Esto es lo que escribió Cromer-Blake en su diario aquel 5 de noviembre y yo traduzco y transcribo hoy:
‘Lo que más me sorprende es que la enfermedad no me impida de momento interesarme por las cosas de los demás. He decidido comportarme como si no me sucediera nada y no decir nada a nadie excepto a B, y a B sólo si se confirmara lo peor. Eso no resulta difícil, una vez tomada la decisión. Pero lo raro no es que sepa comportarme secretamente y como es debido, sino mi propio interés inmutable por cuanto me rodea. Todo me importa, todo me afecta. En realidad no tengo que disimular, porque no logro convencerme de que esto pueda o vaya a pasarme a mí. No logro hacerme a la idea de que según como sean las cosas podría acabar ¡muriéndome!, y de que si eso sucediera (cruzo los dedos) dejaría de enterarme de lo que seguiría sucediendo a partir de entonces a los demás. Como si me quitaran de las manos un libro que estoy leyendo con curiosidad infinita. Es inconcebible. Aunque si sólo fuera eso no sería grave, lo malo es que tampoco habría ya otros libros, la vida como códice único.
La vida es aún medieval.
A mí, desde luego, no me sucedería nada más, me habría sucedido mi muerte, es bastante suceder. No logro hacerme a la idea, y por eso no quiero volver todavía al médico ni que me vea Dayanand, quien con su ojo clínico terrible debe ya sospechar algo sobre mi estado de salud. Y por eso me importa tanto lo que entonces ya no me importaría, qué será de B (no puedo imaginar no asistir a su vida, la muerte no nos quita sólo nuestra propia vida, sino las vidas de los demás), y del propio Dayanand, y de Roger, y de Ted, y de Clare, y de nuestro querido español. Hoy los vi, estaban juntos, recién salidos de un abrazo, al lado de la ventana, menos amorosos que divertidos, y también un poco melancólicos, como si lamentaran no poder quererse más. Fue una suerte que llegara yo primero, y no Ted. No sé qué pretenden, o qué pretende Clare, ni por qué me han hecho su confidente y un poco su encubridor, preferiría estar en la misma ignorancia que Ted. El otro día vino a verme Clare a mi despacho entre dos lecciones, más nerviosa que de costumbre y con grandes prisas por hablar. Sólo le di tres minutos que fueron seis (el joven Bottomley impacientado y esperando al otro lado de la puerta con expresión arrogante y crítica), durante los cuales no dijo nada muy concreto ni coherente pero no paró de hablar de Ted, parecía que fuera lo único que le importaba en el mundo. Luego no llamó para ampliar la conversación, silencio, nada. Y hoy, en cambio, durante el almuerzo, de pronto noté un pie, su pie, en mi pantorrilla derecha por debajo de la mesa, para mi gran asombro. El pie de Clare acariciando mi pantorrilla. Por suerte estábamos en Halifax, donde los manteles son largos. En seguida comprendí que lo que andaba buscando era la pierna izquierda de nuestro español, que estaba sentado a mi lado, así que, mirándola con los ojos muy abiertos y ligero reproche, le cogí el pie disimuladamente y se lo llevé hasta su verdadero y ansiado destino, la rodilla extranjera. Luego, claro, me desentendí de lo subterráneo, de hecho saqué rápidamente un nuevo tema de conversación con Ted, temeroso de que se diera cuenta de lo que pasaba en las profundidades. Fue de lo más violento y a la vez de lo más divertido, lo cual me hace sentirme culpable. Estoy preocupado por todos ellos, por los tres, y me pregunto cómo va a terminar esto. Aún nos quedan meses, sólo estamos a mitad de Michaelmas. Pero no puedo evitar ver el lado cómico del asunto, a pesar de mi amistad de años con Ted, de mi preocupación general por Clare y de mi enfermedad. Con todo eso, lo primero que le he contado esta noche a B ha sido el malentendido de las extremidades, como el gran acontecimiento de la jornada o el que más podía entretenerle de sus insatisfacciones. Sigo igual que siempre, oscilando entre la ira y la risa que me producen las cosas, sin término medio, son mis dos maneras complementarias de relacionarme con el mundo y andar por él. O me enfurezco o me río, o ambas cosas a la vez, y ambas en mi interior. No cambio. La enfermedad debería hacerme cambiar, ser más reflexivo y más tibio. La enfermedad, sin embargo, no me enfurece ni me hace reír. Si sigue avanzando, si se confirma (vuelvo a cruzar los dedos), me observaré. Estoy asustado.’