20

A mí no me ha gustado. Nada más verlo me di cuenta de que no era un buen hombre, ¿qué quiere usted que le diga? Es instinto femenino, ¿sabe, señor Julio? Y ese instinto nunca falla. Ese hombre quiere la perdición de Fernando. Como si yo no lo supiera. Tiene unos ojos muy negros, como piedrecitas chupadas y los hombres con esos ojos no son buenas personas. ¡Ay, Virgen Santísima!

—Es un psiquiatra, Baldomero.

—Lo que sea. Pero no le va a traer nada bueno a Fernando, se lo digo yo. Es un hombre malo, de malas inclinaciones. Hace tres días que se reúne con él. Le pregunta cosas de cuando era pequeño, lo que sentía por su madre… y le pone cartulinas delante y le hace hablar. También cables en la cabeza y esas cosas.

—Pero yo tengo que ver a Fernando.

—Hoy es el último día.

—¿A qué hora saldrán?

—Ayer salieron a las once.

Instintivamente Julio miró su reloj. Eran las diez y cuarto.

—El director de la cárcel me ha denegado el permiso para verlo por la tarde.

—¿Qué tal lleva usted el libro, señor Julio?

—Me falta mucho todavía. Seguro que a ti te cuenta más cosas que a mí. ¿Oye, sabes algo de su matrimonio?

—Muy poquito, señor Julio. Me ha contado que la conoció en una discoteca en Santander, cuando ella tenía dieciséis años y él dieciocho. Se llama Nati y me parece que sigue viviendo en Santander. La dejó embarazada y se tuvo que casar con ella, por lo civil. Nadie de su familia fue a la boda. Bueno, me dijo Fernando que se fueron a vivir al piso de la madre de ella, su suegra. El niño se llama Fernandito y debe de tener ahora sobre los doce años, una desgracia, señor Julio. Se separaron a los seis meses de nacer el niño, fíjese. Él trabajaba entonces en una empresa de reparaciones de televisión, siempre ha sido muy mañoso. La culpa de todo la tuvo la suegra y que eran muy jóvenes, creo yo.

Estaban en una especie de corredor blanco, en la enfermería, los dos sentados en sillas disparejas, frente a la habitación donde se efectuaban las curas, utilizada por Fernando.

Un recluso atravesó el pasillo con paso cansino, llevando una escoba y un cubo. Baldomero se calló cuando lo vio aparecer.

El recluso iba muy bien peinado, con brillantina. Llevaba vaqueros y zapatillas blancas. El brazo remangado que sostenía la escoba estaba tatuado.

—¿Qué pasa, Baldomera, descansando?

—Tú a tus asuntos —respondió Baldomero.

El recluso se detuvo con una sonrisa irónica en los labios.

—¿No me das un besito, Baldomera? A tu hombre lo van a llevar en cunda dentro de poco. Una semana o así, ya verás.

—Qué sabrás tú, ignorante. Además, ten respeto, está este señor delante.

—¿Es usted abogado? —preguntó el recluso.

—No —respondió Julio.

—Entonces es usted periodista. La de cosas que le podría contar yo de este talego. ¿Tiene una truja?

—Vete ya, Nazareno. No molestes al señor.

Julio le dio uno de sus cigarrillos y el otro se lo guardó en el bolsillo.

—¿Le has contado al periodista como se la mamas a toda la Galería, Baldomera? ¿Eh, se lo has contado? —se dirigió a Julio—. Es una artista en el mame. Cobra tres libras, pero yo creo que lo haría gratis. ¿A que sí, Baldomera?

—Guarro, asqueroso. Espera que se lo diga a Fernando. Verás.

—Tendría usted que verla cuando la chupa. Te quita los cordones de las botas, la tía guarra.

—No le haga usted caso, señor Julio. Es envidia. Si no te vas, se lo digo a Fernando.

—Fíjate como tiemblo, Baldomera. Ese mataviejas me lo paso yo por el forro de los cojones.

—Sí, sí… espera que se lo diga.

