Yo he caminado interminablemente por la ciudad de Oxford y conozco casi todos sus rincones y también sus confines de nombres esdrújulos: Headington, Kidlington, Wolvercote, Littlemore (Abingdon, Cuddesdon, ya más lejos). También llegué a conocer casi todos sus rostros de hace tres y dos años, por difícil que fuese volver a encontrarlos. La mayoría de las veces caminaba sin propósito y sin rumbo determinado, aunque bien recuerdo que durante unos diez días de mi segundo periodo lectivo allí (el que se llama Hilary y comprende ocho semanas entre enero y marzo) caminé con un propósito poco adulto y entonces —mientras duró— ni siquiera a mí mismo confesado. Fue poco antes de que conociera a Clare y Edward Bayes, y de hecho la interrupción o abandono del objetivo (sí, fue abandono) vino dado a buen seguro también por ese conocimiento de Clare Bayes y de su marido y no solamente porque el propósito se viera cumplido y a la vez frustrado una tarde de viento en Broad Street por las mismas fechas.
Unos diez días antes de que Clare y Edward Bayes me fueran presentados y empezara a tratarlos, regresaba yo de Londres —un viernes— en el último tren de la noche, que salía de la estación de Paddington alrededor de las doce. Era el tren que solía coger cada viernes o sábado a mi regreso de la capital, en la que no tenía donde quedarme a dormir a menos que lo hiciera en un hotel, y eso sólo podía permitírmelo de tarde en tarde. Normalmente prefería volver a mi casa y, si acaso, viajar de nuevo a Londres a la mañana siguiente —poco menos de una hora en un tren directo— si algo o alguien me requería allí. El último tren de Londres a Oxford no era, sin embargo, directo. La molestia que suponía cogerlo me la compensaba disponer a cambio de una hora más en la compañía de Guillermo y Miriam, un matrimonio amigo que vivía en South Kensington y que me ofrecía su conversación y su hospitalidad como etapa final de mis errabundas jornadas londinenses. Ese último tren de la medianoche obligaba a efectuar un transbordo en la localidad de Didcot, de la cual nunca he visto más que su lóbrega estación, y siempre después del crepúsculo. Algunas veces el segundo tren, el que nos llevaba desde allí hasta Oxford con parsimonia incomprensible, no estaba sobre su vía cuando llegábamos los seis o siete pasajeros de Londres que hacíamos el enlace (la British Rail debía de considerar que los viajeros de ese tren rezagado éramos noctámbulos irredentos y que bien podíamos acostarnos todavía un poco más tarde), y entonces había que esperar en aquella estación callada y vacía y que, en la medida en que podían discernirse sus contornos en la oscuridad, parecía desgajada de la población a la que pertenecía y rodeada de campo por todas partes, como un falso apeadero.
En Inglaterra los desconocidos no suelen hablarse, ni siquiera en los trenes ni durante las largas esperas, y el silencio nocturno de la estación de Didcot es uno de los más extensos que yo he conocido. El silencio es tanto más extenso cuando está quebrado por voces o ruidos aislados y sin continuidad, como el chirrido de un vagón que de pronto se desplaza enigmáticamente unos pocos metros y se detiene, o el ininteligible grito de un mozo al que el frío despierta de su breve sesteo para ahorrarle un mal sueño, o el golpe seco y distante de unas cajas que unas manos invisibles deciden gratuitamente trasladar de sitio cuando nada urge y es todo aplazable, o el sonido metálico de un bote de cerveza que es estrujado y arrojado a una papelera, o el vuelo modesto de una hoja suelta de periódico, o mis propios pasos que entretienen la espera acercándose inútilmente al borde de la plataforma, como se llama a los andenes en Inglaterra. Unas pocas luces, separadas por decenas de metros para así evitar el despilfarro, alumbran temerosamente esos andenes aún no barridos que semejan el suelo dejado atrás por una fiesta callejera y pobre. (No serán barridos hasta la mañana por mujeres que sueñan ahora en la ignorada Didcot.) Apenas si se distinguen los breves tramos de piedra y riel que cada una ilumina con parpadeos, y una de ellas ilumina también mi rostro que surge de un abrigo azul marino con el cuello subido y unos zapatos y tobillos de mujer cuya dueña queda en sombra. Sólo veo el bulto de su figura con gabardina, sentada, y la brasa de los cigarrillos que ella, al igual que yo, va consumiendo durante la espera, más larga esta o aquella noche que de costumbre. Los zapatos marcaban levemente un ritmo sobre el pavimento, como si quien los calzaba llevara aún en los oídos la música a cuyo son habría tal vez bailado durante su velada entera, y eran zapatos de adolescente o de bailarina ingenua, con hebilla y tacón muy bajo y la punta redondeada. Zapatos ingleses a no dudarlo, que mantuvieron mi vista vuelta hacia mi derecha e hicieron la hora inmóvil de la estación de Didcot más llevadera. Nuestros cigarrillos respectivos se juntaban en el suelo, ya colillas, los míos lanzados de un genuino papirotazo hacia el borde del andén, desde el que no resbalaban siempre, los suyos, en la misma dirección, con un movimiento del brazo semejante al de quien arroja una pelota con poca fuerza. Y al hacer ese movimiento la mano entraba en el haz de luz y yo podía ver una pulsera durante unas décimas de segundo. Yo me levantaba de vez en cuando, en parte para escudriñar la oscuridad de las vías en su lejanía, en parte para intentar ver algo más de la mujer que fumaba y llevaba un ritmo desconocido —cruzadas o no las piernas, alternativamente— con sus pies iluminados. Daba dos o tres pasos por delante de ella y volvía a mi sitio, pero lo único que lograba era ver de frente los zapatos ingleses y los tobillos perfeccionados por la penumbra. Hasta que por fin, tan sólo un par de minutos antes de que apareciera remiso y cansino el tren retrasado, fue ella la que se levantó y caminó pausadamente por el andén al tiempo que la voz enturbiada y amplificada de un ferroviario indio, con tan fuerte acento que para un extranjero era sólo deducible lo que decía, anunciaba la entrada del tren en Didcot y el resto de sus paradas: Banbury, Leamington, Warwick, Birmingham (¿o era Swindon, Chippenham, Bath, Bristol? No quiero mirar el mapa; en mi memoria están ambas series, quizá mezcladas). Ella se quedó ya en pie, con una bolsa pequeña en la mano, haciéndola oscilar mientras aguardaba. Yo le abrí la portezuela.
