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Julio no pudo distinguir ningún sonido. La prisión vibraba como una caja de resonancia. Parecía que cualquier ruido, por pequeño que fuese, jamás se escapaba fuera. Todo se volcaba hacia dentro, creando un rumor sordo y constante.

En un pasillo de la enfermería un hombre estaba sentado en una silla con las manos apoyadas en las rodillas y una expresión desolada en los ojos. Era alto, de tez lisa, con el cabello muy largo y peinado en bucles.

Tenía la cintura estrecha y unos grandes ojos almendrados de largas pestañas.

—¿Qué tal, Baldomera? —le preguntó el funcionario—. ¿Qué tal te encuentras, chata?

—No me llames Baldomera —contestó el hombre, dirigiendo una mirada lánguida hacia Julio—. Hay un señor delante.

—Te veo un poquito mustia, ¿no? ¿Qué te ha pasado, hija? ¿Has tenido la menstruación?

—Eso a usted no le interesa.

—Sí que me interesa, guapa. Éste es mi turno. Y no vas a darle el coñazo a don Calixto otra vez con ese rollo de la menstruación.

—Usted de eso no entiende.

El funcionario soltó una risita cascada, arrugando la frente y los ojillos estrechos.

Baldomero echó a andar por el pasillo. Julio y el funcionario observaron cómo contoneaba las caderas.

—Ahí lo tiene —dijo el funcionario con un gesto de la cabeza, mientras continuaba pasillo adelante—. Dando la lata con el coñazo de que tiene la menstruación. Y ése no es el peor. Si todos fueran como él… en realidad es un pedazo de pan y ayuda en lo que puede, el pobre. Aquí tenemos un ganado que si la gente de la calle lo supiese… Aquí estamos vendidos, el día menos pensado un cabrito de ésos nos raja y adiós muy buenas, si te he visto no me acuerdo.

Baldomero se perdió pasillo abajo y ellos llegaron ante una puerta en la que había un cartel clavado. Ponía: «Curas».

El funcionario se detuvo y señaló la puerta.

—Y ahí está el señorito, el famoso que sale en los papeles y que se hace el loco. ¿Usted cree que está loco? Pues yo no. Si ése está loco, usted y yo somos Napoleón. Ése se hace el loco desde que sale en los periódicos, se lo digo yo que llevo más de quince años bregando con esta gentuza.

—¿Se hace el loco, Lucas?

—Lo que yo le diga. El secretario del juzgado me ha dicho que no se cree que ese tío no tenga asistencia letrada. Piensa que es un plan para que lo declaren loco.

—¿Y qué ventajas consigue si lo declaran loco?

—¿Ventajas? Todas… Una cárcel psiquiátrica hasta que los médicos digan que ya está curado y apto para vivir en sociedad. A los diez años, como mucho, pero como mucho, en la puta calle. ¿No ve las ventajas de hacerse el loco con el juez de Instrucción?

—¿Lo han sacado a patios? —preguntó Julio.

—No, los reclusos lo han condenado a muerte —el funcionario soltó otra vez su risita metálica—. Lo matarán por haber violado a esas viejas, es la ley de la cárcel. Tarde o temprano lo matarán. Si no es con un pincho, será de un mordisco en la garganta, y esta gente cumple su palabra. En eso son más listos que todos los jueces. ¿Ha matado a viejas? Pues que pague. Que se lo carguen y santas pascuas.

—¿Y no ha informado al juzgado?

—Pues claro, pero a nosotros nadie nos hace caso. Ni los jueces, ni la sociedad, ni nadie… A nosotros no nos hacen reportajes, ni escriben libros sobre nosotros. Para que alguien se fije en uno hay que matar, ¿a que sí?

—Quizá tengas razón, Lucas —añadió Julio.

—Fernando es el peor —le guiñó un ojo a Julio—. Ojalá se lo carguen y nos ahorren el trabajo de tenerlo aquí. No hace más que joder.

El funcionario abrió la puerta y aguardó a que Julio entrase. Le dijo:

—Una hora, ¿no?

—Sí, gracias.

La habitación era pequeña. Estaba ocupada por una cama de metal atornillada al suelo, una mesa blanca de formica también unida al suelo y dos sillas. Todo tenía ese aspecto ordenado, aséptico y frío de la morgue.

Julio entró, y el funcionario echó los dobles cerrojos de seguridad.

La maleta de cartón se encontraba apoyada en la pared al lado de la cama. Las dos sillas que le había pedido al director, junto a la mesa.

Fernando hacía flexiones en calzoncillos. Sus largos brazos parecían las extremidades de alguna mostruosa araña. Apoyaba los dedos en el suelo e inclinaba la cabeza al doblarse.

