24

Le abrió la puerta una chica de unos veinte años que comía una manzana a mordiscos. Vestía pantalones cortos ajustados y estaba morena y reluciente. Lo miró con sus grandes ojos castaños y le dijo:

—¿Qué desea? Mis padres no están en casa. Bueno, mi madre volverá enseguida, ha ido a la compra. ¿Es usted el del censo?

Detrás de la chica Julio divisó un amplio vestíbulo de muebles pesados que parecían de caoba. Hasta él llegó un tufillo de olla exprés.

—No, no tengo nada que ver con el censo. Me gustaría hablar con ustedes sobre el artículo que ha salido en Cambio 16.

—¿Es usted periodista? —la chica lo interrumpió.

Julio sonrió, tenía que caerle bien a la muchacha.

—No exactamente. Soy escritor, estoy preparando un libro sobre los crímenes del violador.

La chica lo observó de arriba abajo y Julio se sintió ligeramente incómodo.

—¿Escritor? ¿Va a escribir una novela sobre ese canalla?

—No sé si será una novela, pero necesito… información. Quisiera hablar con ustedes.

—Bueno, pase. Mi madre llegará enseguida.

La chica se apartó y Julio pasó al vestíbulo en el que había un perchero de madera, increíblemente grande, frente a un gran espejo enmarcado con la misma madera.

Julio aguardó a que la muchacha le indicara algo más, pero ella se limitó a terminar de comerse la manzana mientras volvía a observarlo.

—¿Qué es lo que quiere saber? —preguntó con la boca llena de manzana.

Julio volvió a sonreír. Al lado del espejo había varias fotos también enmarcadas en madera. Ahora estaba seguro de que lo que olía era un cocido que se hacía a fuego lento. El olor era intenso. Antes que pudiera contestar, la chica se adelantó y le habló de nuevo.

—Han venido muchos periodistas, sabe. Han hablado con mamá y con papá y les han pedido una foto de la abuela Ana para publicarla, de cuando era joven. La abuela Ana era guapísima.

—¿Usted es su nieta?

—Sí. La violó, sabe, y luego la mató, casi le destrozó el cuello. Yo estuve con ella el día anterior, por la tarde. Me daba de merendar siempre que iba a verla, era un encanto. ¿No tiene usted magnetofón?

—No, no uso —Julio se tocó la cabeza—. Todo queda aquí.

—Ya le digo, el día anterior estuve con ella merendando y viendo fotos antiguas. A mí me encantan las fotos antiguas, de cuando la abuelita era joven.

—¿Conoce usted al primo de su abuela, quiero decir, a su tío abuelo Fernando Seoane?

—¿Al tío Fernando?

—Sí.

—No lo he visto nunca, pero mi madre nos ha hablado algunas veces de él. Parece que vino a verla cuando se enteró de la muerte de la abuelita, pero yo no estaba aquí. Estaba en la academia. Estudio secretariado internacional, idiomas. Estoy en segundo curso y este verano me iré a Londres, de oper, sabe. A perfeccionar el inglés. Hoy día, sin el inglés, uno no es nada.

—¿Nunca ha visto usted a su tío Fernando?

—No, nunca. Está muy delicado de salud. Los ojos, sabe. No ve bien, tiene cataratas regresivas o algo así. Bueno, además, la familia no se habla con él —la chica señaló una de las fotos enmarcadas que colgaban al lado del espejo—. Mire, éste es él de joven. ¿Lo ve? Está con la abuelita Ana y mi madre, cuando era pequeña.

Julio se acercó. En la foto varias personas sentadas en un banco de madera, presumiblemente en un parque, le sonreían al fotógrafo. La imagen tenía ese aire marchito y opaco de las fotos antiguas. Fernando Seoane vestía un apretado traje oscuro y le daba el brazo a una mujer entrada en carnes. A su lado había otra mujer y dos hombres más. Una niña de bucles rizados le daba la mano a una de las mujeres.

En el extremo inferior derecho de la fotografía se podía leer: «Enrique Gayoso López. Fotógrafo. Bodas, bautizos, celebraciones. Calle Nueva, 24, 3.º D. Villena».

—Ve, ésta es la abuelita Ana y éste el tío Fernando. Entonces parece que se llevaban muy bien. Mi madre es esta niña —la señaló con el dedo—. Era rubia, pero luego se le fue oscureciendo el pelo, como yo, ya sabe. Yo antes era rubia, cosa de familia.

—¿No sabe por qué se enfadaron?

La chica se encogió de hombros.

—No lo sé. Cosas de viejos. Delante de la abuelita no se podía mencionar el nombre del tío Fernando.

—¿Conocía su abuela al asesino, quiero decir, al presunto asesino, a Fernando Ruiz?

La chica sostuvo el corazón de la manzana y lo contempló como si allí estuviera la respuesta a algo.

—Bueno, yo sé lo que han contado ustedes los periodistas. Ese canalla asesino y violador siempre decía que era pariente nuestro… lejano, claro. Pero todo eso lo sabe mi madre. ¿Sabe usted que el asesino fue a casa de la abuelita a colocarle la grifería del cuarto de baño?

