Capítulo V:
La ausencia del Coyote

Contemplando su vendada mano, don César comentó:

—Esta vez me han dejado manco por unos días.

Guadalupe y el pequeño César estaban frente a él.

—Temí que fuese más grave —dijo la primera.

—Es más grave de lo que imaginas —respondió don César—. No puedo hacer nada y alguien aprovechará mi inactividad. Creo que fui un imbécil al caer tan torpemente en la trampa que me tendió aquella mujer.

Mirando luego a su hijo, preguntó:

—¿Por qué estás aquí?

El muchacho explicó la historia. Su padre le escuchó en silencio y al fin replicó:

—Llegaste muy oportunamente, y eso excusa muchas cosas. Sin embargo, tendrás que volver a San Francisco. Deberás regresar al colegio y pedir perdón.

Advirtiendo la iniciación de una rebeldía en su hijo, don César agregó:

—Ya sé que te resulta difícil; pero sólo haciendo cosas difíciles se demuestra que no se es vulgar. Tú no quieres ser vulgar, ¿verdad?

—No; pero… Está bien, volveré al colegio.

—No dirás a nadie que has estado aquí. Cuenta cualquier historia, pero conviene que nadie sospeche que llegaste hasta aquí. Es necesario que no se descubra eso. Si supieran que has estado en Los Ángeles, sospecharían de mí.

—Lo comprendo, papá. Pediré perdón al profesor Schultz.

—Gracias —murmuró don César—. Esta noche, marcharás a San Francisco. Hasta entonces nadie en la casa debe saber que tú estás aquí.

La habitación de don César estaba nuevamente libre de las sábanas que la habían cubierto. Entraba en ella el sol de la mañana y la inundaba la claridad de California. Cuando el hijo de don César pasó a un cuartito adyacente, Guadalupe dijo:

—No me he atrevido a avisar a Yesares sin pedirte antes consejo… Pensé que lo importante era resolver el problema de tu herida.

—Hiciste bien. Yesares debe de estar vigilado. En cuanto a esa mujer… Es muy peligrosa. Ha tendido bien sus redes y El Coyote cayó en ellas. No creí del todo su historia; pero imaginé que había algo de verdad.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Lupe.

—De momento no puedo hacer nada. Ni siquiera escribir una nota para los Lugones. Esta mano no me sirve para nada; pero de todas formas, esta tarde iremos a casa de Yesares.

Guadalupe le miró alarmada.

—No puedes salir de casa. No estás en condiciones.

—No, no —interrumpió César—. No debes hablar así. Tengo que salir. Debo mostrarme ante todos sin las huellas del ataque dirigido contra mí. Si me ven paseando en coche a tu lado, nadie se imaginará que ayer noche recibí una grave herida.

—Pero la mano…

—La mano puede ir dentro de un guante que disimulará el vendaje. Con tal de que me envuelvas el dedo, no hace falta más.

—¿Quieres ver a esa mujer?

—No. Quiero hablar con Yesares.

—Le avisaré que venga.

—Resultaría sospechoso.

—¿Para quién? ¿No ha venido ya muchas veces?

—Alguien le vigila. Cualquier paso que dé será anotado y estudiado. Es preferible que esta tarde, después de comer, vayamos hacia allí. Que Alberes se quede vigilando en ese cuarto para que nadie descubra la presencia del muchacho.

*****

Aquella tarde, después de la comida y cuando el sol dejó de lucir con la fuerza habitual en tales horas, don César y Guadalupe abandonaron el rancho de San Antonio en dirección a Los Ángeles. Don César apoyaba la mano derecha en el brazo de su mujer. Llevaba guantes blancos, y vestía con mayor elegancia que de costumbre, lo cual podía indicar que iba a hacer alguna visita de cumplido.

El viaje hasta la ciudad se hizo sin prisa, pues el cochero había recibido orden expresa de no correr demasiado. La explicación fue la de que no convenía estropear la digestión de don César. El conductor la aceptó como buena, sin imaginar que los vaivenes violentos del coche no convenían a la herida mano de su amo.

