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No le arreglé nada. Fui a su casa por hacerle un favor, se lo juro, señor juez. Siempre me estaba invitando a acompañarla.

»Me decía que estaba muy sola, que sus hijos eran unos desgraciados. Esa tarde me vio en el bar cuando pasaba por la calle, entró y me invitó a cerveza. Tengo testigos.

—Efectivamente. Tiene usted testigos, parroquianos del bar El Tropezón y su dueño, don Rosendo Gómez Aparicio. Todos están dispuestos a jurar en un tribunal que lo vieron hablar con doña Carmen Sarmiento Romero a las tres treinta de la tarde del diez de julio. Luego salieron juntos. ¿A dónde fueron, al domicilio de la mencionada señora?

—Me dijo que su marido se encontraba fuera. Que me invitaría a cerveza.

—Y usted la acompañó.

—Ya se lo he dicho, señor juez. Para hacerle un favor.

—¿Por qué la estranguló?

—Yo no he estrangulado a nadie.

—Dejemos esto. ¿Se acuerda ahora de otra señora, de doña Asunción Balaguer Tirado? Antes dijo que no se acordaba de ella.

—Le digo que no me suena ese nombre. Tiene usted que creerme.

—¿No recuerda a doña Asunción Balaguer? Usted ha visitado su casa varias veces para arreglarle la ducha, según declaran testigos. La última vez precisamente el doce de julio a las quince treinta y cinco de la tarde. Dos días después que estuviera con doña Carmen Sarmiento.

—¿Asunción… Asunción? Es que no me suena, señor juez. No puedo acordarme de todas las tías a las que les he arreglado las cañerías.

—Le refrescaré la memoria otra vez. A doña Asunción Balaguer la llamaban en el barrio «La Gorriona», al parecer porque de joven tuvo una pajarería en la calle del Fomento.

—«La Gorriona», sí. Esa vieja antes había sido puta. Bueno… de vieja también lo era.

—Pasemos por alto su vocabulario. ¿Reconoce entonces haber ido a su casa la tarde del doce de julio?

—El desagüe de la ducha estaba tupido de pelos y mocos. «La Gorriona» era una guarra.

—Le recuerdo que doña Asunción Balaguer tenía sesenta y nueve años, gozaba de buena salud y apareció muerta el catorce por la mañana, tendida en la cama, cuando una vecina entró en su domicilio, extrañada de su ausencia. Esa vecina le ha reconocido.

—Yo no le hice nada a esa… bueno, a esa puta.

—Modere su lenguaje, por favor. Esa persona está muerta. Tenga respeto.

—Disculpe usted, pero esa señora seguía siendo… verá, era prostituta. Puede usted preguntar en el barrio. Usted no me puede enchironar por eso. Cualquiera podría haber sido. Yo no he matado a ninguna puta vieja. Ni a «La Gorriona», ni a nadie.

—Si sigue manifestándose así, no tendré más remedio que acusarle de desacato a un magistrado de Instrucción en el ejercicio de funciones. Otra falta de respeto y lo esposaré, señor Ruiz. ¿Lo ha entendido?

—Por favor, disculpe. No he querido insultar. Es que… bueno, era de la calle, una mujer de la calle. ¿Entiende?

—Bien, ha quedado suficientemente claro que usted no sólo conocía a doña Asunción Balaguer, sino que frecuentaba su casa a causa de su profesión de fontanero. Ahora conteste de una vez. ¿Visitó su casa la tarde del doce de julio? Varios vecinos atestiguaron su presencia en el inmueble.

—Le quité del desagüe una bola de pelos y mocos y hacía mucho calor.

—¿Qué ocurrió mientras estuvo allí?

—Se insinuó conmigo.

—¿Se insinuó?

—Todo el mundo en el barrio sabía que «La Gorriona» de joven había sido… bueno, ya se lo he dicho.

—¿Prostituta? No hay constancia de eso. Doña Asunción Balaguer era soltera y había regentado una pajarería en la plaza de Cascorro.

