21
Julio lo encontró muy enfrascado, copiando la Enciclopedia en un cuaderno de tipo escolar, de tapas azules. Estaba sentado con los codos apoyados en la mesa blanca de formica.
Fernando aguardó a que el funcionario cerrara la puerta, entonces levantó la cabeza.
En el cuaderno, su letra cuadrada y de imprenta parecía una procesión de hormigas.
Julio se acercó a la mesa y colocó su maletín en el suelo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
—¿Tú que crees?
—Parece que estás escribiendo, ¿no?
—Déjame en paz, ¿vale, Julio? No jodas más.
—¿Para qué copias ese libro? Es de 1947, una edición muy antigua, ¿no?
Fernando copiaba una lección cuyo título era: «Buena educación y buenos modales abren puertas principales».
Cerró la Enciclopedia y el cuaderno de golpe y dirigió a Julio una mirada furiosa.
—¿Es que no has oído? He dicho que me dejes en paz.
Julio levantó las manos y sonrió.
—Está bien, perdona, tío, perdona. ¿Qué mosca te ha picado conmigo? Yo no soy psiquiatra. Si estás ocupado me lo dices y en paz. Vuelvo otro día. Pero me gustaría terminar tu libro antes del juicio. Tú verás.
—No habrá ningún libro, Julio. ¿Lo entiendes o te lo repito?
Julio arrimó la otra silla y sacó del bolsillo la lata de atún para las cenizas y la colocó en una esquina de la mesa. Luego extrajo el paquete de cigarrillos y sacó uno que se colocó entre los dedos. Fernando le dio un golpe en la mano y el cigarrillo salió disparado y fue a parar al otro lado de la celda.
—Aquí no se fuma.
—Bueno, como quieras. Está bien, pero no tenías que habérmelo tirado. ¿Se puede saber qué te pasa?
—Pues que no va a haber ningún libro a mi costa. Eso es lo que pasa. Si quieres hacer un libro sobre mí, pagas.
—Oye, Fernando, esto no es normal. Hemos hablado mucho sobre el libro. Lo firmaremos los dos. Iremos a medias. ¿A qué viene eso ahora?
Fernando alargó el brazo y colocó el dedo índice sobre la mejilla de Julio. Éste no se retiró, pero sintió la punzada que le pinchaba la cara.
—Si quieres libro, paga. De mí no se aprovecha nadie.
Julio aún trató de sonreír.
—Llevo casi un mes viniendo a verte. Creí que éramos amigos. No tengo dinero para pagarte. Vivo de la pensión de mi madre.
—Pues te largas.
—Oye, Fernando, no podemos parar ahora. Esto es ridículo, ¿por qué no me explicas qué te ha pasado?
—Si no tienes pasta, te largas y santas pascuas. No me interesa que me hagas ningún libro.
Julio se puso en pie despacio y se guardó la lata de atún en el bolsillo de la chaqueta. Fernando volvió a abrir el cuaderno y se sumergió en su lectura.
La sala de curas de la enfermería continuaba impoluta y ordenada, la cama perfecta. La maleta en la misma posición que siempre.
—¿He hecho algo que no te ha gustado…?
Fernando continuó sin levantar la cabeza.
—… he trabajado mucho contigo, he transcrito tus conversaciones, te he hecho caso en todo. He hablado con tu padre. Mi tiempo vale también.
—Diez segundos, Julio —dijo Fernando, sin mover los ojos del cuaderno—. Te doy diez segundos a partir de ahora. Si no te marchas, llamaré al boquera. Uno… dos… tres…
Julio se acercó a la puerta y comenzó a golpearla.
—¡Funcionario, funcionario!
—… cuatro… cinco… seis… siete…
—¡Funcionario, ábrame!
—… ocho… nueve…
—¡Abra, abra! ¡Funcionario!
—… y diez.
Fernando cerró el cuaderno y se puso en pie con la mandíbula contraída y el ceño fruncido. Julio sintió una oleada de terror desde la cabeza a los pies. Continuó golpeando la puerta. Fernando avanzaba hacia él con pasos cortos, demorando el momento.
Se detuvo a su lado. La furia le crispaba. Julio vio cómo alzaba el brazo. Lucas abrió la puerta.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Julio se quedó sin palabras. Fue consciente de que miraba fijamente al hombre uniformado que tenía delante y que era incapaz de hablar.
El funcionario adelantó la cabeza y atisbo dentro de la habitación.
—No pasa nada, Lucas —dijo Fernando—. Aquí el señor que se quiere marchar.
—¿Tan pronto? —preguntó el funcionario.
—Tiene prisa, se marcha.
Julio traspasó la puerta como un autómata. Dio un paso hacia el corredor. Escuchó las voces de Fernando y Lucas que debían de estar contándose algo divertido. Lucas soltó una carcajada.
El pasillo parecía infinito. Se volvió. Lucas llevaba el maletín que había olvidado al pie de la mesa.
—Se dejaba esto —le dijo, y su voz sonó suave y amistosa.
Julio lo agarró. Lucas se dio la vuelta, cerró la puerta y echó el cerrojo.
