Capítulo XI:
La visita del Coyote

Don César devolvió a Yesares la copia de la carta que James Wemyss había dejado para Maise Syer.

—Me pareció que te convenía saber esto —dijo Yesares.

—Desde luego —admitió Echagüe, el cual volvió a coger la carta y la tendió a Guadalupe.

Ésta había escuchado ya la explicación de cómo había sido entregada la nota y de la persona a quien iba dirigida.

—¿Qué te parece? —preguntóle César.

—¿Se refiere a ti? —preguntó Lupe.

—Implícitamente, sí. Tal vez esa dama se encuentra en algún apuro y necesita ayuda. De todas formas, como no tardará mucho en llegar, procura hablar con ella y averiguar lo que te sea posible. Se trata de una mujer extraña. Desea conocer al Coyote y ha aprovechado cuantas oportunidades ha tenido para decirlo.

Dejando a Guadalupe en su salita privada, César acompañó a Yesares hacia la puerta. Cuando estuvo lejos de su esposa, el hacendado pidió en voz baja:

—Cuéntame lo que has conseguido saber de ella.

Yesares respondió también en voz baja. Su explicación duró varios minutos y fue escuchada por don César sin que éste le interrumpiese ni una sola vez.

Cuando hubo terminado Yesares, César le preguntó:

—¿Descubriste algo interesante en su equipaje?

—Nada.

—¿Ni cartas ni algún objeto que sugiriese algo?

—Nada en absoluto. Eso no me ha parecido normal.

—No lo es; pero tal vez se pueda justificar fácilmente. Convendrá que no acudas a la fiesta. Vuelve a la posada y entra en el cuarto de la Syer. Procura encontrar el original de la carta de Wemyss, Luego me dirás dónde está.

Yesares vaciló.

—Me hubiese gustado asistir a tu fiesta —dijo—. A Serena le ocurre algo anormal, Parece como si estuviera muy enfadada conmigo por alguna causa que ella cree justa.

—¿Has hecho algo malo?

—Que yo sepa, no.

—Tal vez la descuidas algo. La mujer se conforma con muy poco. Son raras las que no se dan por satisfechas con que su marido les dedique cierta atención, se interese por sus problemas y no bostece cuando ellas hablan de telas, de criadas o de chismes de vecindad.

—Yo no suelo hacer nada de eso —admitió Yesares—. Tal vez tengas razón. Todo lo que no me interesa me parece aburrido y, en cambio, a veces la obligo a escuchar cosas que a mí me gustan, pero que a ella no pueden importarle lo más mínimo.

—¿No serán los celos el motivo de ese estado anormal de Serena? —preguntó César.

Yesares le miró con divertido asombro.

—¿De qué iba a tener celos? —preguntó—. Soy el marido más fiel que existe. Jamás me ha interesado otra mujer.

—Procura que Serena no se dé cuenta de eso. Tal vez le aburra tu fidelidad. A veces las mujeres se sienten desgraciadas porque son demasiado felices y añoran la inquietud. A los hombres nos ocurre lo mismo. Al cabo de mucho tiempo de comer pollo daríamos cualquier cosa por comer un recio plato de chile con carne. Lo malo de lo bueno es que, si se prolonga demasiado, aburre. Es lo bueno que tiene lo malo. Fastidia, irrita, indigna, hace rabiar; pero nunca aburre… Nadie se deja de dar cuenta de que es desgraciado. En cambio, somos muchos los que a veces nos olvidamos de lo felices que somos. También le diré a Guadalupe que trate de sonsacar a Serena y vea la forma de descubrir la causa de su disgusto.

—¡Ya llega! —exclamó Yesares, señalando hacia el exterior—. Conozco el coche.

—Es preferible que no te vea. Adiós, Ricardo. Procura hacer todo cuanto te he encargado.

Yesares estrechó la mano de su amigo y jefe y, dirigiéndose a la parte trasera del rancho, montó a caballo. Cuando el coche en que iban Serena y la señora Syer entraba en el patio, él salía por el otro lado.

