Capítulo II:
Una visita del Coyote

Teodomiro Mateos no se sentía feliz aquella noche. El linchamiento de Natividad Páez había producido mucho ruido. Lo malo era que detrás de aquel ruido se encontraban unas fuerzas nada despreciables. La masa de ciudadanos de ascendencia española no le perdonarían nunca la poca energía demostrada. Antonio Páez, el hermano de la víctima, acababa de marcharse de su casa después de decirle, con una serenidad y una calma que sólo presagiaban tormentas, que él no perdonaría nunca su comportamiento y haría lo posible para que en las próximas elecciones no le votaran ninguno de sus muchos clientes. Claro que los habitantes de sangre sajona debían de sentirse satisfechos; pero…, lo malo era que sólo tenían derecho al voto los ciudadanos de cierta posición o responsabilidad, y esos ciudadanos no veían tampoco con buenos ojos que el hombre encargado de mantener la ley y el orden estuviera fracasando tan ruidosamente.

—¿En qué piensa, amigo Mateos?

La voz le llegó al jefe de policía desde la ventana de su despacho. Al mirar, sobresaltado, hacia ella encontróse frente a la amenazadora presencia del Coyote. Éste se hallaba sentado en el alféizar de la ventana, con una pierna cruzada sobre la otra y la mano derecha significativamente próxima a la culata de uno de sus dos revólveres.

Mateos tenía sobre la mesa uno de los recién aparecidos Colts modelo House, de cinco tiros. Lo había recibido de Hartford el día anterior y aún no había probado la eficacia de los cartuchos metálicos que se utilizaban en aquella afamada arma. No era El Coyote la persona más indicada para permitir el experimento, y Teodomiro lo comprendió así, absteniéndose de hacer el menor movimiento hacia el Colt.

—¿En qué piensa? —repitió El Coyote—. ¿Acaso en lo que le ocurrió a Natividad Páez? No fue una muerte agradable la suya. No. Y usted se hallaba presente y no supo evitarlo. ¿Por qué? ¿Le faltó valor?

Teodomiro Mateos tragó saliva con el mismo esfuerzo que hubiera necesitado para tragar una piedra.

—Me cogieron desprevenido —dijo trabajosamente—. Yo quería salvarle…

—Al lado de la señora Syer, Páez no corría peligro, pues aquellos hombres no se habrían atrevido a intentar nada.

El Coyote hablaba burlonamente, como si no creyera sus propias palabras y las pronunciara sólo para facilitar la respuesta de Mateos. Éste sentía aumentar su nerviosismo. De cuando en cuando se humedecía los labios y varias veces se pasó una mano por la sudorosa frente.

—Quise salvar a la señora Syer de las brutalidades de aquella pandilla —dijo, por fin—. Se hubiesen atrevido a todo.

—Es posible —admitió El Coyote—. Eran unos seres salvajes, dominados por el ansia de matar. Mil veces más criminales que Natividad Páez, ¿verdad?

—Sí…, creo que sí.

—Claro que sí, señor Mateos. Eran unos canallas. Es decir, lo son todavía, porque aún no les ha ocurrido nada malo.

El jefe de policía miró, inquieto, al Coyote. Empezaba a sospechar cuáles eran las intenciones del enmascarado. Éste continuó:

—Si hubiese tenido usted diez o doce de sus agentes, seguramente los habría lanzado contra aquella colección de asesinos, ¿no?

Mateos movió negativamente la cabeza. Lo mismo podía querer decir que sí como decir que no. Por fin contestó:

—Estaba solo. No esperaba aquello y… no tenía a nadie a mi lado.

—Pero ahora sí puede tener a su lado a tantos hombres como quiera —sonrió El Coyote—. No tiene más que llamarlos. Si lo desea puede nombrar doscientos agentes interinos y, al frente de ellos, poner un poco de orden en la ciudad de Los Ángeles. Yo le he ayudado varias veces. Tal vez, si usted me lo pidiera, le volvería ayudar. Le he dejado acaparar el prestigio de algunos de mis triunfos. Creo que, sin mí, el jefe de policía de esta ciudad no hubiese alcanzado mucha fama. Yo le creía algo torpe; pero bastante bien intencionado. Toleraba lo uno por lo otro y prefería que el jefe de esta policía fuese un hombre de sangre californiana. Pero estoy viendo que no tiene sangre californiana ni de ninguna clase.

La mano derecha de Mateos avanzó hacia el revólver que tenía sobre la mesa; pero en el mismo instante la mano del Coyote apareció armada con un revólver mucho más largo y amenazador que el otro.

—No cometa ninguna tontería más, Teodomiro —previno El Coyote—. Podría ser la última y no le serviría de nada, como no fuese para convertirse en un hermoso cadáver.

La mano de Mateos se retiró del revólver como si éste fuese una serpiente de cascabel.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó, mirando al Coyote.

—Los asesinos de Natividad Páez son Basil Alves y otros diecisiete hombres; pero el principal culpable es Alves. Deténgalo, llévelo ante un tribunal y haga que lo condenen a morir en la horca.