—Con los marrones de dieciséis viejas, ése se va de aquí, Baldomera, que no te enteras. Y cuando se le lleven de cunda tú te vas a quedar de solateras otra vez —se llevó la mano a la frente y saludó a Julio—. Bueno, míster, a mandar. Me llamo Nazario García Dueñas, para servirle. Yo le puedo contar lo que pasa aquí de verdad. Esto es una pocilga, un agujero matahombres. El que entra aquí ya no vuelve a salir.

Se marchó y dijo Baldomero:

—¿Ha visto usted, señor Julio, qué gentuza hay aquí? Yo los fusilaría a todos.

—Oye, ¿crees que con una causa de violación y asesinato múltiple sacarían a Fernando de aquí? Me jodería bastante, la verdad.

—Es lo que dicen por aquí, que lo van a llevar a un trullo de máxima seguridad. A lo mejor a Alcalá Meco, no lo sé.

—Tener que tomar el tren me va a joder bastante.

—Aquí no está seguro. Ya sabe usted lo que le hacen a los violadores. Figúrese.

—¿Han querido matarle otra vez, Baldomero?

—Sí, señor Julio. Otra vez me lo han querido matar.

Julio sacó el magnetofón de la cartera y lo puso en funcionamiento.

—Cuéntamelo, anda.

—Fue anteayer. Vino un matador hasta aquí, hasta la enfermería. Se chinó los brazos el menda para tangar a los boquerones que le quitaron un baldeo que se había hecho con un tenedor. Pero no se dieron cuenta de una cuchilla de afeitar que llevaba prendida con esparadrapo en los gayumbos. Le hicieron el registro, claro, pero es muy difícil darse cuenta de eso. ¿Me sigue, señor Julio?

—Sí, continúa.

—Lo trajeron para aquí con el brazo chorreando sangre, dando voces y yo le dije a don Calixto que ese menda nos estaba tangando, que quería otra cosa, que yo no me lo creía. Ése iba a matar a Fernando. Y lo que son las cosas, don Calixto me dijo que yo estaba grillao, que diquelara la sangre que le salía, que nadie hacía una cosa así para engañar, que se había chinao de verdad. Total que lo acostamos en la piltra y don Calixto lo curó. Pero servidora no es tonta, de modo que se lo canté todo a Fernando y al jefe de Servicios. A Fernando le dije que tuviera cuidado con el menda, que se andara con ojo.

—¿Quién era, Baldomero?

—Uno a quien llaman «Kunfú». Bueno, le sigo contando. Llega el otro día y pasamos enfermería Fernando y yo. Vamos por las camas dando las pastillas y esas cosas y yo venga a decirle a Fernando, por lo bajinis, claro, que estuviera atento. Ese «Kunfú» había estado en todos los motines del año pasado y quería tener fama cargándose a Fernando. Es un tío muy helado, que parece poca cosa, pero que tiene una musculatura de aquí te espero. Bueno y Fernando que me decía, ¿pero lo han cacheado?, y yo que le contestaba, dos veces, Fernando, dos veces, pero un pincho se puede guardar en cualquier parte. Que yo he visto a tíos guardarse pinchos en el culo.

—No te enrolles, Baldomero. Cuenta sólo lo que ocurrió.

—A lo que iba; nos acercamos a la cama y va Fernando y se planta delante y le suelta: ¿Tú te has creído que yo soy gilipollas, tío? El otro da un salto y se lanza contra él con la cuchilla de afeitar en la mano y yo que me pongo a gritar: ¡Funcionario, funcionario! y el tío, el «Kunfú» que se arruga sin saber qué hacer, ¿no?

—¿Y qué, Baldomero, qué pasó? No te detengas ahora.

—Es que me ha parecido oír ruido ahí dentro —Baldomero señaló la celda de Fernando—. A lo mejor han terminado ya.

Julio detuvo el magnetofón y prestó atención. Con el silencio llegaron de nuevo hasta él los rumores de la prisión, los ruidos sordos que el eco multiplicaba por mil. Puso otra vez el magnetofón en funcionamiento.

—Sigue, Baldomero. ¿Los funcionarios estaban al loro?

