Capítulo IV:
Los testigos de la acusación
César de Echagüe apretó suavemente los brazos de Guadalupe. Ésta se hallaba sentada en uno de los sillones del salón. Apartando la vista de la labor que tenía entre las manos, volvió la cabeza y miró a su marido. Faltaban pocas semanas para la llegada del segundo hijo de don César y aún quedaban bastantes cosas por hacer.
—¿Vas a salir? —preguntó ella.
—Sí. ¿Necesitas algo de Los Ángeles?
—Sólo que vuelvas pronto.
—He recibido un aviso de Mateos —explicó don César.
—¿Algo malo? —preguntó, inquieta Lupe.
—No. Sólo que debo comparecer como testigo en la causa que se sigue contra Basil Alves. El que mató a Páez.
—Ese hombre merece la muerte; pero me extraña que Mateos se haya atrevido a detenerle.
—El Coyote le hizo una visita —sonrió César—. Ya te lo dije.
—Sí, ya me lo dijiste —replicó, pensativa Lupe. Luego declaró—: El Coyote no se muestra muy activo.
—¿Es un reproche? —preguntó César—. Ya conoces la causa. ¿O es que no lo has comprendido?
—Otras personas también podrían comprenderlo —respondió la mujer—. Pueden asociar mi estado a la inactividad del Coyote; pueden sacar conclusiones peligrosas para ti. ¿Por qué no haces que Yesares actúe en algún lugar apartado de Los Ángeles? Siempre estoy temiendo que los demás descubran la verdad. A veces me asombra que no se den cuenta de ciertas coincidencias…
—Ten en cuenta que los demás ignoran todo cuanto tú sabes. Las cosas que tú ves claras, ellos ni las imaginan; sin embargo, no es mala tu idea. Le encargaré a Yesares que actué en el Norte. No quiero apartarme de tu lado hasta que haya nacido nuestro hijo.
Guadalupe sonrió. Luego su sonrisa apagóse y, en voz baja, explicó:
—Soy tan feliz, César, que a mi pesar, me asalta el presentimiento de que va a ocurrir algo malo.
—Es lógico que pienses así, Lupe. Cuando se lee un libro ameno, se sufre porque se sabe que pronto se terminará. Cuando se goza por algo, ese gozo queda amargado por la seguridad de que no puede durar mucho. Pero todo eso no quiere decir que nuestra felicidad no deba durar tanto como nosotros mismos.
Lupe cogió la mano de su marido y la llevó a sus mejillas. Musitó:
—Siempre pido a Dios que se me lleve antes que a ti. Si te viera morir, estoy segura de que no podría resistirlo.
—¿Y crees que yo sí podría resistir tu muerte? —preguntó don César.
Lupe tardó en responder. Se arrepentía de haber dicho aquello. Estaba segura de que su marido creía que ella iba a decir «Bien resististe la muerte de Leonor». Y ella no había pensado, ni por un momento, en la primera esposa del Coyote, a quien éste había permanecido fiel durante tantos años. ¿Verdaderamente fiel? No, ningún hombre es fiel a un recuerdo amoroso. Haciendo un esfuerzo, arrancóse del pensamiento aquellas ideas y respondió:
—Tú eres más fuerte que yo. Tienes más deberes y obligaciones. Tendrías que seguir viviendo.
—Dentro de poco tu también tendrás obligaciones —replicó César. Más serio, agregó—: El dolor resulta muy débil contra la acción del tiempo. Lo guardamos dentro de nuestro corazón deseando conservarlo allí durante el resto de nuestra vida. Pero el tiempo va transcurriendo, lo va limando, lo reduce a algo tan pequeño, que somos los primeros en avergonzarnos de ello. Es inútil luchar. Todos olvidamos algún día. Es preferible aceptar esa realidad antes que pretender fingir una mentira.
—Perdóname que haya dicho eso —pidióle Lupe—. Te he puesto triste.
—No, no me has entristecido… —replicó César, acariciando las manos de su esposa—. Al fin y al cabo el olvido de mi pasado me ha traído la felicidad actual.
—¿De veras eres feliz? —preguntó Guadalupe.
—Ya lo ves. Mi felicidad actual me hace olvidar mis deberes de Coyote.