—… sesenta y ocho… sesenta y nueve…

Sobre la mesa había un viejo libro escolar, la Enciclopedia de Grado Elemental, un cuaderno barato y un lápiz con goma incorporada. En la portada de la Enciclopedia, un niño y una niña corrían de la mano hacia un horizonte donde salía el sol. La niña llevaba una carpeta azul y el niño un libro.

Julio dejó el magnetofón sobre la mesa y abrió la cartera.

Sacó el paquete de tabaco y la lata vacía, que había sido de atún en aceite y que le servía de cenicero. Se sentó en la silla y jugueteó con el cigarrillo.

—… setenta… setenta y uno…

Fernando se puso en pie. El sudor le chorreaba por el cuerpo. Hubiera podido decirse que no era mal parecido, a no ser por la longitud excesiva de los brazos.

En el suelo había una palangana con agua que Julio no había visto al entrar. Fernando sumergió una toalla pequeña en el agua y comenzó a frotarse el cuerpo con parsimonia.

—He conseguido realizar los dieciocho movimientos básicos. —Julio trató de prestar atención—. Comienzo con diez minutos de carrera, moviendo las piernas a unos doce o trece kilómetros por hora… Eso hacen tres o cuatro kilómetros, que no es mucho, pero sí suficiente. Luego comienzo las torsiones y rotaciones del tronco, abdominales, giros de brazos y piernas para flexibilizar las articulaciones. Termino con seis ejercicios musculares: pectorales, hombros, tríceps… —suspiró, mientras continuaba aplicándose el paño mojado al cuerpo—. Con los bíceps tengo un poco más de problema. Los bíceps fueron diseñados por la naturaleza para trepar a las ramas más altas, para sostenerse en ellas y balancearse de un lado a otro… lo mismo que los dorsales y todos los músculos lumbares. ¿Sabías eso?

—No.

—Pues deberías leer ese libro. —Señaló la mesa—. La parte de «Higienismo y gimnasia».

—Pues no, no lo he leído.

—Me lo sé de memoria. Y me sirve cantidad.

—¿Esperas la visita de alguien? He visto a un tío sentado en el pasillo y no sé por qué he pensado que lo conocía. Su cara me era familiar.

Fernando se quedó inmóvil y fijó la vista en la ventana que se alzaba a unos dos metros del suelo. Los barrotes la cruzaban de arriba abajo y de izquierda a derecha. Julio siguió la mirada de Fernando y se preguntó que a dónde daría aquella ventana. ¿A algún patio? ¿A otra galería? Durante esos instantes de silencio, el sordo y constante rumor de la prisión entró en la habitación. Julio creyó distinguir el ruido sincopado de unas ruedas metálicas en el suelo.

—Nadie me viene a visitar. Sólo tú. No tengo amigos. Mañana intentaré agarrarme a los barrotes sin que me vean los boquerones y haré abdominales y elevaciones de piernas. —Se palpó el bajo vientre, liso como una tabla de planchar—. Estos cabrones no me dejan ir a patios, dicen que puede haber disturbios… Bueno, en realidad dicen que lo hacen por mi bien, porque hay quien me quiere matar. Es para joderse.

Terminó de humedecerse el cuerpo y cogió otra toalla. Empezó por los pies y fue subiendo por las piernas. Lo hacía despacio, muy despacio, recreándose, con mucho cuidado.

Cuando terminó abrió la maleta y se puso unos pantalones y una camisa limpia, después, calcetines y zapatos de vestir negros. Julio vio un montón de hojas de papel.

—¿Estás escribiendo algo?

—Copio la Enciclopedia y escribo algo para mí. ¿Sabes lo que le he dicho al arajai?

—¿Qué le has dicho?

—Le he dicho que quiero confesarme, pero que me dé un poco más de tiempo. Me ha contestado que me dará todo el que quiera.

Desde donde estaba sentado, Julio vio la ropa en la maleta perfectamente colocada y clasificada, quizá siguiendo normas estrictas.

Pensó en el grueso armario de madera de su casa, en el batiburrillo de ropa de su interior y en el azar que dominaba el simple acto de elegir y ponerse la ropa que llevaría ese día.

Fernando cerró la maleta con cuidado, dobló las dos toallas y las colocó sobre ella, una al lado de la otra. Luego caminó hasta la mesa y se sentó en la otra silla.

Julio encendió el cigarrillo y aspiró el humo con fruición. Fernando arrugó la nariz.

—¿Ya estás fumando, coño?

Julio se encogió de hombros.

