16
El colegio estaba a la salida de Villena, al otro lado de la carretera, detrás de la gasolinera. Mi abuela me llevó dando un rodeo por el pueblo una hora antes de que abrieran las puertas. Nos sentamos en la tierra dando la espalda a las casas, con las miradas fijas en los edificios blancos, la gran puerta enrejada y los patios del recreo.
Recuerdo que soplaba un vientecillo suave y que yo no estaba nervioso, sino un poco a la expectativa. Aquella mañana mi abuela me había vestido con ropa limpia y me había comprado zapatos y calcetines.
Mientras me peinaba me dijo que estaba más guapo que un sol y que ya era un hombre.
Aquel año extraño mi abuela decidió que yo volviera a la escuela. Ignoro, también, por qué no quiso que yo fuera a la escuela de Almansa, muy cerca de nuestra casa, sino a la de Villena, a la que tenía que acudir en el autobús de línea y regresar con el mismo medio de transporte al atardecer.
Lo único diferente de nuestra estancia en aquel pueblo era que mi abuela ya no se desnudaba por las noches. En Almansa, mi abuela recibía en casa a hombres y mujeres para sanarlos y leerles el futuro.
Antes, cuando yo era más pequeño y viajábamos por otros lugares, a veces les leía el futuro a algunos feriantes o les curaba con su imposición de manos, pero eso pasaba raramente y en circunstancias excepcionales. Su actividad de sanadora se desarrolló, sobre todo, en Almansa. Yo nunca pregunté por qué eran así las cosas y ella nunca me lo explicó,
Venía gente de todas partes que formaba cola alrededor de la casa. Mi abuela primero las curaba y después les echaba las cartas sobre el viejo tapete negro que guardaba celosamente y que nunca sacaba excepto para ese menester.
Los curaba untándose la mano izquierda de aceite y colocándosela al enfermo en el bajo vientre, donde decía mi abuela que residía «el soplo de la vida». Yo era el encargado de hacer guardar la cola y de que entraran en casa por orden.
Antes de entrar estaban enfermos y tristes y al salir parecían sanados y alegres. No sé cómo lo hacía mi abuela o qué métodos empleaba, aparte de la imposición de manos, pero era así.
Lo sé porque una vez me puse enfermo de beber agua ponzoñosa y el vientre me reventaba de dolor. Entonces mi abuela me tendió en el suelo, empezó a murmurar palabras poco comprensibles y me fue quitando la ropa. Yo apenas sí podía mantenerme quieto de los dolores.
Recuerdo que se untó la mano de aceite que llevaba en una botellita de cristal negro y me la colocó en el bajo vientre. Poco a poco los dolores remitieron hasta desaparecer. Me dijo que me vistiera y que fuera a vomitar. Le hice caso y expulsé un torrente de líquido negro y apestoso.
La casa tenía un dormitorio con una cama muy grande, una cocina comedor y, en el patio, un corral semiderruido que utilizábamos como retrete y garaje de la camioneta y almacén para las escopetas, el saco con los balines, las cintas, los regalos, las bolsas de caramelos y peladillas, el tocadiscos y su único disco, rayado y viejo, pero que aún se dejaba escuchar.
El asiento de la camioneta se convirtió en nuestro sofá. Mi abuela había comprado unos cuantos muebles más y utensilios de cocina y algunas otras cosas.
La casa estaba siempre reluciente de limpia, y como «El Mono» continuaba escapándose a sus borracheras —a veces faltaba dos y tres días seguidos. Mi abuela y yo vivíamos prácticamente solos.
Yo dormía con mi abuela en la gran cama del único dormitorio, pero cuando estaba mi abuelo me iba al asiento de la camioneta y me acostaba allí. Por las mañanas me quedaba en la puerta y atendía a los enfermos que mi abuela sanaba en el dormitorio, tendiéndolos sobre la cama, y recogía el dinero —siempre la voluntad— que ellos quisieran darnos.
