Capítulo I:
Un hombre mata a otro hombre
Natividad Páez era un hombre Había nacido el mismo día en que nació el Señor y en prueba de agradecimiento a Dios, por la coincidencia, le bautizaron con un nombre que a muchos les parecía de mujer Natividad Páez no tenia de femenino más que el genio exaltado Por cualquier cosa se ponía hecho un basilisco Aquí termina su parecido con la mujer. Natividad no pataleaba. No se dejaba llevar por un ataque de nervios. No era un histérico. Era un individuo todo violencia que lo resolvía todo violentamente.
En Los Ángeles lo habían dicho muchas veces: «Natividad acabará mal».
En aquel momento estaba preparándose para acabar mal. Sus menudos ojillos se hicieron más menudos que nunca. Su mirada concentrábase en el amplio vientre de John Mawbery. Éste le estaba diciendo:
—Tú andas buscando que yo dé a ti una grande lección.
A Natividad nadie le había dado grandes ni pequeñas lecciones. Durante un par de años los monjes franciscanos quisieron meter el abecedario, la gramática y la aritmética en su espeso cerebro. No lo consiguieron. Natividad había aprendido a rezar el padrenuestro y el ave maría. De ahí no pasó. Y, no obstante su proverbial paciencia, los franciscanos de la misión de Santa Clara, allá en las inmediaciones del brazo sur de la bahía de San Francisco, se dieron por vencidos. Fray Cosme le dijo: «Por muchos palos que le den a un borrico, nunca se conseguirá hacer de él un mediano caballo. Ve con Dios, si Él quiere acompañarte». Natividad abandonó la misión que parecía una casa de campo española, con su tejado de rojas tejas y su cuadrado campanario coronado por un pequeño mirador de cuatro pilares y una cruz. Pasó por debajo del arco de madera que quedaba frente a la puerta principal, montó en su caballo y echó hasta la Baja California. Llegó a Los Ángeles, trabajó como peón en seis ranchos y de todos ellos fue invitado a marcharse. Al decir que «fue invitado» no tratamos de hacer una frase irónica que encubra una violenta despedida. Nada de eso. Natividad Páez fue llamado por cada uno de sus seis jefes, recibió de sus manos los jornales correspondientes a dos meses anticipados y escuchó seis explicaciones que se podrían resumir, poco más o menos en ésta: «He pensado, Natividad, que te gustaría descansar unas semanas. Has trabajado mucho y hasta Dios descansó después de hacer el mundo. Aquí tienes cien pesos. Vuelve dentro de dos meses y podrás seguir trabajando». Cien pesos le duraban a Páez dos semanas y no dos meses, y al encontrarse con los bolsillos vacíos de plata, el hombre tenía que buscar la forma de seguir ganándose la vida o, mejor dicho, de seguir comiendo durante el mes y medio que faltaba. Por ello se dirigía a otro rancho y se ofrecía para hacer lo que fuera necesario. Luego, por estar en posesión de un nuevo empleo, ya no podía volver a casa de su antiguo amo. Así fue recorriendo ranchos y creándose sólida fama de pendenciero e indeseable. En aquellos momentos trabajaba en casa de don Rómulo Hidalgo[1]. Éste poseía la suficiente energía para no dejarse avasallar por Natividad, quien, a su vez, sentía la satisfacción que debe de sentir el león cuando un menudo domador le obliga a hacer el mono sobre un taburete o a saltar a través de un aro como si fuese un perro. En resumidas cuentas, don Rómulo Hidalgo había sido el único capaz de soportar a nuestro hombre y éste continuaba en su rancho, cada vez menos violento, aunque tenía la violencia tan metida en el cuerpo que aún le quedaba la suficiente para resultar un ser peligroso e insufrible. Sólo otra persona lograba soportarle y casi comprenderle: su hermano. Antonio Páez había nacido en el mismo hogar, de los mismos padres y había acudido a los mismos colegios que su hermano. Los franciscanos hicieron mucho por él y Antonio lo aprovechó todo. La violencia y el mal genio de la familia debía de haberla acaparado Natividad Páez, pues el otro apenas recibió la suficiente para poder ir desfilando por la vida sin resultar demasiado suave. Había trabajado con el mismo ardor que su hermano; pero, en cambio, no había gastado ni la centésima parte que Natividad. Con sus ahorros abrió un comercio de confecciones y, aunque lentamente, fue prosperando. Natividad nunca, ni en los peores momentos, había querido acudir a Antonio en demanda de ayuda. No deseaba perjudicarle gastando lo que al otro tanto le costaba ganar. Por eso no iba al almacén más que a charlar con Antonio, sin pedir nunca nada ni aceptar ni un centavo. Algo bueno había de tener, además de su capacidad como trabajador.