—Usted no ha vivido en mi barrio. Si no, sabría lo que era esa «Gorriona».

—Le recuerdo que no estamos dilucidando el comportamiento pasado de esa señora, sino el suyo.

—Le digo que era prostituta. Se tintaba el pelo de color rosa.

—¿Tiene inconveniente en responder a mi pregunta? ¿Qué ocurrió exactamente la tarde del doce de julio?

—Ya se lo he dicho. Fui a su casa a desentupir el desagüe de la ducha. Saqué una pelota de pelos y mocos.

—Usted ha mencionado que se insinuó con usted. ¿Quiere precisar un poco más, por favor?

—Hacía mucho calor y ella me dijo que me quitara la camisa.

—Continúe, por favor.

—Ya está. Me quité la camisa y «La Gorriona» se quedó en bragas.

—¿En bragas?

—Bueno, en pantaloncitos cortos. No hacía más que decirme que tenía mucho calor y que se quería duchar. Dijo que si no me daba prisa, se ducharía allí mismo. Delante de mí. Era una… bueno, dejémoslo.

—¿Y qué más?

—Empezó a sobarme, a decirme que estaba muy bueno y me masturbó.

—¿Quiere ser más explícito? Cómo le masturbó, ¿con la mano?

—Primero con la mano, después con la boca. Ya le he dicho que «La Gorriona» era una tía de la calle… Bueno, como todas. Todas eran unas tiradas.

—¿Qué entiende usted por «unas tiradas», señor Ruiz?

—Lo que entiende todo el mundo. En lenguaje sencillo, putas. Para que se me entienda, vamos.

—La autopsia ha revelado que doña Asunción Balaguer falleció a causa de un fuerte golpe en la sien derecha, propinado con un objeto contundente. ¿La golpeó usted con el puño?

—No me acuerdo. Cuando terminó de masturbarme, recogí mis herramientas y me marché.

—¿No le dio usted un puñetazo en la sien?

—Le he dicho que no me acuerdo.

—Ahora pasemos a otra cosa… tengo aquí… sí, esto es… el resultado de otra autopsia. Doña Josefa Collantes Martínez, de noventa y dos años. Murió asfixiada y no de un paro cardíaco, como se creyó al principio. El equipo de médicos que está realizando las nuevas autopsias ha declarado en un informe jurado que la mencionada señora fue violada anal y vaginalmente y luego asfixiada cerrándole la boca y la nariz, probablemente con la mano. Ésa fue la razón que, en la primera autopsia, se atribuyó a un paro cardíaco. Una confusión bastante comprensible, pero no excusable, dada la avanzada edad de la víctima.

—¿Por qué dice violada? Ella se abrió de piernas y no rechistó mientras yo se la metía. No sé por qué tiene que decir que fue violada. Más bien fue al revés. Ella me obligó a hacérselo.

—Y después la asfixió, ¿no es cierto?

—Empezó a decirme guarrerías y le tapé la boca. No puedo soportar las guarrerías, señor juez. No las aguanto.

—Y la asesinó.

—Me marché. Eso fue lo que hice.

—Reconozco que me cuesta trabajo ser imparcial con usted. Está usted declarando, por propia voluntad y sin coacción alguna, que hizo el amor con una anciana de noventa y dos años.

—Ella lo quiso, me lo pidió.

—Le desgarró usted la vagina y el ano.

—La tengo muy grande. ¿Qué pasa, no se lo cree?

—Es usted repugnante. Está poniendo a prueba mi formación jurídica, la imparcialidad con que debo actuar.

—Oiga, por favor, no vuelva a insultarme. Yo a usted no le insulto. ¿De acuerdo? Aunque sea juez no tiene derecho a llamarme nada.

—Bien, le pido disculpas. Sigamos, por favor. Usted…

—A ella le gustaba.

—¿Cómo ha dicho?