Los días eran así estupendos. No tenía nada que hacer. Pero un día mi abuela me compró ropa y me dijo que ya era un hombre y que tenía que ir a la escuela.
Me acompañó al autobús y juntos llegamos a Villena.
Era muy temprano. Caminamos un buen trecho alrededor del pueblo —aún no sé por qué mi abuela no quería atravesar los pueblos, ni las ciudades— hasta que nos detuvimos detrás de la gasolinera, frente a la nueva escuela, al parecer recién construida.
Nos sentamos en la tierra en silencio y así estuvimos casi una hora, hasta que vimos que alguien abría la cancela y empezaron a entrar niños. Entonces mi abuela me entregó una talega con una fiambrera llena de comida, una hogaza de pan y mi Enciclopedia, que nunca me separaba de ella.
En el colegio de la fábrica de loza había aprendido algunas cosas, pero no muchas. Sabía contar bastante bien, sumar cantidades pequeñas y restar, pero no sabía multiplicar ni dividir. Entendía algunos carteles con letras grandes y escribir bastante bien, pero despacio. Algunas veces era capaz de deletrear las frases de periódicos viejos que llegaban hasta nuestra caseta, pero no sabía leer ningún libro, fuera de la Enciclopedia.
Allí, sentado en la tierra, mi abuela me dio un beso y me dijo que me portara bien y que preguntara por el maestro Remigio Fernández. Ella había apalabrado con él mi estancia en la escuela.
Luego me entregó el dinero para que yo pudiera coger el autobús de vuelta y se marchó.
Yo atravesé el descampado hacia la escuela con mi talega de comida y mi libro bajo el brazo. No estaba nervioso ni intranquilo, más bien curioso por conocer a otros niños y esa escuela nueva.
Sobre todo quería conocer niños. Yo nunca me había relacionado con niños. Mis hermanos y los chicos de las escuelas en las que había estado antes no contaban. Quería amigos nuevos.
Entré en la escuela muy despacio, mirándolo todo. El patio de entrada estaba lleno de niños de todas las alturas que jugaban y gritaban lanzándose las carteras. Un hombre parecía cuidar de ellos con un silbato. Le pregunté a él que dónde estaba el maestro Remigio Fernández y me miró con cara de haberlo ofendido. De malas maneras me dijo que todavía no había llegado y yo me fui a un rincón a esperarlo.
Poco a poco los niños fueron desapareciendo del patio hasta que me quedé solo, junto al hombre del silbato. Cuando me divisó sentado en un rincón se puso a gritarme, sin que yo entendiera nada. Le dije que si había venido ya el maestro Remigio Fernández y continuó con la misma actitud, enfadándose cada vez más.
Como yo permanecía aparentemente tranquilo, se fue calmando, me pidió el nombre y me dijo que yo a él no le engañaba, que yo lo que quería era escaparme de la escuela.
Por fin, después de que se cansara de decir tonterías, me indicó que don Remigio —insistió mucho en el don— se encontraba en el aula 23, en la segunda planta. Le di las gracias y entré en la escuela propiamente dicha.
Lo primero que sentí fue el olor y, después, el sordo rumor que surgía de ella. El olor era una mezcla extraña a muchos cuerpos, saliva y goma de borrar. El olor de todas las escuelas.
El ruido era difícil de clasificar. Era menos intenso que éste de la cárcel, menor que el motor de la camioneta al ralentí, pero parecido.
Encontré el aula 23, golpeé la puerta y entré.
Un hombre vestido de negro con un rostro pálido y seboso, muy congestionado, me miró con extrañeza. El rumor de la clase cesó por completo y sentí treinta o cuarenta miradas fijas en mí.
—¿Qué quieres tú? —me preguntó el hombre.
—Busco al maestro Remigio Fernández —contesté.
La clase entera se echó a reír. El hombre gritó y todos se callaron como por ensalmo. Volvió a dirigirse a mí:
—Yo soy don Remigio.
—Mi abuela me ha dicho que pregunte por usted. Me llamo Fernando Ruiz Muñoz.