Los Páez procedían de Oajaca. Se habían establecido en Yerbabuena cuando Nueva España llegaba hasta lo que más tarde se llamaría Oregón. Allí continuaron cuando Nueva España se transformó en Méjico y, acostumbrados ya a los cambios, no pensaron en marcharse cuando la bandera estrellada del general Kearny sustituyó el tricolor de Santa Ana. De súbditos del virreinato pasaron a súbditos de la República, y de esto, a ciudadanos de la Unión sin que acabasen de comprender cómo había ocurrido todo ello. Al fin, como eran gente sencilla, aceptaron las realidades y se abstuvieron de quebrarse la cabeza y de sentirse patriotas, ya que antes de haber comprendido que no dependían del rey Fernando, pasaron a depender de la República mejicana y, de pronto, sus asombrados oídos escucharon la lectura de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. La fiera denuncia de las colonias inglesas contra el rey Jorge sonó a cosa familiar para los californianos. Acostumbrados a los pronunciamientos durante la época mejicana, todos los que escucharon las acerbas críticas contra el gobierno de Londres sacaron la conclusión de que sus nuevos amos se estaban sublevando contra alguien. Jamás pasó por su imaginación que la Declaración de Independencia se remontaba a ochenta años antes y que era una especie de constitución de los Estados Unidos. Los californianos supusieron que aquellos soldados que rodeaban al oficial que la leía traducida al español, se sublevaban contra su rey y que antes de poco llegarían los soldados de aquel Jorge de Inglaterra y darían una buena paliza a los mil hombres que montaban la guardia de honor. O bien aquellos soldados la darían a los del rey. Ocurriera lo que ocurriese, el espectáculo sería muy agradable, sobre todo para quienes nada tenían que ver con el rey Jorge ni con los que se sublevaban. Pasó el tiempo y como la bandera continuó allí y nadie fue a dar batalla a los sublevados todos dieron por supuesto que la sublevación había triunfado y que el rey Jorge había sufrido una soberana derrota. Al cabo de mucho tiempo, antes de morir, el padre de Natividad y de Antonio oyó decir que en algún sitio se estaban riñendo unas terribles batallas entre los que vivían en el Norte y los que vivían en el Sur. Por fin, aunque algo tarde, había llegado la pelea, y el hombre murió sin enterarse de la verdad de todo aquello. Natividad tampoco lo comprendía; pero en cambio Antonio habíase convertido en un completo ciudadano de los Estados Unidos, consciente de sus derechos y obligaciones[2].
Natividad no reconocía deberes e ignoraba sus derechos. Para él, un hombre debía defenderse con sus manos, ya estuviesen vacías o armadas con un buen cuchillo. Despreciaba los revólveres desde que había visto fallar un disparo hecho a menos de dos metros de distancia. Con un puñal no ocurrían tales cosas.
Esto se lo iba a demostrar a John Mawbery.
John Mawbery era el dueño de una taberna que a la vez era casa de comidas. Tenía contratado a un cocinero mejicano muy regular, más malo que bueno, y servía a sus clientes unos guisos donde las pimientas y demás picantes insensibilizaban los más duros paladares. Después de un bocado de aquello, tanto daba comer un trozo de solomillo que un puñado de serrín, el paladar no advertía la diferencia.
