas altas. Y así, borracho y disgustado como estaba, no se dio cuenta en ningún momento de que su indolente percusión inicial sobre la adosada peana (hacía tamborilear con desidia el mazo) se iba convirtiendo en una serie de martillazos cada vez más brutales (bien esgrimido ahora el mazo) pero lo suficientemente espaciados para causar —además de extrañeza— un enorme desconcierto, ya que al oírlos unos camareros procedían a retirar los platos que acababan de servir mientras otros, más avezados y sabedores de que aquellos aldabonazos no formaban parte de la ceremonia, intentaban arrebatárselos para devolverlos a sus destinatarios, quienes en algunos casos no habían tenido aún ocasión de husmearlos. Tras la estrepitosa caída al suelo de un par de ellos como resultado de los forcejeos famulares, llegó un momento en el que los cinco camareros que atendían la mesa dejaron de hacerlo y se agruparon en conciliábulo en una esquina del refectorio acusándose mutuamente de inepcia, mientras empezaban a surgir protestas (aunque entre dientes) por parte de los comensales, quienes se encontraban con cubiertos de pescado para acometer un solomillo, fuentes con restos fríos abandonadas y estorbando en la mesa (lo nunca visto en una high table), platos ya empezados o mordisqueados por otros colocados ante sus sitios y (lo más grave) las copas vacías o con los vinos mezclados. Lord Rymer no se daba cuenta de nada, y a cada distraído mazazo sobre la peana o la mesa (pues no siempre acertaba), con el consiguiente retumbar y astillarse de la madera noble, el saltar de los guisantes y los champiñones y el rodar de unos cuantos vasos, yo no podía por menos de calcular la posible dirección que según su postura o más bien su sesgo (el desmedido warden se iba derrumbando sobre el tablero) podría tomar el mazo si se le escapaba de entre los dedos y salía volando. Me eché un poco hacia atrás con la esperanza no sólo de esquivarlo sino también de que aumentaran las posibilidades de que se estrellara contra la frente del joven economista Halliwell dejándolo siniestrado, pues el joven economista Halliwell, indiferente a todo, seguía bañándome en sidra añeja o picada tras cada aparte y respiro con Cromer-Blake y nada me habría reconfortado tanto como verlo sin conocimiento.

—Asombroso lo de su sidra —decía yo—. Y ese singular impuesto, ¿era sólo en Inglaterra?

—Era sólo en Inglaterra —contestaba Halliwell entusiasmado.