—Naturaca, yo les había dado el queo. Mire, señor Julio, yo he visto mucho en las cárceles, pero mucho. He visto meter media cuchilla en el peluco, ¿sabe? Se abre el peluco y se mete media cuchilla de afeitar de las antiguas y luego se cierra el peluco de forma que sobresalga la mitad. El peluco se convierte en un arma terrible que te puede cortar la garganta.

—Al grano, Baldomero, por favor. No tengo cintas suficientes y quiero grabar a Fernando.

—Bueno, pues yo no estaba tranquila, y se lo solté a don Ezequiel, el jefe de Servicios, que me quiere mucho. Le dije, mire don Ezequiel lo que ha pasado. El «Kunfú» se ha chinao… en fin se lo conté todo, todito y don Ezequiel, que me tiene aprecio, pues me hizo caso. Hubiera sido un descrédito para Instituciones Penitenciarias y para su guardia, si ocurriera algo, ¿no? Vamos si matan a Fernando, Dios no lo quiera. Y por eso estaban al loro, por si acaso.

—O sea, que cuando ese «Kunfú» se lanzó contra Fernando, aparecieron los funcionarios. ¿Es así?

—Justo. Entraron dos boquerones y el jefe de Servicios, don Ezequiel, y pusieron firme a «Kunfú» y le quitaron la cuchilla. El «Kunfú» se puso a gritar que me iba a cortar el cuello por chota. Pero fíjese usted, señor Julio, justo por tener tanto peligro, me lo van a llevar en cunda a otra cárcel. Tiene un marrón de dieciséis viejas…

—Pueden pasar seis meses hasta que lo trasladen.

—Según…

Baldomero movió el pie izquierdo, arrastrándolo sobre las baldosas limpias y suspiró.

—… ya sé que los trullos de máxima seguridad están hasta los topes, pero mi Fernando es cada vez más famoso, ¿entiende? Se lo pueden llevar en cualquier momento.

—No ha pasado nada. A lo mejor desestiman el parte y aconsejan que lo vigilen más. Cualquiera sabe.

—Dios le oiga, señor Julio.

Baldomero bajó otra vez la cabeza y suspiró. Arrugó la cara y gimió, como si aguantara las ganas de llorar. Julio apagó el magnetofón.

—Cálmate, ya ha pasado todo, Baldomero.

—No se crea usted, señor Julio. Me preocupa mucho ese doctor psiquiatra, don Ricardo Prada, el del hospital penitenciario. Es muy conocido por aquí, es el que hace siempre los exámenes psiquiátricos esos. Le llamamos el «dígame usted» porque siempre dice eso… Es muy estirado, muy educado, pero nunca dice que la gente está loca, ¿entiende? Si no estás loco, pues te meten en un trullo normal a pasar bola, a tirarte condena. En cambio, si te declaran loco, pues vas a un Centro Psiquiátrico, que es mejor. Hay enfermeras, muchos médicos y te hacen terapia y estás mejor. La comida es dabuti, tienes televisión, haces teatro… esas cosas. Señor Julio…

—¿No irás a llorar, verdad?

—Es que tengo miedo que lo declaren normal y entonces se tire perpetua en uno de máxima seguridad.

—¿Tanto lo quieres?

—Es la luz de mis ojos, señor Julio. Nunca he querido a nadie como lo quiero a él. Aunque hubiese sido el asesino de nuestro señor Jesucristo lo querría igual. A mí lo que más pena me da es que me lo quiten de mi vera, que yo no lo pueda cuidar, ni mimar. Eso es lo que me preocupa.

La puerta de «Curas» se abrió con un lento descorrer de cerrojos y Baldomero se puso en pie de un salto. Salieron dos hombres y detrás de ellos, un funcionario con el uniforme limpio y planchado. Uno de los hombres era alto, bien vestido y de unos sesenta años y Julio reconoció a don Calixto, el médico. El otro, de unos cuarenta y cinco años, vestía cazadora de cuero negra, pantalones vaqueros y llevaba un maletín grande y que parecía pesado. Fernando se asomó unos instantes con expresión distraída. Baldomero le hizo señas, pero él no se dio por aludido. El funcionario cerró la puerta y corrió los cerrojos.