Don César recibió a Serena y a Maise con su proverbial cordialidad.

—Aún es pronto para que pasen al salón —dijo—. Los hombres están acabando de jugarse su dinero y las mujeres terminando de chismorrear. Lupe las atenderá. Su estado le impide hacer los honores a nuestros invitados.

—Espero una visita —dijo Maise—. Se trata del señor Wemyss. ¿Podrán avisarme cuando llegue?

—Tendré un gran placer en recibir en mi casa al famoso James Wemyss —aseguró don César. Con una sonrisa, agregó—: No me extrañaría que llegara a ser jefe de nuestra policía. Me gusta siempre estar en buenas relaciones con las autoridades.

—Por lo que me han dicho —replicó Maise—, usted es de los que encienden una vela a San Miguel y otra al diablo, ¿no?

Don César la miró con vaga sonrisa.

—No comprendo —dijo.

—Es usted amigo de Teodomiro Mateos y… y del Coyote.

—Sólo estoy en buenas relaciones con ambos —replicó don César.

Serena se había adelantado al encuentro de Guadalupe, que estaba sentada en un sillón. Aprovechando aquel momento, Maise Syer dijo en voz baja a don César:

—Si es usted amigo del Coyote o tiene algún medio de ponerse en contacto con él, dígale que vaya a verme o busque la forma de ponerse en relación conmigo.

Don César se detuvo y miró, sonriendo, a Maise Syer.

—Me pide usted un imposible —dijo—. Nadie sabe dónde está El Coyote, ni se conoce el medio de hacerle comparecer donde uno quiere. Sin embargo, si el motivo por el cual usted le necesita es verdaderamente importante, tenga la seguridad de que El Coyote llegará en el momento oportuno.

—¿Quiere decir que usted le avisará?

—Lo haría si se me presentara; pero no creo que lo haga. Es impropio de él. En cambio, suele saber cuanto ocurre. Confíe en él.

—Lo haré; pero pasa el tiempo, no se presenta, y ya no puedo esperar más.

—Lleva usted unos hermosos pendientes, señora —replicó don César, haciendo un ademán hacia ellos.

Maise retrocedió sobresaltada. Luego sonrió, excusándose.

—Son muy valiosos. Siempre temo que me los roben.

—Por eso no debiera llevarlos encima viajando por estos campos. Hay más salteadores de lo conveniente, y como llevan prisa, el sistema que tienen de robar pendientes es muy doloroso. Los arrancan de un tirón.

—No me atrevo a dejarlos en la posada —replicó Maise—. Me han registrado una vez el equipaje. Sin duda los criados…

—¿Es posible? Avise a don Ricardo. Él hallará a los culpables.

Dos horas más tarde uno de los sirvientes anunció a don César que el señor Wemyss deseaba hablar con la señora Maise Syer.

—Hazle pasar —ordenó el dueño del rancho—. Yo avisaré a la señora.

Maise Syer dirigióse apresuradamente a la sala de espera donde había sido introducido Wemyss. Éste se puso en pie y, yendo hacia ella, le habló en voz baja. Maise sonrió, asintiendo varias veces con la cabeza. En voz baja, dijo:

—Muchas gracias por todo, señor Wemyss. Ha sido muy amable.

James Wemyss se inclinó a besar la mano de Maise. Se disponía a marcharse, cuando don César le cerró el paso.

—Por favor, señor Wemyss, no se vaya —pidió.

Wemyss sonrió burlón.

—¿Por qué? —preguntó.

—Porque quisiera darle a probar un coñac excelente. Ha sido sacado de una caja que perteneció a Napoleón. Al grande, no al que acaba de perder su trono. Estoy seguro de que si lo prueba comprenderá muchas cosas.

—¿Cuáles? —preguntó Wemyss.

—En primer lugar, el éxito de Napoleón. No resulta extraño que hiciera grandes cosas el hombre que bebía tan sublime licor.

—Con su permiso volveré al salón con su esposa —dijo Maise—. Estábamos hablando de cosas muy agradables.

—¿De la infidelidad de los maridos? —sonrió don César.