Pero Natividad Páez era capaz de advertir que por encima del fuego de la pimienta y del ají, predominaba en su carne el sabor a descomposición.
—Mawbery esta carne está podrida —había dicho.
El tabernero supuso que Páez disparaba un tiro al azar y replicó en su defectuoso español:
—Natividad, tú estar confuso. Esa carne es mucho fresca.
—Como tu abuela —replicó Páez—. Y por si aún está viva, diré que esta carne está tan podrida como la de tu bisabuela.
John Mawbery frunció el entrecejo y trató de interpretar las palabras de Páez. Era innegable que constituían un insulto a su familia, a él y a su prestigio como mesonero. Sin embargo, aún preguntó, señalando el plato que Natividad tenía ante él:
—¿Tú dices que esta carne tiene gusanos?
—Si tuviera gusanos aún sería carne —replicó Páez—. Está más allá de todo eso. Es podredumbre y nada más que podredumbre.
Fue entonces cuando Mawbery pronunció aquellas palabras de:
—Tú andas buscando que yo dé a ti una gran lección.
Natividad aumentó aún más el entornamiento de sus ojillos y silabeó:
—¿Qué lección me vas a dar tú, patas grandes?
John Mawbery replicó:
—Ésta.
Al mismo tiempo agarró el plato que estaba frente a Páez y se lo plantificó en pleno rostro. La carne y la rojiza salsa picante resbalaron desde la cara de Natividad a su pechera y de allí al suelo.
Sobre aquella mancha de salsa mezclada con trozos de carne se desplomó Mawbery. El cuchillo de Páez había abierto en su cuerpo una puerta lo bastante amplia para que por ella escapase el alma del norteamericano.
Vivíanse tiempos muy agitados. Cualquier suceso bastaba para mover una manifestación tumultuosa que terminase en linchamientos. Mawbery no había sido nunca apreciado ni por los californianos ni por sus compatriotas; pero éstos, que constituían su principal clientela, consideraron su muerte como un insulto y en unos segundos se pusieron de acuerdo para echar detrás de Natividad Páez, a fin de alcanzarlo y colgarlo, por el cuello, de cualquier árbol o farol.
Natividad comprendió demasiado tarde que se había dejado llevar por sus nervios. Había matado a un hombre, a uno de los hombres que pocos años antes se consideraban intocables. Sólo El Coyote se había atrevido a luchar con ellos y a castigarlos cuando se lo merecieron; pero El Coyote era muy poderoso y a los poderosos se les perdonan cosas que a un hombre vulgar, como Natividad Páez, no se le toleran.
Páez, además de no ser importante, era poco sagaz. Al salir de la taberna no tuvo en cuenta que un caballo corre más que un hombre. Frente al local se hallaban atados diez o doce caballos. Páez no montó en ninguno de ellos. Deseaba huir y lo hizo utilizando las piernas. Era un buen corredor; tenía una fabulosa resistencia física y es posible que en todo Los Ángeles y su condado no existiera otro capaz de alcanzarle; pero sus perseguidores no cometieron la tontería de poner a prueba la energía de sus piernas. Cada uno de ellos saltó sobre su montura y en confusa y amenazadora masa lanzáronse en pos del fugitivo.
Natividad Páez oyó el retumbar de aquellos cascos que batían furiosamente el suelo y comprendió que estaba perdido. Se hallaba cerca de la plaza y ya veía el edificio de la posada del Rey don Carlos. Ricardo Yesares, su propietario, podía ampararle, pues se le conocía como un gran amigo de los californianos; pero la plaza era muy ancha y los caballos estaban muy cerca.
El fugitivo aceleró su carrera. Alcanzó la plaza y torció hacia la posada; mas, en seguida, comprendió que había perdido la partida. El galopar de los caballos sonaba ya sobre él. El que le alcanzasen era sólo cuestión de segundos.