—Es el primero, tranqui. No te voy a intoxicar. —Señaló el magnetofón—. ¿Estas preparado? He repasado las cintas anteriores y están quedando muy bien.

—¿Las has escuchado todas?

—Sí y me han gustado bastante. Todo eso del unicornio y el olor a pelo chamuscado. En fin, que está bastante bien. ¿Qué me vas a contar hoy?

—Tienes que corregirlo un poco, las repeticiones y cosas así, pero nada más. No quiero que nadie vaya diciendo por ahí que soy un analfabeto. Yo he ido muy poco a la escuela, pero sé mucho más que otros que se han tirado la vida en un pupitre.

—No te preocupes, las corrijo cuando las paso al papel, pero no cambio nada.

—¡Eh, no me jodas! ¡Lo que yo te cuento está de puta madre! ¡A ver si tú luego lo jodes todo!

—No, hombre, está quedando estupendo. Me gusta mucho, en serio.

—Bueno, vale. Pero lo tienes que meter en el libro como yo te lo cuento.

Julio accionó el magnetofón.

—Eso espero —contestó Julio—. ¿Quieres que te traiga alguna novela, revistas…?

—No hace falta. Con la Enciclopedia me vale. La estoy volviendo a estudiar para que el cabrón ese de juez instructor no me tome el pelo. Pero ahora me tengo que camelar a los peritos psiquiatras y ésos son más difíciles.

Julio soltó una carcajada.

—¿Quieres pasar por cuerdo o por loco? ¿En qué quedamos?

—El otro día el psicólogo de aquí fue diciendo que estoy más loco que una cabra, pero que soy un tío listo y sensible, te lo juro. Se lo soltó al jefe de Servicio. Bueno, la verdad es que aquí no hay más que gentuza, locos y desgraciados, maricones.

—¿Qué le contaste al psicólogo?

—El asco que me dan las viejas… Bueno, las viejas y las putas.

—Bueno, me alegro que todo siga como siempre.

—Ayer trajeron a la enfermería al Lejía, uno que le llaman Lejía porque estuvo en la Legión en Sidi Ifni, bueno, eso dice él. Baldomero me ha contado que por las noches se mete la cuchara por el culo, lo que no sepa el Baldomero, el jodío… Parece ser que el Lejía se chinó las venas con unos flejes que había arrancado de la cama y luego se tragó lo que quedaba de los tornillos y los muelles. Me dijo el Baldomero que dejó el chabolo perdido de sangre; había sangre en las paredes y en el suelo y no se podía entrar del pestazo a sangre que había. Bueno, me lo traen a la enfermería y llaman al jefe de Servicio que se caga por las patas abajo, ¿no? y manda llamar a don Calixto. Tú figúrate la mala leche de don Calixto que a lo mejor estaba quilando con su mujer y lo llaman de la cárcel. Es para joderse. Cuando llegó don Calixto el Lejía estaba cantando eso de «Yo soy el novio de la muerteee…» y yo, pues ayudando, ¿no?, como ayudante de enfermero que soy, bueno, pues nada más verlo don Calixto se dio cuenta de los bultos que tenía en el estómago. Es que se le notaban a simple vista y lo mandó al hospital a urgencia. Yo, antes, cuando estábamos solos, le decía al Lejía: Lejía tú te quieres abrir al hospital a tomar un poquito de aire, ¿verdad? Y el Baldomero se meaba de risa… Bueno, lo que le pasó al Lejía me hizo pensar en la mili, ¿sabes, Julio? Yo también fui Lejía.

—¿Sí? No lo sabía.

—Tú no sabes nada de mí.

—Por eso estoy aquí.

—No vayas tan deprisa. Tienes que hacer algo por mí, ¿no? Tú vas a escribir un libro sobre mi vida y te vas a llevar una pasta, ¿no es así?

—Poco más o menos. ¿A dónde quieres ir a parar?

—Que tienes que hacer algo por mí. Si no, no hay libro. Vendo todas estas historias a una revista y santas pascuas. Todo el mundo está escribiendo sobre mí y puedo pedir lo que quiera. ¿Captas?

—Me doy cuenta. ¿Y qué es lo que quieres?

—Muy fácil. Que busques a mi padre. A mi padre verdadero.

Julio se echó hacia atrás en la silla y observó a Fernando con atención

—Espera un momento…

—Espera tú. Y no te vayas a cachondear, por favor, ¿vale?

—No me voy a cachondear.

—Lo único que sé de mi padre verdadero es que se llama Fernando, como yo, Fernando Seoane. Y Gálvez de segundo apellido. Tienes que encontrarlo y decirle que me busque un abogado de pago y que me saque de aquí.