No me hice ni me hago todas estas preguntas por piedad hacia Gawsworth, al fin y al cabo sólo un nombre falso al que no he conocido y cuyos textos —que son lo único de él que aún puedo ver, además de sus fotos de vivo y muerto— no me dicen mucho, sino por curiosidad teñida de superstición, convencido como llegué a estar, algunas interminables tardes de primavera o Trinity, de que yo acabaría corriendo su suerte idéntica.
La primavera inglesa es particularmente angustiosa para quien ya está angustiado, pues, como es sabido, los días se alargan anómalamente, es decir, no como puede ocurrir y ocurre en Madrid o Barcelona cuando se acerca y llega el verano. Aquí, en Madrid, los días se hacen infinitos, pero la luz va variando y se va matizando continuamente y así da fe de que el tiempo avanza, mientras que en Inglaterra —como también más al norte— nada cambia durante horas. En Oxford la luz es la misma desde las cinco y media, cuando uno se ve obligado a reparar en ella con el cese de toda actividad visible —al cerrarse las tiendas y volver a casa los profesores y los estudiantes—, hasta más de las nueve, en que por fin el sol se pone súbitamente —como si fuera un interruptor lo que lo apagara, aunque queda un resplandor fantasmal y lejano— y los que salen de noche se echan a la calle con impaciencia. Esa misma luz inmutable, esa acentuación del estatismo o estabilidad del lugar le hace a uno sentirse parado y aún más fuera del mundo y de todo transcurso de lo que allí es corriente, como he explicado. Durante esas horas inmóviles no hay nada que hacer si cenar con la luz diurna queda excluido, como desde luego era mi caso. Y se espera. Se espera. Se espera a que caiga la deseada noche, a que desaparezca esa luz suspendida y tibia, a que se vuelva a poner en marcha la débil rueda del mundo y la quietud acabe, encerrado en casa, viendo la televisión u oyendo la radio, sin tener ni siquiera librerías abiertas que visitar y en las que sentirse activo, útil y a salvo. Los dons, mientras el sol permanece paralizado, están descansando en sus aposentos del college o están cenando en sus mesas alzadas, y los estudiantes se encierran a preparar exámenes o se preparan para salir de farra en cuanto haya certeza de que la noche ha llegado. En esas horas demoradas y fijas de la tarde primaveral de Oxford la ciudad es, más que nunca, de los Gawsworth de nuestro tiempo. Se apoderan de ella mientras dura y se eterniza ese largo y falso crepúsculo en el que sólo se atreven a inmiscuirse las incontables campanas de la ciudad —su religioso pasado— tocando a vísperas desaforadamente. Los mendicantes no van a casa, ni regresan al college, ni están invitados a ninguna high table. Tampoco creo que acudan a las iglesias, cuando éstas les llaman. Siguen caminando desorientadamente, aunque al ver las calles vacías de transeúntes en pleno día, se desconciertan y aflojan el paso, e incluso se detienen en algún momento para patear un bote o pisar un periódico que levanta el aire y matar más el tiempo que llevan matando desde que despertaron.
Yo solía esperar la noche refugiado en casa, buscando los miércoles en la radio alguna emisora española que retransmitiera un partido internacional del Real Madrid, tentado siempre de descolgar el teléfono y marcar el número de la casa de Clare Bayes, donde ella estaría, sentada a los pies de la cama del niño Eric para darle la cena, mirando con el niño Eric programas infantiles de televisión o distrayéndole con algún juego nuevo. La tentación era fuerte todas las tardes, pero para no caer en seguida en ella y aguantar las horas de igualdad e inercia —las niveladas horas y los nivelados días—, a veces me afeitaba por segunda vez y me componía para salir a la calle, también yo, como los estudiantes y profesores más vivaces y más viciosos. Para mezclarme con gente en cuanto anocheciera. Unas noches cenaba en el agradable Brown’s, muy cerca de mi casa piramidal, donde las camareras eran más que atractivas con sus muy cortas faldas, y otras en algún restaurante francés de los que tanto abundan en la ciudad, para intentar sentirme en el continente y no en las islas, o incluso me forzaba a asistir a menudo a high tables insoportables, a las que no había vuelto desde los primeros meses de mi estancia en Oxford, hacía ahora más de año y medio. Probé las de varios colleges ya conocidos o aún no visitados, con la esperanza minúscula, por otra parte, de encontrar otra vez a Clare Bayes entre los anfitriones (All Souls, o Todas las Almas; Exeter, por el marido) o los convidados (Keble, Oriel, Balliol, Pembroke, Christ Church, a cual más tediosa: la cena de Christ Church la más opípara y la de más bostezos). Pero era demasiado esfuerzo y no bastaba para evitar la sensación de entumecimiento, ni para combatir la luz cernida inacabablemente, ni para huir de la obsesión de Gawsworth y su destino.