Fue en aquel instante cuando el coche en que iba Maise Syer llegó ante Natividad Páez. Era un coche descubierto, de plegada capota. El cochero iba en el alto pescante mientras que la viajera se sentaba en el duro asiento interior. En su juventud Maise Syer debía de haber sido muy hermosa. Ahora su negra cabellera estaba listada de plata, y sus ojos parecían bordados por abundantes arruguitas. El cutis había perdido su tersura. La frente conservaba las huellas de las arrugas que Maise debía de combatir con todos los medios que la cosmética ponía a su alcance. Una ancha cinta de terciopelo negro rodeaba su cuello (una defensa más contra las arrugas), y el traje que vestía iba cerrado hasta aquella cinta.
El intenso batir de los cascos de los caballos llamó la atención de Maise y de su cochero. Éste comentó:
—¡Ése es Natividad Páez! ¡Debe de haber cometido una locura!
Al momento siguiente Natividad había saltado al interior del coche. Estaba en la situación en que a un hombre no le importa agarrarse a un clavo ardiendo, y por ello, instintivamente, había buscado refugio allí.
Maise Syer tomó en seguida una resolución. No era mujer que perdiese la serenidad, ya que siempre estaba en posesión de ella.
—¡Haz correr a esos caballos! —ordenó al cochero.
Éste vaciló. Era también californiano legítimo y sabía por él y por sus padres los peligros que corre el indígena que se opone a la voluntad de los hombres del Este. Aquellos hombres querían apoderarse de Natividad Páez y hacer con él algo malo. Costara lo que costase, lo harían, y si él resultaba un obstáculo, lo incluirían en sus malos deseos.
—¡De prisa! —ordenó la imperiosa voz de la mujer que iba tras él.
El cochero hizo restallar el látigo sobre la cabeza de su caballo y lo lanzó a una velocidad que el animal había ya olvidado desde sus primeros tiempos.
—No se apure, amigo, yo le ayudaré —dijo Maise Syer a Páez.
Al darse cuenta de lo que ocurría, los perseguidores de Páez quedaron un momento desconcertados. Algunos llevaron la mano hacia la culata de su revólver; pero se contuvieron porque no era cosa de disparar sobre una mujer y ninguno de ellos era lo bastante buen tirador para intentar el disparo con la seguridad de no herir a Maise.
Las vacilaciones de los perseguidores duraron muy poco. Por mucho que corra un caballo arrastrando un coche, siempre correrá más un caballo que sólo lleve el peso de un jinete. Los hombres que querían vengar la muerte de Mawbery lanzáronse por el centro de la plaza, cortaron el camino al coche y en un momento lo rodearon amenazadoramente.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Maise, levantándose y mirando, furiosa, a aquellos hombres.
—No deseamos molestarla, señora —replicó uno de los jinetes—. Sólo queremos castigar a ese asesino.
—¿Quién es un asesino? —preguntó Maise.
—Ese hombre —y el que hablaba señaló a Páez.
—Mientras un juez y un jurado no lo decidan, yo me abstendré de creer que este caballero es un criminal —replicó Maise—. Hagan el favor de apartarse.
—Señora, nos está usted obligando a ser violentos —replicó el otro—. Si no nos deja sacar de su coche a ese canalla, lo sacaremos de todas formas y lo ahorcaremos delante de usted.
—¿Y quién hará eso? —preguntó fríamente Maise Syer.
—Yo —respondió el que llevaba la voz cantante.
—Haga la prueba —replicó la mujer.
El hombre desmontó y acercóse al coche. Natividad Páez, completamente desmoralizado, retrocedió hasta su protectora. Ésta parecía aumentar de tamaño frente al avance de aquel otro hombre.
—Vamos, no sea usted así —decía el perseguidor de Páez.
Cuando ya había puesto un pie en el estribo del coche, Maise reaccionó con una inesperada violencia y su mano derecha chocó, de revés, contra la boca del hombre, que retrocedió con los labios manchados por la sangre que brotaba de dos profundos cortes abiertos por el pesado anillo de oro que lucía en la fina mano de Maise.