He olvidado por completo su rostro aunque no sus colores (amarillo, azul, rosado, blanco, rojo), pero sé que es la mujer que al primer golpe de vista más me ha conmovido a lo largo de mi juventud, aunque no se me escapa que este comentario sólo puede acompañar, según la tradición de la literatura y de la realidad, a aquellas mujeres que los hombres jóvenes no llegan a conocer. Tampoco recuerdo cómo le dirigí la palabra, ni de qué hablamos durante la media hora escasa que dura el trayecto entre Didcot y Oxford o sus estaciones. Quizá ni siquiera entabláramos conversación y sólo cruzamos tres o cuatro frases sueltas. En cambio recuerdo que, aunque no lo suficiente para ser una alumna, era muy joven y por tanto no muy elegante, y que el cuello de su gabardina estaba lo bastante abierto para permitirme contemplar el collar de perlas (falsas o verdaderas no sé decirlo) que, siguiendo la moda de hace unos pocos años, las muchachas inglesas más cuidadosas tenían a bien llevar aunque en lo demás fueran vestidas de la manera más informal o aparentemente imperfecta (ella era justamente esmerada, no elegante). También recuerdo que aquella mujer, por su peinado de melena corta y sus facciones hoy olvidadas, me pareció salida de los años treinta. Tal vez Will, el portero, viera así a todas las mujeres los días en que se hallara instalado en aquella década. Lo que hablamos, en todo caso, no fue lo bastante personal para que yo llegara a saber nada de ella. Puede que sus ojos claros se cerraran por la fatiga y yo no me atreviera a impedirlo. Puede que en aquella media hora de trayecto tardío mi deseo de contemplación fuera mucho más fuerte que mi curiosidad y mi capacidad de cálculo. O puede que habláramos sólo de Didcot, de su estación tenebrosa y fría dejada atrás y a la que ambos habríamos de volver. Ella bajó en Oxford, pero yo no supe prepararme el terreno: ni siquiera le ofrecí llevarla en mi taxi.
A partir de entonces y durante unos diez días caminé por tanto por la ciudad de Oxford con el propósito o esperanza inconsciente de volver a encontrarla, lo cual no era demasiado improbable si ella no había ido allí de visita y allí vivía. Estuve en las calles aún más tiempo que de costumbre, y cada día que pasaba su rostro se me iba difuminando más o confundiendo con otros, como suele suceder con las cosas que uno quiere recordar y se empeña en recordar, con todas aquellas imágenes ante las que la memoria no se muestra respetuosa (es decir, pasiva). No es de extrañar, así, que hoy no vea ninguno de sus rasgos —es un cuadro inacabado, con volúmenes trazados pero no pintados, los colores decididos pero sólo en su mancha— pese a haberla visto con certeza una segunda vez y creo que una tercera y quizá incluso una cuarta. Pero esa vez que fue cierta —diez días después— fue todo muy rápido y además había viento. Yo salía de la librería Blackwell’s con menos tiempo del justo para llegar a tiempo a una de mis clases de traducción con el exigente Dewar. Apreté el paso mirando al frente en medio de un vendaval que se había desatado mientras yo permanecía curioseando en Blackwell’s. Di una veintena de pasos y a la altura de Trinity College me crucé con dos figuras femeninas que también iban apresuradas, las cabezas sumisas para esquivar el viento. Sólo cuando había dado cuatro o cinco pasos más (y a ella la espalda) la reconocí y me di la vuelta. Lo que más me sorprendió fue que también ella y su amiga, quienes a su vez habían dado otros cuatro o cinco pasos desde el momento de nuestro cruce, se habían detenido y vuelto. A esa distancia de ocho o diez pasos nos vimos verdaderamente. Ella sonrió y gritó, más para darse a reconocer que reconociéndome: ‘¡En el tren! ¡En Didcot!’ Yo dudé durante un segundo si acercarme o no, y mientras dudaba la amiga le tiró de la manga y la instó a seguir su camino. La falda se la agitaba el viento, y también la melena corta. Lo recuerdo porque durante aquellos brevísimos instantes en que estuvo parada en Broad Street y gritó ‘¡En el tren! ¡En Didcot!’, tenía una mano en el pelo, quitándoselo de la frente, y la otra en la falda, sujetándosela contra el tiempo. ‘¡En el tren! ¡En Didcot!’, repetí yo confirmándole mi reconocimiento (los faldones de mi abrigo azul batiendo contra mis piernas); pero para entonces la odiosa y acuciante amiga cuya cara no vi se la llevaba ya en la dirección opuesta a la que yo seguiría inmediatamente, hacia Dewar y la Tayloriana. No la volví a ver con certeza en el resto del año ni tampoco al siguiente, al término del cual dejé Oxford, aunque no para regresar —no todavía— del todo a Madrid, como ahora ya es seguro que he hecho. Lo que más lamento es no haberme podido fijar, aquella segunda vez cierta, en sus zapatos ingleses ni en sus tobillos, que sin duda se me habrían aparecido fragilizados por el viento. Estaba demasiado atento al precavido vuelo de su falda.