—Sí, ¿y usted, conocía a José Fernando?

—¿De antes?… No, no, nunca lo he visto. Dice mi madre que son desvaríos de él. Está mal de la cabeza. Psicópata, lo llaman a eso. ¿Usted cree que era pariente nuestro?

—Yo no creo nada. Se lo preguntaba porque hay algo raro, vamos, me parece a mí. Por lo visto no robó nada. Y su abuela era una señora de ochenta y dos años. Además, Fernando estuvo varias veces en Villena y en Almansa cuando era un muchacho.

—La abuela de José Fernando fue asistenta del padre de la abuelita Ana, en Villena. Eso sí que lo sé. Me lo ha dicho mi madre. Usted dice que no robó nada y sí que robó. Le quitó un gatito de peluche muy antiguo que tenía mi abuelita encima de su cómoda, en el dormitorio. Y también fotografías y cartas que tenía en una cajita.

—¿Está segura? Eso no ha venido en el artículo.

La chica se encogió de hombros y balanceó los restos de la manzana como si fuera un péndulo.

—Mi padre y mi madre fueron con la policía a la casa y lo registraron todo. Fue mi madre quien descubrió que faltaba el gatito de peluche y la caja con las fotografías… Mi madre es muy observadora, ella fue la que se dio cuenta de que había sido violada, ¿no? Porque el médico que llegó cuando la vieron muerta sobre la cama dijo que había tenido un fallo en el corazón, de vieja. Pero fue mi madre, al desnudarla para lavarla y ponerle la ropa de difunta, la que se dio cuenta de que tenía sangre allí, en… bueno en sus partes. ¿Me comprende?

—Sí, entiendo.

—Cogieron a José Fernando gracias a mi madre. Al principio el médico no le hacía caso, pero luego fue mi padre a hablar con el doctor Barceló, que es amigo suyo y le hicieron la autopsia. La habían violado y le habían roto el cuello, fíjese. Y el forense sin enterarse. Para que se fíe usted de los forenses. Si no llega a ser por mi madre, José Fernando sigue violando viejecitas. ¿Oiga, no cree que es una manía rara eso de violar viejas? Ese hombre debe de estar como un cencerro. He visto su foto en los periódicos y no está mal. No es que sea guapo, pero vaya.

—¿No sabe usted nada de esas fotos que parece que se llevó?

Negó con la cabeza.

—No, fotos de la abuelita… Tenía muchas.

—¿Fotos de Villena?

—Puede ser, antes teníamos una casa en Villena, del abuelo de mamá, el padre de la abuelita Ana. Pero ya no. Parece que era un palacete muy grande, lleno de habitaciones. Y lo vendieron por nada. Dice mi madre que ahora esa casa valdría una millonada.

—Quisiera preguntarle otra cosa. ¿Recuerda usted en casa de su abuela alguna foto que representara a Santa Lucía? ¿Sabe a quién me refiero? Esa santa que se ha arrancado los ojos.

La chica se echó a reír.

—¿Santa Lucía? Claro que sí. Toda mi familia es muy devota de ella; yo me llamo Lucía por eso. Me puso el nombre mi abuelita Ana. Todo eso ha salido en los periódicos, me hicieron una entrevista y también lo he dicho en la radio… ¿Es que usted no lee los periódicos?

—Bueno, no mucho, es que no quiero dejarme influenciar, ¿comprende? Quiero hacer mi libro sin influencias de ningún tipo.

—Pues yo tengo un tocho así de recortes de prensa… Todos los periódicos, las revistas… la tele, bueno… todos hablan de José Fernando. Fíjese, desde mayo hasta agosto mató y violó a dieciséis viejecitas. Yo soy la que más sabe del tema y en la academia todos me preguntan.

La puerta se abrió y entró una mujer de unos cincuenta años, bajita y entrada en carnes. Llevaba dos enormes bolsas por las que asomaban paquetes. La mujer se quedó inmóvil y una sombra de alarma pasó por sus ojos.

—Es un periodista, mamá —dijo Lucía—. Me está haciendo una entrevista.

La mujer dejó las bolsas en el suelo y resopló.

—¿Por qué no le has dicho que pase al saloncito? Desde luego, niña… eres de lo que no hay… Anda, ve y apaga la olla —se dirigió a Julio—. ¿De qué medio es usted?

Lucía cogió las bolsas y salió del vestíbulo, y la mujer intentó arreglarse el cabello, recogido atrás en un moño.

—¡Es un escritor! —gritó Lucía y desapareció tras la puerta.

—¿Escritor? —preguntó la mujer.

—Intento escribir un libro sobre el asesino, señora —respondió Julio—. No quiero molestarla demasiado, pero si me aclarara algunas cosas que necesito saber, se lo agradecería mucho. He leído la entrevista que le ha hecho ese periodista en Cambio 16.

—Bueno, pase usted un momento al saloncito.

La mujer le hizo un gesto a Julio, encaminándolo a la habitación adyacente. Ella abrió la marcha sin dejar de arreglarse el cabello.