Durante aquellas semanas di en acudir, a partir de las ocho y media o nueve, a una discoteca vecina al Apollo Theatre, en principio más frecuentada por la gente oxoniense de las fábricas y los comercios (pues Oxford, a diferencia de Cambridge, sí tiene industria y trabajadores y clases sociales distintas de la universitaria) que por la gente togada de la que formaba parte. Digo bien en principio, porque me llevé alguna sorpresa. Allí me encontraba cada noche con un escenario salido de los años setenta, pero de unos años setenta ingleses que no hubieran tenido en el mundo el menor influjo. Todo era provincial y doméstico, desde la música que sonaba estridente (era una discoteca en regla) hasta la decoración con motivos vagamente árabes, desde el juego de luces sobre la pista (verdes y rosas) hasta los atuendos de los que bailaban, fechados con precisión excesiva. Aquella discoteca gozaba, sin embargo, de enorme éxito a juzgar por lo llena que estaba siempre, quién sabía desde qué vespertina y luminosísima hora. Recuerdo que abundaban más de lo lógico las gordas con minifalda y rizos artificiales: había mesas ocupadas enteramente por grupos nutridos de nutridas gordas (lo que se llama gordas infames) que, en número de seis o siete, se daban continuos codazos y masticaban chicle hundidas en los sofás por su propio peso y molicie y mostrando en fila —descaradamente— sus muslos obesos (en permanente roce) y aun el pico de sus bragas. También había muchos jóvenes dandies del Oxfordshire (de Banbury y Charlbury, Witney y Eynsham, muy locales) que hacían gala de un gusto tan rebajado y chillón como sólo puede darse en el sur de Inglaterra. Aquellos jóvenes rústicos y afeminados era claro que odiaban a las gordas infames, y las gordas infames odiaban a los patanes amanerados: nunca alternaban, pero cuando se encontraban en las colas de los lavabos o coincidían bailando en medio del tumulto o pista, se lanzaban miradas despreciativas (los unos) o escarnecedoras (las otras), y volviendo con complicidad los ojos hacia sus correligionarios de mesa o barra, señalaban sin disimulo —agitando ostensiblemente el pulgar, flaco o grueso— a su risible contrario. Si estas dos especies eran grosso modo los principales dominadores de la discoteca arábiga, no era raro ver en ella a estudiantes (sobre todo a los más refinados, que son los que tienen más debilidad y gusto por lo plebeyo), e incluso a ciertos dons —solteros— disfrazados de juveniles. A la mayoría los conocía sólo de vista, lo bastante de lejos para que no tuviéramos que saludarnos en semejante sitio, pero la cuarta noche que me acerqué por allí vi a mi propio jefe, Aidan Kavanagh, el novelista de horror y éxito, bailando en la pista con flexibilidad extraordinaria y ritmo descompasado. Al principio pensé con alarma —no veía bien entre tantos cuerpos con el color alterado— que había sustituido su habitual indumentaria anodina o sobria por un chaleco