—¡Cuántas veces quisiera que te olvidases para siempre de esa otra parte de ti mismo! ¿No has hecho ya bastante por los demás?
—Demasiado; pero no puedo dejar la tarea que me impuse hace tantos años.
—Algún día tendrás que dejarla. No podrás continuar siempre tu doble vida.
—Sí…, algún día tendrá que morir El Coyote —musitó don César, cuya expresión se hizo vaga y casi triste.
Guadalupe sintió que los celos punzaban su corazón. Eran unos celos ilógicos, que no podían ser expuestos; pero le dolía que su marido no se sintiese plenamente satisfecho con su amor. ¿Qué más necesitaba? ¿No le bastaba con ella? Amargamente se contestó a sí misma. No, a César de Echagüe no le bastaba con el amor ni con su vida normal. Necesitaba el fuerte licor de la aventura, la embriaguez del peligro. El vivir siempre como don César de Echagüe, el acaudalado estanciero, sería para él un largo agonizar.
«Algún día tendré que llorar sobre su cuerpo ensangrentado», se dijo Lupe.
Reaccionó en seguida. Ella había aceptado aquellos peligros, aquellas posibilidades; había prometido ser la mujer del Coyote y no exigió ser tan sólo la esposa de don César. Incluso había sentido celos al creer que podía aspirar al amor de don César de Echagüe y que, en cambio, le estaba vedado el cariño del Coyote.
—Esta tarde vendrá Serena —dijo en voz alta—. La acompañará la señora Syer. Como yo no estoy ya en condiciones de salir en coche, Serena ha sido tan amable que ha prometido visitarme siempre que pueda. Me duele un poco no poder confiar plenamente en ella. Y para su marido debe de resultar violento ocultarle la verdadera identidad del Coyote. ¿Crees que ella no la habrá descubierto?
—Estoy seguro de que no —respondió César—. Y si lo hubiera hecho, tendría que reconocer que Serena Morales es una mujer excepcional. Tan excepcional como tú; pues nunca me ha demostrado saber nada. Y ahora adiós, Lupita. Quiero volver antes de la noche y tengo mucho que hacer en la ciudad.
Don César fue a las cocheras e hizo enganchar dos caballos al cochecillo que usaba cuando iba a Los Ángeles solo. Mientras se alejaba del rancho de San Antonio, sonreía al imaginar cuan distinto era en apariencia de cómo era en realidad. Luego pensó en lo que había hablado con Lupe. Algún día debería morir El Coyote. Era inevitable. Resultaba milagroso haber podido mantener su doble existencia hasta entonces; pero, fatalmente llegaría un momento en que debería limitarse a ser don César de Echagüe. Nada más…
—¡Un momento, caballero!
Jamás le había ocurrido que le cogieran tan por sorpresa marchando por un camino. Al mirar hacia el lugar de donde procedía la voz, don César encontróse frente a un hombre que le contemplaba por encima de los dos cañones de una escopeta amartillada. Aquellos cañones parecían mirarle malignamente. El hombre cubríase el rostro hasta los ojos, con un gran pañuelo azul. Vestía como los vaqueros mejicanos; pero hablaba como los norteamericanos que llevaban algunos años en el país.
—¿Qué quiere, amigo? —preguntó don César, deteniendo a los caballos.
—Esta escopeta está cargada —replicó el otro.
—Ya lo imagino. No sería lógico que me encañonara con una escopeta inofensiva; pero le prevengo que llevo poco dinero encima.
—No me interesa su dinero —replicó el otro—. Si lo hubiera querido, habría asaltado su rancho.
—Pues si no quiere dinero, no sé yo…
—¿A qué va a Los Ángeles? —preguntó el de la escopeta.
—A varios asuntos.
—Le han citado como testigo, ¿verdad?
—Sí.
—¿Aprecia su vida?
—Si no la apreciara hubiese intentado poner a prueba su buena puntería.
—La escopeta está cargada de metralla —dijo el otro—. No puede fallar el tiro.
—Lo imagino. Pensé que quería unos pesos y los habría dado a gusto a cambio de mi integridad física.
—¿Recuerda lo que vio en la plaza el día en que Páez sufrió aquel accidente?