—¿Qué haces aquí, Baldomero? —preguntó el médico—. Tenías que estar pasando la medicación.

Lo dijo en tono distraído, amigable, pero sonó como lo que era, una orden que había que cumplir.

—Ya lo he hecho, don Calixto.

—Siempre tienes respuesta, ¿verdad? —dijo el funcionario.

—No estés dando vueltas, Baldomero. Si no tienes nada que hacer, te pones a hacer vendas —dijo el médico.

Julio se dirigió al funcionario.

—¿Puedo entrar yo ahora?

—No, lo siento —contestó—. Tiene usted autorización de nueve a diez y media. Lo siento.

—Es usted el escritor, ¿verdad? —preguntó don Calixto.

—Sí, doctor. Y me acaban ustedes de fastidiar —sonrió—. Era mi tiempo.

—Bueno, lo siento. Pero aquí el doctor Prada no podía en otro momento y el Juzgado es lo primero. Comprenderá usted.

El psiquiatra encendió un cigarrillo y observó a Julio con atención.

—¿Qué está haciendo usted con Fernando? ¿Es abogado?

—Escritor —contestó el médico.

—Intento escribir un libro sobre Fernando —añadió Julio.

—Es la comidilla en la prisión —el médico sonrió—. Nada menos que un escritor al servicio de nuestro preso más popular —se dirigió a Baldomero que seguía la conversación con atención—. Anda, vete a tus ocupaciones, venga.

—Lo que usted mande, don Calixto.

Baldomero se marchó pasillo adelante, hacia la enfermería, y el funcionario dijo:

—La verdad es que esta mañana, bien temprano, lo he visto repartir las pastillas.

—¿Es usted periodista? —preguntó el psiquiatra.

—No, escritor. Tengo permiso de Instituciones Penitenciarias y del director del Centro.

—No le preguntaba eso. Estoy interesado en todo lo que concierne a Fernando Ruiz, sobre todo en lo referente a su ego. Nunca he visto un yo tan distorsionado. Es un fabulador nato, un embustero crónico. No creo que ese libro tenga validez.

—La literatura es una cosa, la psiquiatría otra.

El psiquiatra se encogió de hombros, mientras daba caladas a su pitillo.

—Yo no me fiaría nada de lo que dice ese hombre.

—¿Está loco, doctor? —preguntó Julio.

—Según lo que usted entienda por loco. Su narcisismo es inmenso, monstruoso, sin fisuras. Y, sobre todo, no duda. La duda no entra en su cabeza. Sin embargo sabe lo que se hace, tiene conciencia de sus actos.

—Trabajamos con magnetofón. Él me cuenta su vida y yo, más tarde, corrijo las cintas, las adorno un poquito y las paso a papel. Está todo a su disposición, doctor.

—Muchas gracias, pero no lo necesito. Los psicópatas y los escritores tienen bastantes puntos en común —sonrió—. Pero dudo que Fernando le esté contando la verdad.

—¿Quién conoce la verdad, doctor?

—¿Tomamos un cafelito, Ricardo? —intervino el médico.

—Buena idea —contestó el psiquiatra.

Don Calixto se dirigió al funcionario:

—Mire, Lucas, a lo mejor hoy podemos hacer una excepción con nuestro escritor. Ha venido hasta aquí y por nuestra culpa se va a marchar de vacío. ¿Podemos dejarle entrar un ratito?

—Si usted lo dice, don Calixto.

—Bajo mi responsabilidad —tomó al psiquiatra del hombro—. Venga, vamos a por el cafelito.

—Gracias —contestó Julio.

Se despidieron de Julio dándole la mano. El funcionario preparó las llaves.

—¿Contento, señor Julio?

—Sí, sois todos muy amables conmigo.

—Don Calixto es un pedazo de pan, los internos se cachondean de él y no digamos el Baldomero ese de los cojones. Hace lo que quiere.

Abrió la puerta.

—Un rato nada más, eh. Que luego me la lío.