Observé que Clare Bayes notaba mi movimiento (luego me prestaba alguna atención, en aquellas circunstancias) y se echaba también hacia atrás, aunque no sé si con el objeto de propiciar asimismo un golpe contra alguno de sus vecinos o con el de hacer desaparecer de la vista de lord Rymer su escote y su rostro y ver si así el warden lograba salir de su estupefacción y recomponerse. Pero el intrigante lord Rymer adelantaba a su vez el gigantesco torso (el codo izquierdo barriendo la mesa, la parte anterior de su toga arrastrándose sobre su solomillo intacto y descabalgando guisantes) y no consentía en perder de vista lo que tanto le complacía y estaba empeñado en ver. Llegó un momento en el que lord Rymer, con la mirada perennemente extraviada en el escote y el rostro de Clare Bayes, dejó totalmente de estar allí, y lo que hasta entonces habían sido —como he dicho— golpes espaciados, discrecionales y arrítmicos se convirtió en un martilleo continuado y mecánico, del cual él no tenía la menor conciencia. El efecto de los mazazos se dejaba ya ver demasiado en la mesa, en la que se habían acumulado los residuos de varios platos y sobre la que saltaban no sólo migas, guisantes y champiñones (que saltan muy fácilmente en cualquier caso), sino pedazos de patatas al vapor, espinas de lenguados, churretones de espesas salsas, las gafas del feo profesor de Leyden (aún más feo sin ellas) y mucho vino de diferentes colores. (Por suerte las togas cumplen, junto a misiones furtivas y estéticas, la de preservar los elegantes trajes con que se acude a las mesas altas de la suciedad infinita e incomprensible que a veces despiden éstas.) Los cinco camareros, ya puestos de acuerdo, tenían sin embargo ocupadas sus diez manos en sujetar la mesa por la cabecera opuesta —despeinando a la autoridad literaria que estaba allí sentada— para que las vibraciones y el peso del cuerpo descomunal de lord Rymer, cada vez más combado sobre su sitio, no causaran mayores estragos. Poco a poco (pero fue todo cuestión de segundos) se fue haciendo el silencio en el refectorio, si bien no completo, pues tanto el enfervorizado Halliwell como el displicente Atwater eran incapaces de mantener la boca cerrada durante un instante, y mientras el primero continuaba ahogándome (‘¡Hasta el vizconde Pitt tuvo que tomar cartas en el asunto de la sidra! ¡Sterne mencionó el impuesto en uno de sus sermones!’, exclamaba embelesado), el segundo, con los pulgares introducidos en los pliegues de su toga a la altura del pecho, seguía dirigiéndole un enaltecido discurso al warden en la creencia de que éste le miraba a él con sus ojos fijos y bestiales y no el escote y el rostro de Clare Bayes tan codiciados. Aunque el martilleo no llegó a durar más de un minuto en su fase más salvaje, la situación se hizo insostenible (durante aquel minuto). Pero como los únicos comensales cuyas miradas carecían de velo no estábamos en disposición de tomar ninguna medida por nuestra menguada jerarquía, y las demás miradas más autoritativas tenían ante sí la mencionada gasa impidiéndoles acabar de ver que lord Rymer había perdido el tino y que había que darle un toque o relevarlo sin más de la presidencia (pero lord Rymer, además de warden, era un influyente político conocido por sus vitalicias venganzas), el silencio se fue haciendo cada vez más extenso, quebrado sólo —aparte de por el mazo— por los imperturbables murmullos de Halliwell y de la lumbrera Atwater y por los chillidos de la arpía sentada a la derecha del warden, la cual, aunque aduladora como era palmario y por tanto incapaz de despabilar a lord Rymer a riesgo de incomodarlo, no podía evitar un respingo a cada mazazo, tan cerca quedaba su pronunciado y seguramente inyectado busto de la machacada peana.

Durante aquel minuto interminable tuve oportunidad de observar a todos los comensales al alcance de mi vista: la autoridad literaria de la cabecera opuesta daba manotazos contra los camareros que, en su afán por mantener el equilibrio de la mesa, lo agobiaban, seguían despeinándolo y le codeaban las orejas con sus diez tensos brazos; a su derecha, la doctora Wetenhall echaba en falta más de una mano en su triple intento de taparse los oídos, contener dos botellas que ya rodaban (semillenas) en la dirección del warden y sujetarse un precario postizo con mechas (puede que nuevo) que empezaba a desmoronársele, mientras su otro vecino, el jefe de mi departamento (el profesor Kavanagh, un irlandés desenvuelto interesado más que nada en las novelas de horror y de éxito que escribía bajo pseudónimo, hombre mal visto por colegas y subordinados precisamente por ser irlandés, escribir novelas y ser desenvuelto), parecía divertido y de hecho contribuía irónicamente al estruendo del warden golpeando con una cucharilla su copa de vino al mismo ritmo, como se hace a los postres todavía hoy para anunciar un parlamento; a su derecha estaban dos miembros del college (Brownjohn y Willis eran sus nombres, hombres de ciencia de mediana edad y por tanto de escasos reflejos) que sólo se atrevían a mirar de reojo a lord Rymer e intentaban cazar los bandeados lentes de su invitado holandés, quien, aunque sentado y seguro en su sitio, había extendido los brazos ante la pérdida (derribando con ellos lo poco que en su zona quedaba en pie), como si temiera tropezar en cualquier momento, a la manera de los ciegos cuando están desarmados de su bastón; Dayanand, también miembro del college e individuo de carácter, era uno de los pocos que podría haber interrumpido los estampidos del warden, pero lo cierto es que, anunciando mucho con su actitud, se limitaba a lanzarle miradas mortíferas y a abrir y cerrar los puños sobre la mesa (‘Este médico indio se lo hará pagar caro aunque tenga que esperar diez años’, pensé; ‘este médico indio es de cuidado’); la lumbrera Atwater y el economista Halliwell habían cesado finalmente en su verbosidad, y el mero hecho de estar callados parecía desconcertarles todavía más que el aporreo del warden, del que probablemente no se habían percatado hasta aquel minuto de fragor y silencio; ya he hablado de la asustadiza arpía, y en cuanto a Cromer-Blake, su rostro era un enigma: mesándose la barbilla de cera, parecía esperar con un esbozo de sonrisa (la de un hombre a punto de soltar una carcajada o quizá la de uno que está acumulando ira) como si, buen conocedor de los hábitos de su warden, supiera ya que el minuto iba a durar un minuto. Los otros cuatro comensales, entre los que se contaba Edward Bayes a la izquierda de la cabecera opuesta, escapaban de mi perspectiva. Pero al hacer este recorrido que hizo mi vista en sesenta segundos y también hace ahora, al cabo del tiempo y en mucho más tiempo y en esta ciudad de Madrid a la que ya he vuelto, he saltado a Clare Bayes muy conscientemente.