de color verde Nilo y debajo nada, pero comprobé en seguida —con nada más que mediano alivio— que eran sólo los brazos lo que llevaba al desnudo, aunque hasta los hombros: es decir, bajo el chaleco verde Nilo había corbata y había camisa, como de costumbre (albaricoque y verde botella, respectivamente), pero tenía que tratarse de una extraña camisa que no consistiese más que en la pechera. Me pregunté si llevaría el modelo también a la facultad, y me hice el propósito de fijarme bien en si le asomaban las mangas bajo la chaqueta o no la próxima vez que lo viera en la Tayloriana. (Al fin y al cabo, además de novelista de horror con pseudónimo, era una autoridad internacional en nuestro Siglo de Oro.) Su atuendo discotequero me permitió, en cualquier caso, descubrir que tenía mucho vello en las extremidades (las superiores), coronadas interiormente por dos tupidísimas matas de pelo axilar que —levantados todo el rato los brazos por su frenesí danzante y por la falta de espacio— no tuve más remedio que contemplar. Él me vio a distancia, y lejos de ruborizarse o intentar esconderse, se llegó sin suspender su baile hasta la barra donde yo estaba y me saludó jovial y hospitalariamente. Traía cogida de la mano (alzada) a una gorda tambaleante que empujaba a su paso (corto) y sonreía mucho. Kavanagh tuvo que gritar para hacerse oír, por lo que sólo le salieron frases muy breves, como a Alan Marriott.
—¡Qué sorpresa encontrarte aquí! ¡Creí que no te gustaban estos sitios! ¡Has tardado casi dos cursos en aparecer! —Y me puso dos dedos delante de los ojos—. ¡Este antro es el mejor! ¡El único divertido de la ciudad! —Apartó la vista para mirar a la pista con genuina estima y satisfacción: la pista parecía un motín operístico—. ¡Yo vengo casi todas las noches! ¡Todas las noches que puedo! ¡Conozco a todo el mundo aquí! —Y con su poderoso brazo desnudo hasta el hombro hizo un gesto que abarcaba el local entero. Bebió un trago largo—. ¡¿Quieres conocer a alguien?! ¡Yo te presento a quien quieras! ¡Mira bien! ¡A tu alrededor! ¡Y si ves a alguien que te apetezca conocer! ¡Dímelo y yo te la presento, seguro! Docenas de chicas —bajó la voz—. Docenas. ¡Ah, déjame presentarte a Jessie! ¡Jessie! —Vaciló un instante—. ¡Este es mi amigo Emilio! ¡Es español también!
—¡¿Qué?!
—¡Emilio! —Y Kavanagh me señaló con el dedo. Casi me dio en un ojo—. ¡Otro amigo español!
—Buona sera! —gritó Jessie por encima del estruendo.
—Ciao! —contesté yo para no defraudarla. Era muy risueña.
—Es mejor que ellas no sepan nuestros verdaderos nombres —me dijo Kavanagh en español al oído—. No hay peligro, sólo vienen de noche a Oxford. Ella cree que yo trabajo en la industria del automóvil. Le tengo prometido un Aston Martin.
—¿Se siguen haciendo?
—No lo sé, pero ella lo acepta. —Y añadió ya en inglés—: ¡Ven con nosotros! ¡Estamos todos en una mesa! Docenas de chicas —murmuró—. Docenas. ¡También está del Diestro! ¡Ha llegado hoy!