Don César asintió con la cabeza. El otro replicó en seguida:
—Es preferible que lo olvide, caballero. Usted no vio nada. Estaba demasiado lejos. Unos hombres atacaron a Páez; pero usted no podría identificar a ninguno de ellos. ¿Me entiende?
—Ahora sí; pero luego, tal vez recuerde…
—No, no —interrumpió el de la escopeta—. Luego tampoco recordará nada. Absolutamente nada. Ya sé que, tan pronto como esta escopeta deje de mirarle, usted puede variar de opinión; pero no olvide que su esposa se halla en un estado en que cualquier sobresalto puede serle fatal. Para ella, o para lo que esperan.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó don César, dominándose con gran dificultad.
—Que no debe declarar nada comprometedor para el señor Alves. Y si lo hace, tenga en cuenta que se expone a quedar viudo por segunda vez. Al fin y al cabo, el que ahorquen o no a Alves no devolverá la vida de Natividad Páez. No se la puede devolver. Por lo tanto, es mejor para todos que no se hagan declaraciones indiscretas. Y ahora, señor Echagüe, continúe su camino. Buena suerte.
Don César tomó las riendas de sus caballos y azotó con ellas los lomos de los animales, reanudando la marcha hacia la ciudad. Le molestaba no haber podido reconocer a aquel hombre. Y le molestaba mucho más el saberse inerme contra aquella amenaza. Por primera vez en su vida, un enemigo suyo se demostraba más poderoso que él. La amenaza contra Guadalupe le reducía a la impotencia. Don César no podía desobedecer aquella orden, ni podía fingir que pedía el auxilio del Coyote, porque el resultado habría sido el mismo: herirse en lo que más amaba.
Sólo quedaba una solución: Basil Alves escaparía al castigo de la justicia legal; pero, en cambio, no se libraría de la justicia del Coyote. Sería lógico que si Alves era declarado no culpable. El Coyote tomara a su cargo su castigo. Al fin y al cabo, la detención de Alves debíase principalmente a la orden que El Coyote había dado a Teodomiro Mateos.
*****
Ricardo Yesares acababa de anotar los gastos de aquella mañana y se disponía a guardar los libros de su contabilidad dentro de la caja de caudales, cuando una llamada a la puerta le distrajo de sus pensamientos.
—Acaban de traer esta carta para usted, señor —anunció uno de los criados de la posada, tendiéndole un sobre cerrado.
Ricardo abrió el sobre y de su interior extrajo esta nota:
Cuando comparezcas ante el tribunal que ha de juzgar a Basil Alves, olvídate de todo lo que viste con relación a la muerte de Natividad Páez. Si lo haces conservarás intacta esta posada. Si hablas demasiado, el fuego consumirá el fruto de todos tus esfuerzos. Reflexiona bien antes de tomar una determinación.
Yesares releyó la carta un par de veces antes de guardarla en su bolsillo. El día antes, había recibido una citación para comparecer como testigo ante el tribunal que debía juzgar a Basil Alves. También se había recibido una citación idéntica para la señora Maise Syer. ¿Habríase recibido otra carta como la suya para aquella dama? Se disponía a salir a averiguarlo cuando le contuvo el inconfundible ruido del cochecillo de don César. Era mejor esperar allí, pues el primero que debía conocer aquel mensaje era el propietario del rancho de San Antonio.
Apenas entró en el despacho, don César observó la preocupada expresión de su amigo. Con una leve sonrisa, preguntó:
—¿Te han prohibido que declares contra Alves?
—¿A ti también? —preguntó en seguida Yesares.
—Acabo de hablar con un caballero enmascarado y con su escopeta. Entre los dos me han convencido de que no debo decir nada de lo que vi. ¿Quién te ha ordenado lo mismo?
Yesares tendió a don César la carta que había recibido. Cuando observó que el mensaje había sido leído, inquirió:
—¿Qué debemos hacer?
—Ya lo he dicho —replicó don César, devolviendo el mensaje—. No decir nada.
—A excepción de la señora Syer, somos los únicos testigos —objetó Yesares—. Y creo que a ella también le han enviado un mensaje parecido al mío.
—Es natural que lo hayan hecho. Seguramente la convencerán como a nosotros.
—Sin embargo, nosotros no podemos tolerar que ese asesino sea declarado no culpable.
Don César se encogió de hombros.