—Y de trajes —replicó Maise—. Adiós, señor Wemyss.

Don César cogió del brazo al antiguo sheriff de Abilene y lo arrastró suavemente hacia el gran salón.

—Creo que tiene usted muchas probabilidades de triunfar en las elecciones —dijo—. Mateos está resultando un fracaso.

—Alguien me dijo que El Coyote le había ayudado mucho —murmuró Wemyss.

—Se dicen muchas cosas; no todas son verdad; pero es indudable que El Coyote hizo algo por él.

—¿Por eso Mateos no ha intentado nunca capturarle?

Habían llegado ante una mesa cubierta por un finísimo mantel de hilo. Don César pidió una botella que no estaba entre las que se ofrecían pródigamente a los invitados. Carecía de etiqueta, y su forma era muy antigua. Don César llenó dos finas copas de cristal bohemio y brindó:

—Por su salud, señor Wemyss.

—Por la suya —replicó el otro.

Cuando hubo probado el primer sorbo, declaró:

—Es un gran coñac.

—Lo es —aceptó don César—. Pero sólo para paladares selectos. Hay quien prefiere la tequila.

—Creo que es usted amigo del señor Mateos, ¿no?

—Sí. ¿Por qué?

—Me extraña que me reciba tan amablemente.

—No debe extrañarle. Soy hombre que cuida mucho de sus intereses. Me conviene ser amigo de quien manda. Usted puede llegar a mandar. Y ya verá como mi amistad le resulta conveniente.

—La que me convendría mucho sería la del Coyote.

—Ésa es más difícil de conseguir —sonrió don César.

—Difícil, pero no imposible, ¿verdad, señor de Echagüe?

—Desde luego. El Coyote es inapreciable para un jefe de policía, siempre y cuando no trate de perjudicarle.

—Sería una gloría para un jefe de policía poder capturar al Coyote —dijo Wemyss—. Pero yo no aspiro a ella. Podría hacer favores a ese hombre, desde luego, si él me hiciese algunos.

—Empiece usted por hacérselos a él. El Coyote corresponderá.

—Parece que le conoce usted bien.

—Tanto como cualquier otro habitante de Los Ángeles. Llevamos mucho tiempo oyendo hablar de él y de sus hazañas. Cualquiera le podrá decir lo mismo que yo le he dicho. Lo malo de Mateos es que se ha acostumbrado a vivir fácilmente; ha perdido su agresividad, y por ello Los Ángeles está convirtiéndose en una ciudad desagradable. Necesitamos un hombre enérgico y que sepa utilizar los revólveres más que la palabra. Palabras hemos oído demasiadas. Un buen sistema para ganar las elecciones que se aproximan sería el terminar con algunos hombres que fían demasiado en la violencia. El demostrarles que la violencia también puede ser utilizada contra ellos, resultaría muy convincente para los electores.

—Su apoyo me sería muy beneficioso, don César.

—Vuelva a verme en otro momento y hablaremos con más tranquilidad. Hace unos días alguien me molestó. Mateos no ha sabido encontrar a ese hombre.

—¿Quién era?

—Sólo le vi los ojos. Eran oscuros, como los de tantos otros habitantes de la ciudad. El resto de la cara lo llevaba tapado con un pañuelo. Me enseñó una escopeta de dos cañones y me obligó a faltar a un juramento. Se trata de un amigo de John Rudall, un abogado sin escrúpulos.

—Daré con él y le traeré su cabeza —sonrió Wemyss.

—No me la entregue delante de mi esposa. Podría causarle una impresión desagradable.

Los dos hombres se echaron a reír y Wemyss tendió la mano a don César, despidiéndose. El dueño del rancho le acompañó hasta la puerta. Al volver, vio a Guadalupe, que le aguardaba en el pasillo.

—¿Sabes algo? —preguntó.

—Serena sospecha que Yesares le es infiel —dijo—. Cree tener pruebas ciertas.

—¿Qué impresión te ha producido la señora Syer?