Cuando el carruaje se detuvo frente a la posada del Rey don Carlos, un hombre que salía a toda prisa del establecimiento, se detuvo y al ver a don César, fue hacia él, explicando:

—Ahora iba a su casa, don César. Don Ricardo dejó un mensaje para usted.

El criado de la posada entregó a don César un sobre cerrado y sellado. Dentro se hallaba esta carta:

Don César: No comprendo lo que ha podido ocurrirle a Serena. Ha marchado a San Francisco, dejándome una extraña carta en la cual me habla de infidelidades. Marcho tras ella a caballo para tratar de alcanzarla antes de que vaya muy lejos. Volveré pronto. Lamento infinito no poderme quedar para la preparación de su cena. ¿No podría retrasarla para mañana? Gracias anticipadas de su afectísimo.

RICARDO YESARES.

—Está bien —dijo don César al empleado—. Si vuelve don Ricardo, dígale que la cena la retrasaremos hasta la próxima semana. Ya hablaré con él. Y… a propósito, ¿está en casa la señora Syer?

—No. Salió hace rato. Iba a comprar algunas cosas. No creo que tarde. Prometió estar pronto de vuelta por si alguien preguntaba por ella. ¿He de darle algún recado?

—Sí. Dígale que pensaba dar una cena en su honor esta noche, pero que la retrasaremos hasta la semana próxima. Adiós. Vuelve a casa —agregó, dirigiéndose al cochero.

Cuando el coche se hubo puesto de nuevo en marcha hacia el rancho, Guadalupe preguntó:

—¿Qué quiere decir eso de la cena? No sabía…

—Es la justificación de la carta —replicó en voz baja su marido—. Yesares lo dice para justificar que me escriba su carta. De lo contrario, no tendría sentido que me avisara de su marcha. Resultaría sospechoso para quien lo viera.

—¿Y lo que has dicho de la señora Syer?

—Sólo quería saber si estaba en el hotel. Sospecho que se ha marchado de Los Ángeles. Al fin y al cabo ya ha conseguido dos cosas: inutilizar al verdadero y alejar al otro.

—¿Todo iba contra El Coyote? —preguntó en un susurro Guadalupe.

—Creo que sí. Por lo menos ha conseguido inutilizarle como jamás lo inutilizó nadie.

Guadalupe expresó claramente su alarma.

—¿Qué va a ocurrir? —preguntó—. ¿Vas a intentar algo?

Don César movió la mano derecha, replicando:

—Con esta mano no podré hacer nada en muchos días. Tal vez lo hayan conseguido por azar; pero lo cierto es que se han librado de mí y de Yesares.

—¿Con qué objeto? ¿Qué pueden pretender?

—No lo sé aún. Quisiera poder correr detrás de Ricardo para pedirle que vuelva atrás.

—¿Temes una emboscada?

—Estoy seguro de ello. Se llevaron a Serena para hacer que él la siguiese.

Guadalupe no había visto nunca tan abatido a su esposo.

—Si yo pudiese hacer algo… —murmuró.

Don César le acarició la mano.

—Has hecho muchísimo más de lo que se podía esperar de una mujer, Lupita. Como siempre. Se trata de una conspiración muy bien tramada.

—¿Y de todo tiene la culpa esa mujer? —preguntó Lupe.

—Creo que sí; pero tiene buenas ayudas. James Wemyss es un excelente colaborador.

—¿Y quién es esa Maise Syer?

—Tiene muchos nombres, Lupita. Demasiados. Si pudiera avisar a los Lugones…

—Una carta, tal vez…

—Tendría que escribirla con la mano izquierda. No reconocerían la letra. No obedecerían.

—¿Por qué no vamos esta noche los dos a avisarles?

—¿Cómo? —preguntó, amargamente, don César—. Este paseo me está agotando las fuerzas. No podría repetirlo montado a caballo.

—¿Y en coche? ¿Por qué no hemos de hacerlo? Tú y yo. El niño puede guiar los caballos…

—Es una buena idea —admitió don César—. Es una excelente idea. Esta noche iremos allí.