Otra vez la clase entera rompió a reír. El maestro ordenó que se callaran y de nuevo volvió el silencio.
—¿Tú eres el hijo o el nieto de Águeda?
—Sí.
—¿Sí, qué?
—Nieto.
—Tu abuela me ha dicho que tenías doce años. Pero pareces mayor.
—Tengo doce años.
—Bueno, pues dile a tu abuela que aquí se viene puntual, a la hora, ¿te has enterado?
—Sí.
—Pues ahora siéntate. Por hoy te dejaré entrar.
Atravesé la fila de bancos con todas las miradas fijas en mis brazos demasiado largos y en la talega blanca que mi abuela me había hecho con un trozo de tela. Me senté en la última fila y entonces reconocí al maestro. Había estado entre los que iban a sanar con mi abuela. Le recordé de color verdoso y tiritando de frío.
Puse el libro y la talega sobre la mesa y me dispuse a asistir a clase.
Había entre treinta a cuarenta niños y niñas, de la misma edad que yo, que se volvían con cualquier pretexto, me miraban y se apretaban la boca con la mano para no explotar en carcajadas.
El maestro se acercó despacio hasta donde yo estaba y me dijo que leyera lo que estaba en la pizarra. Como yo me quedé inmóvil, me ordenó que me pusiera en pie, que no tenía educación. Me puse en pie.
—Lee —me repitió.
Desde donde estaba veía las letras blancas sobre el fondo negro de la pizarra con toda nitidez.
Empecé:
—… ma… ña… na… eees… eeel… díííaaa…
Las risas guturales, abiertas y explosivas sonaron al unísono y me interrumpieron. Los niños reían hasta desgañitarse. Se inclinaban sobre sus pupitres y lloraban de risa. El maestro se puso rojo de indignación y me agarró de la oreja y me la retorció con fuerza.
—¿Así que eres un payaso, verdad?
—No —le contesté yo, sin moverme, fingiendo que el terrible tirón de orejas no me afectaba.
—¿Es que no sabes leer todavía?
—Por eso he venido aquí.
Las risas se hicieron más fuertes aún.
—Tú aquí no puedes estar. Tienes que ir a párvulos. No tienes ni idea de leer.
Me soltó la oreja y se fijó en el libro. Ahora parecía divertirse.
—Veamos qué has traído —dijo.
Abrió la talega y sacó la hogaza de pan y la puso sobre la mesa.
—Muy rico, ¿eh? ¿Piensas escribir aquí? ¿Y esto? Veamos… veamos… ¡No! ¡Imposible! ¿Me dejas oler? ¡Pisto manchego! Muy rico, ¿verdad? Y ahora veamos qué libro te has traído a la escuela.
Cogió el libro y su expresión cambió por completo. Empezó a reírse a mandíbula batiente, lloraba de risa, agitando el libro. La clase entera berreaba de satisfacción, se tiraba por los suelos de risa. El maestro apenas si podía articular palabra.
—¡Enciclopedia de Grado Elemental! ¡Enciclopedia! ¡Ja, ja, ja! ¡Una edición de… de… 1947! ¡Ja, ja, ja! Anda… anda… vete a párvulos, ¡ja, ja, ja! Es la clase siete, la de la señorita Mari Carmen, la siete. ¡Ja, ja, ja!
El llanto me empezó a subir desde el pecho. Intenté tragármelo, pero apenas si podía. Las piernas me empezaron a temblar. Quise hablarle, decirle algo, pero era imposible que articulara alguna palabra. Era como si se me hubiera olvidado todo: quién era, cómo me llamaba, la razón de mi estancia allí.
No recuerdo cómo abandoné la clase, cómo llegué hasta el patio.
Detrás de mí seguía escuchando:
«¡Enciclopedia, Enciclopedia, Enciclopedia!»
Al llegar al patio, el hombre del silbato fue a decirme algo, pero se quedó quieto y en silencio, paralizado.
Observó cómo yo mismo abría la cancela y salía fuera.
Sólo estuve esos diez minutos en la escuela de Villena.