En realidad puede decirse que durante aquel minuto nadie reparó verdaderamente —esto es, con la vista— en lord Rymer: parte de la mesa lo miraba a hurtadillas y con aprensión pero no acababa de verlo, como ya he explicado; otra parte estaba demasiado ocupada en defender su compostura y en intentar que al menos no cayeran al suelo las botellas, anteojos y vasos rodantes sacudidos por los mazazos; y una tercera parte aprovechó para cruzarse entre sí miradas, o, lo que es lo mismo, para mirarse unos a otros de frente y sin velo de ninguna clase. Entre los primeros estaban la arpía, el novelista de horror Kavanagh, la lumbrera de las ciencias sociales Atwater y el economista de la sidra Halliwell, los dos últimos, como miembros del college, tal vez dudando (aunque poco) si intervenir y quitarle el instrumento a lord Rymer o seguir cruzados de brazos y aguardar a que fueran otros los que corrieran el riesgo de ser maceados en su audaz tentativa, o bien —más tarde— represaliados por ella; entre los segundos se hallaban la autoridad literaria o ya casi emérito profesor Toby Rylands, los científicos Brownjohn y Willis, la empelucada doctora Wetenhall y el minerálogo horrendo en tinieblas; y entre los terceros estábamos, según pude ver durante los últimos segundos de aquel minuto, Dayanand y Cromer-Blake, Clare Bayes y yo y puede que su marido: seguramente también él. La mirada que, atenuada (solamente suspicaz o severa), me había dirigido Dayanand de vez en cuando a lo largo de la cena y que ahora estaba dedicando con toda su intensidad a lord Rymer se trasladó de pronto, inmutada, a su amigo Cromer-Blake: es decir, Dayanand le lanzó lo que antes llamé una mirada mortífera mientras seguía abriendo y cerrando las manos o puños sobre la mesa en gesto propio del hombre soliviantado que a duras penas se está conteniendo; y Cromer-Blake, a su vez, al notar sobre sí los ojos como fogonazos del médico indio, levantó la vista y, aunque no pude ver bien los suyos que se me ofrecían de perfil y por tanto sólo el derecho en realidad, advertí que su iniciada sonrisa se convertía en la línea de extrema dureza que sabían expresar a veces sus labios tenues que parecían exangües.