Y Kavanagh me agarró del brazo y me arrastró bailoteando hasta una de las mesas de gordas infames que yo tenía más que controladas y que las tres anteriores noches había desdeñado casi tan tajantemente como un joven rústico y afeminado del Oxfordshire (Jessie nos seguía, pisándose sus propios pies y repartiendo empellones). Estaba con ellas, en efecto, el famoso profesor del Diestro, el mayor y más joven experto mundial en Cervantes según él mismo, e inevitablemente conocido en Madrid (según las antipatías) como el diestro del Diestro o el siniestro del Diestro, quien, invitado por nuestro departamento, iba a darnos una conferencia maestra y diestra a la mañana siguiente. Yo lo conocía de fotografías. El profesor, hombre distinguido, petulante, de cuarenta y tantos años, camisa de Ferré y una muy bien llevada calva (‘Un profesor español distinguido’, pensé con asombro al verlo, y me expliqué su éxito), ya besuqueaba y se dejaba besuquear por una de las chicas más gruesas. Hay que decir que todas estas gordas, como los dandies rurales y los profesores solteros y los estudiantes más refinados (y yo mismo seguramente, pero entonces no me daba demasiada cuenta ni por tanto me lo confesaba), no ansiaban otra cosa que trabar conocimiento con desconocidos —lo cual no era tan fácil considerando lo estable y reiterativo de la clientela— con los principales fines de hacerles unas cuantas y someras preguntas, responderles falazmente a otras tantas, ofrecerles chicle (bailar no era indispensable), besarlos al poco rato y tal vez —según la marcha y la calidad de los besos— follarlos rápidamente en los lavabos o el anfiteatro si alguien tenía un condón a mano, o bien después en casa, más despacio.
El profesor del Diestro llevaba ya muy avanzado el conocimiento trabado de su desconocida, por lo que pudo permitirse una interrupción momentánea para cruzar conmigo cuatro palabras cordiales, y Kavanagh, tras presentarme a las cinco o seis chicas, me obligó a sentarme en un sofá entre dos de ellas. Quedé enclavado entre sus cuatro notorios muslos (dos por cuerpo, de las chicas), y, con repentina conciencia o consentimiento del hecho de que aquella noche no saldría solo de la discoteca muslime, miré de inmediato a derecha e izquierda para sopesarlas, pensando en elegir al menos la compañía más liviana. La chica de mi derecha —lo vi en el acto— no era exactamente gorda, sino sólo casi, de tal modo que —calculé— al cabo de un rato resultaría posible cierto aprecio sexual por mi parte. Sus facciones, una vez prevista la intimidad que debería alcanzar con ellas, me parecieron muy agradables, y sus rizos leonados eran estupendos, aunque tuvieran todo el aire de existir tan sólo desde hacía unas horas (era jueves). Di la espalda a la otra —gorda innegable e indisimulable— e inicié con la que no llegaba a tanto, de nombre Muriel, una intermitente y poco interesada conversación a gritos de la que apenas recuerdo nada (era un trámite): solamente que dijo vivir en una mínima población —o era una granja— vecina a Wychwood Forest, entre el río Windrush y el río Evenlode. Pero aquello bien podía ser falso, tan falso como los nombres de Emilio y Muriel. Como sus compañeras, masticaba chicle incesantemente, y aunque no era tan sonriente como la joven Jessie que había vuelto a la pista a bailar más con Kavanagh y asegurar su Aston Martin, parecía festiva y contenta de conocerme y no evitaba el roce de mis piernas, cubiertas con pantalones de entretiempo, contra las suyas, tan conspicuas y potentes pero cubiertas sólo por las finas medias; es más, tendía a convertir el ineludible contacto (dadas las estrecheces) en presión deliberada. Tampoco yo la rehuía, así que llegó un momento en el que puso su mano sobre mi rodilla con familiaridad y me preguntó con el grito de turno:
—¡¿Quieres chicle?!
—¡No, gracias! —dije yo, y sólo tras haberlo dicho caí en la cuenta de que aquella podía no ser la respuesta más indicada en aquel lugar de los años setenta.
Ella no volvió a hablar en seguida. Se quedó un poco pensativa, con su chicle detenido en el paladar o en alguna encía. Luego dijo con naturalidad:
—Yo lo tengo en la boca por si nos besamos. Pero si quieres lo tiro ya.
(Aún me dio tiempo a notar el fuerte sabor a menta en aquella boca succionadora y redondeada.) (La mía, seguramente, sabría a tabaco rubio.)