—Que a esa vieja, a la Josefa, le gustaba lo que le entraba. Y fue por su propia voluntad, ¡eh! Nada de violación.

—Habla usted de esas personas como si fueran…

—¿Insectos?

—… sí, insectos, moscas.

—Eso eran… moscas alrededor de la miel. Basura… y me provocaban, pensaban que podían jugar conmigo. ¡Ja, ja, ja! ¡Las muy estúpidas!… Y nadie puede jugar conmigo, yo soy más listo que todas ellas juntas.

—Dieciséis mujeres ancianas han sido, supuestamente, asesinadas por usted y ése es el comentario que hace… Sabía que era usted un monstruo, pero no hasta ese punto.

—¿Matarlas? ¿Violarlas? ¿De qué está hablando? ¿Para qué las iba yo a matar? Yo no he matado a nadie. Todas me tocaban, ¿se entera? Todas se calentaban nada más verme. Me seguían por la calle y se paraban a hablar conmigo, intentando calentarme… Me llamaban por teléfono… suplicaban que las dejara tocarme… Cuando veían mi miembro se volvían locas, peor que perras… Usted no tiene ni la más remota idea.

—Creo que ha quedado suficientemente atestiguado que usted hizo el amor con doña Josefa Collantes Martínez y con las demás ancianas.

—Pero no maté a ninguna. Cuando empezaban a decirme guarrerías les tapaba la boca, cogía mis herramientas y me marchaba.

—Doña Emilia Tordesillas Blanco vivía muy cerca de usted. Tenía setenta y cinco años y apareció muerta en su cuarto de baño el pasado veintisiete de julio. La descubrió su hijo mayor que acudió a la casa cuando se extrañó de que no cogiera el teléfono. Se dictaminó en un principio que había muerto de un coma insulínico, ya que la anciana padecía diabetes. Sin embargo, a raíz de la publicidad que está teniendo su caso, una publicidad malsana, a mi juicio, los familiares han efectuado una denuncia en el Juzgado de Guardia que ha sido remitida a este Juzgado de Instrucción. Al parecer hay algunos vecinos que atestiguan que lo vieron acudir varios días de ese mismo mes a su domicilio, parece ser que para montarle una nueva ducha. Todavía no tenemos el dictamen definitivo de la autopsia que este juzgado ha ordenado, pero de forma provisional se nos ha enviado un informe. Doña Emilia falleció de un golpe propinado en la nuca con un objeto pesado o con el puño de un hombre. Al principio se creyó que el golpe que presentaba había sido causado por la caída. ¿Tiene algo que decir a esto?

—Igual que las demás. Pero no fui a montarle ninguna ducha. Fui a cobrarle una chapuza que le hice el mes de abril. Me daba largas para no pagarme, la muy perra.

—Haré como si no hubiese oído nada. ¿La mató usted de un golpe en la nuca?

—Le dije que no quería hacer el amor con ella, hacía mucho calor y estaba cansado, pero ella insistió. Me dijo que la dejara actuar por su cuenta en mi bragueta y quiso mamármela. Me cabreé y la aparté y me fui sin cobrarle.

—Me está diciendo que la apartó, ¿no es cierto?

—Me ha oído perfectamente.

—¿No la golpeó con el puño?

—No, estaba viva cuando me marché. Ya le he dicho que no he matado a ninguna de esas tías.

—Hasta que no sea usted juzgado y condenado, o absuelto, usted es para nosotros el presunto asesino y violador de dieciséis ancianas. El principio de la presunción de inocencia es la piedra angular de nuestro ordenamiento jurídico. Por eso me permito decirle que faltan siete días para que nombre a usted a un letrado para su defensa. Como ya sabrá usted, si no lo hace tendrá que aceptar a uno de oficio. Bien, ¿qué dice?

—Ya lo sé, señor Juez. Y le doy las gracias por su amabilidad. Mi padre me pagará al mejor abogado penalista de España. Aún quedan siete días, el plazo no se ha acabado.