—Las actitudes heroicas resultan absurdas en un posadero y en un hombre como don César de Echagüe. Eso debe tenerse en cuenta.
—Pero nosotros somos…
—¡Cuidado! —previno don César, llevándose el índice a los labios—. En este caso nosotros somos lo que parecemos. Tú debes proteger tu negocio y yo mi hacienda y, sobre todo, a mi esposa.
—Entonces debemos tolerar que a Alves lo dejen en libertad.
—Desde luego. Y una vez se encuentre en libertad, El Coyote se encargará de él.
Yesares sonrió.
—Ya comprendo —dijo—. Será castigado casi de la misma forma que si lo hubiesen declarado culpable.
—Efectivamente. Morirá; que es lo que conviene. Aunque me habría gustado más que le hubieran condenado a morir en la horca.
—¿Cómo ocurrió tu encuentro con el que te ordenó que no declarases contra Alves? —preguntó Yesares.
Don César se lo explicó detalladamente, terminando:
—Ya ves que don César de Echagüe se encuentra en una situación peligrosa. Nadie sabe que él es, además, El Coyote; porque, si se supiese, la seguridad del Coyote estaría al alcance de cualquier audaz. Y no son hombres audaces lo que falta en California. Por lo tanto, don César debe obrar como quien es en apariencia. El Coyote se encargará de ajustarle las cuentas a Alves. Luego, inmediatamente, deberás marchar hacia el Norte.
—¿Por qué? —preguntó Yesares—. ¿Qué he de hacer en el Norte?
—Sólo dejarte ver. La inactividad del Coyote podría resultar sospechosa en estos momentos en que estoy aguardando el nacimiento de mi segundo hijo. No quiero que se relacione más a don César con El Coyote. Eso ha ocurrido demasiadas veces. Además, Guadalupe estará así más tranquila.
*****
Yesares estaba nuevamente solo. Había leído una vez más el mensaje de los amigos de Alves y su nerviosismo se iba calmando. Don César de Echagüe tenía razón. Lo difícil de su doble existencia era olvidarse, en determinados momentos, de que en otros era El Coyote o, por lo menos, lo representaba. Un posadero no suele ser nunca un hombre atrevido. Por lo tanto, no deben esperarse de él actitudes heroicas…
Una nueva llamada a la puerta interrumpió los pensamientos de Yesares.
—Adelante —ordenó.
Apareció uno de sus criados; pero antes de que pudiese decir ni una palabra, una enguantada mano de mujer apareció enérgicamente y Maise Syer entró en el despacho, cerrando la puerta tras ella.
Yesares habíase levantado; pero la señora Syer le indicó que se sentara, haciéndolo ella al mismo tiempo.
—¿Qué desea, señora? —preguntó Yesares.
La señora Syer tiró sobre la mesa un papel doblado en cuatro.
—Lea esto —dijo.
Yesares desdobló el papel. En seguida reconoció la letra. En voz alta leyó:
Maise Syer: Usted hizo mucho por salvar a Natividad Páez. No pudo conseguir sus buenos deseos. Ahora puede hacer mucho más para salvar su propia vida. Cuando le pidan que identifique en Basil Alves al hombre que mató a Páez, usted dirá que no puede hacerlo, porque aquel hombre era otro. Basil Alves nunca estuvo en la plaza en el momento en que murió Natividad Páez. Si es usted obediente, podrá seguir disfrutando de la hospitalidad californiana. Si no lo es, el cuchillo que ahora encontrará debajo de su almohada, volverá a encontrarlo hundido en su cuello. No es una amenaza vana. Si tiene buen sentido vivirá tranquilamente y dejará vivir a Basil Alves. Si no tiene sentido, no vivirá para ver lo que le sucede a Alves.
Cuando Yesares levantó la mirada del papel, Maise Syer tiró sobre la mesa una afilada daga de hoja triangular, explicando:
—La he encontrado debajo de la almohada de mi cama. ¿Sabe usted algo de ello?
Yesares movió negativamente la cabeza.
—No, señora. Lo único que sé es que yo también he recibido un mensaje parecido a éste. ¿Quiere leerlo?
Maise Syer alargó la mano hacia Yesares y éste le entregó su carta. Maise la leyó lentamente, y al devolverla y recobrar la suya, preguntó:
—¿Qué piensa usted hacer?