Al salir del local con ella una hora más tarde me encontré con dos miradas, una múltiple y otra singular, aunque de ésta no tengo certeza: varios dandies gañanes a los que ya empezaba a conocer de vista me estaban censurando —catalogando al fin: gran desprecio— por la compañía elegida; y unos metros más adelante, ya en la puerta, creo que me crucé (ella entraba, y si era ella creo que fui mirado como por un relámpago) con la chica de la estación de Didcot que luego fue también, aunque más brevemente, la chica de Broad Street —a la altura de Trinity College, cerca de Blackwell’s— que una tarde de viento iba con una amiga que no la dejó pararse. Como en aquella segunda oportunidad (si es que era ella en esta tercera: hacía más de un año que no la veía, y antes fue tan escaso), me di cuenta de que era ella —o así creí, darme cuenta— una vez que nos habíamos dado la espalda. Yo me volví, como aquella otra vez, pero ella no, esta vez que no estoy seguro de que fuera ella. Vi adentrarse su nuca en la discoteca, y la nuca del hombre que la acompañaba, cuya presencia ni había notado cuando lo había tenido que tener de frente —sólo un segundo y los dos hombres andando, y quizá esquivándonos para no chocar—. De espaldas se parecía a Edward Bayes. De espaldas me pareció Edward Bayes. Pero era imposible: Edward Bayes estaría también sentado a los pies de la cama del niño Eric, leyéndole un cuento que Clare Bayes se habría quedado a oír. Ya era demasiado tarde para averiguar nada o retroceder; también ahora, como en Broad Street, hubo un tirón de una manga, pero en esta ocasión era la mía. Aunque fuera no hacía viento, Muriel, ya en la calle, se impacientaba.
En casa, en el segundo piso, volvió a masticar chicle durante un rato, combinándolo con la ginebra (mucha, medida española) que con hielo y tónica le serví en un vaso. Yo no estaba borracho, en modo alguno; ella bastante, me dio la impresión (no sabía lo que había bebido antes de que nos presentaran). Pero fue sólo luego, arriba, en el tercer piso, cuando ya estábamos desnudos y en mi cama, cuando empecé a pensar en Clare Bayes de veras y a echarla de nuevo en falta, o, mejor dicho (pues no era exactamente así, que la echara en falta), a comprobar con extrañeza y un asomo de perplejidad que aquella chica casi gorda y de facciones y rizos tan agradables no era ella. La fidelidad (lo que así se llama para referirse a la constancia y exclusividad con que un determinado sexo penetra o es penetrado por otro igualmente determinado, o se abstiene de ser penetrado o penetrar en otros) es producto de la costumbre principalmente, como lo es también la llamada —contrariamente— infidelidad (la inconstancia y alternación y el abarcamiento de más de un sexo: la promiscuidad literal, en la que, por lo que yo sabía, estaba instalado Cromer-Blake y tenía que estarlo Muriel y tal vez Kavanagh y el profesor del Diestro). Cuando uno está habituado a una sola boca desde hace tiempo, las otras bocas parecen incongruentes y presentan dificultades: los dientes son demasiado grandes o demasiado pequeños, los labios son avaros o en exceso abundantes, la lengua se mueve a destiempo o permanece yerta, como si no fuera músculo sino carne y hueso; el olor de las zonas más olorosas (ingles, sexo, axilas) es desconcertante, como lo es la descompensada intensidad del abrazo, el tacto anestésico de las pieles, el áspero sudor de los muslos (que se debe quizá al escrúpulo), los volúmenes mal acoplados, los desconocidos colores que alteran la luz del cuarto, el tamaño y la humedad del agujero. Las manos no comprenden la medida distinta de unos pechos que tal vez rebosan las propias manos o parecen sustraerse a ellas, o que se endurecen con un pezón poco liso, que casi raspa cuando se lo lame. El cuerpo nuevo no es manejable (ningún cuerpo nuevo es manejable), y siempre hay una reserva o una interrogación respecto al orden y fuerza con que se deben besar sus