Capítulo VII:
Paseo nocturno

Deberás guiar el coche —dijo don César a su hijo—. Yo te iré indicando el camino. Retrasarás hasta mañana tu regreso a la escuela. Hoy te necesito.

El muchacho sonrió complacido.

—Haré lo que te sea necesario, papá —dijo.

—No sólo me es necesario a mí, sino también a Yesares y a su esposa —siguió don César—. Ya te he explicado lo que ocurre. Lupe no puede guiar el coche. Las personas a quienes vamos a ver no deben darse cuenta de quién es ella. ¿Me entiendes? Por eso te he elegido a ti.

Guadalupe ayudó a su marido a vestirse el traje que utilizaba en sus expediciones. Luego, antes de que todos se cubrieran con los antifaces, salieron por el pasadizo secreto que iba desde los sótanos del rancho hasta cerca de la carretera. Al salir de allí viéronse frente a un carruaje muy ligero, tirado por dos buenos caballos.

—¿No olvidamos nada? —preguntó don César, mientras subía al coche, ayudado por su mujer.

—Creo que no —respondió Guadalupe—. Alberes vigilará durante nuestra ausencia.

El pequeño César de Echagüe subió al pescante y acarició con las riendas los lomos de los caballos, lanzándolos a paso ligero hacia la carretera. La noche era fresca. Lupe se envolvió casi por completo en su negro manto. Don César se embozó con la capa que llevaba. Su hijo envolvióse en el sarape que llevaba sobre los hombros. Ninguno decía nada; pero todos los corazones latían de inquietud. Eran muchas las cosas de las que dependía el éxito o fracaso de aquella expedición. Era la primera vez que El Coyote salía de aquella forma y en aquellas condiciones.

—Me siento como si fuese armado con una escopeta de caña para luchar contra un tigre —musitó.

Don César fue guiando a su hijo hacia el barrio mejicano y cuando llegaron cerca de la casa de Adelia, se cubrieron los rostros con los antifaces. Una vez ante la casa adonde iban, don César indicó a su hijo que llamara a la puerta, dando primero tres golpes espaciados y luego dos seguidos. El muchacho obedeció y a los pocos momentos abrióse la puerta y apareció la voluminosa india.

—¿Quién llama…? —empezó, desconcertada al no ver al Coyote junto a su caballo, como de costumbre.

—Acércate, Adelia —llamó desde el coche El Coyote.

Al oír la voz de su amo, la india fue hacia el vehículo y preguntó, alarmada:

—¿Ocurre algo, señor?

—Sí. Estas personas son amigos míos. No te preocupes por ellos. ¿Están los Lugones en casa?

—Por casualidad, señor. Iban a marcharse…

—Diles que vengan. Debo hablarles. Estoy algo herido y han de hacer por mí lo que yo no puedo hacer.

La india entró en la casa y reapareció a los pocos momentos; pero antes que ella salieron los tres hermanos Lugones: Juan, Timoteo y Evelio.

—¿Qué ocurre, patrón? —preguntó el segundo—. ¿Está herido?

—Sí. En una mano. Perdí mucha sangre y me faltan fuerzas. Tenéis que hacer algo por mí.

—Lo que usted mande —apresuróse a asegurar Evelio.

—Iréis a la posada del Rey don Carlos. Entraréis por la puerta trasera. La habitación que da a la galería. Está allí una mujer. La señora Syer.

—Ya sé quién es —dijo Juan Lugones—. ¿Qué le tenemos que decir?

—Nada. Atadla y traedla aquí. Necesito hablar con ella.

—¿Y si trata de chillar? —preguntó Juan Lugones.

—Pues evitadlo de la forma que sea, excepto matándola. Ya sabéis lo que me interesa. Quiero hablar con ella. Si es preciso, la encerraremos hasta que confiese lo que deseo saber. Daos prisa.

—El coche no podrá entrar en casa —dijo Adelia—. Y si lo ven parado frente a la casa, la gente hablará…

—Es verdad. Esperaré junto a la cruz de Aguadores. Llevad allí a la mujer.

Mientras los Lugones se marchaban por un lado, El Coyote se alejó por el otro y poco después el coche se detenía al pie de la vieja cruz de Aguadores, reliquia de los tiempos de la dominación española en California, maltratada por el tiempo, por los elementos y por los hombres.

—Seguramente no esperará que le ocurra eso —murmuró Lupe, abrigándose más con el manto.