Entonces yo miré abiertamente al rostro de Clare Bayes y, sin conocerla, la vi como alguien que pertenecía ya a mi pasado. Quiero decir como alguien que ya no era de mi presente, como alguien que nos interesó enormemente y dejó de interesarnos o que ya ha muerto, como alguien que fue o a quien un día ya antiguo condenamos a haber sido, tal vez porque ese alguien nos había condenado a nosotros a dejar de ser mucho antes. Aquel vestido escotado que asomaba bajo la toga y que indirectamente había causado tanto estropicio era de otra época, como lo son tantas veces los atuendos de gala en Inglaterra. Y el propio rostro de Clare Bayes era un poco anticuado, con sus labios demasiado gruesos y sus pómulos tan elevados. Pero no era eso. Era que ella miraba también, y me miraba como si me conociera de antiguo, casi como si fuera una de esas figuras devotas y secundarias que pueblan nuestra niñez y que no son capaces, más tarde, de mirarnos como a los adultos detestables que somos, sino que, para nuestra suerte, nos seguirán viendo niños eternamente con su ojo inerte deformado por la memoria. Esa incapacidad bendita se da en las mujeres más que en los hombres, en la medida en que para los hombres los niños son irritantes bosquejos de caballeros, mientras que para las mujeres son seres perfectos destinados a estropearse y embrutecerse, y por eso su retina se esfuerza por guardar la imagen de la deidad transitoria sentenciada a dejar de serlo, y si esa retina no llegó a conocerla, entonces todo el esfuerzo imaginativo que supone siempre tratar con alguien lo vuelcan en la figuración de ese niño que sólo habrán conocido en fotografías o en la estampa dormida del que ya creció, y envejeció acaso, o en los perezosos relatos que el usurpador se habrá aventurado a confiarles sobre una cama, único lugar en el que los hombres se muestran dispuestos a rememorar en voz alta las cosas remotas. Así me miraba Clare Bayes, como si conociera mi infancia en Madrid y hubiera asistido en mi propia lengua a mis juegos con mis hermanos y a mis miedos nocturnos y a mis peleas estipuladas a la salida del colegio. Y ese verme así de ella me hizo a mí verla de similar manera. He sabido luego —cuando supe de ella— que en aquellos segundos finales de un minuto que sólo ahora existe, había contemplado ráfagas de su infancia en la India, el gesto pensativo de la niña que no tenía mucho que hacer en aquellas ciudades meridionales y que veía pasar un río guardada por las voces morenas de sirvientes risueños. Yo no sabía que lo estaba viendo (y por tanto quizá me equivoco o miento y no lo estaba viendo y no debo decirlo), pero no puedo dejar de decir que por aquellos ojos oscuros y azules atravesaba ese río brillante y claro en la noche, el río Yamuna o Jumna que atraviesa Delhi, moteado de gabarras rudimentarias que llevan por su corriente cereales, algodón y madera y también piedra, mecido desde las orillas por cantos insignificantes, salpicado por los guijarros que caen desde sus barrancos cuando deja la ciudad atrás, del mismo modo que en mis ojos se dibujaban quizá imágenes madrileñas de la calle de Génova y de Covarrubias y de Miguel Ángel, que ella nunca había pisado ni visto: puede que la imagen de cuatro niños caminando por esas calles con una criada vieja. Y seguramente estaba también allí el enorme puente ferroviario que cruza el río Yamuna a la altura de la ciudad, observado siempre en la distancia y desde el que, según le contaba el aya con voz misteriosa cuando estaban solas, se había arrojado más de una pareja de amantes desdichados: el ancho río de aguas azules quebrado por el largo puente de hierros diagonales entrecruzados, la mayor parte del tiempo vacío, en tinieblas, ocioso y difuminado, exactamente como una de esas figuras devotas y secundarias de la niñez que luego se hacen recónditas para reaparecer e iluminarse al cabo del tiempo sólo un instante, cuando son llamadas, y volver a perderse en seguida en la oscuridad de sus existencias ignoradas y conmutables tras haber cumplido su breve servicio o revelado el secreto que de pronto se les exige. Y así sólo existen para que por ellas transite, cada vez que le sea preciso, el niño. La niña inglesa mira ahora el negro puente de hierro esperando a que lo atraviese un tren, para verlo iluminado y reflejado en el agua, uno de esos trenes de colores vivos, llenos de luz y de inaudible ruido, que atraviesan el río Yamuna de tarde en tarde, el río Jumna que ella mira pacientemente desde su casa en lo alto mientras le susurra el aya o el padre diplomático la contempla de espaldas desde el borde del jardín, cuando ya ha anochecido, vestido de etiqueta para la cena y con un vaso en la mano. Se acerca la hora de que la niña se acueste, pero antes ha de pasar otro tren, uno más, porque la imagen reciente del tren que pasa y del río alumbrado por sus ventanillas (los hombres de las gabarras se desequilibran, mirando hacia lo alto) la ayuda a conciliar el sueño y a conformarse con la idea del siguiente día en una ciudad a la que no pertenece y que sólo verá como suya cuando la haya dejado y no tenga más oportunidad de rememorarla en voz alta que con su hijo o con un amante. Los tres esperan, la niña, el aya y el melancólico padre, hasta que el tren correo que viene de Moradabad y llega siempre con incalculable retraso atraviesa aceleradamente el puente de hierro ocupándolo entero, de punta a punta, con sus carruajes inestables de mil colores que llegan a distinguirse bajo la luna como una astilla; y Clare Bayes, entonces, tras perder de vista la linterna oscilante del último coche al que con la mano ha dicho un adiós que nunca fue dicho para ser respondido, se pone en pie y se calza y besa de puntillas al silencioso padre que huele a tabaco y a licor y a menta, y desaparece por fin en el interior de la casa cogida de la mano del aya que quizá la haga oír, antes de que se duerma, algún canto insignificante. Así me miraba Clare Bayes y yo la miraba a ella, como si fuéramos los ojos vigilantes y compasivos el uno del otro, los ojos que vienen desde el pasado y que ya no importan porque ya saben cómo están obligados a vernos, desde hace mucho: tal vez nos mirábamos como si fuéramos hermanos mayores ambos. Y aunque aún no la conocía, supe que la conocería y que llegaría a contarle sobre una cama las minucias que le fui confiando —de la calle de Génova, y de Covarrubias, y de Miguel Ángel— a lo largo de tantos meses de encuentros desordenados e intermitentes en mi casa piramidal de Oxford y también en la suya, y en los hoteles monótonos de Londres y Reading y en uno de Brighton.