diferentes partes, o apretarlas, o mordisquearlas, o investigarlas usando los dedos, o respecto al efecto que hará en el otro pararse a mirarlas, interrumpir el contacto y dedicarse a verlas con detenimiento. ‘Tengo la polla dentro de su boca’, pensé al tenerla, y lo pensé con estas palabras, pues sólo esas palabras vienen cuando se pone en palabras o en pensamientos lo que se está haciendo con lo que denominan (cuando lo que denominan está actuando), más aún si no se conoce apenas el otro cuerpo y sobre todo si las palabras hacen referencia a las partes del cuerpo propio y no a las del otro, con las que siempre se es más respetuoso y para las que sí se buscan y emplean los eufemismos y las metáforas y los términos neutros. ‘Tengo la polla en su boca o ella tiene su boca en ella, puesto que ha sido su boca la que ha venido a encontrarla. Tengo la polla en su boca’, pensé, ‘y no es como otras veces, como tantas veces desde hace mucho tiempo. La boca de Muriel es succionadora, como noté desde el primer momento, desde que la besé, pero no es tan espaciosa y líquida como la de Clare Bayes. Le falta saliva y le falta sitio. Sus labios son bonitos, pero un poco finos, y están parados; o, más que parados (que no lo están, pues noto mucho su movimiento), carecen de flexibilidad, son rígidos. (Son como cintas tensadas.) Mientras tengo la polla en su boca veo sus pechos, son blancos y grandes y de pezón muy oscuro, a diferencia de los de Clare Bayes, que combinan sus dos colores sin estridencias, como la transición del color del albaricoque al de la avellana. Noto en mis muslos (que los aprietan un poco, sin hacerle daño) la contextura de estos pechos blancos, y aunque esta chica es muy joven, la constitución es blanda, como de plastilina nueva y aún no amasada ni endurecida por el uso y las huellas del niño que juega con ella. Yo jugué mucho con plastilina, pero ignoro si el niño Eric jugará con ella. Que tenga la polla en la boca de Muriel es incomprensible (quién lo hubiera dicho hace sólo tres horas, cuando yo hacía tiempo para salir de aquí y me afeitaba vigilando la luz de la tarde y tal vez ella se pintaba los labios en el espejo del cuarto de baño de su casa o granja de Wychwood Forest pensando en un desconocido: los labios tan despintados ahora). Mucho más incomprensible que ir a tenerla, como la tendré muy pronto, metida en su sexo, pues en su sexo —es de esperar— no habrá habido nada durante las últimas horas, mientras que en su boca ha habido chicle y ginebra y tónica y hielo, y humo de cigarrillos, y cacahuetes, y mi lengua, y risa, y también palabras que yo no he escuchado. (La boca está siempre llena y es la abundancia.) Ahora no bebe ni fuma ni mastica ni ríe ni dice nada, porque tiene mi polla en la boca y está distraída, y sólo eso cabe. Yo tampoco hablo, pero no estoy distraído, sino que estoy pensando.’
Y luego, un poco más tarde, todavía arriba, en el piso tercero de mi casa piramidal, aún desnudo en mi cama, volví a pensar y pensé esto: ‘Con ella no echo en falta lo que siempre echo en falta cuando me acuesto con Clare, a saber: que la polla tenga ojo, que tenga visión y tenga mirada, que pueda ver a la vez que se acerca o entra o ha entrado en su sexo. No quiero verlo ni quiero verla. Pero a ella la veo. Aunque Muriel me gusta y está ayudando a que pase esta tarde o noche de la mejor manera, no la conozco. Sé que no es Clare Bayes, sino una no-gorda de la discoteca vecina al Apollo Theatre. Lo sé por varias razones: por su tamaño y su altura (es algo más baja); porque sus muslos no se separan lo suficiente (tal vez impedimento de la carnosidad, ¿serán separables en absoluto los de la chica más gruesa que besaba al profesor del Diestro? Quizá el profesor esté ahora mismo con un problema); también por sus huesos, que apenas se notan de tan bien envueltos (noto sólo el pubis, pero no las caderas); y por sus jadeos, que son tímidos y avergonzados (soy un