Lupe hizo un mohín de disgusto. Esperaba una reacción distinta por parte de su marido ante la noticia de la infidelidad de su ayudante. Pensó que todos los hombres son jueces magnánimos cuando se trata de juzgar la conducta de otro hombre.

—Parece como si no te extrañase que Ricardo engañe a Serena —dijo Lupe.

—Lo que no me extraña es que Serena cometa la misma tontería que tantas otras mujeres. Ricardo le es fiel. Dime, ¿qué impresión te ha causado la señora Syer?

—Es toda una señora, César. Ha sufrido mucho y es muy comprensiva. Trata de calmar a Serena.

—¿No crees en la posibilidad de que Ricardo esté enamorado de Maise Syer? —preguntó César.

—¡Qué cosas dices! ¡Por Dios! ¿Cómo se te ha podido ocurrir esa locura?

—De la misma forma que a ti se te ha ocurrido que Ricardo pueda serle infiel a su mujer —sonrió don César—. Y ahora, Lupita, hazme un favor. Pide a la señora Syer que te deje ver sus pendientes. Me interesan mucho.

—¿Por qué?

—Si te lo dijese te quitaría la naturalidad necesaria para que los pidieras sin descubrir el verdadero motivo.

—Me duele que no tengas confianza en mí —murmuró Lupe.

En aquel momento se oyeron pasos en el corredor y aparecieron Maise y Serena.

—Me encuentro cansada —dijo Maise—. Esta noche he dormido muy poco.

—Pero no ha tomado usted nada —protestó Guadalupe—. Ni siquiera la he presentado a todas mis invitadas.

—Volveré otro día —prometió Maise—. Entonces podré hacer más honor a su hospitalidad.

—Venga un día en que no recibamos a nadie —pidió don César—. Le enseñaremos el rancho. Es muy hermoso. Ahora avisaré a dos de mis hombres para que las acompañen. Es de noche y podrían tener algún mal encuentro.

—Lleva usted unas joyas demasiado valiosas —dijo Lupe—. Es una imprudencia.

—Ya me lo dijo antes su marido —replicó Maise—. Le contesté que no me atrevo a dejarlas en la posada.

—Si quiere dejarlas aquí, se las guardaremos en una caja de caudales muy sólida —propuso Guadalupe—. Las podrá recoger cuando vuelva.

Maise movió negativamente la cabeza.

—Muchas gracias —dijo—. A lo mejor tendré que marcharme precipitadamente de Los Ángeles. De todas formas, agradezco su amabilidad. Con una pequeña escolta iré segura.

Cuando Maise y Serena hubieron salido del rancho, Guadalupe se volvió hacia su marido y preguntó:

—¿Qué misterio hay en esos pendientes?

—El misterio está cerca de ellos —replicó don César—. Más adelante podré explicártelo mejor. Ahora debo marcharme. Inventa alguna excusa.

—Ve al salón y diles que me encuentro indispuesta. Di que estás alarmado y que te perdonen. Lo comprenderán.

Don César sonrió.

—Eres inapreciable, Lupita. No sé cómo he tardado tanto tiempo en darme cuenta de que no podía vivir sin ti.

—Yo tampoco lo he comprendido aún —sonrió Lupe, dirigiéndose a su habitación.

*****

Cuando llegaron a la posada, Serena y Maise subieron al piso donde estaban sus respectivas habitaciones. Serena evitó entrar en el despacho de su marido, a pesar de haber visto luz en él. No quería hablar con Ricardo.

Por su parte, Maise dirigióse a su cuarto, entró en él abriendo la puerta con la llave que había recogido en el vestíbulo. La habitación estaba a oscuras. Maise no fue hacia la mesita sobre la cual estaba la lámpara de petróleo. Sentóse en la banqueta de su tocador y, respirando hondo, preguntó:

—¿Hace mucho que me espera, señor Coyote?

—Unos diez minutos —respondió una voz, desde la oscuridad—. Temí que se hubiera quedado hasta última hora en casa de don César.

Maise sintió que un escalofrío le corría por las venas. Por fin estaba ante ella el hombre a quien había ido a buscar a Los Ángeles.