—Sólo puedo hacer una cosa —replicó Yesares.
—¿Cuál? —Inquirió, impaciente, Maise.
—Obedecer la orden.
—¿Por qué?
—No soy más que un simple posadero. Tengo que defender mis intereses, que están acumulados en esta casa.
Maise Syer adoptó una actitud desdeñosa.
—¿Es ése el valor de los californianos? —preguntó.
Yesares encogióse de hombros.
—Cuando no se puede ser león, hay que conformarse siendo zorro. Yo no puedo luchar contra unos enemigos que tienen todas las ventajas de su parte. Otros se encargarán de castigarlos.
—¿Quiénes? —preguntó Maise.
—No sé —respondió, vagamente, Yesares—; pero en California siempre hay alguien que castiga a aquellos a quienes la ley no puede castigar.
—No entiendo nada de eso —refunfuñó la mujer—. Desde luego no pretenderé ser más valiente que usted. Además, sería inútil, pues supongo que los demás testigos serán tan bravos como usted, ¿no?
—Lo ignoro —replicó Yesares.
Maise Syer se puso en pie y, guardando la carta y la daga, salió del despacho del propietario de la posada del Rey don Carlos.
*****
Basil Alves miró a su abogado.
—¿Conoce el texto de esta carta? —preguntó.
John Rudall movió negativamente la cabeza.
—La recibí dirigida a usted y tan llena de sellos de lacre que no me fue posible abrir el sobre. Supongo que la carta dice cómo iba el sobre y no quise exponerne a que me tacharan de demasiado curioso.
—Sí, dice que el sobre lleva cinco sellos —respondió Alves—. Pero no me hubiese extrañado que usted hubiera encontrado la forma de abrirlo.
—No lo abrí; me gustaría saber lo que le dicen.
—¿Cómo recibió la carta? —preguntó Alves.
—Llegó dentro de otro sobre dirigido a mí y acompañada de una nota en la cual se me pedía que la entregase a usted, absteniéndome de abrirla. ¿Se trata de un asunto personal?
—Desde luego. Lamento no poderle informar sobre él. ¿Está seguro de que los testigos no declararán contra mí?
John Rudall hizo un gesto de disgusto. Le molestaba que Alves no tuviese más confianza en él; no por el hecho de la confianza, sino porque no podía enterarse de lo que le decían en aquella misteriosa carta que aquella mañana había aparecido debajo de la puerta de su casa.
—Sé que ninguno declarará contra usted —dijo.
—Lo creo —respondió Alves—. Mañana se celebra el juicio. Avise a mis amigos para que me vayan a buscar a la terminación de la vista.
—¿Quiere algo más? —preguntó secamente Rudall.
—Nada más —replicó Alves. Y comprendiendo lo que motivaba aquella seriedad, dijo—: Mañana o pasado le enseñaré la carta. Hoy podría ser peligroso para los dos.
—¿Por qué ha de resultar peligroso? —inquirió el otro.
Pero Basil Alves no quiso responder a la pregunta de Rudall. Estaba seguro que, de hacerlo, sólo conseguiría alejar de él a su abogado. Éste podía no tener miedo a Mateos ni a ningún otro representante de la ley; pero debía de profesar un gran temor al nombre de quien se le hablaba en el anónimo que le había entregado Rudall.
Cuando éste se hubo marchado, Basil Alves releyó el anónimo. Decía:
Los testigos de la acusación no declararán contra ti, Basil Alves; pero no te duermas en tus laureles. El Coyote no te perdonará y, de acuerdo con sus métodos, la misma noche en que salgas de la cárcel te visitará para hacerte pagar tus culpas. Si eres prudente sabrás cómo recibirle. No hay coyote que no pueda caer en alguna trampa si ésta ha sido bien tendida. Tienes amigos que pueden ayudarte. Buenos amigos, ¿no? ¡Utilízalos!
UN AMIGO.
Alves guardó la carta. La noticia era mala; pero hombre prevenido vale por diez que no lo estén. Claro que el enemigo de que le hablaban era muy peligroso. De saber Rudall que El Coyote iba a intervenir en aquel asunto, se hubiese apresurado a devolverle el dinero y a desentenderse de todo. Por eso había callado.