Mateos estuvo a punto de levantarse de un salto. El temor de que El Coyote interpretara su movimiento como agresivo, le contuvo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó.

—Que detenga a Basil Alves y lo haga juzgar por asesino. Él mató a Páez.

—Provocaría la indignación de mucha gente —replicó Mateos.

—¿Cree que dejando el crimen en la impunidad, la indignación de la gente será menor?

Mateos no respondió. El Coyote guardó lentamente su revólver y, levantándose, dijo:

—Le advierto que si no detiene a Alves y le hace juzgar, mi próxima visita será mucho menos agradable que ésta. Ahora vuelva la cabeza y no intente herirme a traición; no le daría resultado.

Teodomiro Mateos no intentó cometer ninguna traición. Dejó que El Coyote escapase por la ventana y cuando oyó alejarse el galope de un caballo que supuro el del misterioso enmascarado, acomodóse de nuevo frente a su mesa de trabajo, apartó el revólver que de nada le había servido y, entornando los ojos, reflexionó:

¿Quiénes presenciaron el incidente ocurrido en la plaza?' En primer lugar él, don César de Echagüe y Ricardo Yesares. ¿Don César? El pensamiento de Mateos se centro sobre la personalidad del hacendado. Buen sospechoso, indudablemente El Coyote había dirigido vanas veces sobre el dueño del rancho de San Antonio las sospechas de Mateos y de otros hombres, pero él había visto juntos a don César y al Coyote Mas…, ¿los había visto realmente? Había visto a don César y a un enmascarado idéntico al Coyote Idéntico en audacia, y en disfraz. Nada más. Don César había asistido al linchamiento de Páez. No, este detalle no probaba nada en absoluto. El hermano de Páez no había asistido al suceso y, sin embargo, conocía todos los detalles del mismo. ¿Por qué no había de conocerlos El Coyote, a quien no le faltaban, ciertamente, informadores?

Detener y desenmascarar al Coyote sería una buena labor. Cierto que le había ayudado en numerosas ocasiones, pero más que a él, El Coyote ayudó a la solución de los problemas con que se veía enfrentado. En realidad, El Coyote le utilizó para coronar con éxito sus empresas. Por lo tanto, no le debía ningún favor. Podía atacarle sin pecar de desagradecido. Su triunfo sobre él le afirmaría en su puesto actual. Todos los norteamericanos celebrarían su triunfo. Pero… ¿y si El Coyote no caía en la trampa que él pudiera tenderle? Esto era tan posible que casi podía darse por seguro. En tal caso, su situación habría empeorado. Ahora El Coyote se limitaba a prevenirle, porque le creía amigo suyo. Si llegaba a darse cuenta de que era su enemigo, entonces su venganza seria definitiva.

Cada vez había más sudor en la frente de Mateos. La aparición del Coyote sobre las tierras de California se remontaba casi a los primeros tiempos de la conquista yanqui. Desde entonces habían fracasado cuantos esfuerzos se realizaron para poner fin a la actividad del famoso enmascarado. Éste parecía tener la suerte de cara y vencía todos los obstáculos y peligros que le salían al paso.

Mateos se levantó y comenzó a pasear lentamente por la estancia Era necesario tomar una decisión Basil Alves no gozaba de buena fama en Los Ángeles. Claro que tenía ciertas amistades, pero no eran de las más poderosas. El detenerle no causaría tantos trastornos como él había imaginado en un principio. Muchos se alegrarían. Incluso muchos norteamericanos llegados a Los Ángeles para fundar negocios e industrias. Esa gente, conservadora por excelencia, sentiríase satisfecha viendo desaparecer de la escena a un hombre tan peligroso como Alves.

Una nueva duda germino en el cerebro de Mateos La detención de Alves no era cosa imposible. Por el contrario, entraba de lleno en las posibilidades de un jefe de policía. Sabía dónde encontrarle solo y tenia las fuerzas suficientes para dominar su resistencia, si es que ésta llegaba a producirse. Pero ¿y luego? ¿Le condenaría el tribunal? Raras veces se atrevían los testigos de algún acto violento a declarar contra los culpables. El temor a las venganzas era tan grande, que la gente prefería no exponerse a ellas.

De pronto Mateos sonrió. Había hallado la solución a su problema. Una solución inteligente, audaz, y que pondría al Coyote en sus manos, acreditándole de valiente.

Regresando junto a su mesa, Mateos cogió el Colt modelo House, lo guardó en su bolsillo y, poniéndose el sombrero, salió de su casa en dirección a la jefatura. Iba a hacer lo que El Coyote le había ordenado Pero no pasaría mucho tiempo antes de que El Coyote tuviera que arrepentirse de haber aconsejado aquello al jefe de policía de Los Ángeles.

«En la guerra todo está permitido —murmuraba Mateos mientras cruzaba las calles en dirección a su oficina—. Y el fin justifica los medios que se emplean para lograrlo».