desconocido y no me mira a mí al entreabrir los ojos, sino al muro vacío sobre la almohada en la que yo me apoyo). Pero sobre todo lo sé por el olor que siento. No es de Clare Bayes ni quizá siquiera de la ciudad de Oxford ni de la de Londres ni de la estación de Didcot, sino acaso el olor del bosque de Wychwood, y del río Windrush, y del río Evenlode, entre los que Muriel vive y habrá crecido, como Clare Bayes vivió y creció junto al río Yamuna o Jumna con sus cantos insignificantes, sus gabarras rudimentarias y su puente de hierro desde el que se arrojaban los amantes desdichados. Ella está jadeando, pero también está pensando. Piensa en mi olor acaso, y piensa que es olor de extranjero, un continental, un meridional, un apasionado, sangre caliente según la fama. Mi sangre es caliente, o es tibia, o fría. ¿Cómo será mi olor para ella? Los ingleses usan poca colonia, y yo la uso, Trussardi, puede que esa sea la mayor diferencia, una novedad absoluta, puede que la colonia italiana que traigo desde Madrid cada vez que vengo sea lo único que acierta a sentir, en lo que se refiere a olores. Puede que no le guste, puede que le entusiasme, no lo puedo saber a menos que se lo pregunte, luego, porque ahora está muy concentrada en sí misma (piensa sólo en sí misma). Quizá ni siquiera ha reparado en ello, quizá no percibe nada, aunque no parece resfriada ni nada, hay muchos resfriados en esta primavera inglesa o furtivo invierno, y alergia al polen, fiebre del heno la llaman, la padecen los jóvenes principalmente, aunque Clare Bayes —ya no es tan joven— también la tiene. La primavera pasada estornudó varias veces estando en el lugar que ahora ocupa esta chica de Wychwood Forest, un bosque que ya no existe, sólo sus restos, fue talado y arrasado el pasado siglo, pero es muy difícil renunciar a un nombre, dicen mucho los nombres. Muriel no parece que vaya a estornudar, si lo hiciera lo sentiría fortísimamente tal como estamos puestos, y me estremecería, notaría un empuje violento que ahora no existe. Tal vez se cansa, ha bebido mucho. La habitación estaba fría cuando salí de casa, pero ahora hace calor porque el cuerpo de Muriel es caluroso, mientras que el de Clare Bayes es tibio, y el de la chica del tren de Londres bien podría ser frío, según su aspecto. La he visto, creo, pero no me importa, hace más de un año que no pienso en ella, y hace más de un año que pienso en Clare Bayes casi todo el tiempo, aunque nunca nos hayamos visto con la exigencia de quienes tienen ante sí un proyecto. Pero si esta noche hubiera esperado —si no me hubiera encontrado a Kavanagh y a la sonriente Jessie y al profesor del Diestro—, tal vez habría acabado yéndome de la discoteca con esa chica del tren de Londres, y —aún no, porque tendría que haber ocurrido más tarde, pero dentro de un rato— ella estaría aquí (si era ella, y si no lo era), en el lugar de Clare Bayes y en lugar de Muriel, esta chica no-gorda —no es gorda, no es gorda ni tampoco infame— que dice vivir entre el río Windrush y el río Evenlode, en lo que fue Wychwood Forest. Es ella la que está aquí, en mi cama, encima de mí —ocultando o guardando mi polla—, porque Clare Bayes no quiere verme durante estas semanas que son para el niño Eric que ha venido enfermo y porque era ella y ninguna otra —era ella y no la chica de la estación de Didcot— la que tomaba chicle por si nos besábamos. Hacía bien, porque nos estamos besando ahora.’
—Dime que me deseas —dijo Muriel separando de la mía un momento su boca succionadora y redondeada.
Oí las campanas todavía despiertas o que no duermen de la iglesia vecina de St Aloysius, o eran las de St Giles. No había que mirar el reloj en la mesilla de noche ni que apresurarse ni que empezar a pensar dónde habían quedado los escondidos zapatos de tacón alto y las prendas desperdigadas por la habitación. Ya era noche cerrada.
—Te deseo —dije. ‘Te deseo’, pensé, y dejé de pensar después de este pensamiento.