—Temo que lo espere y que no la encuentren —replicó don César.

Su hijo llevó el coche bajo unos árboles cercanos, apagó los faroles y las tinieblas lo envolvieron todo. El tiempo pasó muy despacio, como sólo pasa cuando se espera con impaciencia. La campana de la iglesia de Nuestra Señora dio las doce campanadas de la medianoche. Cada quince minutos sonaba la campanita de los cuartos, y una hora más tarde, sonó la una.

—Tardan mucho —murmuró Lupe.

—Es buena señal —replicó César—. Si hubiesen regresado en seguida, la señal habría sido mala.

Media hora después don César creyó oír un lejano galope de caballos; pero hasta unos minutos más tarde no comprobó que, efectivamente, se oía el galope de tres o cuatro caballos.

—Ya llegan —dijo.

Sin embargo, su mano izquierda empuñó un revólver, en tanto que su oído seguía, atento, el progreso de los jinetes. Al fin llegaron ante la cruz. Eran sólo tres. Sus siluetas resultaban inconfundibles. Acercándose al coche, Juan Lugones anunció:

—La señora Syer ha desaparecido. Su habitación está vacía. Sólo quedan cosas sin ningún valor.

—¿Seguro que se ha marchado? —preguntó El Coyote.

—Seguro, patrón —replicó Timoteo Lugones—. Yo entré a preguntar por ella en la posada. Don Ricardo tampoco está; pero tengo buenos amigos allí y supe lo que ocurre. Cuando esta tarde subieron al cuarto de la señora Syer encontraron unos billetes de banco clavados en la almohada y una nota en la que decía que tenía que marcharse con toda urgencia y que, por eso, dejaba pagada ya su cuenta.

El Coyote permaneció callado un rato.

—Es tremendamente lista —musitó—. ¿Conocéis a los amigos de James Wemyss, ese que se hace pasar por contrincante de Mateos en las próximas elecciones?

—Sí, sí. Todo el mundo conoce al señor Wemyss —aseguró Evelio.

—Sospecho que no está en Los Ángeles…

—Un momento, patrón —interrumpió Timoteo—. Ha ocurrido algo mucho más grave. No sé aún mucha cosa de ello; pero… si la mitad de lo que dicen es verdad, ya será bastante malo.

—¿Qué dicen? —ordenó El Coyote.

—Que esta noche han entrado ladrones en casa de don Rómulo Hidalgo. A él lo han asesinado. Su hijo dice que les han robado aquel famoso collar de perlas…[6].

—¡Maldita!… —rugió El Coyote—. ¡Ahora comprendo por qué necesitaba que El Coyote no pudiese actuar!…

»Está bien. Escuchad con atención: Si veis a algún amigo de Wemyss, seguidle sin que él se dé cuenta. Averiguad adonde va y si lo vieseis volver de San Francisco, sacadle como sea el secreto del lugar donde se encuentran apresados don Ricardo Yesares y su mujer. ¿Me entendéis?

—Sí, señor. Pero ¿están como usted dice?

—Desde luego. Esta noche vigilad bien las calles. Si vierais algún grupo de jinetes entre los que vaya una mujer, aunque sea joven, seguidlos. Anotad todos sus pasos. Jamás os he necesitado tanto como ahora.

—No le fallaremos, patrón —aseguró Evelio Lugones—. Y si necesita algo más…

—De momento ya es bastante. Si descubrís algo importante venid a esta cruz y encended una hoguera bien humosa. Yo enviaré a alguien a vuestro encuentro.

En cuanto los Lugones se hubieron alejado, don César ordenó a su hijo:

—A casa lo más de prisa que te sea posible.

—¿Qué temes? —preguntó Lupe.

Su marido no respondió. Se agitaba nerviosamente en su asiento y jamás se le hizo tan largo el viaje hasta su rancho. Ayudó a guardar el carruaje, y mientras su hijo y Guadalupe subían a su habitación, por una escalera reservada, él, después de haber cambiado de ropa, fue al despacho donde guardaba el dinero y las joyas. Al ir a entrar comprendió que ya era tarde. En el suelo, con la cabeza ensangrentada, hallábase Matías Alberes. Y la caja en que guardaba las joyas de más valor estaba abierta y vacía. Entre otras joyas había desaparecido el collar de perlas formado con las que se encontraban en uno de los dos jarrones del virrey De Croix.