Desde la puerta de la posada del Rey don Carlos tres hombres asistían a aquel suceso.
—Creo que ha llegado ya el momento de que usted haga algo, don Teodomiro —dijo don César de Echagüe, volviéndose hacia el jefe de la policía de Los Ángeles.
Mateos miró a don César y a Yesares, que estaban junto a él. Aquellas algaradas le molestaban más que por los efectos sobre el que las padecía, en aquel caso Natividad Páez, por las molestias que personalmente le causaban. Su condición de californiano y su cargo de jefe de policía se unían muy mal. El elemento norteamericano aumentaba por momentos, en tanto que los californianos de sangre mejicana o española permanecían estacionarios perdiendo así, poco a poco, su preponderancia, que unos años antes había sido casi absoluta. Si él resultaba un jefe de policía demasiado severo con los yanquis, éstos le harían perder su puesto en las inminentes elecciones. Sin embargo, debía tomar alguna medida. No podía permitir que se linchara a un ciudadano que, si bien debía de ser culpable de algo, no había sido aún condenado por ningún tribunal.
—No lo toleraré —dijo, separándose de don César y de Yesares y yendo hacia donde estaban los jinetes rodeando el coche de Maise Syer.
—Mateos está perdiendo facultades —contestó don César.
—Ya dicen los Evangelios que no se puede servir a dos amos a la vez —replicó Yesares—, Mateos quiere servir a los yanquis y a los californianos, y así no se puede servir a nadie.
—Su obligación es, tan sólo, servir a la ley y a la justicia —sonrió don César—. No debiera tener otro amo que ése.
—Su amo verdadero es la política —dijo Yesares—. Es el mal que sufrimos en California desde que se hundió el virreinato.
—Dentro de cien años, cuando hablen de la época de las misiones, dirán que fue la edad de oro de California porque aún no se había encontrado oro en ella. Me parece que Mateos no conseguirá nada.
El jefe de policía había llegado al círculo que rodeaba el coche de Maise y logró abrirse paso hasta el vehículo, en el momento en que otros dos jinetes se unían al primero en su deseo de hacer «justicia». Al ver a Mateos, todos se detuvieron.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó el jefe de policía, dirigiéndose a los demás.
—Quieren linchar a este pobre hombre —dijo Maise, señalando a Natividad Páez—. Si es usted alguna autoridad, impídalo.
—Mateos, no te interpongas en nuestro camino —dijo el que había recibido la bofetada de Maise—. A Páez lo hemos de castigar. Ha asesinado a Mawbery.
—Deja que el jurado decida sobre eso —pidió Mateos; pero su voz carecía del vigor necesario para frenar a aquellos hombres sedientos de venganza—. Alves —agregó—: Deja a Páez en mis manos y yo os prometo que se hará justicia sobre él. Si es culpable, se le castigará de acuerdo con la ley.
Una astuta expresión cruzó por los ojos de Basil Alves. Para él y sus compañeros, Maise resultaba un obstáculo invencible. En cambio…
—¿Nos das tu palabra de honor de que se le juzgará en seguida? —preguntó a Mateos.
—Os la doy —respondió Teodomiro.
—Te creemos —replicó Basil Alves—. Hazte cargo de Páez y mételo en la cárcel. —Volviéndose hacia sus compañeros, ordenó con enérgica voz—: ¡Abrid paso al señor jefe de policía!
—No sea usted loco —dijo Maise a Mateos—. Vaya a buscar más gente y…
—Deje este asunto en mis manos, señora —replicó, bruscamente, Mateos—. Vamos, Natividad. Tendrás que responder de tu delito.
Páez siguió vacilando. No se atrevía a salir del refugio que tan bien le había servido; pero siempre había considerado a Mateos como una autoridad a la cual todos prestaban acatamiento. En aquel momento, apagado ya el impulso que le había empujado a cometer el homicidio, no era más que un pobre ser dominado por una ansia bestial de vivir, costara lo que costase.