El saloncito era minúsculo, casi como el vestíbulo, y atestado de muebles también oscuros y sombríos. Un sofá blanco ocupaba de lado a lado una de las paredes, frente a un mueble librería cubierto por cachivaches y unos cuantos libros. Una mesita flanqueaba dos sillones también tapizados de blanco.

En uno de los rincones había una especie de hornacina con una imagen de Santa Lucía. La santa ofrendaba sus ojos recién arrancados y elevaba el rostro en una actitud de entrega casi amorosa.

La mujer se sentó en el sofá y Julio lo hizo en uno de los sillones.

—Está todo desordenadísimo. Tendrá que disculparme. ¿Entonces no es usted periodista?

—Pues no, señora. Ya le digo, intento hacer un libro sobre el asesino.

—¿Y qué quiere usted saber? Ya ha salido todo en los periódicos. Ese canalla le estaba arreglando a mi madre la instalación del cuarto de baño, la íbamos a cambiar por completo. Mi marido decía que así no podía seguir mi madre. Una casa tan antigua… ¿comprende? En mal hora fue ese monstruo. La… la destrozó, ¿sabe? Y fui yo quien se dio cuenta… ¡Dios mío lo que pasé! Tenía… bueno, tenía sus partes destrozaditas, todas las bragas llenas de sangre… Y el forense que diagnostica muerte natural, claro, una señora tan mayor, con el corazón tan delicado… Pues eso, ni se fijó en el cuello roto, ni la desnudó, ni nada, para hacer el diagnóstico. Si no llega a ser por mí que la quise lavar y vestir para que fuera al cielo bien limpita y aseada, pues no se descubre nada… El canalla ese tan pimpante por ahí. ¡Ojalá lo cuelguen y le saquen los ojos! Gente así no tiene derecho a la vida…

—Quería saber algo que me tiene…

—… y luego lo que pasó mi marido para que los médicos le hicieran caso… un calvario, fíjese lo que le digo, un calvario. Y es lo que yo digo, no hay derecho a eso. Es nuestra madre y tenemos derecho a que la diagnostiquen otra vez… Menos mal que…

—Hay un tema que me obsesiona y…

—… mi marido tiene amistades, el doctor Barceló, un eminente cirujano, que si no… ¿Qué decía usted?

—Quería preguntarle si recuerda una criada llamada Águeda Muñoz, que estuvo en la casa de sus parientes en Villena.

—¡Uy, me acuerdo muy poco! La casa era de los abuelos. Nosotros íbamos a pasar temporadas, vivíamos en Madrid. Pero sí que me acuerdo de Águeda, claro.

—¿Su primo Fernando, tuvo amistad con la familia de José Fernando?

—Bueno, ya lo dije en la entrevista. A ese loco psicópata, porque ése es un loco, a mí usted no me diga, se le metió en la cabeza que era pariente nuestro, vamos… Mi marido lo tuvo que echar de casa.

—Decía que era hijo del primo Fernando, ¿verdad?

—Una locura… un desvarío. Y un insulto muy grande a Águeda, una madre de familia trabajadora como nadie. Lo que tiene que estar sufriendo esa mujer con un hijo así.

—¿A qué Águeda se refiere, a la abuela o a la hija?

—La hija, la madre de José Fernando. También estuvo en la casa de los abuelos. Era una niña, yo he jugado con ella… Mire, no hay que hacer caso de ese desvarío de José Fernando… Y todo; porque después fue una vez a Santander, cuando Águeda ya estaba casada y con hijos, a que lo sanase, ¿sabe? El primo Fernando estaba muy mal de los ojos. Bueno, creo que sigue malo. No nos hablamos con él.

—¿Su madre era «Hermana de la luz»?

—Y yo también… bueno, yo menos —señaló la imagen de Santa Lucía—. Aquí somos muy devotos de esa santa. La patrona de los ciegos.

—Y la patrona de las «Hermanas de la luz», ¿verdad?

—Sí, pero no crea usted nada raro. No es una secta, como la gente cree. Somos… bueno, es una especie de cofradía, devota de Santa Lucía, muy antigua, ¿sabe? Se remonta a la Edad Media, o antes.

El rostro de la mujer sufrió una transformación. Se llevó la mano a la boca y se frotó los labios con fuerza.

Continuó:

—Nos reunimos en Villena una vez al año y hacemos una fiesta, ceremonias… todo muy antiguo, hay disfraces… En realidad, mi madre era la «Hermana de la luz», y muy buena. Nos curaba a todos en esta casa.

—La madre y la abuela de José Fernando también eran «Hermanas de la luz», ¿verdad?

—Sí, claro… y José Fernando. Él también es «Cofrade de la luz». Y me habían dicho que sanaba bastante bien, sabe. Era muy bueno imponiendo manos. Me parece que de muy pequeño lo hicieron «Gran Unicornio», ¿entiende? Una costumbre antigua. Lo disfrazan con cuernos de cabra y tiene que bailar. Es una fiesta muy bonita. Todos los años nombramos a uno diferente.