Apartó la mirada. De pronto el warden lord Rymer pareció despertar de su lujurioso ensimismamiento, enarboló el mazo con energía y, al ver a su alrededor tan grandísimo silencio (ya no había ni murmullos, y todos los estudiantes habían dado cuenta de sus míseras cenas y huido hacía rato de las mesas bajas llevándose algún cuchillo para compensarse), hizo un gesto despectivo y vago señalándonos con el mango y dijo:

—¿Qué les ocurre a ustedes? ¿No tienen nada que decirse o es que ha pasado un ángel? —Y poniéndose en pie, apartó con la cadera (un empellón de asco) el plato de su solomillo intacto y apeado de guisantes, lanzó un grosero latinajo sin hacer ya el menor esfuerzo por pronunciarlo verosímilmente, dio un último y sañudo golpe sobre la devastada peana y gritó eufórico—: ¡Postres!

Es este un momento de gran solemnidad y belleza (plástica) en las cenas alzadas, pues es la señal para que los comensales se levanten y, de nuevo en fila (aunque ahora mal guardada, tambaleante y anárquica), pasen a un salón, más informal y acogedor que el refectorio, en el que durante hora y media se toman parsimoniosamente frutas del tiempo, frutas tropicales, frutos secos, helado, pasteles, tartas, sorbetes, bombones puros, galletas, oblea y bombones rellenos de licor y menta al tiempo que se van pasando en el sentido de las agujas del reloj y muy velozmente varias botellas o más bien garrafas de diferentes oportos extraordinarios que no se consiguen en el mercado. En esta segunda fase de la cena, más próspera, más medieval que dieciochesca y conocida localmente como ingestión de bananas a la luz de la luna, se cambia finalmente de interlocutores, ya no hay límite de tiempo para charlar con ellos y, a medida que el oporto agudiza los deseos de resarcimiento y completa el deterioro verbal causado por los vinos en la primera fase, la conversación va haciéndose general, insubordinada, atropellada e incluso caótica, indecente a veces. Cabe, además, la remota posibilidad de que el warden (queda, como todo, a su voluntad) decida brindar por la Reina en un momento dado, lo cual significa que se puede por fin fumar. Pero el momento de gran solemnidad y belleza (plástica) se produce al salir del refectorio, pues al hacerlo los comensales deben conservar y llevar consigo, en la mano, la servilleta que hasta entonces han utilizado, por muy manchada y restregada que esté; y el vaivén del minúsculo paño blanco (un poco marcial, como siempre que se marcha en fila) contrasta de manera sublime con el lento y amplísimo vuelo de las negras togas interminables. Clare Bayes tuvo el detalle irónico de colocarse la servilleta como un babero, cubriendo el escote durante la marcha. Se echó a reír y creo que rio hacia mí. Luego, sentada lejos durante los postres junto a la autoridad Toby Rylands y cerca de su marido, no volvió a mirarme en lo que quedó de noche. A partir de un momento dado yo fumé sin parar, gracias a la tolerancia imprevista o a la devoción monárquica del warden lord Rymer.