—¿Hoy se marcha antes, señor Julio?
—Sí, tengo prisa… Tengo cosas que hacer. ¿Sabe dónde está Baldomero? Me gustaría hablar con él.
—Debe de estar en enfermería —el funcionario miró el reloj—. Por ser usted le dejaré ir a verlo, señor Julio.
—Se lo agradezco mucho.
Lucas lo acompañó por el pasillo hacia la sala del fondo desde la que se escuchaban voces roncas y ruidos de muebles al ser movidos. La voz atiplada y un poco chillona de Baldomero se distinguía entre todas las demás. Lucas empujó la puerta y dejó que Julio contemplara las dos filas parejas de camas.
Las paredes estaban pintadas de blanco y había dos ventanales enrejados. La luz de la mañana inundaba la habitación. Un grupo de hombres en pijama y camiseta fumaban sentados en las camas. Cuando el funcionario, acompañado de Julio, asomó la cabeza, las conversaciones cesaron. Baldomero trasladaba una mesita de noche de madera sin pintar y se detuvo.
—Baldomero —llamó el funcionario—, este señor quiere hablar contigo.
—Enseguida, señor Lucas. Enseguida estoy con ustedes.
—Y vosotros —dijo el funcionario— menos cachondeo que os doy el alta ahora mismo.
Los hombres se tumbaron en las camas y se taparon. Baldomero se acercó, secándose las manos.
—¿Quería usted algo, señor Julio?
—Sólo te voy a molestar un poquito, Baldomero.
—Iros al pasillo un ratito, sólo un ratito, ¿vale?, que me ponéis en un compromiso —dijo el funcionario.
—Gracias, Lucas —le dijo Julio—. Te lo devolveré enseguida.
Julio y Baldomero salieron de la enfermería y se encaminaron por el pasillo en dirección a la sala de curas, donde estaba recluido Fernando. Julio agarró a Baldomero del brazo y lo detuvo.
—Fernando se ha vuelto loco, me ha despedido. Me ha dicho que ya no quiere saber nada de mí, el libro se acabó.
Baldomero bajó los ojos. Alguien gritó en alguna parte de la prisión y el sonido se expandió, como entre os muros de un desfiladero. Oyó el ruido metálico y seco de puertas que se abrían y cerraban, de pasos sonoros que iban y venían. Baldomero no abría la boca.
Julio aguardó.
—Ya lo sabía, señor Julio —dijo al fin.
—Pero, ¿por qué, Baldomero, por qué? No lo entiendo. ¿Qué es lo que le ha pasado?
—Fernando sufre mucho, señor Julio. Lo está pasando muy mal, el pobre. Se ha puesto a pensar y a pensar, ¿entiende, señor Julio? Si no lo dan por loco, lo condenan a quinientos años de cárcel, en un trullo normal. Con buena conducta y redención de penas por el trabajo, puede salir a los quince años. O sea, cuando cumpla cuarenta y siete, como poco. Quiere que lo den por loco, ¿entiende? Quiere ir a un Hospital Psiquiátrico…
Baldomero levantó la vista y observó en silencio la puerta cerrada, detrás de la cual se encontraba Fernando. Prosiguió:
—… está jodido por el psiquiatra ese, don Ricardo Prada, ese desgraciado. Ese cabrón es muy listo, ¿sabe?, y Fernando tiene que prepararse muy bien.
—Ya, entiendo. Su defensa va a basarse en que destrozaba y violaba a las viejas bajo un impulso irrefrenable de odio hacia su madre-abuela. ¿No es así? Pero eso, ¿quién lo ha montado, él? Mira, Baldomero, no me creo que Fernando haya urdido esa estratagema. No es tan listo.
Baldomero bajó la mirada y asintió, con la cabeza.
—Ha sido su abogado.
—¿Quién? Pero, ¿qué dices? Él no tiene abogado.
—Sí, señor Julio, Fernando tiene abogado. Desde el principio y no me pregunte más, porque no sé más.
—¿Desde el principio?
—Sí, señor Julio, desde el principio. Un abogado muy famoso, catedrático él.
—Me ha estado utilizando. Y me tira como un trapo sucio a mitad del trabajo, cuando ya no le hago falta. Qué idiota he sido, Baldomero. Iba a escribir mi gran libro, ¿entiendes? Iba a dejar esas porquerías de novelas del Oeste y profundizar en la mente de un… de un…
—¿Asesino, señor Julio?
—… sí, por qué no decirlo de una vez… De un asesino de viejas, un monstruo sádico capaz de matar y violar a dieciséis ancianas.
—Las cosas se ven diferentes dentro y fuera del trullo, señor Julio, por eso usted no comprende. La supervivencia es lo más importante, señor Julio.
—Mira, Baldomero, yo entiendo que tú estés de su parte, pero no lo justifiques, hace un rato me ha dicho que si quería escribir su libro tenía que pagarle. Me chantajea, Baldomero, me chantajea a mí. ¿Es que me he portado mal con él, eh, dime? ¿Me he portado mal?