—Vamos —insistió Mateos.
—¿Por qué no vamos en mi coche? —preguntó Maise.
Mateos pensó que sería ridículo que él se dejara llevar y casi proteger por una dama.
—No; no es necesario —replicó—. Baja del coche, Páez.
Éste lo hizo tímidamente y echó a andar al lado de Mateos, entre dos densas filas de jinetes.
Maise los siguió con la mirada. Presentía algo que no tardó en suceder. Dos de los más forzudos jinetes saltaron de pronto junto a Mateos y le agarraron los brazos, impidiéndole todo movimiento. En seguida, otros jinetes cayeron sobre Páez, lo arrastraron bajo uno de los viejos y polvorientos árboles de la plaza, en tanto que Basil Alves hacía pasar por una de las ramas una cuerda. Uno de los extremos de la cuerda terminaba en un lazo; el otro estaba sujeto a la silla del caballo de Alves.
Sin hacer caso de los gritos de Páez ni de las protestas de Mateos, el lazo ciñó el cuello del californiano. En seguida, Alves espoleó su caballo.
Apenas Natividad Páez abandonó el suelo oyóse un crujido, desgajóse la rama y el condenado cayó. Había fallado el linchamiento; pero ninguno de aquellos hombres lo quiso admitir. Alves espoleó su caballo aún más y lo lanzó al galope, arrastrando a Páez por el guijarroso suelo de la plaza. Los que sostenían a Mateos lo soltaron, después de librarle de su revólver y galoparon en torno del cuerpo que rebotaba y se convulsionaba sobre el polvo, hasta que, al fin, toda señal de vida desapareció de él y sólo quedó una masa lacia y ensangrentada. Entonces cesó el interés que los linchadores sentían por Páez. Basil Alves cortó la cuerda y todos marcharon entre gritos de victoria (¡mísera victoria!) hacia la más próxima taberna, dejando en la plaza el cadáver de Páez y a los espectadores del drama.
—Han hecho algo más que matar a Páez —comentó don César—. Además, han terminado con Teodomiro Mateos.
Éste permanecía aún donde le dejaron sus burladores. Se daba cuenta de lo mal parado que había quedado su prestigio y estaba deseando hacer algo; algo que le permitiera recuperar todo cuanto había perdido; mas ya era tarde. Demasiado tarde para que Teodomiro Mateos volviera a ser lo que en un tiempo había sido.
—Equivocó a sus amos —murmuró don César—. No, no eran ni los hombres que hablan inglés ni los que hablan español. Su amo era la ley, cuyo idioma no es ni uno ni otro, sino el de la justicia.
Como si el suceso de que había sido testigo le hubiera quitado las ganas de continuar su paseo, Maise Syer descendió del coche y regresó a la posada, en la cual entró después de saludar brevemente a Yesares y hacer como si no advirtiera la inclinación de don César de Echagüe, quien comentó, cuando la mujer se hubo alejado:
—Es un tipo curioso, Ricardo.
—Sí, es una mujer de mucho carácter —replicó el posadero—. Ha demostrado más energía que el pobre Mateos.
—¿De dónde viene?
—Dice que de Chicago; pero habla con acento de Louisiana.
—Eso no significa que no venga de Chicago. ¿Podrías invitarla a una de mis fiestas?
—Temo que no quiera aceptar. Vive muy retraída. Únicamente sale alguna vez al anochecer. Lo de hoy ha sido un extraordinario. Me parece que esa mujer tiene un pasado…
—Todos tenemos un pasado —rió César—. ¿Verdad?
Ricardo Yesares sonrió. Sí, todos tenían un pasado. Y ellos más que nadie. Ellos tenían un peligroso pasado y un más peligroso presente.
Como si leyera los pensamientos de su amigo, don César musitó:
—Teodomiro Mateos está necesitando una visita del Coyote.